«La lámpara»: L. Sprague de Camp; relato y análisis


«La lámpara»: L. Sprague de Camp; relato y análisis.




La lámpara (The Lamp) —también publicado como: La lámpara de la Atlántida (The Lamp from Atlantis)— es un relato de terror del escritor norteamericano L. Sprague de Camp (1907-2000), publicado originalmente en la edición de marzo de 1975 de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y luego reeditado en la antología de 1980: Los pterodáctilos púrpura (The Purple Pterodactyls).

La lámpara, uno de los cuentos de L. Sprague de Camp más interesantes, pertenece al ciclo de W. Wilson Newbury, un sujeto común, incluso prosaico, que se enfrenta continuamente a situaciones extraordinarias. En este caso, uno de sus amigos intenta recuperar su fortuna invocando a una antigua deidad de la Atlántida, olvidando el destino ingrato de sus antiguos adoradores.




La lámpara.
The Lamp, L. Sprague de Camp (1907-2000)

Me detuve en el garaje de Bill Bugby, en Gahato, e hice que el joven Bugby me condujera hasta el embarcadero de la presa. Allí encontré a Mike Devlin,esperándome en una canoa de aluminio con motor hiera borda.

—¡Hola, Mike! —saludé—. Soy Wilson Newbury. ¿Me recuerda?

Arrojé mis cosas al bote, bajando la maleta con mucho cuidado para no dañar la caja que llevaba en ella.

—¡Hola, señor Wilbury! —me saludó Mike—. Claro que le recuerdo.

Parecía el mismo de siempre, aunque las arrugas de su rostro moreno eran un poco más protundas y su ensortijado pelo un poco más gris. Vestido al estilo de los antiguos madereros, llevaba una gruesa camisa de franela, un suéter, una vieja chaqueta y un sombrero, aunque el día era caluroso.

—¿Ha traído consigo aquella cosa?

Hice que el coche regresara al garaje de Bugby, hasta que volviera a necesitarlo, y subí al bote.

—¿Se refiere a lo que Ten Eyck deseaba que trajera? —pregunté.

—-A eso me refiero, señor —afirmó Mike, poniendo en marcha el motor. de modo que tuvimos que empezar a gritar.

—Está en la gran maleta —dije—, así es que lleve cuidado no vayamos a encallar ahora. Después de haber traído esa cosa desde Europa y haber tenido pesadillas durante todo el viaje, no me gustaría que terminara en el fondo del lago Lower.

—Llevaré cuidado, señor Newbury —dijo Mike, dirigiendo el bote por el tortuoso curso del canal—. ¿Pero qué es esa cosa?

—Es una lámpara antigua. Me hizo recogérsela en París a un personaje con quien se había estado escribiendo.

—¡Ah, ya! El señor Ten Eyck siempre está comprando cosas raras. Después de sus problemas, eso es casi lo unico en que parece estar interesado.

—He oído decir que Al se ha casado, ¿es cierto? —pregunté.

—¡Claro! ¿No lo sabía usted?

Aunque nacido y educado en el Canadá, el acento de Mike seguía sonando más irlandés que el de la mayor parte de nativos irlandeses. Probablemente el pequeño pueblo donde naciera, en Nueva Escocia, fuera una comunidad predominantemente irlandesa-canadiense.

—Se casó con la chica Camaret... la hija de ese gran maderero —Mike entrecerró sus ojos azules, tratando de agudizar su visión y buscando el canal que se extendía ante nosotros, tratando de descubrir los troncos hundidos—. ¿Recuerda usted cuando era una niña y la maestra de Gahato preguntó a todos los niños lo que querían ser cuando hieran mayores? Ella dijo: Quiero ser una prostituta. Aquello armó un gran revuelo en toda la clase, vaya si lo armó.

—Y bien, ¿qué ha ocurrido? Lo que ha impulsado a Al...

—Supongo que él quería un ama de casa y una cocinera fornida y acostumbrada a trabajar, y se imaginó que ella quedaría tan encantada al casarse con un caballero, que haría todo lo que él deseara. Pero Melusine Camaret es una bonita pieza caliente... siempre lo ha sido. El señor Ten Eyck no la pudo calmar ni por la noche ni por la mañana, y ella terminó por marcharse con el joven Larochelle. Ya sabe, el hijo del capataz de Pringle.

Una gran garza azul, molesta por el ruido del motor, salió volando del canal. Mike preguntó:

—¿Qué tal le ha ido en el ejército, señor Newbury?

—Me he limitado a hacer funcionar un despacho —dije, encogiéndome de hombros—. Nadie se preocupó de dispararme. A veces pienso que tuve mucha suerte de que la guerra terminara cuando lo hizo, antes de que se dieran cuenta del inútil a quien metieron en un uniforme de oficial.

—¡Ah, seguro que usted siempre fue el más modesto!

El canal terminó por abrirse, dando paso al lago Lower, rodeado por los riscos graníticos de los Adirondacks, espesamente poblados de árboles de hoja caduca y perenne, la mayor parte de ellos arces y pinos. De vez en cuando, un cortafuegos o un paraje rocoso aparecían entre el bosque. La mayor parte de la madera comercial había sido cortada a principios de siglo, ocupando su lugar árboles de segundo nacimiento. Sin embargo, la escasez propia de la posguerra hizo que fuera oportuno cortar troncos cuyo transporte no hubiera sido provechoso pocos años antes. Aunque una gran parte de los alrededores fueron incluidos en los terrenos del Parque Estatal de los Adirondacks, por lo que su madera ya no podía ser aprovechada, aún quedaba terreno suficiente en manos privadas para seguir manteniendo en funcionamiento los camiones de transporte y las sierras del aserradero de Dan Pringle en Gahato. Cruzamos el lago Lower hacia la isla de Ten Eyck, que separa el lago Lower del Superior. En el mapa, los dos lagos forman la figura de un reloj de arena, con la isla taponando la unión entre ambos. Alfred Ten Eyck, vestido con pantalones y camisa caqui, llegó al muelle, gritando:

—¡Willy!

Su apretón de manos fue rápido y nervioso, con una fuerza que no había esperado. Intercambiamos las observaciones usuales sobre el hecho de que ninguno había cambiado nada desde la última vez que nos vimos, aunque por mi parte no se lo dije a Alfred con sinceridad. Aun cuando seguía manteniendo su figura erguida y esbelta, tenía bolsas bajo los ojos. Su cabello rojizo estaba encaneciendo, aunque, al igual que yo, estaba en la treintena.

—¿Lo has conseguido? —me preguntó.

—Sí, sí. Está en esa...

Pero él ya había cogido mi gran maleta y se dirigía hacia la vieja casa. Subió la cuesta a un paso tan vivo que casi tuve que correr para mantenerme a su altura. Cuando me vio jadear, se detuvo, esperándome. Al no encontrarme en buenas condiciones físicas, llegué hasta él con la respiración alterada.

—El mismo y viejo lugar —dije.

—Se ha estropeado un poco —dijo— desde los días en que mi gente servía a multiplicar de amigos y parientes durante todo el verano. En aquellos días podía uno contratar la ayuda necesaria para mantenerla... pero ese Mike no hace ahora el trabajo de dos hombres.

El sendero estaba lleno de hierbas y tropecé en un apelotonamiento de ellas. Alfred me miró, haciendo una mueca.

—He hecho un pacto con la Naturaleza —me dijo—. Yo la dejo tranquila, y ella a mí también. En serio, en cuanto quieras puedes ayudarnos a limpiar los senderos. Te daré una hoz y te diré por dónde tienes que empezar. Es todo lo que se puede hacer aquí para mantenernos por delante de las fuerzas naturales de crecimiento y decadencia.

Camp Ten Eyck era una gran casa de dos pisos, construida con grandes troncos desbastados a mano, que tenía quince o dieciséis habitaciones. Junto a la puerta de entrada había una caja de herramientas, con algunas de ellas esparcidas por el suelo. Evidentemente, Mike y Alfred estaban sustituyendo un par de juntas del porche que habían empezado a oxidarse. La mayor parte de las casas que rodean los Adirondacks son de madera, porque allí la madera es relativamente barata. El clima de la zona, sin embargo, se ocupa de que una casa de madera empiece a desmoronarse casi en cuanto está terminada. Algunos de los grandes troncos que formaban los lados de Camp Ten Eyck mostraban agujeros tan grandes que se podía meter el pulgar en ellos. Mientras recuperaba mi respiración, Alfred dijo:

—Ven, te mostraré tu habitación; pero antes, ¿tendrías la amabilidad de sacarla? Quiero verla.

—¡Oh! Está bien —asentí.

Coloqué la maleta sobre la repisa de una de aquellas antiguas ventanas que ocupan las esquinas de las salas de estar, y la abrí. Tendí la caja hacia Alfred.

—Como verás, está adecuadamente empaquetada —dije—. En cierta ocasión, mi hermana nos envió un bonito vaso antiguo desde Inglaterra, envuelto en una simple lata de cartón. Cuando lo recibí, estaba hecho pedazos.

Alfred quiso cortar los hilos con sus manos. Pero al final tuvo que coger un formón de su caja de herramientas para levantar la tapa de madera. Después, se abrió camino por entre las virutas. Mientras él hacía esto, miré a mi alrededor. Había las mismas pieles de ciervo en los sofás y los asientos situados junto a las ventanas, las mismas cabezas de ciervo mirando vidriosamente desde las paredes, la misma zorra y la misma lechuza disecada, la misma barandilla con pomo de plata, y los mismos líquenes, sobre cuyas superficies blancas inferiores algunos artistas aficionados habían bosquejado escenas rústicas. Quedé sorprendido al comprobar que la gran caja frontal de cristal que contenía las pistolas estaba vacía. Tal y como lo recordaba de los años treinta, el armario contenía una gran cantidad de rifles, revólveres y pistolas, la mayor parte de ellos heredados por Alfred de su padre y de su abuelo.

—¿Qué ha sucedido con todas tus armas? —pregunté—. ¿Es que las has vendido?

—¡Maldita sea! —exclamó, mientras continuaba su tarea—. Ya conoces a ese primo mío, George Vreland. Le aiquilé el lugar durante un año y cuando regresé descubrí que había vendido la mayor parte de las armas a los nativos.

Alfred siempre gruñía un poco cuando decía «nativos», refiriéndose a los residentes permanentes de la zona.

—¿Y qué hiciste al respecto?

—No podía hacer nada. George se marchó antes de mi regreso y lo último que supe de él fue que estaba en California. Después, cuando me marché el último invierno, uno de nuestros «trabajadores» nocturnos locales hizo el resto, llevándose incluso mi trofeo de navegación. Sé incluso quién lo hizo.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué? No importa lo buenas que fueran mis pruebas, ¿crees que iba a conseguir que esos malditos nativos le condenaran? ¿Después de lo que me sucedió con Camaret?

—¿Qué ocurre con Camaret? No conozco esa historia.

—Bueno, ¿sabías que me había casado?

—Sí, Mike me lo mencionó.

Alfred Ten Eyck me contó brevemente su corto periodo de convivencia con Melusine Camaret. No dijo nada sobre su propia ineptitud sexual, aunque no le puedo culpar por eso.

—Al día siguiente de que ella abandonara el gallinero —me dijo—, iba andando por la calle de Gahato, sin molestar absolutamente a nadie, cuando Big Jean se me acerca y me dice: «¡Eh! ¿Qué has hecho con mi pequeña, eh?» Y lo primero que supe fue que me dejó tendido de un puñetazo, allí mismo, en la calle.

(No era así como la gente de Gahato recordaba el suceso. Ellos dicen que Alfred le contestó: «Mira, viejo estúpido, no sé lo que te habrá dicho esa necia, pero... » Y fue entonces cuando Camaret le golpeó.)

—Bien —siguió diciendo Alfred—, cuando me recuperé conseguí una orden de detención e hice que detuvieran a Jean. Pero el jurado le absolvió, aunque la mitad del pueblo pudo ver muy bien cómo me pegó. Oí decir que si Big Jean deseaba ajustarle las cuentas a su yerno, aquello no era más que una pelea familiar que no le importaba a nadie.

(Según la versión de los habitantes de Gahato, como quiera que Jean Camaret tenía la corpulencia de un roble, cualquiera lo bastante tonto como para enfrentarse a él, a pesar de su temperamento notoriamente violento, se merecía lo que Alfred consiguió.)

Alzando un brazo para indicarme las montañas que nos rodeaban, Alfred me dijo, con los ojos brillantes:

—No pueden olvidar que, hace cincuenta años, todo lo que se podía ver desde aquí era propiedad de Ten Eyck, y que necesitaban el permiso de Ten Eyck para hacer cualquier cosa por aquí. Ahora, las propiedades de Ten Eyck se han visto reducidas a esta asquerosa e insignificante isla, aparte de unos pequeños lotes en Gahato. Pero ellos siguen odiando mi carácter.

(En realidad, varios miembros de la familia Ten Eyck siguen poseyendo parcelas de tierra en el condado de Herkimer, pero ésa es una cuestión sin importancia. Alfred no se llevaba bien con casi nadie de su familia.)

—Creo que exageras —le dije—. De todos modos, ¿por qué sigues aquí si no te sientes a gusto?

—¿Y adónde quieres que vaya, y cómo me voy a ganar la vida? ¡Estafadores! Aquí, al menos, tengo un techo sobre mi cabeza. Consigo unas pocas rentas de esas chabolas de la calle Henlock, en Gahato... cuando los inquilinos no me las pagan contándome toda clase de historias de mala suerte... Y de vez en cuando vendo alguno de los lotes que aún me quedan. Así es como me las arreglo. Como no puedo venderlos con la rapidez suficiente para mantenerme por delante de mis gastos y hacer algunas inversiones, resulta que me estoy comiendo mi capital. Pero parece como si no pudiera elegir otra cosa, ¡Ah, aquí está!

Alfred había apartado la página de Le Figaro en la que estaba envuelta la lámpara. Mantuvo su tesoro ante sí. Se trataba de una de esas cosas huecas, en forma de corazón, del tamaño de la palma de la mano, que se utilizaban como lámparas en tiempos de los griegos y romanos. Tenía un asa en forma de bulto en uno de sus extremos redondos, un gran agujero en el centro para llenarla, y un pequeño agujero para la mecha en el extremo del canalón. Cualquiera puede adquirir buen número de este tipo de lámparas en Europa y en el Cercano Oriente, pues siempre se están descubriendo y desenterrando más. La mayor parte de esas lámparas están hechas de cerámica barata. Al menos, ésta parecía estar hecha también de cerámica. En realidad, estaba hecha con una especie de metal, pero tenía una capa de barro seco cubriéndolo. El barro se había agrietado en algunas partes, mostrando el apagado brillo del metal.

—¿De qué está hecha? —pregunté.

—No lo sé. Una especie de bronce plateado o de metal de campana, supongo. Tendremos que limpiarla para descubrirlo. Pero tenemos que ser muy cuidadosos con ella. Ya sabes que no se puede restregar una antigüedad como ésta con viruta de acero.

—Lo sé. Si tiene una capa de óxido, hay que dejarla donde está. Después, se puede meter en un tanque electrolítico, eliminar el óxido y hacer que aparezca el metal original, ¿no es eso?

—Algo parecido —contestó Alfred.

—¿Pero qué hay de notable en esta pequeña pieza? Tú no eres un arqueólogo...

—No, no, no es eso. La he adquirido por una razón. ¿Has tenido algún sueño especial mientras me la traías?

—¡Claro que sí! ¿Pero cómo diablos lo sabías?

—Digamos dos cosas: lo intuía, y también que estoy harto de ser un perdedor, eso es todo.

Sabía lo que quería decir con aquello. Si la palabra perdedor se podía aplicar a alguien, ése era Alfred Ten Eyck. Alfred tenía la virtud opuesta a la del rey Midas. Podía convertir el oro en simple escoria limitándose a tocarlo. El padre de Alfred murió mientras él estaba en Princeton, dejándole varios miles de acres en la zona de los Adirondacks, aunque ningún dinero con el que poder vivir. Así pues, Alfred abandonó la universidad y se trasladó al condado de Herkimer para tratar de encontrar un medio de vida negociando los terrenos. Pero, o bien le faltaba el toque correcto a sus negocios, o bien tenía la más extraordinaria racha de mala suerte. Vendió la mayor parte de los terrenos, aunque normalmente en condiciones desfavorables, a algún avispado especulador que no tardó en doblar o triplicar su dinero. Alfred también se interesó por negocios de varias clases en Gahato. Se hizo socio, por ejemplo, de un tipo que montó un establo de caballos de carreras para la temporada turística del verano.

Pero con el tiempo se descubrió que aquel tipo entendía muy poco de caballos, y que importó una cuadra de mostrencos inexpertos. Uno de sus primeros clientes fue derribado y se rompió una pierna. Después, Alfred montó una bolera, la Iroquois Lanes, con toda la maquinaria necesaria para situar en su posición los palos después de ser derribados. Lo hizo todo correctamente y se lo vendió después con unos buenos beneficios a Morrie Kaplan. Pero Morrie tenía aún que pagarle las instalaciones. Apenas lo tenía un mes en su poder cuando se produjo un incendio y se perdió todo, y Morrie, que tampoco era un buen negociante, dejó pasar el pago de la cuota del seguro. Así pues, Morrie quedó en bancarrota, y Alfred tuvo que hacerse cargo de todo.

Después llegó la guerra. Lleno de ardor patriótico, Alfred se alistó como soldado. No tardó en enfermar de tuberculosis en el campo de entrenamiento. Como se comenzaban a utilizar los antibióticos, pudieron curarle; pero aquello puso fin a su carrera militar. Quizá fuera mejor así, porque Alfred era la clase de persona capaz de dispararse contra un pie en lugar de tirar al blanco durante las prácticas.

—Está bien —dijo Alfred—, permíteme ahora que te muestre tu habitación. Mike y yo acabamos de limpiar todo este viejo lugar.

Una vez me hubo instalado, me dijo:

—Y ahora, ¿qué te gustaría hacer, Willy? ¿Beber? ¿Nadar? ¿Dar un paseo? ¿Pescar? ¿O simplemente tumbarnos al sol y charlar un rato?

—Lo que realmente me gustaría hacer seria dar una vuelta por ahí en uno de esos maravillosos y viejos botes guías. ¿Recuerdas cuando solíamos ir por las marismas, sacando la suciedad y observando los pequeños bichos con el microscopio?

—Ya no tengo ninguno de aquellos botes —dijo Alfred, con un suspiro.

—¿Qué ha pasado con ellos? ¿Los has vendido?

—No. ¿Recuerdas cuando estuve en el ejército? Alquilé la isla a una familia llamada Strong y entre todos ellos consiguieron accidentar y estropear todos los botes. O bien las mujeres subieron a ellos con tacones altos, pinchando el casco, o bien sus hijos los estrellaron contra las rocas.

—Y ahora ya no puedes conseguir botes como aquéllos, ¿verdad? —pregunté.

—¡Oh! Todavía quedan uno o dos viejos que los construyen durante los meses de invierno. Pero cada uno de esos botes cuesta mucho más de lo que me puedo permitir. Aparte de la canoa con motor fuera borda, sólo me queda una vieja barca de fondo plano. Podemos salir con ella.

Aquella misma tarde, pasamos un par de agradables horas en la barca. Era uno de esos raros días en los que el cielo está claro como el cristal, a excepción de unos pocos y pequeños cúmulos algodonosos. La vieja barca mostraba tendencia a navegar en círculos, en lugar de dirigirse hacia donde uno quería llevarla. Al no haber remado desde hacia años, empezaron a salirme ampollas y me vi obligado a ceder mi puesto a Alfred, cuyas manos estaban encallecidas por el trabajo duro. Estuvimos hablando sobre la vida que habíamos llevado cada uno. Le hablé a Alfred de mi poco gloriosa carrera militar, de la novia que tenía en Francia y del nuevo trabajo que había conseguido en la compañía de seguros. El me miró agudamente y me dijo:

—Willy, explicame algo.

—¿Qué?

—Cuando hicimos aquellas pruebas en la escuela, mi coeficiente de inteligencia fue tan elevado como el tuyo.

—Sí, tú siempre has tenido ideas mucho más originales que las mías. ¿Qué quieres decir con eso?

—Aquí estás, muy bien plantado sobre tus pies, como siempre. Yo, en cambio, parece como si no hiciera nada correctamente. No acabo de entenderlo.

—Entender, ¿qué?

—La vida.

—Quizá deberías haber seguido un camino que no te exigiera tanta práctica... Algo más intelectual, como dedicarte a escribir o a la enseñanza.

Alfred sacudió su cabeza encanecida.

—No puedo dedicarme a la enseñanza, puesto que nunca terminé mis estudios en la Universidad. He tratado de escribir pequeñas historias, pero nadie quiere comprarlas. He llegado incluso a escribir poemas, pero me han dicho que son simples y malas imitaciones de Tennyson y de Kipling, y en la actualidad nadie se preocupa por esa clase de poesía.

—¿Has intentado trabajar como montador?

—Una vez vi un trabajo así en Utica —dijo, sacudiendo la cabeza—, pero no me gustó el tipo que lo ofrecía. Además, tener que recorrer el camino hacia Utica una o dos veces a la semana me exigiría más tiempo y dinero del que me puedo permitir.

Se levantó un poco despreocupadamente, agitando el cristalino lago.

—¡Oh! —exclamó—. Ya es hora de volver a casa .

La isla estaba tranquila, a excepción de las leves explosiones procedentes del embarcadero, donde funcionaba el pequeño motor diesel que bombeaba nuestra agua y cargaba las baterías que nos proporcionaban luz y fuerza. Mientras bebíamos algo antes de cenar, le pregunté:

—Al, me has tenido pendiente un buen rato de esa maldita lámpara. ¿Qué es? ¿Por qué razón he tenido pesadillas mientras te la he traído desde Europa?

Alfred se quedó mirando su whisky escocés. Normalmente, bebía un barato licor de centeno, pero ahora había traído whisky escocés para su viejo amigo. Finalmente, me dijo:

—¿Puedes recordar esas pesadillas?

—¡Claro que sí! Me han infundido mucho miedo. En cada uno de los casos me encontraba frente a una especie de silla, o quizá de un trono. Algo estaba sentado en el trono, sólo que no podía fijarme en los detalles. Pero cuando aquel algo se adelantaba hacia mí, sus brazos eran.., bueno, no tenían huesos, eran como tentáculos. Y yo no podía gritar, ni echar a correr, ni hacer nada. En cada ocasión, me despertaba en el momento en que aquella cosa ponía sus tortuosos dedos sobre mí. Y así sucedía una y otra vez.

—Creo que todo encaja —me dijo—. Ese podría ser el viejo Yuskejek.

—¿Podría ser qué?

—Yuskejek. Willy, ¿estás enterado de algo sobre la mitología del continente perdido, de la Atlántida?

—¡Por el amor de Dios, no! He estado demasiado ocupado para enterarme de esas cosas. Según recuerdo, los ocultistas han tratado de establecer que hubo realmente un continente que se hundió en el Atlántico, mientras que los científicos afirman que eso son tonterías, y que en realidad Platón obtuvo sus ideas de Creta o de Egipto o de algún otro lugar.

—Algunos opinan que se trataba de Tartesos, cerca de la Cádiz actual —dijo Alfred. (Esta conversación la mantuvimos antes de que aquellos profesores griegos hicieran pública su teoría sobre la erupción de la isla volcánica de Thera, al norte de Creta)—. Supongo que un tipo de cabeza tan dura como la tuya no creerá en nada sobrenatural, ¿verdad?

—¿Yo? Bueno, eso depende. Yo creo en lo que veo... al menos en la mayor parte de las ocasiones, a no ser que tenga alguna razón para sospechar que hay trampa. Sé muy bien que precisamente cuando crees saberlo todo y haber descubierto el truco, es cuando te embaucan. Después de todo, yo estaba en Gahato cuando aquella médium aficionada.., ¿Cómo se llamaba?... Scott... Bárbara Scott... cuando tuvo aquel problema con un grupo de pequeños espectros indios que arrojaron piedras contra la gente.

—¡Vaya! —exclamó Alfred, echándose a reír—. ¡Me había olvidado de aquello! Nunca consiguieron explicarlo.

—Así pues, ¿qué ocurre con tu maldita lámpara?

—Bueno, Ionides tiene buenas contactos con ciertos círculos esotéricos, y él me asegura que esta lámpara es una verdadera reliquia procedente de la Atlántida.

—Permíteme que me reserve la opinión. ¿Y quién es ese Yuskejek? ¿El dios-demonio de la Atlántida?

—Algo parecido.

—¿Qué clase de nombre es Yuskejek? ¿Esquimal?

—Creo que es vasco.

—¡Ya! En cierta ocasión leí que el demonio estudió vasco durante siete años y que sólo aprendió dos palabras. Ahora puedo verlo todo... El gran y siniestro sacerdote de la Atlántida preparándose para sacrificar a la hermosa princesa virgen de Ongabonga, para que el dios-demonio pueda divertirse con sus sustancias anímicas...

—Quizá sea así, quizá no. Has leído demasiadas historias de terror. De todos modos, será mejor que cenemos antes de que me emborrache demasiado para cocinar.

—¿Es que Mike no cocina para ti?

—Lo hace con gusto cuando se lo pido, pero entonces tengo que comerme los resultados. Así es que la mayor parte de las veces prefiero hacerlo yo mismo. Vamos. ¡Mike! —gritó—. ¡La comida estará lista en veinte minutos!

Gracias a un tácito consenso mutuo, dejamos tranquila la Atlántida y su lámpara durante la cena. En lugar de hablar de aquello, incitamos a Mike a que nos hablara de los viejos tiempos en que trabajaba como maderero, y de los hombres que había conocido. Había uno que afirmaba ser seguido, día y noche, por el fantasma de un puma, aunque aquellos animales no aparecían por los Adirondacks desde finales del siglo pasado. Dejamos que Mike fregara los platos, mientras Alfred y yo nos sentamos en la sala de estar con la lámpara. Alfred me dijo:

—Creo que lo primero que tenemos que hacer es quitarle esta capa. Para eso, quizá sea suficiente con un trapo y un poco de agua.

—El trasto es tuyo —le contesté—, pero eso que dices parece razonable.

—¡Tenemos que ser tan cuidadosos! —exclamó, mojando el trapo y frotando con suavidad—. Desearía tener aquí a un verdadero arqueólogo.

—Probablemente, te denunciaría por comprar antigüedades saqueadas. Según me han dicho, llegará el día en que los gobiernos acabarán con esa clase de cosas.

—Puede que sea así, pero, por ahora, no ha llegado aún ese momento. He oído decir que nuestros muchachos saquearon los museos de Alemania durante la ocupación. ¡Ah, mira aquí!

Un buena parte del barro había desaparecido, dejando al descubierto una protuberancia blanca, similar a unos dientes. Alfred me tendió la lámpara.

—¿Qué crees que es?

—Necesito una luz más fuerte. Gracias. ¿Sabes a qué se parece esto, Al? A un percebe...

—A ver, déjame ver. ¡Por Cristo, tienes razón! Eso significa que la lámpara ha tenido que estar bajo el agua...

—Eso no prueba nada sobre su... su procedencia. Puede tratarse de una lámpara de época griega o romana, arrojada por la borda en cualquier parte del Mediterráneo.

—¡Oh! —exclamó Alfred, desalentado—. Bueno, no voy a seguir trabajando mucho más con ella esta noche. Necesitamos la luz del día —y, tras decir esto, dejó el objeto, apartándolo.

Aquella noche, volví a tener la misma pesadilla. Estaba aquel trono, y aquel endemoniado personaje... Yuskejek o como se llamara, sentado sobre él. Y después, extendió hacia mí aquellos brazos elásticos... Un golpe me despertó. Era Alfred.

—Dime, Willy, ¿has oído algo?

—No —contesté—. Estaba durmiendo. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé. He notado un ruido, como si alguien... o algo... andara pesadamente por el porche.

—¿Mike?

—No, él también estaba durmiendo. Será mejor que te pongas la bata. Hace mucho frío fuera.

Sabía lo frías que podían llegar a ser las noches en los Adirondacks, incluso en el mes de julio. Bien arropado, seguí a Alfred, bajando las escaleras. Allí encontramos a Mike, que llevaba puesta una larga camisa de dormir, de estilo victoriano, con una linterna, un farol de tamaño regular y un hacha. Alfred desapareció, y tras revolver uno de los cofres que había junto a la ventana, reapareció con un rifle del calibre 22.

—Es la única arma de fuego que poseemos —me dijo—. La mantengo oculta para el caso de que los malditos nativos vuelvan a intentar robarme.

Esperamos, respirando ligeramente y escuchando. Y entonces escuchamos el sonido; era un bump-bump-bump; una parada y un nuevo bump-bump-bump-bump. Parecía como si alguien estuviera andando por el viejo porche llevando unas pesadas botas, la clase de botas que suele llevar todo el mundo en los bosques antes de que los veraneantes empiecen a correr de un lado a otro con pantalones cortos y zapatillas ligeras de goma. (Aún me gusta ese tipo de botas, los insectos, al menos, no pueden picarle a uno a través de ellas.) Quizá el sonido podría haber sido producido por un caballo o por un alce, aunque no había aparecido ningún alce por áquella región desde hacia casi un siglo. De cualquier modo, no podía imaginarme qué otra bestia podría ser capaz de nadar hasta la isla de Ten Eyck. El sonido no parecía especialmente amenazador en sí mismo; pero en aquella noche tan negra, y en un lugar tan solitario como aquél, hizo que se me pusieran los pelos de punta. Los ojos de Alfred y de Mike tenían el doble de su tamaño normal a la luz del farol. Alfred me entregó un pequeño bate de béisbol.

—Abre la puerta con una sola mano, Willy —me dijo—, y trata de coger a lo que sea con un buen golpe de madero. Después, Mike y yo le perseguiremos.

Esperamos y seguimos esperando, pero el sonido no volvió a eseucharse. Finalmente, salimos y exploramos la pequeña isla con nuestras luces. No había ningún alce. Pero las estrellas brillaban con esa extraña luminosidad que sólo se ve en las noches de tiempo claro, y en lugares elevados. No encontramos nada, a excepción de un mapache, que se subió rápidamente a un árbol desde donde nos observó con su careta negra de bandido, mientras sus ojos brillaban intensamente a la luz del farol.

—Ése es Robin Hood —dijo Alfred—. Es nuestro servicio personal de destrucción de basuras. Seguro que no era él quien producía ese sonido. Bien, hemos revisado cada metro de la isla y no hemos visto nada, así es que supongo...

No hubo más fenómenos extraños durante el resto de aquella noche. Al día siguiente limpiamos un poco más la lámpara. Poco a poco fue apareciendo un objeto pequeño y bello, muy oxidado. El metal era pálido, con un matiz rojizo o amarillento, como sucede con algunas clases de oro blanco.

También tomé un baño, más para demostrar que todavía no era un hombre de mediana edad, que por el placer de bañarme. Nunca me ha interesado mucho bañarme en el agua helada. Y ése es el tipo de agua que se encuentra en los lagos de los Adirondacks, incluso cuando hace más calor, en cuanto se desciende un poco en el agua. Aquella noche, volví a tener otro sueño. El ser del trono estaba en él. Sin embargo, en esta ocasión, en lugar de estar situado frente a él, parecía como si me encontrara a un lado, mientras que era Alfred quien estaba frente al trono. Los dos estaban hablando, pero su conversación se mantenía en una voz demasiado baja y susurrante, de modo que no pude comprender las palabras. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, devorando el gran montón de pequeñas tortas que Mike había hecho para nosotros, le pregunté a Alfred al respecto.

—Estás en lo cierto —me dijo—. Yo también soñé que me encontraba ante Su Majestad Tentacular.

—¿Qué ocurrió?

—¡Oh! Se trata de Yuskejek, seguro... a menos que los dos estemos locos. Quizá lo estemos, pero no lo creo. Yuskejek me ha dicho que me convertirá en un ganador, en lugar de un perdedor, aunque para ello tengo que ofrecerle un sacrificio.

—¡No me mires de ese modo! —le dije—. Yo tengo que volver a mi trabajo el lunes...

—¡No seas tonto, Willy! No voy a cortarte el cuello, ni tampoco el de Mike. Tengo muy pocos amigos para perderlos así. Le expliqué a ese espectro que aquí tenemos leyes muy serias contra el sacrificio humano.

—¿Y cómo se lo tomó él?

—Gruñó un poco, pero terminó por admitir que teníamos derecho a tener nuestras propias leyes y costumbres. Así pues, quedará satisfecho con un animal. Sin embargo, tendrá que ser un animal de buen tamaño... ningún ratón o ardilla.

—¿Y qué es lo que tienes por aquí? No he visto nada que sea de un tamaño superior al de las ardlllas, a excepción de ese mapache.

—¡Por Cristo, no mataría a Robin Hood! Es un amigo. No, iré a Gahato y compraré un cerdo o algo así. Será mejor que vengas conmigo y me ayudes a traer el animal.

—Ahora sé que estamos locos —le dije—. ¿Te has enterado ya de dónde estaba la verdadera Atlántida?

—¡Vaya! No se me ocurrió preguntarle. Quizá pueda tratar ese asunto más adelante. Será mejor que nos marchemos después de comer.

—¿Y por qué no ahora mismo?

—Prometi a Mike ayudarle a hacer un trabajo esta mañana.

El trabajo consistió en cortar un tronco muerto de álamo en leños para el fuego. De haber tenido una sierra mecánica, habrían terminado la tarea en cuestión de minutos, pero a Alfred no le gustaba toda esa maquinaria de nueva invención. Así pues, utilizaron una vieja sierra larga, con dos mangos en sus extremos. Yo sustituí a Alfred en la tarea, hasta que las ampollas que me habían salido de remar empezaron a dolerme. El tiempo atmosférico parecía tener otras ideas sobre nuestro viaje de la tarde a Gahato. Es una regla casi segura que si en el verano llueve en alguna parte del Estado de Nueva York, también llueve en los Adirondacks. He conocido épocas en las que ha llovido cada día durante ocho semanas. Habíamos disfrutado de dos días bastante buenos, y aquél empezó siendo un día claro y suave. Pero, a las diez, ya se habla cubierto el cielo. A las once resonaba la tormenta, y a las doce empezó a llover a cántaros, interrumpiendo nuestra tarea de cortar madera. Mirando desde detrás de las ventanas de la casa, apenas si podíamos ver el agua del lago, excepto cuando algún relámpago iluminaba fuertemente la escena. El viento gemía a través de los viejos pinos, doblándolos hasta el punto de que pensaba que se los llevaría en cualquier momento. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas, casi horizontalmente, como el crepitar de un buen fuego.

—Yuskejek tendrá que esperar —dije.

Alfred pareció preocupado.

—Fue bastante insistente. Le dije que podría haber alguna dificultad y murmuró algo sobre: recuerda lo que ocurrió la última vez.

La lluvia continuó cayendo con fuerza durante la tarde. La tormenta, con sus truenos, relámpagos y viento, amainó, terminando por convenirse en un chaparrón típico de los Adirondacks. Finalmente, Alfred dijo:

—¿Sabes, Willy? Creo que deberíamos tomar el bote y marcharnos a Gahato...

—Estás loco —repliqué—. Con este tifón, el bote se hundirá antes de llegar allí.

—No, es insumergible. Dispone de tanques de flotación y tú puedes ir achicando agua, mientras yo lo dirijo.

—¡Oh, por el amor de Dios! Si estás tan decidido a llevar adelante este asunto tan tonto, ¿por qué no te llevas a Mike?

—Porque él no sabe nadar. No es que vayamos a tener que hacerlo, pero no quiero correr ese riesgo.

Discutimos un poco más de un modo muy inconexo. No hace falta decir que a ninguno de los dos nos apetecía salir al exterior bajo aquella lluvia torrencial. Sin embargo, Alfred había terminado por obsesionarse con su lámpara de la Atlántida y el espíritu que contenía. Quizá el dios había sido evocado al frotarla para limpiarla, como sucediera en Las mil y una noches. Entonces, Alfred me cogió con fuerza del brazo, diciéndome:

—¡Mira eso!

Pegué un salto como si me hubieran dado un golpe. Aquella misteriosa atmósfera había empezado a afectarme. Fue un alivio ver que Alfred me estaba señalando, no la forma materializada de Yuskejek, sino una enorme tortuga que caminaba lentamente por el claro que había frente a la casa.

—¡Ahí está nuestro sacrificio! —gritó Alfred—. ¡Cojámosla! ¡Mike!

Abrimos la puerta y nos deslizamos en la humedad, hacia el banco del lago Lower en persecución de la tortuga. Alcanzamos al animal antes de que pudiera llegar al lago. Con un aspecto similar al de un pequeño dinosaurio, la tortuga fue de un lado a otro, avanzando con bastante rapidez. Cuando nos acercamos a ella, metió su cabeza bajo el caparazón y escondió las patas. El chasquido del mordisco que nos envió sonó por encima del ruido de la lluvia. La tortuga intentó morder a Mike cuando Alfred la cogió por la cola, elevándola en el aire. Aquello requirió un buen esfuerzo por su parte, pues debía de pesar por lo menos diez kilos. Además, Alfred tenía que mantenerla alejada de sí mismo, para evitar ser mordido, por lo que tuvo que extender el brazo. La tortuga se movía precipitadamente de un lado a otro lanzando mordiscos en todas direcciones y debatiéndose en el aire con sus patas.

—¡Ten cuidado! —le advertí—. Ese animal te puede castrar si no eres cuidadoso.

—¡Mike! —gritó Alfred—. Toma el hacha y el arpón de pesca submarina.

Todos estábamos empapados. Alfred gritó:

—¡Date prisa! No puedo sostener este bicho por mucho más tiempo.

Una vez traídas aquellas herramientas, Alfred dijo:

—Y ahora, Mike, tienes que golpearla con la punta del arpón, e introducirlo en su morro. Willy, mantente atento con el hacha, y cuando Mike la obligue a sacar la cabeza todo lo que pueda, se la cortas de un hachazo.

No sentía ningún deseo de decapitar a aquella tortuga, que nunca me había hecho nada, pero yo no era más que un invitado y, después de todo, cabía la posibilidad de que aquello guardara relación con la lámpara y las pesadillas que producía.

—¿No tienes que hacer ningún ritual? —pregunté.

—No. Eso vendrá después. Yuskejek me lo explicó. ¡Ah, la has atrapado!

La tortuga había mordido el arpón. Girando el pequeño tridente, Mike la obligó a sacar la cabeza de debajo del caparazón. Y entonces...

—¡Madre de Dios! —gritó Mike—. ¡Se ha comido la punta!

Así era, en efecto. La tortuga había mordido una de las puntas del tridente -que podía haber estado debilitada por el óxido- y se lo había tragado. Instantáneamente, escuchamos un grito salvaje de Alfred. La tortuga había dirigido su morro hacia la carne de la pierna de Alfred, justo por encima de la rodilla. En aquel momento de excitación, Alfred se había olvidado de mantener alejado al reptil de su cuerpo. En el momento en que la tortuga mordió su pierna a través de los pantalones, Alfred se tambaleó, arrastrando a la tortuga por el rabo. Después, él y el animal cayeron juntos al suelo. Alfred, encogido en el suelo, se llevó las manos a la pierna herida, mientras la tortuga, viéndose libre de la sujeción, desapareció inmediatamente en las aguas del lago Lower, batidas por la lluvia. Mike y yo llevamos a Alfred a la casa. Una gran mancha roja se iba extendiendo por su pernera, empapándola. Sin embargo, cuando le quitamos los pantalones, no nos pareció que fuera necesario llevarlo al médico de Gahato. Las fauces de la tortuga habían desgarrado la piel en cuatro lugares, pero los cortes eran relativamente pequeños, de ese tipo de herida que puede curar un simple desinfectante y algunas vendas.

Con toda aquella excitación, nos olvidamos de Yuskejek y de su sacrificio. Como Alfred se sentía muy desfallecido, dejó que Mike hiciera la cena. Después, escuchamos un poco la radio, leimos otro poco, hablamos un rato y finalmente nos fuimos a dormir. La lluvia seguía repiqueteando sobre el tejado cuando, unas horas más tarde, Alfred me despertó.

—Vuelve a escucharse ese mismo sonido —me dijo.

Prestamos atención, y volvimos a oír el bump-bump-bump, mucho más fuerte que la vez anterior. Bajamos y volvimos a abrir la puerta e iluminamos los contornos con el farol. Pero todo lo que vimos fue la cortina de lluvia. Cuando cerramos la puerta, volvimos a escuchar el sonido, más fuerte. Miramos otra vez al exterior, en vano. Cuando cerramos la puerta de nuevo, el sonido se escuchó todavía con más fuerza: boom-boom-boom. Toda la isla parecía estremecerse.

—¡Eh! —dijo Alfred—. ¿Qué demonios está ocurriendo? Parece como si fuera un terremoto.

—Nunca he oído decir que en esta parte del país haya habido ningún terremoto —dije—. Pero...

Se produjo entonces un terrorífico boom, como un rayo que hubiera caído cerca. La casa se estremeció y pude oír cómo los objetos se caían de las estanterías. Mike se arriesgó a dar un rápido vistazo al exterior, y gritó en tono quejumbroso:

—¡Señor Ten Eyck! ¡El lago está subiendo!

Las sacudidas empezaban a ser tan violentas que apenas si podíamos sostenemos en pie. Nos apoyamos en la casa, y entre nosotros, para mantener nuestro equilibrio. Era como estar en un tren que avanzara con gran rapidez sobre unos rieles en mal estado. Alfred miró hacia el exterior.

—¡Es eso! —gritó, lleno de espanto—. ¡Larguémonos de aquí!

Una vez fuera, nos encontramos bajo la implacable lluvia, en el momento en que las aguas del lago Lower llegaban espumeantes hasta el mismo porche de Camp Ten Eyck. En realidad, no eran las aguas las que estaban subiendo, sino la isla la que se estaba hundiendo. Tropecé y salté del porche, encontrándome de pronto con el agua hasta las rodillas. Una ola casi me pasó por encima y, de algún modo, me despojé de mis ropas. Afortunadamente, soy un nadador bastante bueno. Una vez que me sentí a flote, no tuve ningún problema en mantenerme sobre la superficie. No había olas pequeñas, de esas que le dan a uno en el rostro, sino olas grandes, largas, que surgían lentamente y me sacudían hacia arriba y hacia abajo. Quedaban, sin embargo, una gran cantidad de restos que habían flotado, subiendo a la superficie desde la isla cuando ésta se sumergió. Tropecé con cajones, leños, ramas de árboles y otros restos. Escuché los gritos de Mike Devlin.

—¿Dónde estás, Mike? —grité.

Gracias al sonido de nuestras voces, pudimos encontrarnos, y entonces nadé hacia él. Recordando que Mike no sabía nadar, hubiera deseado tener más práctica en salvamento de naúfragos. Afortunadamente, encontré a Mike agarrado a un tronco -parte de aquel álamo que habían estado aserrando- como único medio de salvar su vida. Con un gran despliegue de energia por mi parte, conseguimos llegar a la orilla media hora más tarde. Mike estaba sollozando.

—¡Pobre señor Ten Eyck! —dijo—. ¡Un caballero tan amable! Debió de caer alguna maldición sobre él.

Hubiera o no una maldición sobre Alfred Ten Eyck, el caso es que su cuerpo fue recuperado al día siguiente. Tal y como él mismo había admitido, era un perdedor. El oleaje causó daños por valor de muchos miles de dólares a otras personas, afectando sus embarcaderos, botes y casas lacustres situadas en los lagos Superior, Lower y en el canal. Sin embargo, y debido al chaparrón, todos los demás propietarios de casas habían permanecido en ellas y no se produjo ninguna otra desgracia personal. El geólogo del Estado afirmó más tarde que el terremoto era una imposibilidad geológica.

—Debería haber dicho una anomalía —se corrigió a sí mismo—. Obviamente, era algo que cabía dentro de lo posible, puesto que sucedió. Tendremos que modificar nuestras teorías para explicarlo.

No creo que le hiciera ningún bien hablarle de Yuskejek. Por otra parte, si la historia se conocía, algún propietario podría haber sido lo bastante chiflado como para pedirme una indemnización por los daños y perjuicios sufridos en sus propiedades. Habría dispuesto de una gran cantidad de tiempo para probar cualquier cosa y, después de todo, ¿a quién le gusta verse envuelto en el más tonto de los juicios? Supongo que la lámpara de la Atlántida se encuentra ahora en el fondo del lago, y confío en que nadie la saque de allí. Cuando Yuskejek amenaza con hundir una isla si no se le ofrece un sacrificio, creo que no bromea. Quizá ya no pueda hundir un lugar tan grande como se supone que lue la Atlántida. Su capacidad actual parece mas bien encontrarse al nivel de una pequeña isla como la de Ten Eyck.

Sin embargo, no me interesa buscar a esa vieja y siniestra divinidad simplemente para comprobar qué es lo que puede hacer. Con una demostración como la que presencié, es suficiente. Después de todo, se supone que la Atlántida fue un continente. Y si él se enfada lo bastante, nunca se sabe...

L. Sprague de Camp (1907-2000)




Relatos góticos. I Relatos de L. Sprague de Camp.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de L. Sprague de Camp: La lámpara (The Lamp), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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