«Los nuevos Adán y Eva»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«Los nuevos Adán y Eva»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




Los nuevos Adán y Eva (The New Adam and Eve) es un relato del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de febrero de 1843 de la revista United States Magazine, y luego reedItado en la antología de 1845: Musgos de la vieja rectoría (Mosses From an Old Manse).

Los nuevos Adán y Eva, uno de los grandes cuentos de Nathaniel Hawthorne, reinterpreta de manera genial la historia de amor de Adán y Eva, sin dejar de lado los aspectos más oscuros pero también los más humanos de aquel vínculo.




Los nuevos Adán y Eva.
The New Adam and Eve; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Nosotros, que hemos nacido dentro del sistema artificial del mundo, nunca podremos saber adecuadamente lo poco que hay de natural en nuestro estado y circunstancias presentes, y cuánto se debe simplemente la interpolación de la mente y el corazón pervertidos del hombre. El arte se ha convertido en una segunda naturaleza, más potente; es una madrastra cuya ternura astuta nos ha enseñado a despreciar los servicios bondadosos y sanos de nuestros padres auténticos.

Sólo mediante la imaginación podemos debilitar esos grilletes de hierro, a los que llamamos verdad y realidad, y darnos cuenta aunque sólo sea parcialmente de hasta qué punto somos prisioneros. Por ejemplo, supongamos que se ha demostrado cierta la interpretación que de las profecías hacía el buen padre Miller. El día del Juicio Final ha estallado sobre el globo barriendo por completo la raza de los hombres. En las ciudades y en los campos, en las costas y en las regiones montañosas del interior, en los vastos continentes y hasta en las islas más remotas de los océanos han desaparecido todos los seres vivos.

Ningún aliento de un ser creado turba esta atmósfera terrenal. Pero las moradas del hombre y todo lo que éste ha logrado, las huellas de sus andaduras y los resultados de su trabajo, los símbolos visibles de su esfuerzo intelectual y su progreso moral —en resumen, todo lo físico que puede dar prueba de su posición actual— permanecerá sin ser tocado por la mano del destino. Entonces, para que hereden y vuelvan a poblar esta tierra desértica y vacía, supongamos que han sido creados los nuevos Adán y Eva con pleno desarrollo de la mente y el corazón, pero sin el conocimiento de sus predecesores ni de las circunstancias enfermas que se han incrustado a su alrededor. Esa pareja distinguiría enseguida entre arte y naturaleza. Su instinto e intuición reconocerían inmediatamente la sabiduría y simplicidad de la última; mientras que la primera, con sus perversidades elaboradas, les ofrecería una continua sucesión de enigmas.

Intentemos, mitad como diversión y mitad seriamente, seguir a esos herederos imaginarios de nuestra mortalidad a lo largo de su experiencia del primer día. Sólo ayer se extinguió la llama de la vida humana; una noche entera ha transcurrido sin aliento; y ahora se acerca otra mañana esperando encontrar la tierra tan desolada como en la tarde anterior.

Ha amanecido. El Este adopta su rubor inmemorial aunque ningún ojo humano lo esté contemplando; pues todos los fenómenos del mundo natural se renuevan a pesar de la soledad que se extiende ahora por el globo. Todavía hay belleza en la tierra, el mar y el cielo, por la belleza misma. Pero pronto habrá espectadores. Exactamente cuando el primer rayo de sol cubre de oro las cumbres de las montañas de la tierra, cobran vida dos seres, pero no en un edén que ha florecido para dar la bienvenida a nuestros primeros padres, sino en el corazón de una ciudad moderna.

Descubren que existen y se miran a los ojos. Su emoción no es asombro; tampoco se sienten perplejos por el esfuerzo de descubrir qué son, de dónde vienen y por qué están ahí. Cada uno se satisface con el hecho de ser, porque el otro existe igualmente; y su primera conciencia es de calma y gozo mutuo, que no les parece haber nacido en ese mismo momento, sino prolongarse desde una eternidad pasada. Así, contentos con una esfera interior que habitan conjuntamente, de inmediato el mundo exterior no les turba en esa observación.

Sin embargo, muy pronto sienten la necesidad invencible de esta vida terrenal y empiezan a reconocer los objetos y circunstancias que les rodean. Quizás el paso más decisivo que tengan que dar se produzca cuando por primera vez se apartan de la realidad de su mirada mutua para pasar a los sueños y sombras que les confunden en todos los otros lugares.

—Dulcísima Eva, ¿dónde estamos? —pregunta el nuevo Adán, pues el lenguaje, o algún modo de expresión equivalente, ha nacido con ellos y se produce tan naturalmente como la respiración—. Creo que no reconozco este lugar.

—Tampoco yo, querido Adán —contesta la nueva Eva—. ¡Y qué extraño es! ¡Permite que me acerque a tu lado para contemplarte sólo a ti; pues todo lo demás que veo turba y confunde mi espíritu!

—No, Eva —contesta Adán, que parece tener una tendencia más fuerte hacia el mundo material—. Será bueno que aprendamos un poco de estas cosas. Aquí nos encontramos en una situación extraña. Observemos lo que nos rodea.

Seguramente lo que ven es suficiente para colocar a los nuevos herederos de la tierra en un estado de perplejidad sin esperanza.

¡Las largas líneas de edificios, con las ventanas brillando en el amanecer amarillo, y la calle estrecha en medio, con su pavimento vacío que había sido recorrido y golpeado por ruedas que ahora traquetean en un pasado irrevocable! ¡Las señales, jeroglíficos ininteligibles! ¡La deformidad cuadrada y fea, regular o irregular, de todo lo que encuentra el ojo! ¡Las marcas de desgaste y de decadencia y falta de renovación que distinguen las obras del hombre del crecimiento de la Naturaleza! ¿Qué hay en todo esto que sea capaz de producir el más ligero significado en unas mentes que no saben nada del sistema artificial implicado en cada farol o en cada ladrillo de las casas?

Además, la soledad y el silencio absolutos en un escenario que originalmente surgía del ruido y el ajetreo tiene que producir necesariamente un sentimiento de desolación incluso en Adán y Eva, que no pueden sospechar que pertenecen a la existencia humana recientemente extinta. En un bosque, la soledad sería vida; pero en una ciudad es muerte.

La nueva Eva mira a su alrededor con una sensación de duda y desconfianza, lo mismo que una dama de ciudad, hija de innumerables generaciones de ciudadanos, experimentaría si de pronto se viera transportada al jardín del Edén. Finalmente, bajando la mirada descubre una pequeña mata de hierba que empieza a brotar entre las piedras del pavimento; la coge ilusionada y se da cuenta de que esa pequeña mata de hierba despierta alguna respuesta dentro de su corazón. La Naturaleza no encuentra ninguna otra cosa que ofrecerle. Adán, tras mirar la calle arriba y abajo sin detectar un solo objeto que pueda entender, vuelve finalmente su frente hacia el cielo. Allí hay, ciertamente, algo que su alma interior reconoce.

—Mira allí, Eva mía —grita—. Seguramente deberíamos habitar entre esas nubes de tonos dorados o en el azul profundo que hay tras ellas. No sé cómo ni cuándo, pero evidentemente nos hemos alejado de nuestra casa; pues aquí no veo nada que parezca pertenecemos.

—¿Y no podremos subir allí? —pregunta Eva.

—¿Por qué no? —contesta Adán con esperanza—. Pero no; hay algo que nos sujeta aquí abajo a pesar de nuestros esfuerzos. Quizás después podamos encontrar un camino.

Con la energía de la nueva vida la ascensión al cielo no parece una hazaña imposible. Pero ya han recibido una triste lección que puede acabar por reducirles al nivel de la raza desaparecida, cuando reconozcan la necesidad de seguir los caminos de tierra batida.

Comienzan a pasear por la ciudad con la esperanza de encontrar la salida de esa esfera desagradable. A pesar de la elasticidad reciente de sus espíritus, han descubierto ya la idea del aburrimiento. Les observamos entrar en algunas tiendas y edificios públicos o privados; pues todas las puertas, ya sean de un concejal o de un mendigo, de una iglesia o de un edificio estatal, han quedado totalmente abiertas por el mismo agente que acabó con quienes en ellas vivían.

Sucede entonces que hacen la primera visita a unos almacenes de artículos de moda, lo que es afortunado pues Adán y Eva siguen llevando unos vestidos más convenientes para el Edén. No hay dependientes corteses pero inoportunos que se apresuren a recibir sus pedidos; no hay una multitud de damas revolviendo entre las elegantes telas parisinas. Todo está desértico; el comercio se ha detenido y ni siquiera un eco del santo y seña nacional, el «¡pasen ustedes!» perturba la tranquilidad de los nuevos clientes. Pero hay muestras de las últimas modas terrenales, sedas de todos los tonos, y lo que hay de más delicado o espléndido para la decoración de la forma humana esparcido por alrededor con la misma abundancia que las hojas brillantes del otoño en un bosque. Adán examina algunos artículos, pero los aparta descuidadamente con cualquier exclamación que en el nuevo vocabulario de la Naturaleza corresponda a un «¡puaf!» o un «¡bah!». Sin embargo Eva —y dicho sea esto sin ofender a su pudor original— examina estos tesoros de su sexo con un interés más pronunciado. Sobre el mostrador había un par de corsés; los examina con curiosidad, pero no sabe qué puede hacer con ellos. Coge luego una seda de moda mientras en la oscuridad se mueven a tientas anhelos oscuros, pensamientos que van de aquí para allá, instintos.

—En general no me gusta —comenta ella dejando sobre el mostrador la tela brillante—. Pero es muy extraño, Adán. ¿Qué pueden significar estas cosas? Seguramente debería saberlo; es como si me introdujeran en un laberinto.

—¡Bah! Mi querida Eva, ¿por qué inquietar tu cabecita con esas tonterías? — pregunta Adán en un ataque de impaciencia—. Vayámonos a otra parte. Pero un momento... ¡fíjate qué hermoso! ¡Mi queridísima Eva, qué encanto has dado a esa túnica sólo con ponértela por encima de los hombros!

Pues Eva, con el gusto que la Naturaleza había introducido en su composición, se ha envuelto en unos restos de esa exquisita gasa plateada, produciendo un efecto que da a Adán su primera idea acerca del embrujo del vestido. Contempla a su esposa bajo una luz nueva y con una admiración renovada; pero difícilmente se acomodaba con algo que no fuera los cabellos dorados de Eva. No obstante, emulando el ejemplo de ésta coge un manto de terciopelo azul y se lo pone tan pintorescamente que podría parecer que le había caído desde el cielo sobre su imponente figura. Así vestidos, salieron en busca de nuevos descubrimientos.

Entraron después en una iglesia, pero no para exhibir sus hermosas ropas, sino atraídos por su aguja que señalaba hacia el cielo, al que deseaban ya ascender. Al cruzar la puerta un reloj, al que había dado cuerda el sacristán en su último acto terrenal, dio la hora con tono profundo y reverberante; pues el tiempo ha sobrevivido a su anterior progenie y con la lengua de hierro que le dio el hombre está hablando ahora a sus dos nietos. Ellos le escuchan, pero no le entienden. La Naturaleza mediría el tiempo por la sucesión de pensamiento y actos que constituyen la vida real, y no por las horas de vaciedad. Ascienden por la nave lateral de la iglesia y elevan la mirada al techo. Si nuestro Adán y Eva hubieran sido mortales de alguna ciudad europea y se hubieran perdido en la amplitud y en lo sublime de una catedral antigua, habrían reconocido el propósito con el que la levantaron sus fundadores de almas profundas. Lo mismo que el horror oscuro de un bosque antiguo, su misma atmósfera les habría incitado a rezar.

Pero no podía darse esa influencia dentro de las pequeñas paredes de una iglesia metropolitana. Sin embargo, alguna fragancia de la religión permanece todavía allí, el legado de las almas piadosas que recibieron la gracia de disfrutar de un anticipo de la vida inmortal. Quizás alentaron la profecía de un mundo mejor para sus sucesores, aunque les habrían resultado detestables todas las preocupaciones y calamidades del mundo presente. Eva, hay algo que me impulsa a mirar hacia arriba; pero me inquieta ver ese techo entre nosotros y el cielo. Sigamos avanzando y quizás vislumbremos un Gran rostro mirándonos.

—Sí; un Gran rostro con un haz de amor brillante sobre él, como la luz de sol. —respondió Eva—. Seguramente hemos visto ese semblante en alguna parte.

Salieron de la iglesia y, arrodillándose en el umbral, dieron salida al natural instinto de adoración del espíritu hacia un Padre benefactor. Pero en realidad su vida había sido hasta entonces una oración continua. La pureza y la simplicidad mantienen una conversación constante con su Creador.

Les vemos entrar ahora en un Tribunal de Justicia. Pero ¿pueden tener la más remota concepción de los propósitos de tal edificio? ¿Cómo puede ocurrírseles la idea de que sus hermanos humanos, de naturaleza semejante a la de ellos, e incluidos originalmente en la misma ley del amor que es la única norma de su vida, hubieran necesitado alguna vez un refuerzo exterior de la verdadera voz interior de sus almas? ¿Y qué podrían enseñarles los tristes misterios del crimen salvo una experiencia triste, resultado oscuro de muchos siglos? ¡Ay, Sede del Juicio, no fuiste establecida para los puros de corazón, ni para la simplicidad de la Naturaleza, sino para los hombres duros y llenos de arrugas, y para el montón acumulado de los errores terrenales. Tú eres el símbolo mismo del estado pervertido del hombre.

En un paseo vano, nuestros caminantes visitan después una Cámara Legislativa, y Adán coloca a Eva en la silla del portavoz, sin darse cuenta de la moral que de ese modo ejemplifica. ¡El intelecto del hombre moderado por la ternura y el sentido moral de la mujer! Si de esa manera se legislara el mundo no habría necesidad de cámaras legislativas, capitolios, parlamentos y ni siquiera de esas pequeñas asambleas de patriarcas que se celebraban bajo la sombra de los árboles y por medio de las cuales la libertad fue interpretada por primera vez a la humanidad en nuestras costas nativas.

¿Adónde fueron después? Un destino perverso parece confundirlos presentándoles uno tras otro los acertijos que la humanidad plantea al universo errante, y deja sin resolver tras su propia destrucción. Entran en un edificio de severa piedra gris que está aislado en medio de los otros, triste incluso bajo la luz del sol, a la que apenas deja penetrar a través de las ventanas enrejadas. Es una prisión. El carcelero ha abandonado el puesto al ser llamado por una autoridad superior a la del comisario. Pero ¿y los prisioneros? ¿Cuando el mensajero del destino abrió todas las otras puertas respetó la advertencia del magistrado y la sentencia del juez, y dejó que los internos de los calabozos fueran entregados para que siguiera su curso la ley terrenal?

No; un juicio nuevo se había celebrado en un tribunal superior, que puede poner juntos al juez, al jurado y al prisionero, quizás encontrando que ninguno de ellos es menos culpable que los otros. La cárcel, como la tierra entera, es ahora soledad, y así ha perdido parte de su lóbrega tenebrosidad. Pero están allí las celdas estrechas como tumbas, aunque más resecas y mortales, porque en ellas el espíritu inmortal fue enterrado con el cuerpo. En las paredes aparecen inscripciones garabateadas con un lápiz o rascadas con una uña sucia; breves palabras de dolor, quizás, o el desafío desesperado del culpable contra el mundo, o simplemente el registro de una fecha con la que el autor se esforzaba por mantener la cuenta de la marcha de la vida. Ya no existe una mirada viva que pueda descifrar esos recuerdos.

Y salidos tan recientemente de la mano de su Creador, los nuevos habitantes de la tierra, y también sus descendientes durante mil años, no pueden descubrir que ese edificio fue un hospital para la peor enfermedad que podía afligir a sus predecesores.

Sus pacientes llevaban las marcas externas de esa lepra con la que todos estaban infectados en mayor o menor medida. Estaban enfermos, y eran los más puros de sus hermanos, con la plaga del pecado. ¡Una enfermedad ciertamente mortal! Sintiendo sus síntomas dentro del pecho, los hombres los ocultaban con miedo y vergüenza, mostrándose más crueles con aquellos desgraciados cuyas llagas pestíferas eran evidentes para el ojo común. Nada, salvo un vestido rico, podía ocultar la plaga. En el curso de la vida del mundo, se intentaron todos los remedios para curarla y extirparla, salvo el único, la flor que crecía en el cielo y era soberana sobre todas las miserias de la tierra. ¡El hombre no había intentado nunca curar el pecado por medio del AMOR! Si sólo una vez hubiera hecho ese esfuerzo, quizás no habría habido necesidad de ese lazareto oscuro por el que deambulaban Adán y Eva. ¡Apresuraos en vuestra inocencia para que las manchas húmedas de estas paredes todavía conscientes no os infecten y se propague así otra raza caída!

Pasando del interior de la prisión al espacio existente dentro de su muro exterior, Adán se detiene bajo una estructura de lo más simple, pero que para él es totalmente inexplicable. Se compone sólo de dos postes erguidos que sirven de apoyo a una viga transversal de la que cuelga una cuerda.

—¡Eva, Eva! —grita Adán estremeciéndose con un horror inexpresable— ¿Qué puede ser esto?

—No lo sé —responde Eva—. ¡Pero Adán, mi corazón se siente enfermo! ¡Parece como si no existiera ya el cielo... no hubiera luz del sol!

Bien podía Adán estremecerse, y la pobre Eva sentirse enferma, pues ese objeto misterioso era el símbolo del sistema de la humanidad para enfrentarse a las grandes dificultades que Dios le había dado para que solucionara: un sistema miedo y venganza, que nunca tuvo éxito pero que fue seguido hasta el final. A en la mañana de la cita final, un criminal —un criminal, cuando no había nadie que careciera de culpa—había muerto en la horca. Si el mundo hubiera oído los pasos que se acercaban de su propio destino, no habría sido inapropiado cerrar así, registro de sus actos con uno tan característico.

Los dos peregrinos se alejaron entonces presurosamente de la cárcel. Si hubieran sabido que los antiguos habitantes de la tierra estaban encerrados en un error artificial, inmovilizados y encadenados por sus perversiones, habrían comparado todo el mundo moral con una prisión, y habrían considerado que la eliminación de la raza era una libertad general en las cárceles.

Entraron después sin anunciarse, aunque habrían podido tocar en vano en el timbre de la puerta, en una mansión privada, una de las más majestuosas de Beacon Street. Unos compases musicales salvajes y quejumbrosos tiemblan por la casa, elevándose a veces como un sonido solemne de órgano, y otras disminuyendo hasta, convertirse en el más débil murmullo, como si algún espíritu interesado por la familia desaparecida se quejara en la soledad del salón y la cámara. Quizás una virgen, la más pura de la raza mortal, ha quedado atrás para cantar un réquiem por toda la humanidad. No es así. Son los tonos de un arpa eólica a través de la cual la Naturaleza vierte la armonía que yace oculta en cada aliento, ya sea una brisa veraniega o una tempestad.

Adán y Eva se pierden en un embeleso que no se mezcla con la sorpresa. El viento pasajero que agitó las cuerdas del arpa se ha callado antes de que puedan pensar en examinar los muebles espléndidos, las alfombras vistosas y la arquitectura de las habitaciones. Estas cosas distraen sus ojos carentes de práctica, pero no evocan nada en sus corazones. Ni siquiera los cuadros que hay sobre las paredes excitan apenas un interés más profundo; pues en la pintura hay algo radicalmente artificial y engañoso con lo que no pueden simpatizar las mentes de simplicidad primigenia. Los huéspedes sin invitación examinan una fila de retratos familiares, aunque demasiado sombríos para reconocerlos como hombres y mujeres bajo el disfraz de un ropaje absurdo, y con los rasgos y la expresión degradados que han heredado a través de generaciones de decadencia física y moral.

Sin embargo el azar les presenta cuadros de belleza humana recién salidos de la mano de la Naturaleza. Al entrar en un magnífico apartamento se sorprenden, sin asustarse, al ver dos figuras que avanzan hacia ellos. ¿No resulta horrible imaginar que en el ancho mundo quedara alguna vida que no fuera la de ellos?

—¿Cómo es esto? —exclama Adán—. Mi hermosa Eva, ¿estás en dos sitios al mismo tiempo?

—¡Y tú también, Adán! —responde Eva, con vacilación, pero encantada—Seguramente esa forma noble y encantadora es la tuya. Y sin embargo, estás aquí a mi lado. Me contento con uno. Creo que no debería haber dos.

El milagro lo ha producido un espejo alto cuyo misterio enseguida descubren, pues la Naturaleza crea un espejo para el rostro humano en cada estanque de agua, y para sus propios y amplios rasgos en los lagos tranquilos. Complacidos y satisfechos de mirarse a sí mismos, descubren ahora en una esquina del salón la estatua de mármol de un niño tan exquisitamente idealizado que casi es digno de asemejarse proféticamente a su primer hijo. La escultura en su más alto grado de excelencia es más auténtica que la pintura y puede parecer que ha evolucionado de un germen natural, por la misma ley que una hoja o una flor. La estatua del niño impresiona a la pareja solitaria como si se tratara de un compañero; asimismo sugiere secretos del pasado y del futuro.

—¡Esposo mío! —susurra Eva.

—¿Qué dices, queridísima Eva? —pregunta Adán.

—Me pregunto si estaremos solos en el mundo —contesta ella con una sensación semejante al miedo al pensar en otros habitantes—. ¡Qué cuerpo tan pequeño y encantador! ¿Respiró alguna vez? ¿O es sólo la sombra de algo real, como nuestras imágenes en el espejo?

—¡Resulta extraño! —contesta Adán apretándose la frente con la mano—. Todo está lleno de misterios a nuestro alrededor. Hay una idea que pasa continuamente ante mí: ¡ojalá pudiera agarrarla! Eva, Eva ¿estamos pisando las huellas de seres que se asemejaban a nosotros? Si es así, ¿adónde han ido? ¿Y por qué su mundo es tan poco adecuado para que nosotros vivamos en él?

—Sólo nuestro gran Padre lo sabe —contesta Eva—. Pero algo me dice que no siempre estaremos solos. ¡Y qué dulce sería que otros seres nos visitaran en la forma de esa bella imagen!

Recorren después la casa y encuentran por todas partes señales de la vida humana, que ahora, con la idea que recientemente se les ha sugerido, provoca una curiosidad más profunda en sus pechos. La mujer ha dejado allí rastros de su delicadeza y refinamiento, y de sus amables trabajos. Eva registra una cesta de trabajo e instintivamente introduce en un dedal la punta rosácea de su dedo. Coge una pieza de encaje, en el que resplandecen flores de imitación, en una de las cuales ha dejado su aguja una hermosa dama de la raza desaparecida. ¡Qué pena que el Día del Juicio se hubiera anticipado a la finalización de una tarea tan útil!

Eva se siente casi consciente de la habilidad para terminarla. Un piano ha quedado abierto. Pasa la mano descuidadamente sobre las teclas y toca repentinamente una melodía no menos natural que los compases del arpa eólica, pero gozosa con la danza de su vida todavía sin carga alguna. Cruzando una oscura entrada encuentran una escoba tras la puerta; y Eva, que comprende toda la naturaleza de la feminidad, tiene una idea oscura de que es un instrumento apropiado para su mano. En otra estancia ven una cama con dosel, y todos los instrumentos de un lujoso reposo. Un montón de hojas del bosque les serviría para ello más adecuadamente. Entran en el cuarto de los niños y se quedan perplejos al ver los pequeños batines y gorras, los zapatos diminutos y una cuna entre cuyos ropajes todavía puede verse la impresión de la forma de un bebé. Adán apenas si se da cuenta de esas menudencias, pero Eva entra en una especie de reflexión muda de la que apenas es posible sacarla.

Por una situación de lo más desafortunada iba a darse una gran fiesta en esa mansión el mismo día en el que toda la familia humana, incluyendo los invitados, fueron convocados a las desconocidas regiones del espacio ilimitado. En el momento fatal la mesa estaba ya puesta y el grupo a punto de sentarse. Sin que les hubieran invitado, Adán y Eva acuden al banquete; lleva ya algún tiempo frío, aunque les proporciona muestras espléndidas de la gastronomía de sus predecesores. Es difícil imaginar la perplejidad de esa pareja no pervertida al tratar de encontrar alimentos adecuados para su primera comida en una mesa en la que el apetito cultivado de un grupo selecto iba a ser gratificado. ¿Les enseñará la Naturaleza el misterio de un plato de sopa de tortuga? ¿Les dará la audacia de atacar una pata de carne de venado? ¿Les iniciará en los méritos de la pastelería parisina traída en el último vapor que cruzó el Atlántico? ¿O más bien no les hará apartarse con desagrado del pescado, las aves y la carne, que para su olfato puro exhalan un desagradable olor de muerte y corrupción?

¿Comida? El menú de ésta no contiene nada que ellos reconozcan como tal. Afortunadamente, sin embargo, el postre está preparado en una mesa vecina. Adán, en quien el apetito y los instintos animales son más rápidos que los de Eva, descubre ese banquete apropiado.

—Aquí, querida Eva —exclama—. Aquí hay comida.

—Estupendo —responde ella con el germen de un ama de casa agitándose en su interior—. Hemos estado tan atareados hoy que cualquier cosa nos servirá para la cena.

Eva se acerca a la mesa y recibe de la mano de su esposo una manzana roja como compensación del regalo fatal de su predecesora a nuestro antepasado común. La come sin pecado, y esperemos que sin consecuencias desastrosas para sus descendientes futuros. Toman una comida abundante aunque moderada de frutas, que si bien no han sido recogidas en el Paraíso, derivan legítimamente de las semillas que allí se plantaron. Su apetito principal ha quedado satisfecho.

—¿Qué beberemos, Eva? —pregunta Adán.

Eva mira entre algunas botellas y frascos que, al contener líquidos, piensa que es natural que resulten adecuados para apagar la sed. Pero jamás antes el clarete, el vino del Rin y el de Madeira, de ricos y raros perfumes, provocaron tal desagrado como ahora.

—¡Puah! —exclama tras oler varios vinos—. ¿Qué es lo que contendrán? Los seres que estuvieron antes que nosotros no debían poseer la misma naturaleza que la nuestra: pues ni su hambre ni su sed eran como las nuestras.

—Por favor, pásame esa botella —dice Adán—. Si un mortal puede beberla, humedeceré con ella mi garganta.

Tras algunas protestas, ella coge una botella de champán, pero se asusta por la explosión repentina del corcho y la deja caer al suelo. Allí efervece el licor que aún no han probado. De haberlo bebido habrían experimentado ese breve delirio con el que, excitado por causas morales o físicas, el hombre trataba de recompensarse por los placeres tranquilos y largos que había perdido al rebelarse contra la Naturaleza. Finalmente, en un refrigerador Eva encuentra una jarra de cristal de agua tan pura, fresca y brillante como la que salió nunca de una fuente entre las colinas. Los dos beben, y tan refrescados se sienten que se preguntan el uno al otro si ese líquido precioso no será idéntico al de la corriente de la vida que hay dentro de ellos.

—Y ahora tenemos que intentar descubrir qué tipo de mundo es éste, y por qué hemos sido enviados aquí —comenta Adán.

—¿Por qué? Para amarnos el uno al otro —contesta Eva—. ¿No es ésa tarea suficiente?

—Cierto que lo es —responde Adán besándola—. Pero aun así... no sé... algo nos dice que hay un trabajo que hacer. Quizás la tarea que se nos ha asignado no sea otra que la de ascender al cielo, que es mucho más hermoso que la tierra.

—Entonces estaríamos ya allí —murmura Eva—. ¡Esa tarea o deber habremos de realizarlo entre nosotros!

Abandonan la hospitalaria mansión y les vemos bajar por State Street. El reloj de la Cámara Legislativa marca más del mediodía, cuando la Bolsa debería estar en su gloria y presentar el símbolo más vivo de lo que era la única empresa de la vida, tal como la consideraban una multitud de personas mundanas desaparecidas. Ya ha pasado. El Sabat de la eternidad ha cubierto la calle con su quietud. Ni siquiera un vendedor de prensa asalta a los dos viandantes solitarios con un periódico extra de un penique recién salido de las oficinas del Times o el Mail, que contiene un relato completo de la terrible catástrofe de ayer. De todos los tiempos oscuros que han conocido comerciantes y especuladores, éste es el peor; pues por lo que a ellos concierne la creación misma ha optado por el beneficio de la bancarrota. Al fin y al cabo, es una pena. ¡Todos esos poderosos capitalistas que acababan de alcanzar la riqueza ansiada! ¡Esos perspicaces hombres del comercio que habían dedicado tantos años a la más intrincada y artificial de las ciencias, y apenas la habían dominado cuando la bancarrota universal fue anunciada con toque de trompeta! ¿Pudieron ser tan poco precavidos como para no proporcionar moneda del país adonde habían ido, ni facturas de cambios ni cartas de crédito de los necesitados en la tierra a los cajeros del cielo?

Adán y Eva entran en un banco. ¡No os sobresaltéis, los que tenéis allí atesorados vuestros fondos! Ahora ya no los necesitaréis nunca. No llaméis a la policía. Las piedras de la calle y las monedas de la bóveda valen igual para esa simple pareja. ¡Qué visión tan extraña! Cogen el oro brillante a puñados y lo arrojan por diversión al aire sólo para ver eso que brilla y que carece de valor descender de nuevo como si fuera lluvia. No saben que cada uno de esos pequeños círculos amarillos fue en otro tiempo un hechizo mágico, potente para influir en los corazones de los hombres y engañar su sentido moral. Dejémosles detenerse aquí en la investigación del pasado. Han descubierto la fuente principal, la vida, la esencia misma del sistema que se había convertido en vital para la humanidad, sofocando con su apretón mortal la naturaleza original de aquella.

¡Y qué falto de poder sobre estos jóvenes herederos de las riquezas acaparadas en la tierra! Y allí hay también enormes paquetes de billetes de banco, esas hojas de papel como talismanes que en otro tiempo tenían la eficacia de construir palacios encantados como exhalaciones, y fabricar todo tipo de maravillas peligrosas, y sin embargo no eran más que fantasmas del dinero, las sombras de una sombra. ¡Cómo se asemeja esa bóveda a la cueva de un mago cuando la varita de poder se ha roto, el esplendor visionario ha desaparecido, y el suelo se ha cubierto con los fragmentos de encantamientos despedazados y de formas sin vida que en otro tiempo estaban animadas por demonios!

—Por todas partes, mi querida Eva, encontramos montones de basura de un tipo u otro —comenta Adán—. Estoy convencido de que alguien se esforzó por coleccionarlas, ¿pero con qué propósito? Quizás más tarde nosotros hagamos lo mismo. ¿Es posible que sea ésa nuestra tarea en el mundo?

—¡Oh no, no, Adán! —responde Eva—. Sería mucho mejor sentarnos tranquilamente y mirar hacia el cielo.

Salen del banco, y a tiempo, pues si se hubieran retrasado más probablemente se habrían encontrado con algún duende viejo y gotoso de un capitalista cuya alma ya no podía estar en otra parte que no fuera la cámara acorazada en donde estaba su tesoro. Entran después en el taller de un joyero. Les gusta el brillo de las gemas; Adán entrelaza una cuerda de hermosas perlas alrededor de la cabeza de Eva, y se cierra su manto con un magnífico broche de diamantes. Eva se lo agradece y se mira con placer en el espejo más cercano. Poco después, observando un ramo de rosas y de otras flores brillantes en un jarrón con agua, tira las valiosísimas perlas y se adorna con esas gemas de la Naturaleza, más atractivas. Éstas satisfacen su sentimiento tanto como su belleza.

—Seguramente son seres vivos —comenta a Adán.

—Así lo creo —responde éste—. Y parecen encontrarse tan poco a gusto en el mundo como nosotros.

No debemos intentar seguir cada paso de estos investigadores, a quien su Creador ha encargado, sin que lo sepan, que juzguen las obras y los modos de la raza desaparecida. Para entonces, como están dotados de percepciones rápidas y precisas, empiezan a entender el propósito de muchas cosas que les rodean. Por ejemplo, conjeturan que los edificios de la ciudad fueron levantados no por la mano inmediata que hizo el mundo, sino por seres similares a ellos que buscaban abrigo y comodidad.

Pero ¿cómo explicarán la magnificencia de una morada en comparación con la miseria escuálida de otra? ¿Por qué medio podrá entrar en su mente la idea de la servidumbre? ¿Cuándo comprenderán el hecho importante y desgraciado —cuyas evidencias apelan a sus sentidos en todas partes— de que una parte de los habitantes perdidos de la tierra vivían en el lujo mientras la multitud se afanaba por conseguir una comida escasa? Ciertamente deberá producirse un desafortunado cambio en sus corazones antes de que puedan concebir que el mandato primordial del amor había sido eliminado de tal manera que un hermano podía necesitar lo que tenía otro. Cuando su inteligencia llegara tan lejos, la nueva progenie de la tierra tendría pocas razones para haber triunfado sobre la rechazada.El paseo les llevó ahora a los barrios exteriores de la ciudad. Están en el borde cubierto de hierba de una colina, al pie de un obelisco de granito que señala con su enorme dedo hacia arriba, como si la familia humana estuviera de acuerdo, por un símbolo visible que ha permanecido mucho tiempo, en ofrecer un gran sacrificio de acción de gracias o súplica. La altura solemne del monumento, su profunda simplicidad y la ausencia de ningún uso vulgar o práctico potencian su efecto sobre Adán y Eva, que les lleva a interpretarlo con un sentimiento más puro del que creyeron expresar los constructores.

—Eva, es una oración visible —comentó Adán.

—Y nosotros también rezaremos —contesta ella.

Perdonemos a estos pobres hijos que no tuvieron padre ni madre por tomar equivocada y absurdamente el propósito del monumento memorial que el hombre fundó y la mujer terminó en la famosísima Bunker Hill. La idea de la guerra no existe en sus almas. Tampoco sienten simpatía acerca de los valientes defensores de la libertad, puesto que la opresión es uno de los misterios que no han averiguado. Si pudieran averiguar que la hierba verde sobre la que se encuentran tan pacíficamente en otro tiempo estuvo cubierta de cadáveres humanos y enrojecida por su sangre, les sorprendería igualmente que una generación de hombres perpetrara esa carnicería y que la generación siguiente la conmemorara triunfalmente.

Con un sentimiento de placer pasean ahora por los campos verdes y por la orilla de un río tranquilo. Dejamos de vigilarlos estrechamente y después los encontramos entrando en un edificio gótico de piedra gris en el que el mundo desaparecido dejó lo que consideraba digno de quedar registrado en la importante biblioteca de la Universidad de Harvard. Ningún estudiante disfrutó nunca de tanta soledad y silencio como el que existe ahora en sus profundos nichos. Poco entienden los visitantes presentes las oportunidades que tienen ahora. Pero Adán examina ansioso las largas filas de volúmenes, esas alturas almacenadas del conocimiento humano, que suben una encima de otra desde el suelo hasta el techo. Toma un voluminoso infolio. Lo abre en sus manos como si espontáneamente se comunicara el espíritu de su autor con el intelecto todavía sin desgastar ni teñir del mortal recién creado. Permanece en pie absorto en las columnas regulares de caracteres místicos, aparentemente en un estado de ánimo estudioso; pues el pensamiento ininteligible de la página tiene una relación misteriosa con su mente y se hace sentir como si fuera una carga sobre él. Se siente incluso dolorosamente confundido, tratando vanamente de captar no sabe qué. ¡Ay, Adán, es demasiado pronto, será demasiado pronto al menos durante cinco mil años, para ponerte gafas y enterrarte en los huecos de una biblioteca!

—¿Qué podrá ser esto? —pregunta finalmente con un murmullo—. Eva, me parece que no hay nada tan deseable como descubrir el misterio de este objeto grande y pesado con sus mil delgadas divisiones. ¡Fíjate! ¡Me mira al rostro como si fuera a hablar!

Con instinto femenino Eva se sumerge en un volumen de poesía de moda, con seguridad la producción del más afortunado de los bardos terrenales, puesto que su trova sigue de moda cuando todos los grandes maestros de la lira han pasado al olvido. ¡Pero no dejemos que su fantasma se alegre demasiado! La única dama del mundo arroja el libro al suelo y se ríe con alegría del semblante abstraído de su esposo.

—Mi querido Adán, pareces pensativo y sombrío. Deja ese objeto estúpido; pues aunque te hablara no merecería la pena escucharle. Hablemos el uno con el otro, y con el cielo, con la tierra verde y sus árboles y flores. Nos enseñarán cosas mejores que las que podemos encontrar aquí.

—Sí, Eva, quizás tengas razón —contesta Adán con un suspiro—. Pero no puedo dejar de pensar que la interpretación de los enigmas entre los que hemos caminado todo el día podría descubrirse aquí.

—Puede que sea mejor no buscar la interpretación —insiste Eva—. Por lo que a mí respecta, el aire de este lugar no me place. ¡Si me amas, vámonos!

Ella prevalece y le rescata de los peligros misteriosos de la biblioteca. ¡Feliz influencia la de la mujer! Si se hubiera quedado él allí el tiempo suficiente para obtener una pista de sus tesoros —lo cual no era imposible, pues siendo su intelecto de estructura humana, aunque con una agudeza y un vigor sin transmitir—, allí mismo se habría convertido en una estudioso, y el analista de nuestro pobre mundo habría registrado pronto la caída de un segundo Adán. Habría comido la manzana fatal de otro Árbol del Conocimiento. Todas las perversiones, engaños y falsa sabiduría que tan perfectamente remedan la verdad; toda la verdad estrecha, tan!, parcial que se vuelve más engañosa que la falsedad; todos los principios y prácticas equivocados, los ejemplos perniciosos y las reglas falsas de la vida; todas las teorías., falaces que convierten la tierra en nubes, y a los hombres en sombras; toda la triste experiencia que acumuló durante tanto tiempo la humanidad, y de la que nunc extrajo una moral para su guía futura: todo el montón de conocimientos desastrosos habría caído al mismo tiempo sobre la cabeza de Adán. No le habría quedado otro remedio que el de aceptar el experimento ya abortado de la vida allí donde la habíamos dejado y hacerlo avanzar un poco más.

Pero, bendito en su ignorancia, podía todavía disfrutar de un mundo nuevo en el mismo que para nosotros se había gastado. Si no alcanzaba el bien, lo mismo que nos pasó a nosotros, al menos tiene la libertad, valiosísima, de cometer sus propios errores. Y su literatura, cuando la cree el progreso de los siglos, no será el eco interminablemente repetido de nuestra poesía y la reproducción de las imágenes que fueron moldeadas por nuestros antepasados de la canción y la ficción, sino una melodía que no se había oído todavía nunca sobre la tierra, y formas intelectuales que no estaban contaminadas por nuestras ideas. Dejemos por tanto que el polvo de los siglos se recoja sobre los volúmenes de la biblioteca, y que a su debido tiempo el techo del edificio se desmorone sobre el resto. Cuando los descendientes del segundo Adán hayan recogido suficiente basura propia, será el momento de excavar nuestras ruinas para comparar el progreso literario de dos razas independientes.

Pero estamos yendo demasiado lejos. Ése parece ser el vicio de los que tienen tras ellos un largo pasado. Regresemos junto a los nuevos Adán y Eva, que como no tienen recuerdos salvo visiones oscuras y pasajeras de una existencia previa, se sienten contentos de vivir y felices de hallarse en el presente. El día está a punto de terminar cuando esos peregrinos que no deben su ser a unos progenitores muertos llegan al cementerio del Monte Auburn. Con el corazón ligero —pues la tierra y el cielo se alegran ahora el uno al otro con su belleza— recorren senderos serpenteantes entre columnas de mármol, réplicas de templos, urnas, obeliscos y sarcófagos, deteniéndose a veces a contemplar esas fantasías del crecimiento humano, y otras veces a admirar las flores con las que la Naturaleza ha convertido la decadencia en atractiva. ¿Puede la muerte, en medio de sus viejos triunfos, hacerles sentir que han aceptado la pesada carga de la mortalidad que una especie entera había tirado? El polvo de los suyos no ha caído nunca en la tumba. ¿Reconocerán entonces ellos, tan pronto, que el Tiempo y los elementos tienen una reivindicación sobre sus cuerpos que no podrá quedar desatendida? No es improbable que lo hagan. Debe haber sombras suficientes, incluso en medio de la primera luz de su existencia, para sugerir el pensamiento de que el alma no es congruente con sus circunstancias. Han aprendido ya que algo hay que dejar a un lado. La idea de la muerte está en ellos, o no muy lejana.

Pero si hubieran de buscarle un símbolo sería el de la mariposa ascendiendo, o el ángel brillante llamándoles desde lo alto, o el niño dormido, con amables sueños que resultan visibles a través de su pureza transparente.

Han encontrado a ese Niño, en el mármol más blanco, entre los monumentos del Monte Auburn.

—Dulcísima Eva, tu sol nos ha abandonado, y todo el mundo está desapareciendo de nuestra vista —observa Adán mientras cogido de la mano de ella contemplan ese hermoso objeto—. Vamos a dormir, como duerme esta hermosa figurita. Sólo nuestro Padre sabe cuáles de las cosas exteriores que hemos poseído hoy nos serán arrebatadas para siempre. Pero aunque nuestra vida terrenal nos abandonara con la luz que se va, no podemos dudar de que otra mañana nos encontrará en algún otro lugar bajo la sonrisa de Dios. Siento que ha decidido que no se reanude el beneficio de la existencia.

—Y no importará dónde existamos —contesta Eva—. Pues siempre estaremos juntos.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: Los nuevos Adán y Eva (The New Adam and Eve), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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