«Holocausto de la Tierra»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
Holocausto de la Tierra (Earth's Holocaust) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de mayo de 1844 de la revista Graham's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse).
Holocausto de la Tierra, uno de los grandes cuentos de Nathaniel Hawthorne, es básicamente una alegoría sobre el fin del mundo, en donde el diablo engaña a la humanidad para que ésta queme todas sus pertenencias, tanto físicas como intelectuales y artísticas, con la esperanza de que el fuego purifique los errores del paso y permita un nuevo comienzo; naturalmente, con la vuelta de tuerca que supone confiar en los ardides del maligno.
Holocausto de la Tierra.
Earth's Holocaust, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Érase una vez —poca o ninguna importancia tiene que lo fuera en un tiempo pasado o en uno que ha de venir—, este ancho mundo se vio tan sobrecargado por una acumulación de cachivaches gastados que los habitantes decidieron librarse de ellos por medio de una hoguera general. La sede elegida por los representantes de las compañías de seguros fue una de las praderas más amplias del oeste, pues era un lugar tan centrado como cualquier otro punto del globo, ninguna morada humana se vena en peligro por las llamas y una gran asamblea de espectadores podría admirar cómodamente la exhibición.
Como me gustaban este tipo de espectáculos, e imaginaba además que la iluminación de la hoguera podría revelar alguna profunda verdad moral oculta hasta entonces en la niebla o la oscuridad, me pareció conveniente viajar hasta allí y estar presente. Cuando llegué habían aplicado ya la antorcha, aunque el montón de trastos condenados era todavía relativamente pequeño. En medio de la llanura ilimitada, bajo la luz crepuscular y como una estrella lejana y sola en el firmamento, resultaba apenas visible un resplandor trémulo, del que nadie hubiera pensado que iba a brotar después una llama tan ardiente.
A cada momento, sin embargo, llegaban viajeros a pie, mujeres sujetándose los delantales, hombres a caballo, carretillas, vagonetas de equipajes que avanzaban pesadamente y otros vehículos, lo mismo grandes que pequeños, que venían tanto de lejos como de cerca, pero cargados con objetos a los que no se les consideraba dignos para otra cosa que no fuera quemarlos.
—¿Qué materiales han utilizado para prender la llama? —pregunté a uno de los espectadores, pues deseaba conocer el proceso entero, de principio a fin.
La persona a la que me había dirigido era un hombre serio, de aproximadamente cincuenta años, que evidentemente había llegado allí como espectador. Me pareció de inmediato que era alguien que por sí mismo había sopesado el valor auténtico de la vida y sus circunstancias, y que por ello tenía personalmente muy poco interés por el juicio que el mundo pudiera hacerse de aquéllas. Antes de responder mi pregunta me miró a la cara, iluminada por la luz del fuego.
—Ah, algunos combustibles muy secos, y extremadamente convenientes para este fin —contestó—; en realidad no otra cosa que periódicos de ayer, revistas del mes pasado y hojas marchitas del año anterior. Aquí traen unos trastos viejos que prenderán como un puñado de virutas.
Mientras hablaba, unos hombres de aspecto tosco avanzaron hasta el límite de la hoguera y arrojaron en ella todas las basuras del departamento de heráldica: blasones de escudos de armas, penachos y divisas de familias ilustres, linajes que se retrotraían en el tiempo, como líneas de luz, hasta la niebla de la Edad Media, junto con estrellas, ataderas y cuellos bordados, objetos todos ellos que, aunque a un ojo no instruido pudieran parecerle cosas inútiles, habían tenido en otro tiempo un significado enorme, y en verdad seguían reconociéndose entre los hechos más preciosos, tanto en lo moral como en lo material, por quienes veneraban el pasado brillante.
Mezclados con este montón confuso, que inmediatamente fue arrojado a las llamas a brazadas, había innumerables insignias de caballería, incluyendo las de todas las soberanías europeas, la condecoración de la Legión de Honor de Napoleón, cuyas cintas se habían enredado con las de la antigua orden de San Luis. Allí estaban también las medallas de nuestra propia sociedad de Cincinnati, mediante la cual, según nos cuenta la historia, estuvo a punto de constituirse una orden de caballeros hereditarios con los represores realistas de la Revolución. Estaban además las patentes de nobleza de condes y barones alemanes, grandes de España, pares ingleses, desde los documentos carcomidos que había firmado Guillermo el Conquistador hasta el pergamino más nuevo del último lord que había recibido su honor de la hermosa mano de Victoria.
Al contemplar la densa humareda, mezclada con fuertes llamaradas, que formando remolinos brotaba de esa pila inmensa de distinciones terrenales, la multitud de espectadores plebeyos lanzó un grito de alegría y aplaudió con tal entusiasmo que los cielos lo devolvieron en un eco. Ése fue su momento de triunfo, logrado tras muchísimo tiempo sobre seres hechos con la misma arcilla y con las mismas enfermedades espirituales, pero que habían osado asumir los privilegios debidos sólo al mejor arte de los cielos.
En ese momento se precipitó hacia el montón ardiente un hombre de cabellos grises y presencia majestuosa que llevaba una capa de cuya pechera parecían haber arrancado por la fuerza una estrella o cualquier otra insignia de rango. No tenía en su rostro las señales de la capacidad intelectual; pero sí había allí el porte, la dignidad habitual, casi de nacimiento, de quien se había hecho a la idea de su superioridad social y nunca, hasta ese momento, la había visto cuestionada.
—Pueblo —gritó con pena y sorpresa, contemplando las ruinas de lo que había sido más querido para sus ojos, aunque con majestuosidad—. Pueblo, ¿qué has hecho? Este fuego está consumiendo todo aquello que señaló lo que habías avanzado desde la barbarie, o lo que podría haber prevenido que recayeras en ella. Nosotros, los hombres de las órdenes privilegiadas, éramos quienes manteníamos vivo, de generación en generación, el antiguo espíritu caballeresco, el pensamiento noble y generoso, la vida más elevada, más pura, más refinada y delicada. Con los nobles desechas también al poeta, el pintor, el escultor... todas las bellas artes; pues nosotros éramos sus mecenas, y creamos la atmósfera en la que ellos florecieron. Al abolir las distinciones majestuosas del rango, la sociedad pierde no sólo su gracia, sino también su firmeza...
Sin duda habría dicho más cosas, pero en ese momento se elevó un grito burlón, despreciativo e indignado que sofocó totalmente la apelación del noble caído, por lo que éste, tras mirar con desesperación su árbol genealógico quemado a medias, regresó junto a la multitud, contento de refugiarse en su insignificancia recién encontrada.
—¡Que agradezca a su suerte que no le hayamos arrojado a ese mismo fuego! — gritó una figura tosca apartando las ascuas con los pies—. Y que a partir de ahora ningún hombre se atreva a mostrar un trozo de pergamino mohoso como garantía para dominar a sus semejantes. Si tiene el brazo fuerte, muy bien; eso es una especie de superioridad. Si tiene ingenio, sabiduría, valor, fuerza de carácter, que esos atributos hagan por él lo que merecen; pero a partir de este día ningún mortal podrá esperar posición y consideración haciendo la cuenta de los huesos enmohecidos de sus antepasados. Esa tontería se acabó.
—Y en buena hora —comentó el serio observador que estaba a mi lado, aunque en voz baja—. Si no es que una tontería peor ocupa su puesto; pero en todo caso, este tipo de tontería ya ha vivido de sobra lo suyo.
Poco tiempo hubo para meditar o moralizar acerca de las ascuas de esos desechos honrados por el tiempo, pues antes de que se hubieran medio quemado llegó otra multitud de más allá del mar trayendo las vestimentas purpúreas de la realeza, junto con las coronas, globos terráqueos y cetros de los emperadores y los reyes. Todos ellos habían sido condenados como inútiles fruslerías, como juguetes en el mejor de los casos, que sólo valían para la infancia del mundo, o como varas con las que gobernarlo y castigarlo en su minoría de edad, pero que ahora, que toda la humanidad había alcanzado su estatura adulta, no podía permitir ya que se la insultara. En tal desprecio habían caído estas insignias regias que las coronas doradas y las túnicas de oropel del actor que hacía de rey en el teatro Drury Lane se arrojaron con las demás, sin duda como una burla de sus monarcas hermanos del gran escenario del mundo.
Resultaba extraño ver las joyas de la corona de Inglaterra brillando y destellando en mitad del fuego. Algunas de ellas habían ido transmitiéndose desde la época de los príncipes sajones; otras fueron compradas con vastas sumas, o quizás robadas de las frentes muertas de los potentados nativos del Indostán; y todas ardían ahora con gran brillo, como si allí hubiera caído una estrella esparciéndose en fragmentos. El esplendor de la monarquía arruinada no tenía otro reflejo que el que producía en aquellas inestimables piedras preciosas. Pero basta de hablar de este tema. Resultaría tedioso describir cómo el manto del emperador de Austria se convirtió en yesca, o cómo los puntales y columnas del trono francés se volvieron un montón de carbones que era imposible distinguir de los procedentes de cualquier otra madera. Sin embargo, permítaseme añadir que uno de los polacos exilados removía la hoguera con el cetro del Zar de Rusia, que después arrojó a la llamas.
—El olor de las prendas chamuscadas resulta aquí intolerable —comentó mi nuevo amigo cuando la brisa nos envolvió en el humo de un guardarropas regio—. Situémonos a barlovento para ver lo que están haciendo al otro lado de la hoguera.
Dimos por tanto la vuelta y llegamos a tiempo de presenciar la llegada de una enorme procesión de washingtonianos —tal como se autodenominan hoy los partidarios de la templanza— acompañados de miles de discípulos irlandeses del padre Mathew, con ese gran apóstol a la cabeza. Trajeron a la hoguera una rica contribución: nada menos que todas las cubas y barricas de licor del mundo, que hacían rodar delante de ellos a través de la pradera.
—Hijos míos, un empujón más y el trabajo estará hecho —gritó el padre Mathew cuando llegaron al borde del fuego—. Y ahora alejémonos y veamos cómo Satán se ocupa de su propio licor.
De acuerdo con ello, tras haber colocado sus recipientes de madera al alcance de las llamas, la procesión se apartó hasta una distancia segura y enseguida los vieron explotar en llamas que alcanzaban las nubes y amenazaban con encender el propio cielo. Y bien que pudieron hacerlo, pues allí estaban todas las existencias mundiales de licores espirituosos, que en lugar de encender una llama de frenesí en los ojos de los borrachines, como antaño, se elevaba con un brillo desconcertante que sorprendió a toda la humanidad. Fue la suma de ese fuego furioso que, de otra manera, habría chamuscado el corazón de millones de personas. Entretanto se estaban arrojando apreciados vinos alas llamas, que los absorbían contentas como si les gustara, y que como los borrachos se volvían más alegres y violentas al beberlos. Jamás la sed insaciable del fuego diabólico volvería a verse tan atendida.
Allí estaban los tesoros de famosos vividores: licores que se habían mecido sobre el océano, habían madurado al sol, se habían amontonado durante mucho tiempo en las entrañas de la tierra: los jugos pálidos, dorados y rojizos de las viñas más delicadas, la cosecha entera de Tokay, mezclado todo en una sola corriente con los líquidos viles de las tabernas comunes, y contribuyendo todo a elevar las mismas llamas. Y mientras se elevaban en una espiral gigantesca que parecía ondear contra el arco del firmamento y combinarse con la luz de las estrellas, la multitud lanzó un grito, como si la tierra entera se alegrara al liberarse de la maldición de los tiempos.
Pero la alegría no era universal. Muchos pensaron que la vida humana sería más triste que nunca cuando esta breve luminosidad se apagara. Mientras los reformistas actuaban, oí murmurar reconvenciones a varios caballeros respetables de nariz rojiza que calzaban zapatos de gotoso; y un noble enfurecido, cuyo rostro se asemejaba a un hogar en el que se ha apagado el fuego, expresó entonces su descontento de manera más abierta y audaz.
—¿Y qué tiene de bueno este mundo, ahora que ya nunca podremos estar alegres? —preguntó el último borrachín—. ¿Qué consuelo encontrará el pobre ser humano en la pena y perplejidad? ¿Cómo va a mantener cálido el corazón frente a los vientos fríos de esta tierra sin alegría? ¿Y qué os proponéis darle a cambio del solaz que le quitáis? ¿Cómo van a sentarse juntos frente al fuego los viejos amigos, sin una alegre copa entre ellos? ¡Vuestra reforma es una peste! ¡Ahora que la buena camaradería ha desaparecido para siempre, es éste un mundo triste, un mundo frío, un mundo egoísta, un mundo bajo, que no merece que viva en él un hombre honesto!
Esa arenga provocó gran regocijo entre los espectadores; pero, aunque el sentimiento fuera ridículo, no pude dejar de observar conmiseración por la situación de desamparo del último borrachín, cuyos compañeros inseparables habían desaparecido de su lado dejándole al pobre sin un alma que aprobara el que él bebiera su licor, y ciertamente sin licor que beber. Y no es que fuera verdaderamente ése el caso; pues en un momento crítico le vi ratear una botella de brandy de un veinticinco por ciento de graduación que cayó junto a la hoguera y él ocultó en su bolsillo.
Habiéndose deshecho así de los licores espirituosos y fermentados, el celo de los reformistas les indujo entonces a repostar el fuego con todas las cajas de te y bolsas de café del mundo. Y llegaron entonces los plantadores de Virginia, con sus cultivos y el tabaco. Arrojados éstos al montón de cosas inútiles, llegaron a alcanzar el tamaño de una montaña e insuflaron en la atmósfera una fragancia tan potente que temo que nunca volvamos a respirar aire puro. Ese sacrificio pareció alarmar a los amantes de esa hierba más que todo lo que habían presenciado hasta entonces.
—Bueno, pues han conseguido que mi pipa ya no sirva —dijo un anciano lanzándola a las llamas de muy mal humor—. ¿Adónde va este mundo? Todo lo que es rico y picante, todas las especias de la vida, se condena como algo inútil. ¡Ahora que ellos han encendido la hoguera, todo iría mucho mejor si esos absurdos reformistas se lanzaran ellos mismos al fuego!
—Tenga paciencia —le respondió un conservador firme—. Al final llegaremos a eso. Primero nos lanzarán a nosotros, y después a ellos mismos.
Desde las medidas generales y sistemáticas de la reforma, pasé a considerar entonces las contribuciones individuales a esa hoguera memorable. En muchos casos eran de un carácter verdaderamente divertido. Un pobre hombre arrojó su bolsa vacía, y otro un fajo de billetes de banco falsos o insolventes. Las damas elegantes arrojaron los sombreros de la temporada anterior, junto con montones de cintas, encajes amarillos y otras muchas mercancías de modista casi gastadas, todo lo cual demostró ser todavía más evanescente en el fuego de lo que lo había sido en la moda. Una multitud de amantes de ambos sexos —dejando aun lado doncellas o solteros y parejas cuyos miembros estaban mutuamente cansados el uno del otro— arrojaron manojos de cartas perfumadas y sonetos de amor. Un político corrupto, al verse privado del pan por perder el despacho, arrojó sus dientes, que resultaron ser falsos.
El reverendo Sydney Smith, tras haber cruzado el Atlántico con ese único propósito, llegó junto a la hoguera con una sonrisa amarga y arrojó allí determinados bonos repudiados, aunque estaban confirmados con el sello de un estado soberano. Un niño de cinco años, dada la prematura mayoría de la época presente, arrojó sus juguetes; un graduado universitario, su diploma; un boticario, arruinado por la extensión de la homeopatía, todas sus existencias de drogas y medicinas; un médico, su biblioteca; un párroco, su sermones antiguos; y un fino caballero de la vieja escuela, su código de costumbres, que anteriormente había escrito para beneficio de la siguiente generación.
Una viuda que había decidido casarse por segunda vez arrojó furtivamente una miniatura de su esposo fallecido. Un joven al que su amada le había dado calabazas, de buena gana habría tirado su corazón desesperado a las llamas, pero no encontró ningún medio de arrancárselo del pecho. Un autor americano de cuyas obras el público no hacía caso, arrojó a la hoguera pluma y papel, acudiendo a una ocupación menos descorazonadora. Me sorprendió algo escuchar a varias damas, de apariencia muy respetable, que se proponían arrojar a las llamas sus vestidos y enaguas, asumiendo la vestimenta, maneras, deberes, ocupaciones y responsabilidades del otro sexo.
No soy capaz de decir con qué favor se acogió ese plan, pues repentinamente llamó mi atención una joven pobre, engañada y casi delirante, que exclamaba que era el ser vivo o muerto más indigno e intentó lanzarse al fuego en medio de todos los trastos rotos y naufragados del mundo. Sin embargo, un buen hombre corrió a rescatarla.
—¡Tenga paciencia, mi pobre muchacha! —gritó mientras la apartaba del cruel abrazo del ángel destructor—. Tenga paciencia y acepte la voluntad del cielo. Mientras posea un alma viva, todo podrá recuperar su primera frescura. Estas cosas materiales y las creaciones de la fantasía humana no valen para otra cosa que para ser quemadas una vez que han tenido su tiempo. ¡Pero el suyo es la eternidad!
—Sí —contestó la infortunada joven, cuyo frenesí parecía haber menguado convirtiéndose ahora en un abatimiento profundo—. ¡Sí, pero de él ha desaparecido la luz del sol!
Se rumoreó entre los espectadores que todas las armas y municiones bélicas iban a ser arrojadas a la hoguera, con excepción de las existencias universales de pólvora, que ya habían sido arrojadas al mar por considerarse que era el modo más seguro de disponer de ellas. Esa noticia despertó una gran diversidad de opiniones. El filántropo optimista lo consideró una señal de que ya había llegado el milenio; mientras que personas de otro temple que opinaban que la humanidad era una raza de bulldogs, profetizaron que desaparecerían la vieja corpulencia, fervor, nobleza, generosidad y magnanimidad de la raza: afirmaban que esas cualidades necesitaban nutrirse de sangre. Sin embargo se consolaron creyendo que la propuesta abolición de la guerra no podía llevarse a la práctica durante mucho tiempo.
En cualquier caso, innumerables grandes cañones cuyo estruendo había sido durante mucho tiempo la voz de la batalla —la artillería de la Armada Invencible, las baterías de Marlborough y los cañones enfrentados de Napoleón y Wellington— fueron arrastrados en medio del fuego. Por la adición continua de combustibles secos, se había vuelto éste tan intenso que ni el bronce ni el hierro podían resistirlo. Era maravilloso ver cómo esos instrumentos terribles de la carnicería se fundían como si fueran juguetes de cera. Entonces los ejércitos de la tierra dieron vueltas alrededor del poderoso horno, con las bandas militares tocando marchas triunfales, y arrojaron los mosquetes y espadas.
También los portaestandartes, mirando hacia arriba sus banderas, todas marcadas con agujeros de balas y con los nombres de campos victoriosos escritos, tras hacerlas ondear por última vez al aire, las bajaron hacia la llama, que se las llevaron hacia las nubes en su corriente de aire ascendente. Terminada esa ceremonia, el mundo quedó sin una sola arma en sus manos, salvo, posiblemente, algunas armas regias, espadas oxidadas y otros trofeos de la Revolución en algunas de nuestras armerías estatales. Entonces batieron los tambores y sonaron las trompetas como preludio a la proclamación de la paz universal y eterna, y como anuncio de que la gloria no se ganaría ya por la sangre, sino que a partir de ahora la raza humana pretendería trabajar para el mayor bien mutuo, y que esa beneficencia, en los anales futuros de la tierra, permitiría reivindicar la alabanza del valor. En consecuencia, se promulgaron esas benditas noticias, que produjeron un regocijo infinito entre aquellos que se habían espantado ante el horror y despropósito de la guerra.
Pero vi una sonrisa macabra en el rostro endurecido de un majestuoso viejo comandante —por su figura gastada por la guerra y rica vestimenta militar, podía tratarse de uno de los famosos mariscales de Napoleón—, que con el resto de los soldados del mundo había arrojado la espada que desde hacía medio siglo tan familiar había sido a su mano derecha.
—¡Ay! ¡Ay! —se quejaba—. Que proclamen lo que quieran, porque al final veremos que toda esta tontería sólo significa más trabajo para los armeros y fundidores de cañones.
—¡Pero señor! —exclamé yo asombrado—. ¿Acaso imagina que la raza humana volverá sobre los pasos de su antigua locura como para forjar otra espada o fundir otro cañón?
—No habrá necesidad de ello —comentó con burla un espectador que ni sentía benevolencia ni tenía fe en ella—. Cuando Caín deseó matar a su hermano, no se quedó confuso por falta de un arma.
—Ya veremos —contestó el veterano comandante—. Si soy yo el que me equivoco, tanto mejor; pero en mi opinión, y sin pretender filosofar sobre la materia, la necesidad de la guerra es mucho más profunda de lo que suponen estos honestos caballeros. ¡Pero bueno! ¿Es que hay un campo para todas las pequeñas disputas de los individuos? ¿Y no existirá un gran tribunal para dirimir las dificultades nacionales? El campo de batalla es el único tribunal en el que pueden solucionarse tales pleitos.
—Olvida usted, general —intervine yo—, que en esta fase avanzada de la civilización la razón y la filantropía combinadas constituirán ese tribunal si se requiere.
—¡Ah, me había olvidado de eso, ciertamente! —contestó el viejo guerrero mientras se alejaba cojeando.
El fuego se estaba alimentando ahora con materiales que hasta entonces se habían considerado de mayor importancia todavía para el bienestar de la sociedad que las municiones bélicas que ya habíamos visto consumir. Un cuerpo de reformistas había recorrido la tierra entera buscando las máquinas con las que las diferentes naciones acostumbraban a ejecutar la pena de muerte. Un estremecimiento recorrió la multitud cuando esos emblemas fantasmales fueron empujados hacia delante. Incluso las llamas parecieron retroceder al principio, mostrando la forma y el dispositivo asesino de cada una con una elevada llamarada, que por sí sola bastaba para convencer a la humanidad del largo y fatal error de la ley humana.
Esos viejos instrumentos de la crueldad; esos horribles monstruos mecánicos; esos inventos que parecían exigir algo peor que lo que podía lograr el corazón natural del hombre, y que habían acechado en los escondrijos oscuros de las antiguas prisiones, como tema de leyenda aterrorizadora, se encontraban ahora a la vista de todos. Las hachas de los verdugos, con la mancha rojiza de la sangre noble y real en ellas, y una gran colección de sogas que habían cortado la respiración de víctimas plebeyas, fueron arrojadas juntas a las llamas. Un grito saludó la llegada de la guillotina, que fue empujada sobre las mismas ruedas que la habían conducido de una a otra de las calles manchadas de sangre de París. Pero los aplausos más fuertes, que indicaron al cielo distinto el triunfo de la redención terrenal, se produjeron cuando apareció la horca. Sin embargo, un hombre de mal aspecto se adelantó, y poniéndose en el camino de los reformistas gritó roncamente y luchó con furia salvaje para detener su avance.
Quizás no cabía sorprenderse mucho de que el ejecutor hiciera todo lo posible para defender y conservar la máquina con la que se había ganado la vida, y personas más dignas la muerte; pero merecía atención especial el que hombres de una esfera muy diferente —incluso de las órdenes consagradas, en cuya protección puede confiar el mundo su benevolencia— adoptaran sobre la cuestión el punto de vista del verdugo.
—¡Deteneos, hermanos míos! —gritó uno de ellos—. Una falsa filantropía os hace equivocaron; no sabéis lo que hacéis. La horca es un instrumento ordenado por el cielo. ¡Hacedla retroceder por tanto con reverencia, y colocadla en su antiguo lugar, para que el mundo no caiga velozmente en la ruina y la desolación!
—¡Adelante, adelante! —gritó un cabecilla de la Reforma—. ¡A las llames con ese maldito instrumento de la sangrienta política del hombre! ¿Cómo puede la ley humana inculcar benevolencia y amor si persiste en colocar la horca como su símbolo principal?
Un empujón más, buenos amigos, y el mundo se verá redimido de su mayor error. Mil manos prestaron ahora su ayuda, aunque les repugnaba tocarla, y lanzaron la siniestra carga lejos, en el centro del enfurecido horno. Su imagen fatal y aborrecida se vio primero ennegrecida, convirtiéndose luego en carbón al rojo, y finalmente en cenizas.
—¡Eso ha estado bien! —exclamé yo.
—Sí, estuvo bien —respondió, aunque con menor entusiasmo del que yo esperaba, el pensativo observador que seguía todavía a mi lado—. Estuvo bien si el mundo es lo suficientemente bueno para esa medida. Sin embargo, la muerte es una idea de la que no es posible eximirse fácilmente en ninguna condición, entre la inocencia del principio y esa otra pureza y perfección que quizás estemos destinados a alcanzar tras recorrer el círculo completo; pero en todo caso es bueno que se pruebe ahora el experimento.
—¡Demasiado frío! ¡Demasiado frío! —exclamó con impaciencia el joven y ardiente cabecilla en su triunfo—. Que tenga aquí su voz el corazón lo mismo que el intelecto. Y para la madurez y el progreso que la humanidad haga siempre lo más elevado, lo más amable, lo más noble que en cualquier momento pueda entender; y con seguridad eso no podrá ser erróneo, ni inoportuno.
No sé si fue por la excitación de la escena, o si es que las buenas gentes que rodeaban la hoguera se estaban iluminando más a cada instante, pero el caso es que tomaron medidas extremas a las que yo difícilmente estaba dispuesto a acompañarles. Por ejemplo, algunos arrojaron a las llamas sus certificados de matrimonio, y se afirmaron candidatos para una unión superior, más santa y general que la que había subsistido desde el nacimiento de los tiempos bajo la forma de vínculo conyugal. Otros se precipitaron a las cámaras acorazadas de los bancos y a los cofres de los ricos —todos ellos abiertos para el primero que llegara en esa fatal ocasión—, y animaron las llamas con balas enteras de papel moneda, y hasta toneladas de monedas se fundieron con su intensidad. Dijeron que a partir de entonces la benevolencia universal, que no podía ni acuñarse ni agotarse, sería la moneda dorada del mundo.
Ante esa noticia los banqueros y especuladores palidecieron, y un carterista que había recogido una rica cosecha entre la multitud cayó en un mortal desmayo. Algunos hombres de negocios quemaron sus libros de cuentas, los billetes y obligaciones de sus acreedores, y cualquier otra prueba de deudas que ellos debían cobrar; aunque quizás fue un número mayor el de los que satisficieron su celo de reforma sacrificando cualquier recuerdo incómodo de lo que ellos mismos debían. Se gritó entonces que había llegado el momento de entregar a las llamas los títulos de propiedad de la tierra, y que el suelo entero revirtiera a la totalidad de los hombres, a la que erróneamente se le había quitado para distribuirlo desigualmente entre los individuos. Otro grupo exigió que todas las constituciones escritas, formas fijas de gobierno, decretos legislativos, libros de estatutos y todo aquello sobre lo que la invención humana se había esforzado para estampar sus leyes arbitrarias fuera destruido de inmediato, dejando el mundo consumado tan libre como el primer hombre creado.
Desconozco si se llevó a cabo alguna acción con respecto a estas proposiciones; pues precisamente entonces se estaban atendiendo unos asuntos que concernían más a mi simpatías.
—¡Mirad, mirad! ¡Qué montones de libros y panfletos! —gritó un tipo que no parecía ser amante de la literatura—. ¡Ahora tendremos un fuego glorioso!
—¡Eso es, precisamente! —exclamó un filósofo moderno—. Nos liberaremos ahora del peso del pensamiento de los hombres muertos, que hasta ahora ha presionado con tanta fuerza el intelecto vivo que éste se ha vuelto incompetente para cualquier esfuerzo eficaz. ¡Bien hecho, muchachos! ¡Al fuego con ellos! ¡Ahora sí que de verdad estáis iluminando el mundo!
—¿Pero qué va a suceder con la profesión? —gritó un librero furioso.
—Ah, naturalmente, que acompañen a su mercancía —comentó fríamente un autor—. ¡Será una noble pira funeraria!
Lo cierto era que la raza humana había alcanzado una fase de progreso que estaba mucho más allá de lo que los hombres más sabios de épocas anteriores habían soñado, por lo que sería un verdadero absurdo permitir que la tierra siguiera por más tiempo gravada con sus escasos logros literarios. De acuerdo con ello, una investigación completa e inquisitiva había barrido las librerías, los puestos callejeros, las bibliotecas públicas y privadas, e incluso las pequeñas repisas junto a las chimeneas de las casas de campo, y habían traído toda la masa universal de papel impreso, encuadernado o en hojas, para que aumentaran el volumen ya montañoso de nuestra ilustre hoguera.
Arrojaron gruesos y pesados infolios que contenían los trabajos de lexicógrafos, comentaristas y enciclopedistas, y cayeron entre las ascuas con un golpetazo pesado, deshaciéndose en cenizas como si fueran madera podrida. Los pequeños y ricamente dorados tomos franceses de la última época, con los cien volúmenes de Voltaire entre ellos, produjeron una brillante lluvia de chispas y pequeñas llamas; mientras que la literatura corriente de la misma nación se quemaba en colores rojos y azules, produciendo una iluminación infernal en los rostros de los espectadores, convirtiéndolos a todos por el aspecto en diablos agrupados por colores. Una colección de historias alemanas emitió un olor a azufre. Los autores ingleses habituales resultaron ser un combustible excelente, mostrando en general las propiedades de buenos leños de roble.
En particular las obras de Milton producían una llama poderosa, y gradualmente se fueron enrojeciendo hasta convertirse en un carbón que prometía durar más que casi cualquier otro material de la pira. De Shakespeare salió una llama de esplendor tan maravilloso que los hombres se ocultaban los ojos como si estuvieran ante la gloria del sol del mediodía; ni siquiera cuando lanzaron encima las obras de sus comentaristas dejó de emitir una radiación deslumbrante desde abajo del pesado montón. Y creo que sigue ardiendo tan apasionadamente como siempre.
—Si un poeta pudiera encender una lámpara en esa llama gloriosa, podría consumir después aceite hasta la medianoche con un buen propósito —comenté yo.
—Eso es precisamente lo que los poetas modernos han sido demasiado propensos a hacer, o al menos a intentarlo —respondió un crítico—. El principal beneficio que cabe esperar de este incendio de la literatura del pasado es, indudablemente, que a partir de ahora los autores se verán obligados a encender sus lámparas en el sol o las estrellas.
—Si es que pueden llegar tan alto —añadí yo—. Pero para esa tarea se necesita un gigante que pueda distribuir después la luz entre los hombres inferiores. No todo el mundo puede robar el fuego de los cielos, como Prometen; pero cuando alguien lo haya conseguido, mil hogares se encenderán con él.
Me sorprendió mucho observar lo imprecisa que era la proporción entre la masa física de cualquier autor y la propiedad de una combustión brillante y prolongada. Por ejemplo, no había ningún volumen en cuarto del último siglo, ni ya que vamos a eso del actual, que a ese respecto pudiera competir con un librito infantil de cubierta dorada que contenía las Melodías de Mamá Oca. La Vida y Muerte de Pulgarcito duró más que la biografía de Marlborough. Un poema épico, en realidad una docena de ellos, se convirtió en cenizas blancas antes de que se hubiera consumido a medias la única hoja de una vieja balada.
Y también en más de un caso cuando los volúmenes de versos aplaudidos se mostraban incapaces de nada mejor que un humo sofocante, una ignorada cancioncilla de algún bardo anónimo, que quizás se encontraba en la esquina de un periódico, ascendía hasta las estrellas con una llama tan brillante como la de éstas. Hablando de las propiedades de la llama, creo que la poesía de Shelley emitía una luz más pura que cualquier otra producción de su tiempo, contrastando hermosamente con los espasmódicos y cárdenos destellos y borbotones de vapor negro que emitían los volúmenes de Lord Byron. En cuanto a Tom Moore, algunas de sus canciones difundían un olor parecido al de un pastel quemado.
Sentía un interés particular por observar la combustión de los autores americanos, y anoté escrupulosamente mirando el reloj los momentos precisos que tardaban casi todos ellos en transformarse de libros pobremente impresos en cenizas indistinguibles. Pecaría de envidioso, sin embargo, y hasta seria peligroso, dar a conocer esos secretos terribles; por lo que me contentaré con observar que el escritor que con mayor frecuencia está en boca del público no era invariablemente el que producía una exhibición más espléndida en la hoguera. Recuerdo especialmente que un delgado volumen de poemas de Ellery Channing demostró una inflamabilidad excelente; aunque para ser fieles a la verdad hay que decir que algunas de sus partes siseaban y chisporroteaban de una manera muy desagradable. En relación con varios autores, tanto nativos como extranjeros, sucedió un fenómeno curioso. Sus libros, aunque de figura muy respetable, en lugar de romper a arder, o incluso convertir su sustancia en humo, de pronto se fundían de tal manera que demostraban ser de hielo.
Si no fuera falta de modestia mencionar mis propias obras, debo confesar aquí que las busqué con interés paternal, aunque en vano. Muy probablemente se transformaron en vapor ante la primera acción del calor; en el mejor de los casos sólo puedo esperar que, a su modo tranquilo, contribuyeran con una o dos chispas relucientes al esplendor de la noche.
—¡Ay! ¡Pobre de mí! —se quejaba un caballero de aspecto trágico que llevaba unas gafas verdes—. El mundo está totalmente arruinado y ya no hay nada para seguir viviendo. Me han arrebatado la vocación de mi vida. ¡Por nada del mundo puede conseguirse un volumen!
—Éste es un ratón de biblioteca —comentó el tranquilo observador que había a mi lado—. Uno de esos hombres que han nacido para roer pensamientos muertos. Ya ve que su ropa está cubierta con el polvo de las bibliotecas. No tiene una fuente interior de ideas; y sinceramente, ahora que las provisiones antiguas han sido abolidas, no veo lo que va a ser del pobre hombre. ¿No tendrá una palabra de consuelo para él?
—Mi querido señor —le dije al desesperado ratón de biblioteca—. ¿No es la naturaleza mejor que un libro? ¿No es el corazón humano más profundo que cualquier sistema filosófico? ¿No está la vida repleta de más instrucción que la que a los observadores del pasado les fue posible escribir en máximas? Alégrese. El gran libro del Tiempo está todavía abierto delante de nosotros; y si lo leemos correctamente, se nos convertirá en un volumen de verdad eterna.
—¡Ay, mis libros, mis libros, mis preciosos libros impresos! —repetía el desamparado ratón de biblioteca—. ¡Mi única realidad era un volumen encuadernado, y ahora no me dejan ni siquiera un oscuro panfleto!
En realidad los últimos restos de la literatura de todos los tiempos caían ahora sobre el montón ardiente en forma de una nube de panfletos desde las prensas del Nuevo Mundo. Éstos se consumieron a sí mismos en un abrir y cerrar de ojos, dejando la tierra, por primera vez desde los tiempos de Cadmo, libre de la plaga de las letras... un campo envidiable para los autores de la generación siguiente.
—Bueno, ¿queda algo por hacer? —pregunté yo con cierta ansiedad—. A menos que prendamos fuego a la propia tierra, y luego saltemos audazmente al espacio infinito, no veo que podamos llevar más lejos la Reforma.
—Está usted muy equivocado, mi buen amigo —contestó el observador—. Créame que no permitirán que el fuego se apague sin añadir un combustible que sobresaltará a muchas personas que hasta ahora habían echado una mano voluntariamente.
No obstante, durante un breve tiempo pareció que el esfuerzo se relajaba; probablemente los cabecillas del movimiento lo aprovecharon para pensar qué podía hacerse. En el intervalo, un filósofo arrojó alas llamas su teoría, un sacrificio que aquellos que sabían cómo la estimaba consideraron el más notable que se había hecho. Sin embargo, la combustión no resultó en absoluto brillante. Algunas personas infatigables, desdeñando tomarse un momento de descanso, se dedicaron a recoger todas las hojas y ramas caídas en el bosque, y consiguieron así que las llamas de la hoguera fueran más altas que nunca. Pero aquello fue un mero aparte teatral.
—Aquí viene el nuevo combustible del que le hablaba —dijo mi compañero.
Para mi asombro, las personas que avanzaban ahora hacia el espacio vacío que rodeaba el fuego montañoso llevaban sobrepellices y otras prendas sacerdotales, mitras, báculos y una confusión de símbolos papales y protestantes, con los que parecían proponerse consumar el gran acto de fe. Las cruces de las agujas de las viejas catedrales fueron lanzadas al montón con tan escaso remordimiento como si la reverencia de los siglos, pasando en una larga formación bajo las elevadas torres, no las hubiera considerado como el más sagrado de los símbolos. La pila bautismal en la que los niños eran consagrados a Dios, los recipientes sacramentales en los que la piedad recibía la bebida sagrada, fueron entregados a la misma destrucción.
Quizás conmovió más mi corazón ver entre aquellas reliquias devotas fragmentos de los humildes altares y de los púlpitos sin decorar que me di cuenta habían sido arrancados de los templos de Nueva Inglaterra. Aunque se hubieran enviado al fuego de este sacrificio terrible los despojos de la poderosa estructura de San Pedro, debería haberse permitido que esos edificios simples conservaran el embellecimiento sagrado con que les habían dotado sus fundadores puritanos. Sentí, sin embargo, que aquello sólo eran los objetos externos de la religión, y que el espíritu, que conocía mejor su significado profundo, podía renunciar a ello.
—Todo está bien —dije yo alegremente—. Los senderos de los bosques serán las naves de nuestra catedral, y el firmamento mismo será su techo. ¿Qué necesidad hay de un techo terrenal entre la Deidad y sus adoradores? Nuestra fe puede permitirse perder ese ropaje con el que hasta los hombres más santos la han rodeado, y ser más sublime en su simplicidad.
—Cierto —replicó mi compañero—. ¿Pero se detendrán aquí?
La duda que transmitía la pregunta estaba bien fundamentada. En la destrucción general de los libros que ya he descrito, se había salvado un volumen santo que se apartaba del catálogo de la literatura humana, aunque en un sentido estuviera a su cabeza. Pero el Titán de la innovación —ángel o diablo, doble en su naturaleza, y capaz de hechos adecuados a ambos caracteres—, que al principio sólo había derribado las formas viejas y podridas de las cosas, parecía que ahora hubiera puesto su mano terrible sobre los pilares principales que soportaban el edificio entero de nuestro estado moral y espiritual. Los habitantes de la tierra habían llegado a tener demasiado conocimiento como para definir su fe dentro de una forma de palabras, o para limitar lo espiritual por medio de cualquier analogía con nuestra existencia material. Verdades ante las que los cielos temblaban no eran ahora más que una fábula de la infancia del mundo.
Por tanto, como sacrificio final del error humano, ¿qué más quedaba por arrojar a las ascuas de esa terrible pira salvo el libro que, aunque fuera una revelación celestial a los tiempos pasados, no era sino una voz de una esfera inferior en comparación con la raza actual del hombre? ¡Lo hicieron! Sobre el montón ardiente de la falsedad y de la verdad desgastada —cosas que la tierra nunca había necesitado, o que había dejado de necesitar, o que infantilmente se había cansado de ellas— cayó la grave Biblia de la iglesia, el gran y viejo volumen que durante tanto tiempo había descansado sobre el cojín del púlpito, y mediante el que la voz solemne del pastor había hablado de lo sagrado tantos y tantos sábados. También fue a parar allí la Biblia de familia, que el patriarca que tanto tiempo llevaba enterrado había leído a sus hijos, en la prosperidad o en la pena, junto a la chimenea o bajo la sombra de los árboles durante el verano, y que había sido legada como herencia a través de generaciones.
Cayó después la Biblia íntima, el pequeño volumen que había sido el amigo del alma de algún hijo del polvo amargamente puesto a prueba, quien de ella había sacado el valor, tanto si su prueba era para la vida como para la muerte, enfrentándose con firmeza a ambas con la poderosa seguridad de su inmortalidad.
Todas ellas fueron ya lanzadas a las llamas violentas; y entonces cruzó la llanura un viento poderoso que aullaba con desolación, como si fuera el lamento colérico de la tierra por la pérdida de la luz solar del cielo; y agitó la pirámide gigantesca de llamas y esparció por encima de los espectadores las cenizas de las abominaciones consumidas a medias.
—¡Esto es terrible! —exclamé sintiendo que mis mejillas palidecían, y viendo un cambio semejante en los rostros que me rodeaban.
—No pierda todavía el valor —respondió el hombre con el que había hablado tan a menudo. Él seguía contemplando el espectáculo con una calma singular, como si le concerniera simplemente como observador—. Tenga valor y no se alegre demasiado; pues en el efecto de esta hoguera hay mucho menos de bueno y de malo que lo que el mundo querría creer.
—¿Cómo puede ser eso? —exclamé yo impaciente—. ¿Es que no se ha consumido todo? ¿No se ha tragado o fundido todo apéndice humano o divino de nuestro estado mortal que tuviera suficiente materia como para que el fuego le afectara? ¿Mañana por la mañana quedará algo mejor o peor que un montón de ascuas y cenizas?
—Claro que lo habrá —contestó mi serio amigo—. Venga aquí mañana por la mañana, o cuando la porción combustible de la pira se haya quemado totalmente, y entre las cenizas encontrará todo lo realmente valioso que había visto arrojar a las llamas. Confíe en mí, el mundo del mañana volverá a enriquecerse con el oro y los diamantes que han sido desechados por el mundo de hoy. Ni una sola verdad es destruida o enterrada profundamente entre las cenizas, sin que al final salga a relucir.
Era aquella una extraña seguridad. Y sin embargo me sentí inclinado a creerla, más especialmente cuando vi entre las llamas un ejemplar de las Santas Escrituras, cuyas páginas, en lugar de ennegrecerse como yesca, simplemente asumían una blancura más sorprendente conforme desaparecían, purificándola, las marcas de los dedos de la imperfección humana. Es cierto que determinadas notas marginales y comentarios cedían a la intensidad de la prueba, pero ello no iba en detrimento de la más pequeña sílaba que hubiera surgido de la pluma de la inspiración.
—Sí, ahí está la prueba de la que usted hablaba —respondí yo dirigiéndome al observador—. Pero si sólo lo que es malo puede sentir la acción del fuego, entonces con seguridad el incendio ha sido de una utilidad inestimable. Sin embargo, si le entendí bien, expresó la duda de si el mundo podría beneficiarse con ello.
—Escuche lo que dicen esos personajes —me dijo señalando un grupo que había delante de la pira ardiente—. Posiblemente, sin saberlo, puedan enseñarle algo útil.
Las personas que señaló formaban un grupo compuesto por la figura más brutal y terrenal que tan furiosamente había salido en defensa de la horca, es decir el verdugo, junto con el último ladrón y el último asesino, los cuales rodeaban al último borracho. Este último estaba pasando generosamente la botella de brandy que había rescatado de la destrucción general de vinos y alcoholes. Este pequeño y festivo grupo parecía hallarse en el más bajo nivel del abatimiento, al considerar que el mundo purificado necesariamente seria totalmente distinto al que hasta entonces habían conocido, y no sería sino una morada extraña y desolada para caballeros como ellos.
—El mejor consejo para todos nosotros —comentó el verdugo— es que en cuanto hayamos terminado la última gota de licor me permitan que les ayude, mis tres amigos, a tener un cómodo fin en el árbol más cercano, y luego yo mismo me ahorcaré en la misma rama. Éste no es ya un mundo para nosotros.
—¡Bah, bah, mis buenos amigos! —dijo un personaje de tez oscura que se unió en ese momento al grupo; su tez era terriblemente oscura, y sus ojos brillaban con una luz más rojiza que la de la hoguera—. No se depriman tanto, mis queridos amigos; todavía verán días buenos. Hay una cosa que estos sabihondos se han olvidado de arrojar al fuego, y sin la cual todo lo que se ha quemado no es nada; sí, aunque hubieran convertido en cenizas la misma tierra.
—¿Y qué puede ser eso? —preguntó ansiosamente el último asesino.
—¿Qué otra cosa puede ser sino el corazón humano? —contestó el desconocido de rostro oscuro con una sonrisa portentosa—. Y a menos que encuentren un método de purificar esa pestilente caverna, volverán a salir de ella todas las formas del error y la desgracia, las mismas viejas formas u otras peores, que tanto trabajo se han tomado para consumir y convertir en cenizas. He estado aquí toda la noche y me he reído para mí de todo lo que ha pasado. ¡Créanme, el viejo mundo volverá a existir!
Esa breve conversación me proporcionó un tema para una prolongada meditación. ¡Qué triste verdad, si una verdad era, que el antiquísimo esfuerzo del hombre por la perfección sólo hubiera servido para convertirle en motivo de burla del principio maligno, por la circunstancia fatal de que existiera un error en la raíz misma de la materia! El corazón, el corazón: ahí estaba esa esfera pequeña pero ilimitada dentro de la cual existía el error original del que el crimen y la desgracia de este mundo exterior eran simplemente tipos.
Purificad esa esfera interior, y las múltiples formas del mal que asolan lo exterior, y que ahora parecen casi nuestra única realidad, se convertirán en fantasmas oscuros y desaparecerán por sí solas; pero si no profundizamos más allá del intelecto, y simplemente con ese débil instrumento nos esforzamos por descubrir y rectificar lo que está mal, todos nuestros logros serán tan solo un sueño, tan insustancial que poco importa si la hoguera que con tanta fidelidad hemos descrito fuera lo que nosotros llamamos un hecho real y una llama que podría chamuscarnos los dedos, o sólo una radiación fosfórica y una parábola de mi propio cerebro.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: Holocausto de la Tierra (Earth's Holocaust), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
4 comentarios:
"El resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: Holocausto de la Tierra (Earth's holocaust) fue escrito por El Espejo Gótico."
¿Qué? ¿Leí un resumen? ¿Y qué autoridad tiene?, ¿qué tal si omitieron cosas importantes o agregaron cosas triviales?
Uno nunca está seguro de lo que lee cuando lo lee en Internet.
.-.
"Uno nunca está seguro". Creo que ahí debería estar el punto. Desde luego que sobre una obra no hay mayor autoridad que la del propio autor, y que si se busca entender cabalmente una obra determinada no hay más que leerla... obviedades al margen.
Hombre, el resumen que hace El Espejo Gótico son los párrafos que preceden al cuento...de nada.
Buen Blog, todavía no he termidado de leer todos los cuentos, voy por la letra "L"
Saludos
El que ha hecho el resumen del relaro, no lo entendió.
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