«Los ojos de la momia»: Robert Bloch; relato y análisis


«Los ojos de la momia»: Robert Bloch; relato y análisis.




Los ojos de la momia (The Eyes of the Mummy) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de abril de 1938 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1945: El que abre el camino (The Opener of the Way).

Los ojos de la momia, posiblemente uno de los mejores cuentos de Robert Bloch, narra la historia de un escritor obsesionado con lo oculto, y con la egiptología en particular, quien tiene un encuentro singular con un adorador de Sebek, el dios cocodrilo. A pesar de sus reservas, su curiosidad es demasiado grande, ya que aquel adorador lo invita a recorrer una tumba secreta en el desierto, supuestamente, llena de tesoros.

Finalmente los dos hombres localizan la tumba, construida para enterrar el cuerpo de un sacerdote de Sebek. Cuando los profanadores exhuman a la momia descubren que, por alguna razón, al antiguo sacerdote le sacaron los ojos mientras aún estaba vivo, y los reemplazaron con dos grandes piedras amarillas. De repente, nuestro narrador queda ciego, acostado en una caja de madera. Advierte que ahora está en el cuerpo de la momia, y que su propio cuerpo debe estar tambaleándose en las proximidadesd de la tumba.

Los ojos de la momia de Robert Bloch le saca el máximo provecho a un género repleto de lugares comunes, como los relatos de momias, precisamente porque ironiza sobre esos rasgos. Por ejemplo, cuando la personalidad del narrador es transferida al cuerpo de la momia, totalmente decrépito, muestra algunas razonables dificultades motrices, aunque de algún modo se las arregla para sentarse ante la máquina de escribir para narrar su historia.

Esto, quizás, sea una broma a propósito de un recurso habitual en algunos relatos de H.P. Lovecraft, donde un sujeto al borde de la putrefacción logra reunir las fuerzas necesarias para esbozar párrafos complejos, sobrecargados, antes de desintegrarse. En Los ojos de la momia se da un escenario similar, aunque con cuestiones más mundanas, incluso banales, como la imposibilidad de que los dedos maltrechos de la momia puedan accionar las mayúsculas en la máquina de escribir.

La imagen es representativa del humor de Robert Bloch: una momia decrépita, inclinada sobre una máquina de escribir, como un pobre escritor de cuentos pulp tratando de cumplir con una fecha de entrega, y con la dificultad de que sus cuencas, además, están vacías.




Los ojos de la momia.
The Eyes of the Mummy, Robert Bloch (1917-1994)

Egipto me ha fascinado siempre; Egipto, tierra de antiguos y misteriosos secretos. Había leído historias de pirámides y reyes; había soñado en vastos imperios, tan muertos ahora como los ojos vacíos de la esfinge. Durante los últimos años había escrito acerca de Egipto, ya que sus fantásticas creencias y cultos lo convertían para mí en el paraíso de todas las extravagancias.

Y no es que yo creyera en las grotescas leyendas de las épocas antiguas; no concedía el menor crédito a la fe en dioses antropomorfos, con las cabezas y los atributos de animales. Sin embargo, detrás de los mitos de Bast, Anubis, Set y Thot, captaba las implicaciones alegóricas de verdades olvidadas. Las leyendas de hombres-animales son conocidas en el mundo entero, en la erudición racial de todos los climas. La leyenda del hombre-lobo, por ejemplo, es universal y no ha cambiado desde las tímidas sugerencias de la época de Plinio. En consecuencia, y dado mi interés por lo sobrenatural, Egipto me proporcionaba una clave para el conocimiento de la antigüedad.

Pero en realidad no creía en la existencia de tales seres o animales en la época de esplendor de Egipto. Lo único que admitía, a lo sumo, era que tal vez las leyendas de aquella época procedían de otras épocas mucho más remotas, cuando la primitiva tierra podía albergar tales monstruosidades, producidas por las mutaciones de la evolución.

Luego, una noche de carnaval en Nueva Orleans, descubrí una espantosa comprobación de mis teorías. Participé, en el hogar del excéntrico Henricus Vanning, en un extraña ceremonia sobre el cadáver de un sacerdote de Sebek, el dios con cabeza de cocodrilo. Weildan, el arqueólogo, había traído la momia desde Egipto, y la examinamos, a pesar de las advertencias que nos habían hecho. Confieso que aquel día había bebido un poco más de la cuenta, y aún ahora no estoy completamente seguro de lo que ocurrió, exactamente. Los acontecimientos se precipitaron como en una pesadilla. La momia llevaba una máscara de cocodrilo. Cuando salí corriendo de la casa, Vanning había muerto a manos del sacerdote..., o a garras del sacerdote, unas garras adheridas a la máscara (si es que era una máscara).

No puedo garantizar la autenticidad de los hechos; mejor dicho, no me atrevo. Conté la historia, y luego decidí abandonar para siempre el escribir acerca de Egipto y de sus antiguas tradiciones. Me he atenido escrupulosamente a aquella decisión, hasta que esta noche una terrible experiencia me ha inducido a revelar lo que creo que debe de ser contado.

Ése es el motivo de este relato. Los hechos preliminares son simples; pero todos ellos parecen señalar que estoy unido a alguna espantosa cadena de experiencias relacionadas entre sí, elaboradas por un monstruoso dios egipcio del Destino. Como si los antiguos estuvieran enojados conmigo por mi curiosidad acerca de ellos, y quisieran castigarla empujándome inexorablemente hacia un horrible final. Así lo creo, ya que después de mi experiencia de Nueva Orleans, después de mi regreso a casa decidido a abandonar para siempre las investigaciones en torno a la mitología egipcia, me vi atrapado de nuevo.



El profesor Weildan vino a visitarme. Weildan había pasado de contrabando la momia del sacerdote de Sebek que yo había visto en Nueva Orleans; le había conocido aquella increíble noche en que un dios enojado, o su emisario, había descendido aparentemente a laTierra, para vengarse. El profesor estaba enterado de mi curiosidad, y me había hablado muy seriamente de los peligros que le acechan al que se dedica a escarbar en el pasado. Era un hombre bajito, barbudo, con aspecto de gnomo. Confieso que su visita me desagradó, ya que su presencia me traía recuerdos de cosas que me había propuesto olvidar de un modo definitivo. Pero no podía negarme a recibirle. A pesar de mis tentativas por conducir la conversación a un terreno más amplio, insistió en hablar de nuestro primer encuentro. Me contó que a consecuencia de la muerte del recluso Vanning resultó disuelto el pequeño grupo de ocultistas que aquella noche había conocido alrededor de la momia.

Pero él, Weildan, no había renunciado a sus investigaciones acerca de la leyenda de Sebek. Éste, me informo, era el motivo de su visita. Ninguno de sus antiguos asociados le ayudaría en el proyecto que tenía entre manos. Tal vez yo estuviera interesado.

Me negué en redondo a hacer algo que tuviera relación con la egiptología. Weildan se echó a reír. Comprendía perfectamente mi actitud, dijo, pero tenía que permitirle que se explicara. Su actual proyecto no tenía nada que ver con la brujería ni con las artes mánticas. Se trataba, sencillamente, de una oportunidad para ajustar cuentas con los Poderes de las Tinieblas, si es que yo era tan ingenuo como para aplicarles ese nombre. Se explicó. En resumen, quería que le acompañara a Egipto, a una expedición particular. No tenía que preocuparme por los gastos; necesitaba a un hombre joven como ayudante, y no podía confiar en ningún arqueólogo profesional, por motivos especiales.

En los últimos años, sus estudios se habían concentrado exclusivamente en las leyendas del Culto del Cocodrilo, y había dedicado todos sus esfuerzos a descubrir las tumbas secretas de los sacerdotes de Sebek. Ahora, por fuentes dignas de crédito, conocía el emplazamiento de una tumba subterránea en la cual reposaba la momia de un adorador de Sebek.

No iba a malgastar palabras dándome más detalles; lo esencial del asunto era que la momia podía ser extraída fácilmente de la tumba, sin necesidad de efectuar trabajos de excavación, y que no existía el menor peligro de maldiciones o de venganzas. Por lo tanto podíamos ir hasta allí solos, en el mayor secreto. Y nuestra visita sería provechosa. No sólo se apoderaría de la momia sin ninguna intervención oficial, sino que, además, su fuente de información —la cual podía garantizar con su reputación personal— le había revelado que la momia estaba enterrada con un montón de joyas sagradas. Lo que me ofrecía, pues, era una oportunidad única, segura y secreta para hacerme rico.

Tengo que admitir que la perspectiva no me desagradó. A pesar de mis anteriores experiencias, estaba dispuesto a correr un riesgo a cambio de una adecuada compensación. Y, además, aunque estaba decidido a evitar toda relación con el misticismo, el asunto tenía un aspecto de aventura que me atraía. Weildan explotó hábilmente mis sentimientos; ahora me doy cuenta. Habló conmigo por espacio de varias horas, y volvió al día siguiente, hasta que obtuvo mi asentimiento.

Embarcamos en el mes de marzo, y llegamos a El Cairo tres semanas más tarde, después de una breve escala en Londres. La excitación del viaje nubla los recuerdos de mis contactos personales con el profesor; sé que se mostró muy obsequioso y tranquilizador en todo momento, insistiendo en que nuestra pequeña expedición era completamente inofensiva. Disipó por completo mis escrúpulos acerca de la inmoralidad que representaba el saquear una tumba; cuidó de nuestros visados, e inventó no sé qué historia para que nos permitieran viajar al interior.

Desde El Cairo fuimos en tren hasta Karthum. Allí era donde el profesor Weildan proyectaba reunirse con su "fuente de información": un guía nativo, que no era más que un espía al servicio del arqueólogo. La revelación no me afectó tanto como podía haberme afectado en parajes más vulgares. La atmósfera del desierto parecía un fondo adecuado para la intriga y la conspiración, y por primera vez comprendí la psicología del vagabundo y del aventurero.

Resultó muy emocionante vagar por las retorcidas callejas del barrio árabe la noche en que visitarnos la choza del espía. Weildan y yo entramos en un patio oscuro y silencioso, y fuimos introducidos en una lóbrega habitación por un beduino alto, de nariz de halcón. El hombre acogió calurosamente al profesor. Unos billetes cambiaron de dueño. Luego, el árabe y mi compañero se retiraron a una habitación interior. Oí el leve susurro de sus voces: la excitada de Weildan, en tono interrogante, mezclándose con el gutural inglés del indígena. Permanecí sentado en la oscuridad, esperando. Las voces subieron de tono, como si discutieran. Parecía como si Weildan tratara de aplacar o tranquilizar, en tanto que la voz del guía tenía una nota de advertencia y de temor.

Luego oí pasos. La puerta de la habitación interior se abrió, y apareció el indígena en el umbral. Su rostro tenía una expresión suplicante cuando me miró, y de sus labios brotó un torrente de palabras incomprensibles, como si en sus excitados esfuerzos para advertirme hubiera recurrido inconscientemente a su idioma natal. Ya que me estaba advirtiendo contra algo, indudablemente. La cosa duró unos segundos; luego, la mano de Weildan cayó sobre su hombro, obligándole a girar en redondo. La puerta volvió a cerrarse, y se oyó de nuevo la voz del árabe, subiendo de tono, hasta convertirse en un grito. Weildan gruñó algo ininteligible; a continuación se oyó el rumor de una pelea, un ahogado estampido, luego silencio.

Transcurrieron varios minutos antes de que la puerta se abriera y apareciera Weildan, secándose la frente. Sus ojos evitaron los míos.

—Ese tipo ha armado una trifulca por la recompensa —explicó, mirando al suelo—. Pero tengo la información. Quería más dinero. Y ha salido a pedírselo a usted. Me he visto obligado a disparar un tiro para asustarle; estos indígenas son muy excitables.

Cuando nos marchamos de allí no dije nada, ni hice ningún comentario ante la actitud apresurada y furtiva de Weildan mientras regresábamos a nuestro hotel a través de las oscuras callejas. Asimismo, fingí estar distraído cuando mi compañero se secó las manos con su pañuelo y volvió a meterse éste apresuradamente en el bolsillo. Pensé que podía resultarle embarazoso explicar la presencia de aquellas manchas rojas.

Debí sospechar entonces, debí abandonar el proyecto inmediatamente. Pero no podía saber, cuando a la mañana siguiente Weildan propuso que diéramos un paseo a caballo a través del desierto, que nuestro punto de destino era la tumba.

Los preparativos fueron de lo más inocente. Dos caballos, con un ligero almuerzo en las alforjas; una pequeña tienda contra el calor del mediodía, dijo Weildan; y emprendimos la marcha, solos. Como si saliéramos de merienda al campo. Weildan no liquidó la cuenta del hotel ni dijo una palabra a nadie. Salimos de la ciudad y cabalgamos por la llanura arenosa que se extendía bajo un cielo intensamente azul. Cabalgamos por espacio de una hora. Weildan parecía estar preocupado; no cesaba de escrutar el monótono horizonte, como si buscara algo; pero ni por un instante sospeché sus verdaderos propósitos.

Casi tropezamos con las piedras antes de que yo las viera; un gran montón de rocas blancas surgiendo del centro de una pequeña duna. Su forma parecía indicar que las rocas visibles formaban un fragmento infinitesimal de las piedras ocultas debajo de la arena; aunque ni en su tamaño ni en su forma había nada anormal. Surgían de la duna, semejantes a una docena de otros montones de rocas que habíamos visto antes. Weildan sugirió que desmontáramos, plantáramos la pequeña tienda y almorzáramos. Clavamos las estacas en el suelo arenoso, arrastramos unas cuantas piedras planas al interior de la tienda para que nos sirvieran de mesa y de asientos, y nos dispusimos a almorzar.

Entonces, mientras comíamos, Weildan hizo estallar la bomba. Las rocas situadas delante de nuestra tienda, dijo, ocultaban la entrada a la tumba. La arena, el viento y el polvo del desierto habían realizado su tarea a la perfección, ocultando el santuario a los intrusos. Su cómplice indígena, guiado por suposiciones y rumores, había descubierto el lugar de un modo que no había querido explicar. Pero la tumba estaba allí. Ciertos manuscritos y pergaminos atestiguaban el hecho de que no estaba sujeta a vigilancia. Lo único que temamos que hacer era apartar las piedras que bloqueaban la entrada y descender. Weildan volvió a subrayar el hecho de que yo no corría el menor peligro.

Me había cansado de representar el papel de tonto. Interrogué a Weildan estrechamente ¿Por qué había de estar enterrado en un lugar tan solitario un sacerdote de Sebek?

Porque, afirmó Weildan, él y los suyos huían probablemente hacia el sur en el momento de producirse su muerte. Quizás había sido expulsado de su templo por un nuevo faraón; en aquella época, además, los sacerdotes eran también magos y brujos, y a menudo se veían perseguidos o expulsados de las ciudades por los enfurecidos ciudadanos. Al huir, había muerto y le habían enterrado allí. Éste, explicó Weildan, era el motivo de la escasez de tales momias. Habitualmente, el corrompido culto de Sebek enterraba a sus sacerdotes bajo las bóvedas secretas de sus propios templos ciudadanos. Aquellos santuarios habían sido destruidos hacía muchísimo tiempo. Por lo tanto, sólo en circunstancias especiales como ésta, un sacerdote expulsado era enterrado secretamente en un lugar donde su momia difícilmente podía ser localizada.

—Pero, ¿y las joyas? —insistí.

Los sacerdotes eran ricos. Un brujo fugitivo llevaría encima sus riquezas. Y al morir era enterrado con ellas, naturalmente. Era una peculiaridad de ciertos sacerdotes renegados la de ser momificados con los órganos vitales intactos, debido a que tenían alguna superstición acerca de la resurrección terrenal. Ese era el motivo de que sus momias resultaran tan difíciles de descubrir. Probablemente, la cámara mortuoria no era más que un agujero del tamaño de la caja que contenía la momia excavado en la pared de piedra. Podíamos entrar con toda tranquilidad. En el séquito de tales sacerdotes había siempre varios expertos artífices capaces de embalsamar adecuadamente el cadáver; hacer un buen trabajo sin extraer los órganos vitales exigía mucha habilidad, y los principios religiosos hacían indispensable aquella operación final. Por lo tanto, no teníamos por qué preocuparnos: encontraríamos a la momia en buenas condiciones.

Weildan se mostró muy locuaz. Demasiado locuaz. Me explicó la facilidad con que pasaríamos subrepticiamente la caja con la momia envuelta en la tela de nuestra tienda de campaña; cómo se las arreglaría para sacar la momia y las joyas del país, con la ayuda de una empresa de exportación indígena.

Redujo a polvo cada una de las objeciones que formulé; y sabiendo que, al margen de su carácter personal como hombre, era un reputado arqueólogo, me vi obligado a admitir su autoridad en la materia. Había un solo punto que me preocupaba vagamente: su accidental referencia a alguna superstición relativa a la resurrección terrenal. El entierro de una momia con los órganos intactos parecía una extravagancia. Sabiendo lo que sabía acerca de las actividades de los sacerdotes en relación con los ritos de nigromancia y brujería, quería evitar la más leve de las posibilidades de atraer la desgracia sobre mi cabeza.

Sin embargo, Weildan acabó por convencerme, y después de almorzar abandonamos la tienda. Las rocas que ocultaban la entrada de la tumba no nos causaron grandes dificultades. Habían sido colocadas hábilmente, de modo que parecía que formaban un solo cuerpo con las rocas del terreno, pero nosotros descubrimos las intersecciones. Tuvimos que apartar cuatro grandes piedras que formaban un bloque delante de una negra abertura que descendía hacia las entrañas de la tierra.

¡Habíamos encontrado la tumba!

A la vista de aquel oscuro agujero, recordé todo lo que sabía acerca del corrompido culto de Sebek, con su mescolanza de mito, fábula y espantosa realidad.

Pensé en los ritos subterráneos bajo templos que ahora se habían convertido en polvo; en la espantosa adoración de grandes ídolos de oro: ídolos con cuerpo de hombre y cabeza de cocodrilo. Recordé las historias sobre adoraciones paralelas, con una relación entre sí equivalente a la del satanismo respecto al cristianismo; sacerdotes que invocaban a dioses con cabeza de animal que más parecían demonios que deidades benéficas. Sebek era un dios dual, y sus sacerdotes le habían dado a beber sangre. En algunos templos había criptas, y en aquellas criptas se encontraban ídolos del dios en forma de cocodrilo de oro. El animal tenía unas mandíbulas provistas de colmillos, y en sus fauces eran introducidas muchachas vírgenes. A continuación las mandíbulas eran cerradas, y los colmillos de marfil llevaban a cabo el sacrificio, de modo que la sangre se deslizara por la garganta de oro y el dios quedara apaciguado. No era extraño que aquellos sacerdotes hubieran sido expulsados de sus templos y que aquellos santuarios del pecado hubieran sido destruidos.

Uno de aquellos sacerdotes había huido hasta aquí y había muerto. Ahora reposaba en su tumba, debajo de mis pies, protegido por la cólera de su antigua divinidad. La idea no resultaba tranquilizadora, ni mucho menos. Tampoco resultaban tranquilizadoras las emanaciones que ahora surgían de la abertura en la roca. No era el vaho de la descomposición, sino el casi palpable olor de una increíble antigüedad.

Weildan se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo, y yo le imité.

A continuación encendió su lámpara de bolsillo y penetró en la tumba. Su tranquilizadora sonrisa se desvaneció en la oscuridad a medida que descendía por el suelo de piedra que conducía al pasadizo interior. Le seguí, dejando que abriera el camino. Si había alguna trampa, algún artificio para castigar a los intrusos, era justo que se cebara en Weildan, y no en mí. Además, de este modo podía mirar hacia atrás y ver el tranquilizador espacio de cielo azul recortado por la abertura rocosa. Pero no por mucho tiempo. El pasadizo formaba una curva a medida que descendía. No tardamos en vernos rodeados de profundas sombras que se espesaban alrededor de la débil claridad proyectada por la linterna.

Weildan había acertado en su suposición; el lugar era simplemente una larga caverna rocosa que conducía a una cámara interior apresuradamente excavada. Allí encontramos las losas que cubrían el féretro. El rostro de Weildan tenía una expresión de triunfo cuando se volvió hacia mí gesticulando excitadamente.

Había sido fácil..., demasiado fácil, ahora me doy cuenta. Pero en aquel momento no sospechamos nada. Incluso yo estaba empezando a desechar mis recelos iniciales. Después de todo, el asunto resultaba de lo más vulgar; el único elemento enervante era la oscuridad..., pero en una galería excavada en la roca no cabía esperar otra cosa. Finalmente, perdí todo temor. Weildan y yo apartamos las losas y contemplamos el bello féretro que había debajo. Lo sacamos y lo colocamos de pie contra la pared. El profesor se inclinó para examinar la abertura en la roca que había contenido el sarcófago. Estaba vacía.

—¡Qué raro! —murmuró—. ¡No hay ninguna joya! Deben de estar en el ataúd.

Colocamos la pesada caja de madera en el suelo. El profesor empezó a trabajar. Operaba lenta, cuidadosamente, rompiendo los sellos y el encerado exterior. El dibujo que adornaba el féretro era muy complicado, y estaba realizado a base de láminas de oro y plata. Había numerosas inscripciones y jeroglíficos, que el arqueólogo no se entretuvo en descifrar.

—Esto puede esperar —dijo—. Veamos primero lo que hay dentro.

Transcurrió algún tiempo antes de que consiguiera levantar la primera tapadera. Weildan trabajaba delicada y cuidadosamente. La linterna empezaba a perder su potencia: la pila se estaba consumiendo. La segunda tapadera era un duplicado más pequeño de la primera, pero el rostro que aparecía dibujado en ella era más detallado. Parecía un intento de reproducir más concienzudamente los verdaderos rasgos del sacerdote momificado.

—La hicieron en el templo —explicó Weildan—. Se la llevaron en la huída.

Nos inclinamos sobre la tapadera, examinando aquel rostro a la mortecina claridad de la linterna. Bruscamente, y casi al mismo tiempo, hicimos un extraño descubrimiento. ¡El rostro carecía de ojos!

—Era ciego —comenté.

Weildan asintió, luego miró el rostro más de cerca.

—No —dijo—. El sacerdote no era ciego, si este retrato es exacto. ¡Le arrancaron los ojos!

Examiné las cuencas, que estaban vacías, confirmando aquella espantosa verdad. Weildan señaló excitadamente una hilera de figuras jeroglíficas que adornaban los lados del féretro. Mostraban al sacerdote en los estertores de la muerte. Dos esclavos armados con unas pinzas estaban inclinados sobre él. Una segunda escena mostraba a los esclavos arrancando los ojos del muerto. En una tercera, los esclavos insertaban unos objetos brillantes en las cuencas ahora vacías. El resto de la serie eran escenas de las ceremonias fúnebres, con una espantosa figura con cabeza de cocodrilo en último término: el dios Sebek.

—Extraordinario —fue el comentario de Weildan—. ¿Comprende el significado de esos dibujos? Fueron hechos antes de la muerte del sacerdote. Demuestran que había decidido que le arrancaran los ojos antes de morir, y que en su lugar colocaran esos objetos brillantes. ¿Por qué se sometió voluntariamente a semejante tortura? ¿Qué son esas cosas brillantes?

—La respuesta debe de estar dentro —contesté.

Sin hacer más comentarios, Weildan reanudó su trabajo. Sacó la segunda tapadera. La linterna se estaba apagando. En una oscuridad casi absoluta, el profesor se enfrentó con la tercera tapadera. Finalmente, consiguió levantarla. El féretro quedó abierto. A la mortecina claridad de la linterna, vimos la momia.

Una ola de vapor surgió del ataúd: un horrible olor a especias y a gases que traspasó los pañuelos anudados alrededor de la nariz y garganta. El poder de conservación de aquellas emanaciones gaseosas era evidentemente enorme, ya que la momia no estaba vendada ni amortajada. Ante nuestros ojos apareció un cadáver desnudo y moreno, en un sorprendente estado de conservación. Inmediatamente, concentramos nuestra atención en sus ojos..., o en el lugar donde habían estado.

Dos grandes discos amarillos ardían hacia nosotros a través de la oscuridad. No eran diamantes, ni zafiros, ni ópalos, ni ninguna piedra conocida; su enorme tamaño descartaba toda posibilidad de incluirlas en una categoría corriente. No estaban cortadas ni talladas, y sin embargo cegaban con su brillo: un centelleo que hería nuestras retinas como fuego. Aquéllas eran las joyas que habíamos venido a buscar..., y valía la pena haberlo hecho. Me disponía a arrancarlas, pero la voz de Weildan me contuvo.

—No lo haga —me advirtió—. Las sacaremos más tarde, sin dañar la momia.

Oí su voz como si llegara de muy lejos. No tuve conciencia de volver a incorporarme. En realidad, permanecí inclinado sobre aquellas centelleantes piedras. Contemplándolas fijamente. Parecían estar creciendo hasta convertirse en dos lunas amarillas. El contemplarlas me fascinaba: todos mis sentidos parecían concentrados en su belleza. Y ellas, a su vez, concentraban su fuego sobre mí, bañando mi cerebro en un calor que me aturdía y me debilitaba insensiblemente. Mí cabeza ardía.

No podía apartar la mirada, aunque tampoco deseaba hacerlo. Aquellas gemas eran fascinantes. Hasta mis oídos llegó débilmente la voz de Weildan. Me pareció notar que palmeaba mi hombro.

—¡No mire! —Su voz sonaba absurdamente excitada—. No son... piedras naturales. Son un presente de los dioses, por eso el sacerdote quiso que sustituyeran a sus ojos cuando muriera. Son hipnóticas, aquella teoría de la resurrección...

Apenas me di cuenta de que rechazaba bruscamente al profesor. Pero aquellas piedras dominaban mis sentidos, obligándome a rendirme. ¿Hipnóticas? Desde luego que lo eran; podía sentir el cálido fuego amarillo inundando mi sangre, latiendo en mis sienes, deslizándose hacia mi cerebro. La linterna se había apagado definitivamente, lo sabía, y sin embargo la cámara estaba bañada en la radiante claridad amarilla que despedían aquellos deslumbrantes ojos. ¿Amarilla? No, ahora era roja; una brillante luminosidad escarlata, en la cual leí un mensaje.

¡Las piedras estaban pensando! Poseían una mente, o, mejor dicho, una voluntad. Una voluntad que anulaba mis sentidos. Una voluntad que me hacía olvidar mi cuerpo y mi cerebro, en un esfuerzo para perderme a mí mismo en el éxtasis rojo de su ardiente belleza. Deseaba ahogarme en el fuego; en el fuego que me estaba conduciendo fuera de mí mismo, hasta el punto que experimenté la sensación de precipitarme hacia las piedras, de penetrar en ellas..., en otro cuerpo...

Y luego quedé libre. Libre, y ciego en la oscuridad. Con un repentino sobresalto, me di cuenta de que debía de haberme desmayado. Por lo menos me había caído, ya que ahora estaba tendido de espaldas contra el suelo de piedra de la caverna. ¿Contra el suelo de piedra? No..., contra un suelo de madera. Era muy raro. Podía notar la madera al tacto. La momia reposaba sobre madera. No podía ver. La momia estaba ciega. Noté el contacto de mi piel seca, escamosa, leprosamente desconchada. Mi boca se abrió. Una voz —una voz que era la mía pero que no era la mía— gritó:

—¡Dios mio! ¡Estoy dentro del cuerpo de la momia!

Oí una exclamación y el ruido de un cuerpo chocando contra el suelo. Weildan. Pero, ¿qué era aquel otro sonido crujiente? ¿Quién tenía mi forma?

Aquel maldito sacerdote, soportando la tortura para que sus cuencas pudieran contener las piedras hipnóticas, presentes de los dioses como prenda de resurrección eterna, enterrado con fácil acceso a la tumba. Las piedras me habían hipnotizado, habíamos cambiado de formas, y ahora él andaba.

El supremo éxtasis de horror fue lo único que me salvó. Me incorporé a ciegas sobre unos miembros marchitos, y unos brazos en descomposición ascendieron hasta mi frente, buscando lo que yo sabía que tenía que haber allí. Mis dedos muertos arrancaron las piedras de mis ojos. Luego me desmayé.

El despertar fue espantoso, ya que yo ignoraba lo que iba a encontrar. Temía adquirir conciencia de mí mismo..., de mi cuerpo. Pero mi alma se albergaba de nuevo en carne cálida, y mis ojos podían ver a través de la amarillenta oscuridad. La momia estaba tendida en su féretro, y resultaba espantoso contemplar las cuencas vacías; la cambiada posición de sus miembros era una horrible confirmación de lo sucedido.

Weildan estaba en el mismo lugar en que había caído, con el rostro amoratado por la muerte. La impresión había sido demasiado fuerte. Junto a él estaban las fuentes de la luminosidad amarilla: la diabólica llama de las piedras gemelas. Aquello fue lo que me salvó: el arrancar aquellos monstruosos instrumentos de transferencia de mis sienes. Sin la voluntad de la momia detrás de ellos, era evidente que no conservaban su permanente poder. Me estremecí al pensar en semejante transferencia al aire libre, donde el cuerpo de la momia se hubiera descompuesto rápidamente, sin ser capaz de arrancar las piedras. Entonces, el alma del sacerdote de Sebek, metida en mi cuerpo, hubiera regresado a la tierra, realizándose así la resurrección. Era una idea horrible.

Recogí apresuradamente las gemas y las envolví en mi pañuelo. Luego me marché de allí, dejando a Weildan y a la momia tal como estaban, y regresando a la superficie con la ayuda de la claridad proporcionada por unas cerillas. Fue muy agradable contemplar el cielo nocturno de Egipto, ya que por entonces había oscurecido.

Cuando vi aquella limpia oscuridad, la pesadilla de mi reciente experiencia en la diabólica negrura de la tumba me sacudió de nuevo, y eché a correr como un loco a través de la arena hacia la pequeña tienda. En las alforjas había whisky; me serví una dosis generosa y di gracias al cielo por la lámpara de petróleo que acababa de encontrar. Luego colgué un espejo de la pared de la tienda y permanecí más de tres minutos contemplándome a mí mismo, asegurándome de mi propia identidad. Después saqué la máquina de escribir portátil y la coloqué sobre la mesa de piedra. Sólo entonces me di cuenta de mi subconsciente propósito de manifestar la verdad por escrito. Durante algún tiempo luché conmigo mismo, pero aquella noche no podía pensar en dormir, ni en regresar a través del desierto. Al final, recobré la serenidad.

Escribí el presente relato.

Ahora, ya he contado la historia. Mañana abandonaré Egipto para siempre, abandonaré aquella tumba, después de cubrir la entrada de modo que nadie pueda penetrar nunca en aquella subterránea cámara de horror. Mientras escribo, me siento agradecido a la luz que borra el recuerdo de la silenciosa oscuridad y del sonido sombrío. Agradecido, también, a la tranquilizadora imagen del espejo que desvanece la idea de aquellos terribles instantes en que las gemas que el sacerdote de Sebek tenía por ojos me contemplaron fijamente y yo cambié. ¡A Dios gracias, las arranqué a tiempo!

Tengo una teoría acerca de aquellas gemas: eran una trampa. Resultaba espantoso creer en la capacidad de hipnosis de un cerebro muerto hace tres mil años. Pero no cabe otra explicación. Cuando al sacerdote moribundo le arrancaban los ojos, para colocar en su lugar las piedras preciosas, su mente estaba concentrada en una sola idea: vivir, usurpar de nuevo la carne. Aquella idea, transmitida a las gemas, fue conservada por ellas a través de los siglos hasta que los ojos de un descubridor se posaran en su hipnótico brillo. Entonces, el sacerdote muerto asumió la forma del hombre, y la conciencia del hombre penetró en el cuerpo de la momia. ¡Y pensar que el hombre en cuestión era yo!

Las gemas están en mi poder; tengo que examinarlas. Quizá las autoridades arqueológicas de El Cairo puedan clasificarlas; en cualquiera de los casos, son bastante valiosas. Pero, Weildan está muerto; no debo hablar de la tumba... ¿Cómo puedo explicar el asunto? Las dos gemas son tan raras, que van a despertar la natural curiosidad. Hay algo extraordinario en ellas, aunque la suposición del pobre Weildan en el sentido de que eran un presente del dios Sebek es completamente absurda. Sin embargo, el cambio de color que se produce en ellas no es normal; como tampoco es normal el brillo hipnótico que poseen...

¡Acabo de efectuar un sorprendente descubrimiento! He sacado las gemas de mi pañuelo y las he mirado. ¡Parecen estar aún vivas! Su brillo no ha cambiado, su luminosidad es tan intensa aquí como lo era en la oscuridad de tumba; como lo era en las cuencas vacías de la momia. Son amarillas, y al mirarlas percibo aquella misma presciencia de vida interior...

¿Amarillas? No, ahora están enrojeciendo..., enrojeciendo. No debo mirarlas; me recuerdan demasiado aquella otra vez. Pero son, tienen que ser, hipnóticas.

Ahora, el rojo es vivísimo, y arde furiosamente. Al contemplarlas, me siento bañado en un fuego que no quema tanto como acaricia. Ahora ya no me importa; es una sensación agradable. No tengo por qué apartar la mirada. No tengo por qué apartarla..., a menos que...

¿Conservarán las gemas su poder incluso sin estar en las cuencas de los ojos de la momia?

Vuelvo a sentirlo..., deben de conservarlo... No quiero volver al cuerpo de la momia..., ahora no podría arrancar las piedras y volver a adquirir mi propia forma..., al arrancarlas aprisioné la idea en las gemas. Tengo que apartar la mirada. Puedo escribir, puedo pensar..., pero esos ojos delante de mí..., crecen y crecen hasta convertirse en lunas amarillas..., apartar la mirada.

¡No puedo! Más rojas..., más rojas..., tengo que luchar contra ellas, evitar que me dominen. Mi cabeza está ardiendo..., no experimento ninguna sensación..., tengo que luchar..., tengo que luchar... Ahora puedo apartar la mirada. He vencido a las gemas. Me encuentro perfectamente. Puedo apartar la mirada... pero no puedo ver. ¡Estoy ciego! Ciego..., las gemas no están ya en las cuencas..., la momia está ciega.

¿Qué es lo que me ha sucedido? Estoy sentado en la oscuridad, escribiendo a máquina a ciegas. ¡Ciego, como la momia! Tengo la sensación de que ha sucedido algo; una sensación muy rara. Mi cuerpo parece más ligero. Ahora lo sé. Estoy en el cuerpo de la momia. Lo sé. Las gemas..., la idea que conservaban..., y ahora, algo está saliendo de aquella tumba abierta. Está andando hacia el mundo de los hombres. Lleva mi cuerpo, y buscará presas y sangre para ofrecerlas en acción de gracias por la resurrección.

Y yo estoy ciego. ¡Ciego... y desmenuzándome!

El aire, ésta es la causa de la desintegración. Los órganos vitales intactos, dijo Weildan, pero yo no puedo respirar. No puedo ver. Tengo que escribir, avisar. Quienquiera que vea esto debe enterarse de la verdad. Avisar.

El cuerpo se desintegra rápidamente. Ahora no puedo levantarme. Maldita magia egipcia ¡Aquellas gemas! Alguien tiene que matar a la cosa que salió de la tumba. Los dedos, apenas puedo golpear las teclas. Se niegan a funcionar. Se están desmenuzando. Despacio. Tengo que avisar. No puedo hacer retroceder el carro... ahora.

no puedo pulsar la tecla de las mayúsculas. los dedos se van desintegrando. desmenuzándose a causa del aire. los dedos tengo que avisar contra la magia de sebek los dedos apenas puedo escribir con los nudillos maldito sebek sebek sebek sebek sebe seb seb seb se s s sssssss s s s

Robert Bloch (1917-1994)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Robert Bloch: Los ojos de la momia (The Eyes of the Mummy), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

La curiosidad fue mortal. ¿Para que tuvo que volver a ver esas piedras?
Detalle humoristico al final del relato.



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