«La cámara de los tapices»: Walter Scott; relato y análisis


«La cámara de los tapices»: Walter Scott; relato y análisis.




La cámara de los tapices (The Tapestried Chamber) —publicada originalmente con el título: La cámara de los tapices o La dama en el saco (The Tapestried Chamber, or, The lady in the Sacque)— es un relato de fantasmas del escritor escocés Walter Scott (1771-1832), publicado en la antología de 1828: Las historias de The Keepsake (The Keepsake Stories), donde el autor agrupó todos los cuentos editados en el anuario The Keepsake.

La cámara de los tapices, uno de los grandes cuentos de Walter Scott, integra en su argumento buena parte de los ingredientes principales de la novela gótica: la casa embrujada, la doncella en apuros (o bruja en apuros, mejor dicho), la maldición familiar; y todo a través del exquisito prisma de Walter Scott, sin dudas uno de los más notables maestros del género en aquellos años.




La cámara de los tapices.
The Tapestried Chamber; Walter Scott (1771-1832)

Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país, a relatar sus aventuras y reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes y por sus prendas. Ciertos asuntos habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.

El pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban testimonio de la devoción de épocas muy pretéritas, se alzaba en medio de praderas y pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por hileras de setos vivos de gran tamaño y edad. Había pocas señales de los adelantos modernos. Los alrededores del lugar no delataban ni el abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía libre y rumoroso por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa que lo contuviera ni ningún camino que lo bordease para remolcar. Sobre un suave promontorio, casi una milla al sur del pueblo, se distinguían, entre abundantes robles venerables y el enmarañado matorral, las torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas durante la ‚poca isabelina y la de los reyes siguientes. Nunca debió ser una plaza de grandes dimensiones; pero cualesquiera que fuesen los alojamientos que en otro tiempo ofreciera, cabía suponer que seguirían disponibles dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas de las chimeneas talladas y festoneadas. La tapia del parque corría a lo largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se abrían otras perspectivas: una íntegra de la fachada del antiguo castillo y una visión lateral de sus muy especiales torres; en éstas abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez y solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.

Encantado con las vistas parciales del castillo que captaba entre los rboles y los claros que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca y si albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos que pudieran contemplar los visitantes; y entonces, al alejarse de las inmediaciones del parque, penetró en una calle limpia y bien pavimentada, y se detuvo en la puerta de una posada muy concurrida.

Antes de solicitar los caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo preguntas sobre el propietario del palacio que tanta admiración le había despertado, y le sorprendió y complació oír por respuesta el nombre de un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville, el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas, resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca. Woodville había ascendido a la dignidad de par al morir su padre pocos meses antes y, según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos, en la alegre estación del festivo otoño, acompañado por un selecto grupo de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña famosa por su abundante caza.

Estas noticias eran deliciosas para nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el posadero con un movimiento de cabeza y un guiño, más que suficiente para sostener y acrecentar su dignidad. Nada más natural para este viajero que suspender el viaje, que no corría la más mínima prisa, para rendir visita al antiguo amigo en tan agradables circunstancias.

Por lo tanto, los caballos de refresco sólo tuvieron la breve tarea de acarrear el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada del visitante. En apariencia, el sonido de la campana debió suspender la partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales; pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de recreo repantigados y mirando, y criticando, los perros que los guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos. Al apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo y durante un instante estuvo observando como si fuera un extraño el aspecto de su amigo, en el que la guerra, con sus penalidades y sus heridas, había producido grandes cambios. Pero la incertidumbre sólo perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida que siguió fue de esas que sólo se intercambian entre quienes han pasado juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera juventud.

—Si algún deseo hubiera podido yo tener, mi querido Browne -dijo lord Woodville-, hubiera sido el de tenerte aquí, a ti mejor que a nadie, en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a convertir en una especie de vacaciones. No te creas que no se te han seguido los pasos durante los años en que has estado ausente. He ido siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos.

El general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva dignidad y por poseer una casa y una finca tan hermosas.

—Pero si todavía no has visto nada —dijo lord Woodville—; y cuento con que no pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso y que la vieja casa, como otros lugares de este tipo, no dispone de tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en peores condiciones.

El general se encogió de hombros y se echó a reír.

—Presumo —dijo— que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero el que a la sazón era mi comandante no consintió tal lujo y hube de decir adiós a mi querido barril con l grimas en los ojos.

—Pues muy bien. Puesto que no temes a tu alojamiento —dijo lord Woodville—, te quedarás conmigo por lo menos una semana. Tenemos montones de escopetas, perros, cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra: no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si prefieres las escopetas y los pointers, yo mismo te acompañaré y comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las lejanas colonias.

El general aceptó de buena gana todos los puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se complació en poner de relieve las altas cualidades de su recobrado amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía mantener el juicio frío frente a los más inminentes peligros, el grupo miraba al soldado con general respeto, como a quien ha demostrado ante sí mismo poseer una provisión de valor personal poco común, ese atributo que es, entre todos, el que todo mundo desea que se le reconozca.

El día concluyó en el castillo de Woodville como es habitual en tales mansiones. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden; la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus respectivas habitaciones.

El señor de la casa en persona condujo a su amigo, el general Browne, a la cámara que le había destinado, que respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a la antigua. El lecho era de esos imponentes que se utilizaban a finales del siglo XVII y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente adornadas con oro deslustrado. En cambio, las sábanas, los almohadones y las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra mansión, el barril. Había algo tenebroso en los tapices que, con los ornamentos desgastados, cubrían las paredes de la reducida cámara y se ondulaban brevemente al colarse la brisa otoñal por la vieja ventana enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse paso el aire. También el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía cincuenta años, tenía un aspecto vetusto a la vez que melancólico. Pero nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos grandes velas de cera; y si algo podía hacerles la competencia eran los luminosos y flamantes haces de leña de la chimenea, que irradiaban a la vez luz y calor por el acogedor cuarto. Éste, no obstante lo anticuado de su aspecto general, no carecía de ninguna de las comodidades que las costumbres modernas hacen necesarias o deseables.

—Es un dormitorio a la antigua, general —dijo el joven anfitrión—, pero espero que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.

—No soy yo muy exigente con las habitaciones —replicó el general—; no obstante, por mi gusto, prefiero esta cámara, con mucha diferencia, a las alcobas más modernas y vistosas de la mansión de vuestra familia. Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort moderno con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor hotel de Londres.

—Confío, y no lo dudo, en que te sentirás tan cómodo como yo te lo deseo, mi querido general —dijo el joven aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le estrechó la mano y se retiró.

El general volvió a mirar en derredor y, congratulándose para sus adentros de su retorno a la vida pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las privaciones y los peligros que últimamente había afrontado, se desnudó y se dispuso a pasar una noche de sibarítico descanso. Ahora, al contrario de lo que es habitual en el género de cuentos, dejaremos al general en posesión de su cuarto hasta la mañana siguiente.

Los huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos lo que lo rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville. Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y, finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.

—Costumbres de soldado —dijo el joven aristócrata a sus amigos—; muchos de ellos se habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.

Sin embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus invitados le pareció poco satisfactoria a él mismo, y aguardó silencioso y abstraído el regreso del general. Éste se personó una hora después de haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado y febril. Tenía el pelo —cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella ‚poca una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un hombre, y decía tanto de su elegancia como en los tiempos actuales el nudo de la corbata o su ausencia— despeinado, sin rizar, falto de polvos y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas y puestas de cualquier modo, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.

—Te has ido de marcha a hurtadillas esta mañana, mi querido general —dijo lord Woodville—; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto como yo esperaba y tú dabas por supuesto? ¿Cómo has dormido esta noche?

—¡Oh, de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida —dijo rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era evidente para su amigo. Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y, desatendiendo o rechazando todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en sus pensamientos.

—Hoy saldrás con la escopeta, general -dijo el amigo y anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de recibir la abrupta respuesta:

—No, milord; lo siento, pero no puedo aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; he pedido mis caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.

Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:

—¡Caballos de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?

—Tal vez —dijo el general, visiblemente turbado—, con la alegría del primer momento, al volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me es imposible.

—Esto es increíble —dijo el joven aristócrata—. Ayer parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo y, por lo tanto, no has podido recibir ninguna carta.

Sin ninguna otra explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e insistió en la absoluta necesidad de su marcha, en unos términos que acallaron toda oposición por parte de su amigo, que comprendió que había tomado una decisión y se abstuvo de ser impertinente.

—Pero, por lo menos —dijo—, permíteme, mi querido Browne, puesto que quieres o debes irte, que te muestre el panorama desde la terraza, pues la niebla se está levantando y pronto será visible.

Abrió una ventana de guillotina y salió a la terraza mientras hablaba. El general lo siguió mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su anfitrión mientras, de cara al amplio y espléndido panorama, señalaba distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:

—Richard Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme que te conjure a contestarme bajo palabra de amigo y por tu honor de soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?

—Verdaderamente, de un modo penosísimo, milord —respondió el general, con el mismo tono solemne—; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo ni por todo el campo que estoy viendo desde este elevado mirador.

—Esto es todavía más extraordinario —dijo el joven lord como si hablara para sí—; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese cuarto —y dirigiéndose de nuevo al general, dijo—. Por Dios, mi querido amigo, sé honrado conmigo y cuéntame cuáles han sido las molestias concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.

El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:

—Mi querido lord —dijo al cabo—, lo que ha sucedido la pasada noche es de una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque, independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra, creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un débil mental, un loco supersticioso que sufre a consecuencia de que su propia imaginación lo engaña y confunde; pero su señoría me conoce desde que éramos niños y jóvenes, y no sospechar que yo haya adquirido, en la madurez, sentimientos y flaquezas de que estaba libre cuando tenía menos años.

Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:

—No dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes, por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para sospechar que pudieras ser embaucado, y se muy bien que tu sentido del honor y de la amistad te impediría asimismo exagerar en nada lo que hayas presenciado.

—Pues entonces —dijo el general— os contaré mi historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería mejor que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.

Se detuvo por segunda vez y, luego, viendo que lord Woodville se mantenía en silencio y en actitud de escuchar, comenzó, bien que no sin manifiesta contrariedad, la historia de sus aventuras nocturnas en la Cámara de los Tapices.

—Me desnudé y me acosté, tan pronto vuestra señoría me dejo solo anoche; pero la leña de la chimenea, que casi estaba enfrente del lecho, ardía resplandeciente y con viveza, y esto, junto con el centenar de excitantes recuerdos de mi infancia y juventud que me había traído a la cabeza el inesperado placer de encontrarme con vuestra señoría, me impidió rendirme en seguida al sueño. Debo decir, no obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables y acogedoras, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la guerra.

»Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda y a los pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver que era lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí, pero puede observar, por la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana vestida con un traje a la antigua, de esos que, creo, las damas llaman un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.

»Pensé que era una intrusión bien extraña, pero ni por un momento se me ocurrió la idea de que lo que veía fuese otra cosa que la forma mortal de alguna anciana de la casa que tenía el capricho de vestirse como su abuela y que, puesto que su señoría mencionó que andaba bastante escaso de habitaciones, habiendo sido desalojada de su cuarto para mi acomodo, se había olvidado de tal circunstancia y regresaba a las doce a su sitio de costumbre. Con este convencimiento, me removí en la cama y tosí un poco, para hacer saber al intruso que yo había tomado posesión del sitio. Ella fue dándose la vuelta despacio, pero, ¡santo cielo!, milord, ¡qué semblante me mostró!

»Ya no cabía la menor duda de lo que era ni cabía pensar en absoluto que fuese una persona viva. Sobre el rostro, que presentaba las facciones rígidas de un cadáver, llevaba impresos los rasgos de la más vil y repugnante de las pasiones que la habían animado durante la vida. Parecía que hubiera salido de la tumba el cuerpo de algún atroz criminal y se le hubiera devuelto el alma desde el fuego de los condenados, para, durante un tiempo, aunarse con el viejo cómplice de su culpa. Yo me incorporé en la cama y me senté derecho, sosteniéndome sobre las palmas de las manos, mientras miraba fijamente aquel horrible espectro. Ella avanzó con una zancada r pida, o eso me pareció a mí, hacia el lecho donde yo yacía, y se acuclilló, una vez arriba, precisamente en la misma postura que yo había adoptado en el paroxismo del horror, adelantando su diabólico semblante hasta ponerlo a menos de media yarda del mío, con una mueca que parecía expresar la maldad y el escarnio de un demonio colorado.

Al llegar allí, el general Browne se detuvo y se enjugó el sudor frío que le había perlado la frente al recordar la horrible visión.

—Milord —dijo—, yo no soy cobarde. He pasado por todos los peligros de muerte propios de mi profesión y en verdad puedo presumir de que ningún hombre ha visto a Richard Browne deshonrar la espada que luce; pero, en estas horribles circunstancias, ante aquellos ojos y, por lo que parecía, casi apresado por la encarnación de un espíritu maligno, toda firmeza me abandonó, toda mi hombría se derritió dentro de mí como la cera en un horno, y sentí ponérseme de punta todos los pelos de mi cuerpo. Dejó de circularme la sangre por las venas y me hundí en un desvanecimiento, más víctima del terror y del pánico que lo haya sido nunca una moza de aldea o un niño de diez años. Me es imposible conjeturar durante cuánto tiempo estuve en ese estado.

»Pero me despertó el reloj del castillo al dar la una, con tanta fuerza que tuve la impresión de que sonaba dentro del cuarto. Transcurrió algún tiempo antes de que osara abrir los ojos, no fuesen a encontrar de nuevo la horripilante visión. No obstante, cuando reuní valor para mirar, la mujer ya no se veía. Mi primera idea fue tocar la campanilla, despertar a los criados y trasladarme a un desván o un henil, con tal de estar seguro de no recibir una segunda visita. Pero, he de confesar la verdad, mi decisión se vio alterada, no por la vergüenza de ponerme en evidencia, sino por el miedo que me daba de que, al ir hasta la chimenea, junto a la cual colgaba el cordón de la campanilla, volviera a interponérseme la diabólica mujer, que, me imaginaba yo, debía seguir al acecho en cualquier rincón de la alcoba.

»No intentaré describiros qué paroxismos de calor y de frío me atormentaron durante el resto de la noche, en medio de las cabezadas, las vigilias penosas y ese estado incierto que es la tierra de nadie que los separa. Parecía que un centenar de objetos terribles me rondaran; pero había una gran diferencia entre la visión que os he descrito y esas otras que siguieron, de modo que yo me daba cuenta de que las últimas eran supercherías de mi imaginación y de mis nervios.

»Por fin clareó el día, y me levanté de la cama, con el cuerpo enfermo y el espíritu humillado. Estaba avergonzado de mí mismo, como hombre y como soldado, más aún al percibir mis vivísimos deseos de huir del cuarto embrujado, deseos que, no obstante, se imponían sobre todas las demás consideraciones; de manera que, echándome encima las ropas a toda prisa, sin el menor cuidado, escapé de la mansión de vuestra señoría para buscar en el aire libre algún alivio a mis nervios, que estaban perturbados por el horrible encuentro con el visitante del otro mundo, pues no otra cosa creo que fuese aquella mujer. Ahora su señoría ya conoce las causas de mi desasosiego y de mi repentino deseo de abandonar vuestro hospitalario castillo. Confío en que podremos vernos a menudo en otros lugares; pero ¡Dios me libre de pasar jamás una segunda noche bajo este techo!

Aunque el relato del general era extravagante, había hablado con tal tono de profunda convicción que no daba pie a los comentarios que suelen despertar tales historias. Lord Woodville no le preguntó ni una sola vez si estaba seguro de que la aparición no fue un sueño ni propuso ninguna de las explicaciones en boga para justificar las apariciones sobrenaturales, como las excentricidades de la imaginación o los engaños de los nervios ópticos. Por el contrario, se mostró profundamente impresionado por la veracidad y autenticidad de lo que acababa de oír; y, luego de un largo silencio, se dolió, con abiertos visos de sinceridad, de que aquel amigo de la juventud lo hubiese pasado tan mal en su casa.

—Lamento tanto más tu malestar, mi querido Browne —dijo—, cuanto que la desgracia es consecuencia, aunque imprevisible, de un experimento mío. Debes saber que, al menos en los tiempos de mi padre y de mi abuelo, la habitación que te asigné anoche estuvo cerrada por los rumores de que allí ocurrían ruidos y visiones sobrenaturales. Cuando tomé posesión de la hacienda, hace pocas semanas, pensé que el castillo no ofrecía suficientes aposentos a mis invitados como para permitir que los habitantes del mundo invisible retuvieran para sí una alcoba tan confortable. Por eso hice que abrieran la Cámara de los Tapices, que es como la llamamos; y sin destruir su ambiente vetusto, hice que le agregaran el mobiliario que imponen los tiempos modernos. Pero, como la idea de que el cuarto estaba embrujado seguía firmemente arraigada entre los criados, y también era conocida en el vecindario y por muchos de mis amigos, temí que los prejuicios del primer ocupante de la Cámara de los Tapices reavivaran la mala fama de que es objeto, frustrándose así mis intenciones de convertirla en parte útil de la casa. Debo confesarte, mi querido Browne, que tu llegada de ayer, tan de mi agrado por otras mil razones, me pareció la ocasión ideal para acabar con esos desagradables cuentos sobre tal cuarto, puesto que tu valor estaba fuera de toda duda y tu entendimiento libre de todo temor preconcebido. En consecuencia, no hubiera podido elegir mejor sujeto para mi experiencia.

—Por mi vida —dijo el general Browne, con algo de precipitación—, que quedo infinitamente obligado a vuestra señoría, verdaderamente reconocido. Es muy probable que durante algún tiempo recuerde las consecuencias del experimento, según gusta de denominarlo vuestra señoría.

—No, ahora estás siendo injusto, mi querido amigo —dijo lord Woodville—. Bastará con que reflexiones un momento para convencerte de que yo no podía prever la posibilidad de exponerte a las angustias que desgraciadamente has sufrido. Ayer por la mañana yo era absolutamente escéptico en cuanto a las apariciones sobrenaturales. Pero estoy seguro de que si te hubieran hablado de la habitación, esos mismos rumores te habrían impulsado, por tu propio gusto, a elegirla como dormitorio. Ese ha sido mi revés, quizás mi error, pero que de verdad no puede calificarse de falta: haber dado lugar a que tú hayas sufrido de un modo tan increíble.

—¡Verdaderamente increíble! —dijo el general, recuperando el buen humor—. Y reconozco que no tengo derecho a estar ofendido con vuestra señoría por haberme tratado tal y como yo acostumbro a considerarme a mí mismo: un hombre firme y valiente. Pero veo que han llegado mis caballos de posta, y no quiero interrumpir las diversiones de vuestra señoría.

—Pero, viejo amigo —dijo lord Woodville—, ya que no te es posible permanecer con nosotros ni un día más, lo cual, desde luego, no tengo derecho a exigirte, concédeme al menos otra media hora. A ti te gustaban los cuadros, y yo tengo una galería de retratos, algunos de ellos de Van Dyke, que representan a los antepasados a quienes pertenecieron esta hacienda y este castillo. Creo que varios de ellos te impresionarán por su gran mérito.

El general Browne aceptó la invitación, aunque no de muy buena gana. Era evidente que no respiraría con libertad y a sus anchas hasta haber dejado a sus espaldas el castillo de Woodville. No obstante, no podía rechazar la invitación de su amigo; y mucho menos cuanto que estaba un poco avergonzado por el mal humor que había mostrado a su bienintencionado anfitrión.

Así pues, el general siguió a lord Woodville por varias salas hasta la galería donde estaban expuestos los cuadros, que este último fue señalando a su huésped, diciéndole los nombres y contándole algunas cosas sobre los sucesivos personajes cuyos retratos contemplaban. Al general Browne le interesaban muy poco los pormenores de los que se le iba informando. Los cuadros, de hecho, eran muy del estilo de todos los que se ven en las antiguas galerías familiares: un caballero que había arruinado su hacienda al servicio del rey, una hermosa dama que la había restaurado contrayendo matrimonio con un acaudalado puritano, un caballero galante que se había arriesgado a mantener correspondencia con la corte exiliada de St Germain, otro que había tomado las armas en favor de William Cromwell durante la revolución, y otro que había volcado alternativamente su peso en el platillo de los whig y en el de los tory.

Mientras lord Woodville atiborraba con estas palabras los oídos de su huésped, como se ceba a los pavos, alcanzaron el centro de la galería. De pronto, el general se sobresaltó y adoptó una actitud casi de asombro, no sin algo de temor, al recaer sus ojos, súbitamente atraídos por el cuadro, sobre el retrato de una anciana dama vestida según la usanza de la moda de finales del siglo XVII.

—¡Ésta es! —exclamó—. Ésta es, por el tipo y por los rasgos, aunque la expresión no llegue a ser tan demoníaca como la de la detestable mujer que me visitó anoche.

—Si es así —dijo el joven aristócrata—, ya no queda ninguna duda sobre la horrible realidad de la aparición. Este retrato es de una desdichada antepasada mía sobre cuyos crímenes se conserva una siniestra y espantosa relación en una historia de mi familia que guardo en mi escritorio. Enumerarlos sería demasiado horrible; baste decir que en vuestro funesto dormitorio se cometió un incesto y un asesinato perverso. Lo devolveré al aislamiento al que lo habían confinado quienes me precedieron; y nadie, mientras yo pueda impedirlo, se expondrá a que se repitan los horrores sobrenaturales capaces de hacer vacilar un valor como el vuestro.

Así que los dos amigos, que con tanto regocijo se habían encontrado, se despidieron con muy distintos ánimos: lord Woodville pensando en ordenar que la Cámara de los Tapices fuese desmantelada y cegada la puerta; el general Browne decidido a buscar, en algún paraje menos hermoso y con algún amigo menos encumbrado, el olvido de la deplorable noche que había pasado en el castillo de Woodville.

Walter Scott (1771-1832)




Relatos góticos. I Relatos de Walter Scott.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Walter Scott: La cámara de los tapices (The Tapestried Chamber), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial el relato



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Relato de Walter de la Mare.
Mitología.
Poema de Emily Dickinson.

Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.
Poema de Robert Graves.