«La casa de muñecas»: Katherine Mansfield; relato y análisis


«La casa de muñecas»: Katherine Mansfield; relato y análisis.




La casa de muñecas (The Doll's House) es un relato modernista de la escritora neozelandesa Katherine Mansfield (1888-1923), publicado originalmente en la edición de febrero de 1922 de la revista The Nation and the Anthenaeum, y luego reeditado en la antología de 1923: El nido de la paloma y otras historias (The Dove's Nest and Other Stories).

La casa de muñecas, seguramente entre los cuentos de Katherine Mansfield, relata la historia de la familia Burnell, quienes, con la excepción de Kezia, se considera por encima de los demás, particularmente cuando se trata de los Kelveys, una familia de clase trabajadora.

En este sentido, La casa de muñecas de Katherine Mansfield es un relato sobre diferencias sociales, o mejor dicho, sobre aquellas personas que se definen a sí mismas por su estatus social, o clase, y excluyen a todo aquel que no pertenezca a la misma estirpe.




La casa de muñecas.
The Doll's House, Katherine Mansfield (1888-1923)

Cuando la querida anciana señora de Hay volvió a la ciudad después de pasar un tiempo en casa de los Burnell, les envió a los niños una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y allí quedó, apuntalada por dos cajas de madera al lado de la puerta del comedor diario. No podía pasarle nada; era verano. Y quizás el olor de pintura se habría ido cuando llegara el momento de tener que entrarla. Porque, realmente, el olor de pintura que venía de esa casa de muñecas ("¡tan simpático de parte de la anciana señora de Hay, por supuesto; tan simpático y generoso!") pero el olor de pintura bastaba como para enfermar seriamente a cualquiera, según opinaba la tía Berly. Aun antes de sacarla de su envoltorio. Y cuando la sacaron...

Allí quedó la casa de muñecas, de un color verde espinaca, oscuro y aceitoso, entremezclado de amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, resplandeciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Cuatro ventanas, ventanas de verdad, estaban divididas en paneles por una ancha franja de verde. Había realmente un pequeño pórtico, también, pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura seca colgando a lo largo del borde.

¡Pero qué casita perfecta, perfecta! A quién podía importarle el olor. Era parte de la alegría, parte de la novedad.

—¡Pronto, que alguien la abra!

El gancho del costado estaba atascado fuertemente. Pat lo levantó con su cortaplumas, y todo el frente de la casa se abrió con un vaivén, y... uno podía ver al mismo tiempo la sala de estar y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esa sí que era una forma de abrirse una casa! ¿Por qué no se abrirían todas las casas así? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la hendija de una puerta la mezquina salita con su perchero y sus dos paraguas! Es eso, ¿no es cierto?, lo que uno desea conocer de una casa en cuanto pone las manos sobre el llamador. Quizás ésa es la forma en que Dios abre las casas en lo profundo de la noche cuando hace su ronda silenciosa con un ángel...

—¡Oh, oh! —las niñas de los Burnell lo dijeron como si estuviesen desesperadas.

Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Todos los cuartos estaban empapelados. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, completos con marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los pisos excepto el de la cocina; sillas de felpa roja en la sala de estar, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas verdaderas, una cuna, una estufa, un aparador con diminutos platos y una jarra grande. Pero lo que a Kezia más le gustaba, lo que le gustaba terriblemente, era la lámpara. Estaba colocada en el centro de la mesa del comedor, una exquisita lámpara ambarina con un globo blanco.

Incluso estaba llena para ser encendida pero, por supuesto, no se podía encender. Pero había algo como aceite dentro, que se movía al sacudirla. Los muñecos padre y madre, tendidos muy tiesos como si se hubiesen desmayado en la sala, y sus dos hijitos dormidos arriba eran en realidad demasiado grandes para la casa de muñecas. No parecían pertenecer a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decir: Aquí vivo.

La lámpara era real. Las niñas de los Burnell se apuraron como nunca para llegar a la escuela al otro día. Ardían por contarles a todos, por describir, por... bueno... jactarse de su casa de muñecas antes de que tocase la campana de la escuela.

—Voy a hablar yo —dijo Isabel— porque soy la mayor. Y ustedes dos pueden hablar después. Pero primero voy a hablar yo.

No había nada que contestar. Isabel era autoritaria, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían demasiado bien cuáles eran los poderes que confería el ser la mayor. Rozaron al caminar las matas de botones de oro al borde del camino y no dijeron nada.

—Y yo voy a elegir quién va a venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.

Porque se había dispuesto que, mientras la casa de muñecas estuviese en el patio, podían invitar a las chicas de la escuela, dos por vez, a venir verla. No para quedarse a tomar el té, por supuesto, o para vagar por la casa. Pero sí para estar calladas en el patio mientras Isabel señalaba las bellezas que contenía, y Lottie y Kezia miraban complacidas. Pero por más que se apuraron, al llegar a las negras empalizadas del campo de juego de los varones, la campana había empezado a sonar. Apenas tuvieron tiempo de quitarse de un manotazo los sombreros y ponerse en fila antes de que pasasen lista. No importaba. Isabel trató de compensarlo dándose aire de importancia y de misterio, y murmurando detrás de la mano a las niñas que estaban cerca:

—Tengo algo que decirles en el recreo.

Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Las chicas de su clase casi se pelearon por poner sus brazos en torno de ella, por caminar con ella, por sonreír halagadoramente, por ser su amiga preferida. Desplegó toda una corte bajo los inmensos pinos a un lado del campo de deportes. Codeándose, riendo sin motivo, las niñas se apretaban a su alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que siempre estaban fuera, las pequeñas Kelvey. Sabían perfectamente que no debían acercarse a las Burnell. Porque el hecho era que la escuela a la que iban las niñas de Burnell no era en absoluto el lugar que sus padres habrían elegido si hubiesen podido elegir.

Pero no había elección. Era la única escuela en varias millas. Y en consecuencia todos los niños del vecindario, las hijas del juez, las hijas del médico, las chicas del almacenero, las del lechero, estaban obligadas a estar juntas. Ni hablar de otros tantos niñitos maleducados y groseros que también asistían. Pero en algún punto había que establecer la separación. Ese punto era las Kelvey. Muchos de los chicos, incluidas las Burnell, ni siquiera tenían permiso para hablarles. Pasaban frente a las Kelvey con la cabeza levantada y, como establecían las normas de conducta en la escuela, las Kelvey eran evitadas por todos. Hasta la maestra tenía para con ellas una voz especial, y una sonrisa especial para con los otros niños cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores de aspecto terriblemente vulgar.

Eran las hijas de una pequeña lavandera muy trabajadora, que iba de casa en casa y a la que se le pagaba por día. Eso era ya de por sí desagradable. Pero, además, ¿dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con seguridad. Todos decían que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un malviviente. ¡Linda compañía para los hijos de la otra gente! Y lo parecían. Por qué las hacía tan notorias la señora de Kelvey era difícil de entender.

La verdad era que estaban vestidas con retazos que le daba la gente para quien trabajaba. Lil, por ejemplo, que era una chica fornida y vulgar, con grandes pecas, iba a la escuela con un vestido hecho con un mantel de tela de lana verde de los Burnell, con mangas rojas de felpa de las cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de su ancha frente, era un sombrero de mujer, que había pertenecido una vez a Miss Lecky, la empleada del correo. Estaba levantado por detrás y adornado con una gran pluma escarlata. ¡Qué aspecto raro tenía! Era imposible no reírse. Y su hermanita, nuestra Else, llevaba un largo vestido largo, parecido a un camisón, y un par de botitas de varón. Pero, usase Else lo que usase, hubiese parecido extraño. Era una niñita parecida a una clavícula de pollo, con el pelo mal cortado y enormes ojos solemnes... una lechucita blanca. Nadie la había visto sonreír nunca; apenas hablaba. Iba por la vida agarrándose de Lil, con un pedazo de la pollera de Lil apretado en su mano.

Adonde Lil fuera, nuestra Else la seguía. En el patio, en el camino de ida y vuelta a la escuela, allí iba Lil marchando adelante y nuestra Else agarrándose atrás. Sólo cuando quería algo, o cuando perdía el aliento, nuestra Else le daba a Lil un tirón, una sacudida, y Lil se detenía y se daba vuelta. Las Kelvey se entendían siempre. Ahora las rondaban; no podía evitarse que oyeran. Cuando las niñas se volvieron y se burlaron de ellas, Lil, como de costumbre, mostró su sonrisa tonta y avergonzada. Pero nuestra Else no hizo más que mirar. Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero también las camas con las sábanas de verdad y la cocina con la puerta del horno. Cuando terminó, Kezia la interrumpió:

—Te olvidaste de la lámpara, Isabel.

—Ah, sí —dijo Isabel— y también hay una pequeñísima lámpara, hecha toda de vidrio amarillo, con un globo blanco, en la mesa del comedor. No se puede diferenciar de una de verdad.

—La lámpara es lo mejor de todo —exclamó Kezia.

Pensó que Isabel no le estaba dando la suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos que volverían a casa con ella esa tarde para verla. Eligió a Emmie Cole y Lena Logan.

Pero, cuando las otras se enteraron de que todas tendrían su oportunidad, no supieron qué hacer para congraciarse con Isabel. Una por una pusieron sus brazos en torno de su cintura y caminaron con ella. Tenían algo que decirle en secreto: Isabel es mi amiga.

Sólo las pequeñas Kelvey se alejaron olvidadas; para ellas no había nada más que oír. Pasaron los días y, mientras más chicos venían a ver la casa de muñecas, su fama se expandía. Se convirtió en el único tema, en la única moda. La pregunta era: ¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿No es hermosísima? ¿No la has visto? ¡Qué maravilla!.

Hasta la hora de la merienda era olvidada para hablar de eso. Las niñas se sentaban a la sombra de los pinos comiendo gruesos sándwiches de cordero y grandes rebanadas de tortas de maíz enmantecadas. Como siempre, lo más cerca que se les permitía estar se sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrándose de Lil, escuchando también mientras masticaban sus sándwiches de mermelada que sacaban de un diario empapado con grandes manchas rojas.

—Mamá —dijo Kezia—, ¿puedo invitar a las Kelvey una sola vez?

—Por cierto que no, Kezia.

—Pero, ¿por qué no?

—Vete, Kezia; sabes muy bien por qué no.

Por fin todos la habían visto excepto ellas. Ese día el tema decayó. Era la hora de la merienda. Las niñas se agruparon a la sombra de los pinos y de pronto, mientras miraban a las Kelvey comiendo de su diario, siempre solas, siempre escuchando, decidieron ser odiosas con ellas. Emmie Cole empezó el murmullo.

—Lil Kelvey va a ser sirvienta cuando sea grande.

—¡Oh, oh, qué horrible! —dijo Isabel Burnell, mirando a Emmie de una manera especial.

Emmie tragó de una manera significativa y asintió mirando a Isabel como había visto hacer a su madre en esas ocasiones.

—Es verdad... es verdad... es verdad —dijo.

Entonces los pequeños ojos de Lena Logan brillaron:

—¿Se lo pregunto? —murmuró.

—A que no lo haces —dijo Jessie May.

—Bah, a mí no me asusta —dijo Lena.

De pronto dio un pequeño chillido y bailó frente a las otras chicas:

—¡Miren! ¡Mírenme! ¡Mírenme ahora! —dijo Lena. Y resbalando, deslizándose, arrastrando un pie, riéndose detrás de la mano, Lena se acercó a las Kelvey.

Lil levantó los ojos de su merienda. Envolvió rápidamente el resto. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué ocurriría ahora?

—¿Es verdad que vas a ser una sirvienta cuando crezcas, Lil Kelvey? —chilló Lena.

Un silencio de muerte. Pero, en lugar de contestar, Lil sólo sonrió de esa manera tonta y avergonzada. La pregunta no pareció importarle en absoluto. ¡Qué fracaso para Lena! Las chicas empezaron a reírse. Lena no podía soportarlo. Se puso las manos en las caderas; se lanzó hacia adelante:

—¡Sí, si el padre de ustedes está preso! —silbó malévolamente.

Esto era algo tan maravilloso, haberlo dicho, que las niñas se alejaron corriendo en bandada, muy, muy excitadas, enloquecidas de alegría. Alguien encontró una soga larga, y empezaron a saltar. Y nunca saltaron tan alto, ni corrieron tan velozmente de un lado a otro, ni hicieron cosas tan atrevidas como esa mañana.

Por la tarde, Pat vino a buscar a las niñas de Burnell con el coche y volvieron a la casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a quienes les gustaban las visitas, subieron a cambiarse los delantales. Pero Kezia se escabulló por el fondo. No había nadie; empezó a hamacarse en los grandes portones blancos del patio. De pronto, mirando hacia el camino, vio dos pequeños puntos. Se agrandaron, venían hacia ella. Ahora podía ver que uno iba adelante y otro lo seguía de atrás. Ahora podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de hamacarse. Se bajó del portón suavemente, como si fuera a escaparse. Después dudó. Las Kelvey se acercaron y a su lado caminaban las sombras muy largas, extendiéndose a través del camino con sus cabezas entre los botones de oro. Kezia volvió a subirse al portón; se había decidido; se balanceó hacia afuera.

—Hola —dijo a las Kelvey, que pasaban.

Quedaron tan sorprendidas que se detuvieron. Lil sonrió tontamente. Nuestra Else miraba.

—Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas, si quieren —dijo Kezia, y arrastró un dedo por el suelo.

Pero Lil se puso colorada y sacudió rápidamente la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Kezia.

Lil contuvo el aliento, y después dijo:

—Tu mamá le dijo a la nuestra que no tenías que hablarnos.

—Ah, bueno —dijo Kezia. No sabía qué contestar—. No importa. Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas lo mismo. Vamos. Nadie está mirando.

Pero Lil sacudió la cabeza más fuertemente.

—¿No quieres venir? —preguntó Kezia.

De pronto hubo un tirón, una sacudida en la falda de Lil. Se dio vuelta. Nuestra Else la miraba con grandes ojos, implorante; tenía el ceño fruncido; quería ir.

Por un instante, Lil miró a nuestra Else dubitativamente. Pero entonces nuestra Else volvió a tironear de la falda. Caminó hacia adelante. Kezia indicó el camino. Como dos gatitos de albañal, cruzaron el patio hacia donde estaba la casa de muñecas.

—Ahí está —dijo Kezia.

Hubo una pausa. Lil respiraba pesadamente, casi resoplando; nuestra Else parecía de piedra.

—La abriré para que la vean —dijo Kezia amablemente. Levantó el gancho y miraron dentro—. Esa es la sala y ése el comedor, y ésta es...

—¡Kezia!

¡Qué salto dieron!

—¡Kezia!

Era la voz de la tía Beryl. Se dieron vuelta. En la puerta estaba la tía Beryl, atónita como si no pudiese creer lo que veía.

—¡Cómo te atreves a invitar a las pequeñas Kelvey al patio! —dijo su fría voz enfurecida—. Sabes tan bien como yo que no tienes permiso para hablarles. Váyanse, chicas, váyanse enseguida. Y no vuelvan —dijo la tía Beryl. Y avanzó hacia el patio y las espantó como si fuesen gallinas—. ¡Váyanse inmediatamente! —gritó, fría y orgullosa.

No necesitaban que se lo repitieran. Ardiendo de vergüenza, encogiéndose, Lil encorvada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron de alguna manera el enorme patio y se escurrieron por el blanco portón.

—¡Niña mala, desobediente! —dijo la tía Beryl a Kezia amargamente, y cerró de un golpe la casa de muñecas.

La tarde había sido terrible. Había llegado una carta de Willie Brent, una carta aterradora, amenazadora, diciendo que, si no se encontraba con él esa tarde en Pulman Bush, vendría hasta la puerta de la casa para preguntarle por qué. Pero, ahora que había asustado a esas dos ratitas Kelvey y que le había dado un buen reto a Kezia, se sentía más tranquila. La horrible opresión había desaparecido. Volvió a la casa canturreando. Cuando las Kelvey estuvieron fuera de la vista de los Burnell, se sentaron para descansar junto a un gran tubo de desagüe rojo a un lado del camino.

Las mejillas de Lil ardían aún; se sacó el sombrero con la pluma y lo puso sobre las rodillas. Como soñando, miraron por encima de los cercos de heno, más allá del arroyo, hacia las zarzas donde las vacas de Logan esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando? De pronto nuestra Else se acurrucó junto a su hermana. Pero ahora había olvidado a la enojada señora. Estiró un dedo y rozó la pluma de su hermana; sonrió con su extraña sonrisa.

—Vi la lamparita —dijo suavemente.

Después las dos quedaron otra vez en silencio.

Katherine Mansfield (1888-1923)




Relatos góticos. I Relatos de Katherine Mansfield.


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El análisis y resumen del cuento de Katherine Mansfield: La casa de muñecas (The Doll's House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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