«El parásito»: Hortense Calisher; relato y análisis


«El parásito»: Hortense Calisher; relato y análisis.




El parásito (Heartburn) es un relato de terror de la escritora norteamericana Hortense Calisher (1911-2009), publicado originalmente en la edición de enero de 1951 de la revista The American Mercury, y luego reeditado por Ray Bradbury en la antología de 1952: Historias atemporales para hoy y mañana (Timeless Stories for Today and Tomorrow). En El Espejo Gótico hemos elegido utilizar como título la traducción francesa: Le parasite. El título original en inglés: Heartburn, significa literalmente «ardor estomacal».

El parásito, sin dudas uno de los mejores cuentos de Hortense Calisher, relata la historia de un paciente desesperado que visita a un psiquiatra para resolver un malestar que ningún médico clínico a logrado aliviar. El paciente asegura que su organismo ha sido invadido por una criatura extraña, un parásito, adquirido oralmente en condiciones sumamente extrañas (ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción)

SPOILERS.


Tengo una especie de animalito alojado en el pecho.


Así empieza El parásito de Hortense Colisher, y desde entonces somos testigos de un relato extraordinario. Este paciente, que ha visitado a un sinnúmero de médicos clínicos y psiquiatras, está convencido de que una pequeña criatura —tal vez un batracio, estima— está alojada en su organismo, y que de hecho viaja a través de su cuerpo manifestando una serie de síntomas muy particulares.

El inicio de esta transferencia parasitaria se produce entre los chicos de una escuela secundaria. Uno de ellos, John Hallowell, asegura tener la habilidad de tragar pequeños animales y regurgitarlos con vida. Y no solo eso, al parecer también es capaz de infectar a otros con un misterioso macroparásito que se aloja en el pecho de sus anfitriones. Para liberarse de la criatura es necesario encontrar a alguien lo suficientemente escéptico como para desestimar esa singular maldición. En otras palabras, el parásito se transmite a través de la incredulidad.

Según Hallowell, decíamos, la única forma de liberarse del parásito es transfiriéndoselo a alguien más. En este contexto, el psiquiatra, presionado por el paciente, finalmente grita que no le cree una palabra de su historia. De este modo, la afección pasa al médico y el paciente sale feliz y curado del consultorio. Pero, ¿qué ha ocurrido realmente? ¿Acaso existe el parásito? Y, si existe, ¿qué representa esta criatura transmitida oralmente entre varones, y que luego se siente como una especie de palpitación en el pecho, como un ardor estomacal? (ver: La biología de los Monstruos)

Hortense Calisher demuestra tener un amplio conocimiento sobre psicología. Si bien El parásito claramente es un relato sobre el poder de la sugestión, debajo de la superficie posee algunos elementos freudianos muy interesantes (ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror) Hasta donde sabemos, el parásito solo se contagia entre varones —luego de un forcejeo—, y sus síntomas reflejan de un modo paródico y grotesco los malestares del embarazo. Nuestras amigas de El Espejo Gótico que hayan atravesado un embarazo probablemente podrán certificar que uno de sus malestares físicos más comunes es justamente la acidez estomacal.

Es significativo que una mujer como Hortense Calisher, a principios de los años '50 del siglo pasado, haya escrito sobre la transmisión oral de un parásito, únicamente entre hombres, y cuyos síntomas son una parodia del embarazo. ¿Pero qué significa aquello de que solo los que no creen se infectan? ¿Por qué la condición indispensable para convertirse en anfitrión de esta entidad parasitaria es justamente no creer en ella? ¿Qué estaba tratando de decirnos Hortense Calisher?

La curación por transferencia ocupa un lugar importante en el folklore, y Hortense Calisher parece ir en este sentido. Por un lado, reinterpreta la idea de que una enfermedad puede curarse transfiriéndola a otra persona, en este caso, a alguien que no cree en ella. ¿Acaso esta enfermedad parasitaria representa a la homosexualidad? ¿Acaso los que no creen son heterosexuales que, al ser infectados se convierten a su vez en creyentes? Es solo una interpretación, no la única, y que además no explica por qué los que transmiten el parásito se liberan para siempre de él. Hortense Calisher es muy clara al respecto: no hay dos personas afectadas al mismo tiempo (ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror)

Aunque el tema de los parásitos se ha convertido en un dispositivo frecuente en el ámbito de lo fantástico —siendo el Xenomorfo su máxima expresión en términos de contagio oral y remedo del embarazo, con un brutal parto pectoral, además—, El parásito de Hortense Calisher no tiene demasiados precedentes en su época. Dos de los pocos cuentos que se aproximan a su extrañeza son La marmota (The Marmot), de Allison V. Harding; y Los titiriteros (The Puppet Masters), de Robert A. Heinlein.




El parásito.
Heartburn, Hortense Calisher (1911-2009)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La mañana de primavera brillaba en el reluciente y despejado escritorio del médico y sobre el alto hombre que se acercaba agitadamente hacia él.

—Tengo una especie de animalito alojado en el pecho —dijo.

Tosió y se recostó en una silla.

—¿Un animal? —dijo el médico.

Su voz era practicada, hábil, teñida sólo con la cuidadosa suspensión del juicio.

—Probablemente un sapo —respondió el hombre, hablando con un disgusto recortado, como si quisiera disociarse de la idea en la medida de lo posible.

—Por supuesto, no me cree.

El doctor lo miró. Un viejo estribillo del póquer saltó erráticamente en su mente. Liendres, no, tritones, mosquitos y tuertos, pensó.

Pero la anécdota ya estaba tomando forma, esbelta y perfecta, para exhibirla en la mesa del almuerzo de la clínica.

—Continúe —dijo.

—¿Por qué ninguno de ustedes viene directamente y dice lo que piensa? —dijo el hombre enojado.

Luego se sonrojó, no frenéticamente, observó el médico, sino con la vergüenza bien educada de los normalmente reservados.

—Lo siento. No quise ser grosero.

—¿Ya se ha hecho algún examen? —el médico era neurólogo y la mayoría de sus pacientes eran derivaciones.

—Mi médico de cabecera vive en Boston.

—¿Se comunicó con él para… ?

El médico buscó con cautela una palabra, como si hubiera visto a otros en el mismo dilema.

—Primero pasé por la rutina. Fluoroscopio, metabolismo, electrocardiógrafo. Incluso gastroscopia.

Habló, observó el médico, con la lamentable charlatanería del paciente.

—¿Hallazgos? —dijo el doctor, ya seguro de la respuesta.

El hombre se inclinó hacia adelante, manteniendo la mirada del médico con la suya. Una leve sonrisa se dibujó en su boca.

—Positivo.

—¡Positivo!

—Bueno —dijo el hombre—, las máquinas tienen que ser interpretadas después de todo, ¿no es así?

Intentó encogerse de hombros, pero la rápida mirada del médico vio que el movimiento enmascaraba una ligera contorsión dentro de su traje de tweed, como si el hombre se retorciera de sí mismo pero lo ocultara rápidamente, como uno enmascara un hipo con una tos.

—Un curioso aleteo en el electrocardiógrafo, una extraña variación en el metabolismo, una sombra extraña bajo el fluoroscopio.

Volvió a toser y se tapó la boca con delicadeza, pero esta vez el médico lo vio claramente: el leve movimiento de encogimiento.

—Ya ve —agregó el hombre, sus ojos impotentes y de disculpa por encima de la cortés mano que lo cubría—. Está vivo. Viaja.

—Sí. Sí, por supuesto —dijo el médico, ahora con dulzura.

En su mente pendía la palabra, ovoide y perfecta como una gota de agua a punto de caer: obsesión. Un hermoso caso. Volvió a pensar en la mesa del almuerzo.

—¿Qué le recomendó su médico? —dijo.

—Un lugar con más recursos, como la Clínica Mayo. Fue entonces cuando le dije que sabía lo que era, y cómo lo adquirí —el visitante hizo una pausa—. Entonces, por supuesto, se vio obligado a fingir que me creía.

—¿Forzado? —dijo el doctor.

—Bueno, en realidad supongo que sí me creyó. La gente tiende a creer cualquier cosa en estos días. Toda esta información de los medios de comunicación les da el hábito. Se necesita un individuo fuerte para no creer en la evidencia.

El médico estaba confundido y molesto.

—¿Entonces? —dio perentoriamente, listo para levantarse de su escritorio en señal de despedida.

Otra vez vino la mueca corporal fugaz y la tos rápida.

—Él... eh... me dio una receta.

El médico enarcó las cejas, en un gesto que se apresuró a retractar por poco profesional.

—Para la acidez estomacal, creo que era —agregó el visitante con recato.

Echándose hacia atrás en su silla, el médico dio unos golpecitos con un lápiz en el borde del escritorio.

—¿Le sugirió que buscaras ayuda… en otro nivel?

—Muchos lo han sugerido —dijo el hombre.

—¡Pero no soy psiquiatra! —dijo el doctor irritado.

—Oh, lo sé. Verá, vine a usted porque tuve la suerte de escuchar una de sus conferencias en la Academia. La de Excesivo énfasis en las causas no somáticas del trastorno nervioso. Se necesita un hombre fuerte para ir a contracorriente de esa manera. Un incrédulo. Y eso es lo que más necesito.

El visitante se estremeció, esta vez dejando que el escalofrío pasara sin control.

—Verá —agregó, empujando las manos entrelazadas hacia adelante sobre el escritorio y mirando con pesar al médico, como si quisiera protegerlo contra su siguiente comentario— soy psiquiatra.

El médico se quedó quieto en su silla.

—Ah, no puedo evitar saber lo que estás pensando —dijo el hombre—. Yo pensaría lo mismo. Una versión simplificada del engaño napoleónico.

Metió la mano en el bolsillo del pecho, sacó una billetera y colocó los papeles en el escritorio.

—No importa. ¡Le creo! —dijo el médico apresuradamente.

—¿Ya? —dijo el hombre con tristeza.

Enrojecido, el médico miró apresuradamente la colección de cartas, tarjetas de membresía en sociedades profesionales, licencias, etc., muy parecido al tipo de cosas que él mismo habría tenido que acumular si hubiera tenido la misma necesidad de demostrar su identidad. La cordura, por supuesto, era otro asunto. Todos los documentos fueron entregados a un Dr. Washburn Retz en una dirección de Boston. Posiblemente robado, pero algo en los modales del hombre, de hecho todo en él, excepto su desafortunada alucinación, hizo que el médico pensara lo contrario.

Pobre tipo, pensó. Fatiga ocupacional, quizás. ¡Pero qué forma! La variante de Boston, posiblemente.

—Supongamos que debería comenzar a contarme su historia desde el principio —dijo el médico con benevolencia.

—Si puede dedicarme algo de su tiempo...

—No tengo más citas hasta el almuerzo.

Y qué almuerzo será, pensó el médico, ya apreciando la escena: Travis (ese pletórico Néstor), el director de la clínica, y el joven Gruenberg (cuyos casos siempre eran únicos). Sus peludas fosas nasales se dilataron al imaginarlos.

Manteniendo sus manos presionadas formalmente contra su pecho, casi en la actitud de una de las figuras conciliadoras menores de una piedad, el visitante prosiguió.

—Realizo la práctica privada habitual —dijo—, y afiliaciones clínicas. Como favor a un viejo amigo, director de una escuela de niños cercana, he actuado allí como asesor de orientación durante algunos años. La escuela atiende a niños con una inteligencia superior a la media. Nunca ha surgido nada excepto los problemas corrientes de los adolescentes, teñidos tal vez por el tipo de padres que tienden a enviar a sus hijos a una escuela como esa, personas que son... bueno, se podría decir, casi tediosamente conscientes de sus compromisos como padres.

El doctor gruñó.

Él mismo era ese tipo de padre.

—Poco después de que comenzara el segundo trimestre, el director me pidió que fuera a su despacho. Estaba preocupado por una fuerte caída de la moral que parecía extenderse por toda la escuela: falta de atención general en las clases, apuntes emocionados, disturbios nocturnos en los dormitorios. Había pensado al principio en la existencia de algo más elegante que la forma habitual de novatadas, o en una de esas sociedades secretas, a veces ridículas, a veces con tintes corruptos, con las que todas las escuelas están familiarizadas.

»Excepto por una cosa: uno tras otro, una larga lista de chicos habían sido enviados a la enfermería por los distintos profesores que presidían en el comedor. Cada uno de los muchachos había mostrado una marcada debilidad, algo que el médico residente llamó: todos los estigmas del puro susto y una total falta de voluntad para confiar. Cada uno de los chicos suplicó tercamente por evitar el castigo.

»Lo interesante fue que cada niño se recuperó en poco tiempo, y solo después de que otro niño se enfermara. No hubo dos afectados al mismo tiempo.

—¿Revisaron la comida? —preguntó el doctor.

—Sí, De hecho, revisamos todo. Según mi amigo, los problemas parecían haber comenzado con la llegada de un niño, John Hallowell, de unos quince años, que había llegado a la escuela más tarde en el trimestre con la típica historia de haber escapado de otras cuatro escuelas. Los registros en estas lo clasificaron como muy brillante, pero hicieron referencias indirectas a dificultades de personalidad que no estaban definidas. La escuela de mi amigo, normalmente bastante independiente, lo aceptó por insistencia del viejo Simon Hallowell , el tío del niño, que es fideicomisario. Su hermano, el padre del niño, es un conocido libertino cuyas hazañas han alimentado los tabloides durante años.

»La madre vive principalmente en Francia y América del Sur. Una de esas perennes dríades, al parecer, con una juventud mantenida por el dinero y una inmersión anual en las fuentes de la cirugía plástica americana. La única vez que ve al chico… Bueno, puede imaginarlo. Lo que los artículos destacados llaman un hogar roto.

El doctor se removió en su silla y encendió un cigarrillo.

—No lo entretendré mucho más —dijo el visitante—. Vi al chico.

Un violento ataque de tos lo interrumpió. Esta vez, su curioso movimiento de contorsión pasó francamente sin disimular.

Se levantó de su silla y se paró junto a la ventana, agarrándose al alféizar y respirando con dificultad hasta que recuperó el control, y continuó, tirando inconscientemente de su cuello con una mano.

—O, al menos, creo que lo vi. De camino a visitarlo en su habitación me encontré con un chico alto y pelirrojo con un suéter de fútbol. Corría por el pasillo con una cazadora y un poncho colgado del hombro. Pregunté por la habitación de Hallowell; señaló con el pulgar por encima del hombro la puerta que estaba detrás de él y siguió adelante. Nunca se me ocurrió... Esperaba algún pandillero adenoideo con acné... o uno de estos pequeños siniestros con caras de ángel, llenas de sensibilidad neurótica.

»La habitación estaba vacía. Excepto por su meticulosa pulcritud, no había nada inusual en ella. La escuela, de acuerdo con la tendencia actual, funciona como una granja, con los niños haciendo las tareas del hogar, y se los anima a tener mascotas. Había un tanque con un par de tortugas cerca de la ventana, al lado, otra llena de sapos, y en una esquina una gran jaula de ratones blancos bien cuidados y enérgicos. Encontré series de lepidópteros cuidadosamente montadas e himenópteros, que mostraban las etapas metamórficas colgadas en las paredes, y en un tablero de dibujo había un estudio delicadamente ejecutado de Branchippus, el camarón de hadas.

»Mientras caminaba por la habitación, tratando de parecer como si no estuviera entrometiendo, un pequeño desgraciado verdoso, manteniéndose unido como si tuviera un chal imaginario envuelto alrededor de él, se escabulló en la habitación medio oscura. Lo llamé: ¿Hallowell?

»Cuando me vio, empezó a agacharse, pero lo detuve y descubrí que también había tenido una cita con Hallowell. Cuando quedó claro, por su descripción, que Hallowell debía de ser el pelirrojo que había visto marcharse, el pobre pilluelo rompió a llorar.

»¡Ahora nunca me libraré de él! gimió. A partir de ese momento, no fue difícil entender toda la sensiblería. Parece que poco después de la llegada de Hallowell a la escuela, adquirió una reputación de habilidad inusual con los animales y de una tradición que impresionaría a los ingenuos. Hizo circular el rumor de que podía tragar animales pequeños y regurgitarlos a voluntad. En realidad, nadie lo vio tragar nada, pero parece que en un parloteo con otro chico que había mostrado cinismo sobre todo el asunto, se afirmó que Hallowell, bueno, se había despojado de algo y se lo había pasado al otro; con la declaración de que este último solo podría deshacerse de su cargamento cuando a su vez encontrara un niño que no le creyera.

El visitante hizo una pausa, ahora más tranquilo, y saliendo por la ventana, volvió a sentarse en la silla frente al médico, mirándolo con tal fijeza que el médico se movió, inquieto, con la aprensión de quien está a punto de pedir un préstamo.

—Mi mente se centró en el tipo de cosas elementales que todos hemos hecho a veces. Ya sabes, un círculo de niños en la oscuridad, un trozo de coliflor cocida pasó de mano en mano con la declaración de que el material es el cerebro fresco de algún neófito que no se había tomado en serio su iniciación. Mi joven informante se llamaba Moulton, juró sin embargo que esta histeria (porque, por supuesto, eso es lo que yo pensaba) se transmitía individualmente, de niño a niño, sin tales sesiones. Había estado en casa para visitar a su familia, que son misioneros, y había sido infectado por su compañero de cuarto a su regreso a la escuela, sin saber que para ese momento todos en la escuela se habían convertido en creyentes en masa. Su propio terror llegó, no solo por su convicción de que estaba poseído, sino por su incapacidad para encontrar a alguien que aceptara su desafío. Y así finalmente había venido a Hallowell...

»Para entonces la habitación se estaba oscureciendo y encendí la luz para ver mejor a Moulton. Excepto por un escalofrío ocasional, como un tic corporal, que tomé como las secuelas de un llanto intenso, parecía un niño bastante sano que se había vuelto loco de miedo. Recuerdo que ya se estaba formando en mi mente una pequeña monografía pulcra, un estudio grupal sobre psicosis de masas, tal vez, con referencias antropológicas efectivas a ciertas tribus salvajes cuyas danzas incluyen un rito conocido como comer el mal.

»El niño me estaba mirando.

»—¿Me cree? —dijo de repente—. ¿Señor? —añadió con una ingenua astucia que me hizo cosquillas.

»—Por supuesto —dije, dándole una palmada en el hombro distraídamente—. En cierto sentido.

»Su hombro se hundió bajo mi mano. Sentí su temblor, la miseria palpitando entre mis dedos.

»—Pensé que... tal vez para un hombre ... no sería...

»Su voz se apagó.

»—¿Ser lo mismo?... No lo sé —dije lentamente, porque, por supuesto, estaba respondiendo, no a su pregunta real, sino a un significado que se me escapaba.

»Levantó la cabeza y me rogó en silencio. ¿Fue astucia, o sencillez, lo que había en su mirada? No sé. He repasado lo que hice entonces, una y otra vez, usando todo mi propio conocimiento de la mecánica de la decisión, y sé que no fue solo simpatía, o una inversión pragmática de la terapia, sino algo íntimamente importante para mí, eso me hizo gritar con todas mis fuerzas:

»—¡Claro que no te creo!

»Moulton, con la cara contorsionada, cayó sobre mí tan repentinamente que tropecé hacia atrás, haciendo que el tanque de sapos se estrellara contra el suelo. Sosteniéndolo con mis brazos, me colgué de él mientras jadeaba, boca abajo. Al mismo tiempo sentí una sensación de cosquilleo y deslizamiento en mi propio oído, y un deseo desmesurado de seguirlo con mi dedo, pero mis dos manos estaban ocupadas.

»No pasó un minuto hasta que lo subí al sofá, donde se dejó caer, un poco pálido alrededor de la boca, pero con esa mirada castigada y purificada de los aliviados físicamente, aunque en realidad no se había mareado.

»Todavía mirándolo, me agaché para limpiar los escombros, pero él saltó del sofá con una resistencia asombrosa.

»—Déjeme ayudarlo —dijo.

»—¿Te sientes mejor?

»Él asintió con la cabeza, claramente avergonzado. Juntamos los restos del tanque en una especie de vergüenza mutua. No recuerdo que ninguno de los dos dijera una palabra, y ninguno de los dos hizo más que un intento a medias de buscar las plagas dispersas que aparentemente habían buscado los recovecos de la habitación. En la puerta nos separamos, murmurando unas buenas noches tan formales como fue posible entre un hombre adulto y un niño pequeño. No fue hasta que llegué a mi habitación y me senté que me di cuenta de que, no sólo de mi propio comportamiento extraordinario, sino de que Moulton, de pie, como recordé de repente, por primera vez completamente erguido, me había dirigido una mirada de lástima.

»Por costumbre, busqué el lápiz en el bolsillo del pecho para tomar notas lo más frescas posible. Y luego lo sentí... un movimiento deslizándose, deslizándose, casi debajo de mi mano. Abrí mi chaqueta y me sacudí, pensando que había recogido algo en la otra habitación... pero nada. Me senté muy quieto, agarrando el lápiz, y después de un intervalo volvió a sonar: un avance incipiente, un gorjeo de movimiento casi indiferente, como de algo que avanzaba lentamente, pero esta vez en mi otro costado. Frenético, me quité la ropa, me inspeccioné salvajemente y me enumeré un abracadabra tranquilizador de explicación: latidos del corazón acelerados, presión intercostal de gas, etc. Me senté allí, desnudo, y, después de un momento, volvió, ese movimiento acuático errante, como si algo se hubiera volteado para hacerme saber que estaba ahí, y luego se hubiera asentado, esta vez debajo del esternón, como un feto inconcebible. Salté y me sacudí de nuevo, y mientras lo hacía, me vi en el espejo de la puerta del armario. Mi cara, mi propia cara, estaba entreabierta de miedo, y yo estaba parado allí, encorvado, como si llevara un chal imaginario.

En el silencio después de que la voz de su visitante se detuvo, el médico se sentó allí con la dolorosa vergüenza del oyente que ha jugado como confesor, y cuyo comentario esperado es una responsabilidad que desearía haber evadido.

La brisa que entraba por la ventana abierta agitaba los papeles del escritorio. Echando un vistazo a la fachada limpia y regular del ala del hospital de enfrente, en cuyas ventanas uniformemente sombreadas las formas blancas de enfermeros y enfermeras parpadeaban en una rutina consoladora, el médico deseó con petulancia haber rechazado al hombre al principio. Sorprendido por su propia vehemencia interior, se recompuso.

—¿Hace cuánto tiempo sucedió todo esto? —dijo al fin.

—Cuatro meses.

—¿Y desde entonces…?

—Nunca se detiene —el visitante parecía ahora rebosante de excitación, como un colega que discute un caso enigmático—. Todo ha sido probado. Los sedantes consiguen dormirlo un poco, pero eso es todo. He probado purgantes. Incluso eméticos.

Se rió levemente, casi con orgullo.

—Nada de eso funciona —continuó, moviendo la cabeza con el cariño de un paciente por algún síntoma que ha confundido al mejor médico—. Eso demasiado cauteloso.

Con el uso de la palabra eso, el médico fue impulsado de nuevo a ese sentido bien proporcionado de la realidad que, sin duda, se había torcido durante el discurso del hombre.

Admitir la categoría de eso, sumergir incluso un dedo ligeramente cooperativo en la fantasía del otro era arriesgar el propio equilibrio. Es mejor no involucrarse en una discusión con el poseído, no sea que se descubra que las propias aberturas de la fe se han dejado entreabiertas.

—Me temo —dijo el médico suavemente—, que su caso está fuera de mi campo.

—¿Como doctor? —dijo su visitante—. ¿O como hombre?

—No hablemos de mí, por favor.

El visitante se inclinó sobre el escritorio.

—¿Entonces admite que, hasta cierto punto, hemos estado...?

—¡No admito nada! —dijo el médico, poniéndose rígido.

—Bueno —dijo el hombre con desdén—, por supuesto, eso también es una especie de postura. La más común que he encontrado —suspiró, presionando una mano contra su clavícula—. Supongo que también tiene una receta o una recomendación. La mayoría la tiene.

Al médico no le gustó ser juzgado.

—¿Por qué no busca al joven Hallowell? —dijo con malicia.

—¿Cree que no lo intenté? Ha desaparecido.

Lo dijo con pesar. Entonces algo furtivo apareció en su rostro, tal vez esperanza.

—Su pregunta, doctor, implica que le da cierta credibilidad a mi relato.

—¡En absoluto!

—Bueno, entonces —dijo el visitante, volviendo las palmas hacia arriba.

El médico se inclinó hacia delante, midiendo sus palabras con exasperación.

—¿Quiere que le diga que está loco?

—En mi posición no prefiero nada —respondió dócilmente su visitante.

Acosado hasta el punto de comprometerse, el médico miró a su incómodo Diógenes. Hinchado de irritación, sólo era consciente a medias de un temblor inquietante y vestigial de los músculos del oído, que ahora se contraían como lo hacían a veces cuando escuchaba música atonal.

—¡Bien! — gritó de repente, golpeando su mano sobre el escritorio y adelantando su barbilla—. ¡Entonces lo haremos a su manera! ¡No le creo!

Rígido, el hombre lo miró catalépticamente, pareciendo, por un momento, todo ojos. Luego, con la boca estirándose en esa mueca medieval, risórica y equívoca, cuya máscara aparece a veces en un lado del escenario, a veces en el otro, cayó hacia adelante sobre el escritorio con un largo suspiro maullador.

Antes de que el médico pudiera alcanzarlo, se había levantado sobre sus brazos y sus frentes se tocaron. Retrocedieron, mirando hacia abajo. Entre ellos, en el escritorio, como si una de sus sombras de caoba se hubiera animado, algo parecía moverse: pequeño, del color de las focas y ambiguo. Por un momento fue de un lado a otro, arqueándose en una cruda y primordial indagación; luego, dirigiéndose directamente hacia el médico, cuya mandíbula colgaba en un rictus de conmoción, desapareció de la vista.

Salpicado, el médico golpeó el aire y su propia persona salvajemente con sus manos, y se tambaleó hacia arriba de su silla.

Una brisa soplaba hipnóticamente, y el extraño le devolvía la mirada con una calma tan perversa que ya sentía una duda asaltante. Buscó a tientas sus sensaciones del minuto anterior, pero ya eran quiméricas, ahora lo eludían, como lo harían para siempre.

—Es increíble —dijo débilmente.

Su visitante levantó una mano protectora, estrechándola fastidiosamente.

¡Au contraire! —respondió con delicadeza.

Se inclinó hacia delante, recogió sus papeles en un fajo y se puso de pie, estirándose con un bostezo de cuerpo entero.

Miró al médico, toqueteando su billetera con una mano.

—No —dijo reflexivamente—. Supongo que no.

Guardó los papeles.

—¿Lo dejamos en el terreno de la cortesía profesional? —preguntó delicadamente.

Ahogándose con el fango de su rabia, el médico le devolvió la mirada.

Moviéndose hacia la puerta, el visitante se detuvo.

—Después de todo —dijo—, con sus contactos... trate de pensar en ello como un inconveniente temporal.

Cerró la puerta detrás de él.

El médico se sentó en su escritorio, encorvado hacia adelante. Sus manos se deslizaron hasta su pecho y se cruzaron.

Tragó, experimentalmente. Esperaba que fuera rabia. Se sentó allí, esperando, pensando en la mesa del almuerzo en la clínica.

Hortense Calisher (1911-2009)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hortense Calisher: El parásito (Heartburn), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Un relato efectivo y original.

Poky999 dijo...

Un relato que es original y que evidencia las limitaciones(pequeños "bugs" que dan paso a entidades desconocidas) de la Ciencia. Excelente



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