«La colección de un virtuoso»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«La colección de un virtuoso»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




La colección de un virtuoso (A Virtuoso's Collection) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de mayo de 1842 de la revista Boston Miscellany, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse).

La colección de un virtuoso, un exquisito cuento de Nathaniel Hawthorne, relata la historia de un coleccionista muy particular, cuyas posesiones incluyen algunas de maravillas verdaderamente extraordinarias, como el Cerbero, Pegaso, y el lobo de Caperucita Roja.

En este sentido, podemos pensar que La colección de un virtuoso refleja el modelo para un museo de ficciones, idea que siempre obsesionó a Nathaniel Hawthorne.




La colección de un virtuoso.
A Virtuoso's Collection, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

El otro día, como disponía de una hora de ocio, entré en un museo nuevo que atrajo mi atención casualmente por un cartel pequeño y discreto:


VEA AQUÍ LA COLECCIÓN DE UN VIRTUOSO.


Ése era el anuncio simple, aunque en absoluto poco prometedor, que durante un rato apartó mis pasos de la acera soleada de nuestra calle principal. Subí una escalera oscura, al llegar arriba abrí una puerta y me encontré frente a una persona que mencionó la moderada suma que me daría derecho a entrar.

—Tres chelines, en moneda de Massachusetts —me dijo—. Bueno, no, quería decir medio dólar, tal como lo llaman hoy.

Mientras buscaba la moneda en el bolsillo fijé la mirada en el portero, cuyo marcado carácter y aspecto individualizado me estimularon a esperar algo totalmente alejado de lo ordinario. Llevaba puesto un anticuado gabán, muy desteñido, que envolvía de manera tan completa su delgada figura que no podía verse el resto de su atuendo. Pero su rostro estaba notablemente enrojecido por el viento, quemado por el sol y gastado por la intemperie, y tenía una expresión de lo más inquieta, nerviosa y aprensiva. Era como si ese hombre estuviera viendo un objeto de importancia suprema, o tuviera que decidir alguna cuestión del más profundo interés, que planteara alguna pregunta trascendental, y no podía hacer otra cosa que esperar una respuesta.

Sin embargo, como resultaba evidente que yo no tenía relación alguna con sus asuntos privados, pasé por la puerta abierta que me daba paso al amplio salón del museo. Delante justo de la puerta se encontraba la estatua de bronce de un joven de pies alados. Estaba representado en el acto de despegar volando del suelo, pero su mirada expresaba una invitación tan poderosa que me impresionó como si me estuviera llamando para que entrara en el salón.

—Es la estatua original de la Oportunidad, del antiguo escultor Lisipo —dijo un caballero que se acercó a mí en ese momento—. La he colocado a la entrada de mi museo porque no siempre puede ser uno admitido a ver esta colección.

Quien hablaba era una persona de mediana edad, y no resultaba sencillo determinar si había empleado su vida como estudioso o como hombre de acción; en realidad todas las peculiaridades exteriores y obvias se hallaban desgastadas por una relación extensa y promiscua con el mundo. No había en él señal alguna de una profesión, de hábitos individuales, apenas de nacionalidad. Aunque su tez oscura y rasgos elevados me hicieron conjeturar que era originario de algún país europeo de clima meridional. En todo caso, resultaba evidente que era el virtuoso en persona.

—Con su permiso, como no tenemos catálogo descriptivo le acompañaré por el museo señalándole lo que puede ser más digno de su atención —me dijo En primer lugar, aquí hay un grupo selecto de animales disecados.

Junto a la puerta aparecía la cabeza de un lobo, cierto que exquisitamente preparada, que mostraba una fiereza muy lobuna en los grandes ojos de cristal insertados en la cabeza salvaje y astuta. Y sin embargo se trataba simplemente de la piel de un lobo, sin que nada la distinguiera de otros ejemplares de esa poco atractiva raza.

—¿Cómo es que ese animal merece un lugar en su colección? —pregunté.

—Es el lobo que devoró a Caperucita Roja —respondió el virtuoso— y al lado, con una mirada más suave y maternal, como usted se dará cuenta, está la loba que dio de mamar a Rómulo y Remo.

—¡Ah, ciertamente! —exclamé—. ¿Y cuál es ese encantador cordero de vellón tan blanco como la nieve que parece de una textura tan delicada como la propia inocencia?

—Me temo que ha leído usted descuidadamente a Spenser —contestó mi guía—. Pues si no habría reconocido enseguida al «cordero blanco como la leche» que conducía Una. Pero ese cordero no me parece muy valioso. El ejemplar siguiente merece más nuestra atención.

—¿Cómo? —exclamé yo—. ¿Ese animal extraño con la cabeza negra de un buey sobre el cuerpo de un caballo blanco? Si fuera posible suponerlo diga que es el corcel de Alejandro, Bucéfalo.

—El mismo —contestó el virtuoso—. ¿Puede reconocer también al famoso caballo de guerra que está a su lado?

Junto al famoso Bucéfalo estaba el esqueleto puro de un caballo con los huesos blancos que sobresalían de su pellejo en malas condiciones; pero si mi corazón no hubiera sentido simpatía hacia esa lamentable anatomía, podría haber abandonado el museo enseguida. Sus rarezas no habían sido coleccionadas con dolor y arrancadas de las cuatro esquinas de la tierra, de las profundidades del mar y de los palacios y de los sepulcros de los tiempos para aquellos que no reconocieran a ese ilustre corcel.

—¡Es Rocinante! —exclamé entusiasmado.

Y así era. Mi admiración por ese caballo valeroso y noble hizo que contemplara con menos interés los otros animales, aunque muchos de ellos habrían merecido la atención del propio Cuvier. Allí estaba el burro al que Pedro Campan dio tan soberana paliza, y un hermano de la misma especie que sufrió un castigo similar del antiguo profeta Balaam. Sin embargo tuve algunas dudas respecto a la autenticidad de este último animal. Mi guía me señaló al venerable Argo, el fiel perro de Ulises, y también a otro perro (así lo parecía por la piel) que, aunque imperfectamente conservado, de inmediato daba la sensación de que había tenido tres cabezas. Era Cerbero. Me divirtió considerablemente detectar en una esquina oscura al zorro que tan famoso se hizo por perder la cola. Había varios gatos disecados que, como amaba yo tanto a esos agradables animales, atrajeron mi mirada afectuosa.

Uno era el gato Hodge del doctor Johnson; y en la misma fila estaban los gatos favoritos de Mahoma, Gray y Walter Scott, junto con el Gato con Botas, y un gato de aspecto muy noble que en otro tiempo había sido una deidad del Antiguo Egipto. Venía después el oso domesticado de Byron. No debo olvidar mencionar el cerdo de Erimantea, la piel del dragón de San Jorge y la de la serpiente Pitón; y otra piel, de tonos hermosamente jaspeados, se supone que fue la prenda de la «astuta serpiente del espíritu» que tentó a Eva.

De la pared colgaban los cuernos del ciervo que mató Shakespeare; y en el suelo estaba la pesada concha de la tortuga que cayó sobre la cabeza de Esquilo. En una fila, y tan natural como si estuviera vivo, se encontraba el toro sagrado Apis, «la vaca con el cuerno arrugado» y una novilla de aspecto muy salvaje que sospecho fue la vaca que saltó hasta la luna. Probablemente la mató la rapidez de su descenso. Al darme la vuelta, mi mirada se posó en un monstruo indescriptible que resultó ser un grifo.

—Estoy buscando en vano la piel de un animal que merecería el estudio más atento de un naturalista —comenté yo—: el caballo alado, Pegaso.

—Todavía no ha muerto —contestó el virtuoso—. Pero va tan duramente cargado con tantos caballeros jóvenes de estos tiempos que espero añadir pronto su piel y su esqueleto a mi colección.

Pasamos entonces al siguiente apartado de la sala, en el que había una multitud de aves disecadas. Estaban colocadas de manera muy hermosa, algunas sobre la rama de un árbol, otras empollando sobre el nido, y otras suspendidas con alambres tan artificialmente que parecían estar volando. Había entre ellas una paloma blanca con una rama marchita de hojas de olivo en la boca.

—¿No será ésta la paloma que llevó el mensaje de paz y esperanza a los pasajeros del Arca atrapados por la tormenta? —pregunté.

—Ciertamente —contestó mi compañero.

—Y supongo que ese cuervo es el mismo que alimentó a Elías en el desierto — volví a preguntar.

—¿El cuervo? No —contestó el virtuoso—. Es de una época moderna. Perteneció a un tal Barnaby Rudge; y muchas personas creían que el propio diablo se había disfrazado con su plumaje negro. Pero el pobre Grip había tirado su último corcho y al final se vio obligado a «decir muere». Este otro cuervo, no menos curioso, es aquél en el que el alma del rey Jorge I volvió a visitar a su amada la duquesa de Kendall.

Mi guía me señaló después el búho de Minerva y el buitre que se lanzó sobre el hígado de Prometen. Allí estaba también el Ibis sagrado de Egipto, y uno de los pájaros de Estinfalia que Hércules mató en su sexto trabajo. En la misma percha se hallaban colocadas la alondra de Shelley, la polla de agua de Bryant y una paloma del campanario de la Old South Church, conservada por N. P. Willis. No pude evitar un estremecimiento al contemplar el albatros de Coleridge, traspasado por una flecha de la ballesta del Antiguo Marinero. Junto a este ave de gran poesía había un ganso gris de aspecto muy ordinario.

—Un ganso disecado no es una rareza —comenté yo—. ¿Por qué conserva este ejemplar en su museo?

—Es uno de los que con sus cacareos salvaron el Capitolio Romano —respondió el virtuoso—. Muchos gansos han cacareado y siseado antes y después de aquello; pero ninguno, salvo ésos, se elevaron en su clamor hasta la inmortalidad.

En ese departamento del museo no parecía haber mucho más que mereciera mi atención, salvo quizás el loro de Robinson Crusoe, un fénix vivo, un ave del paraíso sin patas, y un espléndido pavo real, supongo que el mismo que contuvo en otro tiempo el alma de Pitágoras. Pasamos por tanto al departamento siguiente, cuyas repisas estaban cubiertas de una variada colección de curiosidades semejantes a las que suelen encontrarse en establecimientos similares. Una de las primeras cosas que llamó mi atención fue una gorra de extraño aspecto tejida con una sustancia que no parecía ser lana, algodón ni lino.

—¿Es un gorro mágico? —pregunté.

—No —contestó el virtuoso—. Es sólo la gorra de amianto del doctor Franklin. Pero aquí hay una que quizás le interese más. Es la gorra de los deseos de Fortunato. ¿Quiere probársela?

—De ningún modo —contesté apartándola con la mano—. El tiempo de los deseos desbocados ha pasado para mí. No deseo nada que no pueda encontrar en el curso ordinario de la providencia.

—Entonces probablemente no se sentirá tentado a frotar esta lámpara —respondió el virtuoso.

Mientras me decía eso cogió de la repisa una antigua lámpara de bronce trabajada curiosamente con figuras en relieve, pero tan cubierta de cardenillo que la parte esculpida casi había desaparecido.

—Han pasado ya mil años desde que el genio de esta lámpara construyó en una sola noche el palacio de Aladino —me dijo—. Pero todavía conserva su poder; y el hombre que frote la lámpara de Aladino sólo tiene que desear un palacio o una casa de campo.

—Preferiría una casa de campo —contesté—. Pero me gustaría que tuviera sus cimientos en la verdad segura y estable, no en los sueños y fantasías. He aprendido a buscar lo real y lo verdadero.

Mi guía me mostró entonces la varita mágica de Próspero, rota en tres fragmentos por la mano de su poderoso maestro. En la misma repisa estaba el anillo de oro del antiguo Giges, que concedía la invisibilidad a quien se lo ponía. Al otro lado había un espejo alto en un marco de ébano, pero tapado con una cortina de seda morada, por cuyas aberturas podía vislumbrarse el brillo del espejo.

—Es el espejo mágico de Cornelio Agripa —comentó el virtuoso—. Aparte la cortina, imagínese mentalmente cualquier forma humana y se verá reflejada en el espejo.

—Me basta con poder representármela dentro de mi mente —respondí yo—. ¿Para qué iba a desear verla repetida en el espejo? La verdad es que esos actos mágicos han llegado a aburrirme. Hay tantas y grandiosas maravillas en el mundo para los que mantienen los ojos abiertos y no permiten que la costumbre reduzca su visión, que todos los engaños de los viejos brujos parecen planos y rancios. A menos que pueda mostrarme algo realmente curioso, no creo que me interese seguir visitando su museo.

—Ah, muy bien —contestó sosegadamente el virtuoso—. Quizás considere que algunas de mis rarezas de anticuario merecen una mirada.

Señaló una máscara de hierro corroída ahora por el óxido, y mi corazón enfermó al ver esa terrible reliquia que había separado a un ser humano de la simpatía de los de su raza. No había nada ni la mitad de terrible en el hacha que decapitó al rey Carlos, ni en la daga que mató a Enrique de Navarra, ni en la flecha que traspasó el corazón de William Rufus, que me enseñó. Muchos de los artículos debían su interés a haber sido poseídos anteriormente por la realeza. Por ejemplo, allí estaba el manto de piel de oveja de Carlomagno, la peluca suelta de Luis XIV, el torno de hilar de Sardanápalo, y los famosos pantalones del rey Esteban, que le costaron una corona. El corazón de Bloody Mary, con la palabra «Calais» sobre su sustancia enferma, se conservaba en un frasco de alcohol; y cerca estaba la caja dorada en la que la reina de Gustavo Adolfo atesoraba ese corazón de héroe.

Entre esas reliquias y herencias de reyes no debo olvidar las orejas largas y velludas de Midas, y un trozo de pan que se transformó en oro por el contacto con ese infortunado monarca. Y como la griega Elena era reina, debe mencionarse aquí que se me permitió tocar un rizo de sus cabellos dorados, y el cuenco que modeló un escultor con la curva de su pecho perfecto. Allí estaba también la túnica que envolvió a Agamenón, el arpa de Nerón, la botella de brandy del zar Pedro, la corona de Semiramis y el cetro de Canuto, que él extendió sobre el mar. Para que mi propio país no pueda considerarse olvidado, déjenme añadir que me permitió ver el cráneo del rey Felipe, el famoso jefe indio cuya cabeza los puritanos cortaron y exhibieron sobre un palo.

—Enséñeme algo más —le dije al virtuoso—. Los reyes se encuentran en una posición tan artificial que las gentes de la vida ordinaria no pueden interesarse por sus reliquias. Si pudiera enseñarme el sombrero de paja del pequeño Nell, lo preferiría a la corona de oro de un rey.

—Pues aquí está —contestó mi guía señalando descuidadamente con el bastón el sombrero de paja en cuestión—. Pero la verdad es que es usted difícil de complacer. Aquí están las botas de siete leguas. ¿Desea probárselas?

—Nuestro moderno ferrocarril ha dejado anticuado su uso —respondí—. Y en cuanto a botas de cuero de vaca, yo mismo podría enseñarle un par muy curioso en la comunidad trascendentalista de Roxbury.

Examinamos después una colección de espadas y otras armas pertenecientes a épocas distintas, pero reunidas sin que se hubiera esforzado mucho en ordenarlas.

Estaba la espada de Arturo, Excalibur, y la del Cid Campeador, y la que Bruto manchó con la sangre de César, y la del propio César, y la espada de Juana de Arco, y la de Horacio, y aquella con la que Virginio mató a su hija, y la que Dionisio suspendió sobre la cabeza de Damocles. Allí estaba asimismo la espada de Arria, que hundió en su propio pecho para probar la muerte antes que su marido. Atrajo después mi atención la hoja curva de la cimitarra de Saladino. No sé por qué azar, pero sucedió que la espada de uno de nuestros propios generales se hallaba colgada entre la lanza de Don Quijote y la hoja marrón de Hudibras. Mi corazón latió con fuerza al ver el casco de Miltiades y la lanza que rompió el pecho de Epaminondas.

Reconocí el escudo de Aquiles por su semejanza con la admirable copia que poseía el profesor Felton. Nada de aquel departamento me interesó más que la pistola del comandante Pitcairn, con cuya descarga se inició en Lexington la Guerra de la Revolución, que reverberó atronadora por toda la tierra durante siete largos años. El arco de Ulises, aunque sin montar desde hacía muchísimo tiempo, estaba apoyado en la pared, junto con un haz de flechas de Robin Hood y el rifle de Daniel Boone.

—Basta de armas —dije finalmente—. Aunque me habría gustado ver el escudo sagrado que cayó de los cielos en la época de Numa. Y seguramente habrá conseguido usted la espada que desenvainó Washington en Cambridge. Pero la colección le da ya suficiente fama. Sigamos adelante.

En el siguiente departamento vimos el muslo dorado de Pitágoras, que tenía un significado divino; y por una de esas analogías extrañas a las que tan proclive parecía el virtuoso, ese antiguo emblema estaba en la misma repisa con la pata de madera de Peter Stuyvesant, que decía la fábula que era de plata. Había allí un resto del Vellocino de Oro, y una rama de hojas amarillas que parecía el follaje del olmo mordido por la helada, pero que estaba debidamente autentificado como parte de la rama dorada con la que Eneas logró ser admitido en el reino de Pluto. La manzana dorada de Atlanta y una de las manzanas de la discordia estaban envueltas en la servilleta de oro que Rampsinitus trajo del Hades; y todo estaba depositado en el jarrón dorado de Bias, con su inscripción: «AL MÁS SABIO».

—¿Y cómo obtuvo usted este jarrón? —pregunté al virtuoso.

—Me lo dieron hace mucho tiempo —contestó con una expresión de burla en la mirada—, porque había aprendido a despreciar todas las cosas.

No se me escapó que aunque el virtuoso era evidentemente un hombre muy cultivado, sin embargo parecía no tener simpatía por lo espiritual, lo sublime y lo sensible. Aparte del capricho que le había hecho dedicar tanto tiempo, esfuerzo y dinero a la colección de ese museo, me pareció uno de los hombres más duros y fríos que había encontrado en el mundo.

—¡Por despreciar todas las cosas! —repetí—. Ésa es, en el mejor de los casos, la sabiduría del entendimiento. Es el credo de un hombre cuya alma, la parte mejor y más divina, no ha despertado nunca, o ha muerto ya en él.

—No pensé que fuera usted todavía tan joven —contestó el virtuoso—. Si hubiera vivido tanto como yo, reconocería que el jarrón de Bias no fue mal concedido.

Sin analizar más esa cuestión, dirigió mi atención hacia otras curiosidades. Examiné el zapato de cristal de Cenicienta, y lo comparé con una de las sandalias de Diana, y con el zapato de Fanny Elssler, que testimoniaba el carácter musculoso de su pie ilustre. En la misma repisa estaban los zapatos de terciopelo verde de Thomas el Rimador, y el zapato soldado de Empédocles, que fue arrojado desde el Monte Etna. La copa de Anacreonte estaba situada en adecuada yuxtaposición con la copa de vino de Tom Moore y el cuenco mágico de Circe. Eran símbolos del lujo y el tumulto, pero junto a ellos estaba la copa con la que Sócrates bebió su cicuta, y la que Sir Philip Sidney apartó de sus labios mortalmente secos para que bebiera un soldado moribundo. Había luego un grupo de pipas, entre las que estaban la de Sir Walter Raleigh, la más antigua de todas ellas, la del doctor Parr, Charles Lamb, y el primer calumet de la paz que se fumó entre un europeo y un indio.

Entre otros instrumentos musicales vi la lira de Orfeo, y las de Homero y Safo, el famoso silbato del doctor Franklin, la trompeta de Anthony Van Corlear, y la flauta que tocaba Goldsmith en sus paseos por las provincias francesas. El cayado de Pedro el Eremita estaba en una esquina con el del buen obispo Jewel, y con uno de marfil que había pertenecido a Papirio, el senador romano. También estaba cerca la pesada clava de Hércules. El virtuoso me mostró el cincel de Fidias, la paleta de Claude y el pincel de Apelles, comentando que pensaba regalar el primero a Greenough, Crawford o Powers, y los dos últimos a Washington Allston. Había un pequeño jarro de gas oracular de Delfos, que confío será enviado para su análisis científico al profesor Silliman. Me conmovió profundamente contemplar un frasquito con las lágrimas en las que se disolvió Niobe; y lo mismo al saber que un fragmento informe de sal era una reliquia de esa víctima del abatimiento y las lamentaciones pecaminosas: la esposa de Lot.

Mi compañero parecía dar un gran valor a una oscuridad egipcia en un jugo negro. Varias de las repisas estaban llenas con una colección de monedas, de las que sin embargo no recuerdo más que el Chelín Espléndido, celebrado por Phillips, y una moneda de hierro de Licurgo del valor de un dólar, que pesaba unas cincuenta libras. Avanzando despreocupadamente, casi tropecé con un enorme atado, parecido a un paquete de buhonero, envuelto en paño de saco y sujeto con mucha firmeza con cuerdas y correas.

—Es la carga del pecado cristiano —comentó el virtuoso.

—¡Oh, le ruego que lo abramos! —exclamé—. Durante muchos años he deseado conocer su contenido.

—Busque en su propia conciencia y recuerdo —contestó el virtuoso—. Encontrará allí una lista de todo lo que contiene.

Como era una verdad innegable, lancé una mirada melancólica a esa carga, y seguí adelante. Merecía cierta atención una colección de vestidos antiguos colgados de clavos, especialmente la camisa de Neso, el manto de César, la capa de muchos colores de José, la sotana de vicario de Bray, el traje flor de pomelo de Goldsmith, un par de pantalones escarlata del presidente Jefferson, la camisa de caza de bayeta roja de John Randolph, los calzones cortos grises del Caballero Stout, y los andrajos del «hombre totalmente raídos y desgarrados». El sombrero de George Fox me impresionó por ser quizás un recuerdo del apóstol más auténtico que ha aparecido en la tierra durante estos mil ochocientos años.

Atrajeron después mi mirada un par de viejas tijeras que debí tomar como el recuerdo de algún sastre famoso, pero que el virtuoso afirmó que eran las auténticas tijeras de Atropos. Me mostró también un reloj de arena roto que había sido arrojado por el Padre Tiempo, junto con una guedeja gris del anciano caballero, hermosamente trenzada en forma de broche. En el reloj había un puñado de arena cuyos granos habían numerado los años de la sibila de Cumas. Creo que fue en ese departamento donde vi el tintero que arrojó Lutero al diablo, y el anillo que Essex, estando sentenciado a muerte, envió a la Reina Isabel. Y allí estaba la pluma de acero manchada de sangre con la que Fausto firmó la cesión de su salvación.

El virtuoso abrió entonces una puerta de un armario y me enseñó una lámpara encendida, mientras otras tres estaban apagadas a su lado. Una de las tres era la lámpara de Diógenes, otra la de Guy Fawkes, y la tercera la que Hero envió con la brisa de la medianoche a la alta torre de Abidos.

—¡Fíjese! —exclamó el virtuoso soplando con toda su fuerza sobre la lámpara encendida.

La llama se estremeció y se apartó del aire, pero se aferró a la mecha y recuperó el brillo en cuanto la corriente de aire se agotó.

—Es la lámpara inmortal de la tumba de Carlomagno —comentó mi guía—. Esa llama fue encendida hace mil años.

—¡Que ridículo encender una luz no natural en las tumbas! —exclamé—. Deberíamos tratar de contemplar la muerte bajo la luz del cielo. ¿Y cuál es el significado de esa chofeta de carbones ardientes?

—Es el fuego original que robó Prometen del cielo —contestó el virtuoso—. Mírelo fijamente y contemplará otra curiosidad.

Fijé la vista en ese fuego —que simbólicamente era el origen de todo lo que hay de brillante y de glorioso en el alma del hombre— y en medio de él contemplé un pequeño reptil que disfrutaba evidentemente del fuerte calor. Era una salamandra.

—¡Qué sacrilegio! —grité con inexpresable desagrado—. ¿No pudo encontrar un uso mejor a este fuego etéreo que el de abrigar en él a un desagradable reptil? Aunque hay hombres que abusan del fuego sagrado de su propia alma con un propósito inmundo y culpable.

El virtuoso respondió con una risa seca y asegurándome que la salamandra era la misma que había visto Benvenuto Cellini en el fuego de la casa de su padre. Procedió entonces a enseñarme otras rarezas; pues ese reservado parecía el receptáculo de lo que él consideraba más valioso en su colección.

—Allí —dijo— está el Gran Carbunclo de la Montañas Blancas.

Miré con no poco interés esa poderosa gema, cuyo descubrimiento había sido uno de los fantasiosos proyectos de mi juventud. Probablemente en aquellos días debió parecerme más brillante que ahora; en todo caso, no brillaba tanto como para apartarme demasiado tiempo de los otros objetos del museo. El virtuoso me enseñó una piedra cristalina, pegada a la pared, que colgaba de una cadena de oro.

—La piedra filosofal —dijo.

—¿Y tiene usted el elixir de la vida que suele acompañarla? —pregunté.

—Por supuesto; esa urna está llena de él —contestó—. Un trago le refrescará. Aquí tiene la copa de Hebe. ¿Quiere beber de ella un poco de salud?

Mi corazón se conmocionó ante la idea de esa bebida recuperadora; pues temo que tuviera gran necesidad de ella tras haber viajado tanto por el camino polvoriento de la vida. Pero no sé si fue por una mirada peculiar en los ojos del virtuoso, o por la circunstancia de que ese preciosísimo líquido estuviera contenido en una antigua urna sepulcral, el caso es que me detuve. Después cruzaron mi mente muchos pensamientos con los que en las horas más tranquilas y mejores de la vida me había fortalecido para pensar que la muerte es el verdadero amigo al que, a su debido tiempo, hasta el mortal más feliz debería desear abrazar.

—No; no deseo una inmortalidad terrenal —dije—. Si el hombre viviera demasiado sobre la tierra, lo espiritual moriría en él. La chispa del fuego etéreo se ahogaría con lo material y lo sensual. Hay algo celestial dentro de nosotros que al cabo de un cierto tiempo necesita la atmósfera del cielo para evitar la decadencia y la ruina. No tomaré nada de ese líquido. Hace bien en guardarlo en una urna sepulcral; pues produciría la muerte en el momento de conceder la sombra de la vida.

—Todo eso que dice no puedo entenderlo —contestó mi guía con indiferencia—. La vida, la vida terrenal, es el único bien. ¿Pero se niega usted a beber? Muy bien, no es probable que se ofrezca dos veces en la experiencia de un hombre. Probablemente tenga usted penas que trate de olvidar con la muerte. Yo puedo permitirle que las olvide en vida. ¿Desea un trago de Leto?

Mientras hablaba, el virtuoso sacó de la repisa un jarro de cristal que contenía un licor negro que no reflejaba ninguna imagen de los objetos de alrededor.

—¡Por nada del mundo! —exclamé retrocediendo—. No quiero perder ninguno de mis recuerdos, ni siquiera los del error o la pena. Todos son conjuntamente el alimento de mi espíritu. Si los perdiera ahora sería como si nunca hubiera vivido.

Sin más parlamentos pasamos a la siguiente sala, cuyas repisas estaban cargadas de volúmenes antiguos y con los rollos de papiros en los que se atesoraba la sabiduría más antigua de la tierra. Quizás la obra más valiosa de la colección, para un bibliomaníaco, fuera el Libro de Hermes. Sin embargo yo habría dado un precio superior a los seis libros de la Sibila que Tarquín se negó a comprar, y que el virtuoso me dijo que había encontrado personalmente en la cueva de Trofonio. Sin duda, esos viejos volúmenes contenían profecías sobre el destino de Roma, tanto respecto al declinar y la caída de su imperio temporal como al surgimiento de su imperio espiritual.

Tampoco carecía de valor la obra de Anaxágoras sobre la Naturaleza, que se consideraba irrecuperablemente perdida, y los tratados perdidos de Longino, de los que podría aprovecharse la critica moderna, y los libros de Livio que el estudioso clásico había lamentado durante tanto tiempo sin esperanza. Entre esos preciosos tomos vi el manuscrito original del Corán, y también el de la Biblia mormona con el autógrafo auténtico de Joe Smith. Estaba también allí el ejemplar de la Ilíada de Alejandro, guardado en el cofrecillo enjoyado de Darío, que olía todavía a los perfumes que guardaba en él el persa.

Al abrir un volumen con broche de hierro, encuadernado en cuero negro, descubrí que era el libro de magia de Cornelio Agripa; y todavía lo hacía más interesante el hecho de que entre sus páginas se hallaran apretadas muchas flores antiguas y modernas. Había una rosa del ramo de novia de Eva, y todas las rosas rojas y blancas recogidas en el jardín del Templo por los partidarios de York y Lancaster. Allí estaba la Rosa Silvestre de Alloway, perteneciente a Halleck. Cowper había contribuido con una Mimosa, y Wordsworth con una Eglantina, Burns con una Margarita de Montaña, y Kirke White con una Leche de Gallina, Longfellow con una Ramita de Hinojo, con sus flores amarillas.

James Russell Lowell había dado una flor presionada, aunque todavía fragante, que había recogido a la sombra junto al Rin. Había también una ramita de Acebo perteneciente a Southey. Uno de los ejemplares más hermosos era una Genciana cairelada que había sido cogida y conservada para la inmortalidad por Bryant. De Jones Very, un poeta cuya voz apenas se oye entre nosotros por causa de su profundidad, había una Anémona y una Aguileña.

Cuando cerré el volumen de magia de Cornelio Agripa, cayó al suelo una carta vieja y enmohecida. Resultó ser autógrafa del Holandés Errante a su esposa. No pude quedarme más tiempo entre los libros, pues la tarde estaba terminando y quedaba todavía mucho por ver. Bastará simplemente con mencionar algunas curiosidades más. El cráneo inmenso de Polifemo era reconocible por el agujero cavernoso del centro de la frente, donde el gigante había tenido su único ojo. El tonel de Diógenes, el caldero de Medea y el jarrón de la belleza de Psique estaban colocados cada uno dentro del otro. A su lado estaba la caja de Pandora, sin la tapa, que contenía tan sólo el ceñidor de Venus, que había caído allí por descuido.

Un manojo de varas de abedul que habían sido utilizadas por la maestra de Shenstone estaba atado con el ceñidor de la condesa de Salisbury. No sabía qué era más valioso, si un huevo de rocho tan grande como un tonel o la cáscara del huevo que Colón puso en su extremo. Posiblemente el artículo más delicado de todo el museo fuera el carro de la reina Mab, que estaba colocado bajo un vaso de cristal para protegerlo del contacto de los dedos entrometidos.

Había varias repisas ocupadas por ejemplares entomológicos. Como tenía muy poco interés por la ciencia, nada más observé el saltamontes de Anacreonte y un humilde abejorro que había dado el virtuoso Ralph Waldo Emerson. En la parte del salón a la que llegamos en ese momento vi una cortina que descendía desde el techo hasta el suelo en voluminosos pliegues, de una profundidad, riqueza y magnificencia como nunca había visto igual. No podía dudarse que ese velo espléndido, aunque oscuro y solemne, ocultaba una parte del museo todavía más rica en maravillas que la que ya había recorrido; pero cuando intenté coger el borde de la cortina para hacerla a un lado, resultó ser una imagen ilusoria.

—No se sonroje —comentó el virtuoso—, pues esa misma cortina engañó a Zeuxis. Es la famosa pintura de Parrasio.

En línea con la cortina había otros cuadros selectos de artistas de la antigüedad. Estaba allí el famoso racimo de uvas de Zeuxis, tan admirablemente representado que parecía que estuviera brotando de ellas el jugo maduro. En cuanto a la pintura de la anciana que había hecho el mismo ilustre pintor, y que era tan ridícula que él mismo murió de risa al contemplarla, no puedo decir que me moviera particularmente a risa. Parece ser que el humor antiguo tiene poco poder sobre los músculos modernos. Allí estaba también el caballo pintado por Apeles, ante el que relinchan los caballos de verdad; su primer retrato de Alejandro el Magno, y su última pintura, sin terminar, de Venus dormida. Cada una de esas obras de arte, junto con otras de Parrasio, Timantes, Polignoto, Apolodoro, Pausias y Pánfilo exigían más tiempo y estudio del que yo puedo conceder a la percepción adecuada de sus méritos. Los dejaré por tanto sin describir ni criticar, y no intentaré establecer la cuestión de la superioridad del arte antiguo o el moderno.

Por el mismo motivo pasaré ligeramente sobre las muestras de escultura antigua que ese infatigable y afortunado virtuoso había sacado de entre el polvo de los imperios caídos. Allí estaba la estatua de cedro de Esculapio que había hecho Aetion, en gran decadencia, y también la estatua de hierro de Hércules esculpida por Alcon, lamentablemente oxidada. Allí se encontraba la estatua de la Victoria, de casi dos metros de altura, que el Júpiter Olimpo de Fidias había tenido en su mano. Estaba también un dedo índice del Coloso de Rodas, de más de dos metros de longitud. Allí encontré la escultura de Venus Urania de Fidias, y otras imágenes masculinas y femeninas de belleza o grandeza, trabajadas por escultores que daba la impresión de que nunca hubieran rebajado su alma viendo formas inferiores a las de los dioses o los mortales divinos. Pero la simplicidad profunda de esas grandes obras no podía ser entendida por una mente excitada y turbada, como estaba la mía, por los diversos objetos que había contemplado recientemente.

Me alejé por tanto tras una simple mirada pasajera decidiendo que en una ocasión futura meditaría sobre cada una de las estatuas y pinturas hasta que lo más interior de mi espíritu percibiera su excelencia. También en ese departamento observé la tendencia a las combinaciones caprichosas y las analogías ridículas que parecían influir en gran parte de la ordenación del museo. La estatua de madera conocida como el Paladio de Troya estaba situada en yuxtaposición con la cabeza de madera del General Jackson, que unos años antes había sido robada de la proa de la fragata Constitución. Habíamos completado el circuito del espacioso salón y volvíamos a encontrarnos junto a la puerta.

Sintiéndome algo fatigado tras haber visto tantas novedades y antigüedades, me senté en el sofá de Cowper mientras el virtuoso se dejaba caer descuidadamente en el sillón de Rabelais. Fijando los ojos en la pared de enfrente me sorprendió ver la sombra de un hombre que temblaba inestablemente sobre el friso, y parecía como si lo agitara una brisa de aire que entraba por la puerta o las ventanas. No se veía ninguna figura que pudiera provocar esa sombra; y aunque hubiera existido, no había luz del sol que pudiera provocar el oscurecimiento en la pared.

—Es la sombra de Peter Schlemihl —comentó el virtuoso—. Y uno de los artículos más valiosos de mi colección.

—Una sombra me parece un conserje adecuado para este museo —dije—. Aunque lo cierto es que esa figura tiene algo de extraño y fantástico que resulta conveniente para muchas de las impresiones que aquí he recibido. ¿Quién es?

Mientras hablaba examiné más atentamente que antes la presencia anticuada de la persona que me había introducido, y que seguía sentada en su banco con el mismo aspecto intranquilo y una ansiedad oscura, confusa e inquisitiva que ya había observado al entrar. En ese momento miró hacia nosotros y levantándose a medias de su asiento se dirigió a mí.

—Amable señor, le suplico que tenga piedad del hombre más desgraciado del mundo —dijo con un tono melancólico y voz cascada—. ¡En nombre del cielo, respóndame a una sola pregunta! ¿Es ésta la ciudad de Boston?
—Ya lo habrá reconocido —intervino el virtuoso—. Es Peter Rugg, el hombre perdido. Acerté a encontrarme con él el otro día, cuando seguía buscando Boston, y le traje aquí; y como no consiguió encontrar a sus amigos, lo he tomado a mi servicio como conserje. Es muy dado a irse a pasear, pero en otros aspectos es un hombre íntegro y de confianza.

—Y me atrevería a preguntar —proseguí yo— con quién estoy en deuda por la gratificación de esta tarde.

Antes de contestar, el virtuoso posó la mano sobre un antiguo dardo o jabalina cuya cabeza de acero oxidado parecía haber perdido la punta, como si hubiera encontrado la resistencia de un escudo o peto templado.

—No le ha faltado distinción a mi nombre en el mundo durante un período más prolongado que la vida de cualquier hombre —respondió—. Y sin embargo, muchos dudan de mi existencia; quizás lo haga usted mañana. Este dardo que sostengo en la mano fue en otro tiempo el arma de la severa muerte. Le sirvió bien por espacio de cuatro mil años; pero perdió la punta, tal como ve, cuando la lanzó contra mi pecho.

Esas palabras fueron pronunciadas con la cortesía tranquila y fría que había caracterizado a este personaje singular durante toda nuestra entrevista. Es cierto que sospeché que había una amargura indefiniblemente mezclada con su tono, como la de alguien separado de las simpatías naturales y condenado a un destino que ningún otro ser humano ha sufrido, y como consecuencia del cual había dejado de ser humano. Pero además, sin embargo, parecía una de las consecuencias más terribles de ese destino el que la víctima no lo considerara ya como una calamidad, sino que hubiera acabado por aceptarlo como el mayor bien que le pudiera haber acaecido.

—¡Usted es el judío errante! —exclamé.

El virtuoso hizo una reverencia sin ningún tipo de emoción; pues por la costumbre de siglos casi había perdido la sensación de extrañeza de su destino, y sólo imperfectamente era consciente del asombro y el respeto que producía en los que son capaces de morir.

—¡Su destino es ciertamente temible! —exclamé, no pudiendo reprimir mis sentimientos con una franqueza que después me sorprendió—. Pero quizás el espíritu etéreo no se haya agotado totalmente bajo esa masa corrupta o congelada de vida terrenal. Quizás la chispa inmortal pueda ser reavivada todavía con un soplo celestial. Quizás se le permita morir antes de que sea demasiado tarde para vivir eternamente. Puede contar con mis oraciones para esa consumación. Adiós.

—Rezará usted en vano —replicó con una sonrisa fría de triunfo—. Mi destino está vinculado a las realidades de la tierra. Tiene usted derecho a sus visiones y sombras de un estado futuro; pero deme a mí lo que pueda ver, tocar y entender, y no pido nada más.

«Ciertamente es demasiado tarde», pensé. «En su interior el alma ha muerto.»

Luchando entre la piedad y el horror, extendí mi mano, que el virtuoso tomó entre las suyas, todavía con la cortesía habitual de un hombre de mundo, pero sin un corazón que latiera por la hermandad humana. Su tacto parecía como de hielo, aunque no sabía si moral o físico. Al despedirme me rogó que observara que la puerta interior del salón estaba construida con las hojas de marfil de la puerta a través de la cual Eneas y la Sibila habían sido expulsados del Hades.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: La colección de un virtuoso (A Virtuoso's Collection), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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