«Bagnell Terrace»: E.F. Benson; relato y análisis


«Bagnell Terrace»: E.F. Benson; relato y análisis.




Bagnell Terrace (Bagnell Terrace) es un relato de fantasmas del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado por primera vez en la edición de julio de 1925 de la revista Hutchinson's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1928: Cuentos de fantasmas (Spook Stories).

Bagnell Terrace, acaso el cuento de E.F. Benson más flojo de aquella colección, regresa sobre uno de los temas principales del relato de fantasmas del siglo XIX: las casas embrujadas, y cómo éstas a menudo son habitadas por los espíritus de sus antiguos propietarios; por ejemplo, bajo la figura de un gato. El cuento se destaca por una interesante aunque dificultosa construcción espacio-temporal; y sus horrores, sus fantasmas, coinciden con los recursos de un autor con mucho oficio.




Bagnell Terrace.
Bagnell Terrace, E.F. Benson (1867-1940)

Llevaba diez años viviendo en Bagnell Terrace y, como todos aquellos que han sido lo suficientemente afortunados para asegurarse un lugar en esta calle, estaba convencido de que en cuanto a comodidad, conveniencia y tranquilidad no tenía rival ni a lo largo ni a lo ancho de Londres. Las casas son pequeñas; ninguno de nosotros podría ofrecer ni una fiesta nocturna ni un baile, pero lo cierto es que aquellos que vivimos en Bagnell Terrace no deseamos hacer nada parecido. No nos gustan los bullicios nocturnos y, afortunadamente, tampoco es que tengamos que soportar excesivos alborotos durante el día, ya que si nos hemos trasladado a Bagnell Terrace ha sido para poder anclarnos en aguas tranquilas.

Como se trata de un cul-de-sac cerrado en uno de sus extremos por una alta pared de ladrillos, sobre la cual en las noches de verano los gatos pasean ligeramente cuando van a visitar a sus colegas, ni siquiera tenemos que soportar el ruido del tráfico. Incluso los gatos de Bagnell Terrace han adquirido algo de su discreción y su tranquilidad, ya que nunca se enzarzan los unos con los otros en interminables intercambios de chillidos agónicos como hacen sus primos en lugares de conducta menos apropiada, sino que se sientan y mantienen discretas reuniones del mismo modo en que lo harían los propietarios de las casas en las que condescienden en ser alojados y alimentados.

Pero, aunque estaba más que satisfecho de encontrarme en Bagnell Terrace y no en cualquier otro lugar, aún no había conseguido, y empezaba a temerme que jamás conseguiría, la casa en concreto que ambicionaba sobre cualquier otra. Estaba al final de la calle, junto al muro que la delimitaba, y se diferenciaba en un aspecto de todas las demás, que tan parecidas son entre sí. Las otras tienen pequeños jardines en la parte delantera, en los que cada primavera brotan nuestras flores, ofreciendo una apariencia muy alegre. Pero los jardines son demasiado pequeños y Londres demasiado poco soleado como para permitir un mínimo de horticultura efectiva.

En todo caso, la casa a la que yo había dirigido mis ojos envidiosos durante tanto tiempo no tenía jardín; en su lugar, el espacio había sido utilizado para construir una gran habitación cuadrada (ya que un pequeño jardín puede dar para una habitación bien espaciosa), conectada con la casa por un pasillo cubierto. Las habitaciones de Bagnell Terrace, aunque soleadas y agradables, no eran demasiado grandes, y me parecía que una habitación espaciosa representaría el toque final que otorgaría la perfección a aquellas deliciosas residencias.

Sin embargo, los habitantes de aquel deseable domicilio representaban una especie de misterio para nuestro reducido círculo vecinal; aunque sabíamos que un hombre vivía allí (ya que ocasionalmente le habíamos visto entrar o salir de la casa), nadie le conocía personalmente. Un aspecto curioso era que, aunque todos nos habíamos tropezado con él en la calle (en muy pocas ocasiones, eso sí), había una considerable discrepancia sobre la impresión que nos había causado a cada uno. Poseía ciertamente unos andares enérgicos, como si aún disfrutase de todo el vigor de la vida; pero mientras yo creía que se trataba de un hombre joven, Hugh Abbot, que vivía en la casa de al lado, estaba convencido de que, a pesar de su vigor, no sólo era mayor, sino muy mayor además.

Hugh y yo, amigos y solteros para toda la vida, a menudo discutíamos sobre él en las erráticas conversaciones que manteníamos cuando se dejaba caer por mi casa para disfrutar de una pipa después de la cena, o cuando yo me acercaba a la suya para una partida de ajedrez. No sabíamos su nombre, de modo que, en virtud de mi deseo por su casa, le llamábamos Nabot . Ambos coincidimos en que había algo extraño en él, algo desconcertante y elusivo.

Yo había estado un par de meses en Egipto durante el invierno; la noche siguiente a mi regreso Hugh cenó conmigo y, tras la cena, le mostré aquellos trofeos que los más decididos son incapaces de resistirse a comprar cuando les son ofrecidos en el Valle de los Reyes por algún simpático rufián de piel requemada. Saqué por lo tanto varias cuentas (no tan azules como habían parecido allí) y uno o dos escarabajos, reservando para el final la pieza de la que más orgulloso estaba: una pequeña estatua de lapislázuli de un gato, que apenas medía cinco centímetros. Se sentaba erguido sobre los cuartos traseros, levantando los delanteros; y, a pesar de la reducida escala, las proporciones estaban tan bien y tan aguda había sido la visión del artista, que daba la impresión de ser mucho más grande. Mientras permaneció en la mano de Hugh pude comprobar que ciertamente era muy pequeño. Pero si no lo tenía a la vista, la imagen mental que siempre me hacía era la de algo mucho más grande de lo que en realidad era.

—Y lo curioso —dije— es que aunque se trata con diferencia de lo mejor que compré, por mi vida que no puedo recordar dónde lo hice. De alguna manera siento como si siempre lo hubiera tenido.

Lo había estado mirando con mucha atención. Después se levantó bruscamente de su silla y lo dejó sobre la repisa de la chimenea.

—Creo que no me gusta —dijo—, y no puedo decirte por qué. Oh, se trata de un excelente trabajo de artesanía; no me refería a eso. ¿Y dices que no recuerdas dónde lo conseguiste? Eso sí que es extraño... Bueno, ¿qué tal una partida de ajedrez?

Jugamos un par de partidas, sin demasiada concentración o fervor, y en más de una ocasión le vi lanzar rápidas y perplejas miradas a mi pequeña figurita sobre la repisa de la chimenea. Pero no dijo nada más sobre ella, y cuando hubimos finalizado nuestras partidas me ofreció las últimas noticias de la calle. Una casa había quedado vacante y había sido inmediatamente reocupada.

—¿No será la de Nabot? —pregunté.

—No, la de Nabot no. Nabot aún sigue ahí. Pisando fuerte.

—¿Alguna novedad? —pregunté.

—Oh, alguna que otra cosa. Últimamente le he visto con frecuencia, y sin embargo aún no puedo hacerme una idea clara de cómo es. Me lo encontré hace tres días, al salir de mi portal, y pude echarle un buen vistazo. Por un momento coincidí contigo en que se trata de un hombre joven. Entonces se volvió y durante un segundo me miró directamente a la cara, y pensé que nunca había visto a alguien tan anciano. Espantosamente vivo, pero más que viejo... antiguo, primitivo.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Pasó de largo, y me encontré una vez más, como ya me ha ocurrido tan a menudo, completamente incapaz de recordar cómo era su cara. ¿Era viejo o joven? No lo sabía. ¿Cómo era su boca? ¿Cómo su nariz? Pero sin duda era el interrogante sobre su edad el más desconcertante.

Hugh estiró los pies hacia el fuego y se hundió en el sillón, lanzando una nueva mirada y frunciendo el ceño en dirección a mi gato de lapislázuli.

—Aunque, después de todo, ¿qué es la edad? —dijo—. Medimos la edad con el tiempo. Decimos: «tantos años», y olvidamos que aquí y ahora estamos en la eternidad, del mismo modo que nos hallamos en una habitación o en Bagnell Terrace, aunque la primera afirmación, que formamos parte del infinito, sea mucho más cierta.

—¿Qué tiene eso que ver con Nabot? —pregunté.

Hugh golpeó su pipa contra las paredes de la chimenea antes de contestar.

—Bueno, probablemente te sonará a chifladura —dijo—, a menos que Egipto, la tierra de los antiguos misterios, haya ablandado tu corteza de materialista, pero en aquel momento se me ocurrió que Nabot pertenece a la eternidad de una manera mucho más evidente que nosotros. Nosotros también pertenecemos a ella, por supuesto; no podemos evitarlo; pero él está menos implicado en este error o ilusión que llamamos tiempo. Hay que ver, suena increíblemente tonto cuando lo expreso con palabras.

Me reí.

—Me temo que mi corteza materialista todavía no se ha ablandado lo suficiente —dije—. Lo que estás diciendo implica que piensas que Nabot es una especie de aparición, un fantasma, ¡un espíritu muerto que se manifiesta como un ser humano aunque no sea uno de nosotros!

Volvió a recoger las piernas.

—Sí, ha de ser una tontería —dijo—. Además, últimamente ha estado mucho más a la vista, y no podríamos estar viendo un fantasma todos a la vez. No sucede así. Y han empezado a oírse sonidos en la casa, sonidos alegres y escandalosos que hasta ahora no había oído nunca. Alguien toca un instrumento que parece una flauta en esa habitación grande que tanto envidias, y otro le acompaña llevando el ritmo con una especie de tambores. Es una música curiosa; se oye a menudo por las noches... Bueno, es hora de ir a acostarse.

De nuevo observó la estatuilla que reposaba sobre la chimenea.

—Vaya, pero si es un gato bastante pequeño —dijo.

Esto me interesó sobremanera, ya que no le había comentado la impresión que dejaba en mi mente de que era más grande que sus dimensiones reales.

—El mismo tamaño de siempre —dije.

—Naturalmente. Pero por alguna razón había estado pensando en ella a tamaño real —dijo él.

Le acompañé hasta la puerta y paseé con él en la oscuridad de una noche cubierta. A medida que nos acercábamos a su casa vi las grandes manchas de luz que se reflejaban en la calzada tras salir por las ventanas de la habitación cuadrada de la casa de al lado. De repente, Hugh apoyó la mano sobre mi brazo.

—¡Escucha! —dijo—. Ahí están las flautas y los tambores.

Era una noche muy tranquila pero, por mucho que escuchara, no podía oír nada más que el tráfico de la calle a la que salía la nuestra.

—No oigo nada —dije.

Y en el mismo momento en el que empecé a hablar pude oírlo. La plañidera música me llevó de regreso a Egipto: el ruido del tráfico se convirtió en el sonido de un tambor, y sobre él flotaban los lamentos y chillidos de las pequeñas flautas de caña que acompañan a las danzas árabes, sin tono ni ritmo y tan viejas como los templos del Nilo.

—Es como la música árabe que se oye en Egipto —dije.

Mientras estábamos allí escuchando, la música cesó a sus oídos, así como a los míos, de forma tan repentina como había empezado, y simultáneamente se apagaron las luces de la habitación cuadrada. Esperamos un momento en la acera opuesta a la casa de Hugh, pero de la puerta de al lado no volvió a surgir ningún sonido, ni ninguna luz de sus ventanas... Me giré, era una noche bastante fría y más para alguien recién regresado del sur.

—Buenas noches —dije—; ya nos veremos mañana.

Me fui directamente a la cama, me dormí inmediatamente y me desperté con la impresión de un sueño vívido grabada en mi mente. Había música en él, música árabe que me resultaba familiar; se desvaneció, pero tuve tiempo de reconocerla como una revisión de los hechos de aquella noche antes de volver a dormirme. Rápidamente recuperé las rutinas habituales de mi vida. Tenía trabajo que hacer, y amigos a los que ver; los hechos acaecidos a cada minuto de cada día se iban añadiendo al gran tapiz de la vida.

Pero, de alguna manera, un nuevo cabo empezó a enredarse en él, aunque en aquel momento no lo reconocí como tal. Parecía trivial y extraño que oyera a menudo un par de compases de aquella extraña música que surgía de la casa de Nabot, y que can pronto como capturaba mi atención dejara de oírse, como si hubiese sido producto de mi imaginación. Era trivial, también, que viera tan a menudo a Nabot entrando o saliendo de su casa. Y entonces, un día, tuve una visión de él que era completamente diferente a todas las que la habían precedido.

Estaba una mañana asomado a la ventana de la habitación que da a la calle. Había tomado perezosamente mi gato de lapislázuli y lo mantenía de modo que la luz del sol brillara sobre él, admirando la textura de su superficie que, de alguna manera, y aun siendo de piedra, recordaba a la de la piel. Entonces, de manera casual, aparté la mirada, y allí, apenas unos metros más allá, inclinado sobre la valla de mi jardín y observando atentamente lo que tenía entre las manos, estaba Nabot. Sus ojos, fijos en la estatuilla, parpadearon al sol de abril con una satisfacción sensual y ronroneante.

Y Hugh tenía razón en lo referente a su edad; no era ni viejo ni joven, sino más bien atemporal. El momento de percepción pasó; alumbró mi mente como el foco rodante de algún faro lejano. Fue un rayo de iluminación y enseguida volvió a apagarse, de modo que quedó grabado en mi mente consciente como una alucinación. De repente, él pareció darse cuenta de mi presencia y, dándose la vuelta, siguió su recorrido caminando enérgicamente.

Recuerdo haberme alterado bastante, pero el efecto pronto se desvaneció, y el incidente pasó a ser otra de esas trivialidades que provocan una impresión momentánea y luego desaparecen. También fue curioso, aunque no destacable, que en más de una ocasión viese a uno de esos discretos gatos de los que ya he hablado sentado en el pequeño balcón que hay frente a la habitación que acabo de mencionar, observando con atención el interior. Me encantan los gatos, y en varias ocasiones me levanté para abrirle la ventana e invitarle a entrar; pero cada vez que me movía saltaba y se marchaba. Y abril dio paso a mayo. Una noche de aquel mes regresé a casa después de una cena para encontrarme un mensaje de Hugh en el que me decía que debía llamarle en cuanto llegase. Me respondió con una voz bastante excitada.

—Pensé que querrías saberlo enseguida —dijo—. Hace una hora han colocado un cartel frente a la casa de Nabot que dice que está a la venta. Los agentes son Martin y Smith. Buenas noches; yo ya me había acostado.

—Eres un amigo de verdad —dije.

Por supuesto, a primera hora de la mañana me presenté en la oficina de los agentes inmobiliarios. El precio era bastante moderado y la escritura perfectamente satisfactoria. Podían darme las llaves al momento, ya que la casa estaba vacía, y me prometieron que podría disponer de un par de días para decidirme, durante los cuales tendría prioridad sobre el derecho de compra si estaba dispuesto a pagar la totalidad del precio requerido. Si, en todo caso, sólo podía hacerles una contraoferta, no podían garantizarme que los fideicomisarios aceptasen... Completamente excitado, con las llaves en mis bolsillos, me apresuré a regresar a Bagnell Terrace. Encontré la casa completamente vacía, no sólo de habitantes sino de prácticamente cualquier cosa.

Desde la buhardilla hasta el sótano, no había ni una sola persiana, ni un solo fleje, ni una sola barra para colgar las cortinas. Mucho mejor, pensé yo, así no habría que retirar ningún accesorio del anterior inquilino. Tampoco había ni rastro de restos de la mudanza, paja o papel de embalar; la casa parecía preparada para que llegara un ocupante en lugar de estar recién abandonada por otro. Todo estaba en un orden impoluto: las ventanas limpias, los suelos fregados, la pintura y las maderas brillantes... se trataba de una vivienda limpia, lustrosa y lista para ser ocupada. Mi primer movimiento, por supuesto, fue inspeccionar la habitación añadida que representaba su principal interés, y mi corazón saltó de alegría a la vista de su capacidad.

A un lado había una enorme chimenea, al otro una serie de tuberías provenientes de la calefacción central enroscadas entre sí, y al otro extremo, entre las ventanas, un nicho hundido en la pared, como si ésta hubiera contenido alguna vez una estatua; podría haber sido diseñado expresamente para mi Perseo de bronce. El resto de la casa no presentaba rasgos particulares; seguía la misma planificación que la mía, y el constructor, que la inspeccionó aquella tarde, declaró que estaba en excelentes condiciones.

—Parece como si acabara de construirse y nadie hubiera vivido nunca en ella —dijo—, y por el precio que ha mencionado es decididamente una ganga.

Fue lo mismo que sorprendió a Hugh cuando, al regresar de la oficina, le arrastré hasta allí para que la viera.

—Vaya, pero si parece nueva —dijo—. Y sin embargo sabemos que Nabot ha pasado aquí años, y desde luego estaba aquí la semana pasada. Y hay otra cosa, ¿cuándo ha trasladado sus muebles? No han llegado furgonetas, que yo haya visto.

Yo estaba demasiado satisfecho por haber conseguido el deseo de mi corazón como para analizar cualquier otra consideración.

—Oh, no puedo perder el tiempo en detalles sin importancia —dije—. Mira qué espléndida habitación. Ahí, el piano; la pared, recubierta de estanterías; el sofá, enfrente de la chimenea; Perseo, en el nicho. Vaya, si es que estaba hecha para mí.

Transcurridos los dos días especificados, la casa ya fue mía, y tras un mes de empapelar y templar, modificar la instalación eléctrica y colocar persianas y barras para las cortinas, empecé a mudarme. Dos días bastaron para trasladar todos mis bienes, y al finalizar el segundo mi casa estaba completamente vacía excepto por mi dormitorio, cuyos contenidos serían trasladados al día siguiente. Mis criados ya estaban instalados en la nueva residencia, y aquella noche, tras una apresurada cena con Hugh, regresé a ella para trabajar un par de horas más, acarreando y ordenando libros en la habitación grande, ya que era mi propósito acomodarla en primer lugar.

Para estar en mayo la noche era inusualmente fría, por lo que había ordenado que se encendiese un fuego en la chimenea, al cual de cuando en cuando agregaba leños, en los intervalos que quedaban al quitarle el polvo a mis volúmenes y colocarlos. Finalmente, cuando las dos horas se hubieron alargado hasta tres, decidí dejarlo por el momento y, realmente cansado, me senté en el borde del sofá para descansar a la vez que contemplaba con satisfacción el resultado de mis esfuerzos. En aquel momento fui consciente de que la habitación olía a cerrado, aunque de un modo aromático que me recordaba a los curiosos efluvios que flotan en el interior de los templos egipcios. Pero lo atribuí a mis polvorientos libros y a los leños que estaban ardiendo en el hogar. La mudanza se completó al día siguiente, y una semana más tarde ya estaba instalado allí tan cómodamente como lo había estado en la otra casa durante años. Mayo pasó de largo, y tanto junio como mi nueva casa no dejaron de darme un gran placer; siempre era un lujo regresar a ella. Entonces llegó aquella tarde en la que algo extraño sucedió.

Aunque el día había sido húmedo, el ambiente se había despejado un poco hacia media tarde y las aceras pronto se secaron, si bien la calzada permaneció ligeramente mojada y resbaladiza. Me hallaba cerca de mi casa, a la cual estaba regresando, cuando vi aparecer en el adoquinado, a un par de metros por delante de mí, la huella de un zapato húmedo, como si alguien invisible acabara de pisar allí. Después otra, y otra más, se imprimieron con vigor, dirigiéndose hacia mi casa. Por un momento permanecí paralizado; después, con el corazón latiéndome con fuerza, las seguí. Aquellas extrañas huellas me precedieron hasta la puerta; había una apenas visible justo en el umbral. Entré cerrando la puerta a mis espaldas con, debo confesar, suma celeridad.

Mientras estaba allí oí un fuerte estruendo procedente de mi habitación, el cual, por decirlo de algún modo, ahuyentó mi miedo, y corrí por el pequeño pasillo irrumpiendo en ella. Allí, en el extremo más alejado de la habitación, estaba mi Perseo de bronce, caído en el suelo. Y supe, por algún sexto sentido que no puedo explicar, que no estaba solo en la habitación, y que aquella presencia no era humana.

El miedo es una cosa bien extraña; a menos que sea tan arrollador que anule la voluntad, siempre produce una reacción: cuanto coraje tengamos se alza para enfrentarse a él, acompañado de la rabia por haber permitido la entrada a tan molesto intruso. Sin lugar a dudas, ése era mi caso en aquel momento, por lo que conseguí oponer una resistencia emocional efectiva. Mi criado llegó corriendo para ver qué había sido aquel ruido, y juntos levantamos a Perseo y examinamos la causa de su caída. Estaba claro: un gran fragmento de yeso se había desprendido del nicho y debería ser reparado y reforzado antes de volver a reinstalar la estatua. Simultáneamente, el miedo y el sentimiento de una presencia inexplicable en la habitación se desvanecieron.

Las pisadas en el exterior seguían sin explicación, pero me dije a mí mismo que ponerme a temblar por cada cosa que no entendiera habría representado el fin de mi tranquila existencia para siempre. Aquella noche cené con Hugh; había pasado fuera la última semana y había regresado aquel mismo día, anunciando su llegada y proponiendo una cena antes de que hubieran acontecido aquellos sucesos ligeramente inquietantes. Noté que mientras estuvo allí charlando durante un par de minutos, había olfateado el aire en una o dos ocasiones, pero no había hecho ningún comentario, ni yo le había preguntado si percibía el extraño y débil aroma que de vez en cuando se manifestaba también ante mí. Sabía que su regreso representaba un gran alivio para una temblorosa y secreta parte de mí mismo, ya que estaba convencido de que se estaba desarrollando alguna perturbación psíquica, bien subjetivamente en mi mente o bien real y desde el exterior.

En cualquier caso, su presencia era reconfortante, no porque él pertenezca a esa obstinada raza que no cree en nada más allá de los hechos materiales de la vida y se burla de esas misteriosas fuerzas que rodean y tan extrañamente penetran la existencia, sino porque, creyendo completamente en ellas, tiene el firme convencimiento de que los poderes mortales y malvados que ocasionalmente irrumpen en la aparente seguridad de la existencia, en realidad no deben ser temidos, ya que son mantenidos a raya por fuerzas aún más poderosas, preparadas para ayudar a todos aquellos que conocen su cuidado protector. Respecto a si pensaba contarle lo que me había ocurrido aquel día, aún no estaba completamente seguro.

No fue hasta después de cenar que dichos temas aparecieron en la conversación, pero ya había visto que estaba pensando en algo de lo que todavía no me había hablado.

—¿Qué tal tu nueva casa? —dijo finalmente—. ¿Sigue siendo tan ideal como te la imaginabas?

—Me pregunto por qué se te habrá ocurrido eso —dije.

Me echó un rápido vistazo.

—¿No debería interesarme por tu bienestar? —preguntó.

Sabía que se preparaba algo, si le dejaba que continuase.

—Me parece que no te ha gustado mi casa desde un primer momento —dije—. Creo que piensas que hay algo raro en ella. Te reconoceré que el modo en que la encontramos, completamente vacía, fue un poco extraño...

—Fue muy extraño —dijo él—. Pero mientras permanezca igual de vacía, salvo por los objetos que tú hayas llevado, todo irá bien.

Ahora quería presionarle un poco más.

—¿Qué es lo que has olido esta tarde en la habitación grande? —dije—. Te he visto husmeando y olfateando. Yo también he olido algo. Veamos si ha sido lo mismo.

—Un olor extraño —dijo él—. Algo polvoriento y rancio, pero aromático a la vez.

—¿Y qué otras cosas has notado? —pregunté.

Hizo una pausa.

—Creo que te lo diré —dijo—. Esta tarde, desde mi ventana, te he visto venir caminando por la calzada, y al mismo tiempo he visto, o he creído ver, a Nabot cruzando la calle y caminando justo delante de ti. Me he preguntado si tú también le habías visto, ya que te has detenido justo cuando se ha colocado frente a ti, y después has empezado a seguirle.

Sentí cómo mis manos se habían quedado repentinamente heladas, como si la cálida corriente de mi sangre se hubiera congelado.

—No, no le he visto —dije—, pero he visto sus pasos.

—¿Qué quieres decir?

—Justo lo que acabo de decir. He visto unas huellas frente a mí que seguían hasta el umbral de mi casa.

—¿Y después?

—Entré, y me sobresaltó un tremendo estruendo. Mi Perseo de bronce se había caído de su nicho. Y había algo en la habitación.

Oímos un ruido de arañazos en la ventana. Sin decir nada, Hugh se levantó y retiró la cortina. En el alféizar había un enorme gato gris sentado, parpadeando ante la luz. Hugh fue a abrir la ventana, y al verle aproximarse el gato saltó al jardín. La luz se desparramó por la calle y ambos pudimos ver, justo en la acera, la silueta de un hombre. Se volvió y me miró, y después se dirigió hacia mi casa, hacia la puerta de al lado.

—Es él —dijo Hugh.

Abrió la ventana y se inclinó hacia afuera para ver dónde se había metido. No había ni rastro de él por ninguna parte, pero vi que había luz tras las persianas de mi habitación.

—Vamos —dije—. Veamos qué sucede. ¿Por qué están las luces de mi habitación encendidas?

Abrí la puerta de mi casa con la llave y, seguido por Hugh, recorrí el corto pasillo hasta la habitación. Estaba completamente a oscuras, y cuando encendí el interruptor vimos que estaba vacía. Toqué la campanilla, pero no hubo ninguna respuesta, ya que era tarde y sin duda alguna mis criados ya se habrían acostado.

—Pero he visto una potente luz a través de las ventanas hace dos minutos —dije—, y aquí no ha entrado nadie desde entonces.

Hugh permanecía junto a mí en el centro de la habitación. De repente, arrojó un puñetazo al aire, como si pretendiese golpear a alguien. Aquello me alarmó sobremanera.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿A qué le estás pegando?

Movió la cabeza.

—No sé —dijo—. Me pareció haber visto... No estoy seguro. Pero desde luego vamos a ver algo si nos quedamos aquí. Algo se acerca, aunque ignoro de qué se trata.

Me pareció que la luz disminuía de potencia; las sombras empezaron a apelotonarse en los rincones del cuarto, y aunque en el exterior la noche estaba despejada, allí dentro el aire se estaba espesando con una neblina vaporosa que olía a polvo y a rancio, aunque fuese aromática. Débilmente, pero incrementando su fuerza a medida que esperábamos en silencio, oí la percusión de los tambores y los lamentos de las flautas. Aún no tenía la impresión de que hubiera en el lugar otras presencias aparte de las nuestras, pero en la penumbra cada vez más espesa, supe que algo se estaba acercando. Justo frente a mí se hallaba el nicho vacío desde el cual había caído la estatua de bronce, y mirando en su interior, vi que algo estaba ocurriendo. La sombra que había allí dentro empezó a mutar en una forma desde cuyo interior brillaron dos puntos de luz verdosa. Un momento más tarde vi que eran ojos de una antigua e infinita malevolencia. Oí la voz de Hugh en una especie de susurro ronco.

—¡Mira! —dijo—. ¡Ya viene! ¡Dios mío, ya viene!

Tan repentino como el relámpago que surge del corazón de la noche, llegó. Pero llegó no en un estallido de luz, sino tal como era, como una pincelada de oscuridad cegadora que cubría, no la vista o cualquier otro sentido material, sino el espíritu, de modo que me encogí completamente aterrorizado. Procedía de aquellos ojos que centelleaban en el nicho, y entonces pude ver que pertenecían a una figura que había allí. Su forma era la de un hombre, completamente desnudo excepto por un taparrabos, y la cabeza parecía ora humana ora la de un monstruoso gato. Y mientras le miraba sabía que si continuaba mirando me sumergiría y me ahogaría en el torrente de pura maldad que emanaba de él. Como si me encontrara inmerso en una pesadilla cataléptica, intenté apartar los ojos de él sin conseguirlo; estaban clavados, mirando fijamente al odio encarnado. De nuevo oí a Hugh susurrar.


—Enfréntate a él —dijo—. No cedas ni un milímetro.

Un enjambre de imágenes infernales zumbaban en mi cerebro, y entonces supe con tanta seguridad como si se hubieran pronunciado las palabras reales, que aquella presencia me dijo que fuese hacia ella.

—Tengo que ir con él —dije—. Me está obligando a ir.

Sentí su mano apretándome el brazo.

—Ni un solo paso —dijo—. Soy más fuerte que él. Pronto lo sabrá. Tan sólo reza, reza...

De repente su brazo se disparó frente a mí, señalando hacia la presencia.

—¡Por el poder de Dios! —gritó—. ¡Por el poder de Dios!

Se hizo un silencio mortal. La luz de aquellos ojos disminuyó, y entonces la oscuridad desapareció de la habitación. Estaba en calma y ordenada, el nicho volvía a estar vacío, y allí en el sofá, junto a mí, se hallaba Hugh; tenía la cara completamente blanca y chorreaba sudor.

—Se acabó —dijo, y cayó dormido al instante.

Desde entonces hemos hablado a menudo de lo que ocurrió aquella noche. Lo que pareció suceder ya lo he relatado, y cada cual puede creerlo o no, tal y como le plazca. Él, al igual que yo, fue consciente de una presencia completamente malévola, y me cuenta que durante todo el tiempo en que aquellos ojos destellaban desde el nicho, estaba intentando concentrarse en lo único en lo que creía, es decir, en el único poder del mundo que es Omnipotente, y en el momento en que obtuvo conciencia de éste, la presencia se colapso. Qué era exactamente aquella presencia es imposible de decir. Parece como si se tratase de la esencia o el espíritu de uno de esos misteriosos cultos egipcios, cuya fuerza había sobrevivido para ser sentido y visto en nuestra tranquila calle. Que se hubiese corporeizado en la figura de Nabot, parece (entre todas estos hechos increíbles) posible, y en verdad Nabot no ha vuelto a ser visto.

Podría preguntarse el aficionado a la mitología si todo aquello estuvo relacionado o no con el culto a los gatos, y quizá sea digno de registrar aquí que a la mañana siguiente encontré mi gato de lapislázuli, que había estado sobre la repisa de la chimenea, roto en pedazos. Había quedado demasiado dañado como para repararlo, y no estoy seguro de que, en cualquier caso, hubiera debido intentar restaurarlo.

Actualmente, por fin, no hay una habitación más tranquila y agradable que la construida en el frontal de mi casa de Bagnell Terrace.

E.F. Benson (1867-1940)




Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.


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El análisis y resumen del cuento de E.F. Benson: Bagnell Terrace (Bagnell Terrace), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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