«La casa de muñecas embrujada»: M.R. James; relato y análisis


«La casa de muñecas embrujada»: M.R. James; relato y análisis.




La casa de muñecas embrujada (The Haunted Dolls' House) es un relato de terror del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado originalmente en la edición de febrero de 1923 de la revista The Empire Review, y luego reeditado en la antología de 1925: Una advertencia a los curiosos y otras historias de fantasmas (A Warning to the Curious and Other Ghost Stories).

Además de ser uno de los mejores relatos de terror de juguetes de la historia, La casa de muñecas embrujada posee la curiosidad de haber sido escrito específicamente para Mary de Teck, nada menos que la reina de Inglaterra. Esta costumbre de dedicar una obra al corpus real no impidió que un astuto M.R. James conservara sus derechos de autor.

La casa de muñecas embrujada, decíamos, uno de los grandes relatos de terror de muñecas y juguetes, y tal como lo anuncia su título, narra la historia de una casa de muñecas maldita, en cuyo interior se repiten una y otra vez los mismos sucesos misteriosos.




La casa de muñecas embrujada.
The Haunted Dolls' House; M.R. James (1862-1936)

—Supongo que trastos de esta clase pasarán por sus manos continuamente, ¿verdad? —dijo el señor Dillet al tiempo que señalaba con el bastón un objeto que se describirá llegado el momento, y al decirlo mentía con total descaro y a sabiendas: ni una vez en veinte años (quizá ni siquiera en su vida) podía esperar el señor Chittenden echarle mano a un objeto así, pese a su habilidad para descubrir tesoros olvidados en media docena de condados. Era el modo de regatear de los coleccionistas, y el señor Chittenden lo tomó como tal.

—¿Trastos de esa clase, señor Dillet? Es nada menos que una pieza de museo.

—Bueno, supongo que hay museos que admiten de todo.

—He visto una igual, aunque no tan buena, hace años —dijo el señor Chittenden pensativo—. Pero no es probable que llegue al mercado; y me han dicho que hay preciosidades de la misma época al otro lado del charco. Le voy a ser sincero, señor Dillet: si me diese carta blanca para conseguirle lo mejor que pueda encontrar (y usted sabe que tengo medios para eso, y una reputación que mantener), bueno, le llevaría directamente a este ejemplar y le diría: No puedo ofrecerle nada mejor, señor.

—¡Muy bien, muy bien! —dijo el señor Dillet aplaudiendo irónicamente con la punta del bastón en el piso de la tienda—. ¿Y cuánto piensa sacarle por esto al ingenuo comprador americano?

—No tengo intención de abusar de ningún comprador, americano o no. Pero mire lo que le digo: si yo supiese un poco más sobre su origen.

—O un poco menos —dijo el señor Dillet.

—¡Ja, ja!, le gusta hacer chistes, señor. Bueno, como digo, si supiera un poco más de lo que sé sobre esa pieza (aunque cualquiera puede ver por sí mismo que es auténtica de todas todas, y no he consentido que mis empleados la toquen siquiera desde que llegó aquí), el precio que ahora pido tendría otro cero.

—¿Y cuál es, veinticinco?

—Pero multiplicado por tres. Mi precio son setenta y cinco.

—Y el mío cincuenta —dijo el señor Dillet.

El acuerdo, naturalmente, estuvo en un punto entre esos dos extremos, no importa exactamente cuál, aunque creo que fue de sesenta guineas. Media hora después era empaquetado el objeto, y una hora más tarde el señor Dillet lo había mandado cargar en su coche y se había ido: el señor Chittenden, con el cheque en la mano y todo sonrisas, permaneció en la puerta hasta que le perdió de vista; y todavía sonriendo, regresó al salón donde su esposa estaba preparando el té. Se detuvo en la puerta.

—La he colocado —dijo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora Chittenden, dejando la tetera—. ¿Al señor Dillet?

—Sí, a él.

—Bien; prefiero que haya sido a él.

—No sé; no es mal tipo, cariño.

—Seguramente; pero en mi opinión no le va a pasar nada si se lleva un pequeño sobresalto.

—Bueno, ésa es tu opinión; la mía es que se lo va a llevar de todas todas. En cualquier caso, nosotros ya no la tenemos, y eso es algo que debemos agradecer.

Y dicho esto el señor y la señora Chittenden se sentaron a tomar el té. ¿Y qué pasó con el señor Dillet y su nueva adquisición? El título de este relato os habrá indicado ya de qué se trataba; de modo que intentaré precisar lo mejor que pueda cómo era.

Ocupaba todo el espacio de atrás del coche, por lo que el señor Dillet tuvo que ir delante con el chófer. Además, éste tuvo que conducir despacio; porque aunque habían rellenado con algodón las habitaciones, había que evitar el traqueteo, dada la enorme cantidad de objetos minúsculos que las atestaban; y el trayecto a diez millas por hora fue motivo de ansiedad para él, pese a las precauciones que insistió en que se tomaran.

Por fin llegaron a la puerta de su casa, y salió a abrir Collins, el mayordomo.

—Venga aquí, Collins: ayúdeme con esta caja; es frágil. Hay que sacarla derecha, ¿eh? Está llena de pequeños objetos que deben moverse lo menos posible. Veamos, ¿dónde la colocamos? —tras una pausa para pensar—. Bueno, será mejor que la pongamos en mi habitación de momento. Sobre la mesa grande. Eso es.

La transportaron —entre incesantes recomendaciones— a la amplia habitación que el señor Dillet tenía en la primera planta, y que dominaba el camino de entrada. La desenvolvió, abrió de par en par la fachada, y la hora o dos que siguieron las consagró el señor Dillet a retirar el relleno y ordenar el contenido de las habitaciones. Una vez terminada tan agradable tarea, debo decir que habría sido difícil encontrar un ejemplar de Casa de muñecas de estilo gótico, Strawberry Hill, más perfecto y atractivo que el que ahora se alzaba sobre la gran mesa escritorio del señor Dillet, iluminada por el sol del atardecer que entraba oblicuo por tres altos ventanales.

Medía seis pies de largo, incluidas la capilla u oratorio y la cuadra a la derecha. Como digo, el cuerpo principal era de estilo gótico: o sea, con ventanales apuntados coronados por gabletes ojivales adornados con follajes y florones como los que se ven en los doseles de los sepulcros empotrados en los muros de las iglesias. En las esquinas tenía absurdas torrecillas formadas con lienzos arqueados. La capilla tenía pináculos y contrafuertes, una campana en la torre y cristales de colores en los ventanales. Cuando se abría la fachada podían verse cuatro grandes habitaciones: el dormitorio, el comedor, el salón y la cocina, cada una con su correspondiente mobiliario al completo.

La cuadra, a la derecha, se distribuía en dos pisos, y contaba con todos los complementos de caballos, coches, mozos, así como su reloj y una cúpula gótica para la campana del reloj. Naturalmente podría llenar páginas enteras con el inventario de la mansión: cuántas sartenes, sillas doradas, pinturas, alfombras, arañas, camas, manteles, copas, vajillas y cubiertos tenía; pero dejemos todo esto a la imaginación. Sólo diré que la basa o plinto sobre el que se alzaba la casa (porque la habían provisto de una plataforma cuyo grosor permitía una escalinata hasta la puerta principal y una terraza, parte de ella con balaustrada), tenía un cajón o cajones poco profundos en los que se guardaban cuidadosamente juegos de cortinas bordadas, mudas de ropa para los moradores y, en suma, todo lo necesario para infinidad de variaciones y disposiciones de lo más fascinantes y absorbentes.

—Es la quintaesencia de Horace Walpole, ni más ni menos; seguro que tuvo algo que ver en su realización —murmuró pensativo el señor Dillet, arrodillado ante la casa con arrobada reverencia—. ¡Es sencillamente maravillosa! Hoy es mi día, no cabe duda. Quinientas libras que me entran esta mañana por ese armario que nunca me ha gustado, y ahora me llega esto a las manos por la décima parte, todo lo más, de lo que costaría en la capital. ¡Bien, bien! Casi le hace a uno temer que ocurra algo que venga a contrarrestarlo. En fin, echemos ahora una ojeada a los moradores.

Los colocó ante sí en fila. Otra vez se presenta la ocasión —que algunos no dudarían en aprovechar— de hacer un inventario a propósito del atuendo: yo me siento incapaz. Había un caballero y una dama, vestidos de raso azul y de brocado respectivamente. Había también dos hijos, un niño y una niña. Y había una cocinera, una niñera, un lacayo, y los sirvientes de la cuadra: dos postillones, un cochero y dos mozos. ¿Alguien más? Sí, posiblemente.

En el dormitorio, la cama tenía corridas las cortinas de los cuatro lados: metió el dedo entre ellas y la tocó; lo retiró instintivamente porque casi le dio la sensación, al apretar, de que algo se había... quizá no movido, pero sí hundido de manera extrañamente viva. Entonces apartó las cortinas que corrían a lo largo de unas barras, como debe ser, y sacó de la cama a un señor anciano de pelo blanco, en camisón y gorro de dormir, y lo puso junto a los demás. La lista estaba completa.

Se acercaba la hora de la cena, así que el señor Dillet dedicó cinco minutos a colocar a la dama y los hijos en el salón, al caballero en el comedor, a los criados en la cocina y las cuadras, y al anciano otra vez en la cama. Se retiró a su vestidor, y ya no volvemos a saber de él hasta eso de las once de la noche.

Tenía el capricho de dormir rodeado de algunas de las joyas de su colección. La habitación grande donde acabamos de verle contenía la cama. La bañera, el armario ropero y todos los accesorios de arreglarse se hallaban en un espacioso cuarto contiguo; pero la cama de cuatro postes, valioso tesoro en sí misma, estaba en la habitación grande donde a veces escribía, y a menudo pasaba el tiempo, y hasta recibía visitas. Esta noche se recluyó en ella sumamente satisfecho de sí mismo. No había cerca ningún reloj de pared que difundiese las horas: ni en la escalera, ni en la cuadra, ni en la lejana torre de la iglesia. Sin embargo, es indudable que al señor Dillet le sacó de su agradable somnolencia el tañido de la una. Se sobresaltó de tal modo que no sólo contuvo el aliento con los ojos muy abiertos, sino que incluso se incorporó en la cama.

Hasta por la mañana no se le ocurrió preguntarse cómo era que, a pesar de no tener nada encendido en la habitación, la casa de muñecas destacaba sobre la mesa escritorio con toda claridad. Pero así era. Producía el efecto de una esplendorosa luna de final de verano iluminando la fachada de piedra blanca de una gran mansión, vista desde un cuarto de milla de distancia quizá, si bien se distinguían los detalles con una nitidez fotográfica. Había árboles alrededor, también: árboles que se alzaban por detrás de la capilla y de la casa. El señor Dillet parecía notar la fragancia de una noche fresca y serena de septiembre. Le pareció que oía de cuando en cuando ruido de patas y cadenas en las cuadras, como de caballos inquietos. Y con otro sobresalto, se dio cuenta de que por encima de la casa veía, no la pared de su habitación con sus cuadros, sino el azul profundo de un cielo nocturno.

Había luces —más de una— en las ventanas; y en seguida se dio cuenta de que no era una casa de cuatro habitaciones y fachada abatible, sino que tenía multitud de aposentos, y escalera: una casa de verdad, pero vista como por un catalejo al revés.

—Quieres mostrarme algo —murmuró para sí; y observó fijamente las ventanas encendidas.

En la vida real habrían tenido cerradas las contraventanas o corridas las cortinas, pensó. Pero aquí no había nada que ocultara de la vista lo que ocurría en el interior. Había dos habitaciones con las luces encendidas: una en la planta baja, a la derecha de la puerta, y otra arriba, a la izquierda; la primera estaba muy iluminada y la otra poco. La de abajo era el comedor: la mesa tenía el mantel puesto; pero habían terminado de cenar y lo habían retirado todo menos el vino y las copas. Sólo estaban allí el hombre de raso azul y la mujer del brocado; y hablaban muy serios, sentados el uno al lado del otro, con los codos apoyados en la mesa; de cuando en cuando se callaban, al parecer para escuchar. Una de las veces se levantó él, fue a la ventana, la abrió y sacó la cabeza con la mano en la oreja. Había una vela encendida en un candelero de plata encima del aparador Al retirarse de la ventana abandonó también la habitación; la dama, con la vela en la mano, se quedó de pie escuchando. La expresión de su rostro era de la persona que lucha con todas sus fuerzas por reprimir un miedo que amenaza con apoderarse de ella... y lo consigue.

Era un rostro odioso, además: ancho, plano, astuto. Ahora volvió a entrar el hombre; ella le tomó un objeto pequeño y abandonó precipitadamente la habitación. Él desapareció también, pero sólo un momento. Se abrió despacio la puerta principal, salió el hombre, se detuvo en la balaustrada, y miró en una y otra dirección; seguidamente se volvió hacia la ventana de arriba que estaba iluminada, y agitó el puño.

Era hora de mirar por la ventana de arriba. A través de ella se veía una cama de cuatro columnas, una enfermera o criada en un sillón, evidentemente dormida, y un anciano acostado en la cama: estaba despierto, y se diría que desasosegado, a juzgar por el modo en que cambiaba de postura y tamborileaba con los dedos sobre la colcha. Más allá de la cama había una puerta abierta. Se iluminó el techo, y entró la dama; dejó la vela sobre la mesa, se acercó a la chimenea, y despertó a la enfermera. En la mano llevaba una anticuada botella de vino recién descorchada. La enfermera se la cogió, echó un poco en un cazo, añadió especias y azúcar de los tarros de la mesa, y lo puso a calentar al fuego.

Entretanto, el anciano de la cama hizo débilmente una seña a la dama, que se acercó sonriente, le cogió la muñeca como para tomarle el pulso, y se mordió el labio como de consternación. El anciano la miró con inquietud, señaló hacia la ventana, y dijo algo. Ella asintió, e hizo lo que había hecho el hombre abajo: abrió la ventana y escuchó, quizá un poco ostentosamente; después se apartó y meneó la cabeza mirando al anciano, que pareció exhalar un suspiro.

A todo esto el brebaje del fuego estaba humeando; la enfermera lo vertió en un pequeño cuenco de plata con dos asas y lo llevó a la cama. Al anciano no le apetecía al parecer e hizo ademán de apartarlo; pero la dama y la enfermera se inclinaron sobre él y evidentemente le insistieron. Por último debió ceder, porque le ayudaron a incorporarse en la cama y se lo llevaron a los labios. Se lo bebió casi todo, a pocos; después le acostaron. La dama le dio las buenas noches sonriente y abandonó la habitación llevándose el tazón, la botella y el cazo. La enfermera volvió a su butaca, donde permaneció un rato totalmente inmóvil.

De repente el anciano se incorporó; y debió de proferir un grito, porque la enfermera saltó de la butaca y dio un paso hacia la cama. El anciano ofrecía una visión lastimosa y horrible: con la cara amoratada, casi negra, los ojos en blanco, las manos apretadas contra el corazón, y espumarajos en los labios. La enfermera le dejó un instante, corrió a la puerta, la abrió de golpe y, es de suponer, gritó pidiendo auxilio; acto seguido volvió junto a la cama y trató febrilmente de calmar al anciano, retenerle en la cama, lo que fuera. Pero cuando la dama, el marido y varios criados irrumpieron en la habitación con expresión horrorizada, el anciano se desprendió de las manos de la enfermera y cayó hacia atrás; y su rostro, contraído de agonía y de rabia, se fue relajando poco a poco hasta quedar completamente sereno.

Unos momentos después surgieron luces a la izquierda de la casa, y se detuvo ante la puerta un coche con antorchas. Descendió de él un individuo con peluca blanca y vestido de negro, y subió ágilmente la escalinata con un cofrecillo forrado de cuero. En el umbral le recibieron el hombre y su esposa, ella estrujando un pañuelo entre las manos, él con expresión trágica, aunque conservando el dominio de sí. Condujeron al recién llegado al comedor; éste dejó el cofrecillo de los documentos sobre la mesa y, volviéndose hacia los dos, escuchó con gesto consternado lo que le contaban. Asentía con la cabeza una y otra vez; extendió ligeramente una mano rechazando al parecer el ofrecimiento de algún refrigerio y quedarse a pasar la noche, y unos minutos después bajó despacio la escalinata, subió al coche y se fue por donde había venido. El hombre de raso azul permaneció en lo alto de la escalinata; una sonrisa de satisfacción asomaba a su cara pálida y gruesa. Al desaparecer las luces del coche cayó la oscuridad sobre el escenario entero.

Pero el señor Dillet siguió sentado en la cama: supuso acertadamente que habría una continuación. La fachada volvió a iluminarse tenuemente. Pero ahora con una diferencia: las luces estaban en otras ventanas; en una del ático, y en la hilera de ventanales de colores de la capilla. No está claro cómo veía a través de ellos, pero así era. El interior se hallaba meticulosamente provisto como el resto del edificio: con diminutos cojines rojos en los bancos, doseletes góticos sobre los sitiales, una galería occidental y un órgano con tubos dorados. En el centro del enlosado negro y blanco había unas andas; junto a ellas ardían cuatro hachones. Sobre las andas había un ataúd cubierto con un paño de terciopelo negro. Estaba mirando el señor Dillet, cuando se agitaron los pliegues del paño negro. Se levantó por un lado, se escurrió hacia el suelo y cayó, dejando al descubierto el negro ataúd con sus asas de plata y la placa con el nombre. Uno de los hachones osciló y cayó.

Abstengámonos de preguntar y hagamos lo que se apresuró a hacer el señor Dillet: mirar por la ventana iluminada del ático, donde un niño y una niña están acostados en sus camitas de ruedas, entre ellas se alza la cama de cuatro postes de la niñera. En este momento no se veía a la niñera. Pero estaban los padres, ahora vestidos de luto, aunque con muy pocos signos de compunción en su conducta. En efecto, reían y hablaban muy animadamente, unas veces entre sí, otras haciendo algún comentario a uno u otro niño, y soltando carcajadas ante las respuestas. Después salió el padre de puntillas, llevándose un ropón blanco que colgaba de una percha cerca de la puerta. Cerró tras él.

Un minuto o dos después volvió a abrirse la puerta despacio, y asomó una cabeza tapada. Una figura encorvada y de aspecto siniestro entró en la habitación y se dirigió a las camas de los niños; se detuvo de repente, alzó los brazos, y naturalmente apareció el padre riendo. Los pequeños se llevaron un susto mayúsculo; el niño se tapó la cabeza con el embozo y la niña saltó de la cama y se arrojó a los brazos de su madre. A continuación los padres trataron de consolarles: los cogieron en brazos, les dieron palmaditas, alzando el camisón blanco para mostrarles que era inofensivo y demás; finalmente devolvieron a los niños a sus camitas, y abandonaron la habitación haciendo gestos de aliento con la mano. Cuando salían entró la niñera, y poco después se apagó la luz. Sin embargo, el señor Dillet siguió mirando impasible.

Una luz de otro tipo —no de lámpara ni de vela—, lívida, presagiosa, empezó a filtrarse entre la puerta del fondo de la habitación y su marco. Se estaba abriendo otra vez. El testigo prefiere no extenderse sobre lo que vio entrar; dice que podría describirse como una rana... del tamaño de un hombre, aunque con un pelo ralo y blanco alrededor de la cabeza. Hubo un forcejeo en las camitas, aunque no duró mucho. El señor Dillet oyó gritos, unos gritos débiles, como procedentes de muy lejos. Aun así, infinitamente sobrecogedores.

Surgieron en toda la casa signos de una espantosa conmoción: luces que iban de un lado para otro, puertas que se abrían y se cerraban, figuras que cruzaban corriendo ante las ventanas. El reloj de torreta de la cuadra dio la una, y cayó otra vez la oscuridad. Sólo volvió a disiparse una vez más para mostrar la fachada. Al pie de la escalinata, unas figuras de negro con antorchas encendidas formaban dos filas. Otras figuras de negro bajaron los escalones llevando primero un pequeño ataúd, después el otro. Seguidamente las filas de los que portaban las antorchas, con los ataúdes en medio, iniciaron la marcha en silencio hacia la izquierda.

Transcurrían las horas de la noche... más lentas que nunca, pensó el señor Dillet. Se fue recostando poco a poco en la cama pero no llegó a dormirse. Y a primera hora de la mañana mandó llamar al doctor. Éste le encontró en un estado de desasosiego preocupante, y le recomendó el aire del mar. Así que el señor Dillet cogió el coche y, en cómodas etapas, se dirigió a la costa este. Una de las primeras personas con que se tropezó en el paseo marítimo fue el señor Chittenden, al que por lo visto habían aconsejado que llevara unos días a su mujer a que disfrutase de un cambio. El señor Chittenden, al verle le miró con recelo, y no sin motivo.

—La verdad: no me extraña que ande con los nervios algo alterados, señor Dillet. ¿Cómo? Bueno, sí: horriblemente alterados, por supuesto. Sobre todo porque sé lo que hemos pasado mi mujer y yo. Pero dígame, señor Dillet, ¿qué debía haber hecho yo: tirar a la basura una preciosidad como ésa, o decirle al cliente: lo que le vendo es un auténtico drama palaciego de tiempos antiguos cuya función suele empezar a la una de la madrugada? Explíqueme, ¿lo habría hecho usted? Porque yo le diré la consecuencia: dos jueces de paz habrían visitado el salón de la trastienda, habrían mandado a los pobres señores Chittenden al manicomio en un furgón, y toda la calle andaría comentando: ¡Ah!, ya sabía yo que la cosa acabaría así. ¡Hay que ver cómo bebía ese hombre!; cuando, como sabe, estoy a un palmo, quizá a dos, de ser abstemio total. Bueno, ésa era mi situación. ¿Cómo? ¿Volverla a tener yo en la tienda? Pero ¿qué se ha creído? No, mire: le diré lo que voy a hacer. Le devolveré el dinero, menos las diez libras que me costó a mí, y usted hace con ella lo que crea conveniente.

Ese mismo día, en lo que se conoce repugnantemente como el salón de fumadores del hotel, tuvo lugar una conversación en voz baja entre los dos:

—¿Cuánto sabe realmente de esa casa de muñecas, y de dónde procede?

—Sinceramente no sé nada, señor Dillet. Desde luego, procede del cuarto trastero de una mansión rural, como cualquiera puede adivinar. Aparte de eso, lo más que puedo decir es que creo que no debe de estar ni a cien millas de este pueblo; aunque no tengo idea de en qué dirección. Pero esto sólo es una suposición: el hombre al que le di el cheque no es uno de mis proveedores habituales, y no le he vuelto a ver; aunque tengo entendido que se mueve por esta comarca; es cuanto le puedo decir. Pero hay una cosa, señor Dillet, que me revuelve el estómago. ¿Ha visto al sujeto ese que se apea del coche delante de la puerta? Estaba seguro; bueno, ¿le pareció que era el médico? Mi mujer cree que sí, pero yo estoy en que es el abogado; porque lleva papeles, y uno de los que saca está doblado.

—Coincido con usted —dijo el señor Dillet—. Después de pensarlo, llegué a la conclusión de que era el testamento del anciano, que lo llevaba para que lo firmase.

—Justo lo que yo pensé —dijo el señor Chittenden—; y entendí que ese testamento habría dejado fuera al joven matrimonio, ¿verdad? ¡Bien, bien! Ha sido una lección para mí, lo confieso. No volveré a comprar casas de muñecas, ni a malgastar el dinero en cuadros. Y en cuanto a envenenar al abuelo, bueno, que yo recuerde, jamás se me ha pasado semejante idea por la cabeza. Vive y deja vivir: ése ha sido siempre mi lema en la vida, y nunca lo he encontrado malo.

Henchido de estos nobles sentimientos, el señor Chittenden se retiró a su habitación. Al día siguiente el señor Dillet acudió al archivo de la localidad donde esperaba descubrir alguna clave del enigma que le absorbía. Miró con desesperación el abundante fichero que había de publicaciones de la Sociedad de Canterbury y de York sobre los registros parroquiales de la región. Ni uno solo de los grabados que colgaban en la escalera y en los pasillos se parecía a la casa de la pesadilla. Desalentado, se encontró finalmente con que estaba en un cuarto de objetos arrumbados, contemplando la polvorienta maqueta de una iglesia dentro de una vitrina polvorienta: Maqueta de la iglesia de san Esteban, Coxham, donada por el señor J. Merewether, de Ilbridge House, 1877. Obra de su antepasado James Merewether, m. en 1786.

Había algo en el estilo que le recordaba vagamente a su horror. Dirigió sus pasos a un plano que había visto en la pared, y averiguó que Ilbridge House estaba en el municipio de Coxham. Daba la casualidad de que Coxham era uno de los municipios que se le habían quedado en la memoria al consultar el fichero de los registros publicados, y no tardó en encontrar consignada la defunción de Roger Milford, a los 76 años de edad, acaecida el 11 de septiembre de 1757, y de Roger y Elizabeth Merewether, de 9 y 7 años respectivamente, el 19 del mismo mes. Le pareció que merecía la pena seguir esa pista, pese a lo débil que era, y por la tarde cogió el coche y se dirigió a Coxham. El extremo este de la nave norte de la iglesia lo ocupa una capilla de Milford, y en el muro norte están las lápidas de dichas personas: Roger, el más viejo, era recordado con todas las cualidades que adornan al padre, al magistrado y al hombre. El monumento lo había erigido su afectuosa hija Elizabeth, que no sobrevivió mucho tiempo a la pérdida de este padre siempre preocupado por su bienestar, y de dos hijos angelicales. Se notaba claramente que la última frase había sido añadida a la inscripción original.

Una lápida posterior decía de James Merewether, marido de Elizabeth, que había practicado en la flor de su vida, no sin éxito, ese arte que, de haber perseverado, en opinión de jueces muy competentes se habría ganado el nombre del Vitruvio británico, pero que, anonadado por la disposición de Dios, que le había privado de una compañera afectuosa y una progenie lozana, pasó sus años mejores y su vejez en apartado aunque elegante retiro: su agradecido sobrino y heredero desea expresar su sincera aflicción con esta breve relación de sus bondades.

A los hijos se les recordaba con más sencillez. Los dos habían muerto la noche del 12 de septiembre.

El señor Dillet estaba seguro de que en Ilbridge House había descubierto el escenario de su drama. Quizá en algún cuaderno de bocetos, posiblemente en algún antiguo grabado, encontrara la prueba concluyente de que estaba en lo cierto. Pero no es la actual Ildbridge House lo que buscaba: se trata de una construcción isabelina de la década de mil ochocientos cuarenta, de ladrillo rojo con esquinas y adornos de piedra. A un cuarto de milla de ella, en una zona baja del parque, rodeada de arbustos y árboles añosos estrangulados por la hiedra entre la que asoman sus ramas secas, hay restos de una plataforma elevada invadida por la maleza. Aquí y allá se alzan unos pocos balaustres y, cubiertas de ortigas y de hiedra, un montón o dos de piedras labradas con tosco follaje. Éste, le dijo alguien al señor Dillet, era el emplazamiento de una casa más antigua.

El reloj del ayuntamiento dio las cuatro cuando el señor Dillet salía del pueblo; y se sobresaltó y se llevó las manos a los oídos. No era la primera vez que oía esa campana. A la espera de una oferta del otro lado del Atlántico, la casa de muñecas descansa todavía, cuidadosamente embalada, en un desván de las cuadras del señor Dillet, donde Collins la dejó el día en que el señor Dillet se marchó en dirección a la costa.

M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de M.R. James: La casa de muñecas embrujada (The Haunted Dolls' House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Laura dijo...

Muy atrapante!! Gracias por su publicación!

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Buen relato, con un logrado clima. Aunque el desenlace es un tanto apresurado.



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