«El salón de Arturo»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.
El salón de Arturo (Der Artushof) —a veces publicado en español como: El salón de Artús— es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado originalmente en 1816, en la revista Urania, y luego reeditado en la antología de 1819: Los hermanos de Serapión (Die Serapionsbrüder), y posteriormente en la colección: Cuentos de hadas de Hoffmann (Hoffmann's Fairy Tales).
El salón de Arturo, uno de los grandes cuentos de E.T.A. Hoffmann, relata la historia de un joven, llamado Traugott, y una compleja historia de amor que incluye a una misteriosa mujer y un antiguo salón, creado para honrar la memoria del legendario rey Arturo.
El salón de Arturo.
Der Artushof, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Seguramente, querido lector, habrás oído hablar de la antigua y encantadora ciudad comercial de Danzig. Quizá conozcas las cosas dignas de verse que en ella se encuentran por las descripciones varias que abundan; pero lo que más me agradaría sería que hubiese estado en ella en tiempos remotos y hubieses visto la hermosa sala a que te quiero conducir ahora. Me refiero al salón del rey Arturo. En las horas del mediodía agítanse en su recinto los hombres de negocios de todas las nacionalidades, y un murmullo ensordecedor resuena en sus ámbitos; pero cuando han transcurrido las horas de la Bolsa, cuando los negociantes están sentados junto a las mesas y sólo pululan por el salón algunos individuos que cruzan de una calle a otra de las dos a que sirve de pasaje, entonces debes visitar el salón de Arturo siempre que estés en Danzig.
La luz tamizada que penetra por las opacas ventanas da animación y vida a todos los cuadros y grabados con que están adornadas las paredes. Los ciervos, con sus cornamentas monstruosas, y otros animales fantásticos te miran con ojos brillantes, aunque tú apenas los puedas distinguir, y conforme se va acentuando la oscuridad tanto más siniestra te resultará la mesa de mármol que se halla en el centro. El gran cuadro que representa todos los vicios y las virtudes, con sus nombres inscritos junto a cada una de las figuras, parece un poco reñido con la moral, pues mientras las últimas están envueltas en una niebla gris que las hace poco menos que invisibles, los primeros tienen forma de mujeres hermosas ataviadas con lujo, que se adelantan sonrientes como tratando de seducirte con un dulce cuchicheo.
Con satisfacción detienes la mirada en el friso estrecho que rodea casi todo el salón, y que representa milicias ricamente engalanadas de tiempos antiguos. Los nobles burgomaestres, con sus rostros de facciones enérgicas, cabalgan a la cabeza en hermosos caballos con arreos lujosos, y los timbaleros, los pífanos, los alabarderos los siguen en actitud tan viva que crees escuchar la música marcial y te figuras que ellos van a salirse por la gran ventana y a continuar su marcha por la plaza del mercado. Porque si quisiesen marcharse, no podrás por menos, querido lector, siendo como eres un dibujante experto, de tomar la pluma y la tinta y retratar aquellos nobles burgomaestres con sus lindos pajes. En las mesas de alrededor hay siempre papel, pluma y tinta, costeados por el servicio público; por tanto, a tu disposición tendrías los materiales y te atraería la tarea con fuerza irresistible.
A ti, amable lector, te estaría permitido esto; pero no al joven comerciante Traugott, que en un caso semejante encontróse en mil apuros y dificultades.
—Dé usted cuenta a nuestro amigo de Harburgo del estado del negocio, querido Traugott.
Esto dijo el comerciante Elías Roos, con el que estaba asociado Traugott y con cuya única hija, Cristina, quería casarse. Traugott encontró con dificultad un asiento en las mesas, rodeadas de gente; cogió una hoja de papel y se dispuso a comenzar un primor caligráfico. Cuando estaba pensando en el negocio sobre que tenía que escribir, levantó la vista. Quiso la casualidad que se hallase precisamente delante de una de las figuras del friso que le producían más impresión.
Era un hombre muy serio, casi adusto, con barba negra y rizada y muy ricamente vestido; montaba un caballo negro, conducido de las riendas por un hermoso joven, que con sus rizos y su atavío más bien parecía una mujer. La figura y el rostro del hombre despertaban el terror de Traugott; pero el semblante del jovenzuelo le producía un mundo de impresiones dulces. No lograba nunca apartar la vista de las dos figuras, y así le ocurría en aquel momento, en que en vez de mandar el aviso de Elías Roos a Harburgo permanecía contemplando el cuadro y emborronaba el papel sin saber lo que hacía. Debía de llevar algún tiempo en aquella actitud, cuando le tocaron en el hombro por detrás, y una voz ronca dijo: "Bien, muy bien, así me gusta; esto puede resultar." Traugott se volvió, despertando de su sueño, y quedó como herido por un rayo.
El asombro, la admiración le dejaron mudo y mirando fijamente a la cara del hombre ceñudo pintado en la pared. Este era quien había pronunciado aquellas palabras, y junto a él hallábase el dulce y hermoso joven, sonriéndole con una especie de amor indescriptible.
—¿Sois vos? —exclamó Traugott contra su voluntad—. ¿Sois vos? Os quitaréis en seguida esa horrible capa y os quedaréis con el brillante atavío antiguo.
La muchedumbre se agitaba sin cesar, en el tumulto desaparecieron las dos figuras extrañas, y Traugott continuó con la carta de aviso en la mano, como si se hubiera convertido en estatua, hasta que hubieron transcurrido las horas de Bolsa con exceso y sólo cruzaba la sala alguna que otra persona. Al fin Traugott advirtió que Elías Roos, acompañado por dos caballeros desconocidos, se dirigía a su encuentro.
—¿Qué medita usted, si ya es mediodía, querido Traugott? —preguntó Elías Roos—. ¿Ha enviado usted el aviso que le encargué?
Distraído, alargóle Traugott la hoja de papel; pero Elías Roos se llevó las manos a la cabeza, golpeó el suelo con suavidad primero, luego con furia, y gritó con toda su voz, que resonó en el salón:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Garabatos! ¡Estúpidos garabatos! Querido Traugott, yerno inútil, asociado infiel. ¿Sois el demonio? El aviso, el aviso. ¡Dios mío! ¡El correo!
Elías Roos estaba a punto de ahogarse de indignación; los amigos se reían, mirando la hoja en que estaba el aviso, que, en verdad, no era muy útil que digamos. Inmediatamente después de las palabras: Refiriéndonos a su grata del 20 del corriente, Traugott había dibujado los contornos de las dos figuras maravillosas: la del viejo y la de jovenzuelo. Los desconocidos trataron de tranquilizar a Elías Roos hablándole en tono afectuoso; pero él se tiraba de la redonda peluca, daba golpes en el suelo con su bastón de caña y gritaba:
—¡El hijo de Satanás! Tiene que enviar una nota y se pone a pintar figuras. ¡Diez mil marcos me va a costar el negocio! ¡Diez mil marcos! —repitió, soplándose los dedos.
—Tranquilícese, querido Roos —dijo, al fin, el más viejo de los amigos—. El correo ha salido ya; pero dentro de una hora va a partir para Harburgo un mensajero que envío yo, al cual se le puede dar la nota, y llegará más pronto que si hubiera ido por el correo corriente. ¡Hombre sin igual! —exclamó Roos, iluminándosele el rostro de alegría.
Traugott, que se había repuesto un poco de su confusión, trató de acercarse a la mesa con objeto de escribir la nota; pero Roos le separó violentamente, mirándole iracundo y murmurando entre dientes:
—No te necesito, hijo mío.
Mientras Elías escribía afanoso, el más viejo de los desconocidos acercóse a Traugott, que permanecía avergonzado, y le habló así:
—Me parece que no está usted colocando en el puesto que le corresponde, querido. A un verdadero comerciante no se le hubiera ocurrido ponerse a dibujar figuras en vez de escribir las notas que debía.
Traugott consideró aquellas palabras como un reproche bien merecido.
—Muy confuso respondió:
—¡Dios mío! ¡Las notas que habrá escrito esta mano sin que me haya ocurrido una cosa semejante a la de hoy! Estas malditas ideas no me dan sino raras veces.
—Amigo mío —continuó el desconocido—, no debe usted considerarlas como ideas malditas. Estoy seguro de que todas las notas comerciales no están tan bien hechas como estos dibujos, valientes y limpios. En ellos se ve el genio.
Al decir estas palabras el desconocido, le tomó de las manos la nota emborronada, la dobló cuidadosamente y se la guardó. Traugott quedóse muy satisfecho, pensando que había hecho algo que valía más que una nota comercial; sintió que en su interior se albergaba un espíritu superior; y cuando Elías Roos, después de terminar su escrito, se acercó a él y con tono agrio le dijo:
—Sus garabatos han estado a punto de costarme diez mil marcos —le respondió en voz más alta que de costumbre y con más energía:
—No se ponga así su señoría, porque si no, no vuelvo a escribir en mi vida una carta comercial y nos separaremos.
Elías Roos se colocó la peluca con ambas manos y, mirándole fijamente, le dijo:
—Mi querido asociado, amado hijo, ¿qué tonterías dices?
El amigo viejo intervino, y no necesitó hablar mucho para restablecer la paz, y todos juntos se dirigieron a casa de Roos, que tenía invitados a los dos desconocidos. La joven Cristina recibió a los huéspedes muy compuesta y emperejilada, y en seguida comenzó a manejar con mano experta el pesado cucharón de plata.
Quisiera, amable lector, presentarte en efigie a los cinco personajes que están sentados a la mesa, aunque me temo que mis trazos no sean suficientemente claros y sí, desde luego, como es natural, muy inferiores a los empleados por Traugott en emborronar la malhadada nota. La comida, además, se acabará pronto, y la historia del animoso Traugott, que me he propuesto contarte, me atrae con fuerza irresistible.
Que Elías Roos lleva peluca ya lo sabes desde el principio, y no debo, por tanto, repetirlo. Por lo que le has oído hablar, además, puedes imaginarte a este hombrecillo rechoncho con su levita parda y chaleco y pantalones con botones dorados. De Traugott tengo mucho que decir, porque, aparte de que es su historia la que cuento, sobresale bastante por sí mismo. Si es cierto que el modo de pensar y de conducirse salen de dentro del individuo, modelando y formando su exterior, y que lo maravilloso no sirve sino para completar la armonía del conjunto, o sea lo que se llama carácter, espero que con mis palabras te imagines a Traugott como si lo tuvieras delante. Si no es así, entonces mi charla no habrá servid para nada y puedes considerar mi cuento como no contado.
Los dos caballeros desconocidos son tío y sobrino, un tiempo comerciantes, y al presente hombres de negocios, muy relacionados con Elías Roos por amistas y asuntos de interés. Viven en Königsberg, se visten a la inglesa, van acompañados de un criado inglés con botas de color de caoba, poseen un gran gusto artístico y son, sobre todo, gente muy bien educada. El tío tiene una galería artística y colecciona dibujos (videatur la nota robada). Ya no me resta, lector amable, sino presentarte en debida forma a Cristina, pues presumo que apenas si la recordarás, y, por tanto, no está de más que dibuje algunos de sus trazos más salientes, aunque luego desaparezcan.
Imagínate, lector, una joven robusta de unos veintidós a veintitrés años, con una cara redonda, la nariz pequeña y un poco respingada y ojos azules claro, que sonríen amables y parece como si le quisieran decir a todo el mundo:
—Me voy a casar pronto.
Tiene además una piel blanquísima, el cabello demasiado rojizo, unos labios tentadores que forman una boca redonda y más bien grande, que cuando sonríe deja ver dos hileras de dientes perlinos.
Si la casa del vecino se incendia y las llamas llegan hasta su cuarto, se apresurará a dar de comer al canario, guardará la ropa limpia y luego seguramente se irá al escritorio a decir a su padre que su casa está ardiendo. Nunca le ha salido mal una tarta de almendras y siempre logra que espese la salsa blanca, porque jamás la mueve hacia la izquierda y siempre hacia la derecha, haciendo un círculo completo con la cuchara. Mientras Elías Roos servía el último vaso de vino del Rhin al viejo Franz observé yo, como de pasada, que Cristinita quería mucho a Traugott al casarse con él; aunque, después de todo, yo no sé qué es lo que podría hacer si no se convertía en esposa de alguien.
Una vez terminada la comida, Elías Reos invitó a sus huéspedes a dar un paseo por las fortificaciones. Traugott, que aún se encontraba inquieto y emocionado por todo lo maravilloso que le sucediera en aquel día, habríase negado de buena gana a acompañarlos; pero no lo logró, pues en el momento en que intentaba escurrirse, sin siquiera haber besado la mano de su novia, le tomó de la levita Elías Roos, diciéndole:
—Supongo, querido yerno, amable asociado, que no pensará usted en abandonarnos.
Y no tuvo más remedio que resignarse.
Un profesor de física exponía la teoría de que en el mundo existe en alguna parte una máquina de electricidad, como en cualquier gabinete experimental, y que de ella salen invisibles hilos que se unen a la vida, los cuales nos rodean y nos envuelven lo mejor posible; pero en un momento dado los pisamos, y entonces los rayos y los choques llegan a nuestro interior, cambiando todo lo que existe en nosotros. Traugott debía de haber pisado los hilos invisibles en el instante en que, sin advertirlo, se puso a dibujar lo que tenía a la espalda, pues con la fuerza del rayo le estremeció la presencia de los desconocidos, y le pareció que en aquel preciso momento veía perfectamente claro lo que hasta entonces creyera sueño y suposición.
El temor que le hizo enmudecer cuando le hablaron de las cosas que yacían escondidas en el fondo de su alma como un secreto sagrado desapareció por completo, y cuando el tío comenzó a denigrar las imágenes, medio pintadas, medio grabadas, del salón de Arturo, considerándolas como faltas de gusto, y, sobre todo, calificó de extravagantes los cuadros de soldados, él sostuvo audazmente la opinión de que bien podía todo aquello no estar conforme con las reglas del buen gusto, pero que él encontraba muy bien hechas algunas de las figuras y aseguraba que en el salón de Arturo se había abierto para él un mundo maravilloso y fantástico, y hasta algunas de sus figuras le habían dirigido miradas expresivas y la palabra, haciéndole desear el ser un maestro tan hábil y dibujar y grabar como aquellos cuyas obras tenía delante.
Elías Roos mostrábase más tonto que de costumbre mientras el joven pronunciaba tan sublimes palabras, y el tío le repuso con expresión maliciosa:
—De nuevo me asombra el que quiera ser comerciante y no se haya dedicado por entero al arte.
A Traugott le era aquel hombre profundamente antipático, y por esta razón decidió en el paseo acercarse al sobrino, que le parecía más amable y digno de confianza.
—¡Dios mío! —díjole éste—. No sabe lo que envidio su talento. ¡Si yo supiera dibujar como usted! Y no crea que me falta genio. He dibujado bastante bien ojos, y narices, y orejas, y hasta cabezas enteras; pero, ¡los negocios!
—Yo creía —repuso Traugott— que cuando se tiene verdadero genio y una afición decidida al arte no debía uno dedicar a otro negocio.
—¿Usted piensa ser artista? —preguntó el sobrino—. Parece imposible que diga usted eso. Mire, amigo mío, en estas cosas he reflexionado quizá más que nadie, y como soy entusiasta del arte he procurado profundizar en el asunto más de lo que me permitían las indicaciones que poseía.
El sobrino tomó un aspecto tan serio y pensativo al decir estas palabras, que Traugott sintió por él cierto respeto.
—Me dará usted la razón —continuó, después de tomar un polvo de rapé y estornudar dos veces—, me dará usted la razón si le digo que el arte entreteje de flores la vida. Alegrar y distraer de los negocios serios es la misión de todos los esfuerzos del arte, y tanto más lo conseguirá cuanto más perfectas sean sus producciones. En la misma vida se ve claramente este objeto, pues sólo los que se dedican al arte en esta forma disfrutan de la comodidad, que huye eternamente de aquellos que no advierten la verdadera naturaleza del asunto y consideran el arte como el objeto principal y único de su vida. Por tanto, amigo mío, no tome en serio los consejos de mi tío, con los cuales trata de distraerle de los negocios graves de la vida para empujarlo a una ocupación que no tiene apoyo alguno, y, por consiguiente, tiene que ser insegura.
Aquí el sobrino se quedó callado, como si esperase que Traugott le respondiera algo; pero éste no sabía qué decir. Todo lo que el otro hablaba parecíale una cosa tonta. Se contentó con preguntar:
—¿Qué es lo que usted quiere significar en definitiva con negocios serios?
El sobrino miróle un poco confuso.
—¡Dios mío! —exclamó al cabo—. Me concederá usted que hay que vivir, a lo cual rara vez llega el artista que hace del arte su única profesión.
Metióse en retorcidas frases y en una charla sin ton ni son. De ella venía a sacarse en consecuencia que él llamaba vivir a no tener preocupaciones, sino disponer de mucho dinero, comer y beber bien, tener una mujer bonita e hijos juiciosos que nunca se echasen una mancha de grasa en el traje dominguero. A Traugott aquello le oprimió el corazón, y se consideró por demás dichosos cuando el sobrino se despidió de él y se halló solo en su cuarto. ¡Vaya una vida triste y digna de compasión la que yo llevo! En las hermosas mañanas doradas de primavera, cuando hasta en las calles oscuras de la ciudad sopla el viento tibio como si quisiera hablarnos en su susurro de todas las maravillas que brotan en el bosque y en la llanura, yo me deslizo indolente y de mal humor hacia el escritorio, lleno de humo, de Elías Roos.
En él me encuentro con unos cuantos rostros pálidos, que se inclinan sobre informes pupitres, y sólo interrumpe el silencio tétrico en que todos parecen trabajar afanosos el ruidito de las hojas de los libros y el tintineo del dinero. ¿Y el trabajo? ¿Para qué tanto pensar y tanto escribir? Para que aumenten las monedas en las cajas, para que el tesoro maldito de Fafnir continúe luciendo y brillando eternamente. En cambio, ¡qué feliz el pintor o el escultor que puede salir alegre y con la cabeza alta disfrutar de todas las delicias de la primavera que brotan de lo profundo de la tierra, adquiriendo formas hermosas llenas de vida! De los oscuros arbustos emergen seres admirables, que conservan su espíritu y permanecen siendo parte suya, pues en ellos reside el secreto encanto de la luz, del color, de la forma, y así consigue aprisionar todo aquello que ve con los ojos de su inteligencia al representarlo con su arte.
¿Qué es lo que me detiene de soltarme de las ligaduras de esta vida odiosa? El anciano me ha asegurado que tengo vocación de artista, y aún más lo he comprendido en el apuesto joven. Aunque no me dijo una palabra, advertí en su mirada lo que yo anhelo interiormente, y que, sujeto por mil y mil dudas, no me he atrevido nunca a expresar. ¿No podía yo ser un pintor célebre, en vez de arrastrar esta vida triste? Traugott sacó todo lo que dibujara y lo contempló con mirada escrutadora. Muchos de sus dibujos pareciéronle distintos de cuando los hiciera, y desde luego mejores. Sobre todo se fijó en una hoja hecha en su niñez, en la cual aparecían desfigurados pero perfectamente visibles, los trazos del famoso burgomaestre con el hermoso paje, y recordaba muy bien que ya en aquella época estas figuras ejercían sobre él una influencia extraña, y que una vez, al oscurecer, arrastrado por una fuerza irresistible, huyó de los juegos infantiles y se encerró en el salón de Arturo para copiarlas.
Traugott sintióse acometido de una inquietud profunda y dolorosa al contemplar aquel dibujo. Tenía que ir a trabajar al escritorio un par de horas, como de costumbre; pero no le fue posible hacerlo, y se marchó a pasear a Karlsberg. Desde allí se dedicó a mirar al mar impetuoso; en las olas, en las nubes, que se agrupaban maravillosamente.
¿No crees tú, lector querido, que todo lo que viene a nosotros desde el reino elevado del amor se nos presenta primero como una impresión dolorosa? Esas son las dudas que atormentan el espíritu del artista. Advierte el ideal y siente la imposibilidad de alcanzarlo; ve que huye de su lado, y le parece que ha de ser para siempre. Luego, sin embargo, recobra la esperanza, lucha denodadamente, y la desesperación se convierte en un anhelo dulce, que lo reconforta y lo anima a esforzarse por llegar al objeto amado, al cual ve cada momento más cerca, sin llegar a alcanzarlo nunca.
Traugott sintió que ese dolor sin esperanza lo invadía por completo. Cuando a la mañana siguiente volvió a mirar los dibujos, que se hallaban esparcidos sobre la mesa, pareciéronle insignificantes y nimios, y recordó las palabras de un artista amigo suyo, que solía decir que la mayor dificultad que había en el arte era que muchos tomaban por verdadera vocación lo que no era sino un impulso del momento. Traugott no se hallaba en manera alguna inclinado a tomar por impulso del momento la impresión que en él producían las figuras del viejo y del joven del salón de Arturo; maldijo de su suerte al tener que volver al escritorio, y trabajó con los demás dependientes de Elías Roos, sin parar mientes en el asco que de cuando en cuando le acometía, obligándole a salir corriendo al aire libre. Estos impulsos tomábalos Roos como síntomas de la enfermedad que, en su opinión, debía padecer el joven, y que se advertía en su palidez.
Transcurrió algún tiempo; llegó la feria de agosto de Danzig, a cuya terminación Traugott debía casarse con Cristina y anunciar públicamente su asociación con Elías Roos en los negocios. Aquella época era para él la renunciación a todas sus esperanzas y sueños, y le angustiaba sobremanera ver a Cristinita muy afanosa, que mandaba encerar y frotar los pisos, doblaba por sí misma las cortinas, y daba la última mano a la espetera de latón. Un día, cuando mayor era la concurrencia en el salón de Arturo, oyó Traugott una voz inmediatamente detrás de sí, cuyo metal conocido le impresionó mucho.
—¿Debía estar este papel en tan malas condiciones?
Traugott se volvió con rapidez y vio, presumía, al admirable anciano, que se dirigía a un agente para vender un papel cuya cotización en aquel momento era muy baja. El hermoso mancebo permanecía detrás del anciano y miraba amable a Traugott. Éste se acercó al anciano, y le dijo:
—Permítame, señor mío: el papel que quiere usted vender está en este instante muy bajo, como usted ha dicho muy bien; pero la cotización ha de variar en sentido favorable en pocos días. Si quiere seguir mi consejo, guarde el papel algún tiempo, y no le pesará.
—Señor mío —repuso el anciano secamente y con aspereza—, ¿quién le mete en mis asuntos? ¿Sabe usted por ventura si en este momento el papel no me es absolutamente inútil, y, en cambio, necesito dinero contante y sonante?
Traugott, que se quedó un tanto desconcertado al ver que el anciano tomaba tan a mal su consejo desinteresado, trató de alejarse, cuando el joven le dirigió una mirada preñada de lágrimas.
—Lo he hecho con buena intención —respondió con presteza al anciano—, y no consentiré que sufra usted daños considerables. Véndame el papel, con la condición de que le abonaré la diferencia de cotización cuando suba dentro de pocos días.
—Es usted un hombre admirable —dijo el anciano—. Sea como usted quiere, aunque no comprendo su interés en enriquecerme.
Al pronunciar estas palabras echó una rápida mirada al joven, que, avergonzado, bajó la vista. Los dos siguieron a Traugott al escritorio, donde le entregaron al anciano el dinero, que, con expresión seria, se embolsó. Mientras tanto, el joven decía a Traugott en voz baja:
—¿No es usted el mismo que hace unos días hizo unos dibujos tan lindos en el salón de Arturo?
—Exactamente —respondió Traugott, sintiendo que el recuerdo del cómico incidente con la nota comercial le hacía subir los colores a la cara.
—Entonces —continuó el joven— no le sorprenderá...
El anciano miró iracundo al joven, que se calló inmediatamente. Traugott no podía reprimir cierta angustia en presencia de aquel desconocido, y así continuaron, sin que se atreviera a insinuar la más ligera averiguación sobre la vida y circunstancias de tales personajes. La presencia de ambas figuras tenía algo de prodigioso, que no escapó siquiera al personal del escritorio. El tétrico tenedor de libros se puso la pluma tras de la oreja y los codos apoyados en la mesa, contemplando al anciano con curiosidad.
—¡Dios me valga! —dijo cuando hubieron desaparecido los desconocidos—. Ese individuo, con su barba crespa y la capa negra, parece un retrato del año mil cuatrocientos, de los que hay en la iglesia de San Juan. El señor Roos lo consideró como un judío polaco, a pesar de su apostura noble y su rostro serio de alemán antiguo, y refunfuñó:
—Mala bestia: vende hoy el papel, y dentro de diez días valdrá un diez por ciento más.
Claro está que no sabía nada del trato hecho con Traugott, en virtud del cual éste había de pagarle de su bolsillo la diferencia, cosa que hizo efectivamente cuando, algunos días más tarde, volvió a encontrar al anciano con el jovenzuelo en el salón de Arturo.
—Mi hijo —díjole el anciano— me ha recordado que es usted artista, y por eso acepto lo que en otro caso hubiera rechazado.
Estaban junto a una de las cuatro columnas que sostienen la bóveda del salón, muy cerca de las figuras que un día pintara Traugott en la carta comercial. Sin reserva alguna habló Traugott de la semejanza asombrosa de aquellas figuras con el anciano y su acompañante. El anciano sonrió de manera enigmática, puso la mano sobre el hombro de Traugott y comenzó a decirle en voz baja y pensativo:
—¿No sabe usted que yo soy el pintor Godofredo Berklinger y que las figuras que tanto admira están pintadas por mí cuando aún era un aprendiz de artista? En el burgomaestre traté de retratarme de memoria, y el paje que conduce el caballo es mi hijo, de lo cual se convencerá fácilmente si se fija en ambos rostros.
Traugott enmudeció de asombro: comprendió que aquel anciano, que aseguraba ser el artista que doscientos años atrás realizara la obra que admiraban, padecía una locura rara.
—Era una época —continuó el anciano levantando la cabeza y mirando a uno y otro lado—, era una época próspera y brillante sobre toda ponderación cuando yo decoré este salón para honrar al rey Artús y a sus caballeros, pintando en él todos estos retratos. Hasta creo que fue el mismo rey Artús el que, una vez que estaba yo trabajando, se me presentó con toda pompa y me animó a que hiciera una obra más perfecta que todas las anteriores.
—Mi padre —interrumpió el joven— es un artista como hay pocos, señor mío, y estoy seguro de que no se ha de arrepentir si se digna ver sus obras.
Entre tanto el anciano había emprendido la marcha a través del salón, ya vacío, y ordenaba a su hijo que le siguiera, cuando Traugott le rogó que le permitiera ir a ver sus pinturas. El anciano lo miró con mirada penetrante y al fin exclamó muy serio:
—Es usted, en verdad, un poco temerario al intentar penetrar en el santuario sin haber llegado a la edad de aprender; pero... sea como usted quiere. Si no está usted en condiciones de ver, a lo menos podrá adivinar. Vaya usted mañana temprano a mi casa.
Indicóle su vivienda, y Traugott procuró al día siguiente desentenderse pronto de sus quehaceres para dirigirse apresurado a la calle retirada donde vivía el anciano. El joven, vestido a usanza antigua alemana, le abrió la puerta y le condujo a un aposento espacioso, donde se hallaba el anciano sentado en un taburete ante un lienzo enorme preparado en tono gris.
—Llega usted en un momento feliz —exclamó el anciano al ver a Traugott— amigo mío, pues precisamente acabo de dar la última pincelada en el gran cuadro en que llevo trabajando un año entero y que me ha costado no pocos esfuerzos. Es la pareja del gran cuadro que representa el Paraíso perdido, que terminé el año anterior, y que también puede usted ver. Este es, como usted ve, el Paraíso recuperado, y sería muy triste para usted y para mí si quisiera sutilizar en él una alegoría. Los cuadros alegóricos no los hacen más que los débiles y los ignorantes. Mi cuadro no significa una cosa; es una cosa. Usted ve estos grupos apretados de hombres, animales, frutas, flores, piedras que se unen en un conjunto armónico, cuya música celeste es el acorde supremo de la eterna glorificación.
El anciano comenzó a describir los grupos aislados, llamando la atención de Traugott sobre la distribución de la luz y de la sombra, sobre los reflejos de las flores y de los metales, sobre las maravillosas figuras que emergían de los cálices de los lirios, sobre los hombres barbudos que, llenos de vigor y de juventud en sus miradas y en sus movimientos, parecía que conversaban con los animales más extraños. La expresión del anciano hacíase cada vez más fuerte, aunque menos comprensible.
—Deja que brille tu corona de diamantes, gran anciano —exclamó al fin, dirigiendo la vista centelleante al lienzo—. Quítate el velo de Isis que llevas sobre la cabeza cuando los profanos se acercan a ti. ¿Por qué aprietas contra el pecho con tanto cuidado tu sombría vestidura? Quiero ver tu corazón. Esta es la piedra de la sabiduría, ante la cual se descubren todos los secretos. ¿No eres tú yo? ¿Por qué te separas con tanta rapidez y tanto empeño de mi lado? ¿Quieres luchar con tu maestro? ¿Crees que mi pecho puede pulverizar el rubí que llevas en el corazón?... Levántate..., sal..., ven aquí...; yo te he creado..., luego soy yo.
Al llegar a este punto, el anciano cayó al suelo como herido por un rayo. Traugott lo levantó; el joven acercó rápidamente una butaca y colocaron en ella al anciano, que se quedó como sumido en un profundo sueño.
—Voy a decirle a usted, querido señor —dijo él joven en voz baja y lentamente— lo que le ocurre a mi padre. La mala suerte le ha privado de sus facultades, y ya hace varios años que ha muerto para el arte, que era toda su vida. Se pasa los días enteros sentado delante del lienzo preparado, con la mirada rija en él; a eso llama pintar, y ya ha visto usted a qué extremos le lleva su exaltación. Además, está continuamente atormentado por una idea triste que me hace pasar una vida horrible; pero lo sobrellevo con paciencia, por considerarlo como una fatalidad que me ha arrastrado a mí, al tiempo que a él, a la desgracia. Si quiere usted distraerse de este mal rato, venga conmigo a ese otro aposento, donde podrá contemplar algunos cuadros de la época buena de mi padre.
Traugott quedóse admirado al ver una serie de cuadros pintados con arreglo al estilo holandés, que parecían obra de los más reputados maestros. La mayoría eran cuadros de género; por ejemplo: una reunión de personas que, de regreso de la caza, se distraían haciendo música, y otras escenas por el mismo orden, las cuales denotaban un talento grande, siendo, sobre todo, la expresión de las cabezas de lo mejor que se puede admirar. Ya se dirigía Traugott al salón grande cuando se fijó en un cuadro, ante el cual se quedó como petrificado. Representaba a una joven vestida a la antigua usanza alemana, y tenia absolutamente el mismo rostro del joven, con un poco más de color; también la estatura parecía más aventajada. Traugott sintióse estremecido de entusiasmo ante la contemplación de aquella hermosa mujer. El cuadro tenía la fuerza y la vida de una obra de Van Dyck. Los ojos, oscuros, miraban con arrobo a Traugott; los lindos labios, entreabiertos, parecía que susurraban dulces palabras.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —suspiró Traugott— ¿Dónde, dónde la podré encontrar?
—Vámonos de aquí —repuso el joven.
Pero Traugott insistió, como loco de alegría:
—Sí, es ella, es la amada de mi corazón, la que llevo hace tanto tiempo grabada en el alma, la que presentía. ¿Dónde, dónde está?
Al joven Berklinger se le saltaron las lágrimas y mostróse muy conmovido y como luchando con un dolor intenso; por fin logró dominarse, y con tono firme dijo:
—Venga, venga; ése es el retrato de mi desgraciada hermana Felicitas, que ha desaparecido para siempre. Nunca la verá usted.
Casi sin darse cuenta hallóse Traugott en la habitación inmediata. El anciano estaba aún dormido; pero de repente despertó, y mirando a Traugott con mirada iracunda, exclamó:
—¿Qué quiere usted? ¿Qué quiere usted?
El joven adelantóse y recordó a su padre que aquel señor había ido a ver su cuadro. Berklinger se quedó como pensando en todo aquello, visiblemente muy débil, y al fin dijo con voz opaca:
—Amigo mío, perdone a un viejo esta falta de memoria.
—Su nuevo cuadro —comenzó a decir Traugott— es admirable, yo no he visto otro igual en mi vida, y se necesita mucho estudio y mucho trabajo para llegar a pintar una cosa parecida. Yo creo que tengo algunas condiciones artísticas, y le ruego encarecidamente, querido maestro, que me acepte como discípulo.
Al anciano le alegró sobremanera la proposición; abrazó a Traugott y le prometió ser su maestro fiel. Traugott, pues, fue a diario a casa del anciano pintor, e hizo grandes progresos en el arte. El negocio, en cambio, le gustaba cada día menos; lo abandonó tanto que Elías Roos se quejaba de él constantemente, y al fin vio con satisfacción que Traugott dejó por completo de asistir al escritorio, so pretexto de una enfermedad desconocida, la cual también le sirvió de achaque para aplazar indefinidamente su boda, con gran indignación de Cristina.
—Su amigo Traugott —díjole un día un compañero a Elías Roos— debe de tener alguna preocupación seria, quizá algún asunto de amor antiguo que querrá resolver antes de casarse. Está palidísimo y descompuesto.
—Estaría bueno —repuso Elías Roos; y luego de transcurrir un rato continuó—: ¿Por qué no le había de hacer una trastada la picaruela de Cristina? El tenedor de libros está enamorado como un burro y le aprieta y le besa la mano siempre que tiene ocasión. Traugott también está enamoradísimo de mi hija, eso me consta. Quizá dándole celos. Voy a ver si le hago saltar.
Por más que hizo no pudo sacar nada en limpio, y al cabo de unos días dijo a su amigo:
—Ese Traugott es un homo de lo más raro, y no hay más remedio que dejarle con sus chifladuras. Si no tuviera en mi casa cincuenta mil duros, ya sabría yo lo que había de hacer con él.
Traugott hubiera sido completamente feliz con la vida que llevaba en las regiones del arte si su amor fogoso por la bella Felícitas, a la que veía con frecuencia en sueños, no le hubiese destrozado el corazón. El retrato desapareció. El anciano se lo llevó, y Traugott no podía preguntar por él sin exponerse a las iras del maestro. Por lo demás, el viejo Berklinger era cada vez más confiado, y consintió en que Traugott mejorase las condiciones de su pobre hogar en vez de pagarle honorarios por la enseñanza. Por el joven Berklinger supo Traugott que el anciano habia sufrido un engaño manifiesto al vender un cuadrito, y que aquel papel que Traugott cambió era parte del dinero recibido y su único patrimonio.
Pocas veces podían hablar 'Traugott y el joven a solas, pues en cuanto el anciano los veía juntos procuraba interrumpir su conversación, llegando hasta tratar con dureza a su hijo. A Traugott le molestaba aquello, tanto más cuanto que quería entrañablemente al joven por su parecido con Felicitas. Había momentos en que le parecía que tenía junto a sí la imagen querida, que sentía el hálito dulce del amor, y de buena gana habría estrechado contra su corazón al joven, como si fuera la misma Felicitas.
Transcurrió el invierno; la primavera inundó de alegría montes y praderas. Elías Roos aconsejó a Traugott que se fuera a una cura de aguas o de régimen. Cristina volvió a ilusionarse con la boda, a pesar de que Traugott no la miraba casi ni trataba de reanudar su intimidad. Una liquidación indispensable retuvo un día a Traugott en el escritorio hasta más tarde de lo que solía, y hubo de retrasar la hora de la lección de pintura; tanto, que llegó a casa de Berklinger poco antes de anochecer. No halló a nadie en el aposento de fuera y oyó en el contiguo sonidos de laúd. Nunca había escuchado allí tal instrumento. Escuchó... Como un suspiro, acompañaba a los acordes un canto dulcísimo.
Abrió la puerta y, ¡oh cielos!, con la espalda vuelta hacia él vio una figura de mujer vestida a la usanza antigua alemana, con un alto cuello de encaje exactamente igual al retrato. Al ruido que Traugott hizo, sin querer, abriendo la puerta, irguióse un poco, dejó el laúd sobre la mesa y volvió la cabeza. Era ella misma.
—¡Felicitas! —exclamó Traugott entusiasmado, tratando de arrodillarse ante la imagen divina; pero sintió que le cogían por detrás y que lo sacaban de allí a la fuerza.
—¡Traidor! ¡Malvado! —exclamó el viejo Berklinger tirando de él—. ¿Esta era tu afición al arte? ¿Quieres asesinarme?
Y lo echó violentamente. En su mano brillaba un cuchillo. Traugott salió huyendo escaleras abajo, y aturdido, medio loco de alegría y de susto, dirigióse apresurado a su casa. Toda la noche estuvo dando vueltas en la cama sin lograr conciliar el sueño.
—¡Felícitas! ¡Felicitas! —exclamaba una y otra vez, atormentado por el martirio del amor—. Estás ahí y no puedo verte, no puedo estrecharte en mis brazos. Me amas, lo sé. En el dolor que martiriza mortalmente mi corazón siento que me amas.
El sol penetraba por las ventanas del cuarto de Traugott; se levantó presuroso y decidió descubrir el secreto de la casa de Berklinger a toda costa. Dirigióse a la vivienda del anciano; pero quedóse parado al ver todas las ventanas abiertas y a las criadas que limpiaban las habitaciones. Se imaginó lo sucedido. Berklinger había abandonado la vivienda con su hijo a altas horas de la noche, y nadie sabía dónde se había marchado. Un carro con dos caballos llevaba las cajas con los cuadros y los dos cofres pequeños, que constituían todo el ajuar de Berklinger. Él y su hijo salieron media hora después. Todas las pesquisas para averiguar dónde se encontraban fueron inútiles; ningún alquilador había alquilado caballos ni coche a personas cuyas señas coincidiesen con las que daba Traugott; en las puertas de la ciudad tampoco obtuvo dato alguno; en una palabra, Berklinger había desaparecido como si lo hubiera cubierto el manto de Mefistófeles. Desesperado, retornó Traugott a su casa.
—¡Se ha marchado, se ha marchado... la amada de mi corazón!... ¡Todo, todo está perdido!
Así clamaba al pasar por delante de Elías Roos, que se encontraba en el portal de su casa, al dirigirse a su cuarto.
—¡Dios del cielo y de la tierra! —exclamó Elías, dándole vueltas a la peluca—. ¡Cristina... Cristina!... —comenzó a gritar al fin, haciendo retumbar con su voz toda la casa—. ¡Cristina! ¡Infame! ¡Hija desnaturalizada! Los empleados del escritorio salieron asustados; el tenedor de libros preguntó emocionadísimo:
—¿Pero qué pasa, señor Roos?
Este seguía gritando:
—¡Cristina! ¡Cristina!
La señorita Cristina apareció en la puerta de la calle, y mientras se quitaba el sombrero de paja preguntó por qué estaba su padre tan alborotado.
—No admito de ninguna manera tales paseos —dijo Elías Roos—. Mi futuro yerno es un hombre melancólico, y los celos le hacen sentirse turco. Hay que estar en casa, si no se quiere dar lugar a una desgracia. Ahí está mi socio llorando y gimiendo por la novia vagabunda.
Cristina miró asombrada al tenedor de libros, el cual indicó con una mirada expresiva al escritorio, donde se hallaba el armario de cristal en que Roos guardaba el licor de canela.
—Vamos a consolar al novio —continuó diciendo mientras se dirigía al cuarto de Traugott.
Cristina fue al suyo a cambiarse de vestido, a sacar la ropa y a dar órdenes a la cocinera para la comida del domingo, y al mismo tiempo oír alguna de las novedades de la ciudad, dejando para después el ir a ver qué le ocurría a su novio. Ya sabes, querido lector, que todos, en la situación de Traugott, hubiéramos pasado por diferentes fases, como no podía menos de sucederle a él. A la desesperación siguió una especie de sopor, y pasada esta crisis convirtióse en el dolor agudo que la Naturaleza suele emplear como método curativo. En este estado de dolor beneficioso estuvo Traugott durante varios días, en uno de los cuales dirigió sus pasos al Karlsberg, y de nuevo contempló las olas y las nubes grises que se cernían sobre Hela. Pero aquel día no se le ocurrió pensar en cuál sería su suerte futura; todo había desaparecido, todo lo que soñara y lo que anhelara.
—¡Ay! —suspiró—. ¡Qué amargo engaño fue mi vocación artística! Felícitas era la ilusión que me sedujo para creer en lo que no vivía, sino en la fantasía perturbada de un enfermo. Y ha desparecido. Vuelta a la cárcel, que se ha cerrado tras de mí.
Traugott volvió a trabajar en el escritorio, y la boda con Cristina fijóse de nuevo para una época determinada. El día antes de llegar ésta hallábase Traugott en el salón de Arturo, mirando con tristeza las figuras del viejo burgomaestre y su paje, cuando descubrió al agente que en una ocasión quería negociar el papel de Berklinger. Sin reflexionar sobre lo que hacía, casi inconscientemente, acercóse a él y le preguntó:
—¿Conocía usted a aquel viejo extraño de la barba negra rizada que hace algún tiempo solía andar por aquí acompañado de un bello joven?
—¡Cómo no había de conocerle! —respondió el agente—. Era el pintor loco Godofredo Berklinger.
—¿Sabe usted qué ha sido de él y dónde se encuentra? —preguntó de nuevo Traugott.
—Ya lo creo —respondió el agente—. Está tranquilo en Sorrento, con su hija, hace una temporada.
—¿Con su hija Felícitas? —exclamó Traugott tan alto y con tanta viveza que todo el mundo se volvió hacia él.
—Claro está —continuó el agente muy tranquilo—, el joven que le acompañaba aquí era ella. Medio Danzig sabía que era una muchacha, a pesar de que el pobre loco suponía que todos lo ignoraban. Le habían predicho que en cuanto su hija se enamorase de alguien moriría él de muerte trágica, y por esta causa trataba de que nadie supiese que tenía una hija, y la hacía pasar por muchacho. Asombrado quedóse Traugott, permaneciendo inmóvil durante un rato; luego echó a correr por las calles y salió al campo, repitiéndose en alta voz: ¡Desgraciado de mí! Era ella; a su lado he pasado días enteros, he comido miles de veces, me he mirado en sus divinos ojos, he respirado su aliento, he escuchado sus palabras, y todo lo he perdido. No, no lo quiero perder. Iré tras ella al país del arte; la suerte me llama; me voy a Sorrento.
Volvió a casa. Elías Roos le salió al encuentro, y al verle le sujetó y le obligó a entrar en su cuarto.
—No quiero casarme con Cristina —exclamó—. Se parece a las voluptas y a las Luxuries y tiene los cabellos como las Ira de las pinturas del salón de Arturo. ¡Oh, Felícitas, Felícitas! ¡Divina amada mía! ¡Tú me tiendes los brazos amorosos! Ya voy, ya voy. Y ha de saber usted, Elías —continuó, zarandeando al comerciante—, que no me volverá usted a ver en su maldito escritorio. Me revientan sus libros mayores y sus cuentas. Yo soy un pintor de los mejores; Berklinger es mi maestro, mi padre, mi todo, y usted no es nada, nada.
Y sacudía a Elías Roos, quien gritaba con toda su alma:
—¡Auxilio! ¡ Auxilio! ¡A mí, a mí; mi yerno se ha vuelto loco... mi socio está furioso!... ¡Auxilio!... ¡Auxilio!....
Todos los empleados acudieron a los gritos; Traugott había soltado a Elías Roos, y, agotado, cayó en una butaca. Todos le rodearon, y él se levantó de un salto, gritando:
—¿Qué queréis?
Entonces salieron todos en fila, llevando en medio a Roos. A poco oyóse rumor de seda y una voz que preguntaba:
—¿Es verdad que se ha vuelto usted loco, querido señor Traugott, o es que está usted bromeando?
Era Cristina.
—No me he vuelto loco, ni mucho menos, ángel mío —respondió Traugott—; pero tampoco estoy bromeando. Tranquilícese usted, querida; nuestra boda no se celebrará mañana, ni nunca.
—No es necesario —repuso Cristina, muy serena—; hace mucho tiempo que no me gusta usted nada, y hay personas que se han sabido hacer querer y pueden conducir al altar a la bella Cristina Roos. Adiós.
Y salió de la habitación.
Se refiere al tenedor de libros, pensó Traugott. Más tranquilo, dirigióse al despacho de Roos y le expuso su deseo de que no contara con él ni para yerno ni para socio. Elías Roos avínose a todo, y en el escritorio aseguró más de una vez que daba gracias a Dios de verse libre del loco Traugott... cuando éste estaba lejos, muy lejos de Danzig. A Traugott parecióle la vida digna de vivirse cuando se halló en el país deseado. En Roma los artistas alemanes lo recibieron en su círculo, y resultó que pasó más tiempo allí del que podía suponerse, dado su anhelo por encontrar a Felicitas. Su afán, sin embargo, se había enfriado un poco; la veía como un sueño delicioso que perfumaba toda su vida, y creía que su manera de ser y el ejercicio de su arte estaban dirigidos a una región más alta y sobrenatural. Todas las figuras de mujer que creaba su mente de artista tenían los rasgos de la divina Felícitas. A los artistas jóvenes chocóles no poco aquel rostro admirable cuyo original no encontraban en Roma, y abrumaban a preguntas a Traugott para que les dijese dónde había visto aquella hermosura.
Traugott tenía cierto temor de contarles su extraña historia de Danzig, hasta que una vez, algunos meses más tarde, un amigo de Köningsberg, llamado Matuszewski, que en Roma vivía en relación con los artistas, le aseguró que había visto en la misma ciudad a la muchacha que Traugott pintaba en todos sus cuadros. Fácil de imaginar es el entusiasmo de Traugott; no tuvo oculto más tiempo el motivo de su afán por el arte y de su viaje a Italia, y todos encontraron la aventura de Danzig tan rara e interesante que le prometieron ayudarle a encontrar a la amada. Los esfuerzos de Matuszewski fueron los más fructuosos: dio con la vivienda de la muchacha, y averiguó que era hija de un pintor viejo que precisamente estaba revocando la pared de la iglesia Trinitá del Monte. Traugott se dirigió con Matuszewski a la plaza donde se hallaba esta iglesia y creyó reconocer a Berklinger en el pintor que estaba encaramado en un alto andamio. Desde allí dirigiéronse apresurados los dos amigos a la casa del pintor, cuidando de no decirle una palabra.
—Ella es —exclamó Traugott cuando distinguió a la hija del pintor, que, ocupada en una labor de aguja, estaba en el balcón—. ¡Felicitas! ¡Mi Felicitas! —gritó Traugott, penetrando en la casa como una tromba.
La muchacha le miró asustada. Tenía los mismos rasgos que Felícitas, pero no era ella. Traugott sintió un dolor como si le atravesaran el corazón con mil puñales. Matuszewski explicó en dos palabras el caso a la joven. Estaba admirable con sus mejillas cubiertas de un rubor divino y los ojos bajos, y Traugott, que en el primer momento trató de escapar, quedóse como sujeto por lazos fuertes cuando dirigió una mirada a la linda criatura. Dorina levantó las oscuras cortinas de sus ojos y miró al extranjero con sonrisa amable, diciendo que su padre volvería pronto del trabajo y se alegraría mucho de encontrar en su casa artistas alemanes, por los que tenía verdadera admiración. Traugott hubo de confesarse que, fuera de Felicitas, ninguna mujer le había impresionado tanto como Dorina.
Era, en realidad, casi igual a Felícitas; pero sus rasgos parecían más acusados y el cabello más oscuro. Era el mismo retrato, pintado por Rafael y por Rubens. Al poco tiempo llegó el viejo, y Traugott vio que el alto andamio le había equivocado por completo. En vez de un hombre fuerte como era Berklinger, tenía delante un viejecillo delgado, tímido, agobiado por la pobreza. Una sombra engañosa le hizo ver en su cara afeitada la barba negra de Berklinger. En cuestiones de arte mostró el viejo conocimientos verdaderamente prácticos, y Traugott decidió cultivar una amistad que en el primer momento tan dolorosa le resultara, pero que luego le pareció muy agradable. Dorina, que era la bondad y la sencillez personificadas, dejó pronto traslucir su inclinación por el joven pintor. Traugott correspondió a ella encantado.
Se habituó de tal modo a aquella muchacha de quince años, que se pasaba días enteros con la reducida familia; trasladó su estudio a una habitación espaciosa que estaba vacía, junto a la casa, y concluyó por vivir con ellos. De este modo mejoró su situación económica con delicadeza, haciéndoles participar de su bienestar, y el viejo tuvo la seguridad de que Traugott pretendía casarse con su hija, dándoselo a entender lo más claro que pudo. Traugott se asustó un poco, pues aquello le hizo pensar en el objeto de su viaje. 'tenía siempre a Felicitas delante, y, sin embargo, parecíale que no podía separarse de Dorina. Lo más raro era que no pensaba en la desaparecida para su mujer. Felicitas se le representaba como una imagen espiritual, que nunca perdería para siempre, pero que no lograría alcanzar. Eterna compañía espiritual de la amada..., jamás posesión física. Dorina, en cambio, se le aparecía como su mujer.
Sentíase ante ella estremecido por sacudidas dulcísimas, su sangre corría más de prisa por sus venas, y sin embargo, le parecía que era hacer traición a su antiguo amor el unirse a nadie con lazos indisolubles. Traugott luchaba con los más encontrados sentimientos: no podía decidirse; esquivó al viejo. Este creyó que Traugott trataba de engañarle a él y a su hija querida. Habló del matrimonio de Traugott con su hija como de cosa convenida, y dejó traslucir que sólo en ese supuesto había permitido su relación con Dorina, que de otro modo sólo podía servir para hacerle perder la fama.
La sangre italiana del viejo se encendió al fin, y declaró un día a Traugott que o se casaba con su hija o se marchaba inmediatamente, pues no le consentiría que pasase una hora más a su lado. Traugott quedóse confuso e irritado. Parecióle que el viejo era uno de tantos padres que quieren aprovecharse de las circunstancias para colocar a sus hijas, y consideró su conducta como una traición grosera y repugnante hacia Felicitas. La despedida de Dorina le destrozó el corazón; pero se soltó valientemente de los lazos que él creía podían sujetarlo. Dirigióse apresurado a Nápoles y a Sorrento. Transcurrió un año de minuciosas pesquisas tras las huellas de Berklinger y de su hija- pero todo en vano: nadie sabía nada de ellos. Todo lo que pudo sacar en limpio fue una ligera suposición, basada en el dicho de que hacía varios años visitó Sorrento un pintor alemán. Como las olas del mar, que van y vienen sin cesar, estuvo
Traugott en algún tiempo, hasta que al fin se estableció en Nápoles, dedicándose al arte y consiguiendo al cabo que su pasión por Felicitas fuese cediendo en intensidad. Ninguna muchacha le parecía semejante a Dorina, en figura ni en porte, y cuando contemplaba a alguna sentía hondamente la pérdida de aquella dulce niña. Cuando pintaba, nunca pensaba en Dorina, sino en Felicitas; ésta continuaba siendo su ideal. Pasado bastante tiempo recibió cartas de su ciudad natal. Elías Roos, según le anunciaba el notario, había entregado su alma a Dios, y era necesaria la presencia de Traugott para entenderse y ponerse de acuerdo con el tenedor de libros, que, como marido de la señorita Cristina, se había puesto al frente del negocio. En el primer correo salió Traugott para Danzig. Allí volvió a encofrarse en el salón de Arturo; entre las columnas de granito y frente a las figuras del burgomaestre y de su paje recordó su aventura extraordinaria, y, acometido de una profunda melancolía, quedóse contemplando al bello joven, que parecía mirarle con ojos expresivos y decirle con una voz dulcísima: No podías separarte de mí.
—¿No me engañan mis ojos? ¿Está su excelencia ya de vuelta, sano y salvo y curado de su melancolía?
Así graznó junto a Traugott una voz ronca, que pertenecía a su amigo, el conocido agente.
—No los he encontrado —dijo Traugott casi involuntariamente.
—¿A quiénes, a quiénes no ha encontrado su excelencia? —preguntó el agente.
—Al pintor Godofredo Berklinger y a su hija Felicitas —repuso Traugott—. Los he buscado por toda Italia; en Sorrento nadie me dio razón de ellos.
El agente le miró asombrado, y, con los ojos muy abiertos, murmuró al cabo de un rato:
—¿Dónde ha ido su excelencia a buscar al pintor y a su hija Felicitas? ¿A Italia? ¿A Nápoles? ¿A Sorrento?
—Naturalmente —replicó Traugott, iracundo.
El agente cruzó varias veces las manos, exclamando al tiempo:
—¡Gran Dios! ¡Gran Dios! ¡Pero señor Traugott, señor Traugott!
—¿Qué es lo que tanto le admira? —continuó éste—. No haga tanto aspaviento. No creo que tiene nada de particular ir a Sorrento detrás de la amada. Sí, yo estaba enamorado de Felicitas y me fui a buscarla.
El agente seguía dando saltos en un pie y no cesaba de exclamar:
—¡Gran Dios! ¡Gran Dios!
Hasta que Traugott lo tomó por el cuello y, mirándolo indignado, le preguntó:
—¿Quiere usted decirme, con mil diablos, qué es lo que encuentra de extraño en todo esto?
—Pero, señor Traugott —respondió al fin el agente—, ¿no sabe usted que el señor Brandstetter nuestro respetable consejero municipal y decano, llama Sorrento a la finca que posee al pie del Karlsberg, en bosque de abetos, camino de Konradshammer? Este individuo compró sus cuadros a Berklinger y se lo llevó con su hija a su casa, es decir, a Sorrento. Allí vivieron varios años, y allí habría podido usted contemplar a la bella Felicitas, paseándose por el jardín con su traje a usanza antigua alemana, como el retrato que tanto le encantó, sólo con que se hubiera molestado en subir a media ladera del Karlsberg, y sin necesidad de ir a Italia. Luego, el viejo; pero ésta es una triste historia.
—Cuente, cuente —dijo Traugott con voz sorda.
—Pues verá —continuó el agente—: volvió de Inglaterra el hijo de Brandstetter, vio a la señorita Felicitas y se enamoró de ella. La sorprendió en el jardín un día, cayó de rodillas a sus pies a la manera más romántica y juró que había de casarse con ella y libertarla de la tiranía de su padre. El anciano estaba detrás de los jóvenes, sin que ellos lo advirtieran, y en el momento en que Felicitas dijo: Seré tuya, cayó al suelo lanzando un grito espantoso, y quedó muerto. Debía de estar horrible, morado y sanguinolento, pues no se sabe cómo le saltó una vena. Felicitas no quiso nada desde aquel momento con el joven Brandstetter, y transcurrido algún tiempo se casó con el magistrado Mathesius de Marienwerder. Allí puede su excelencia visitar a la señora del magistrado, como una relación antigua. Marienwerder no está lejos como el Sorrento de Italia. La amable señora debe de estar muy bien y tener varios hijos.
Mudo y pensativo alejóse de allí Traugott. Aquel desenlace de su aventura le llenó de rabia y de tristeza.
—No, no es ella —decíase a sí mismo—, no es ella, no es Felicitas, la criatura angelical, la que encendió en mi pecho una pasión inmensa, tras la que he recorrido países lejanos, viéndola siempre como la estrella luminosa de mi esperanza. ¡Felicitas... esposa del magistrado Mathesius!... ¡Ja, ja, ja!
Traugott, riendo a carcajadas, salió corriendo, como en otro tiempo, por la puerta Oliva, atravesando Langfuhr hasta el Karlsberg. Desde allí contemplo Sorrento con lágrimas en los ojos.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Cuán hondamente hiere el pobre pecho del hombre esa fuerza misteriosa que todo lo gobierna! Pero no, no, no, no se puede quejar de dolores incurables quien se arroja a las llamas en vez de mantenerse a cierta distancia del fuego, para gozar del calor y de la luz. La forma me atrajo con fuerza; pero mi mirada no supo distinguir el ser extraordinario, y, engañado, imaginé que lo creado por el maestro adquiría vida para rebajarse conmigo hasta las tristezas de la vida terrena. No, no, yo no te he perdido, Felicitas; vives en mí eternamente, pues eres la facultad creadora y artística que alienta en mí. Hasta ahora no te he reconocido. ¿Qué tienes tú que ver, ni yo tampoco, con la esposa del magistrado Mathesius? Nada, absolutamente nada.
—No sabía que tuviera usted relación alguna con ellos, querido Traugott —dijo una voz.
Traugott despertó de su sueño. Encontróse, sin saber cómo, en el salón de Arturo, apoyado en una de las columnas de granito. El que le dirigía la palabra era el marido de Cristina, quién le entregó una carta recién llegada de Roma. Era de Matuszewski, que le escribía:
—Dorina está más guapa y más simpática que nunca, aunque un poco pálida y triste, pensando en ti, querido amigo. Te espera a todas horas, pues tiene el convencimiento de que no has de abandonarla. Te quiere apasionadamente. ¿Cuándo te vemos por aquí otra vez?
—Me alegro mucho —dijo Traugott al marido de Cristina— que hayamos terminado hoy nuestros asuntos, pues mañana me voy a Roma, donde me espera ansiosa una novia querida.
E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: El salón de Artús (Der Artushof), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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