«Poltarnees, la que mira al mar»: Lord Dunsany; relato y análisis.
Poltarnees, la que mira al mar (Poltarnees, Beholder of Ocean) es un relato fantástico del escritor anglo-irlandés Lord Dunsany (1878-1957), publicado en la antología de 1910: Cuentos de un soñador (A Dreamer's Tales).
Poltarnees, la que mira al mar, uno de los mejores cuentos de Lord Dunsany, nos sitúa en un mítico valle, donde cuatro reinos se encuentran aislados del mar. Con el objetivo de descubrir por qué tantos hombres jóvenes desaparecen de los reinos, el rey le ofrece a Athelvok, un cazador, la mano de Hilnaric, una hermosa princesa, si éste logra a llegar hasta el mar y regresar con vida. Athelvok acepta el desafío y emprende su viaje, solo para descubrir la razón por la cual los hombres que llegan hasta el mar ya no regresan al reino: una voz, dulce y terrible a la vez, lo seduce para quedarse en las aguas.
Poltarnees, la que mira al mar.
Poltarnees, Beholder of Ocean; Lord Dunsany (1878-1957)
Toldees, Mondath, Arizim, éstas son las Tierras Interiores, las tierras cuyos guardianes, ubicados en los confines, no ven el Mar. Más allá, por el Este, hay un desierto que jamás turbaron los hombres. Amarillo, manchado por la sombra de las rocas, y la muerte yace en él como un felino al sol. Están cerradas sus fronteras; al Sur, por la magia; al Oeste, por una montaña, y al Norte, por el grito y la cólera del viento Polar. Semejante a una gran muralla es la montaña del Oeste. Viene desde muy lejos y se pierde muy lejos también, y es su nombre Poltarnees, la que mira al mar.
Hacia el Norte, rojos peñascos, tersos y limpios de tierra y sin mota de musgo o hierba, se escalonan hasta los labios mismos del viento Polar, y nada hay allí sino el rumor de su cólera. Muy apacibles son las Tierras Interiores, y muy hermosas sus ciudades. No hay guerra entre ellos, sólo quietud y holgura. Y otro enemigo no tienen salvo los años, pues la sed y la fiebre se pasean por el desierto, y no rondan jamás por las Tierras Interiores. Y a vampiros y fantasmas, cuyo camino real es la noche, las fronteras de la magia los contienen al Sur. Y existe en cada ciudad un sendero amplio y verde, que viene de un valle o bosque o loma, y entra en la ciudad y sale entre las casas y cruzando las calles; y nunca pasean por ella las gentes; mas todos los años, en el tiempo oportuno, entra por allí la Primavera desde las tierras florecientes, abriendo anémonas en el sendero verde, y todos los goces de los bosques repuestos o de los valles apartados, profundos, o de las triunfantes lomas, cuyas cabezas se yerguen tan altivas en la distancia, lejos de las ciudades.
A veces entran pastores por aquel camino, de los que vienen a la ciudad desde las sierras nebulosas; y los ciudadanos no se lo impiden, porque hay un paso que mancilla la hierba y un paso que no la mancilla, y todo hombre sabe en su corazón cómo es su paso. Y en los claros soleados del bosque y en sus umbrías, lejos de la música de las ciudades y de la danza de las ciudades, conciertan la música de los lugares campestres y danzan las danzas campestres. Amable, próximo y amistoso se les muestra a estos hombres el Sol. Propicio, cuida de sus tiernos viñedos; y ellos, en cambio, se muestran benévolos con los pequeños seres de los bosques y atentos a todo rumor de hadas o leyendas antiguas. Y cuando la luz de alguna pequeña ciudad distante pone un leve rubor en el confín del firmamento y las felices ventanas de oro de las mansiones abren los ojos en la oscuridad, entonces la vieja y sagrada figura de la Fábula, velada hasta el rostro, baja de las colinas boscosas y manda danzar a las sombras oscuras, y saca de ronda a las criaturas del bosque, y enciende al instante la lámpara del gusano de luz en su enramada de hierba, e impone silencio a las tierras grises, y de ellas convoca la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras más prósperas y felices que Toldees, Mondath y Arizim.
De estos tres pequeños reinos llamados las Tierras Interiores huían constantemente los muchachos. Íbanse uno tras otro, sin que supiera nadie por qué, sino tan sólo que tenían un anhelo de ver el Mar. Poco hablaban de aquel anhelo; pero un joven guardaba silencio unos días, y luego, una mañana, muy temprano, se escabullía trepando poco a poco por la dificultosa pendiente de Poltarnees, y, llegado a la cumbre, la cruzaba y no volvía jamás. Algunos se quedaron atrás, en las Tierras Interiores, y envejecieron; pero, desde los tiempos más remotos, ninguno de los que subieron a lo alto de Poltarnees regresó jamás. Muchos dirigiéronse a Poltarnees jurando que volverían. Hubo un rey que envió a todos sus cortesanos, uno por uno, para que le revelaran el misterio, y después él mismo se fue allá; ninguno volvió.
Ahora bien, el pueblo de las Tierras Interiores guardaba el culto de los rumores y las leyendas del Mar, y todo cuanto del Mar pudieron saber sus profetas de un libro sagrado que los sacerdotes leían en los templos. Y abríanse todos los templos hacia Poniente, sostenidos por columnas, para que la brisa del mar entrara en ellos; y abríanse hacia Levante, sostenidos por columnas, para que la brisa del Mar no se detuviera, sino que entrara en ellos, dondequiera que estuviese el Mar. Y ésta es la leyenda que tenían del Mar, nunca visto por ser alguno de las Tierras Interiores. Decían que el Mar es un río que corre hacia Hércules, y decían que llega hasta el confín del mundo y que Poltarnees lo domina. Decían que todos los mundos celestes corren por aquel río, y la corriente los arrastra, y que aquella infinitud es una intrincada espesura de selvas donde el río precipita su curso arrebatando todos los mundos celestes. Por entre los colosales troncos de aquellos árboles oscuros, en las más breves frondas, en cuyas ramas muchas noches se reconcentran, andan los dioses. Y cuando su sed, resplandeciente en el espacio como un magno sol, cae sobre los animales, el tigre de los dioses se desliza hasta el río para beber, y bebe ruidosamente hasta hartarse, destruyendo mundos; y el nivel del río se sume dentro de sus riberas, mientras la sed del animal va saciándose y dejando de resplandecer como un sol.
Y multitud de mundos se amontonan entonces, secos, en la orilla, y ya no vuelven a andar por ahí los dioses, porque lastiman los pies. Son aquellos los mundos sin destino, cuyas gentes carecen de dioses, y el río fluye sin parar. Y el nombre del río es Oriathon, pero los hombres le llaman Océano. Tal es la Creencia Inferior de las Tierras Interiores. Y hay una Creencia Superior, de que nunca se habla. Según la Creencia Superior de las Tierras Interiores, el río Oriathon corre por las selvas de la Infinitud y de pronto cae rugiendo sobre un confín, desde donde el tiempo llamaba antiguamente a sus horas para que pelearan en la guerra contra los dioses; y cae apagado por el resplandor de las noches y los días, con millas de olas no medidas nunca, en las profundidades de la nada.
Ahora bien, conforme iban transcurriendo siglos y el único camino accesible para subir a Poltarnees, desgastándose de tantas huellas, más y más hombres lo pasaban para no volver. Y aún se ignoraba en las Tierras Interiores el misterio que desde Poltarnees se descubría. Un día tranquilo y sin viento, mientras los hombres caminaban felices por sus hermosas calles o guardaban rebaños en la campiña, saltó de pronto el viento del Oeste y entró por ellas desde el Mar. Y llegó velado, gris, luctuoso, y trajo el grito hambriento del Mar que reclamaba huesos de hombres. El que lo oyó no descansó, y al cabo se levantó de súbito, vuelto hacia Poltarnees, y dijo, como se acostumbra en el país cuando alguien se despide por poco tiempo: ¡Hasta que venga el recuerdo al corazón del hombre!, lo cual significa: —Hasta luego—; mas aquellos que lo amaban, viéndole mirar a Poltarnees, contestaron tristes: —Hasta que los dioses olviden—, que quiere decir: —Adiós—.
Tenía el rey de Arizim una hija que jugaba con las flores del bosque, y con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos azules del cielo que en la invernada llegábanse a su puerta buscando refugio contra la nieve. Era más hermosa que las flores del bosque, y que todas las fuentes del palacio de su padre, y que los pájaros azules del cielo. Los sabios reyes de Mondath y Toldees la vieron cuando andaba ligera por los estrechos pasajes de su jardín, y volviendo los ojos a las nieblas del pensamiento, reflexionaron sobre el destino de sus Tierras Interiores. Y la observaron atentos junto a las flores majestuosas, y sola, en pie, a la luz del sol; y vieron pasar y repasar contorneándose las aves purpúreas que los recoveros del rey habían traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió los quince años, el rey de Mondath convocó un Consejo de reyes. Y con él se reunieron los reyes de Toldees y Arizim. Y el rey de Mondath, en su Consejo, habló de esta suerte:
—El grito del Mar implacable y hambriento (y a la palabra Mar los tres reyes inclinaron la cabeza) atrae cada año, sacándolos de nuestros reinos felices, a más y más súbditos nuestros, y aún ignoramos el misterio del Mar, y ningún juramento se ha inventado que nos devuelva un solo hombre. Ahora bien, tu hija, Arizim, es más bella que la luz del sol, y más bella que las majestuosas flores que tan altas crecen en tu jardín, y tiene mayor gracia y hermosura que esas extrañas aves que los afortunados recoveros traen en carros de Asagéhon, y en cuyo plumaje la púrpura alterna con el blanco. Pues el que se enamore de tu hija Hilnaric, sea quien fuere, ése podrá subir a Poltarnees y regresar, como nadie hasta aquí lo hizo, y contarnos lo que se divisa desde Poltarnees, porque acaso tu hija sea más hermosa que el Mar.
Se alzó entonces de su sitial del Consejo el rey de Arizim. Y dijo:
—Temo que hayas blasfemado del Mar, y me asusta que tu blasfemia pueda acarrearnos desgracia. No había reparado, a decir verdad, en su hermosura. ¡Hace tan poco que era una niña, y llevaba el cabello suelto, aún no como las princesas, y se iba sin que nadie la vigilara a los bosques, y volvía con las vestiduras manchadas y desgarradas, y no escuchaba regaños con sumisión, sino haciendo muecas aun en mi patio de mármol rodeado de fuentes!
Luego habló el rey de Toldees:
—Vigilémosla, atentos, y contemplemos a la princesa Hilnaric en la estación de los huertos floridos, cuando las grandes aves se despiden del Mar, que conocen, y buscan descanso en nuestros palacios del interior; y si fuera más hermosa que el amanecer sobre nuestros reinos unidos, cuando los huertos están en flor, acaso sea más hermosa que el Mar.
Y el rey de Arizim dijo:
—Temo que sea terrible blasfemia, mas lo haré según ha decidido el Consejo.
Y llegó la estación de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó a su hija para que saliese al balcón de mármol. La luna surgía, grande, redonda, sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes cantaban a la noche. La luna tocó los aleros del palacio de mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Tocó las cimas de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de magia. Dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo el blanco palacio y sus fuentes, y brilló en la frente de la princesa, y el palacio de Arizim ganó en resplandores, y las fuentes se trocaron en columnas de relucientes joyas. Y de la luna, al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos mortales. Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco, con el brillo de la luna en la frente; y acechándola desde la sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath y Toldees. Y dijeron:
—Es más hermosa que el nacer de la luna.
Y otro día, el rey de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos volvieron a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de huertos, y las nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el Mar; leves voces silvestres se levantaron de los matorrales, las voces de las fuentes comenzaron a desfallecer, y se alzó, en todos los templos de mármol, el cantar de las aves consagradas al Mar. Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño celestial.
—Es más hermosa —dijeron los reyes— que el amanecer.
Otra prueba impusieron a la hermosura Hilnaric, porque la observaron en las terrazas a la puesta del sol, cuando ya los pétalos de los huertos estaban caídos y en todos los bosques vecinos florecían el rododendro y la azalea. El sol se puso tras la escarpada Poltarnees, y la niebla del Mar se vertió sobre su cumbre interior. Y los templos de mármol se levantaban claros en el atardecer, pero nubes de crepúsculo se extendían entre montaña y ciudad. Entonces, de la cornisa de los templos volaron los murciélagos, y desplegando las alas, flotaron arriba y abajo por las vías ya oscuras; empezaron a encenderse las luces en las doradas ventanas, los hombres se envolvieron en sus capas por temor a la niebla marina gris, se levantó el son de algunas canciones, y el rostro de Hilnaric se convirtió en lugar de reposo, de misterios y ensueños.
—Más que todo —dijeron los reyes— es hermosa; pero ¿quién puede saber si es más hermosa que el Mar?
Tendido en un macizo de rododendros, en la linde de las praderas de palacio, había esperado un cazador a que el sol se pusiera. Cerca de él había un estanque profundo donde crecían los jacintos y en el que flotaban extrañas flores de anchas hojas; a él iban a beber los toros salvajes, a la luz de las estrellas, y en su acecho vio la blanca forma de la princesa apoyada en el balcón. Antes de que brillaran las estrellas. Dejó él su escondrijo y se acercó al palacio para ver más próxima a la princesa.
Cubiertas estaban las praderas de palacio. Todo estaba en calma cuando él las cruzó, empuñando su venablo. En el más escondido rincón de la terraza, los tres viejos reyes discutían acerca de la hermosura de Hilnaric y del destino de las Tierras Interiores. Caminando ligero, con paso de cazador, se acercó más, en la quietud del ocaso, sin que la princesa le viese. Así que la hubo visto de cerca, exclamó de súbito:
—Ha de ser más hermosa que el Mar.
La princesa se volvió, y en su porte y venablo conoció que era un cazador de toros salvajes. Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del joven, dijeron por lo bajo:
—Este ha de ser el hombre.
Se mostraron ante él, y dijeron, con propósito de probarle:
—Señor, habéis blasfemado del Mar.
Y el mancebo murmuro:
—Es más hermosa que el Mar.
Y dijeron los tres reyes:
—Más viejos somos y más sabios que vos, y sabemos que nade existe más hermoso que el Mar.
Y el mozo, postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó:
—Por este venablo; es más hermosa que el Mar.
Y, entre tanto, la princesa le miraba, reconociéndole por un cazador de toros salvajes.
Dijo el rey de Arizim al que acechaba en el estanque:
—Si subes a Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos cuentas qué atracción mágica tiene el Mar, perdonaremos tu blasfemia, y tendrás a la princesa por esposa, y te sentarás en el Consejo de los reyes.
Y el joven mostró su asentimiento con alegría. Y la princesa le habló y le preguntó su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se llenó de gozo al oír la voz de ella. Y prometió a los tres reyes salir para escalar la pendiente de Poltarnees y regresar, y éste fue el juramento con que le ligaron para que volviera:
—Juro por el Mar que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, a quien los hombres llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el sino de los mundos, que volveré a las Tierras Interiores después de haber contemplado el Mar.
Y prestó con solemnidad el juramento en uno de los templos del Mar; pero los tres reyes fiaron aún más en la hermosura de Hilnaric que en el poder del juramento.
Al otro día, temprano, fue Athelvok al palacio de Arizim, cruzando las campiñas del Este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se reunió con él en las terrazas. Y le preguntó si había matado algún toro salvaje, y él le dijo que tres, y luego le contó que había cazado el primero junto al estanque del bosque. Había tomado el venablo de su padre, se fue a la orilla del estanque, se tendió bajo las azaleas a esperar que saliesen, porque a su primera luz van los toros salvajes a beber de aquellas aguas. Y fue muy temprano, y tuvo mucho que esperar, y el pasar de las horas se hizo más largo de lo que era. Y todos los pájaros acudieron en la noche. Y ya había salido el murciélago, y ningún toro se acercaba al estanque. Y Athelvok estaba persuadido de que ninguno se acercaría. Y tan pronto como su mente adquirió esta certidumbre, se abrió la maleza y un enorme toro salvaje se presentó a sus ojos, a la orilla del agua, y sus largos cuernos surgían a los lados de su cabeza, encorvándose por los extremos, y medían cuatro pasos de punta a punta. Y no había visto a Athelvok, porque el enorme. toro estaba al otro extremo del reducido estanque, y Athelvok no podía ir arrastrándose hasta él por miedo de cortar el viento (pues los toros salvajes, que apenas ven en las selvas oscuras, se guardan por el oído y el olfato). Mas pronto se tramó el plan en su mente, mientras el toro erguía la cabeza a veinte pasos justos de donde estaba él, con el agua por medio.
Y el toro olfateó con cautela el viento, se puso a escuchar, y luego bajó la cabeza hasta el estanque y bebió. En aquel punto saltó Athelvok al agua y atravesó rápidamente sus profundidades, entre los tallos de las extrañas flores que flotaban con sus anchas hojas en la superficie. Y Athelvok asestaba su venablo, recto, y mantenía rígidos y cerrados los dedos de la mano izquierda, sin salir a la superficie, de modo que la fuerza del salto le llevó adelante y le hizo pasar sin que se enredara por entre los tallos de las flores. Cuando saltó Athelvok al agua, el toro hubo de levantar la cabeza, se asustó al verse salpicado y luego debió de escuchar y ventear, y como no oyera ni olfateara peligro ninguno, hubo de quedarse rígido por unos instantes, porque en esta actitud le encontró Athelvok al surgir sin aliento a sus pies. Hiriendo de pronto, Athelvok le clavó la lanza en el cuello, antes de que pudiera bajar la cabeza y los cuernos terribles. Pero Athelvok se había colgado de uno de los cuernos y se vio arrastrado a tremenda velocidad por entre los matorrales de rododendros, hasta que el toro cayó, para levantarse de nuevo y morir de pie, luchando sin cesar, ahogado en su propia sangre.
Hilnaric escuchaba el relato como si un héroe de la antigúedad surgiese de nuevo ante sus ojos en toda la gloria de su legendaria juventud.
Mucho tiempo se pasearon por las terrazas, diciéndose lo que siempre se había dicho y se dijo luego, lo que repetirán labios aún por formarse. Y sobre ellos se erguía Poltarnees, mirando al Mar.
Y llegó el día en que Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:
—¿Es cierto que volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de Poltarnees?
Athelvok repuso:
—Volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los sacerdotes cuando cantan los loores del Mar; y aunque muchos mares tributarios fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su hermosura en un estanque a mis pies, volvería jurando que tú eres más hermosa.
E Hilnaric contestóle:
—La sabiduría del corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono.
Pero él, repitiendo el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás, hasta que la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba a la roca. Marchó por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño descanso, por los hoyos que había pulimentado el roce de muchos pies. Antes de llegar a la cima cayó el sol y fueron oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Se apresuró para ver, antes de la noche, lo que había de mostrarle Poltarnees. Ya era profunda la oscuridad sobre las Tierras Interiores, y las luces de las ciudades chispeaban entre la niebla marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol, de la otra parte, aún no se había retirado del firmamento.
A sus pies se fruncía el viejo Mar, sonriendo y murmurando cantares. Y daba el pecho a unos barcos de velas deslumbrantes, y en las manos tenía los vetustos restos de naufragios tan echados de menos, y los mástiles tachonados de clavos de oro que desgajó en su cólera de los soberbios galeones. Y la gloria del sol reinaba en las olas que arrastraban a la deriva maderos de islas de especias, sacudiendo las cabezas doradas. Y las corrientes grises se arrastraban hacia el Sur, como solitarias serpientes enamoradas de algo lejano con amor inquieto, fatal. Y toda la llanura de agua resplandeciente al sol postrero, y las olas y las corrientes, y las velas blancas de los navíos, formaban, juntas, la faz de un extraño dios nuevo que mira a un hombre por primera vez a los ojos en el instante de su muerte; y Athelvok, mirando al maravilloso Mar, supo por qué no vuelven nunca los muertos: porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los vivos no entenderán nunca, aunque los muertos vuelvan a contarles lo que han visto. Y el Mar le sonreía, alegre en la gloria del sol. Y había en él un puerto para las naves que regresaban, y junto a él una soleada ciudad, y la gente andaba por sus calles ataviada con las inconcebibles mercancías de las costas más lejanas.
Una fácil pendiente de roca suelta y menuda llevaba desde la cumbre de Poltarnees hasta la orilla del Mar. Athelvok se detuvo un largo rato, lleno del pesar, dándose cuenta de que había entrado en su alma algo que no entenderían jamás los de las Tierras Interiores, porque sus pensamientos no iban más allá de los tres breves reinos. Luego, mirando los buques errantes, y las maravillosas mercancías de países remotos, y el color ignorado que ceñía la frente del Mar, volvió los ojos a las Tierras Interiores.
En aquel punto entonó el Mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que causó en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos; y había lágrimas en la voz del tiránico Mar, porque amaba las galeras hundidas, y llamaba a sí a todos los hombres y a todo lo viviente para disculparse, porque amaba los huesos que había desparramado. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente suelta, y otro después, v anduvo un poco para acercarse al Mar, y luego le sobrecogió un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal al Mar, tan digno de ser amado, porque mostró alguna cólera, porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas, porque el Mar había amado a las galeras fenecidas.
Siguió andando, y en el momento en que se desvaneció el ocaso y apareció una estrella, llegó él a la dorada costa, y siguió adelante hasta que las olas tocaron sus rodillas, y oyó las bendiciones, semejantes a las plegarias, del Mar. Mucho tiempo estuvo así, mientras iban surgían estrellas y en las olas; más estrellas salían. Parpadeaban las luces en toda la ciudad del puerto, colgaban linternas de las naves y ardía la noche de púrpura; y la Tierra, ante los ojos de los dioses, que están sentados tan lejos de ella, refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del puerto, en donde encontró a muchos que habían dejado antes que él las Tierras Interiores; ninguno deseaba volver al pueblo que no había visto el mar; muchos se habían olvidado de los tres breves reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó volver halló imposible la subida por la pendiente movediza.
Hilnaric no se casó jamás. Pero su dote se destinó a edificar un templo en que los hombres maldicen al Océano. Una vez al año, con solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del Mar; y la luna se mira en él y los aborrece.
Lord Dunsany (1878-1957)
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El análisis y resumen del relato de Lord Dunsany: Poltarnees, la que mira al mar (Poltarnees, Beholder of Ocean), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Triste final el hombre no tenia valor ni fuerza de voluntad
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