«La disección»: Georg Heym; relato y análisis.
La disección (Die Sektion) —a veces traducido como La autopsia— es un relato de terror del escritor alemán Georg Heym (1887-1912), publicado de manera póstuma en 1913.
La disección, posiblemente uno de los mejores cuentos de Georg Heym, subvierte la praxis esperada de una autopsia. Además de sangre y vísceras, nuestro cadavérico protagonista, al ser abierto por manos expertas, filtra delicados recuerdos de una vieja relación sentimental. Es decir que el verdadero procedimiento no busca determinar la causa de muerte, sino el origen de la agonía de un amor no declarado.
SPOILERS.
[«El muerto yacía solo y desnudo sobre un lienzo blanco, rodeado de deprimentes paredes blancas, en la sobriedad cruel de una amplia sala de disección que parecía estremecerse con los gritos de una tortura sin fin.»]
La disección de Georg Heym es más una viñeta tanatológica que un cuento: un grupo de médicos que abren un cadáver es la acción narrativa. Sin embargo, interrumpiendo las descripciones de humores, fluidos cadavéricos e instrumentos, hay un breve monólogo interior del cadáver; una reminiscencia dolorosamente hermosa de una aventura juvenil que lo obliga a preguntarse repetidamente: «¿Debería decir cuánto te amo?». Mientras los médicos están abriendo y explorando el interior de su cuerpo, el hombre muerto está realizando una apertura figurativa al lector, exponiendo sus verdaderas entrañas a través de una efusión de sentimiento. Esto puede sonar empalagoso, pero hay una exuberancia lúdica en la literalización de Georg Heym del cliché del amor enterrado [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]
La disección de Georg Heym es breve, hermosa y estremecedoramente frágil; sin embargo, esta aparente yuxtaposición entre los léxicos de la patología y el amor no es tan discordante como cabría esperar. En la delgada línea entre la autopsia y la memoria poética surgen imágenes maravillosas: el goteo de la sangre se superpone con un campo de amapolas al atardecer. Inversamente, el sol se desvanece en una linterna, es suplantado por velas y un eventual regreso a la morgue y la luz que se refleja en los instrumentos metálicos. El autor también yuxtapone imágenes religiosas tradicionales con la ciencia. El «altar de la muerte» se usa para trasplantar directamente la ceremonia religiosa a la fría mesa del laboratorio. Georg Heym usa persistentemente el «blanco», asociado con la pureza en un sentido espiritual y moral, en el contexto de la esterilidad de los procedimientos científicos. Nunca antes, que yo recuerde, se cantó al amor sobre un cuerpo que está siendo diseccionado.
Todo lo que La disección de Georg Heym pone sobre la mesa de esta morgue es amor, muerte y palabras desarraigadas de cualquier contexto conocido. No sabemos nada del hombre, cómo ha muerto [ni siquiera si está realmente muerto]. El lector es obligado a realizar una exégesis para llegar al corazón de la historia, al igual que los cirujanos deben usar sus bisturíes para acceder al interior del cuerpo. Es una tarea delicada. Una presunción en falso, un intento de forzar algún tipo de sentido, puede destruir una historia extremadamente frágil.
Entonces, si hay algún mensaje oculto en La disección de Georg Heym, probablemente sea el antiguo dilema científico de que no se puede observar nada sin cambiarlo; por lo tanto, el lector también está condenado a cambiar las intenciones del autor.
La disección de Georg Heym es una obra maestra, grotesca, visceral, y desgarradoramente hermosa, que nada tiene que envidiar al lirismo gótico de otros maestros del gótico alemán, como Rainer Maria Rilke [ver: El sepulturero]. Su horror brota del romance, es cierto, pero evita todos los clichés y convierte uno de los procedimientos más crudos e impersonales, la autopsia, en un soliloquio. Hay una sugerencia final de que el rostro sin vida esboza una pequeña sonrisa, pero se deja al juicio del lector si estos hermosos recuerdos han reanimado brevemente el cadáver, o si las bruscas maniobras de los médicos han generando la ilusión de una mueca rictal. En el caso de El Espejo Gótico, optamos por lo primero [ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]
El horror corporal de La disección de Georg Heym es exquisitamente detallado. El cadáver es comparado con «una flor gigantesca, una planta misteriosa de los bosques primitivos de la India que alguien había puesto tímidamente en el altar de la muerte». La orina fría de la vejiga perforada brilla «como vino amarillo». Los instrumentos son «como torcidos picos de buitres que claman por carne» y los propios médicos son descritos como «hombres amistosos»; es decir, personas, no monstruos, que continúan la fascinación científica por dividir, diseccionar y, en última instancia, destruir lo que se estudia.
Pero el hombre muerto escapa del horror de su situación, se fuga a través de un vívido sueño de su amada: «te veré de nuevo mañana. Aquí, bajo la ventana de la capilla, aquí, donde la luz de las velas cae sobre ti.» Al principio, esto parece encarnar la idea romántica de que la mente y la imaginación pueden ser un refugio contra el mundo material, pero luego viene la amarga ironía. En el momento en que el hombre tiene este sueño, los médicos le insertan intrumentos en el cráneo, partiendo el mismo órgano que produce la conciencia. Al final, la conciencia no es un refugio; depende de su soporte orgánico: el cuerpo. Un escape romántico de las realidades mecanicistas del mundo moderno es imposible. En el mejor de los casos solo se puede aspirar a un sueño temporal, una ilusión engañosa.
Otra interpretación de La disección de Georg Heym, quizás menos poética, sugiere que el cadáver es una representación de la humanidad, los médicos son una versión de los mecanismos del universo, y la disección en sí misma es la vida. Todos somos cuerpos hechos de materia teniendo sueños fugaces mientras la naturaleza, la vida misma, nos destroza poco a poco. Lovecraft diría que la humanidad es insignificante y el universo es brutal e indiferente; pero la vida misma se presenta como una ironía. El hombre tiene sueños placenteros mientras los doctores están metidos hasta el codo en su cuerpo, derramando sus entrañas por todas partes.
Es notable cuán fecunda es esta premisa: una persona que está encerrada en su conciencia mientras el mundo exterior, sin saberlo, perpetra horrores sobre el cuerpo. Ambrose Bierce ensayó algo parecido en Un incidente en el puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge); y Jorge Luis Borges en El milagro secreto.
Creo que la traducción al español del título original en alemán, Die Sektion, como «Disección» en lugar de «Autopsia» es oportuna, porque mantiene la ambigüedad sobre si la persona en la mesa debe ser considerada como viva o muerta:
[«Comenzaron su repugnante obra. Parecían horribles torturadores, la sangre fluía por sus manos mientras cavaban cada vez más profundamente en el cadáver gélido y sacaban sus entrañas, como cocineros blancos destripando un ganso. Alrededor de sus brazos se enroscaban los intestinos, serpientes de color amarillo verdoso, y las heces goteaban sobre sus abrigos, un líquido cálido y pútrido. Perforaron la vejiga, la orina fría en ella brillaba como vino amarillo. La vertieron en cuencos grandes y olía a amoníaco acre. Pero el muerto dormía. Pacientemente dejó que tiraran de él, de su cabello. Dormía.»]
¿Cómo hizo Georg Heym para que algo tan banal (tan banal como puede ser una morgue) parezca tan siniestro y hermoso a la vez? La muerte no solo es aterradora, también es un estado misterioso; tanto es así que la observación clínica sobre un cadáver, en una inspección más cercana, se convierte aquí en un lienzo mucho más amplio. Por supuesto, el tema de La disección es [aparentemente] la muerte, pero hay una extraña conciencia presente a lo largo de la narración. ¿El hombre está muerto? Y si lo está, ¿qué nos dice la historia sobre la naturaleza de la muerte?
La disección.
Die Sektion, Georg Heym (1887-1912)
El muerto yacía solo y desnudo sobre un lienzo blanco, rodeado de deprimentes paredes blancas, en la sobriedad cruel de una amplia sala de disección que parecía estremecerse con los gritos de una tortura sin fin.
La luz del mediodía lo bañaba y despertaba los puntos muertos de su frente; evocó un verde brillante de su vientre desnudo, hinchando su cuerpo como si fuera un saco de agua.
Su cuerpo parecía la copa iridiscente de una flor gigantesca, una planta misteriosa de los bosques primitivos de la India que alguien había depositado tímidamente en el altar de la muerte.
Rojos y azules espléndidos brotaban de sus extremidades, y en el calor la gran herida debajo de su ombligo se abrió lentamente como un surco rojo, liberando un hedor asqueroso.
Entraron los médicos. Hombres amables con batas blancas deshilachadas y quevedos con montura dorada. Se acercaron al muerto y lo observaron con interés, como en una reunión científica.
De sus armarios blancos sacaron instrumentos de disección, cajas blancas llenas de martillos, sierras con dientes afilados, limas, horribles juegos de pinzas, cuchillos con grandes dientes de sierra, tan torcidos como picos de buitres que claman por carne.
Comenzaron su repugnante obra. Parecían horribles torturadores, la sangre fluía por sus manos mientras cavaban cada vez más profundamente en el cadáver gélido y sacaban sus entrañas, como cocineros blancos destripando un ganso. Alrededor de sus brazos se enroscaban los intestinos, serpientes de color amarillo verdoso, y las heces goteaban sobre sus abrigos, un líquido cálido y pútrido. Perforaron la vejiga, la orina fría en ella brillaba como vino amarillo. La vertieron en cuencos grandes y olía a amoníaco acre. Pero el muerto dormía. Él pacientemente dejó que tiraran de él, de su cabello. Dormía.
Y mientras el golpeteo de los martillos resonaba en su cráneo, un sueño, un remanente de amor despertaba en él, como una antorcha que alumbra en su noche personal.
Fuera de la ventana alta se extendía un cielo ancho, lleno de pequeñas nubes blancas que nadaban como diminutos dioses blancos a la luz de esa tarde silenciosa. Y las golondrinas surcaban el cielo azul, las plumas temblando bajo el cálido sol de julio.
La sangre negra del muerto corría por la putrefacción azul de su frente. En el calor, se evaporó en una nube terrible, y la descomposición de la muerte se deslizó sobre él con sus garras moteadas. Su piel comenzó a descascararse; su vientre se puso blanco como el de una anguila bajo los dedos voraces de los médicos, que hundían los brazos hasta los codos en la carne mojada.
La descomposición desgarró la boca del muerto. Pareció sonreír. Soñó con estrellas beatíficas, con una fragante tarde de verano. Sus labios podridos temblaron como bajo un breve beso.
—Cómo te amo. Te he amado tanto ¿Debo decir cuánto? Mientras paseabas por los campos de amapolas, tú misma como una flor de llamas, tragaste toda la noche. Y el vestido que ondeaba alrededor de tus tobillos era una ola de fuego en el sol poniente. Pero inclinaste la cabeza a la luz, el cabello aun ardiendo, inflamado por mis besos.
»Así que bajaste allí, dándote la vuelta para mirarme mientras te alejabas. Y la lámpara se balanceaba en tu mano como el resplandor de una rosa que perdura en el crepúsculo mucho después de que te hubieses ido.
»Te veré de nuevo mañana. Aquí, bajo la ventana de la capilla, aquí, donde la luz de las velas te envuelve, haciendo de tus cabellos un bosque dorado. Y los narcisos anidan en tus tobillos, tiernos, como tiernos besos.
»Te veré de nuevo cada noche a la hora del crepúsculo. Nunca nos separaremos. ¡Cómo te amo! ¿Debería decirte cuánto?
Y el muerto se estremeció de felicidad en su blanca mesa mortuoria, mientras los cinceles de hierro en manos de los doctores le abrían los huesos de la sien.
Relatos góticos. I Relatos de terror.
Más literatura gótica:
La disección de Georg Heym es una obra maestra, grotesca, visceral, y desgarradoramente hermosa, que nada tiene que envidiar al lirismo gótico de otros maestros del gótico alemán, como Rainer Maria Rilke [ver: El sepulturero]. Su horror brota del romance, es cierto, pero evita todos los clichés y convierte uno de los procedimientos más crudos e impersonales, la autopsia, en un soliloquio. Hay una sugerencia final de que el rostro sin vida esboza una pequeña sonrisa, pero se deja al juicio del lector si estos hermosos recuerdos han reanimado brevemente el cadáver, o si las bruscas maniobras de los médicos han generando la ilusión de una mueca rictal. En el caso de El Espejo Gótico, optamos por lo primero [ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]
El horror corporal de La disección de Georg Heym es exquisitamente detallado. El cadáver es comparado con «una flor gigantesca, una planta misteriosa de los bosques primitivos de la India que alguien había puesto tímidamente en el altar de la muerte». La orina fría de la vejiga perforada brilla «como vino amarillo». Los instrumentos son «como torcidos picos de buitres que claman por carne» y los propios médicos son descritos como «hombres amistosos»; es decir, personas, no monstruos, que continúan la fascinación científica por dividir, diseccionar y, en última instancia, destruir lo que se estudia.
Pero el hombre muerto escapa del horror de su situación, se fuga a través de un vívido sueño de su amada: «te veré de nuevo mañana. Aquí, bajo la ventana de la capilla, aquí, donde la luz de las velas cae sobre ti.» Al principio, esto parece encarnar la idea romántica de que la mente y la imaginación pueden ser un refugio contra el mundo material, pero luego viene la amarga ironía. En el momento en que el hombre tiene este sueño, los médicos le insertan intrumentos en el cráneo, partiendo el mismo órgano que produce la conciencia. Al final, la conciencia no es un refugio; depende de su soporte orgánico: el cuerpo. Un escape romántico de las realidades mecanicistas del mundo moderno es imposible. En el mejor de los casos solo se puede aspirar a un sueño temporal, una ilusión engañosa.
Otra interpretación de La disección de Georg Heym, quizás menos poética, sugiere que el cadáver es una representación de la humanidad, los médicos son una versión de los mecanismos del universo, y la disección en sí misma es la vida. Todos somos cuerpos hechos de materia teniendo sueños fugaces mientras la naturaleza, la vida misma, nos destroza poco a poco. Lovecraft diría que la humanidad es insignificante y el universo es brutal e indiferente; pero la vida misma se presenta como una ironía. El hombre tiene sueños placenteros mientras los doctores están metidos hasta el codo en su cuerpo, derramando sus entrañas por todas partes.
Es notable cuán fecunda es esta premisa: una persona que está encerrada en su conciencia mientras el mundo exterior, sin saberlo, perpetra horrores sobre el cuerpo. Ambrose Bierce ensayó algo parecido en Un incidente en el puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge); y Jorge Luis Borges en El milagro secreto.
Creo que la traducción al español del título original en alemán, Die Sektion, como «Disección» en lugar de «Autopsia» es oportuna, porque mantiene la ambigüedad sobre si la persona en la mesa debe ser considerada como viva o muerta:
[«Comenzaron su repugnante obra. Parecían horribles torturadores, la sangre fluía por sus manos mientras cavaban cada vez más profundamente en el cadáver gélido y sacaban sus entrañas, como cocineros blancos destripando un ganso. Alrededor de sus brazos se enroscaban los intestinos, serpientes de color amarillo verdoso, y las heces goteaban sobre sus abrigos, un líquido cálido y pútrido. Perforaron la vejiga, la orina fría en ella brillaba como vino amarillo. La vertieron en cuencos grandes y olía a amoníaco acre. Pero el muerto dormía. Pacientemente dejó que tiraran de él, de su cabello. Dormía.»]
¿Cómo hizo Georg Heym para que algo tan banal (tan banal como puede ser una morgue) parezca tan siniestro y hermoso a la vez? La muerte no solo es aterradora, también es un estado misterioso; tanto es así que la observación clínica sobre un cadáver, en una inspección más cercana, se convierte aquí en un lienzo mucho más amplio. Por supuesto, el tema de La disección es [aparentemente] la muerte, pero hay una extraña conciencia presente a lo largo de la narración. ¿El hombre está muerto? Y si lo está, ¿qué nos dice la historia sobre la naturaleza de la muerte?
La disección.
Die Sektion, Georg Heym (1887-1912)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
El muerto yacía solo y desnudo sobre un lienzo blanco, rodeado de deprimentes paredes blancas, en la sobriedad cruel de una amplia sala de disección que parecía estremecerse con los gritos de una tortura sin fin.
La luz del mediodía lo bañaba y despertaba los puntos muertos de su frente; evocó un verde brillante de su vientre desnudo, hinchando su cuerpo como si fuera un saco de agua.
Su cuerpo parecía la copa iridiscente de una flor gigantesca, una planta misteriosa de los bosques primitivos de la India que alguien había depositado tímidamente en el altar de la muerte.
Rojos y azules espléndidos brotaban de sus extremidades, y en el calor la gran herida debajo de su ombligo se abrió lentamente como un surco rojo, liberando un hedor asqueroso.
Entraron los médicos. Hombres amables con batas blancas deshilachadas y quevedos con montura dorada. Se acercaron al muerto y lo observaron con interés, como en una reunión científica.
De sus armarios blancos sacaron instrumentos de disección, cajas blancas llenas de martillos, sierras con dientes afilados, limas, horribles juegos de pinzas, cuchillos con grandes dientes de sierra, tan torcidos como picos de buitres que claman por carne.
Comenzaron su repugnante obra. Parecían horribles torturadores, la sangre fluía por sus manos mientras cavaban cada vez más profundamente en el cadáver gélido y sacaban sus entrañas, como cocineros blancos destripando un ganso. Alrededor de sus brazos se enroscaban los intestinos, serpientes de color amarillo verdoso, y las heces goteaban sobre sus abrigos, un líquido cálido y pútrido. Perforaron la vejiga, la orina fría en ella brillaba como vino amarillo. La vertieron en cuencos grandes y olía a amoníaco acre. Pero el muerto dormía. Él pacientemente dejó que tiraran de él, de su cabello. Dormía.
Y mientras el golpeteo de los martillos resonaba en su cráneo, un sueño, un remanente de amor despertaba en él, como una antorcha que alumbra en su noche personal.
Fuera de la ventana alta se extendía un cielo ancho, lleno de pequeñas nubes blancas que nadaban como diminutos dioses blancos a la luz de esa tarde silenciosa. Y las golondrinas surcaban el cielo azul, las plumas temblando bajo el cálido sol de julio.
La sangre negra del muerto corría por la putrefacción azul de su frente. En el calor, se evaporó en una nube terrible, y la descomposición de la muerte se deslizó sobre él con sus garras moteadas. Su piel comenzó a descascararse; su vientre se puso blanco como el de una anguila bajo los dedos voraces de los médicos, que hundían los brazos hasta los codos en la carne mojada.
La descomposición desgarró la boca del muerto. Pareció sonreír. Soñó con estrellas beatíficas, con una fragante tarde de verano. Sus labios podridos temblaron como bajo un breve beso.
—Cómo te amo. Te he amado tanto ¿Debo decir cuánto? Mientras paseabas por los campos de amapolas, tú misma como una flor de llamas, tragaste toda la noche. Y el vestido que ondeaba alrededor de tus tobillos era una ola de fuego en el sol poniente. Pero inclinaste la cabeza a la luz, el cabello aun ardiendo, inflamado por mis besos.
»Así que bajaste allí, dándote la vuelta para mirarme mientras te alejabas. Y la lámpara se balanceaba en tu mano como el resplandor de una rosa que perdura en el crepúsculo mucho después de que te hubieses ido.
»Te veré de nuevo mañana. Aquí, bajo la ventana de la capilla, aquí, donde la luz de las velas te envuelve, haciendo de tus cabellos un bosque dorado. Y los narcisos anidan en tus tobillos, tiernos, como tiernos besos.
»Te veré de nuevo cada noche a la hora del crepúsculo. Nunca nos separaremos. ¡Cómo te amo! ¿Debería decirte cuánto?
Y el muerto se estremeció de felicidad en su blanca mesa mortuoria, mientras los cinceles de hierro en manos de los doctores le abrían los huesos de la sien.
Georg Heym (1887-1912)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
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2 comentarios:
Fascinante combinación de lo poético y lo mortuorio.
La Amortajada de María Luisa Bombal, si no recuerdo mal, también es la historia de un cadáver que reflexiona sobre el amor.
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