«Signor Formica»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis


«Signor Formica»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.




Signor Formica (Signor Formica) —título que en español significa: Señor Hormiga— es un relato del romanticismo del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado en la antología de 1821: Los hermanos Serapion (Die Serapionsbrüder).

Signor Formica, uno de los grandes cuentos de E.T.A. Hoffmann, narra la historia del famoso pintor Salvator Rosa, quien llega a Roma y sufre una grave enfermedad, lo cual le permite descubrir algunos aspectos desconocidos de su propia vida.

En este sentido, Signor Formica, como ningún otro cuento de E.T.A. Hoffmann, presenta una estructura completamente diferenciada de la noveleta de su período, y se afirma, a través de la comedia y el absurdo, en el mismo suelo donde crecerá, oportunamente, el relato de terror de finales del siglo XIX.




Signor Formica.
Signor Formica, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El famoso pintor Salvator Rosa llega a Roma y es atacado por una grave enfermedad. Lo que le sucedió durante la enfermedad. Por lo general suele hablarse muy mal de las personas célebres, bien lo merezcan o no, y eso es lo que le sucedió al excelente pintor Salvator Rosa, cuyos cuadros llenos de vida, ¡oh querido lector!, te habrían complacido siempre que los hubieras visto. Al extenderse la fama de Salvator por Nápoles, Roma, Toscana y toda Italia, todos los pintores trataron de imitar su estilo para gustar al público, pero al mismo tiempo no faltaron individuos que sembraron toda clase de malignos rumores para ensombrecer su gloria y fama de artista. Aseguraban que Salvator en una época anterior de su vida había pertenecido a una banda de ladrones y que de este infame trato procedían las salvajes y siniestras figuras, fantásticamente trajeadas, de sus cuadros, así como los sombríos y desérticos lugares, las selve salvagge, como diría Dante, donde solía refugiarse, que reproducía en sus paisajes. Pero el principal crimen que se le imputaba era el haber formado parte de la sangrienta conspiración de Massaniello. Contábase lo sucedido con todo lujo de detalles.

Aniello Falcone, el pintor de batallas, uno de los mejores maestros de Salvator, entró en ira y deseo desenfrenado de venganza al haberle matado los soldados españoles a un pariente suyo. No le costó mucho reunir una partida de jóvenes resueltos, la mayor parte pintores, a los que dio armas y el nombre de Compañía de la Muerte. En efecto, esta pandilla justificó su nombre esparciendo el horror y la devastación, recorriendo el día entero la ciudad de Nápoles y matando sin compasión a cuantos españoles encontraba, y ¡aún más! penetraban en los lugares sagrados y asesinaban sin compasión a los infelices contrarios que con miedo mortal buscaban allí asilo.

Durante la noche reuníanse en casa de su jefe, el sanguinario y enloquecido Massaniello, a quien pintaban a la rojiza luz de las antorchas, de modo que en muy poco tiempo circularon por Nápoles y sus alrededores centenares de estos retratos. Decíase que Salvator Rosa había tomado parte en estas escenas sangrientas, y no menos sediento de muertes durante el día que aplicado al trabajo durante la noche. Es cierto lo que dice de él un célebre crítico de arte, creo que Taillason. Dice que en sus obras está impreso el carácter de un orgullo salvaje, de una extraña energía de pensamiento y de ejecución. La Naturaleza no se le presenta verde y amena, con campos floridos, bosquecillos olorosos y arroyos murmuradores, sino horrible y agreste, rocas gigantescas amontonadas, orillas del mar peligrosas y escarpadas, y selvas tenebrosas e intransitables; no es el suave murmullo de las hojas ni el soplo del viento vespertino, no, lo que se oye, sino el rugido del huracán, y el estrépito de la catarata.

Cuando se contemplan los desiertos que pinta y los seres de extraño y salvaje aspecto que bien solos o en grupo vagan por ellos, vuelven a asaltarnos de nuevo los estremecedores pensamientos. Aquí se cometió un horrible asesinato, nos decimos, allí fue arrojado por aquel precipicio su cadáver ensangrentado, y muchas más cosas. Puede que todo esto sea verdad, y que Taillason esté en lo cierto cuando afirma que el Platón de Salvator y hasta el mismo San Juan en el desierto anunciando el nacimiento del Salvador del mundo semejan a unos salteadores; aun dando esto por cierto, como digo, no se podría juzgar al maestro por sus obras y deducir que por haber pintado tan vivamente lo terrible y lo salvaje tuviese también que ser él un desalmado y un bárbaro. Por lo general, quien más habla de la espada es quien peor la maneja; quien concibe en su interior la atrocidad de las más sanguinarias maldades y las describe con la pluma y el pincel, paleta en mano, con total veracidad, es incapaz de ejecutarlas. ¡Basta ya! No doy el más mínimo crédito a todos los rumores que nos presentan al buen Salvator como un bandido y asesino sin escrúpulos, y deseo, querido lector, que participes de mis sentimientos. De no ser así temo que desconfiarías de todo lo que voy a contarte del maestro, porque el Salvator de mi relación debe parecerte un hombre en la plenitud de su vida ardiente y entusiasta, al tiempo que dotado de un carácter franco y generoso, capaz de dominar la amarga ironía que en todos los hombres dotados de profundo talento inspira la clara contemplación de la vida. Por lo demás, es bien sabido que Salvator era tan buen poeta y músico como pintor. Su genio interior se manifestaba así resplandeciente.

Vuelvo a decir que no creo que Salvator tomase parte en las atrocidades sangrientas de Massaniello; creo, por el contrario, que el horror de aquella época espantosa le hiciera huir de Nápoles a Roma, a donde llegó fugitivo al tiempo que acababa de ser derribado Massaniello. Vestido de manera vulgar, con una pequeña bolsa con un par de cequíes en su faltriquera, entró sigilosamente por la puerta, nada más hacerse de noche. Sin saber de qué manera, encontróse en la plaza de Navona, donde en una época más feliz había vivido en una casa cerca del palacio Pamfili. Inquieto y desasosegado, levantó la vista hacia las grandes ventanas que brillaban y refulgían como espejos a los rayos de la luna.

—¡Ah! —exclamó tristemente— ¡cuántos lienzos tendré que pintar para poder poner mi taller allá arriba!

De repente se quedó como paralizado y se sintió decaído y desarmado enteramente, como jamás lo había estado.

—¿Podré, por ventura —murmuró entre dientes y dejándose caer en los escalones de piedra del palacio—, podré vender suficientes lienzos pintados al gusto de los necios?... Hum, me parece que he llegado al cabo.

El viento frío y cortante de la noche soplaba por las calles. Salvator sintió la necesidad de buscarse un cobijo. Levantóse penosamente y fue tambaleándose hacia el Corso, y dobló hacia la calle Bergognona. Allí se detuvo delante de una casita que tenía dos ventanas amplias, y en la que vivía una pobre viuda con sus dos hijas. Ésta misma le había hospedado por poco dinero la primera vez que vino a Roma, desconocido y sin fama, y en esta viuda pensó nuevamente para encontrar alojamiento conforme a las escasas posibilidades con las que se encontraba en aquel momento. Llamó, pues, confiado, a la puerta, repitiendo varias veces su nombre. Finalmente, oyó como la vieja penosamente despertaba de su sueño. Arrastróse renqueando hacia la ventana y empezó a regañar al bribón que la inquietaba en medio de la noche, diciendo que su casa no era un mesón y cosas por el estilo. Hubo muchas preguntas y respuestas, hasta que reconoció por la voz a su antiguo huésped, y cuando Salvator le explicó quejumbrosamente cómo había huido de Nápoles y que no encontraba alojamiento en Roma, entonces exclamó la vieja:

—¡Ah, por Cristo y todos los santos de la corte celestial! ¿Es usted, Signor Salvator? ¡Muy bien! ¡El cuarto que usted ocupaba arriba y que da al patio aún está desocupado y la vieja higuera ha llegado ya con las ramas y hojas hasta la ventana, de modo que podrá usted sentarse y trabajar como si estuviera en un hermoso y fresco pabellón! Cuánto se alegrarán de verle mis hijas, Signor Salvator. ¿Sabe usted que Margarita está muy alta y guapa? ¡Ahora ya no podrá mecerla en sus rodillas! Y su gatita hace tres semanas que murió por haberse tragado una espina. En verdad que el sepulcro es nuestra herencia. A propósito, ¿se acuerda usted de la vecina gorda, de aquella que se reía tanto y a la que a menudo pintaba usted en caricatura? Pues ha de saber que se ha casado con aquel joven, el Signor Luigi. Bueno ¡nozze e magistrati seno da Dio destinati! El matrimonio viene del cielo, según digo yo.

—Pero Signora Caterina —dijo Salvator interrumpiendo a la vieja— por todos los santos, déjeme usted entrar y luego me contará lo de la higuera, lo de sus hijas, lo de la gata y lo de la vecina gorda. ¡Estoy muerto de frío y de cansancio!

—¡Oh, que impaciente viene! Chi va piano, va sano, chi va presto, more lesto. Vayamos poco a poco, digo yo. Pero usted está cansado y tiene frío; ¡vamos, rápido las llaves, las llaves!

Pero antes fue preciso que la vieja despertase a sus hijas y luego que lentamente, muy lentamente, encendiese el fuego. Finalmente abrió la puerta al pobre Salvator, que apenas pisó el umbral cayó al suelo desvanecido a causa del cansancio y la enfermedad. Por fortuna, el hijo de la viuda, que vivía en Tívoli, se hallaba aquella noche en su casa, le hicieron dejar su cama al enfermo, y él de muy buena voluntad se la cedió al amigo de la casa. La vieja quería muchísimo a Salvator, le consideraba, a su parecer, superior a todos los pintores del mundo, y todo lo que hacía le encantaba. Quedó fuera de sí al ver el lamentable estado en que se encontraba e inmediatamente quiso echar a correr al convento próximo en busca de un confesor, para que viniese a conjurar al espíritu maligno, con cirios benditos o con cualquier valioso amuleto. Por el contrario, el hijo dijo que sería mucho mejor encontrar a un buen médico, por lo que se fue corriendo a la plaza de España, donde vivía el famoso Doctor Splendiano Accoramboni, que en cuanto supo que el pintor Salvator Rosa yacía enfermo en la calle Bergognona, se dispuso a trasladarse al punto junto al paciente. Salvator yacía sin sentido, con fiebre altísima. La vieja había colgado a la cabecera de la cama dos imágenes de santos y oraba con fervor; las hijas, bañadas en llanto, se esforzaban de cuando en cuando en hacer tragar al enfermo algunas gotas refrigerantes de limonada, que ellas mismas habían preparado, mientras que el hijo, sentado a la cabecera, le secaba el sudor frío de la frente.

Había ya amanecido cuando se abrió ruidosamente la puerta y entró el célebre Doctor Signor Splendiano Accoramboni. Si Salvator no hubiese estado enfermo de tanto peligro y la situación no fuese tan dolorosa, creo que las dos mozas, alegres y burlonas como eran, se hubieran echado a reír a carcajadas al ver el extraño aspecto del Doctor, en vez de retirarse tímidas y medrosas en un rincón. Merece la pena que describamos el aspecto del hombrecillo que apareció al amanecer en casa de la Signora Caterina en la calle Bergognona. A despecho de todas las disposiciones para tener una elevada talla, el Doctor Splendiano Accoramboni apenas alcanzaba la estatura de cuatro pies. Sin embargo, en sus años juveniles, la proporción de sus miembros era muy elegante y antes de que su cabeza, algo disforme en su origen, hubiese adquirido un inmenso volumen, debido a sus enormes carrillos y a una doble barba prodigiosa, antes de que su nariz se hubiese ensanchado debido a las repetidas tomas de tabaco de España, y antes de que su barriguita hubiese tomado tan desmedida prominencia, debido al abundante pasto de macarrones, el traje de abate que entonces llevaba le sentaba a las mil maravillas. Podíasele muy bien llamar un hermoso hombrecillo, por lo que las damas romanas le llamaban su "caro puppazetto", su querido muñequito.

Ahora, realmente, todo había pasado, y un pintor alemán, al ver atravesar la plaza de España al Doctor Splendiano Accoramboni, dijo, no sin razón, que parecía como si un mocetón hubiese dejado caer su cabeza sobre el cuerpo de una marioneta de polichinela, quien se veía después obligado a llevarla continuamente, como cosa propia. Esta particular y menguada figura iba envuelta en una prodigiosa cantidad de damasco de Venecia, cortado en forma de bata, ceñida bajo el pecho con un ancho cinturón de cuero, del cual colgaba un florete de tres varas, y encima de su peluca blanca como la nieve llevaba puesto un birrete alto, que recordaba al obelisco de la plaza de San Pedro. La susodicha peluca, semejante a una madeja enredada, le caía hasta las posaderas, de modo que podía tomársele por el capullo donde se esconde el gusano de seda. El célebre Splendiano Accoramboni observó primero con sus grandes y resplandecientes anteojos al enfermo Salvator, y luego a la Signora Caterina, a la cual llamó aparte para decirle:

—Aquí yace —dijo en voz baja— el valioso pintor Salvator Rosa, medio moribundo en vuestra casa, Signora Caterina. Dígame usted ¿cuándo ha llegado? ¿Ha traído muchos y hermosos cuadros?

—¡Ah, mi buen doctor! —contestó la señora Caterina—. Esta misma noche ha llegado el pobre, y por lo que respecta a los cuadros, no sé nada; pero abajo hay una gran caja que Salvator, antes de que perdiera el conocimiento, me ha encomendado. Creo que es un hermoso cuadro, que habrá pintado en Nápoles.

La señora Caterina decía una gran mentira, pero luego sabremos qué motivos tenía para engatusar así al Señor Doctor.

—Bien, bien —dijo el Doctor, sonriendo y acariciándose la barba; luego se acercó al enfermo con toda la gravedad que le permitía su largo florete, que tropezaba de continuo con todas las sillas y mesas del aposento, le tomó la mano y le tentó el pulso, en tanto suspiraba y resoplaba, de modo que contrastaba extrañamente con aquel silencio profundo y religioso que guardaban todos los presentes.

Luego enumeró más de ciento veinte enfermedades con sus nombres latinos y griegos, que Salvator no tenía, y luego recitó otras tantas que hubiera podido tener, y terminó diciendo que no podía pronunciarse acerca de la enfermedad de Salvator hasta que no hubiera pasado cierto tiempo y encontrado los remedios adecuados para su curación. Dicho esto se marchó con la misma gravedad con que había venido, dejando a todos inquietos y asustados. Ya abajo el Doctor pidió que le enseñasen la caja de Salvator. La señora Caterina le enseñó una en la que había metido algunos abrigos usados de su difunto esposo, así como otros tantos zapatos viejos. El Doctor, dando algunos golpecitos en la caja, dijo con satisfacción:

—¡Ya veremos, ya veremos!

Pasadas algunas horas volvió el médico con un hermoso nombre para la enfermedad de Salvator y algunos grandes frascos llenos, de un olor nauseabundo, ordenando que se lo hiciesen tomar al instante al enfermo. Costó mucho trabajo, pues el enfermo mostraba gran aversión y repugnancia hacia aquella medicina, que parecía estar hecha en el Aqueronte. Pero ya fuese que la enfermedad a la que había dado nombre se hacía verdadera y hubiese llegado a su mayor apogeo o que la poción que le había dado Splendiano obrase con violencia en sus entrañas, lo cierto es que el enfermo de día en día y de hora en hora iba empeorando, y a pesar de que el Doctor Splendiano Accoramboni aseguraba que cuando se apaciguasen todas las funciones vitales él daría a la máquina como a un péndulo de un reloj el impulso del movimiento más activo, lo cierto es que todos dudaban del restablecimiento de Salvator y sospechaban que el Doctor quizás había dado tanta fuerza al péndulo que lo había roto enteramente. Un día que Salvator, al parecer, no podía ni siquiera menearse, acometido de un fuerte ataque de fiebre, de repente saltó de la cama y apoderándose de los frascos de medicinas los arrojó furioso por la ventana. Al Doctor Splendiano Accoramboni, que precisamente en aquel momento entraba en la casa, le cayeron un par de frascos en la cabeza, que le llenaron abundantemente la peluca, el rostro y la gorguera de un negro contenido. El Doctor entró rápidamente en la casa gritando:

—Sí, el Signor Salvator se ha vuelto loco, está delirando, no hay arte que pueda curarle, dentro de diez minutos se morirá. ¡Dadme el cuadro, señora Caterina, dadme el cuadro, es el escaso pago de mis servicios! ¡Dadme el cuadro, he dicho!

Pero cuando la señora Caterina abrió la caja y el Doctor Splendiano vio los viejos abrigos y los zapatos rotos, empezaron a girar sus ojos como un par de ruedas de fuegos artificiales; rechinó los dientes, pataleó y, mandando a todos los diablos al pobre Salvator, a la viuda y a toda la casa, huyó de la habitación a la velocidad de una bala disparada de un cañón. Salvator, pasado el paroxismo rabioso de la alta fiebre, cayó de nuevo en un estado semejante a la muerte. La señora Caterina llegó a creer que era llegada su hora, así que se apresuró a ir en busca del padre Bonifacio, para que administrara los sacramentos al moribundo. Cuando el padre Bonifacio vio al enfermo, él, que estaba acostumbrado a conocer las características señales que la cercana muerte imprime en el rostro de los hombres, conoció que ninguno de estos síntomas tenía el desmayado Salvator, y que aún había posibilidades de salvación, que iba a poner inmediatamente en práctica, con la sola condición de que el Doctor Splendiano Accoramboni, con todos sus nombres griegos y frascos infernales, no volviera a poner los pies allí. El buen padre emprendió, pues, buen camino, y pronto veremos que cumplió lo que había prometido. Salvator despertó de su desmayo y tuvo la sensación de que estaba acostado en un bello y oloroso vergel, puesto que encima de su cabeza se entrelazaban ramas y hojas verdes. Sintió que le invadía una especie de calor vital bienhechor; únicamente tenía como entumecido el brazo izquierdo.

—¿Dónde estoy? —exclamó con débil acento.

Entonces un joven de buen parecer, que estaba de pie junto a su cama y en el que hasta entonces no había reparado, se arrojó de rodillas, y cogiéndole de la mano derecha, se la besó y regó con su llanto, exclamando una y otra vez:

—¡Oh, mi buen señor!... ¡Oh, mi gran maestro!... ¡Todo va bien! ¡Ya está usted a salvo! ¡Ya está curado!

—Pero decidme... —repuso Salvator.

Pero el joven le interrumpió, suplicándole que no se fatigase hablando pues se hallaba sumamente débil y le dijo que él le contaría lo que había sucedido.

—Mire —comenzó a decir el joven— mire usted, mi querido maestro, debía de estar usted muy enfermo cuando llegó de Nápoles, pero su situación no era de peligro de muerte y unos remedios sencillos hubieran curado al momento a su naturaleza vigorosa, a no haber sido por la desgraciada ocurrencia de Carlos, que con la mejor intención del mundo echó a correr a casa del médico más cercano y tuvo usted la desgracia de caer en manos del maldito Doctor Pirámide, que tomó todas las medidas para enterrarle.

—¿Cómo? —exclamó Salvator echándose a reír con todas sus fuerzas a pesar de la debilidad de su estado—. ¿Qué dice usted?... ¿El Doctor Pirámide?... ¡Ja, ja! Aunque mi enfermedad era grave, bien veía a aquel pequeñajo envuelto en damasco, que me condenó a beber aquel infame e infernal brebaje. Llevaba en la cabeza el obelisco de la plaza de San Pedro y seguramente por esto le llamarán el Doctor Pirámide.

—¡Oh, Dios Santo! —dijo el joven riendo también con todas sus fuerzas—. Seguramente el Doctor Splendiano Accoramboni se le habrá presentado con su gorro de dormir, con el cual se le ve brillar todas las mañanas en la ventana de la plaza de España, semejante a un meteoro de mal agüero. Pero no es a causa de su gorro por lo que merece el apelativo de Doctor Pirámide, sino por otra razón muy diferente... El Doctor Splendiano es un gran amante de los cuadros y realmente posee una colección de pinturas muy selecta, que ha logrado de un modo muy simple. Atiende a los pintores enfermos con celo y astucia. Especialmente a los extranjeros, a los que, en cuanto han comido macarrones en demasía o un vaso más de lo conveniente de vino de Siracusa, sabe atraer con sus lazos, les encaja alguna enfermedad a la que da un pomposo nombre y luego los cura.

Como paga por la curación se hace prometer un cuadro, que suele recoger de la herencia del pintor extranjero que ha enterrado ya en la Pirámide de Cestio, ya que sólo algunas naturalezas muy robustas pueden resistir sus poderosos remedios. El Signor Splendiano escoge siempre lo mejor de los cuadros del pintor, y no hay que decir que a veces también se lleva otro. El cementerio contiguo a la Pirámide de Cestio es el campo que siembra y cultiva el Doctor Splendiano Accoramboni, y por eso se llama Doctor Pirámide. La señora Caterina, con la mejor intención, había hecho creer al Doctor que usted había traído a Roma un cuadro muy hermoso, así es que puede imaginarse con qué celo preparaba sus bebidas. Por suerte, usted en un acceso de fiebre arrojó los frascos a su cabeza y afortunadamente él le abandonó, y todavía fue una suerte más que la señora Caterina fuese a buscar al Padre Bonifacio, creyendo que estaba usted moribundo, para que le administrara los santos sacramentos. El Padre Bonifacio, que sabe algo de medicina, juzgó atinadamente cuál era su estado y vino a buscarme.

—¿Así que también usted es médico? —preguntó Salvator con voz baja y quejumbrosa.

—No —repuso el joven, cubriéndose de rubor su rostro—, no, mi querido y buen maestro, no soy médico como el Doctor Splendiano Accoramboni, sino un cirujano. Creí morir de terror... y también de alegría cuando el Padre Bonifacio me dijo que Salvator Rosa estaba en cama casi moribundo. Me apresuré a venir aquí, le abrí a usted la vena del brazo izquierdo y se salvó. ¡Le trasladamos a este aposento fresco y ventilado, donde ahora se encuentra! Mire usted en torno suyo, aquí está el caballete que dejó usted al marcharse; allí hay un par de dibujos que la señora Caterina guarda como reliquias. Ya está vencida su enfermedad, gracias a los sencillos medicamentos que le ha preparado el Padre Bonifacio, y gracias a sus buenos cuidados pronto estará repuesto... ¡Y ahora permítame que le bese la mano, esta mano creadora que da vida a los más escondidos secretos de la Naturaleza! Permítame que el pobre Antonio Scacciati demuestre el entusiasmo que desborda de su corazón y dé al cielo ardientes gracias porque le ha permitido salvar la vida al grande, al excelente maestro, al sublime pintor Salvator Rosa.

Nada más decir esto, el joven se postró de rodillas, cogió la mano de Salvator y se la besó, cubriéndola de ardientes lágrimas, como la vez anterior.

—No sé —dijo Salvator tratando trabajosamente de ponerse en pie—, no sé, querido Antonio, qué especial impulso le lleva a demostrarme tanta veneración. Usted, según dice, es un cirujano, y esta profesión parece que se empareja mal con el arte, ¿no es así?

—Cuando se encuentre más repuesto, querido maestro —contestó el joven bajando la vista—, le contaré muchas cosas que ahora abruman mi corazón.

—Hágalo —dijo Salvator— con entera confianza, puede hacerlo porque jamás mirada alguna de hombre me ha hecho tanta impresión como la de usted, ni me pareciese más sincera. Cuanto más le miro, se me hace más evidente que sus rasgos tienen cierta semejanza con los del joven divino... ¡me refiero al Sanzio!

Los ojos de Antonio brillaron centelleantes... y en vano trató de buscar palabras para contestar. En aquel mismo instante la señora Caterina entró en compañía del Padre Bonifacio, que le presentó a Salvator una bebida perfectamente preparada, que le gustó mucho más al enfermo que el aqueróntico licor del Doctor Pirámide Splendiano Accoramboni. Antonio Scacciati se ve muy honrado por medio de Salvator Rosa. Confía los motivos de su continua tristeza a Salvator, que le consuela y le promete ayuda. Sucedió lo que había pronosticado Antonio. Los remedios sencillos y saludables del Padre Bonifacio, los atentos cuidados de la buena señora Caterina y de sus hijas, la suave influencia de la primavera naciente, todo contribuyó a que la naturaleza robusta de Salvator se repusiese, y que pronto estuviese dispuesto a ocuparse de su arte, empezando a diseñar algunos valiosos dibujos que luego trasladaría al lienzo. Antonio no salió, por decirlo así, del cuarto de Salvator, y miraba muy atento cuando éste esbozaba un cuadro, y más de una vez daba su juicio, mostrando que conocía los secretos del arte.

—Escuche usted, Antonio —le dijo un día Salvator—. Entiende usted tanto de arte, que creo que no se ha contentado sólo con mirar con buen juicio, sino que también habrá manejado el pincel.

—Recuerde —dijo Antonio—, recuerde usted, mi querido maestro, que cuando se reponía de aquel profundo desmayo que le había sobrecogido, le hablé de muchos secretos de mi corazón. ¡Ahora ha llegado el momento de que le confíe todo! Pues bien, a pesar de ser Antonio Scacciati el cirujano que os sangró, sin embargo pertenezco enteramente al arte, al que me quiero dedicar sin reserva, dejando de lado este maldito oficio.

—¡Oh! —exclamó Salvator— ¡Oh! Piense, Antonio, lo que va a hacer. Es usted un diestro cirujano, y posiblemente no pasará de ser un pintor mediano, porque, perdóneme, aunque tenga muy pocos años, sin embargo es ya mayor para empuñar el carboncillo, y más cuando la duración de la vida humana no basta para adquirir algunos conocimientos de la verdad, y sobre todo la capacidad de la práctica.

—¡Vaya! —repuso Antonio sonriendo lentamente—. Vaya, mi querido maestro; ¿como habría tenido ahora la loca idea de dedicarme al difícil arte de la pintura, si no me hubiera ya dedicado a ella desde mi infancia, si, por un favor del cielo, a pesar de los obstinados esfuerzos de mi padre para apartarme de todo lo que significase, no hubiera estado en la proximidad de famosos maestros? Sepa usted que el gran Aníbal se interesó por el pobre niño abandonado y que con razón me puedo llamar discípulo de Guido Reni.

—Bien —dijo Salvator, un poco seco, como algunas veces solía hacer—, bien, amigo Antonio, ya que ha tenido grandes maestros, no obstante su cirugía, habrá sido un gran discípulo. Ahora bien, lo que no comprendo es cómo siendo fiel partidario del suave y elegante Guido Reni, al que habrá querido imitar en todas sus obras, como es costumbre en los discípulos, puede hallar atractivo en mis cuadros, y considerarme como un maestro.

Al oír las palabras de Salvator, que tenían un tono zumbón, el rostro del joven se ruborizó.

—Déjeme que pierda toda la timidez que me impide muchas veces hablar, déjeme hablarle francamente tal como se me vaya ocurriendo. Mire, Salvator, nunca he venerado y admirado tanto a un maestro como a usted, Salvator. En sus obras lo que más admiro es la grandeza sobrenatural de sus ideas. Usted descubre los más profundos misterios de la Naturaleza, interpreta los maravillosos jeroglíficos de sus rocas, de sus árboles, de sus cataratas; usted oye sus sagradas voces. Usted entiende su lenguaje y posee la facultad de descubrir lo que le dicen. Sí, descubrir, porque éste es el nombre que debo dar a su pintura atrevida y enérgica. El hombre con sus solos actos no os basta. Usted mira al ser humano sólo en el círculo de la Naturaleza, y como un complemento necesario de la escena y del pensamiento. Por eso, Salvator, es usted grande en sus extraordinarios y adornados paisajes. Para el cuadro histórico, sin embargo, pone límites a su imaginación.

—Eso, Antonio —interrumpió Salvator al joven—, eso dicen los envidiosos pintores de historia, que me abandonan al paisaje como a un único plato para que no les coma su comida. ¿Acaso entiendo yo algo acerca de las figuras y en lo que tiene relación con ellas?... Pero estas ridículas maledicencias...

—No se enoje usted, mi querido maestro —prosiguió Antonio—, yo nunca repito nada a ciegas, y menos aún podré dar crédito a los juicios de nuestros pintores aquí en Roma ¡Quién no admirará el atrevido dibujo, la maravillosa expresión de sus figuras! Fácilmente se ve que usted no trabaja con modelos rígidos o con maniquíes muertos; se nota enseguida que se sirve de usted mismo con modelos vivos, pues cuando usted pinta o dibuja tiene delante del espejo la figura que va a reproducir en el lienzo.

—¡Vaya, Antonio! —exclamó Salvator riéndose—. ¡Supongo que más de una vez habrá usted mirado furtivamente en mi taller, sin saberlo yo, para adivinar tan bien lo que en él pasa!

—Podría ser, ¿no? —respondió Antonio—, pero ¡permítame que siga! Los cuadros que produce su poderoso genio, no quisiera criticarlos mezquinamente, como se esfuerzan en hacer los pedantes pintores. En realidad lo que se suele llamar paisaje no debe aplicarse a sus cuadros históricos en el sentido más profundo. Parece, a veces, como si aquella roca, aquel árbol, como si fuera una figura gigantesca, mirase con severidad, y lo mismo sucede con aquel grupo de hombres, tan extrañamente vestidos, que parecen piedras movedizas y maravillosas; toda la Naturaleza animada por una resonancia armónica proclama la sublime idea de su imaginación ardiente. Así es cómo he contemplado sus cuadros y, gracias a ello, mi admirado y noble maestro, he logrado un profundo conocimiento del arte. No crea, sin embargo, que caeré en una pueril imitación, tanto más cuanto admiro la libertad y el atrevimiento de su pincel. Confieso que el colorido de la Naturaleza me parece muy diferente al que veo en sus cuadros. Ahora bien, si el discípulo, para ejercitarse en la práctica, debe seguir el estilo de éste o de aquél maestro, así que empiece a andar por sí solo ¡debe esforzarse en pintar la Naturaleza tal como él mismo la concibe!

Esta mirada auténtica, esta unidad consigo mismo, es únicamente lo que puede crear un carácter y algo verdadero. Guido era de esta opinión y el turbulento Preti, al que como sabéis llamaban el Calabrés, un pintor que como ningún otro había profundizado en su arte y siempre me estaba advirtiendo que me apartase de toda imitación servil ¡Ahora, Salvator, ya sabe por qué le honro y le venero sin ser su imitador! Salvator había tenido constantemente la vista fija en la del joven mientras hablaba, y cuando acabó estrechóle cordialmente contra su pecho.

—Antonio —le dijo— acaba usted de decir palabras muy sabias y profundas. A pesar de ser tan joven, por lo que atañe a la inteligencia del arte, es usted muy superior a nuestros maestros ya viejos y famosos que desbarran sobre su pintura, sin profundizar jamás. En verdad que oyéndole hablar de mis cuadros tengo la sensación de haberme comprendido mejor a mí mismo. Veo que usted cree que para imitar mi género no es suficiente llenar una paleta de colores negros y embadurnar el lienzo de colores chillones o colocar un par de figuras contrahechas de aspecto siniestro sobre la tierra embarrada, y decir que ya con eso tienen un Salvator completo. Usted es digno de todo mi aprecio, y desde este momento tiene usted en mí el más fiel amigo. ¡A usted me entrego con toda mi alma!

No cabía en sí de gozo Antonio al ver que el maestro le demostraba tanto aprecio y amistad. Salvator manifestó vivos deseos de ver las obras de Antonio, quien le guió al momento al taller.
Ciertamente que Salvator esperaba ver obras más que medianas de aquel que tan acertadamente había hablado sobre el arte y que parecía estar inspirado por un genio particular, y sin embargo los magníficos cuadros de Antonio le sorprendieron extraordinariamente. Encontró en todos ellos ideas atrevidas, dibujo correcto y fresco colorido. El gusto que mostraba por los pliegues de los ropajes, la singular elegancia de las extremidades, la suma gracia de las cabezas, todo anunciaba al digno discípulo del gran Reni, y aún más, Antonio huía de los excesos de su maestro, quien acostumbraba muchas veces a sacrificar la expresión a la belleza. Veíase que Antonio aspiraba a alcanzar la energía de Aníbal, sin haberla podido alcanzar. Salvator fue examinando, con gravedad y silencio, uno por uno, todos los cuadros de Antonio, y luego le dijo:

—Oiga usted, Antonio, no puede ser de otro modo. Usted ha nacido verdaderamente para el noble arte de pintar, pues no solamente la Naturaleza le ha dotado del espíritu creador, fuente de inagotables riquezas y que inflama las más sublimes ideas, sino que también le ha concedido el raro talento de sobrepujar en poco tiempo todas la dificultades de la práctica.

Mentiría, adulándole, si le dijera que ha superado a sus maestros, y que posee la gracia maravillosa de Guido con la energía de Aníbal; pero sí es cierto que sobrepasa usted a nuestros maestros y a los pintores que alardean en la Academia de San Luca, como los Tiarnis, los Gessi, los Sementa, y todos los demás, sin exceptuar a Lafranc, que sólo sabe pintar frescos. Sin embargo, Antonio, ¡yo en su lugar lo pensaría mucho antes de abandonar la lanceta y empuñar los pinceles! Comprendo que resulte raro lo que digo, pero atienda mis razones... Estamos en un mal momento para el arte, o, mejor dicho, creo que el diablo ataca continuamente a nuestros artistas. Ahora bien, si no se halla usted dispuesto a sufrir toda clase de afrentas, porque cuanto mayor sea su arte, más desdenes y desprecios sufrirá, a medida que aumente y se extienda su fama verá que atacan mil maléficos envidiosos, que se agruparán en torno suyo con aire de amigos para perderle a usted mejor, si no se halla usted dispuesto a sufrir todo esto, ¡renuncie usted a la pintura! ¡Recuerde usted la suerte de su maestro, el gran Aníbal, a quien tanto persiguió en Nápoles una infame turba de compañeros en el arte, de modo que no pudo jamás obtener ningún trabajo importante, y que siempre se vio despreciado por todos, lo que le acarreó su prematura muerte! ¿Recuerda usted lo que le sucedió a nuestro Dominichino cuando pintaba la capilla de San Genaro? Aquellos malditos pintores —y por prudencia no nombraré a ninguno, ni siquiera a los bribones Ribera y Belisario— ¿no sedujeron a su criado para que mezclase ceniza en la cal? Así impedían la resistencia de la pared y la pintura no tenía ningún soporte. Medite usted bien todo esto y piense si se halla con suficientes fuerzas para resistir todo esto, pues de lo contrario desmayarían sus fuerzas y, faltándole valor para producir, se perdería también el talento.

—¡Oh, Salvator! —contestó Antonio— casi ya no tengo que temer más desprecios en el arte de la pintura que los que he sufrido en el oficio de cirujano. Usted ha quedado complacido con mis cuadros y usted ha dicho, seguramente bien convencido de ello, que algún día sería capaz de crear algo mejor que muchos de San Luca, y sin embargo éstos son precisamente los que me miran por encima del hombro y dicen despectivos:

—¡Mira ahí el cirujano que quiere ser pintor! ¡Precisamente por eso estoy decidido a abandonar un oficio que cada día aborrezco más! ¡En usted, mi digno maestro, es en quien pongo toda mi esperanza! Sus palabras tienen un gran poder para mí y usted puede con una sola palabra destruir a mis envidiosos enemigos y señalar el lugar que debo ocupar!

—Mucha confianza tiene usted en mí —repuso Salvator—, pero, desde que estamos tan de acuerdo acerca del arte y he visto sus obras, creo que nadie mejor que usted para emprender con más gusto la lucha.

Salvator volvió a examinar los cuadros de Antonio y se quedó parado delante de uno que representaba a la Magdalena a los pies del Salvador, al que especialmente elogió.

—Veo que no ha seguido, al representar esta Magdalena, el estilo tradicional. La Magdalena de usted no es una joven grave, sino una niña encantadora, tal como la había creado Guido. Tiene un encanto especial su bello semblante; usted lo ha pintado con inspiración, y, si no me equivoco, el original de esta Magdalena vive y se encuentra aquí en Roma. ¡Confiéselo usted, Antonio! ¡Usted está enamorado!

Antonio bajó los ojos y dijo con voz baja y temblorosa:

—¡Nada se oculta a su mirada penetrante, mi querido maestro! Puede ser lo que dice, pero no me riña por ello. Éste es mi cuadro favorito, y lo he guardado todo el tiempo como un sagrado secreto sin que nadie pudiera verlo.

—¿Qué dice usted? —interrumpió Salvator al joven—, ¿ninguno de nuestros pintores ha visto este cuadro?

—Así es —respondió Antonio.

—Pues bien —continuó Salvator, cuyos ojos brillaban de alegría,— si es así, esté usted seguro de que lo vengaré de sus envidiosos y arrogantes enemigos y que le haré obtener el honor que usted merece. Confíeme usted su lienzo, llévemelo en secreto y por la noche a mi casa, que yo me ocuparé de lo demás. ¿Quiere hacerlo?

—De todo corazón —respondió Antonio— y también desearía confiarle los infortunios de mi amor; pero no me atrevo a hacerlo en el mismo día en que nos hemos comunicado nuestros sentimientos artísticos. Más tarde recurriré a sus consejos y le suplicaré que me ayude con sus acciones a lograr mi amor.

—Unos y otros están a disposición de usted aquí y en cualquier lugar, siempre que sea necesario.

Al salir se volvió Salvator y dijo sonriéndose:

—Escuche usted, Antonio, cuando usted me descubrió que era pintor, el recuerdo de su semejanza con Sanzio me impresionó mucho. Me parecía ver ya en usted uno de esos jóvenes locos que tienen algún parecido con éste o aquél maestro y se arreglan la barba y el pelo a su modo y siguen su misma profesión, imitando el estilo, en contra de su propia naturaleza. Ninguno de los dos hemos pronunciado el nombre de Rafael, pero créame usted, en sus cuadros he creído encontrar las huellas evidentes de los pensamientos divinos que las obras del más grande pintor de la época nos han transmitido!

Usted ha comprendido a Rafael, y no me contestaría como Velázquez, quien, preguntándole yo el otro día lo que pensaba de Sanzio, me contestó que Tiziano era el mejor pintor, pues Rafael no comprendía bien el color de la carne. Este pintor español pinta bien las carnes pero no el espíritu, ¡y con todo en San Luca le llevan en palmitas porque un día pintó unas cerezas que los gorriones picotearon! Llegó el día en que los académicos de San Luca se reunieron en su iglesia para juzgar las obras de los pintores que solicitaban ser admitidos. Allí fue donde Salvator hizo colocar el cuadro de Scacciati. Los pintores involuntariamente se vieron arrebatados por el vigor y la gracia de aquella pintura, y todos se deshacían en elogios cuando Salvator dijo que había traído aquel cuadro de Nápoles, como legado de un joven pintor muerto recientemente. Poco tiempo después toda la ciudad de Roma acudía a admirar el lienzo del joven y desconocido pintor difunto. Todos estuvieron de acuerdo en que desde los tiempos de Guido Reni no se había visto un cuadro que se le pudiese comparar, y aun llegó a tanto el entusiasmo que se consideró a la encantadora Magdalena en grado superior a todas las composiciones que del mismo género hiciera Guido. Entre la multitud de espectadores que siempre se reunían en torno al cuadro de Scacciati, Salvator reparó un día en un hombre tan singular por su aspecto como por sus extraños gestos. Era ya algo entrado en años, alto, flaco como un huso, de semblante pálido, con una nariz larga y puntiaguda y una barbilla alargada que terminaba en una pequeña y afilada barba, y unos ojos grises y relucientes. Sobre una espesa peluca rubia llevaba un sombrero muy elevado, adornado con un soberbio plumero; vestía capita morada bordada y con una infinidad de botones relucientes, guantes con costuras y franjas de plata, un largo espadín a la cintura y unas medias grises dibujando los angulosos huesos de las rodillas y ajustada con cintas amarillas iguales a los lazos de sus zapatos. Esta extraña figura permanecía de pie como extasiada delante del cuadro, se ponía de puntillas, se agachaba, daba brincos hacia atrás y hacia adelante... gemía y suspiraba... y cerraba los ojos con tal violencia que se le saltaban las lágrimas, y luego los abría tanto para contemplar inmóvil la encantadora Magdalena, mientras murmuraba con acento claro y lánguido como la voz de un eunuco:

—¡Ah, carissima... beneditissima... ah, Marianna... Mariannina... bellísima!, etc..

Salvator, curioso en extremo de tales figuras, se aproximó al viejo y trató de trabar conversación con él acerca del cuadro que tanto le entusiasmaba. Haciendo caso omiso de Salvator, el viejo empezó por maldecir su pobreza, que no le permitía comprar un cuadro por el cual daría un millón para guardarlo lejos de las miradas satánicas que pudieran contemplarlo. Luego brincó de nuevo a derecha y a izquierda y dio las gracias a la Virgen y a todos los santos por haber fallecido el infame pintor autor de aquel celestial cuadro que excitaba su desesperación y su rabia. Salvator dedujo que el hombre debía estar loco o que era un desconocido académico de San Luca.
Toda la ciudad de Roma se ocupaba del maravilloso cuadro de Scacciati; no se hablaba de otra cosa y esto por sí solo podía bastar para demostrar la excelencia de la obra. Como de nuevo los pintores se reunieran en la Iglesia de San Luca para votar acerca de la recepción de nuevos candidatos, Salvator Rosa preguntó de improviso si el pintor autor de la Magdalena a los pies del Salvador habría sido digno de ser admitido en la Academia. Todos los pintores, hasta el mismo caballero Josepini, que era crítico sobremanera, acordaron unánimes que un maestro de tanto mérito honraría a la Academia, y con graves y altisonantes discursos, deploraron su muerte, por la que en el fondo daban gracias al cielo como aquel viejo loco. Y llegaron tan lejos en su entusiasmo que decidieron hacer académico en la tumba al joven arrebatado al arte prematuramente por la muerte y hacer celebrar misas en la Iglesia de San Luca por la salvación de su alma. Y rogaron a Salvator que les dijese exactamente los nombres, edad y patria del difunto. Entonces Salvator, levantándose, dijo en voz alta:

—¡Vamos, señores, el honor que ustedes quieren conceder a un muerto ya sepultado, es mejor que lo apliquen a un vivo que anda entre ustedes! Sepan que la Magdalena a los pies del Salvador, el cuadro que con mucha justicia han proclamado como superior a todo cuanto se ha producido en estos últimos tiempos, no es obra de un pintor napolitano muerto, como fingí para que vuestro juicio fuese más libre..., aquel cuadro, esa obra maestra que Roma admira, ¡es obra de Antonio Scacciati, el cirujano!

Los pintores miraban a Salvator mudos y aterrados, como si les hubiera herido un rayo. Aquél, después de haberse regocijado un buen rato con su desconcierto, continuó diciendo:

—Señores, ustedes no quisieron al pobre Antonio porque era cirujano, y yo, por el contrario, he juzgado que un cirujano sería muy útil en la digna Academia de San Luca, ¡aunque no fuera más que para componer los miembros de las figuras estropeadas que algunas veces salen de los talleres de algunos de sus pintores! Ahora, pues, no retarden ustedes el hacer lo que deberían haber hecho hace mucho tiempo, admitir al diestro pintor Antonio Scacciati en la Academia de San Luca.

Los académicos se tragaron la amarga píldora que les diera Salvator, mostraron gran contento de que Antonio hubiese mostrado tanto talento y le nombraron con mucha ceremonia miembro de la Academia. Apenas se supo en Roma que Antonio era el autor del maravilloso cuadro, que le llegaron de todas partes elogios y ofertas y la ejecución de importantes trabajos. Así fue como el joven, por la diestra habilidad de Salvator, se vio de repente sacado de su obscuridad y llegado a los mayores honores, ya en el comienzo de su carrera artística. Antonio estaba en la cumbre de la felicidad y de la delicia. De ahí que Salvator se quedase asombrado cuando unos días después el joven se presentase en su casa, triste, pálido y desfigurado, rabioso y desesperado.

—¡Ah, Salvator! —dijo Antonio—. ¿De qué me sirve que me haya ensalzado tanto, más de lo que podía suponer, siendo objeto de alabanzas y honores, y de tener ante mí la perspectiva de la más deliciosa existencia de artista, ya que soy infinitamente desgraciado, cuando precisamente el cuadro al que debo, después de usted, mi querido maestro, la victoria, es el que ha decidido irrevocablemente mi desgracia?

—¡Calle! —respondió Salvator— ¡no eche usted la culpa al arte y a su cuadro! No creo en absoluto en ese espantoso infortunio que tan asustado le tiene. Usted está enamorado y si los asuntos no marchan como usted desearía, ya marcharán. Los enamorados son como los niños que lloran y se lamentan en cuanto se les tocan sus muñecas. Deje usted de lamentarse, que no puedo soportarlo. Siéntese usted y cuénteme tranquilamente en qué estado están sus relaciones con su encantadora Magdalena, la historia de sus amores, y dígame dónde está la piedra en la que tropieza, pues la quitaremos, cuente con mi ayuda. Cuanto más arriesgadas sean las acciones que tengamos que emprender, tanto más me complaceré en ellas. En realidad, la sangre vuelve a hervir en mis venas y la larga dieta que he pasado me estimula a emprender alguna loca aventura. Vamos, Antonio, empiece usted a contar, pero con tranquilidad y sosiego, sin decir ¡Oh! y ¡Ay, dolor! y ¡Ay de mí!

Antonio se sentó en la silla que le señaló Salvator, junto a su caballete, en el que trabajaba, y empezó de esta manera:

—En la calle de Ripetta, en la casa alta, cuyo gran balcón saliente se ve después de haber pasado la Porta del Popolo, vive el más extravagante personaje que habita en Roma. ¡Un viejo solterón que posee todos los males de su estado, pues es vanidoso, avaro y presumido, haciéndose el jovenzuelo enamoradizo! Es alto, flaco como una estaca, va vestido con un abigarrado traje español, lleva peluca rubia, sombrero puntiagudo, guantes bordados y espada al cinto...

—¡Alto, alto ahí! —exclamó Salvator interrumpiendo al joven—; ¡permitidme unos momentos, Antonio!

Y mientras hablaba, dio la vuelta al cuadro que en aquel momento estaba pintando, y con el carboncillo en la mano pintó en el reverso con cuatro trazos al extraño y viejo hombrecillo, que tan ridículamente se había comportado contemplando el cuadro de Antonio.

—¡Válgame Dios! —exclamó Antonio, saltando de su silla y riéndose con todas las fuerzas que le permitía su desesperación—. ¡Válgame Dios! Pero si es el Signor Pasquale Capuzzi, de quien acabo de hablar. ¡Vedle ahí en carne y hueso!

—Ya ve usted —dijo Salvator tranquilamente— que conozco al sujeto que probablemente será su malicioso rival; pero prosiga usted.

—El Signor Pasquale Capuzzi —prosiguió Antonio— es muy rico y, como ya dije anteriormente, un asqueroso avaro y un completo majadero. Lo mejor que tiene es que ama las artes, especialmente la música y la pintura; pero es tan extravagante en sus gustos, que ni aun en esto se le puede contentar. Se cree el mejor compositor del mundo y, como cantor, la capilla papal no posee quien le iguale. Ésta es la razón por la que mira por encima del hombro al anciano Frescobaldi, y cuando los romanos se extasían con el mágico prestigio de la voz de Ceccarelli, dice que Ceccarelli entiende tanto de canto como una bota de montar, y que únicamente él, Capuzzi, posee el arte de hechizar a la gente. Así es que, como el primer cantor del Papa lleva el título de Odoardo Ceccarellli di Merania, le gusta mucho a nuestro Capuzzi cuando se le llama Signor Pasquale Capuzzi di Senigaglia. Pues en Senigaglia, al decir de la gente, dentro de una barquilla de pesca, le dio a luz su madre, aterrada al ver en la superficie del agua una foca, y éste será, sin duda el motivo por el que tendrá tanta analogía con este animal.

En sus años juveniles logró que le pusiesen en escena una ópera que fue horriblemente silbada, lo que, sin embargo, no bastó para curarle de su furia por escribir detestable música; y hasta llegó a jurar, cuando oyó la ópera de Francesco Cavalli Le Nozze di Teti e di Peleo, que el maestro de capilla le había robado las más sublimes ideas de sus inmortales obras, lo que le ha valido algunos palos y hasta cuchilladas. Tiene también la manía de cantar arias, y con este objeto atormentar a una pobre guitarra, que suspira y gime en concordancia con sus horribles aullidos. Su fiel Pílades es un pobre eunuco, medio enano, y a quien en Roma llaman Pitichinaccio. A estos personajes se junta... ¿Quién diría usted? Pues nada menos que el Doctor Pirámide, que emite unos sonidos como los de un asno melancólico, y sin embargo se cree que canta como un excelente bajo que puede desafiar a Martinelli en la capilla pontifical. Estos sobresalientes cantantes se reúnen todas las noches, se colocan en el balcón y cantan los motetes de Carissimi, de modo que todos los perros y gatos de la vecindad estallan en un griterío lastimero, y los hombres maldicen el infernal trío y lo mandan a todos los diablos.

En casa de este loco Signor Pasquale Capuzzi, a quien ya conocéis por mi descripción, tenía mi padre entrada libre porque le arreglaba la peluca y la barba. Cuando mi padre murió ocupé yo su plaza y Capuzzi estaba muy satisfecho con mis servicios, bien porque mejor que nadie le retorcía sus bigotes, bien porque me contentase con unos miserables quattrinis que me daba como salario por mi trabajo. Él, sin embargo, pensaba recompensarme magníficamente porque cada vez que le arreglaba la barba no dejaba de cantarme un aria de sus composiciones, destrozándome los oídos, aunque me divertía mucho ver sus locas contorsiones, motivo por el cual siempre volvía a acudir. Un día subo tranquilo a casa de mi parroquiano, llamo, entro, abren... y sale a mi encuentro una joven... ¡un ángel de luz!... ¡Ya conocéis a mi Magdalena... era ella! Me quedé parado, como clavado en el suelo. ¡No se preocupe Salvator! No diré ningún ¡Oh! y ¡Ay! Diré únicamente que nada más ver aquella maravillosa criatura me sentí abrasado del amor más vivo y apasionado. El viejo, sonriéndose, me dijo que la joven era hija de su hermano Pedro, muerto en Senigaglia, que se llamaba Marianna, y que no tenía madre ni hermanos; en calidad de tío y de tutor él la había recogido en su casa. Ya puede usted suponer que desde aquel día la casa de Capuzzi fue para mí un paraíso. Sin embargo, a pesar de haberme valido de mil medios, jamás logré ver a solas un instante a Marianna. Pero sus miradas y algunos suspiros ahogados y algún apretón de manos no me dejaron dudar de mi dicha.

El viejo penetró mi secreto, lo que no era difícil. Me dijo que no le gustaba nada mi conducta respecto a su sobrina y me preguntó qué deseaba. Le confesé francamente que amaba a Marianna con toda mi alma, y que mi mayor dicha sería unirme a ella. Dicho esto, Capuzzi me miró de arriba a abajo, soltó una irónica carcajada y declaró que jamás hubiera creído que tan altas miras cupieran en la cabeza de un pobre rapabarbas. La cólera estuvo a punto de ahogarme y le dije que ya sabía quien era yo, no un pobre rapabarbas, sino un hábil cirujano y que, además, en el arte de la pintura era un discípulo fiel del gran Aníbal Caracci y del incomparable Guido Reni. El infame Capuzzi me contestó con otra carcajada más fuerte, diciendo con abominable falsete:

—Oiga, mi buen rapabarbas, mi diestro Signor Cirujano, mi maravilloso Aníbal Caracci, mi dorado Guido Reni, ¡salga usted de aquí por todos los diablos y que no le vuelva a ver más poner aquí los pies!

En diciendo esto, el viejo loco, rompedor de piernas, me agarró con intención de abrir la puerta y arrojarme escaleras abajo. ¡No! Esto era demasiado. Furioso, cogí a mi vez al viejo loco y le tiré al suelo, donde empezó a patalear; corrí escaleras abajo y atravesé la puerta, que quedó definitivamente cerrada para mí. En ese estado estaban las cosas cuando usted llegó a Roma y cuando el cielo hizo que el buen padre Bonifacio me condujese a su presencia. Ahora, desde que, merced a su habilidad, he sido admitido en la Academia de San Luca, lo que en vano había ambicionado hasta ahora, desde que la ciudad de Roma me llena de elogios y honores, me he dirigido al viejo tutor y he aparecido de repente en su cuarto como un espectro amenazador. Tal fue el efecto que produjo en él, que retrocedió al verme, pálido como un difunto, y, temblando en todos sus miembros, fue a esconderse detrás de una gran mesa. Con acento firme y sereno, le dije que yo no era un rapabarbas, y un cirujano, sino un pintor célebre y académico de San Luca, de nombre Antonio Scacciatti, a quien, sin duda, no negaría la mano de su sobrina Marianna. Tendría que haber visto la rabia que se apoderó del viejo. Aullaba y se retorcía los brazos como si estuviera poseído del diablo; gritaba que yo atentaba contra su vida, que era un asesino sin escrúpulos, que le había robado a su Marianna copiándola en un cuadro, que ahora para desesperación y suplicio se mostraba a las miradas profanas y ávidas de todo el mundo, ... su Marianna, ...su vida, ...su esperanza... Pero que tuviera buen cuidado porque pondría fuego a mi casa para quemarme junto a mi cuadro. Luego se puso a vociferar con gran violencia, gritando:

—¡Fuego! ¡Asesino! ¡Ladrones! ¡Socorro!

Me apresuré a salir corriendo de la casa. El viejo loco Capuzzi está perdidamente enamorado de su sobrina, la persigue, y no cesará hasta lograr la dispensa para forzarla a contraer el enlace monstruoso. Toda esperanza está perdida.

—Yo no lo creo así —dijo Salvator riéndose—. Creo, más bien, que sus cosas van por buen camino. Marianna le ama a usted; de eso está convencido y ya no se trata más que de robársela al viejo y loco Pasquale Capuzzi. Para esto me digo: ¿qué no harán dos jóvenes como nosotros, emprendedores y diestros? ¡Animo, Antonio! En vez de gemir y lamentarse, enfermo de amor, y desmayarse, vale más ponerse a pensar activamente en la salvación de Marianna. Ya verá usted, Antonio, como nos la vamos a llevar en las mismas narices del viejo majadero. ¡No hay locura que no se deba hacer para semejantes empresas! Pero al mismo tiempo voy a tomar informes de Pasquale Capuzzi y de su modo de vida. No debe usted dejarse ver, así es que permanezca en su casa y venga a verme mañana muy temprano para combinar el plan del primer ataque.

Mientras decía esto, Salvator limpiaba los pinceles, luego echóse su capa y se apresuró hacia el Corso, mientras que Antonio, muy consolado y con un suave rayo de esperanza en el pecho, regresó hacia su casa tal como se lo había aconsejado Salvator. El Signor Pasquale Capuzzi hace su aparición en la habitación de Salvator Rosa. Lo que sucedió entonces. Diestra operación de Rosa y Scacciati conduce a buen fin. Antonio se asombró no poco cuando al otro día por la mañana Salvator le describió minuciosamente el género de vida de Capuzzi, que ya había investigado.

—La pobre Marianna —dijo Salvator— se ve ahora horriblemente atormentada por este viejo loco. Él suspira y hace de enamorado el día entero, y, lo que es peor, para ganar su corazón, le canta todas las arias imaginables de amor, que él ha compuesto o supone haber compuesto. Además de esto, está locamente celoso, hasta tal punto que no permite que la pobre niña sea servida por una criada por temor de las intrigas amorosas a que podría prestarse la sirvienta. En vez de ella se le presenta todas las mañanas y todas las tardes un pequeño monstruo horrible, de ojos hundidos y mejillas marchitas y pálidas, que desempeña el papel de sirvienta ante la encantadora Marianna, y este fantasma no es otro que el enano Pitichinaccio, que se ve obligado para este menester a vestirse de mujer. Si Capuzzi sale, cierra cuidadosamente todas las puertas y además manda hacer guardia a un maldito mozo, que en otro tiempo fue un bravo, alistado entre los esbirros, y que ahora vive en el sótano de la casa de Capuzzi. Entrar en la vivienda, por ahora me parece imposible, pero, sin embargo, querido Antonio, le prometo a usted que mañana por la noche se introducirá usted en el cuarto de Capuzzi y podrá ver a su Marianna, aunque esta vez será en presencia de Capuzzi...

—¿Qué dice usted? —exclamó Antonio entusiasmado—, ¿qué dice usted, Salvator, que mañana por la noche veré realizarse lo que ahora me parece imposible?

—Calma —continuó diciendo Salvator—, calma, Antonio, meditemos con sosiego los medios de ejecutar el plan que he trazado. En primer lugar es preciso que sepa usted que estoy en relación directa con el Signor Pasquale Capuzzi, sin haberlo sabido antes. Aquella miserable espineta que está allí tirada en aquel rincón pertenece al viejo, y por ella debo pagarle el exorbitante precio de diez ducados.

Cuando empecé a curarme, deseé oír música, que es mi diversión y consuelo favorito, y le pedí a mi anfitriona que me procurase un instrumento como esta espineta. La señora Caterina me dijo que en la calle de Ripetta vivía un viejo caballero que deseaba vender una hermosa espineta. Me enviaron el instrumento. No me informé ni del precio ni del dueño. Sólo ayer por la mañana me enteré por casualidad de que ésta era del señor Pasquale Capuzzi. La señora Caterina se había dirigido a un conocido que vive en casa de Capuzzi y en el mismo piso, ¡por lo que podéis deducir de dónde me han venido todas estas buenas noticias!

—¡Muy bien! —exclamó Antonio—, ya tenemos abierto el camino, su anfitriona...

—Me imagino —le interrumpió Salvator,— lo que va a decir, Antonio; cree que la señora Caterina le dará paso para ver a su Marianna. Pero no es así, la señora Caterina es muy habladora e incapaz de guardar el menor secreto, y en nuestro asunto no nos sirve. Escuche usted con atención; cada noche, cuando el eunuco ha concluido su oficio de sirvienta, el Signor Pasquale Capuzzi lo lleva en brazos a su casa, con riesgo de sudar sangre y de que se le rompan las piernas, pues a semejante hora el medroso Pitichinaccio no pondría los pies en el suelo. Así, mientras que...

En aquel instante llamaron a la puerta de Salvator, y con gran asombro de ambos entró el Signor Pasquale Capuzzi, en toda su magnificencia. No bien miró a Scacciati se quedó paralizado, abrió desmesuradamente los ojos, jadeando como si le faltase la respiración. Entonces Salvator, apresurándose hacia él, tomándole las dos manos, exclamó:

—¡Oh, mi digno Signor Pasquale, qué honrado se siente con su presencia este miserable taller! ¡Seguramente es su amor al arte lo que le conduce hasta aquí! ¿Querrá usted ver mis obras más recientes, tal vez encargarme alguna? Hable usted, mi buen Signor Pasquale, ¿en qué puedo servirle?

—¡Quisiera hablar con usted —tartamudeó Capuzzi—, mi buen Signor Salvator! Pero a solas, cuando estéis a solas. Permitidme, pues, que me retire y ya volveré en ocasión más oportuna.

—Nada de eso —dijo Salvator deteniéndole con fuerza—. No se irá usted.. No podía usted llegar en mejor ocasión, porque tan insigne partidario del noble arte de la pintura como es usted, un amigo de los artistas distinguidos, tendrá no poca alegría si le presento al primer pintor de nuestra época, Antonio Scacciati, cuyo maravilloso cuadro de la Magdalena a los pies del Salvador ha excitado en toda Roma la admiración y el entusiasmo. Estoy seguro de que usted mismo estará deseando conocer al autor de aquella obra maestra.

Un violento temblor se apoderó del anciano, el estremecimiento de la fiebre le helaba, y lanzaba sus miradas inflamadas de cólera contra el pobre Antonio. Sin embargo, éste se acercó al anciano, le saludó con amabilidad y dijo que se sentía feliz por hallarse en relaciones con el Signor Capuzzi, a cuya protección se encomendaba y cuyos raros conocimientos, tanto en pintura como en música, eran ya conocidos no sólo en Roma sino en toda Italia. El que Antonio se comportase como si le viera por primera vez y le dirigiese palabras tan lisonjeras tranquilizó inmediatamente al viejo. Hizo un esfuerzo por sonreír, se atusó el bigote cuando Salvator le dejó las manos libres, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se dirigió a Salvator para tratar de la cuestión del pago de los diez escudos de la espineta vendida.

—¡Mi buen señor —respondió Salvator—, luego arreglaremos esta pequeñez! Pero antes permítame que le enseñe este cuadro que acabo de esbozar, y además un vaso de noble vino de Siracusa.

A continuación Salvator puso el esbozo de su cuadro en el caballete, le acercó una silla al anciano y le presentó una copa grande y soberbia en la que lucía el noble vino de Siracusa. El viejo bebió gustosamente un vaso de buen vino ya que no tenía que pagar por él, y además con la esperanza de cobrar diez ducados por una espineta estropeada y mala; sentado, en fin, ante un cuadro soberbiamente escogido y cuya maravillosa belleza sabía muy bien apreciar, parecía encontrarse muy a gusto. Manifestó su contento con una graciosa sonrisa, medio cerrando sus ojillos, y, acariciándose la barba y el bigote, murmuró:

—¡Delicioso, exquisito! —sin que se pudiese adivinar si lo que le extasiaba era el vino o el cuadro.

Así que Salvator vio al viejo tan contento, le dijo de repente:

—A propósito, mi buen señor, me han dicho que tiene usted una sobrina hermosísima, llamada Marianna, ¿no? Y que todos los jóvenes de Roma se apresuran a ir corriendo a la calle de Ripetta y rivalizan y casi se rompen el cuello a fuerza de tanto mirar a los balcones de su casa, para ver a la bella Marianna y ser objeto de una mirada de sus ojos celestiales.

Al momento desapareció del rostro del viejo la amable sonrisa y la alegría que le había prestado el vino. Con la vista fija, dijo con voz sombría y alterada:

—¡Ahí puede verse la corrupción de esta juventud licenciosa! Sus miradas satánicas se dirigen a las doncellas, infames seductores; ¡le aseguro, mi buen señor, que mi sobrina Marianna es una niña, una tierna niña, apenas separada de su ama!

Salvator habló de otras cosas y el viejo se tranquilizó. Pero en el momento en que sus facciones volvían a denotar calma y cuando ya estaba sosegado e iba ya por segunda vez a llevarse el vaso a sus labios, Salvator dijo:

—Dígame, mi buen Signor, esta sobrina de dieciséis años, la bella Marianna, ¿tiene en efecto, el cabello castaño y la mirada angelical y radiante como la celestial Magdalena de Antonio? Eso dicen todos.

—No lo sé —repuso el viejo con un tono más agrio que antes—, no lo sé, pero dejemos de hablar de mi sobrina. ¿Es que acaso no tenemos otro tema más interesante de conversación en el noble arte con que está trabajado este cuadro?

Sin embargo, Salvator, cada vez que el viejo se disponía a llevarse la copa a los labios, comenzaba a hablarle de la bella Marianna, hasta que finalmente saltó furioso de la silla, tiró la copa sobre la mesa con tanta violencia que, por poco, la rompe, y gritó con voz chillona:

—¡Por el negro e infernal Plutón, por todas las furias, que se me vuelva veneno este vino! ¡Ya, ya veo que está de acuerdo con este bueno de Signor Antonio para burlarse de mí! Pero les va a costar caro. ¡Págueme usted inmediatamente los diez ducados que me debe y quédese con todos los diablos con su camarada el Rapabarbas Antonio!

Salvator le gritó, poseído del mayor furor:

—¿Cómo? ¿Y se atreve usted a tratarme así en mi casa? ¿Yo, tener que pagar diez ducados por esta caja podrida, que los gusanos han roído hasta los huesos, dejándola sin tono alguno? Ni diez ducados, ni cinco..., ni tres..., ni un solo ducado vale su espineta..., ni siquiera un quattrino. ¡Fuera con esta cosa desvencijada!

Y en diciendo esto Salvator daba puntapiés a la espineta, cuyas cuerdas resonaban dando quejidos.

—¡Ah! —rechinó entre dientes Capuzzi— aún hay leyes en Roma, ¡a la cárcel, a la cárcel! Yo le haré meter en lo más lóbrego del calabozo— y como un torbellino trató de salir apresuradamente por la puerta.

Salvator le tomó con ambos brazos, le sentó en un sillón y con voz cariñosa le dijo al oído:

—¡Oh, mi querido Signor Pasquale, ¿no se da usted cuenta de que estoy bromeando? Voy a darle a usted no diez, sino treinta ducados por su espineta.

Y volvió a repetir: "Treinta ducados bien contados", hasta que Capuzzi acabó por decir con voz desfallecida:

—¿Qué está usted diciendo, mi buen señor? ¿Treinta ducados por la espineta y sin repararla?

Entonces Salvator aseguró al viejo que su espineta dentro de una hora valdría treinta o cuarenta ducados y que el Signor Pasquale podría cobrarlos siempre que quisiera. El viejo lanzó un suspiro y, recobrándose, murmuró:

—¿Treinta ducados..., cuarenta ducados? ¡Pero que conste que me ha enfadado mucho, Signor Salvator!

—Treinta ducados —repitió Salvator—, treinta ducados, treinta ducados —mientras el viejo permanecía enojado, hasta que el viejo dijo, por fin, satisfecho:

—Mi buen señor, si recibo por mi espineta treinta o cuarenta ducados, ¡todo quedará olvidado y perdonado!

—Sin embargo, antes de cumplir mi promesa —comenzó a decir Salvator—, tengo que imponer a usted una condición, que usted, Signor Pasquale Capuzzi di Senigaglia, podrá fácilmente cumplir. Usted es el mejor compositor de Italia y además el cantor más perfecto que existe. Extasiado oí la gran escena de la ópera de Le nozze di Teti e Peleo, que el infame Francesco Cavalli le robó a usted tan descaradamente, dando el trabajo por suyo. Si mientras me ocupo en recomponer la espineta, se dignase usted cantar el aria, no podría hacer nada que me diese más gusto.

El viejo torció la boca con la expresión de la sonrisa más dulce y dijo, guiñando sus grises ojillos:

—Bien se conoce que usted es un excelente músico, mi buen Signor, pues tenéis gusto y sabéis apreciar mejor el talento que estos desagradecidos romanos. ¡Escuche, escuche usted el aria de las arias!

En diciendo esto, el viejo se puso de puntillas, extendió los brazos, cerró los ojos, pareciéndose a un gallo que va a cantar, y luego se puso a chillar con tal fuerza que las paredes resonaban, de modo que apareció al instante la señora Caterina con sus dos hijas, persuadida de que aquellos horribles gritos anunciaban alguna desgracia... Asombradas, permanecieron en el umbral viendo al viejo dando gritos, y así formaron el público ante el increíble virtuoso Capuzzi. Entretanto Salvator había recogido la espineta, le quitó la tapa, tomó la paleta en la mano y con mano segura, dando rápidas pinceladas sobre la tabla de la espineta, pintó la más maravillosa pintura que pueda imaginarse. La idea principal era la escena de la ópera de Cavalli Le nozze di Teti, pero a través de esta escena, con aspecto enteramente fantástico, había una multitud de personajes. Entre ellos estaban Capuzzi, Antonio, Marianna fielmente retratada en el cuadro de Antonio, Salvator, la señora Caterina y sus dos hijas, perfectamente semejantes, sin exceptuar al Doctor Pirámide, y todo estaba tan razonablemente y artísticamente concebido que Antonio se quedó extasiado al ver tanta imaginación y habilidad. El viejo no se limitó a la escena que Salvator quería escuchar, sino que cantó, o mejor dicho, se desgañitó. Sin cesar, transportado por su frenesí musical, cantaba una endiablada aria tras otra, intercalando espantosos recitativos. Esto debió durar unas dos horas, al cabo de las cuales cayó en un sillón sin aliento y amoratado el rostro. En aquel mismo instante había concluido Salvator su croquis y dado tanta vida a sus figuras que, a cierta distancia, parecía un cuadro del todo acabado.

—¡He cumplido mi palabra, y aquí está la espineta, mi buen Signor Pasquale! —dijo Salvator suavemente al oído del viejo.

Éste volvió en sí, como de un profundo sueño, mirando hacia arriba. Al momento se fijó en la pintada espineta, que tenía justamente enfrente. Abrió los ojos desmesuradamente, como si viera un milagro, se encasquetó el sombrero puntiagudo sobre la peluca, tomó bajo el brazo el palo y dando un salto cogió la espineta, arrancó la tapa de las charnelas, la levantó en alto por encima de su cabeza y echó a correr como un endemoniado, bajó las escaleras de cuatro en cuatro y se fue huyendo de la casa, mientras la señora Caterina y sus dos hijas se reían a carcajada limpia.

—El viejo avaro —dijo Salvator— sabe que no tiene más que llevar la tapa al Conde Colonna o a mi amigo Rossi para recibir a cambio cuarenta ducados o tal vez más.

Los dos pintores, Salvator y Antonio, se pusieron de acuerdo para el plan de ataque que ejecutaron para la noche siguiente. Pronto sabremos lo que emprendieron estos dos campeones y el éxito de su tentativa. Llegada la noche, el Signor Pasquale, después de haber cerrado con llaves y cerrojo su vivienda, llevó, como de costumbre, al monstruoso eunuco a su casa. El enano maullaba y murmuraba durante todo el camino, quejándose de que a Capuzzi no le bastaba que se volviese tísico, a fuerza de cantar sus arias y de quemarse las manos de tanto cocer macarrones, sino que, además, lo empleaba en un servicio que sólo le valía puntapiés y violentos bofetones que le daba Marianna cada vez que intentaba acercarse a ella. El viejo le consolaba lo mejor que podía, prometiéndole proveerlo mejor de azúcar, y como el enano no dejaba de quejarse, le dijo que le haría un pequeño traje de abate de un viejo vestido de felpa negra, que más de una vez había mirado con ávidos ojos. El enano exigió, además, una peluca y una espada. Discutiendo acerca de esta última petición llegaron a la calle Bergognona, en la que justamente vivía Pitichinaccio, y cuatro casas más allá estaba la vivienda de Salvator. El viejo depositó con precaución al enano en el suelo, abrió la puerta y ambos subieron por la tortuosa y estrecha escalera parecida a la de un pobre gallinero. Pero apenas habían llegado a la mitad del primer tramo, que se oyó un estrépito horrible y la voz ronca de un borracho que invocaba a todos los diablos del infierno pidiendo que le indicasen la salida de aquella casa. Pitichinaccio se pegó a la pared y en nombre de todos los santos suplicó a Capuzzi que siguiera avanzando. Pero, apenas Capuzzi había subido dos escalones, que el hombre que estaba en lo alto de la escalera cayó rodando, y arrastró como un torbellino a Capuzzi, que, atravesando la puerta, fue a parar en medio de la calle. Allí quedaron tendidos, Capuzzi debajo y el borracho encima, como si fuera un saco. Capuzzi gritaba con voz lastimera pidiendo auxilio. Como pasaran por allí dos hombres, a duras penas pudieron liberar al Signor Pasquale de su peso; cuando lo pusieron de pie, el borracho se alejó tambaleándose y blasfemando.

—¡Jesús, Signor Pasquale!, ¿qué le ha sucedido? ¿Cómo es que sé encuentra en mitad de la calle a estas horas de la noche? ¿Ha sucedido alguna desgracia en vuestra casa?

Éstas eran las preguntas de Antonio y Salvator, pues no eran otros los dos hombres.

—¡Ha llegado mi última hora! —suspiraba Capuzzi—. Este demonio infernal me ha roto todos los miembros, y ni siquiera puedo moverme.

—¡Veamos, veamos! —dijo Antonio palpándole el cuerpo al viejo, y de repente le punzó con tanta fuerza en la pierna derecha que Capuzzi lanzó un grito.

—¡Válgame Dios! —gritó Antonio asustado—. ¡Válgame Dios! Mi buen Signor Pasquale, se ha roto la pierna derecha por el lugar más delicado. Si no se le cura pronto, corre usted peligro de muerte o se quedará inválido para siempre.

Capuzzi dejó oir un desesperado gemido.

—Tranquilícese usted, mi buen señor —le dijo Antonio—, aunque en la actualidad sea pintor, no he olvidado mi antigua profesión de cirujano. Vamos a trasladarle a la vivienda de Salvator y yo le vendaré inmediatamente.

—Mi buen señor Antonio —gemía Capuzzi—, usted me quiere mal, bien lo sé.

—¡Vaya! —le interrumpió Salvator—. Ahora no se trata más de enemistades, está en peligro y eso basta para que el buen Antonio despliegue todos los recursos de su arte para curarle. ¡Eche usted aquí una mano, amigo Antonio!

Entre los dos levantaron al viejo, que gritaba quejándose de los indecibles dolores que le causaba el pie roto, y lo llevaron con sumo cuidado a casa de Salvator. La señora Caterina dijo que ya había presentido alguna desgracia y que por eso no se había acostado. Cuando vio al viejo y supo lo que le había sucedido, le reprochó su modo de vivir y obrar.

—¡Oh, Signor Pasquale, sé muy bien a quien llevaba usted a su casa! Usted cree que por tener en casa a su sobrina ya se puede usted pasar sin una criada de nuestro sexo, y abusa usted vergonzosamente, injuriando al Padre Eterno, de ese pobre Pitichinaccio, al que viste de camarera. Pero sepa usted que: ogni carne ha il suo osso, cada carne tiene su hueso, cada oveja con su pareja. Si quiere tener una doncella en su casa es preciso que se sirva de mujeres ¡Fate il passo secondo la gamba, conforme el caudal, el gasto! No pida usted a Marianna lo imposible, no la tenga usted encerrada como en una cárcel, asino punto convien che trotti, quien va de viaje, caminar debe; tiene usted una sobrina muy hermosa y debe usted conformar a ella su modo de vivir, o sea hacer lo que ella quiera; pero es usted un hombre testarudo y poco galante y, aún más, está usted enamorado y celoso, a pesar de su edad. Perdone usted que le haya dicho todo esto, pero: chi ha nel petto fiele, non puo sputar miele, la boca dice lo que rebosa el corazón, habiendo en el pecho hiel, no escupe la boca miel. Si escapa usted de ésta con vida, pues a su edad todo es de temer, habrá sido esto una buena advertencia para que deje a su sobrina en libertad de casarse con el apuesto joven, a quien tengo bien conocido...

Todo esto fue dicho con un torrente de palabras, mientras Salvator y Antonio desnudaban al viejo y lo metían en la cama. Las palabras de la señora Caterina penetraban en su pecho como agudos puñales, y cuando iba a contestar, Antonio le hizo comprender que corría peligro en hablar y que debía apurar el cáliz. Finalmente Salvator envió a la señora Caterina, tal como había indicado Antonio, a buscar agua helada. Salvator y Antonio quedaron convencidos de que el sujeto apostado en la casa de Pitichinaccio había cumplido su cometido. Fuera de algunas manchas azuladas, Capuzzi no había recibido contusión alguna de aquella caída tan terrible al parecer. Antonio aplicó el vendaje al pie derecho, de forma que no se podía mover, y luego lo envolvió en paños mojados en agua helada para combatir la inflamación, de modo que Capuzzi tiritaba como si tuviera el frío de la fiebre.

—Mi buen Signor Antonio —suspiraba el viejo— dígame, ¿qué me sucede? ¿Es que voy a morir?

—Tranquilícese usted —repuso Antonio— tranquilícese usted, Signor Pasquale, ya que ha resistido la primera cura con firmeza y sin desmayar, el peligro ha pasado; sin embargo, su estado requiere mayores cuidados, el cirujano no puede perderle a usted de vista un solo instante.

—¡Ay, Antonio! —gimió el viejo— ¡bien sabe usted cuánto le quiero y cuánto aprecio su talento! ¡No me abandone usted! Déme su mano. ¿No es verdad, mi querido hijo, que no me abandonará usted?

—Aunque ya no soy cirujano y he renunciado para siempre a este oficio odioso, sin embargo, sólo por usted, Signor Pasquale, haré una excepción y me encargaré de su cura, sólo con la condición de que usted me devolverá su confianza y su amistad. Fue usted muy duro conmigo.

—¡Calle! —susurró el viejo— ¡calle, no hable de eso, amigo Antonio!

—Su sobrina —siguió diciendo Antonio—, al ver que no vuelve a casa, estará muy angustiada. Usted se encuentra ya en disposición y con fuerzas bastantes, así es que, en cuanto amanezca, le trasladaremos a su casa. Allí volveré a ajustarle las vendas, le prepararé la cama donde vaya a reposar y le diré a su sobrina todo lo que debe hacer para procurar su completa curación.

El viejo lanzó un profundo suspiro, cerró los ojos y permaneció durante algunos instantes callado. Luego, alargando la mano a Antonio, le atrajo hacia sí y le dijo en voz baja:

—¿No es verdad, mi buen señor, que todo lo de Marianna fue una broma, una graciosa ocurrencia, una de tantas que se les ocurren a los jóvenes?

—¡No piense usted, no piense usted ya en ello —respondió Antonio—, Signor Pasquale! Es cierto que su sobrina me llamó la atención; pero ahora tengo otras cosas en la cabeza, y con franqueza le confieso que usted ha cortado en seco mis locas pretensiones. Creí estar enamorado de su Marianna, y realmente sólo veía en ella el bello modelo de mi Magdalena. ¡De ahí que en cuanto hube terminado mi cuadro, me resultó indiferente!

—Antonio —exclamó el viejo— Antonio, ¡que el cielo te bendiga! Eres mi consuelo, mi vida, mi alivio. ¡Como sé que no ama usted a Marianna, ahora se me ha quitado todo el dolor!

—En verdad, Signor Pasquale, en verdad que si no conociese a usted como un sujeto grave y sensato, como conviene a sus años, creería que está locamente enamorado de su sobrina de dieciséis años.

El anciano volvió a cerrar los ojos, y gimió y se lamentó, quejándose de que aumentaban sus malditos dolores. Comenzó a amanecer y la luz de la mañana penetró por la ventana. Antonio dijo al viejo que ya era hora de llevarle a su casa a la calle Ripetta. El Signor Pasquale contestó con un profundo suspiro quejumbroso. Salvator y Antonio le levantaron de la cama, envolviéndole con una ancha capa que trajo la señora Caterina que había pertenecido a su esposo. Pero el viejo les pidió por todos los santos de la corte celestial que le quitaran los paños empapados en agua helada que le habían puesto sobre su pobre cabeza calva, y que le volviesen a poner su peluca y su sombrero con plumas. También le suplicó a Antonio que le arreglase los bigotes para que Marianna no se asustase al verle. Delante de la casa aguardaban dos portadores con una litera. La señora Caterina, siempre sermoneando al viejo y ensartando refranes, bajó una serie de mantas, en las que envolvieron al viejo, que fue llevado a su casa, escoltado por Salvator y Antonio. En cuanto Marianna vio a su tío en aquel lastimero estado, lanzó penetrantes gritos y derramaron sus ojos un torrente de lágrimas; y sin reparar en su amado, que venía acompañándole, cogió las manos del anciano, se las besó, deplorando la espantosa desgracia que le había acontecido. Tal era la profunda compasión que la buena niña sentía por el viejo que la atormentaba y la perseguía con su locura amorosa. Pero en el mismo instante se manifestó la verdadera naturaleza femenina, porque bastó una sola mirada significativa de Salvator para hacérselo comprender todo a las mil maravillas. Entonces fue cuando lanzó una furtiva mirada al dichoso Antonio, al tiempo que se ruborizaba, y no puede ponderarse la sonrisa seductora, victoriosa y llena de malicia que asomó por entre sus lágrimas. Lo cierto es que Salvator encontró a la joven más encantadora y maravillosamente hermosa de lo que se había imaginado, incluso en el cuadro de la Magdalena, y mientras estaba casi celoso de la dicha de Antonio, comprendió la necesidad, costase lo que costase, de arrancar a la pobre Marianna de manos del maldito Capuzzi.

El Signor Pasquale, al verse tan tiernamente recibido por su bella sobrina, olvidó sus dolores. Sonrióse ligeramente, mordióse los labios haciendo temblar los bigotes, y lanzó suspiros y maullidos, no de dolor, sino de puro amor. Antonio arregló la cama artísticamente, y después de haber acostado en ella a Capuzzi, le apretó de nuevo las vendas en torno al pie izquierdo, de modo que el viejo tuvo que permanecer acostado como un muñeco de madera. Salvator se retiró, dejando a los amantes entregados a su felicidad. El viejo estaba sepultado en un montón de almohadas, y por añadidura Antonio le había rodeado la cabeza con un paño empapado en agua, de modo que no podía oir nada en absoluto de los cuchicheos de los dos amantes, que por primera vez se confiaron el secreto de sus corazones y se juraron con lágrimas y tiernos besos una eterna fidelidad. El viejo no podía ni sospechar lo que sucedía junto a él, pues Marianna le preguntaba a cada minuto cómo se hallaba y hasta le dejó que se llevase a la boca su pequeña mano blanca. Hacia el mediodía Antonio salió con el pretexto de ir a buscar algunas medicinas para el viejo, pero realmente para pensar en los medios de agravar la situación del paciente y deliberar con Salvator lo que debían hacer. Nueva intriga tramada por Salvator Rosa y Antonio Scacciati contra el Signor Pasquale y sus compañeros, y lo que se relata a continuación. A la mañana siguiente volvió Antonio a presentarse en casa de Salvator, furioso y entristecido.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Salvator— ¿Por qué está tan apesadumbrado? ¿Qué le sucede a usted ahora que tiene la felicidad de poder estar todo el día junto a su amada, verla, besarla y abrazarla?

—¡Ay, Salvator —contestó Antonio—, se acabó mi felicidad, el demonio me persigue! Ha sido descubierta nuestra astucia y de nuevo nos encontramos en guerra abierta con el maldito Capuzzi.

—¡Tanto mejor —dijo Salvator—, tanto mejor! Pero, dígame, Antonio, ¿qué ha sucedido?

—Figúrese usted —comenzó a decir Antonio— figúrese usted, Salvator, que ayer, al regresar a la calle Ripetta, después de haber estado ausente no más de dos horas, al volver con las medicinas vi al viejo completamente vestido a la puerta de su casa. Detrás de él estaba el Doctor Pirámide y el maldito esbirro, y entre sus piernas algo disforme, con vestido multicolor, que me pareció ser aquel pequeño aborto de Pitichinaccio. En cuanto el viejo me vio, empezó por amenazarme con el puño, blasfemando e injuriándome y diciendo que me rompería los huesos si por casualidad volviese a pasar por delante de su puerta.

—¡Váyase al diablo, infame barbero! —exclamó— usted ha creído poder engañarme con sus trapacerías y mentiras, como si fuera usted Satanás en persona ha perseguido a la pobre e inocente Marianna, tratando de enredarla en sus diabólicas redes! ¡Pero, espere un poco ¡Antes gastaré hasta mi último ducado para evitar que se salga con la suya! Y su digno patrón, el Signor Salvator, el asesino, el ladrón, escapado de la horca, que vaya a reunirse con su capitán Massaniello. ¡Yo lo haré desterrar de Roma, sin que me cueste nada!

De esta suerte desbarraba el viejo, y como el condenado esbirro, instigado por el Doctor Pirámide, se disponía a lanzarse contra mí, y viendo que el pueblo curioso comenzaba a arremolinarse en torno, ¿qué otra cosa pude hacer sino abandonar el campo velozmente? En mi desesperación no pude venir a verle, por miedo a que se burlase de mis desconsoladas quejas. ¡Ya veo que ahora apenas puede contener la risa!

En cuanto Antonio se calló, Salvator soltó la carcajada.

—¡Ahora —exclamó— es cuando empieza a ser graciosa la cosa! Voy a explicarle a usted, mi querido Antonio, con todo pormenor, todo lo que pasó en casa de Capuzzi, cuando usted se fue. Apenas acababa usted de salir de la casa, cuando el Signor Splendiano Accoramboni, sólo Dios sabe cómo, al enterarse de que su amigo del alma Capuzzi se había roto aquella misma noche la pierna derecha, compareció allí escoltado con toda pompa por un cirujano.

Al ver el vendaje y el extraño tratamiento del Signor Pasquale, sospecharon algo. El cirujano le quitó las vendas y descubrió lo que nosotros sabíamos mejor que otro alguno, es decir, que el pie izquierdo del digno Capuzzi no estaba dislocado ni roto, ni siquiera el menor huesecito. Lo que sucedió después es fácil de adivinar.

—Pero —dijo Antonio muy sorprendido— dígame, querido maestro, dígame de qué modo puede usted saber tan de fijo todo lo que pasa en casa de Capuzzi.

—Ya os he dicho —respondió Salvator— que en la vivienda de Capuzzi, y precisamente en el mismo piso, vive una conocida de la señora Caterina. Esta señora es viuda de un mercader de vinos y tiene una hija, la cual visita a menudo a mi pequeña Margarita. Las jóvenes tienen un especial instinto que las hace buscar sus iguales, y pronto Rosa —que así se llama la hija de la viuda— y Margarita descubrieron una rendija abierta para dar aire a una alacena, que da a un aposento obscuro cercano a la alcoba de Marianna. Marianna se dio cuenta de los rumores y cuchicheos de las dos jóvenes y de la rendija, así que pronto encontraron el remedio y la vía para poderse comunicar a sus anchas. Cuando el viejo duerme la siesta, ellas aprovechan el rato charlando.

Ya se habrá dado usted cuenta de que Margarita es la preferida de la señora Caterina y mía, y que no es tan reservada y fina como su hermana Anna, sino al contrario, alegre, divertida y charlatana. Sin decirle nada acerca de vuestro amor, le he dicho que se entere de todo lo que sucede en casa de Capuzzi por medio de Marianna. Cumple muy bien su cometido y si me he reído de las penas de usted es porque puedo consolarle, y para demostrarle que estamos en una situación inmejorable. Tengo que contarle a usted una infinidad de excelentes noticias.

—Salvator —exclamó Antonio, brillándole los ojos— ¡qué esperanzas me da usted! ¡Bendita sea la rendija de la alacena! Voy a escribir a Marianna... Margarita se encargará de la carta...

—¡Nada de eso, Antonio —interrumpió Salvator— nada de eso! Margarita va a sernos muy útil, sin necesidad de ser mensajera de su amor. Además, la casualidad, que a veces es maligna, podría hacer caer sus billetes en manos del viejo, lo que traería malas consecuencias para la pobre Marianna, que en este momento está a punto de tener al viejo enamorado bajo sus pies. Atienda bien lo que voy a decirle que sucederá. La acogida que Marianna le hizo al viejo cuando le trajeron a su casa le ha trastornado por completo. Está convencido de que Marianna ya no le ama a usted, cree que ella le ha cedido por lo menos la mitad de su corazón, de modo que ahora se trata de conquistar su otra mitad. Marianna desde que ha probado vuestros besos es tres veces más experta, astuta y prudente. No sólo ha convencido al viejo de que no ha tenido parte alguna en la faena que le hemos hecho, sino que condena nuestra conducta y desprecia totalmente cualquier intriga que urdiésemos para llegar a ella. El viejo se ha precipitado demasiado y en el colmo del entusiasmo juró satisfacer el primer deseo de su adorada Marianna. A propósito de esto, Marianna únicamente ha pedido a su zio carissimo que la lleve al teatro del Signor Formica de la Porta del Popolo.

Al oir esto, el viejo se ha quedado un poco desconcertado; ha tenido largos conciliábulos varias veces con el Doctor Pirámide y con Pitichinaccio; finalmente ambos, el Signor Pasquale y el Doctor Splendiano, han decidido llevar a Marianna a este teatro. Pitichinaccio tiene que ir vestido de mujer, a lo que ha consentido, a condición de que el Signor Pasquale le regale, además de un traje de terciopelo, una peluca, y después del espectáculo le lleven a casa en brazos, un rato él y otro rato el Doctor Pirámide. Puestos de acuerdo, mañana el precioso terceto junto con la hermosa Marianna se dirigirán al teatro del Signor Formica de la Porta del Popolo. Al llegar a este punto es necesario explicar qué era el Teatro de la Porta del Popolo y quién era el Signor Formica. Muy tristes quedaban los vecinos de Roma, principalmente en la temporada de Carnaval, cuando los impresarii de los teatros no acertaban a elegir sus representaciones, cuando el primer tenor o el primer bajo del Teatro de la Argentina había perdido la voz por el camino o el Primo Uomo da Donna del Teatro Valle estaba en cama a consecuencia de un resfriado, en una palabra, cuando su principal diversión, que los romanos esperaban encontrar, faltaba, el Giovedi grasso, perdidas ya todas las esperanzas. Precisamente a consecuencia de un Carnaval así de triste —apenas era pasada la Cuaresma— un tal Nicolo Musso abrió un teatro frente a la Porta del Popolo, en el que prometió que no se representarían más que bufonadas improvisadas. El anuncio estaba redactado con maña y talento, lo que hizo que los romanos estuviesen predispuestos a la empresa de Musso, pues, no obstante su pasión por las representaciones dramáticas, aceptaban toda clase de alimento, por inferior que éste fuese. La disposición del teatro, o, mejor dicho, la pequeña barraca, no daba muy buena idea de que la condición del empresario fuese espléndida. No había orquesta ni palcos. En lugar de éstos se había construido al fondo una galería en la que brillaban las armas de la casa de Colonna, señal de que el Conte Colonna había tomado bajo su protección a Musso y a su teatro. El tablado estaba rodeado de tapices colgados que, según las necesidades de la escena, representaban bosques, salas, calles: éste era todo el escenario. Añádase a esto que los espectadores debían contentarse con estar sentados en incómodos taburetes de madera, de tal modo que algún espectador al entrar criticase al Signor Musso, que llamaba Teatro a una miserable barraca.

Pero apenas los dos primeros actores que entraron en la escena pronunciaron las primeras palabras, el público prestó atención y ésta fue creciendo a medida que avanzaba la pieza, convirtiéndose la atención en aplauso, el aplauso en admiración y la admiración en enormes entusiasmos, que se manifestaban en risas, aplausos y numerosos bravos. En efecto, no podía verse cosa más perfecta que las improvisadas representaciones de Nicolo Musso, en las que brillaba la gracia, la agudeza y la verdad en satirizar tan agudamente la locura de aquella época. Todos los actores representaban su papel de una manera incomparable; sin embargo, Pasquarello era quien más atraía los aplausos, por su mímica incomparable, por el talento en imitar las voces, los andares y el gesto de las personas conocidas, con su inagotable vivacidad y por la originalidad de sus creaciones. El actor que representaba al papel de Pasquarello y que se llamaba Signor Formica estaba dotado de un talento excepcional y con frecuencia su voz y sus movimientos tenían algo tan extraño que los espectadores se morían de risa o sentían un escalofrío de terror. A su lado otro actor representaba el papel del Doctor Graziano, cuya voz y modo de gesticular y decir las cosas más divertidas era incomparable. Este Doctor Graziano lo representaba un viejo bolonés llamado María Agli. Al poco tiempo de empezar las representaciones, acudían ya al pequeño teatro de Musso todas las personas más cultas de Roma, y todas hablaban del Signor Formica, y tanto fuera como dentro del mismo teatro se oían sin cesar estas palabras:

—¡Oh, Formica!... ¡Formica benedetto!... ¡Oh, Formicissimo!

Se consideraba a Formica como una aparición sobrenatural, y más de una vieja que había estado a punto de reventar de risa, si alguno osaba hacer la menor observación acerca del arte de Formica, de pronto se ponía seria y decía solemnemente:

—¡Scherza coi fanti è lascia star i santi!

Y esto era a causa de que el Signor Formica fuera del teatro era un misterio impenetrable. Nadie le veía en ningún sitio y por más indagaciones que se hicieron, todas fueron infructuosas. Nicolo Musso guardaba el más estricto secreto acerca del Signor Formica. Éste era el Teatro que con tanto empeño deseaba ver Marianna.

—Iremos a atacar de frente al enemigo —dijo Salvator—, su regreso del teatro a la ciudad será la ocasión más propicia.

Comunicó a Antonio un plan que era muy aventurado y audaz, pero Antonio lo recibió con alegría porque esperaba arrancar a su Marianna del indigno Capuzzi. Además le agradaba sobre todo que Salvator diera una buena lección al Doctor Pirámide. Venida ya la noche, Salvator y Antonio tomaron sus guitarras y se dirigieron a la calle Ripetta, con intención de poner rabioso al viejo Capuzzi y de dar una serenata a la hermosa Marianna. Salvator tocaba y cantaba maravillosamente y Antonio tenía una voz de tenor por lo menos igual a la del mismo Odoardo Ceccarelli. Salió el Signor Pasquale al balcón injuriando a los cantantes para que se callasen; los vecinos, que se habían asomado a las ventanas atraídos por las bellas canciones, le gritaron que ya que tanto mortificaba él sus oídos con sus infernales cantilenas, les dejara ahora gozar de aquella buena música y que él se tapase los oídos si no quería oir los cánticos. Así el Signor Pasquale, para martirio suyo, tuvo que soportar que Salvator y Antonio se pasaran casi toda la noche cantando canciones que ora tenían las más dulces palabras de amor, ora ridiculizaban la locura del viejo enamorado. Pudieron distinguir claramente a Marianna asomada a la ventana y al Signor Pasquale que le suplicaba amablemente, pero inútilmente, que no se expusiera a la humedad de la noche. A la noche siguiente vióse caminar hacia la Porta del Popolo a la más lucida compañía que hasta entonces saliera de la calle Ripetta. Todos los ojos estaban fijos en ellos y se preguntaban si el Carnaval había dejado restos de máscaras. El Signor Pasquale Capuzzi vestía un rico traje español, acuchillado, de vistosos colores, y colocada en su sombrero puntiagudo llevaba una enorme y fina pluma. Caminando con sus zapatos puntiagudos, como si fuera pisando huevos, llevaba del brazo a la bella Marianna, que sólo dejaba ver su hermoso talle, pues cubría su cara un espeso velo. Junto a ella marchaba el Doctor Splendiano Accoramboni con su gran peluca que le cubría media espalda, de suerte que de lejos parecía una gigantesca cabeza andando sobre dos piernecitas de enano. Detrás de Marianna, medio arrastrándose, seguía el pequeño monstruo Pitichinaccio, con un vestido rojo de mujer y toda la cabeza cubierta de flores de la manera más ridícula.

Aquella noche el Signor Formica se excedió a sí mismo, y por primera vez cantó algunas canciones imitando, al mismo tiempo que el gesto, la voz de muchos cantores conocidos. El Signor Pasquale Capuzzi sintió que renacía en su interior la afición al teatro, que había llegado a rayar en locura en su juventud, besó repetidas veces la mano de Marianna, jurando que no pasaría una sola noche sin que fuesen al teatro de Nicolo Musso. Ensalzó hasta las nubes al Signor Formica y rivalizó con sus estrepitosos aplausos con todos los demás. El Signor Splendiano no se mostraba tan entusiasmado y no dejaba de aconsejar a Marianna y a Capuzzi que moderasen sus risas. Nombró de corrida más de veinte enfermedades que podían resultar de tanta carcajada, pero Marianna y Capuzzi ni siquiera le escuchaban. Pitichinaccio, en cambio, se sentía muy desgraciado. Se había tenido que sentar detrás del Doctor Pirámide, que le impedía ver con su enorme pelucón. No veía absolutamente nada del escenario, ni de los actores, y para colmo de males no dejó de ser atormentado por dos malignas señoras colocadas junto a él, que le llamaban hechicera y hermosa Signora, y le preguntaban si a pesar de ser tan joven, ya estaba casada, y si tenía hijos, quienes seguramente serían unas encantadoras criaturas, etc., etc.... Al pobre Pitichinaccio le caían gotas de sudor frío por la frente y gemía y lloraba maldiciendo continuamente su miserable existencia. Cuando terminó la representación, esperó el Signor Pasquale a que hubiesen salido todos los espectadores. Apagóse la última luz, en la que el señor Splendiano encendió una pequeña antorcha, cuando Capuzzi con sus dignos amigos y Marianna emprendieron el camino de regreso lentamente y con precaución. Pitichinaccio lloraba y gritaba, de modo que Capuzzi, a su pesar, tuvo que tomarle en brazos, mientras daba el derecho a Marianna. El Doctor Splendiano iba delante con su pequeña antorcha, que alumbraba tan mezquinamente que sólo servía para demostrar más la lobreguez de la noche.

Todavía estaban algo distantes de la Porta del Popolo cuando, de pronto, se les echaron encima varias figuras embozadas en grandes capas. En aquel mismo instante la antorcha que llevaba el Doctor en la mano cayó al suelo y se apagó. Capuzzi y el Doctor se quedaron mudos. De repente se esparció una claridad rojiza en torno a los embozados y cuatro rostros pálidos como la muerte contemplaron al Doctor Pirámide con ojos privados ya de movimiento.

—¡Ay de ti, ay de ti, ay de ti, Splendiano Accoramboni!

Así gritaron con voz sorda y sepulcral los espantosos fantasmas; luego uno gimió y dijo:

—¿Me conoces, me conoces, Splendiano? ¡Soy Cordier, el pintor francés que enterraste la semana pasada, y me llevaste a la tumba con tus medicinas!

Luego, el segundo dijo:

—¿Me conoces, Splendiano? Soy Küfher, el pintor alemán, al que envenenaste con tus drogas infernales.

Luego el tercero dijo:

—¿Me conoces, Splendiano? Soy Liers, el flamenco, a quien asesinaste con tus píldoras y engañaste a su hermano llevándote los cuadros.

Luego el cuarto exclamó:

—¿Me conoces, Splendiano? Soy Ghigo, el pintor napolitano al que mataste con tus polvos.

Y a continuación los cuatro dijeron:

—¡Ay de ti, ay de ti! ¡Splendiano Accorambonií ¡Maldito Doctor Pirámide! Tienes que descender a la tierra con nosotros. ¡Vamos, vamos, marcha! ¡Ale, ale!

Y diciendo esto se precipitaron todos a la vez sobre el pobre Doctor, levantándole en brazos, llevándoselo como un torbellino. A pesar del terror que experimentó el Signor Pasquale al ver que se llevaban de aquella suerte a su amigo Accoramboni, demostró un extraordinario valor. Pitichinaccio, con su guirnalda de flores, había escondido la cabeza dentro de la capa de Capuzzi y se había asido con tanta fuerza a su cuello que ningún esfuerzo era suficiente para hacerle soltar la presa.

—Vuelve en ti —decía Capuzzi a Marianna cuando hubieron desaparecido los fantasmas y el Doctor Pirámide—. ¡Vuelve en ti, ven conmigo, mi dulce y tierna palomita! Mi buen amigo Splendiano ha desaparecido. Que el buen médico San Bernardo, a quien debieron tantas almas su eterna salvación, le asista y se compadezca de él.

Cuando estos pintores vengativos, a los que ha enviado a la Pirámide de Cestio, le retuerzan el cuello, ¿quién cantará ahora el bajo en mis canciones?, y además, el sinvergüenza de Pitichinaccio me aprieta de tal modo la garganta que, sin contar con el susto que me ha causado el rapto de Splendiano, me siento incapaz de entonar una nota limpia y clara hasta dentro de seis semanas. ¡No te asustes, tú, Marianna mía! ¡Dulce esperanza mía! ¡Todo ha pasado ya! Marianna le aseguró que ya estaba repuesta de su terror y únicamente pidió a Capuzzi que le dejase andar sola, para que él con más libertad pudiese desembarazarse del incómodo enano. Pero el Signor Pasquale apretó aún más el brazo de la joven, decidido a no soltarla por nada del mundo, ni a dejarle dar un paso sola, en tan profunda oscuridad. En el mismo momento en que el Signor Pasquale, ya algo tranquilizado, se disponía a continuar su camino, vio levantarse a su lado como brotados de lo más profundo de la tierra cuatro espantosos diablos cubiertos con cortas capas rojas, que le miraban con ojos centelleantes silbando y aullando horriblemente.

—¡Eh, eh!... ¡Pasquale Capuzzi! ¡Viejo loco! ¡viejo enamorado! Somos tus camaradas, somos los diablos del amor, y venimos para llevarte al infierno, a las llamas del infierno junto a tu compañero Pitichinaccio!

Gritando de esta suerte, los demonios se lanzaron sobre el viejo Capuzzi, que cayó al suelo junto a Pitichinaccio, dando ambos unos bramidos y unos chillidos tan penetrantes como lo hubiera hecho una cuadrilla de asnos apaleados. Marianna se había soltado con fuerza de los brazos del viejo y se había apartado a un lado. Entonces, uno de los cuatro diablos se fue hacia ella y abrazándola cariñosamente le dijo con voz dulce y amorosa:

—¡Ah, Marianna!... ¡Marianna mía! ¡Por fin ya lo hemos logrado! ¡Mis compañeros se llevarán al viejo lejos de aquí, para que nosotros podamos huir!

—¡Mi Antonio! —dijo en voz baja, suspirando, Marianna.

Pero de repente viose alumbrada la escena por unas antorchas y Antonio recibió un golpe en el hombro. A la velocidad del rayo se volvió, empuñó la espada y se arrojó contra el individuo que se disponía a herirle con su daga. Vio, al mismo tiempo, como sus tres amigos se defendían contra un gran número de esbirros. Logró poner en fuga a su adversario y luego acudió en ayuda de sus amigos. Por muy valerosos que fuesen, la lucha, sin embargo, era desigual; los esbirros, indudablemente, hubieran ganado a no ser porque, de repente, dos hombres gritando se pusieron del lado de los jóvenes, derribando uno de ellos al esbirro que más cerca de Antonio peleaba. En pocos instantes la pelea quedó decidida en contra de los esbirros. Algunos de éstos que no estaban gravemente heridos huyeron, echando a correr gritando hacia la Porta del Popolo. Salvator Rosa (pues no era otro quien auxilió a Antonio y derribó al esbirro) quería dirigirse inmediatamente hacia la ciudad en persecución de los esbirros, en compañía de Antonio y de los jóvenes pintores, enmascarados como diablos. Pero María Agli, que le había acompañado y que, a pesar de su avanzada edad, había mostrado mucho valor en la lucha, observó que esto no era prudente, ya que, conocedores del asunto, los soldados de la guardia de la Porta del Popolo les arrestarían a todos. Así es que se fueron a casa de Nicolo Musso, quien les recibió con alegría en su pequeña y modesta casa, no muy distante del teatro. Los pintores se quitaron sus máscaras de diablo y sus capas pintadas de fósforo, y Antonio que, a excepción del golpe inofensivo que había recibido en el brazo, no tenía herida alguna, hizo gala de sus habilidades quirúrgicas, vendando a Salvator, a Agli y a sus jóvenes compañeros, pues todos tenían heridas, aunque sin peligro alguno. Este golpe de mano preparado con tanta audacia habría tenido buen éxito si Salvator y Antonio no se hubiesen olvidado de una persona que lo echó todo a perder. Michele, antes bravo y ahora esbirro, que habitaba en el bajo de la casa de Capuzzi y en cierto modo hacia las veces de su criado, por orden del viejo lo había estado siguiendo hasta el teatro, pero a cierta distancia porque a Capuzzi le daba vergüenza que le vieran en compañía del zarrapastroso. Michele, que no tenía miedo ni de la muerte ni del diablo, dándose cuenta de que algo raro había, echó a correr hacia la Porta del Popolo y, dada la alarma, volvió con todos los esbirros que halló reunidos, justamente en el momento en que los falsos diablos atacaban al pobre Capuzzi y se disponían a llevárselo, así como habían hecho con el Doctor Pirámide los primeros fantasmas.

No obstante el ardor del combate, uno de los jóvenes había reparado que un sujeto, con Marianna en brazos, había llegado a la puerta de la ciudad, y que el Signor Pasquale echó a correr con increíble rapidez, como si tuviera azogue en las piernas. Con la luz de las antorchas también había distinguido un bulto pegado a su cuello, que no podía ser otro que el desgraciado Pitichinaccio.
Al día siguiente fue hallado el Doctor Splendiano junto a la Pirámide de Cestio, acurrucado y hundido en su peluca, como si fuera un blando y mullido nido. Cuando le despertaron hablaba sin sentido y fue muy difícil convencerle de que se hallaba aún en este mundo y precisamente en Roma, y cuando finalmente fue conducido a su casa, dio gracias a la Virgen y a todos los santos por haberle salvado, arrojó por la ventana todas sus tinturas, esencias, ungüentos y polvos, y quemó sus recetas, prometiéndose a sí mismo curar a sus pacientes solamente con imposición de manos y fricciones, como en otros tiempos un famoso médico, que también era santo, y cuyo nombre no recuerdo, lo había hecho con gran éxito. Porque los pacientes se morían tranquilamente como los pacientes de los otros doctores y ya antes de morir veían el cielo abierto y todo lo que el santo les decía que debían ver.

—¡Yo no sé —dijo al otro día Antonio a Salvator—, yo no sé qué coraje es el mío desde que ha corrido mi sangre! ¡Muerte y condenación para el infame Capuzzi!... ¿Sabe usted Salvator que estoy resuelto a entrar a la fuerza en casa de Capuzzi? ¡Golpearé al viejo y, si se resiste, raptaré a Marianna!

—¡Magnífica idea! —exclamó Salvator riéndose— ¡Magnífica idea! ¡Muy bien pensado! Estoy seguro de que ya habrá usted pensado en el medio de transportar a su Marianna por los aires hasta la Plaza de España, a fin de evitar que le prendan y ahorquen antes de llegar a aquel sitio... No, mi querido Antonio, no hay nada que hacer con la violencia, pues ya puede usted pensar que el Signor Pasquale está alerta, dispuesto a rechazar cualquier agresión. Además de que nuestra aventura ha causado ya mucho ruido, y las carcajadas que ha hecho soltar nuestro modo de tratar al Doctor Splendiano y a Capuzzi han puesto en guardia a la población despertándola de su plácido sueño, y ahora van a acecharnos con todos los pobres medios de que pueden disponer. De la astucia hemos empezado a valemos. No, Antonio, sigamos empleando la astucia para lograr la fuerza. Con arte e con inganno se vive mezzo l'anno, con inganno e con arte si vive l'altra parte. Así lo dice la Signora Caterina y tiene razón. Realmente me dan ganas de reírme cuando pienso que nos hemos comportado como jóvenes irreflexivos, cosa que me apesadumbra mucho, porque al fin tengo más edad que usted. Dígame, Antonio, si nuestro golpe hubiera tenido éxito y usted hubiera podido realmente raptar a su Marianna, dígame, ¿adonde hubiera huido, dónde la hubiera tenido escondida, cómo habría hecho para desposarse apresuradamente, de manera que el viejo no hubiera podido estorbarlo? ¡Dentro de pocos días podrá usted raptar a su Marianna!; Nicolo Musso y Formica lo saben todo y con ellos he combinado un plan que no podrá fallarnos. ¡El Signor Formica le ayudará!

—¿El Signor Formica? —contestó Antonio con indiferencia y casi con desdén—. ¿El Signor Formica? ¿De qué me puede servir a mí este farsante?

—¡Oh, oh! —exclamó Salvator— le ruego que tenga usted respeto para el Signor Formica. ¿Acaso no sabe usted que Formica es una especie de mago que posee la ciencia de los más maravillosos secretos? ¡Repito que el Signor Formica nos ayudará! También el viejo María Agli y el excelente Doctor Graziano Bolognese están metidos en nuestro complot y tienen un papel muy importante. En el teatro Musso, Antonio, es donde raptará usted a su Marianna.

—Salvator —dijo Antonio—, usted me entretiene con engañosas esperanzas. Usted dice que el Signor Pasquale está prevenido contra todo ataque abierto. ¿Cómo será posible que después de lo que le ha pasado se decida de nuevo a aparecer en el teatro de Musso?

—No es tan difícil como usted piensa lograr que el viejo vuelva al teatro. Mucho más difícil será lograr que no se haga acompañar de sus acompañantes. Pero sea lo que sea, usted lo que debe hacer ahora, Antonio, es prepararse para huir de Roma en el momento propicio. Irá usted a Florencia, donde ya le precederá su fama de artista, y para que su llegada no se vea sin recursos ni protectores, yo me ocuparé de todo. Descansaremos ahora algunos días y luego veremos lo que habremos de hacer. ¡Espere un poco, Antonio, tenga esperanza! ¡Formica nos ayudará!

Nuevo ataque contra el Signor Pasquale. Antonio Scacciati lleva a cabo felizmente su empresa en el Teatro de Nicolo Musso y huye a Florencia.

El Signor Pasquale sabía muy bien quién le había preparado la trampa en la que habían caído él y el pobre Doctor Pirámide ante la Porta del Popolo y es fácil imaginarse cuan furioso estaba contra Antonio y contra Salvator Rosa, a quien, como era en realidad, miraba como al cabecilla de aquella trama. Se afanaba en consolar a la pobre Marianna, que se había puesto enferma, no del susto como ella decía, sino del pesar, porque el condenado Michele y los esbirros la habían arrancado de los brazos de su Antonio. Sin embargo, Margarita le traía continuamente noticias de su enamorado y ponía toda su esperanza en el emprendedor Salvator. Con impaciencia esperaba de un día a otro que sucediese algún acontecimiento imprevisto y su enojo recaía enteramente sobre el viejo, quien se sentía discriminado y pusilánime, no obstante su loca pasión y el diabólico amor que ocultaba en su pecho. Así que cuando Marianna, agotados ya todos los medios de martirizarle que estaban en su mano, permitía que con sus secos labios llegase a besarle la blanca mano, el viejo juraba en el exceso de su dicha que no se cansaría de cubrir de ardientes besos los zapatos del Papa, hasta que le concediese la dispensa necesaria para contraer matrimonio con su sobrina, el compendio de toda la gracia y la belleza. Marianna evitaba sacarle de esta ilusión, puesto que la confianza en que le dejaba apoyaba sus esperanzas, y creía que sería más fácil escapar cuanto más seguro estuviera él de poseerla con lazos indisolubles. Había ya pasado algún tiempo cuando, un día, a eso de las doce, Michele subió las escaleras apresuradamente y anunció al Signor Pasquale que un caballero que estaba abajo, y al que no había abierto la puerta a pesar de sus muchos golpes, deseaba hablar con el Signor Pasquale Capuzzi, pues sabía que habitaba en aquella casa.

—¡Por todos los santos de la corte celestial! —gritó el viejo encolerizado— ¿no sabes, imbécil, que no recibo a ningún desconocido en mi casa?

—¡Este caballero —dijo Michele— habla muy finamente y tiene muy buenos modales, y se llama Nicolo Musso!

—Nicolo Musso —dijo Capuzzi para sus adentros—, Nicolo Musso, el del Teatro de la Porta del Popolo, ¿qué querrá de mí?

En diciendo esto, cerró con precaución todas las puertas y bajó la escalera con Michele para hablar con Nicolo abajo, en la calle, delante de la casa.

—Mi buen Signor Pasquale— dijo Nicolo inclinándose ante él—, ¡cuánto me alegra que se haya usted dignado a saludarme! ¡Cuántas gracias debo darle! Desde que los romanos le vieron en mi teatro, usted, cuyo gusto y talento son tan conocidos, usted, que es tenido como modelo de sabios virtuosos de la música, se dobló mi fama y mis ingresos. ¡Me dolió muchísimo cuando supe de unos infames malvados atacaron a usted y a sus compañeros al regresar a casa! ¡Por todos los santos de la corte celestial, le ruego que esta infamia, que ha suscitado la reprobación general, no le inspire ningún rencor contra mí y mi teatro! ¡No me prive usted de sus visitas!
—Mi buen Signor Nicolo —repuso el viejo sonriendo—, tenga usted la seguridad de que ningún teatro me ha complacido tanto como el suyo. ¡Vuestro Formica, vuestro Agli son dos actores incomparables! ¡Pero piense usted en el miedo que ha estado a punto de causar la muerte de mi amigo el Signor Splendiano Accoramboni, e incluso a mí mismo! Sin embargo, no es de su teatro de lo que yo me quejo, sino del camino que a él lleva. Si usted lo pone en la Plaza del Popolo o en la calle Babuina o en la calle Ripetta, no faltaré una sola noche, pero ante la Porta del Popolo ningún poder humano me hará pasar la noche.

Nicolo suspiraba como si estuviera afectado por el más vivo pesar.

—Esto es muy duro para mí —dijo— quizá más duro de lo que usted puede imaginar, Signor Pasquale. ¡Ay! ¡En usted es en quien he fundado todas mis esperanzas y venía a implorar su ayuda!

—¿Mi ayuda? —preguntó el viejo, asombrado—. ¿Mi ayuda, Signor Nicolo? ¿En qué puedo ayudarle?

—Mi buen Signor Pasquale —repuso Nicolo, llevándose el pañuelo a los ojos, como si se secase las lágrimas—, usted habrá observado que mis actores mezclan en las representaciones algunas arias en sus papeles. Yo había pensado, para darles más importancia, tomar una orquesta y finalmente formar una especie de ópera, a pesar de la prohibición. Usted, Signor Capuzzi, es el mejor compositor que tenemos en Italia y sólo por la increíble ligereza de los romanos, por envidia y por la perfidia de los demás maestros, es posible que en los teatros se representen obras que no sean las de usted y yo venía a suplicarle de rodillas, Signor Pasquale, que me concediese usted sus inmortales obras para ejecutarlas lo mejor posible en mi modesto teatro.

—¡Oh, mi buen Signor Nicolo! —dijo el viejo con el rostro radiante—, ¿por qué hemos de estar hablando en medio de la calle? Tómese usted la molestia de subir algunos escalones un poco altos. Entremos en mi habitación.

Apenas llegado Nicolo al aposento, el viejo sacó un paquete polvoriento de papeles con notas, lo deshizo, tomó su guitarra y empezó a dar los más espantosos aullidos, que él llamaba cantar. Nicolo gesticulaba frenéticamente, suspiraba..., gemía..., y gritaba a cada paso:

—¡Bravo!... ¡bravissimo!... ¡benedittissimo Capuzzi!..., hasta que cayó al suelo como movido por un delirio fascinador, y se abrazó con tanta furia a las rodillas del viejo, que éste dio un brinco exclamando con acento del más agudo dolor:

—¡Por todos los santos de la corte celestial! ¡Déjeme usted, Signor Nicolo, que me va usted a matar!

—¡No —exclamó Nicolo—, no! Signor Pasquale, no me levantaré si antes no me cede usted esta divina composición que acaba usted de cantar, para que Formica mañana pueda cantarla en mi teatro.

—Es usted un hombre de gusto —dijo Pasquale gimiendo—, un hombre de juicio. ¿A quién mejor que usted podría confiar yo mis arias? Lléveselas usted todas... pero ¡suélteme usted! ¡Lo que siento es que no podré escuchar mis divinas obras maestras! ¡Suélteme usted, Signor Nicolo!

—¡No —contestó Nicolo, siempre de rodillas y teniendo fuertemente abrazadas las descarnadas canillas del viejo—, no, Signor Pasquale, no le soltaré a usted hasta que me prometa venir mañana a mi teatro! ¿Teme usted, acaso, un nuevo ataque? ¿Ignora usted que los romanos, después de haber oído sus arias, le llevarán a su casa en triunfo y con antorchas encendidas? ¡Y en el caso de que esto no sucediera, yo mismo y mis fieles compañeros nos encargaríamos de escoltarle hasta su casa!

—¿Usted mismo —preguntó Pasquale— me escoltaría con sus compañeros? ¿Cuántos son entre todos?

—Unas diez personas estarán a sus órdenes, Signor Pasquale. ¡Decídase usted, escuche mis súplicas!

—¡Formica —decía entre sí Pasquale— tiene una voz muy buena! ¡Cómo ejecutaría mis arias!

—Decídase usted —volvió a decir Nicolo, apretando de nuevo las piernas del viejo.

—¿Me promete usted —preguntó el viejo— que no tendré obstáculo alguno para volver a mi casa?

—¡Empeño en ello mi honor y mi vida! —contestó Nicolo dando otro apretón más fuerte a sus piernas.

—¡Basta! —gritó el viejo—. Iré pasado mañana a su teatro.

Entonces Nicolo se levantó brincando de alegría y abrazó de tal modo al viejo que suspiraba y jadeaba como si se ahogase. En aquel mismo instante apareció Marianna. El Signor Pasquale intentó hacerla volver atrás lanzándole una mirada furiosa, pero ella, haciendo como si no le hubiera visto, se dirigió directamente a Musso, y le dijo como enojada:

—En vano, Signor Nicolo, pretende usted atraer a su teatro a mi querido tío. Ya se ha olvidado usted del infame atentado que llevaron a cabo aquellos desvergonzados que intentaron raptarme, y que estuvo a punto de costarle la vida a mi tío y a su digno amigo Splendiano y hasta a mí misma. Jamás consentiré que se exponga de nuevo a tal peligro. Deje usted de insistir, Signor Nicolo. ¿No es verdad, queridísimo tío? Usted se quedará tranquilamente en casa, sin volver a arrostrar los peligros nocturnos, ni las emboscadas de los traidores de la Porta del Popolo.

El Signor Pasquale se quedó como si le hubiera herido un rayo. Contempló a su sobrina de hito en hito, hasta que por fin con melosas palabras le fue explicando con todos los miramientos posibles que el Signor Nicolo se obligaba a tomar las medidas necesarias para evitar el menor peligro al regreso.

—Yo insisto en lo dicho —dijo Marianna— y ruego a usted, querido tío, que no vaya al teatro de la Porta del Popolo. Perdone usted, Signor Nicolo, no hablaría así en vuestra presencia, pero tengo un negro presentimiento. Ya sé que usted es amigo de Salvator Rosa, y también de Antonio Scacciati; ¿quién me dice que no está usted de acuerdo con nuestros enemigos y engaña a mi tío, quien estoy segura que no visitará el teatro sin mí, para hacerle caer desprevenido en alguna otra emboscada?

—¡Qué sospecha! —exclamó Nicolo con enojo—. ¡Qué horrible sospecha, Signora! ¿Tan mal piensa usted de mí? ¿Tengo tan mala fama, que me cree usted capaz de tan negra traición? Pero si en realidad piensa usted así y desconfía del auxilio que le prometo, hágase usted escoltar por Michele, que es el que le salvó de las manos de los ladrones. Michele, acompañado de algunos esbirros, podrá esperarle fuera del teatro, porque seguramente no querrá usted que llene mi sala con ellos.

Marianna miró fijamente a los ojos de Nicolo y luego dijo seria y solemne:

—¿Qué está usted diciendo? ¿Que Michele y los esbirros nos acompañen? Ahora bien veo que sus intenciones son buenas y que mis sospechas eran infundadas. ¡Perdone usted mis palabras irreflexivas! ¡No puedo remediar sentir miedo y temor por mi querido tío y aún vuelvo a rogarle que no se exponga dando un paso tan peligroso!

El Signor Pasquale había escuchado todo el discurso con una extraña expresión que demostraba claramente su lucha interior. Al llegar a este momento no pudo contenerse más y se arrojó a los pies de su bella sobrina, y cogiéndole las manos se las llenó de besos y, derramando copiosas lágrimas, exclamó fuera de sí, lleno de alegría:

—¡Divina, adorable Marianna, ahora se elevan las llamas que devoran mi corazón! ¡Este temor, esta angustia, es la prueba y la confesión más dulce de que me amas!

Y continuó suplicándole para que desterrase todo temor y fuese con él a oir cantar en el teatro la más hermosa obra musical que jamás hubiera compuesto el más divino compositor. Nicolo, por su parte, no cesó de suplicarle hasta que Marianna se confesó vencida y prometió que, dejando todo temor, acompañaría a su querido tío al Teatro de la Porta del Popolo. El Signor Pasquale estaba encantado, parecía estar en la gloria. Estaba convencido de que Marianna le amaba; esperaba oir cantar en un teatro su música y coger los laureles que durante tanto tiempo había ansiado. ¡Por fin iba a ver cumplidos sus más dulces sueños! Ahora quería tener por testigos de su resplandeciente éxito a sus fieles amigos, o sea, que el Signor Splendiano y el pequeño Pitichinaccio fuesen con él al teatro como la primera vez. Además de su rapto por los espectros, el Doctor Splendiano, dormido en la Pirámide de Cestio, sumergido en su peluca, había tenido un sinfín de lúgubres visiones. De repente, todos los muertos del cementerio habían resucitado extendiendo los brazos hacia él, maldiciendo en voz alta todos los polvos y esencias, cuya funesta influencia les atormentaba aún en la tumba. A consecuencia de estas impresiones, aunque no podía negar que había sido víctima de la violencia de algunos bribones, el Signor Splendiano seguía estando melancólico y, aunque apenas era inclinado a las supersticiones, ahora veía fantasmas por todas partes y estaba atormentado por negros presentimientos y malos sueños. Pitichinaccio estaba convencido de que eran verdaderos diablos, que habían salido de las llamas del infierno, los que le habían agredido a él y al Signor Pasquale y lanzaba horribles gritos al recordar aquella horrorosa noche. Eran vanas todas las protestas del Signor Pasquale, que afirmaba que no eran otros sino Antonio Scacciati y Salvator Rosa, disfrazados con máscaras de diablo, porque Pitichinaccio, llorando a lágrima viva, juraba que, a pesar de su susto, había reconocido la voz y el ser del diablo Fanfarell, que le había pinchado en el vientre, en el que se veían aún manchas azuladas y moradas a fuerza de pellizcos. Ha de imaginarse el trabajo que le costó al Signor Pasquale convencer a ambos, al Doctor Pirámide y a Pitichinaccio, para que volvieran a acompañarlo. Splendiano se decidió el primero en cuanto logró que un monje de San Bernardo le diese un saquito lleno de almizcle bendito, cuyo olor no podían resistir ni los muertos ni los diablos, y con el cual se creía armado contra todas las tentaciones y ataques.

Pitichinaccio no pudo resistir a la promesa de recibir una caja de pasas, con la condición de que le dejaría el Signor Pasquale vestirse su nuevo traje de abate, en vez de traje de mujer, que, según él, era lo único que había atraído a los demonios. Iba, pues, a suceder lo que más temía Salvator, quien aseguraba que no podría llevarse el plan a efecto mientras el Signor Pasquale y Marianna no fuesen solos al Teatro de Nicolo, sin sus fieles acompañantes. Ambos, Antonio y Salvator, verdaderamente se devanaban los sesos tratando de encontrar el modo de separar a Splendiano y Pitichinaccio del Signor Pasquale; pero ya no tenían tiempo para preparar ningún golpe de mano, porque la representación del Teatro de Nicolo debía efectuarse la noche del día siguiente. Pero el cielo, que, evidentemente, se sirve de los instrumentos más extraños para castigar a los locos, intervino en favor de los dos enamorados, y se valió para esto mismo de Michele, cuyo aturdimiento logró lo que Salvator y Antonio no hubieran podido lograr. Aquella misma noche, en la calle Ripetta y frente a la casa del Signor Pasquale, se oyeron de repente unos gritos lastimeros y tal cantidad de lamentos, juramentos e injurias que todos los vecinos se despertaron sobresaltados y algunos esbirros que venían de perseguir a un asesino que se había refugiado en la Plaza de España, creyendo ser otro asesinato, acudieron presurosos con antorchas. Al llegar al lugar donde suponían que se había cometido el crimen, se encontraron al desgraciado Pitichinaccio en el suelo y a Michele apaleando al Doctor Pirámide, al tiempo que el Signor Pasquale, furioso, atacaba espada en mano a Michele. En torno se veían varios fragmentos de guitarra. Muchas personas se interpusieron, impidiendo el paso, tratando de evitar que actuase el viejo, que de otro modo hubiera traspasado a Michele de parte a parte. Michele, a la luz de las antorchas, se quedó helado, con los ojos asombrados, al ver quién era, como la estampa viva de la furia, sin razón alguna. Luego, lanzó, por fin, un aullido espantoso y, arrancándose los cabellos, pidió gracia y misericordia.

Ninguno de los dos, ni el Doctor Pirámide ni el viejo, habían recibido graves heridas, pero ambos estaban tan magullados que no se podían menear, viéndose precisados a trasladarles a su casa. El Signor Pasquale fue causa de esta desgracia. Ya sabemos que Salvator y Antonio habían dado a Marianna una hermosa serenata; pero había olvidado decir que, para desesperación del viejo celoso, ésta se repetía todas las noches. El Signor Pasquale, cuyo enojo contra los cantores trataban de contener los vecinos, hizo la tontería de dirigirse a las autoridades, a fin de que prohibiese a los dos jóvenes cantar en la calle Ripetta. La autoridad le dijo que jamás se había oído decir en Roma que se hubiese impedido a cualquiera cantar y tocar la guitarra en cualquier lugar que fuese, por lo que semejante petición no era razonable. Entonces el Signor Pasquale decidió terminar este asunto y prometió a Michele una buena cantidad de monedas si el primer día que volviesen apaleaba a los cantores. Compró Michele, enseguida, un formidable garrote, y todas las noches se ponía de guardia detrás de la puerta. Pero aconteció que Salvator y Antonio juzgaron conveniente suspender sus serenatas en la calle Ripetta durante los días anteriores al golpe que preparaban, para que el viejo se tranquilizara. Marianna había dicho inocentemente que, aunque odiase a Antonio y a Salvator, había escuchado complacida las serenatas, porque no había nada más hermoso que la música que se eleva hacia el cielo durante la noche. El Signor Pasquale, recordando estas palabras, en el colmo de la galantería, como enamorado caballero, proyectó sorprender a su adorada con una serenata, compuesta por él mismo, que ensayó con sumo cuidado con sus dos íntimos amigos.

Así pues, en la misma noche del día en que esperaba celebrar en el Teatro Nicolo Musso su mayor triunfo, salió a hurtadillas y fue en busca de sus compañeros, que ya estaban prevenidos. Pero, apenas habían sonado las primeras notas de las guitarras, que Michele, a quien no había informado el Signor Pasquale, muy contento de poder ganar la suma prometida, salió de su escondite y empezó a apalear, sin compasión, a los músicos, de lo que se siguió lo que ya sabemos. Que ni el Signor Splendiano ni Pitichinaccio, que estaban en el lecho cubiertos de vendajes, pudieron acompañar al Signor Pasquale al Teatro de Nicolo, está fuera de dudas. Sin embargo, el Signor Pasquale, por su parte, no quiso renunciar a la satisfacción de oir su partitura, a pesar de que también le dolían algo los hombros y la espalda, a causa de los palos recibidos.

—Ahora que la casualidad —dijo Salvator a Antonio— ha quitado el obstáculo que considerábamos insuperable, sólo falta que se aproveche usted con habilidad del momento favorable para raptar a su Marianna del Teatro de Nicolo. Todo le saldrá tan bien que desde ahora le doy la enhorabuena como novio de la hermosa sobrina de Capuzzi, que pronto será su esposa. ¡Le deseo que sea feliz, aunque siento un involuntario estremecimiento cuando pienso en su matrimonio!

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Antonio sorprendido.

—Llámelo usted quimera —contestó Salvator— y locas preocupaciones, o como quiera llamarlo, Antonio, no importa. Yo amo, sin duda, a las mujeres, pero incluso aquella de la que estuviese enamorado hasta la locura, aquella por la que yo diera mi vida y todo lo que poseo, me haría estremecer si pensase que me había de unir con ella por medio del matrimonio.

La inescrutable naturaleza de las mujeres se burla de todas nuestras armas... Aquella que creíamos que se nos había entregado en cuerpo y alma con completa abnegación es la primera en engañarnos, y con frecuencia los más dulces besos destilan el más mortal veneno.

—¿Y mi Marianna? —preguntó Antonio, turbado.

—Perdóneme, Antonio —prosiguió Salvator— pero ¡hasta su Marianna, que es la personificación de la dulzura y de la gracia, me ha demostrado qué peligrosa es la misteriosa naturaleza de la mujer! Recuerde usted el comportamiento de esta niña inocente e inexperta cuando llevamos a su casa al tío, supuestamente herido, y cómo a una sola mirada mía comprendió todo y representó su papel, como usted mismo me dijo, con gran maestría. ¡Y todo esto fue poco en comparación con lo que sucedió en la visita que Musso hizo al viejo! La más fina astucia, la más impenetrable ficción, en una palabra, toda la imaginable destreza de una mujer del gran mundo no igualaría el artificio de que la joven Marianna hizo uso para engañar al viejo.

No podía obrar ella más astutamente para allanar las dificultades que debíamos superar para el logro de nuestra empresa. En la lucha en que estamos con este loco de atar... todo artificio es permitido... ¡así pues, querido Antonio, no se atormente usted con mis quiméricas imaginaciones, sea usted muy feliz con Marianna! Si un monje cualquiera hubiera acompañado al signor Pasquale, cuando éste se puso en marcha con su sobrina para ir al Teatro de Nicolo Musso, todo el mundo hubiera pensado que la extraña pareja era llevada al patíbulo, pues abría la marcha Michelle, de aspecto feroz, armado hasta los dientes, y le seguían el Signor Pasquale y Marianna, con veinte esbirros más. Nicolo recibió al viejo con su dama a la entrada del Teatro con toda solemnidad, y enseguida los condujo a los asientos de preferencia que les habían reservado, muy cerca del escenario. El Signor Pasquale se sintió muy halagado por este honor que le hacían y miró con orgullo a su alrededor, y aumentó más su placer y contento cuando advirtió que todos los sitios próximos a Marianna estaban ocupados únicamente por mujeres. Detrás de las decoraciones de la escena había un par de violines y un contrabajo que estaban afinando; el corazón del viejo latía lleno de ansiedad y se estremeció hasta la médula de los huesos, herido como por una descarga eléctrica, cuando repentinamente resonó el estribillo de su aria. Se adelantó Formica en traje de Pasquarello, y cantó..., ¡cantó, con la misma voz y las mismas contorsiones que Capuzzi, la más detestable de todas las arias!... El teatro pronto resonó con las estrepitosas risotadas de los espectadores delirantes, que exclamaban:

—¡Ah, Pasquale Capuzzi!... ¡Compositor, virtuoso celebérrimo ¡bravo!... ¡bravíssimo!

El viejo, que no se daba cuenta de que las risas eran burlonas, estaba en el mayor grado de su alegría.

Concluida el aria, se pidió silencio; a continuación el Doctor Graziano, esta vez presentado por el mismo Nicolo Musso, entró en escena tapándose los oídos y gritando a Pasquarello que se callase de una vez y dejase de gritar y dar aquellos alaridos. El Doctor preguntó a Pasquarello dónde había aprendido aquel modo de cantar y quién le había enseñado aquella detestable aria. Pasquarello respondió que no comprendía cómo el Doctor podía hablar así, suponía que a él le sucedía lo mismo que a los romanos, que no tenían el menor gusto por la música y desconocían los más raros talentos; que el aria era del mayor virtuoso y que él tenía la suerte de estar a su servicio y que al mismo tiempo recibía lecciones de canto y música. Entonces Graziano, tratando de adivinar, fue nombrando uno tras otro a todos los virtuosos y compositores célebres, pero a cada nombre Pasquarello sacudía con desdén la cabeza. Finalmente Pasquarello dijo que el Doctor manifestaba su ignorancia, puesto que ni siquiera conocía al más ilustre compositor contemporáneo. Éste no era sino el Signor Pasquale Capuzzi, quien le había hecho el honor de tomarlo a su servicio. ¿No veía acaso que Pasquarello podía ser amigo y servidor del Signor Pasquale? Entonces el Doctor Graziano, soltando la carcajada, dijo que cómo era posible que Pasquarello dejase de servirle a él, al Doctor Graziano, que le daba buen sueldo y buena comida y además hacía la vista gorda por algún quattrino que le faltaba, para irse a servir a casa del más loco de todos los locos que jamás hubiese comido macarrones, en casa de aquella máscara de carnaval de todos los colores que deambulaba por las calles como un gallo mojado después de la lluvia, en casa de aquel tonto que presumía de sabio, de aquel miserable avaro, de aquel viejo pusilánime enamorado, cuyos desagradables rebuznos, a los que daba el nombre de canto, apestaban la calle Ripetta, etc., etc.. Muy enojado, Pasquarello contestó que sólo la envidia hablaba por boca del Doctor, pero que él hablaba con el corazón en la mano (col cuore in mano), que el Doctor ni siquiera era el hombre capaz de juzgar al Signor Pasquale Capuzzi di Senegaglia —que hablaba con el corazón en la mano— y que el Doctor era poseedor de todas las ridiculeces que había atribuido al excelente Signor Pasquale, y que hablaba con el corazón en la mano. Que él mismo había visto con frecuencia que más de seiscientas personas se habían reído del Doctor Graziano a carcajada limpia, etc., etc..

Finalmente Pasquarello hizo un extenso panegírico de su nuevo señor, el Signor Pasquale, atribuyéndole todas las virtudes imaginables, y acabó con la descripción de su persona, al que describió como modelo de gracia y amabilidad.

—¡Bendito seas, Formica! —decía el Signor Capuzzi para sus adentros—. ¡Bendito seas, Formica, que te has propuesto hacer completo mi triunfo echando en cara a los romanos toda su envidia e ingratitud y enseñándoles claramente quién soy yo!

—Ved aquí a mi amo en persona —exclamó en aquel momento Pasquarello—, y se vio entrar al Signor Pasquale Capuzzi, en cuerpo y alma, semejante hasta en los movimientos, semblante, andares y vestimenta, al Signor Capuzzi, que estaba sentado en el patio, de modo que éste mismo, sobrecogido de terror, soltó la mano de Marianna, y se la pasó por la nariz y por la peluca, como para persuadirse de que no soñaba o veía doble, sino para asegurarse de que verdaderamente se encontraba en el Teatro de Nicolo Musso y si debía creer en semejante milagro.

El Capuzzi del teatro abrazó al Doctor Graziano con gran afabilidad y le preguntó cómo se encontraba. El Doctor repuso que tenía buen apetito, que su sueño era tranquilo, para servirlo (per servirlo), pero que su bolsa estaba vacía. Precisamente el día anterior, en honor de su amada, se había gastado los últimos ducados en comprarse un par de medias de color rosa, y justo ahora iba a ir a casa de un banquero para ver si le podía prestar treinta ducados.

—Pero, ¿cómo hacéis eso —dijo entonces Capuzzi— pasando delante de vuestro mejor amigo, sin decirle ni una palabra? ¡Aquí tenéis, mi buen señor, aquí tenéis los cincuenta ducados!

—Pasquale, ¿qué estás haciendo?— dijo a media voz el Capuzzi de la sala.

El Doctor Graziano se puso a hablar de letras de cambio y de intereses, pero el Signor Capuzzi dijo que de un amigo como el Doctor no pretendía nada.

—Pasquale, ¿has perdido la cabeza? —exclamó el Capuzzi de la sala a media voz.

El Doctor Graziano se marchó después de muchos abrazos, muy agradecido. Luego se acercó a Pasquarello, y haciéndole muchas reverencias, elogió al Signor Pasquale hasta las nubes, diciendo que su bolsa padecía la misma enfermedad que la del Doctor Graziano, y le rogó que le curase con aquel mismo maravilloso remedio. ¡El Capuzzi del teatro, echándose a reír, se alegró de que Pasquarello supiera aprovecharse de su buen humor y le arrojó algunos buenos ducados!

—¡Pasquale, estás loco..., poseído del demonio! —gritó Capuzzi desde abajo. Pero le mandaron callar.

Pasquarello elogió doblemente a Capuzzi y llegó a hablar del aria compuesta por Capuzzi, y con la que él, Pasquarello, esperaba encantar a todo el mundo. Capuzzi, el del teatro, tocó amigablemente por la espalda a Pasquarello y le dijo que a él, que siempre había sido fiel servidor, podía confiarse y decirle la verdad: que nunca había entendido nada del arte de la música y que las canciones de las que hablaba, como todas las demás arias, no las había compuesto, sino que las había robado de las canzone de Frescobaldi y de los motetes de Carissimi.

—¡Mientes, miserable! —gritó Capuzzi, desde la sala, levantándose de su asiento.

Le hicieron callar de nuevo y la señora que estaba sentada a su lado le hizo volver a sentarse.

—Ya es tiempo —continuó diciendo el Capuzzi del teatro— de pensar en otras cosas más importantes. Mañana daré un gran banquete y Pasquarello tendrá que estar muy atento para traer lo necesario.
Luego sacó una lista de los más delicados platos y de los más caros, que fue leyendo en alto; a cada uno Pasquarello fue poniendo precio y a medida que los iba leyendo recibía el dinero.

—¡Pasquale!... ¡Loco! ¡Que no tienes juicio!, ¡Bellaco! ¡Derrochador! —gritaba Capuzzi interrumpiéndoles, y su cólera iba en aumento a medida que iban aumentando también los gastos del extravagante almuerzo.

Concluida la lista, Pasquarello preguntó qué motivo le obligaba al Signor Pasquale. a dar una fiesta tan espléndida.

—Es que mañana —contestó el Capuzzi del teatro—, mañana es el día más feliz de mi vida. Has de saber, mi buen Pasquarello, que celebro la boda de mi querida sobrina Marianna. ¡Le he concedido su mano al apuesto joven, al excelente pintor Antonio Scacciati!

Apenas el Capuzzi del teatro hubo acabado de pronunciar estas palabras, que Capuzzi, fuera de sí, frenético, con rabia infernal reflejada en su enrojecido semblante, se levantó y dirigiendo sus puños contra su sosias, le dijo con voz chillona:

—¡Esto no lo harás, no lo harás, villano Pasquale! ¿Es que pensabas entregar a tu Marianna, perro? ¿La querías lanzar en los brazos de un condenado mendigo?... ¿a la dulce Marianna, a tu vida..., a tu esperanza..., a tu todo? ¡Ah, vete..., vete, loco de atar, vete y no te me acerques! ¡Mira que con estas manos te daré tales golpes que se te quitarán las ganas de comidas y bodas!

Pero Capuzzi, el de la escena, imitando la actividad y el furor de Capuzzi, el de la sala, respondió gritando mucho más, con voz chillona:

—¡Que los diablos te lleven al infierno, maldito Pasquale, loco, viejo tonto enamorado, asno vestido de arlequín, ten cuidado que no te quite la vida para dar fin a las vergonzosas maldades que cobardemente atribuyes al honrado, al bueno y venerable Pasquale Capuzzi!

Luego, en medio de los más horribles juramentos y maldiciones del Capuzzi de la sala, el Capuzzi de la escena empezó a contar una tras otra sus infames acciones.

—¡Prueba siquiera —gritó finalmente el Capuzzi de la escena— prueba siquiera, Pasquale, viejo mono enamorado, a estorbar la dicha de estos dos jóvenes que el cielo ha criado el uno para el otro!

Al mismo tiempo se vio aparecer en el teatro a Marianna y a Antonio abrazados. Aunque el viejo tenía las piernas muy débiles, la rabia le dio fuerza y agilidad. De un brinco se plantó en la escena y con al espada en la mano se lanzó contra el que creía ser Antonio. Pero sintió que le detenían, cogiéndole por detrás. Un oficial de la guardia pontificia le tenía cogido y le decía severamente:

—¡Tenga usted en cuenta, Signor Pasquale, que está en el Teatro de Nicolo Musso! Sin querer, hoy ha representado usted un papel muy divertido. Aquí ya no encontrará usted ni a Antonio ni a Marianna.

Las dos personas que Capuzzi había tomado por Antonio y Marianna se le habían acercado con los demás, y Capuzzi se encontró delante de unos rostros completamente desconocidos. Se le cayó la espada de las temblorosas manos, suspiró profundamente como si despertara de un profundo sueño, se pasó la mano por la frente y abrió los ojos. Presintiendo todo lo que había pasado, con una voz terrible que hacía temblar las paredes, comenzó a gritar:

—¡Marianna!

Pero ella no podía ya oir su grito, pues Antonio había sabido escoger muy bien el momento en que Pasquale, olvidándose de todo lo que le rodeaba, y aun de sí mismo, regañaba con su sosias; se había acercado a Marianna, y con ella había huido por una puerta lateral, donde le esperaba un vetturino con su coche. Partieron inmediatamente en dirección a Florencia.

—¡Marianna! —volvió a gritar el viejo—. ¡No está! ¡Ha huido! ¡Ese bribón de Antonio me la ha robado! ¡Vamos, corramos! ¡Tened piedad de mi palomita! ¡Ah, qué víbora!

En diciendo esto, el viejo quiso echar a correr. Pero el oficial le retuvo con fuerza y le dijo:

—¿Se refiere usted a aquella hermosa joven que estaba sentada al lado de usted. Si es ésa, hace mucho tiempo que ha desaparecido, mientras discutía usted inútilmente con el actor que tanto se parece a usted. Si no me engaño, ha salido con el joven Antonio Scacciati. No se preocupe, se harán todas las gestiones necesarias para encontrarla y se la devolverá a usted. En cuanto a usted, Signor Pasquale, ¡me veo precisado a arrestarle por el escándalo que ha causado y por el ataque criminal que ha intentado en la persona de este actor!

El Signor Pasquale, pálido como un difunto, e incapaz de pronunciar una sola palabra, fue conducido por los mismos esbirros que debían protegerle contra los espectros y diablos enmascarados, y así fue cómo la misma noche en que esperaba celebrar su triunfo se hizo víctima de la vergüenza y desesperación reservada a los viejos enamorados. Salvator Rosa deja Roma y se dirige a Florencia. Fin de la historia. Todo lo de este mundo está sujeto a continuas variaciones y nada es más caprichoso que el sentimiento de los hombres, que gira continuamente como la rueda de la diosa Fortuna. Tal vez se ve hoy muy colmado de honores el que ayer se vio objeto de la más amarga crítica, y mañana se ensalzará hasta las nubes al que hoy se pisotea. Nadie había en toda Roma que no se burlase del viejo Pasquale Capuzzi, por su sórdida avaricia, por su loco amor, por sus tiránicos celos, y que no desease al mismo tiempo la libertad de su víctima, la pobre Marianna. Pero en el momento en que Antonio logró robar a su amada, todas las burlas y sarcasmos hacia el viejo loco se trocaron en compasión, al verle andar por las calles de Roma cabizbajo y desconsolado. Además, una desgracia no viene nunca sola. Sucedió, pues, que el Signor Pasquale, después de la fuga de su Marianna, perdió también a sus dos amigos, pues Pitichinaccio se ahogó con una almendra que quiso imprudentemente tragar cuando hacía un gorgorito; y el Doctor Splendiano Accoramboni fue víctima de una falta de ortografía, que recayó sobre él mismo. Los palos que recibió de Michele le sentaron tan mal que fue presa de una gran fiebre. Por este motivo decidió curarse con una medicina que había inventado, para la cual, pidiendo pluma y tintero, escribió la receta, pero por descuido escribió un signo diferente y aumentó indebidamente la dosis de una sustancia venenosa. Apenas hubo tragado la poción cuando cayó sobre la almohada y expiró, demostrando de este modo maravilloso con su propia muerte el gran efecto de la última poción que había preparado. Como ya hemos dicho, aquellos que al principio se divirtieron a expensas del viejo y habían deseado un buen éxito a las tentativas de Antonio, sentían ahora una profunda compasión por el viejo, y recaía el mayor odio no contra Antonio, sino contra Salvator, a quien miraban, y con mucha razón, como el promotor de aquella empresa. Los enemigos de Salvator, que siempre eran muchos, no dejaban de atizar el fuego.

—Ved ahí —decían— al criminal cómplice de Masaniello, que toma parte y protege todas las empresas de bandidos; ¡su presencia en Roma un día u otro llegará a ser una amenaza!

Realmente la banda de los envidiosos que se habían conjurado contra Salvator logró frenar su fama. Viéronse salir de su taller muchos cuadros nacidos de su ardiente fantasía, maravillosamente pintados, pero a su vista los supuestos conocedores se alzaban de hombros, diciendo que las montañas eran demasiado azules, que los árboles eran demasiado verdes, o que las figuras eran demasiado largas, o demasiado cortas, criticando todo lo que no tenía tacha, y tratando de disminuir por todos los medios posibles los grandes méritos de Salvator. Especialmente le perseguían los académicos de San Luca, que no le podían perdonar la intrusión del cirujano, y llegaban al punto de denigrar los deliciosos versos que Salvator escribió durante aquellos días, insinuando que eran producto de vergonzoso plagio y no fruto original. Por todos estos motivos, Salvator no lograba rodearse de aquel esplendor con el que en otros tiempos había brillado en Roma, y en lugar del soberbio taller al cual venían a visitarle las más grandes personalidades de Roma, permaneció en casa de la señora Caterina, bajo las ramas verdes de su higuera, y justamente esta sencillez muchas veces le consolaba y le daba tranquilidad. Pero la malevolencia y la envidia de sus enemigos atormentaba demasiado a Salvator y sentía como una enfermedad secreta, que procedía de la ira y de la melancolía, que desgastaba sus mejores energías. En este estado de ánimo ejecutó dos grandes cuadros que pusieron en conmoción a toda la ciudad de Roma. Uno representaba la caducidad de todas las cosas, y en la figura principal, una mujer de ligeras costumbres que llevaba reflejado en el semblante el signo de su condición infame, todos reconocieron a la amante de un cardenal. En el otro cuadro estaba representada la diosa de la Fortuna que distribuía todos sus ricos dones, y su mano derecha derramaba capelos cardenalicios, tiaras episcopales, monedas de oro y cruces de distinción sobre corderos que balaban, asnos que rebuznaban y otros viles animales, mientras que hombres de noble figura, cubiertos de harapos, miraban hacia lo alto en espera de recibir algún don. Salvator había desahogado su rencor dibujando cabezas de animales que tenían algunos rasgos de algunos personajes eminentes. Puede suponerse cómo aumentó el odio y las persecuciones contra él.

La señora Caterina le avisó con lágrimas en los ojos y le dijo que había reparado que al anochecer gentes sospechosas rondaban la casa y parecían espiar todos sus pasos. Salvator comprendió que ya era hora de dejar Roma, así es que se despidió con dolor de las únicas personas que quería, de la señora Caterina y de sus encantadoras hijas. Recordando las repetidas invitaciones del Duque de Toscana, se fue a Florencia. Allí fue generosamente recompensado por todas las ofensas que se le habían hecho en Roma y recibió todos los honores y toda la fama que se merecía. Los regalos del Duque y los altos precios que le daban por sus cuadros le pusieron pronto en estado de ocupar una gran casa y de amueblarla con magnificencia. En ella se reunían en torno a él los poetas y los sabios más célebres de la época; basta recordar que entre ellos estaban Evangelista Toricelli, Valerio Chimantelli, Battista Ricciardi, Andrea Cavalcanti, Pietro Salvati, Filippo Apolloni, Volumnio Bandelli y Francesco Rovai. Ejercitábanse allí el arte y la ciencia unidos en armoniosos lazos, y Salvator Rosa supo dar a sus reuniones un carácter fantástico que animaba y estimulaba los espíritus. Así, el salón del comedor parecía un bosquecillo encantado, con flores y arbustos perfumados y fuentes murmuradoras, y hasta los alimentos que eran traídos a la mesa por pajes con trajes extraños y originales tenían un aspecto insólito como si vinieran de un lejano país fabuloso. Estas reuniones de poetas y de sabios en casa de Salvator Rosa recibió el nombre de Accademia de'Percossi. Mientras que Salvator dedicaba su espíritu, de este modo, al arte y a las ciencias, consagraba su afecto a su amigo Antonio Scacciati, que compartía una feliz e independiente vida de artista con la hermosa Marianna. A veces recordaban al viejo y engañado Signor Pasquale y todo lo que había sucedido en el Teatro de Nicolo Musso.

Antonio preguntó a Salvator cómo se las había arreglado para lograr que no sólo Musso, sino el excelente Signor Formica y Agli se hubiesen interesado por su suerte; Salvator dijo que todo era muy natural pues, como Formica había sido su mejor amigo en Roma, había cumplido con mucho gusto en escena todo lo que Salvator le había ido indicando. Por otra parte Antonio le dijo que, no obstante lo que le había hecho reír la escena que de había llevado a lograr su felicidad, deseaba de todo corazón reconciliarse con el Signor Pasquale, renunciando por completo a la dote de Marianna que el viejo conservaba aún, ya que con su arte ganaba suficiente dinero para vivir. En cuanto a Marianna, no podía contener sus lágrimas al pensar que el hermano de su padre no le perdonaría jamás, ni aun en la hora de su muerte, la partida que le había jugado, y esta idea del odio de Pasquale ensombrecía el esplendor de su felicidad. Salvator consoló a ambos, a Antonio y a Marianna, diciéndoles que el tiempo arreglaba cosas mucho más difíciles y que la casualidad podía llevar al viejo a una reconciliación con menos riesgo para ellos del que hubieran corrido permaneciendo en Roma o volviendo a esta ciudad. Ya veremos que al decir esto, Salvator estaba inspirado por un espíritu profético. Pasado cierto tiempo, un día Antonio apareció en el taller de Salvator, pálido como la muerte y casi sin respirar.

—¡Salvator —exclamó—, Salvator, amigo mío, protector mío!... ¡Estoy perdido si usted no me socorre! Pasquale Capuzzi está aquí y ha logrado una orden de prisión contra mí como raptor de su sobrina.

—Pero —dijo Salvator— ¿qué puede ahora el Signor Pasquale hacer contra ustedes? ¿Acaso su unión no está ya consagrada por la Iglesia?

—¡Ay! —repuso Antonio, desesperado—, ni la bendición de la Iglesia me puede defender. El Cielo sabe por qué medios el viejo ha podido llegar hasta el sobrino del Papa. En una palabra, éste le ha tomado bajo su protección y le ha dado esperanzas de que el Santo Padre anulará el matrimonio de Marianna, y que a él le procurará una dispensa para poderse casar con su sobrina.

—¡Ah —exclamó Salvator—, todo lo comprendo ahora! Seguramente el odio que me tiene el sobrino del Sumo Pontífice es una amenaza para usted. Sepa usted que este altivo y brutal rústico me sirvió de modelo para uno de mis animales del cuadro de la Fortuna. El sabe, como también lo saben todos los romanos, que yo fui el que organizó el rapto de Marianna, y como no puede vengarse de mí, le persigue a usted.

Querido Antonio, aunque no le tuviese a usted por mi más íntimo y mejor amigo, el mal paso en que le he metido bastaría para decidirme en favor de su causa, pero, ¡por Dios Santo, no sé cómo arreglármelas para jugarles una mala pasada a todos sus enemigos!

Mientras decía esto, Salvator, que había seguido pintando, dejó a un lado la paleta y los pinceles y, apartándose del caballete, cruzándose de brazos, empezó a pasear por la estancia, mientras Antonio permanecía absorto, con los ojos fijos en el suelo, hasta que finalmente Salvator se detuvo delante de él, y le dijo sonriendo:

—Escuche, Antonio, yo no puedo hacer nada ahora contra sus poderosos enemigos; pero hay alguien que puede ayudarles y les ayudará. Éste es el Signor Formica.

—¡Ah! —dijo Antonio—, no os burléis de un infeliz que se ve privado de todo socorro.

—¿Ya vuelve usted a desesperarse? —exclamó Salvator de muy buen humor, riéndose a carcajadas—. Ya se lo he dicho, Antonio. ¡El amigo Formica le ayudará en Florencia, tal como le ayudó en Roma! Vuélvase tranquilo a casa, consuele a su Marianna, y espere con confianza el desenlace de todo esto. Espero que se halle usted dispuesto a seguir las instrucciones del Signor Formica, porque precisamente se encuentra aquí.

Antonio se lo prometió con toda su alma, y sintió que renacía de nuevo en su ser la esperanza y la confianza. Sumamente sorprendido quedó el Signor Pasquale cuando recibió una solemne invitación de la Academia de'Percossi.

—¡Ah —exclamó—, se ve que aquí en Florencia aprecian y estiman más los méritos y los datos excepcionales de Pasquale Capuzzi de Senigaglia!

Así pues, la idea del arte y de los honores borró la aversión que hubiera sentido por una reunión a cuyo frente se encontraba Salvator Rosa. Cepilló más que nunca el suntuoso vestido español, puso una pluma nueva al sombrero puntiagudo, así como también cintas nuevas a los zapatos, y adornado de esta suerte el Signor Pasquale, reluciente como un escarabajo, hizo su aparición en casa de Salvator. La magnificencia de qué se vio circundado, junto con el recibimiento que le hizo Salvator, que vino a su encuentro ricamente vestido, le inspiraron respeto, y, como suele suceder siempre a los espíritus mezquinos, que, primero henchidos de arrogancia, se encorvan y arrastran por el polvo así que sienten una superioridad cualquiera, Pasquale se comportó con humildad y respetuosamente delante de aquel mismo Salvator que tanto se empeñó en Roma en hacer perseguir. De todas partes recibía atenciones el Signor Pasquale y se le pedía con gran interés que diese su opinión, se le elogiaba por sus méritos y dedicación al arte, de tal modo que se sintió como inspirado y habló juiciosamente como jamás se hubiera podido esperar de él. Si a esto se añade que jamás en su vida se le había ofrecido una comida semejante y que nunca había bebido unos vinos tan exquisitos, no debe maravillarnos que su contento aumentase por momentos, y que olvidase, no sólo los agravios de Roma, sino también el penoso asunto que le traía a Florencia. Los académicos acostumbraban después de la comida a hacer alguna representación cómica improvisada, así que aquella tarde el dramaturgo Filippo Apolloni propuso a todos aquellos que por lo común tomaban parte en ellas terminar la fiesta con alguna de estas diversiones. Salvator salió al momento, para hacer todos los preparativos necesarios, y al cabo de muy poco rato las plantas que se encontraban en un extremo del comedor empezaron a moverse, los ramos frondosos se abrieron y apareció un pequeño teatro con algunos sitios para los espectadores.

—¡Por todos los santos de la corte celestial! —exclamó Capuzzi, asustado—. ¿Dónde estoy? ¡Pero si éste es el teatro de Nicolo Musso!

Sin hacer caso de su exclamación, Evangelista Toricelli y Andrea Cavalcanti, sujetos graves y de aspecto serio e imponente, le cogieron del brazo y le condujeron a un asiento muy cerca del escenario, colocándose uno a cada lado. Apenas se habían acomodado que apareció en escena Formica vestido como Pasquarello.

—¡Maldito Formica! —chilló Pasquale abalanzándose desde su asiento hacia el teatro y amenazando con los puños.

Las severas miradas de Toricelli y de Cavalcanti le impusieron silencio y moderación.

Pasquarello lloraba y se lamentaba, maldiciendo su suerte que no le proporcionaba más que miseria y desgracias, y jurando que ya no sabía cómo hacer para reírse, y asegurando que llegaría a matarse dándose de puñaladas, si no fuese porque no podía resistir la vista de la sangre, o que se arrojaría al Tíber, si le fuese posible dejar de nadar en el agua. En esto, he aquí que entró el Doctor Graziano y preguntó a Pasquarello la causa de su aflicción. Pasquarello le dijo si no sabía lo que había sucedido en casa de su amo el Signor Pasquale Capuzzi di Senigaglia y si no estaba enterado de que un infame, un malvado, había raptado a su sobrina Marianna.

—¡Ah! —murmuró Capuzzi—, ya lo adivino, Signor Formica. ¡Ahora quiere usted excusarse conmigo! ¡Quiere que le perdone! ¡Veremos, veremos!

El Doctor Graziano le expresó su condolencia y dijo que aquel malvado debía de haber sido muy diestro para escapar a todas las pesquisas de Capuzzi.

—¡Oh, oh! —contestó Pasquarello—, no crea usted, Señor Doctor, que el pícaro de Antonio Scacciati haya podido escapar del Signor Pasquale Capuzzi, que goza de la protección de tantos amigos poderosos; Antonio ha sido arrestado, su matrimonio ha sido anulado y Marianna ya está de nuevo en poder de Capuzzi.

—¿Que ya la tiene? —gritó Capuzzi fuera de sí—, ¿que ya la tiene el buen Pasquale? ¿Ya tiene a su palomita? ¿Está este bandido de Antonio encarcelado? ¡Oh, bendito Signor Formica!

—Toma usted parte muy activa en la representación, Signor Pasquale —dijo Cavalcanti poniéndose muy serio—. Deje usted que hablen los actores y no les interrumpa, pues les distrae.

El Signor Pasquale, avergonzado, volvió a sentarse donde tan bruscamente se había levantado. El Doctor Graziano preguntó qué más había sucedido.

—Una boda —contestó Pasquarello—, una boda se ha celebrado. Marianna se ha arrepentido de lo que ha hecho, el Signor Pasquale ha obtenido del Sumo Pontífice la tan deseada dispensa y se ha casado con su sobrina.

—¡Sí, sí, —murmuró Pasquale Capuzzi para sus adentros, centelleándole los ojos de placer—, sí, sí, mi querido Formica, se ha casado con la dulce Marianna el felicísimo Pasquale!

Sí, bien sabía él que su palomita le amaba y que sólo Satanás fue quien la sedujo.

—Pues bien —decía el Doctor Graziano—, ya está todo en orden y no hay motivo para afligirse.

Pero Pasquarello volvió a suspirar y sollozar con más fuerza que antes, y finalmente acabó por desmayarse como rendido por un atroz dolor. El Doctor Graziano corrió de una parte a otra lamentándose de no llevar encima ningún botecito de sales, escudriñó en todos sus bolsillos y sacó, por fin, una castaña asada que puso a Pasquarello debajo de la nariz. Este volvió en sí, dando fuertes estornudos y les suplicó que perdonasen lo delicado de sus nervios, y luego explicó que Marianna, después de su matrimonio, cayó en una profunda melancolía repitiendo el nombre de Antonio y tratando al viejo con horror y desprecio. El viejo, cegado por su loca pasión y por sus celos, no dejaba de perseguirla con su odioso amor. Al llegar aquí, Pasquarello contó una infinidad de locuras del Signor Pasquale, que todos le atribuían en Roma. El Signor Capuzzi se movía y removía en su asiento y murmuraba entretanto:

—¡Maldito Formica...! ¡Mientes!... ¿Qué demonio te inspira?

Solo Toricelli y Cavalcanti, que no apartaban los ojos de él, impidieron que estallase su cólera. Pasquarello concluyó diciendo que la infeliz Marianna había muerto en la flor de la edad, al no poder resistir el profundo dolor y los mil tormentos que le causaba el maldito viejo. En aquel mismo instante se oyó un De profundis entonado por voces roncas de bajo y aparecieron en escena algunos hombres vestidos con largos trajes negros, llevando un féretro abierto... En éste veíase el cadáver de la bella Marianna envuelto en un sudario blanco. El Signor Pasquale Capuzzi, con el más profundo dolor, le seguía vacilante y, golpeándose el pecho, gritaba con la más profunda desesperación.

—¡Oh, Marianna, Marianna!

Apenas el verdadero Capuzzi reparó en el cadáver de su sobrina, prorrumpió en lastimeros sollozos, y ambos Capuzzi, el de la escena y el de la sala, gritaban y sollozaban dando gritos que desgarraban el corazón.

—¡Oh, Marianna!... ¡Oh, Marianna!... ¡Qué desgraciado soy!... ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

¡Imaginad lo que sería ver el féretro abierto con el cadáver de la hermosa niña, rodeada de hombres vestidos de luto, la fúnebre salmodia del De profundis, a Pasquarello y al Doctor Graziano con las máscaras cómicas, que expresaban su aflicción con los más ridículos ademanes, y finalmente los dos Capuzzi que sollozaban y se lamentaban desesperados! En realidad todos aquellos que asistían al extravagante espectáculo, aunque estaban presos de una risa irresistible al ver a los extravagantes viejos, no podían remediar sentir un siniestro estremecimiento. De repente se oscureció el teatro, se oyó el ruido de los truenos y la luz de los relámpagos y desde el fondo del escenario salió una figura pálida, semejante en las facciones a Pedro, el padre de Marianna, hermano de Capuzzi, muerto en Senigaglia.

—¡Maldito Pasquale! —gritó el fantasma con acento espantoso— ¿qué has hecho de mi hija? ¿Qué has hecho de mi hija? ¡Maldito seas! ¡Condenado asesino de mi hija! ¡En el infierno encontrarás tu recompensa!

Al oir estas palabras el Capuzzi de la escena cayó desplomado como herido por un rayo y al mismo tiempo el Capuzzi de la sala cayó también de su asiento desmayado. Las plantas volvieron a cerrarse y desapareció el escenario al tiempo que desaparecían Marianna y Capuzzi y el pavoroso fantasma de Pedro. El Signor Pasquale Capuzzi permaneció sumido en un desmayo tan profundo que costó mucho trabajo hacerle volver en sí. Finalmente se recobró con un profundo suspiro, extendió delante de sí los brazos como si quisiera rechazar el objeto de su terror, y exclamó con voz sorda:

—¡Pedro, por piedad, déjame!

Luego, derramando un torrente de lágrimas, dijo, mientras sofocaba los sollozos:

—¡Ah, Marianna, mi querida y hermosa Marianna!... ¡Mi Marianna!

—Sea razonable, Signor Pasquale, sea razonable. Solamente ha visto muerta a su sobrina en las tablas. Ella vive, está aquí y dispuesta a pediros perdón por el imprudente paso que ha dado sin reflexionar, movida por su amor y quizá por el proceder poco sensato de usted.

Entonces, desde el fondo de la sala, avanzó Marianna seguida de Antonio Scacciati y se precipitaron a los pies del viejo, al que habían sentado en un sillón. Marianna, con una gracia incomparable, le tomó las manos, lo regó con sus lágrimas ardientes, lo cubrió de besos y pidió perdón por ella y por Antonio, con quien estaba ya casada por la Iglesia. La cólera encendió de pronto la palidez mortal del rostro del viejo, sus ojos relampaguearon por la rabia y exclamó con voz ahogada:

—¡Ah, maldito!... ¡Serpiente venenosa que, por mi desgracia, he alimentado en mi seno!

En esto, el viejo y grave Toricelli se colocó con dignidad delante de Capuzzi y le dijo que ya acababa de ver en escena qué suerte le esperaba a Capuzzi, privándole de toda esperanza si osaba continuar en sus funestos proyectos respecto a la paz y la felicidad de Marianna y de Antonio. Enseguida le pintó con los más vivos colores la locura de los viejos enamorados que atraen hacia sí las más horribles desgracias que pueden acontecer a hombre alguno, el ser causa de la pérdida del amor que pudiera gozar y ser luego objeto de las flechas mortales que le lanzasen el odio y el desprecio. Entretanto la bella Marianna exclamaba con una voz que llegaba al corazón:

—¡Oh, mi querido tío, yo le honraré y le querré como a un padre! ¡Me causaría usted la muerte separándome de Antonio!

Y todos los poetas que rodeaban al viejo exclamaron unánimes que era imposible que un hombre dedicado al arte como el Signor Pasquale Capuzzi di Senigaglia, que un artista tan refinado como él no quisiera perdonar, visto que hacía de padre de la más encantadora de todas las mujeres, y no quisiera acoger con alegría como yerno a un gran artista como Antonio Scacciati, honrado y estimado por toda Italia. Era evidente que el viejo no podía ocultar la lucha que se libraba en su interior. Suspiraba, gemía y se tapaba el rostro con las manos, y mientras Toricelli le dirigía los más persuasivos discursos, Marianna le rogaba con la mayor ternura, mientras el resto de los presentes se deshacían en elogios de Antonio Scacciati, cuyos vestidos resplandecientes y las ricas cadenas que llevaba demostraban que era verdad todo lo que el viejo oía decir acerca de la reputación del artista. Desapareció, por fin, el último rasgo de enfado del semblante de Capuzzi, levantóse con ojos brillantes y, abrazando a Marianna, exclamó:

—¡Sí, te perdono, hija mía; te perdono también, Antonio! ¡Lejos de mí turbar vuestra felicidad! Tiene usted razón, Signor Toricelli; Formica me ha hecho ver en escena todas las penas y desgracias que me habría ocasionado mi proyecto. ¡Estoy curado, enteramente curado de mi locura!

Pero, ¿dónde está el Signor Formica? ¿Dónde está este médico maravilloso para poderle dar las gracias por mi curación? El terror que me ha sabido inspirar ha cambiado mi alma. Adelantóse Pasquarello. Antonio lo abrazó, exclamando:

—¡Ah, Signor Formica, a usted le debo la vida, todo! ¡Quítese usted esa máscara, muéstreme su rostro para que ya no sea por más tiempo un misterio para mí!

Pasquarello se quitó el gorro y la máscara complicada que le ocultaba el rostro natural, aunque no impedía la mímica, y en Formica y en Pasquarello reconocieron a Salvator Rosa.

—¡Salvator! —exclamaron sorprendidos Marianna, Antonio y Capuzzi.

—Sí —dijo aquel hombre extraordinario. —Soy Salvator Rosa, a quien los romanos no quisieron reconocer como pintor y como poeta y a quien sin saberlo prodigaron durante todo un año frenéticos aplausos, sin darse cuenta de que el Formica del miserable teatro de Nicolo Musso, que todos los días satirizaba y en voz alta castigaba su mal gusto, fuese el mismo Salvator, de quien no soportaban ni los versos ni los cuadros con las mismas ideas. Sí, Salvator Formica, amigo Antonio, es quien ha venido en su ayuda.

—Salvator —dijo entonces el viejo Capuzzi—, Salvator Rosa, tanto como le he odiado como impar enemigo, también he admirado su arte, pero ahora le quiero como a mi mayor amigo y le ruego que interceda usted por mí.

—Hable usted —repuso Salvator—, hable usted mi buen Signor Pasquale. Dígame en qué puedo servirle, y esté usted seguro de que procuraré por todos los medios cumplir sus deseos.

Entonces volvió a verse en el rostro de Capuzzi la dulce sonrisa que había desaparecido desde el rapto de Marianna. Tomó la mano de Salvator y le dijo al oído:

—Mi querido Signor Salvator, usted tiene mucho poder sobre Antonio, ruéguele en mi nombre que me permita pasar el resto de mis días junto a él y a mi amada hija Marianna, y al mismo tiempo que admita una cuantiosa dote que quiero añadir a los bienes de su madre. Pero con la condición de que no tomará a mal que de cuando en cuando bese su pequeña y blanca mano y... que todos los domingos me arregle los bigotes para ir a misa, pues él sabe hacerlo como nadie.

Apenas pudo Salvator contener la risa al oir al singular viejo; pero, antes de que pudiera responder, Antonio y Marianna abrazaron al viejo y le juraron que no se creerían perdonados hasta que viviesen juntos bajo el mismo techo, para no separarse jamás. Antonio añadió que se encargaba de arreglar su bigote del modo más elegante, no sólo los domingos, sino cada día, lo que acabó de llenar de alegría al viejo.

Entretanto habían preparado una suntuosa cena en la que todos tomaron parte con la mayor alegría. Al despedirme de ti, querido lector, deseo de todo corazón que al leer la maravillosa historia del Signor Formica hayas sentido el mismo placer y alegría que ahora sienten Salvator y sus amigos.


E.T.A. Hoffmann (1776-1822)




Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.


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El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: Signor Formica (Signor Formica), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Me pregunto si leerán los relatos antes de escribir a qué genero pertenecen, pues está claro que El signor Formica no es un relato de terror. Por favor Espejo Gótico, cuiden esos deslices. No podemos ir por ahí escribiendo a cualquier relato que es de “terror”; más bien sería terrorífico cometer esas faltas. Por lo demás gracias por su labor, que sin duda es fenomenal.



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