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«Diplomacia»: Lafcadio Hearn.


«Diplomacia»: Lafcadio Hearn.




Diplomacia (Diplomacy) es un relato del escritor irlandés Lafcadio Hearn (1850-1904), publicado en la antología de 1903: Kwaidan (Kwaidan).

Diplomacia es considerado por la crítica como uno de los cuentos de Lafcadio Hearn más importantes.





Diplomacia.
Diplomacy, Lafcadio Hearn (1850-1904)

Según las órdenes, la ejecución debía llevarse a cabo en el jardín del yashiki. De modo que condujeron al hombre al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por una hilera de tobiishi, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.

Súbitamente gritó el condenado :

-Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia... y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto...

Si se mata a una persona cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte. El samurai no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura :

-Te dejaremos asustarnos tanto como gustes... después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado ?
-Por supuesto que sí -respondió el hombre.
-Muy bien -dijo el samurai, desnudando la espada-; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera. Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos... ¿Tratarás de morder la piedra ?
-¡La morderé! -gritó enfurecido el hombre-. ¡La morderé! ¡La morde...!

Hubo un destello, un silbido y un ruido sordo: el cuerpo se inclinó hacia los sacos de arroz, mientras dos chorros de sangre brotaban del cuello mutilado... y la cabeza rodó por la arena. Rodó con pesadez hacia la piedra: entonces, con un salto imprevisto, aferró el borde de la piedra entre los dientes, la mordió con desesperación, y cayó inerte.

Nadie habló ; pero los sirvientes contemplaron horrorizados a su amo. Éste no pareció perder la calma. Se limitó a alcanzarle la espada al servidor más próximo, quien, con un cazo de madera, echó agua de un extremo a otro de la hoja y luego refregó el acero cuidadosamente, con hojas de fino papel... Y así culminó la parte ceremonial de este incidente.

Durante varios meses, todos los servidores del samurai vivieron incesantemente atemorizados por la eventual aparición del espectro. Nadie dudaba de que la prometida venganza iba a cumplirse; y el constante terror que los agobiaba les hacía ver y oír muchas cosas inexistentes. El rumor del viento entre los bambúes, las sombras que se agitaban en el jardín, cualquier cosa bastaba para asustarlos. Al fin llegaron a un acuerdo y decidieron solicitarle al amo que se realizara una ceremonia Ségaki en honor del vengativo espíritu.

-Es absolutamente innecesario -dijo el samurai, cuando el jefe de sus servidores hubo expresado tal deseo-. Entiendo que la voluntad de un hombre a punto de morir puede ser causa de temor. Pero no hay nada que temer en este caso.

El servidor contempló al amo con ojos implorantes, pero vaciló en indagar la razón de esta asombrosa confidencia.

-Oh, la razón es muy simple -declaró el samurai, quien adivinó la duda que había suscitado-. Sólo la última intención de ese hombre pudo ser peligrosa; y cuando yo lo desafié a ofrecerme una evidencia, distraje su mente del anhelo de venganza. Murió concentrándose en el propósito de morder la piedra; y pudo llevar a cabo ese propósito, en efecto, pero ningún otro. Olvidad el resto... no hay razón alguna para inquietarse.

Y, de hecho, el muerto jamás acudió a perturbarlos.

Lafcadio Hearn (1850-1904)




Relatos de Lafcadio Hearn. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Lafcadio Hearn: Diplomacia (Diplomacy) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Dompareli Bocanegra»: Agustin Pérez Zaragoza.


«Dompareli Bocanegra»: Agustin Pérez Zaragoza.




Dompareli Bocanegra (Dompareli Bocanegra) es un relato gótico del escritor español Agustin Pérez Zaragoza (1800- ¿?), publicado en la antología de 1831: Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas.

Dompareli Bocanegra, uno de los cuentos de Agustín Pérez Zaragoza más renombrados, relata la historia de un bandido que realiza un pacto con el demonio, ambos, bastante alejados de los estereotipos.




Dompareli Bocanegra.
Dompareli Bocanegra, Agustin Pérez Zaragoza (1800- ¿?)

Hay crímenes que la ira de Dios no perdona jamás,
porque nunca el criminal quiere arrepentirse.

Dios hizo la noche y los astros para elevar el alma, fomentar el genio y mantener en el corazón del hombre el amor de la sublime sabiduría; pero el hombre, audaz contra sus designios, destruye el orden que había establecido y corrompe los beneficios de la naturaleza. De este velo sagrado de admiración y de respeto, tendido sobre las maravillas del universo para inspirar la virtud, se hace el hombre un abrigo profano que le anima al crimen. Los malhechores ocultan durante el día sus monstruosas cabezas. El ladrón, el asesino duermen en el fondo de su cavernas, de sus grutas tenebrosas, hasta que desciende la sombra de la noche: entonces velan unidos y se lanzan juntos sobre las huellas de su presa, entonces los astros espantados los ven marchar con la frente serena en las tinieblas y redoblar el horror de la noche con el de sus atrocidades. El avaro, escondiendo su tesoro, es espiado por el ladrón que le desentierra, y mañana el desgraciado se levantará en la indigencia. Las horrendas maquinaciones y las tramas infernales salen de la oscuridad de las cavernas; ella sola es la confidenta de sus perversos designios. Preparando lejos de la luz el desorden y la devastación, meditan los atentados que deben conmover los reinos, atentar contra la fortuna y la vida del ciudadano pacífico, y afligir a las familias con homicidios y robos. He aquí también el momento en que los agentes del crimen, maldiciendo hasta la claridad, importuna para ellos, del opaco planeta nocturno, se abandonan con furor a sus últimos excesos y muy frecuentemente derraman la sangre humana. A estas mismas horas... (¿Lo diré o habré de callarlo? ¡Ah! ¿Por qué el rayo divino no extermina de la tierra a tales monstruos?). A estas mismas horas el infame adúltero entra con seguridad en el tálamo nupcial de su amigo, cuya indigna esposa medita en el silencio el uso del tósigo, y se ríe así neciamente de Dios y de los hombres... De este modo los mortales insensatos, siempre en contradicción con el Criador y consigo mismos, sin temor y sin pudor, presentan sus crímenes desnudos a los ojos castos del cielo, mientras ellos se inmutan y estremecen a la vista de sus jueces. Los astros de la noche, ¿han sido formados para favorecer al malvado? ¿Su claridad confusa ha sido mezclada acaso con las tinieblas para guiar el puñal asesino?...

Estas reflexiones, tan tristes a la humanidad, me han conducido naturalmente a escribir las aventuras maravillosas y los prestigios incomprensibles del famoso Dompareli, llamado Bocanegra, uno de los más célebres ladrones que han infestado las provincias de la Lombardía bajo el reinado de los duques de Milán, y que muy frecuentemente se valió de la oscuridad de la noche para cometer sus horrorosos atentados. Dompareli, llamado por apodo popular Bocanegra, había nacido en Cremona de una familia honrada, pero oscura; estudió en Milán, y, aunque desplegó un talento singular y un genio brillante y precoz, se descubrió en él un germen de inclinaciones muy funestas. Su semblante, aunque aparentemente agradable, descubría ciertos rasgos en el juego de su fisonomía que demostraba la perversidad de su alma; y si efectivamente, según el profundo sistema del doctor Gall la naturaleza nos da los órganos de buenas o malas inclinaciones, no hay duda en que Dompareli tenía ciertamente desde su más tierna infancia las marcas de su criminal vocación.

Tomaremos la historia de nuestro héroe desde que concluyó sus estudios, época en que ya sus fuerzas físicas y su carácter malhechor, aun en sus primeros lustros, anunciaban deberle hacer correr una carrera monstruosa. Si su placer favorito era el de entregarse al estudio de los antiguos y de envidiar hasta la suerte de Alejandro el grande, por otra parte, una disposición supersticiosa le había conducido a profundizar con ardor todos los secretos de la física instrumental del galvanismo práctico, así como de todas las ilusiones que empleaban los oráculos del Egipto, de la Grecia y de Roma, para fascinar los ojos del vulgo y adquirir una fama en el pueblo de un ser prodigioso y superior. Todos los misterios ridículos le eran familiares; y uniendo a estos conocimientos abstractos los de las matemáticas universales de Arquímedes de su espejo combustible y de sus fuegos griegos (mixtos incendiarios), Dompareli poseía bastante ciencia para fascinar y sorprender en aquellos tiempos la imaginación de un pueblo tan crédulo como el de Italia. Poseído de esta manera de toda la ciencia cabalística, sabiendo toda la gringuería del libro mágico y demás aparentes invenciones, se cerró una noche en su cuarto y tomó consejo de su destino en estos términos:

«De dos toneles continuamente abiertos derrama Júpiter, según la fábula, a ríos sobre los humanos el influjo del bien y del mal; y el mundo (decía entre sí en sus sofismas) es un teatro frívolo, en que el hombre sencillo y bueno viene a ser la víctima del más fuerte y del más astuto. De estos dos papeles tan opuestos que el hombre tiene que hacer, ¿tomaré yo el del tonto?... No: mi talento y mi valor se oponen. Mi fortuna, pues, está en mis manos, si acierto a emplear con destreza los medios que la naturaleza me ha prodigado. Yo no veo (continuó en su culpable soliloquio) que deba balancear un momento. Gengis-Kan, Tamerlán, el charlatán Mahoma, ¿no me trazan el camino de la gloria? Del exceso de mi audacia resultará el exceso de mi fama... Ven, pues, fantasma protector, poderoso genio del mal, y guía en su carrera a uno de tus más ardientes prosélitos.»

A esta invocación infernal, una nube negra bajó al cuarto de Dompareli, y ved que, de repente, cubriéndose todo de un crespón fúnebre, se presenta una divinidad encantadora, la Seducción, rodeada de flores, regalando el olfato con sus esencias; y enlazados en su seno los anillos de una serpiente de conchas brillantes, le dirige este discurso: «Hombre digno de tus altos destinos, yo te confiero el poder de agradar y seducir, y a este don precioso te aumentaré el de engañar: ninguna mujer en adelante podrá resistirse al encanto de tu voz y de tus miradas siempre victoriosas; y favoreciendo el amor tus empresas, no tendrás más necesidad que de presentarte para ver en tus brazos amorosos a las Lucrecias más esquivas.» A este discurso seductor sucedieron los mil prestigios bellos que nacieron bajo la varita irresistible de la Seducción. Vapores deliciosos y embriagantes embalsamaron el aire con sus nubes odoríficas, y este encanto se desvaneció después insensiblemente en el seno de la más agradable magia. Luego que fue disipada esta especie de sueño, y que no quedó en el aposento de Dompareli más que el olor de la presencia de la Seducción, dirigió sus miradas con admiración a todas partes, y vio sobre un mueble filtros, tósigos, bebidas embriagantes y brebajes narcóticos encerrados herméticamente en frascos de diferentes colores. «Con estas nuevas armas, dice Dompareli lleno de contento, podré correr en pos de las princesas.» Aún no se había terminado su agradable sorpresa por tan precioso descubrimiento cuando, volviendo la vista a su mesa, vio en ella un hermoso gato negro, que tenía al cuello una chapa de bronce con estas palabras: Quemarme y recoger mis cenizas será para Dompareli el mismo anillo de Giges. Nadie ignora que este anillo tenía la propiedad de hacer invisible al pastor griego que se le puso para robar los ganados de su Rey. Dompareli sentía ejecutar esta orden cruel con un animal tan hermoso, que le parecía allí como una poderosa hechicera; pero tales eran las órdenes del libro mágico infernal, que era preciso ejecutarlas con la más respetuosa puntualidad. Nuestro impío, pues, quemó el soberbio gato negro, recogió las cenizas en una redoma de cristal de roca y, según las instrucciones proféticas que había ya recibido en otras apariciones nocturnas, puso sobre su corazón aquella redoma diabólica y, colocándose delante de un espejo, se convenció con admiración y alegría de que ya era invisible. Esta inclinación criminal a las divinidades malhechoras del género humano tenía que revestirse aún de algunas otras ceremonias para ser protegida de los silfos de Asmodeo, príncipe de los demonios, protector del crimen y dios tutelar de los malvados. Dompareli, pues, recogió en un cráneo algunas gotas de sangre, y, sobre un fragmento de piel humana, arrancada de las horcas que tenían cadáveres de ajusticiados, firmó un juramento espantoso de no incensar a otra divinidad ni hincar su rodilla ante otros altares que los de las potencias infernales; después, poniéndose a pronunciar en alta voz las más execrables imprecaciones, concluyó su pacto horrible con Satanás y acabó de sofocar en su culpable corazón las débiles semillas de virtud que la naturaleza le había acordado.

Al hacer este horroroso juramento, se llenó el aire de nuevo de vapores bituminosos, de sombras ensangrentadas que parecían, en su paso fugitivo, querer evitar los golpes de un puñal asesino; los estallidos del rayo se mezclaron con este horrible espectáculo, y el prestigio no se disipó aún, sino dejando en el aire un puñal magnífico guarnecido de pedrería, suspendido del techo por un simple cabello...

Al ver este brillante acero, tan ricamente adornado de diamantes, se acercó Dompareli estremeciéndose de placer y de alegría. Sobre la hoja de este puñal se hallaban grabadas en letras de sangre estas palabras: Al homicida. «Yo soy quien debe llevarle, (exclamó de nuevo en un exceso de su frenesí). Si algún hombre ha de apoderarse del centro del crimen, ¿no es Dompareli quien debe adornar con él sus manos encantadas por la Seducción? ... » El crimen tiene su heroísmo, su fanatismo; y la demencia furiosa de este malvado, entregado ya a los infiernos, había llegado hasta el más alto grado de exaltación.

Sin embargo, un respeto, una especie de terror contenía a nuestro héroe: el puñal estaba suspendido por un cabello, y el romperle sin un consentimiento expreso le parecía un sacrilegio contra el genio del mal. Consulta, pues, a su libro infernal para saber las intenciones de sus silfos protectores, y en la página del parricidio lee estas palabras: «Así como la espada de Damocles estaba colgando de un hilo para indicar los peligros del trono, del mismo modo Dompareli, nuestro querido hijo adoptivo, tienen los delitos sus gloriosos peligros; y debes saber que la seguridad de un asesino no depende más que de un cabello. Valor, pero prudencia.»

Dompareli, con este nuevo beneficio alegórico, dio gracias a todos los dioses del Averno y, saltando el cabello emblemático, guardó en su pecho como un tesoro el principal instrumento de sus crímenes. Nada le faltaba ya para asolar la tierra, afligir a la humanidad y declarar una guerra a muerte al genio del bien: medios de seducir con tres copas encantadas, poder para hacerse invisible con la redoma mágica; y más poderoso, más terrible que estos talismanes homicidas: un acero parricida que la fuerza y la astucia van a sumergir alternativamente en el corazón del hombre de bien o en el pecho de una joven inocente... Una sola reflexión dolorosa era la que acibaraba el contento de este monstruo; pues, a pesar de lo bárbaro que era, temía el porvenir la idea de sus remordimientos, el freno de una conciencia importuna, cuya voz acusadora temía continuamente, tenía ya a su espíritu en agitación, pues parecía tener anticipadamente un gusano roedor asido de sus entrañas, como el buitre de Prometeo, para no dejarle ningún reposo en medio de sus mayores triunfos. Acordándose del parricida Orestes y de las serpientes de Alecto y de Tisífona marchaba ya con un paso tímido en la carrera del crimen cuando, acordándose de los beneficios de Asmodeo, le suplicó en una nueva invocación le librase del yugo de los remordimientos. A esta súplica, una voz sepulcral le dio esta horrorosa respuesta:

«El remordimiento es superior a todos los poderes infernales, y en esto es en lo que triunfa siempre el genio del bien en el corazón del criminal ... »

No dejó de aterrar y contristar algo a Dompareli esta declaración fulminante; pero sofocando al instante este grito interior y continuo que debía siempre resonar en sus oídos en medio de sus mayores victorias, se resolvió a marchar al crimen y no seguir más que sus destinos homicidas. Recogió, pues, en una caja de oro sus preciosos caduceos y, divorciándose con las leyes (¿qué digo con las leyes?, con la naturaleza entera), se internó a favor de las sombras de la noche en los montes de Ferrara, y ganó los célebres Apeninos, enteramente infestados de bandas de asesinos. Dompareli, así como un joven héroe se abrasa por derramar en la guerra la primera sangre de su valor, estaba impaciente por ensayar la punta de su puñal. «¿Qué pecho (tiene la audacia de decir) tendrá el honor de ser el primero que tiña esta hoja temible, este acero invencible consagrado por el mismo Lucifer, y del que toda la Italia conservará una eterna memoria?... ¿Qué víctima expirará a mi primer golpe?»

No tardó en servir a sus infames proyectos una ocasión desgraciada, pues un caballero toscano, señor conde de Silos, volvía de su campaña y se dirigía a Florencia. Atacarle, coserle a puñaladas con toda su comitiva, apoderarse de su equipaje, ponerse sus vestidos y sus cruces, usurpar sus títulos, y mandar a algunos de sus cómplices subalternos, que había reunido cerca de una caverna de estas famosas montañas, que tomasen también las libreas de los lacayos asesinados y precipitasen todos aquellos cuerpos ensangrentados en un foso profundo: todo fue para nuestro héroe cosa de un momento. Este desembarazo en obrar, este tono de superioridad, que justificaban plenamente su espíritu activo y su singular audacia, impusieron a estos malhechores de segundo orden en tales términos, que todos se sometieron con un cierto sentimiento de admiración a las órdenes de Dompareli y abandonaron de común acuerdo el servicio de otro jefe famoso llamado Barocal, que no había dejado de granjearse una reputación bastante grande en varias provincias. Dompareli, con un aire de desprecio y compasión, hizo que le informasen de las circunstancias de ese Barocal y, llevado de una secreta envidia de un rival que le incomodaba por su celebridad, se informó del paraje donde tenía su caverna este audaz personaje. Frantzefi, uno de los más inteligentes de la banda, se ofreció a conducirle cerca de su guarida; pero le advierte que el ataque será muy peligroso, porque Barocal cuenta sesenta muertes por igual número de sortijas que lleva ensartadas, como un rosario, al pecho. «La Calabria, los mares de Túnez, añadió, no tienen un facineroso de más fama; y en vano han intentado exterminarle las tropas de línea, pues nunca han podido librar a los pueblos de esta plaga.» Dompareli no hizo más que reírse al oír estos elogios indiscretos y, disponiendo su tropa después de haber confiado sus equipajes a Frantzeli, marcha en dirección a la caverna de Barocal, como un genio poderoso que se burla de los esfuerzos de los débiles humanos. El encuentro fue obstinado, mas Dompareli fue el vencedor; y, después de haber degollado a cuantos halló en la caverna de Barocal, envió al senado de Milán la cabeza de este ilustre facineroso en un cofre lleno de oro con otras riquezas inmensas tomadas a los vencidos, todo en nombre del conde de Silos. Después, dirigiéndose sobre Módena, habiendo ya dado antes sus instrucciones a la canalla que componía su banda y comitiva, resolvió divertirse un poco de tiempo con el florido elemento de la galantería, y hacer también algunas víctimas de amor mientras se le presentaban acciones más gloriosas.

Veamos el uso que va a hacer de los irresistibles talismanes que la diosa de la Seducción le había dado, y cómo el bello sexo va a pagar con su reputación el falso amor de un monstruo que no abriga más ternura que su lenguaje seductor, mientras que en el fondo de su alma renegrida el crimen estará acechando su presa bajo la máscara de la perfidia.

Apenas llegó a Módena, tomó una casa magnífica en la calle de Lodi y la adornó con el gusto más delicado y costoso. Los personajes de la primera clase fueron al momento a visitarle y le felicitaron de haber destruido con tanto valor al más perjudicial de los malvados de la Toscana. Todos desearon ver también las cartas lisonjeras que con este motivo había recibido del senado de Milán con la gran cruz de la orden de Lombardía, cuyo Príncipe le permitía llevar la condecoración en memoria de este gran servicio que había hecho a la patria. Al principio dio grandes bailes de máscaras, cenas espléndidas y fiestas de todas clases, con lo que el falso Conde, prodigando el oro, se adquiría más y más entre las damas esta fama brillante que proporciona en la carrera de la galantería los más rápidos progresos.

¡Ah!, ¡qué suceso! Si la imprudencia y la veleidad natural en las mujeres facilitan frecuentemente el camino cuando se trata de especulaciones de amor, y particularmente de su amor propio (que es acaso el principal resorte de todos los enamorados), ¿por esta debilidad merecerán estas desgraciadas pagar con su vida un momento de falsa satisfacción?... Porque muchas jóvenes, las más hermosas y principales de Módena, habían desaparecido ya sin saber cómo; y principalmente en medio de la confusión de ciertos bailes de máscaras que había dado Dompareli, tres hijas de marqueses y cinco baronesas o condesas hermosas habían sido arrebatadas con una temeridad prodigiosa, sin que las investigaciones más rigurosas de la policía hubiesen podido descubrir la menor noticia ni indicio de unos raptos tan audaces. Frantzeli, el ayuda de cámara, o más bien el cómplice, confidente principal de todos estos atentados, favorecía tales raptos; y luego que hicieron algunos sin ser al pronto notados, ejecutó la astucia de hacer disfrazar de mujer a uno de los ladrones de su banda, y, presentándose otros tres enmascarados, fingiendo arrebatar a esta misma del baile, le colocaron en la grupa de sus caballos y desaparecieron en la espesura del monte inmediato. Con estas estratagemas fue como engañó al público y a la justicia, que no pudieron formar la menor sospecha sobre la integridad de su corazón; pero el hecho es que el monstruo, el horroroso Dompareli adornaba (ésta era su expresión) su templo de Apolo con estas sombras ensangrentadas, que llamaba por irrisión sus Musas; y para completar su divina Galería no le faltaba más que la sabia Urania, y ésta era la joven condesa de Cardini, que debía ser víctima de los más crueles lazos para concluir la colección de cuadros de su sanguinario museo.

Sin duda el lector experimenta la más viva curiosidad de saber a qué se reducía esta Tebaida, este harén sepulcral en el que Dompareli colocaba, después de haberlas degollado, a las desgraciadas jóvenes que caían en sus lazos..., y vamos a explicarlo.

Debajo de las bóvedas de su palacio había una caverna impenetrable a los rayos del sol. Dompareli la adornó por sí solo, sin más ayuda que la de su confidente, con lo más exquisito que pudo hallar en muebles y en magnificencia de toda especie, con baños y arcos emparrados deliciosos, y una cama exquisita vestida con la mayor elegancia y llena de perfumes y de flores; y habiendo mandado hacer en una de las piezas un escotillón a torno, llamaba hacia allí disimuladamente la víctima, y, como en un columpio insensible, se hallaba descendida en medio de un aposentillo encantador iluminado de magníficas arañas y millares de bujías. Los gritos, la resistencia, las súplicas, los lamentos eran inútiles: era preciso sucumbir bajo el yugo de una mano de fierro. ¡Que una mujer de honor, unas vírgenes viniesen a ser la presa infeliz de un infame corruptor y que, desvanecida la ilusión de la novedad, bañasen con su sangre los placeres homicidas de este monstruo-... «Los muertos no se vengan, decía Dompareli en sus máximas atroces: su silencio es eterno y no deja temer ninguna revelación.»

Su atroz placer consistía en meter a sus infelices víctimas en un baño de leche, y con una mortal puñalada hacer salir entre aquella blancura fuentes de púrpura y de sangre... La naturaleza se estremece con semejantes monstruosidades, y sólo el infierno, que había fijado su residencia en el corazón de este malvado, podía inventar semejante barbaridad.

Ya estaba en el octavo sacrificio: ya, digo, ocho baños homicidas, o más bien ocho féretros ensangrentados, colocados en anfiteatro medio circular, hacían de este piscina una mansión de horror y de espanto, causando el llanto y desesperación de las familias de Módena, ¡a quienes había privado este infame de unas personas tan queridas!!!... Sin embargo de tantos asesinatos, aún quería completar la corte de Apolo; y sus miras ambiciosas se dirigían a apoderarse de la hermosa condesa de Cardini, de la que ya hemos hablado. La empresa era difícil, pues la Condesa, aunque joven, viuda y privada de luces y de consejos de su esposo, estaba dotada de una profunda penetración. La dulzura aparente de Dompareli, su talento, sus fingidos sentimientos y la prontitud indiscreta de su pasión, en lugar de interesarla, no habían hecho más que alarmar su virtud; y las señales del crimen, que ella había creído entrever bajo los esfuerzos de la seducción, habían acabado de alarmar su espíritu ya prevenido. En vano Dompareli puso en contribución todas las galanterías imaginables, como fiestas brillantes, comidas espléndidas para hacerla llegar al sitio donde estaban sus traidores lazos. La Condesa tenía un presentimiento muy profundo de alguna catástrofe oculta en las sombras de un horroroso porvenir, para dejarse llevar con confianza de los acontecimientos; y cuando recibió las visitas de Dompareli, fue siempre teniendo el cuidado de armar a sus criados y de mandarlos estar ocultos en los gabinetes inmediatos. Todos los recursos de Dompareli habían sido inútiles: no había podido usar de la copa de la seducción, todos sus talismanes se habían estrellado y, últimamente, sus encantos, sus soporíficos sus bebidas hallan por primera vez sus obstáculos. Afligido de su impotente astucia, se quejó con respeto a sus divinidades tutelares y, prosternándose ante su libro infernal, con el puñal desnudo en la mano, les suplicó le dijesen si había faltado algún misterio augusto en su culto. A estas nuevas invocaciones se cubrió su cuarto al momento de fuego y de nubes negras: no se oyó ninguna protectora, pero, entre los patíbulos y espectros que se presentaron a su vista, Dompareli vio a la implacable Themis con su balanza en la mano, acompañada de Isis, su fiel conductora, que pasaba con aire amenazador, dejando caer en el suelo esta terrible sentencia: No hay perdón para el crimen inexpiado.

Desde este momento fatal se turbó su espíritu, lleno de terror, y se establecieron en su imaginación para siempre un tribunal, un Juez severo y un acusador, destrozando su corazón continuamente sus vanos remordimientos. Su mismo palacio le espantaba ya, y cada vez que marchaba sobre las trampas asesinas que conducían a la horrorosa mansión de las ocho inocentes víctimas, que él llamaba sus ocho Musas, le parecía que las Euménides, en igual número, le perseguían con látigos de culebras vivas. Muy frecuentemente se acongojaba entregándose a ideas mortales; el sudor del crimen cubría su cuerpo, temblando al pensar el fin desastrado que le esperaba; sus cabellos se erizaban, todas sus entrañas palpitaban de miedo, y su corazón, devorado por los remordimientos, sucumbía en este estado de angustias infernales.. .

En vano Frantzeli le anima, admirándose de sus pueriles pusilanimidades. Dompareli, viéndose abandonado del genio del mal, se cree perdido, y no sigue ya al crimen en adelante sino como tímido criminal. Su presentimiento de los peligros inmensos que corría era bien fundado, y el cielo no tardó en disparar sobre sus manos homicidas el rayo vengador.

El verdadero conde de Silos, a quien Dompareli había hecho arrojar en un profundo precipicio de los Apeninos, persuadido de que no podría sobrevivir a los golpes redoblados de su infernal puñal, había vuelto a abrir sus párpados después de una larga efusión de sangre, que había corrido por veinte heridas; pero ninguna, sin embargo, era mortal, y, esforzándose a recuperar su espíritu desfallecido en el abismo en que se hallaba sumergido sobre los cuerpos ensangrentados fríos de sus criados, usa de las pocas fuerzas que le quedaban y, ayudándose a beneficio de algunos arbustos y de las puntas de aquellas escarpadas rocas, logra salir del precipicio y llegar arrastrando al camino de las montañas. Algunos aldeanos le vieron, se acercaron a él, cubrieron de ropa su desnudez y, colocándole sobre una camilla que fueron a buscar sin dilación a la aldea inmediata, le condujeron en este estado a la ciudad de Florencia, donde tenía a todos asombrados su repentina desaparición.

La fábula del impostor que había usurpado su nombre y sus títulos en Módena era igualmente el objeto de todas las conversaciones: la vuelta del Conde asesinado destruía todas las historias forjadas sobre las imposturas de Dompareli.

El verdadero conde de Silos estaba demasiado delicado para poder recibir las noticias que tanto le interesaban de estas ocurrencias. Conducido a su palacio, sólo los médicos tuvieron derecho a acercarse a él, y por mucho tiempo no trataron sino de ver si podían curarle perfectamente; y hasta pasados más de dos meses de medicamentos y cuidados, no le informaron de que un falsario se había revestido en Módena de todas sus cualidades, y que había llegado su audacia hasta el extremo de fingir la destrucción del bandido más cruel de la Toscana, tomando, para mejor fascinar, el nombre del conde de Silos: instruyéronle también de las recompensas que su impostor había recibido del Príncipe, y de cuanto decían los papeles públicos sobre este punto. El conde de Silos, al oír un caso tan extraordinario, y reuniendo todas las circunstancias, no duda sea su mismo asesino el que ha tenido la audacia de tomar su nombre. «La conformidad de su edad y aire con el mío le habrán favorecido, decía, para ejecutar tan execrable invención.» Le consume la impaciencia por presentarse a los magistrados de Módena para descubrirles tan criminal impostura. Todos sus amigos aprueban y favorecen sus intenciones, pero le advierten solamente que con un hombre de esta índole era preciso obrar con tanta precaución como destreza.

En este estado de cosas, el genio del bien, justamente irritado de los sucesos de su mortal antagonista, obraba sordamente para recuperar los derechos que los criminales usurpan algunas veces momentáneamente, pero que no destruyen jamás. Afligido de las numerosas calamidades ocasionadas por el crimen, este divino genio, cuyos altares jamás debieran abandonar los hombres, había llamado en su ayuda a su celeste hermana la Virtud y a Themis, su poderosa protectora sobre la tierra, a fin de terminar la carrera sanguinaria del más audaz y feroz de todos los malvados. De sus divinas conferencias había resultado el volver a la vida casi milagrosamente el Conde, la impotencia de los talismanes de la Seducción, y los remordimientos que día y noche destrozaban el corazón de nuestro héroe hasta el extremo de desfallecer y perder el valor.

Los hombres que creen la mayor parte del tiempo obrar sólo por su natural impulso, no son sino las máquinas ciegas de los genios invisibles que influyen en sus buenas o malas acciones; a ellos toca, pues, seguir las inspiraciones de esta divina conciencia en la que Dios ha hecho brillar más las luces de la razón y de la virtud, y no dejarse cegar por la magia falaz del genio del mal. Pero dejemos estas alegorías y veamos cuál fue la conducta y fin de Dompareli.

El conde de Silos, según su designio, se había marchado secretamente a Módena con una buena escolta y había reconocido perfectamente a su asesino en el teatro; y habiendo hecho una declaración circunstanciada ante el magistrado superior de su asesinato en los Apeninos, esperaba en el silencio hacía ya algunos días que la justicia hubiese instruido el proceso para apoderarse de Dompareli y sus cómplices, evitando lo más que fuese posible la efusión de sangre tan preciosa como la de la tropa que fuese encargada de esta peligrosa comisión. En fin, después de muchas juntas secretas, se decidió conferir al valor y talento de la condesa de Cardini el encargo de contribuir al arresto de tan intrépido malhechor.

La condesa, pues, de Cardini empezó a disimular poco a poco aquel aire de rigor y de severidad imponente que hasta entonces había mostrado a Dompareli en sus visitas: sus bellos ojos, medio rendidos, le dieron a entender que estaba próxima ya la hora de su triunfo; y llegando nuestro héroe a ser más exigente que nunca, la dio motivo a convenir en una cita a las doce de la noche, momento de silencio y de oscuridad favorable a los amores, y que permitiría la presencia de un amante feliz, sin temor de ser comprometida por las sospechas de los criados. Este momento terrible que debía vengar para siempre al genio del bien en la persona de uno de sus más crueles enemigos, y, para Dompareli, este momento deseado en que sus ojos sanguinarios deben gloriarse viendo nadar en su sangre a la más hermosa de las mujeres, ¡es ya llegado!!!... ¡Qué de reflexiones!, ¡qué de satisfacciones! Este último atentado no sólo lisonjeaba sus secretas intenciones, a pesar de la actividad de sus remordimientos, sino que le daba a conocer el grado de poder de sus caduceos, y le enseñaba los límites que debe guardar en el uso del poder que le fue concedido por el pacto con los infiernos. Se apresura para asistir puntualmente a la cita y, con el favor de una linterna o farol de ronda, atraviesa un largo vestíbulo que conduce al gabinete de la Condesa y, tentando una mano suave que agarra la suya y le guía con un aire misterioso al través de la oscuridad, avanza a paso lento y silencioso hasta que, al fin, desapareciendo la persona que le guía, se halla junto a un sofá color de rosa, sobre el cual estaba descansando nuestra hermosa heroína, vestida de una túnica bordada de oro y perlas finas.

Es preciso, para la apología de ciertas circunstancias ulteriores, decir que este sofá estaba muy elevado sobre una tarima en escalinata artística, pero muy escasamente alumbrado por unas luces medio muertas cubiertas de una triple gasa, que no dejaba penetrar sobre todos los objetos sino unos rayos de claridad pálida e incierta; estaba resguardado, a más de esto, por una galería semicircular que le rodeaba, compuesta de adornos de ramas y flores, mirtos y pámpanos, que no permitían acercarse enteramente a la condesa de Cardini. (En el discurso de esta historia se conocerá mejor el motivo de estas precauciones misteriosas.) Dompareli, al ver este objeto encantador, con tantos atractivos como ofrecía a una vista codiciosa su hermoso traje y una garganta que avergonzaba al alabastro, se dejó arrastrar al primer impulso de los efectos de una poderosa seducción; pero, recordándose bien pronto de la ferocidad de sus primeros progresos, y particularmente de lo que debía al honor de sus juramentos infernales, sofocó en su alma todo sentimiento de amor y de ternura, para no dejarse dominar, como otro Otelo, sino de la sed de sangre y del amor al asesinato. Así, pues, lejos de pensar, según sus horrorosas doctrinas, como un amante vulgar, en respirar los suspiros del amor a la presencia del objeto deseado, no trató más, como audaz malhechor lanzado a la carrera de los grandes crímenes, que de inmortalizarse por el atentado más extraño que un mortal puede cometer. En este instante la Condesa, extendiendo el brazo por el efecto de un resorte diestramente dispuesto para ofrecerle un anillo de brillantes y una rosa deshojada: «Sean estos emblemas, le dice, las señales de nuestro eterno amor.»

Esta rosa estaba empapada de un licor narcótico que al momento conoció nuestro héroe; pues que si el genio del mal, que era su dios protector, tenía mal suceso en sus iniquidades algunas veces, todo lo que era del simple resorte de la sutileza y de la seducción no tenía ningún poder sobre Dompareli, que se hallaba siempre provisto de su puñal y de sus caduceos. Así, pues, al concebir la idea sólo de que la Condesa pretendía engañarle y embriagar sus sentidos con tan pérfidos designios, furioso, sin acusación, sin examen, se lanza como un tigre, rompe la barrera de las flores, saca su abrillantado puñal y le sumerge una y más veces en el tierno pecho de la Condesa, cubriéndose en un instante de salpicaduras de la sangre que brota por sus heridas... En su ciego furor no advierte la poca resistencia que encuentra el puñal, ni la impasibilidad de la figura de la Condesa, que había bárbaramente cosido a puñaladas y que, sin embargo, no había mudado de semblante, a pesar de los golpes mortales con que había sido acribillado su cuerpo. Pero, ¡cuál fue su admiración cuando, llegando a examinar el personaje que la oscuridad le había impedido ver bien, se convenció de que había herido a una mujer de cera, imagen perfecta de la condesa de Cardini, por la que ella misma había respondido estando oculta detrás de un espejo sin estaño, cubierto de seda y débilmente iluminado por unas luces opacas, colocadas cautelosamente a gran distancia... A más de esto, todo, con respecto a este personaje ficticio, completaba la ilusión; y para hacerla aún más fuerte, el seno de esta figura de cera ocultaba una vejiga llena de sangre de algún animal, con lo que nuestro héroe había sido más fácilmente engañado, causándole aquella creída muerte un horror que nunca le había tenido igual.

Después de completado el suceso de esta ingeniosa sustitución, empezó la Condesa a dar gritos de triunfo, haciendo la señal al mismo tiempo a la justicia y tropa, que se hallaban prevenidos en las piezas inmediatas, para que simultáneamente cayesen sobre Dompareli.

El peligro de nuestro héroe era sin duda tan inminente que nunca conoció hasta entonces la sorpresa en su espíritu, pues se quedó como un mármol al principio. ¿Cómo desembarazarse de veinte hombres que con las espadas y las pistolas, y el vengativo conde de Silos a la cabeza, echaban fuego por sus ojos y amenazaban su vida, sin recurso ya para no perecer?... Mas Dompareli, convencido de que sólo en su valor está su seguridad, se lanza sin detenerse, como el demonio que le inspiraba, sobre sus enemigos, repartiendo puñaladas por todas partes; mata a muchos y, después, echa en medio de los demás una caja preparada que estalla y los deja a todos en la más profunda oscuridad, apagando todas las luces; y a beneficio de otros encantos de su magia blanca logra escaparse del palacio de la Condesa, dejando allí a sus enemigos en la más estúpida admiración.

Llega a su casa y refiere a Frantzeli los peligros que ha corrido: no había un momento que perder, y, entre los consejos que Lucifer da a los criminales, el principal es la mayor actividad en sus expediciones. Dompareli, pues, mandó ensillar los caballos y, después de haber cargado en maletas sus más preciosos tesoros, partió a gran galope con su banda de pícaros.

Aquí es donde Themis gime de la impotencia de sus tentativas, y el infierno se sonríe y redobla sus esfuerzos para hacer valer su poder. Dompareli triunfaba, y, ya insensible a la voz de los remordimientos, da gracias a sus dioses del favor que le dispensan. Después de haberse apoderado con su gente de las gargantas de Cagliari y haberse instalado allí en grutas impenetrables, tuvo un consejo en el que se decretó abrir comunicación con Nápoles; que se harían dueños de un castillo antiguo inmediato, ocupado entonces por un señor octogenario, y que se pondrían sus inmediaciones tan peligrosas que sería necesario el cañón y un sitio regular para tomar la plaza. Dompareli añadió que él se encargaba de encantarle, y terminó su discurso con tanto charlatanismo que sus cómplices quedaron persuadidos de que obedecían a algún genio infernal.

Degollar todo cuanto tuviese vida en el castillo de que acabamos de hablar, arrojar los cadáveres a unos fosos profundos, y rodearle de prestigios, ilusiones y encantos de toda especie, fue la obra de veinte y cuatro horas para nuestro jefe de bandidos. Los primeros meses se pasaron en piraterías, asesinatos atroces, cometidos en viajeros ilustres, embajadores y príncipes que perecían víctimas de tanta audacia; y el terror, así como la credulidad del vulgo, era tal que el pueblo estaba persuadido de que era imposible resistir a los golpes del puñal de brillantes del Mágico de la Banda Negra, que era el nombre que le daban. Dompareli, para fortificar esta creencia fanática, hace poner su puñal brillante colgando de un fanal junto a una de las torrecillas más elevadas del castillo, y una cabeza acabada de cortar igualmente, fijada por los cabellos junto al mismo fanal, de manera que durante la noche inspiraba este espectáculo un mortal espanto a los que tenían la imprudencia de acercarse. Dompareli, el monstruo Dompareli sólo, era capaz de una idea tan atroz. El genio del mal aplaudía los atentados de su favorito y le ponía en el primer rango de los más famosos facinerosos de la Italia. En efecto, nuestro héroe contaba ya setenta asesinatos de su propia mano, cincuenta violaciones y veinte raptos; y, para conservar las pruebas de sus infames acciones, arrancaba a cada una de sus víctimas un ojo y los colocaba en línea sobre una tabla de ébano detrás de la cabecera de su cama, lo que producía un efecto horroroso en su gabinete secreto.

Entre sus acciones espantosas de crueldad, Dompareli, instruido por sus compañeros de Nápoles del viaje de la hermosa Laura para Roma con su joven esposo, coronel de dragones de la Reina, marqués de Giacomeli, se propuso contar otra, echándose sobre tan preciosa presa; y efectivamente le fue fácil robar esta joven beldad en su coche de camino, dejando bañado en su sangre al desgraciado Coronel. Laura, afligida y desesperada al oír las proposiciones de Dompareli, prefería la muerte a cualquiera otra suerte degradante; y por un capricho de la suerte este bárbaro sentía por la primera vez el poder del amor, y fue con ella de un exterior sensible y humano al principio; mas en vano después empleó las súplicas, las amenazas y las promesas. Laura respondía a todos sus discursos: la muerte quiero, y no podía mirar sino con horror al asesino de su esposo, que aún estaba cubierto de su preciosa sangre. No le hubiera sido difícil a Dompareli obtener por la violencia lo que deseaba poseer por un libre consentimiento; pero en esta ocasión sólo hizo efecto en él la idea de la fuerza, de la violencia y de la brutalidad. Laura, respetada, adorada, colocada en un aposento de que ella sola tenía la llave, era dueña absoluta de su conducta y de sus acciones, y no podía menos de admirar en secreto hasta qué punto llegaba a veces el poder del amor, pues que ella acababa de humanizar y sujetar el corazón de uno de los hombres más feroces de la Italia. Era mujer al fin, y, por horroroso que fuese el homenaje, se dirigía a su vanidad, que en su sexo (perdonadme si lo digo) rara vez es despreciado; pero, por otra parte, ¿cómo Laura, poseída de la más ciega pasión por su joven esposo, hubiera podido olvidarle en el amor de su mismo asesino? Esta composición con su honor, con sus sentimientos era imposible. Dompareli, pues, estaba reducido a suspirar sin esperanza; y este monstruo alevoso, que había sumergido el acero homicida en el seno de las mujeres más interesantes, por la primera vez derramaba lágrimas, se prosternaba de rodillas, avergonzaba y hacía rabiar a sus compañeros con tan impropias debilidades.

Mientras que, como nuevo Celadón, suspira junto a la insensible Laura, el marqués de Giacomeli se había restablecido de sus heridas, que parecieron mortales y por ellas se le creía muerto; y después de haber excitado la tibieza del gobierno a vengar de una manera ejemplar los crímenes de Dompareli, después de haberse apoyado sobre todo lo que la fama había publicado sobre los atentados que nuestro jefe de ladrones había cometido en su palacio de Módena con la persona del conde de Silos y otros mil delitos más execrables, marcha hacia el castillo encantado a la cabeza de doscientos hombres de infantería y ciento cincuenta caballos, persuadido de que con estas fuerzas lograría destruir no sólo a Dompareli y toda su banda, sino el castillo de fondo en colmo.

Lo primero que hizo fue asegurar todas las avenidas de esta guarida, colocar sus puestos y asegurarse de que nadie pudiese escapar. Después, en lo más alto de los árboles del monte, hizo poner una bandera en la que se podían leer distintamente estas dos palabras: Amor, esperanza. Este era un anuncio consolador para la desgraciada Laura, que afortunadamente pudo leerlo desde sus ventanas y conocer al momento con la más viva emoción que su valiente esposo estaba inmediato. El Marqués no perdía un instante día y noche por asegurar su victoria, reconquistar el objeto adorado de su amor y arrancarle del poder de un malvado. En esta situación tan alarmante, los facinerosos, reunidos en la sala de sus crímenes al rededor de la silla de Dompareli, al que apretaban las rodillas como su único libertador, le piden sus órdenes, atacados todos de un terror mortal; y al momento Frantzeli, su fiel Frantzeli, abriendo las puertas de la sala con todas las demostraciones de terror, anuncia a su jefe que ya están colocadas las obras contra el castillo, que muchos infantes se acercan al puente levadizo y que otros están formando escalas en el monte inmediato para verificar el asalto... A todas estas demostraciones de inquietud y de temor, Dompareli, pareciendo muy animado y protegido por el espíritu infernal, les habla en estos términos: «Hombres vulgares, ¿podéis imaginaros un momento que Dompareli ha triunfado hasta aquí sólo por los medios comunes y conocidos de todos?... Sabed, débiles átomos, que sólo con una palabra, con una señal, puedo yo reducir todo eso a la nada; que me es tan fácil desplomar las bóvedas de este castillo como pulverizar con una mirada a los enemigos que se atreven a sitiarme.» Después de tan arrogante arenga, sigue con esta imprecación al espíritu infernal: «Ven, pues, sombra protectora del poderoso Asmodeo, introduce en mi seno un rayo de] fuego de tus ojos, y mátame con este puñal antes que sufrir sea humillado uno de tus protegidos en esta ocasión.»

A esta invocación impía se estremecieron las columnas de la sala del crimen, un olor de azufre sucedió al terrible y redoblado trueno, y la hoja del puñal de Dompareli se prolongó más de una mitad, arrojando mil chispas y produciendo el ruido que se oye al sumergir un hierro ardiendo en el agua; sobre la hoja del puñal se leía: Por veinte y cuatro horas invencible. «Ya lo veis, exclamó entonces nuestro héroe; los infiernos me favorecen, y yo triunfo del genio del bien.»

Este suceso efímero no debía ser de larga duración, como las demás prosperidades pasajeras del crimen; mas, sin embargo, este último esfuerzo del genio del mal no dejaría de producir grandes desastres, como sucede frecuentemente en el mundo, cuando lucha contra el tribunal de Themis y el santuario de la virtud.

Dompareli, pues, sintiendo correr por sus venas un fuego corrosivo, y en su corazón y en su espíritu penetrar llamas infernales, parece un demonio poderoso que nadie podrá vencer en adelante. Manda a Frantzeli hacer la prueba en él introduciéndole su espada en el pecho. Frantzeli obedece estremeciéndose; pero esta misma espada se dobla, se quiebra como una débil caña sobre una muralla de bronce. Sus ojos despiden rayos; son los del basilisco que mata con sus mortales miradas, y con una sola señal hace salir de todas partes mil fantasmas, mil máquinas, mil trampas homicidas.

El primer sentimiento de este monstruo, hijo de los demonios, fue de ensayar su nueva magia en el corazón de Laura; pero el infierno, que tanto poder tiene para el crimen, no le ejerció ahora en el amor: Laura fue siempre inflexible, colocada en una de las troneras de su aposento, amenazaba darse la muerte con su puñal, si Dompareli daba un solo paso para acercarse a ella. Sus fuerzas habían tomado nuevo vigor al aspecto de la preciosa señal de Giacomeli, y Dios y su inocencia la inspiraban las mayores esperanzas.

En medio de estos acontecimientos interiores, se oye un clarín por debajo del puente levadizo del castillo: es el Marqués que, lleno de valor y de audacia, precedido de un trompeta parlamentario, desafía a Dompareli a batirse solo con él. Todos los facinerosos reprueban este desafío imprudente; pero su jefe, con una sonrisa desdeñosa, manda que bajen el puente levadizo, y dejan entrar al marqués de Giacomeli. Éste, inaccesible al miedo, teniendo siempre a su querida Laura por móvil de todas sus acciones, entra en el castillo, y ni el ruido de las cadenas, ni el aspecto sanguinario y los restos pútridos de cien cadáveres mutilados, hechos cuartos por aquellos tránsitos horrorosos, le impidieron entrar intrépidamente en una grande y sombría sala abovedada, que no se hallaba alumbrada más que por los ojos inflamados de un búho.

Giacomeli en nada repara, nada le intimida ni detiene, y si alguna cosa puede trastornar sus sentidos, es la voz de su querida Laura que le parece oír: aquellos gemidos penetrantes que salen de su boca son los que despedazan su corazón. Apenas se halla en medio de esta sala abovedada, aparece, como bajo el poder de una hechicera protectora, un magnífico sillón de oro y una gran mesa con una comida elegantemente servida. «No vengo yo aquí a buscar obsequios ni fantasmagorías, exclama furioso Giacomeli, vengo a dar la muerte al más infame de los malvados o a recibirla de su mano.» A este nuevo desafío, Dompareli se presenta solo, sin armas, si no es el puñal de brillantes que nunca quitaba de la cintura. «¿Qué quieres tú, joven imprudente?, dice al Marqués con un tono soberano. ¿Quieres medirte conmigo? No, mi gloria no necesita de ese pueril triunfo, y yo desprecio laureles tan fáciles.» Esta declaración insultante enfurece más al Marqués, y, creyéndose dispensado de todas las leyes de la hospitalidad por el rapto de su esposa, no escucha ya más que su justa venganza; se considera también autorizado a vengar en este día las cute;, joven imprudente?, dice al Marqués con un tono soberano. ¿Quieres medirte conmigo? No, mi gloria no necesita de ese pueril triunfo, y yo desprecio laureles tan fáciles.» Esta declaración insultante enfurece más al Marqués, y, creyéndose dispensado de todas las leyes de la hospitalidad por el rapto de su esposa, no escucha ya más que su justa venganza; se considera también autorizado a vengar en este día las leyes, la patria, la humanidad entera; y sacando sus pistolas de la cintura, las descarga a un tiempo sobre el pecho de Dompareli... Los ecos repiten con un estruendo horroroso la detonación multiplicada en todas las cavernas del castillo: pero Dompareli, el invulnerable Dompareli queda en calma, con la sonrisa en los labios, en medio de las nubes de la pólvora que se disipan con un soplo que da; y, presentando en sus manos al Marqués las balas que ha lanzado sobre su pecho a boca de cañón: Toma Giacomeli, le dice; procura hacer en adelante mejor uso de tus armas, y desiste de la temeridad de atacarme.» El Marqués, lleno de confusión y no pudiendo comprender este prodigio, se retiró desesperado; pero lo que más destrozaba su corazón sensible era la idea de no poder arrancar de los hierros de aquel malvado a su adorable esposa Laura: al pasar el puente levadizo vio a muchas de sus centinelas luchando con dragones volantes, asaltados por serpientes enormes; y, en fin, vio con el mayor dolor que por todas partes sus tropas eran víctimas de un encanto infernal. Sin embargo, es inútil que sus oficiales le aconsejen abandonar una expedición tan peligrosa y dejar a la Providencia la suerte de la desgraciada Laura: Giacomeli, lejos de ceder a estas razones especiosas, no ve más que un triunfo efímero en todos estos prestigios, y las leyes divinas le dan en su corazón la seguridad de que la equidad sola debe quedar victoriosa.

Se limita, pues, a retirarse en la espesura del monte con su tropa y a no hacer nuevas tentativas sino pasadas veinte y cuatro horas, para dejarla tomar aliento. Éste era casualmente el término del poder de Dompareli, término del que su imprudencia y falsa confianza no le habían permitido hacer atención. Apenas doraban la cima de los árboles los primeros rayos de la aurora cuando Giacomeli, reuniendo y disponiendo sus tropas para un asalto general, se avanza el primero con una furiosa intrepidez hacia el puente levadizo; llena los fosos de fajina y, tomando una escala, sube el primero con la espada en la mano a lo alto de las murallas. Esta resolución dio valor a los soldados que, perdido ya el miedo a los encantos, penetraron furiosos en todas partes del castillo. El único temor de Giacomeli era que su querida Laura no fuese la primera víctima de su victoria, y que aquellos monstruos no se vengasen con su muerte; pero el genio del bien velaba sobre ella, y ella misma, habiendo hecho una escala de cuerdas, se había desprendido de las ventanas que daban al campo de los sitiadores. Ya Frantzeli y la mayor parte de los forajidos habían mordido la tierra. Dompareli, solo contra todos, semejante al viejo roble que en vano los vientos pretenden arrancar de la tierra, se bate como tigre rabioso, a pesar de verse ya cubierto de mortales heridas; al Marqués solo correspondía derramar su sangre odiosa: hizo fuego sobre él y le dividió el corazón con tres balas. Ganada ya esta victoria, su primer sentimiento fue precipitarse en la prisión de Laura; pero ésta, animada de la venganza, electrizada por la felicidad de volver a ver a su esposo, no había querido hallarse lejos del ataque y corría a partir los peligros de su marido, quien la estrechó en su seno con los más vivos transportes de ternura. No habiendo escapado ningún asesino a la justicia de los hombres, el Marqués, ante todas cosas, hizo sacar del castillo todos los tesoros que se hallaron en los subterráneos; mandó colocar el cuerpo de Dompareli sobre unas angarillas y, dando orden de tocar retirada, volvió a tomar con toda su gente la posición de su campamento, después de haber hecho volar el castillo con unos barriles de pólvora. Tomadas estas disposiciones, cogió una hacha, y por su mano fue cortada la cabeza de Dompareli, de sobrenombre Bocanegra, y la hizo elevar en la punta del árbol más alto para que el pueblo y los viajeros viesen el castigo ejemplar de uno de los facinerosos más temibles de la Italia, que había infundido tanto terror por el pacto que había hecho con su impotente protector Asmodeo. Dompareli, pues, sufrió la pena del talión.

Su puñal mágico, que los más intrépidos de sus soldados no se atrevían a mirar sino temblando, despojado ya de todos sus prestigios, no era un talismán peligroso: Themis le había quitado el encanto homicida que tantos estragos había hecho en manos de aquel monstruo, y con una sola mirada había reducido a la nada aquellas potencias infernales que por tanto tiempo se habían eludido de su justicia.

De este modo la Italia, libre ya de aquel azote, respiró un aire más puro que el que el crimen había infestado con su aliento emponzoñado. Giacomeli y sus compañeros de gloria fueron grandemente recompensados por el Príncipe; y si el terror que habían infundido Dompareli, el jefe de la Banda Negra, y la mujer de cera no se disipó en mucho tiempo, tampoco se habló jamás sin recordar la acción heroica del libertador que destruyó a este monstruo vomitado por los infiernos.
, el jefe de la Banda Negra, y la mujer de cera no se disipó en mucho tiempo, tampoco se habló jamás sin recordar la acción heroica del libertador que destruyó a este monstruo vomitado por los infiernos.

Agustin Pérez Zaragoza Godinez (1800-¿? )




Relatos de Agustin Pérez Zaragoza. I Relatos de terror.


El análisis y resumen del cuento de Agustin Pérez Zaragoza: Dompareli Bocanegra (Dompareli Bocanegra) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Los tres desconocidos»: Thomas Hardy; relato y análisis.


«Los tres desconocidos»: Thomas Hardy; relato y análisis.




Los tres desconocidos (The Three Strangers) es un relato victoriano del escritor inglés Thomas Hardy, publicado originalmente en la edición de marzo de 1883 de la revista Longman's Magazine.

Los tres desconocidos, uno de los cuentos de Thomas Hardy más destacados, nos sitúa en una noche lluviosa: un pastor organiza una reunión en su casa. Llegan dos extraños y son bienvenidos. Llega un tercer extraño, ve a los otros dos y rápidamente sale por la puerta. Entonces llega la noticia de que un preso que iba a ser ahorcado al día siguiente se ha fugado de la cárcel. El lector seguramente sospechará que el fugitivo es uno de los tres hombres, pero, ¿cuál?





Los tres desconocidos.
The Three Strangers, Thomas Hardy (1840-1928)

Entre los pocos rasgos de la Inglaterra agrí cola que conservan un aspecto apenas transformado por el transcurso de los siglos pueden contarse las extensas dunas, barrancas o pastizales de ovejas, como son llamadas se gún su género, que, pobladas de hierba y de retama, ocupan una gran superficie de terreno en ciertos condados del sur y del sudoeste. Si se encuentra en ellas algún signo de ocupa ción humana, es, por lo general, bajo la forma de la cabaña solitaria de algún pastor.

Hace cincuenta años, una de esas cabañas solitarias estaba en una de esas dunas, y es muy posible que todavía esté allí ahora. A pe sar de su aislamiento, el lugar, de hecho, no distaba tres millas de una ciudad rural. Pero de poco le servía. Tres millas de terreno elevado e irregular, durante las largas estaciones hostiles, con sus temporales, nieves, lluvias y nieblas, proporcionan un margen de retirada suficiente para aislar a un Timón o a una Nabucodonosor; mucho menor durante el buen tiempo, pa ra complacer a esa tribu menos repelente, los poetas, filósofos, artistas y demás, que "imagi nan y meditan acerca de cosas agradables".

En la construcción de estas viviendas de samparadas se suele aprovechar algún viejo campamento o túmulo de tierra, algún grupo de árboles o, al menos, algún trozo derruido de una antigua valla. Pero en el presente caso, tal clase de cobijo había sido desechado. "Higher Crowstairs", como se llamaba la casa, es taba totalmente aislada y carecía de defensas. La única razón de su preciso emplazamiento parecía ser el cercano cruce de dos senderos en ángulo recto, que muy bien pueden llevar se cruzando así y allí, sus buenos quinientos años. Por consiguiente, la casa estaba expues ta a los elementos, por sus cuatro costados. Pe ro aunque aquí arriba el viento soplaba de ma nera inconfundible cuando soplaba, y la lluvia calaba hondo cuando caía, los diferentes tiem pos de la estación invernal no eran tan hostiles en la duna como los habitantes de tierras más bajas suponían. Las crudas escarchas no eran tan perniciosas como en las depresiones, y las heladas probablemente no resultaban tan se veras. Cuando se compadecía al pastor que arrendaba la casa, y a su familia, por estar so metidos a las intemperies, decían que, en con junto, las ronqueras y las flemas les molesta ban menos que cuando habían vivido junto al torrente de un abrigado valle cercano.

La noche del 28 de marzo de 1829 era pre cisamente una de aquellas noches que solían provocar estas expresiones de contemplación. La lluvia de la tormenta, que caía sesgada, ba tía los muros, las pendientes y los vallados co mo las flechas de una vara de longitud de Sen lac y Crecy. Las ovejas y demás animales, sin refugio, aguantaban fuera con las sacudidas del viento; mientras las colas de los pajarillos que trataban de sostenerse sobre alguna delga da espina se abrían y cerraban como paraguas, azotadas por el vendaval. El hastial de la caba ña estaba manchado de humedad, y el agua que resbalaba desde los aleros golpeaba la pa red. Pero nunca fue la conmiseración por el pastor menos adecuada. Porque aquel alegre rústico estaba dando una gran fiesta para cele brar el bautismo de su segunda hija.

Los invitados habían llegado antes de em pezar a llover, y ahora estaban todos reunidos en la habitación principal o sala de estar de la morada. Una ojeada al lugar, a las ocho en punto de esta noche llena de acontecimientos, habría dado como resultado la opinión de que aquel era el rincón más cómodo y acogedor que se podría desear en un día de tiempo tur bulento. La vocación del inquilino estaba indi cada por una serie de cayados de pastor, muy pulidos, colgados encima de la chimenea, a manera de adorno; la curva de cada resplan deciente cayado era distinta: desde el tipo an ticuado, del que había grabados en las ilustra ciones patriarcales de las viejas Biblias familia res, hasta el estilo más aceptado de la última feria local de ganado. La habitación estaba ilu minada por media docena de bujías, cuyas mechas eran sólo un poco más pequeñas que el sebo que las envolvía, puestas en unos can deleros que no se utilizaban más que en días señalados, fiestas de guardar o fiestas familia res. Las luces estaban esparcidas por el cuarto, dos de ellas colocadas sobre la repisa de la chi menea. La colocación de las bujías era en sí significativa: las bujías sobre la repisa de la chi menea siempre indicaban que había fiesta.

En el hogar, delante de un tizón, puesto al fondo para dar sustancia, resplandecía un fuego de espinos, que crepitaba "como la risa de los locos". Diecinueve personas estaban allí reuni das. De estas, cinco mujeres, que lucían ves tidos de variados y vivos colores, se habían sentado en sillas a lo largo de la pared; mu chachas tímidas y no tímidas se apiñaban en el banco de la ventana; cuatro hombres, entre ellos Charley Jake, el carpintero; Elijah New, el sacristán de la parroquia, y John Pitcher, un lechero de la vecindad, suegro del pastor, es taban repantigados en un banco largo; un jo ven y una mocita, que se sonrojaban en sus tentativas de pourparlers acerca de una vida en común, estaban sentados debajo de la rin conera; y un hombre entrado en años (de cin cuenta o más), prometido con una joven, iba sin descanso de los lugares en que su novia no estaba, al lugar en que ella se hallaba. La ale gría era bastante general, y tanto más prevale cía al no verse estorbada por restricciones convencionales. La total confianza de cada uno en la buena intención del otro engendra ba una perfecta naturalidad, mientras que las acabadas maneras, que daban pie a una sere nidad verdaderamente principesca, procedían en la mayoría de ellos de la ausencia de toda expresión o rasgo que denotase que deseaban triunfar en la vida, ampliar sus conocimientos o hacer algo deslumbrante, cosas que en la actualidad cortan con tanta frecuencia el bro te y la bonhomía de todo el mundo, a excep ción de los dos extremos de la escala social.

El pastor Fennel había hecho una buena boda; su mujer, hija de un lechero de un valle no muy cercano, había traído cincuenta gui neas en el bolsillo y las había guardado allí hasta que hubieran de ser requeridas para sa tisfacer las necesidades de una familia venide ra. Esta previsora mujer tenía ya alguna expe riencia en relación con el carácter que se le de bía dar a la fiesta. Una reunión en la que los in vitados permanecieran tranquilamente senta dos tenía ya sus ventajas; pero una imperturba ble quietud en las sillas y en los bancos podía conducir a los hombres a una desmesura tal en la bebida, que a veces se bebían prácticamen te la casa entera. Una fiesta con baile era la al ternativa, mas... si bien eliminaba el anterior reparo en cuestión de bebida, tenía, en cam bio, una desventaja en cuanto a la comida, pues el ejercicio provocaba hambres famélicas que hacían estragos en la despensa. La pastora Fennel recurrió a la solución intermedia de al ternar bailes cortos con breves períodos de charla y canciones, para impedir así todo en tusiasmo desenfrenado en cualquiera de los dos. Pero esta idea funcionaba exclusivamen te en su propia y moderada cabecita: el mismo pastor se sentía inclinado a hacer gala de la más despreocupada hospitalidad.

El violinista era un muchacho de la región, de unos doce años, que tenía una maravillosa destreza para las gigas y los reels#, a pesar de que sus dedos eran tan cortos que tenía que cambiar de postura constantemente para llegar a las notas altas, de las que regresaba a la pri mera postura a duras penas y con sonidos que no eran de una absoluta pureza de tono. A las siete había empezado el estridente forcejeo de este jovencito, acompañado por los bajos atro nadores de Elijah New, el sacristán de la parro quia, que, previsoramente, se había traído su instrumento musical favorito, el serpentón. El baile comenzó de inmediato, encargando la señora Fennel a los músicos, en privado, que de ninguna manera permitiesen que durara más de un cuarto de hora cada vez.

Pero Elijah y el muchacho, dejándose lle var por el entusiasmo de su quehacer, se olvi daron por completo de la orden. Además, Oli ver Giles, joven de diecisiete años y uno de los bailarines, que estaba enamorado de su pareja -una chica rubia de treinta y tres ajetreados años- con gran osadía había entregado a los músicos una moneda de nueva corona, a ma nera de soborno, para que siguieran tocando mientras tuviesen fuerzas y aliento. La señora Fennel, al ver que el sudor empezaba a asomar a los semblantes de sus invitados, cruzó la ha bitación y tocó en el codo al violinista, al tiem po que ponía una mano en la boquilla del serpentón. Pero no se dieron por enterados, y ella, temiendo poder perder su imagen de an fitriona complaciente si intervenía de manera demasiado brusca, se retiró y se volvió a sen tar, impotente. Y así la danza siguió zumbando con cada vez más furia, los ejecutantes mo viéndose como planetas en sus trayectorias, hacia adelante y hacia atrás, de apogeo a peri geo, hasta que la aguja del maltratado y viejo reloj que estaba al fondo de la habitación hu bo viajado por espacio de más de una hora.

Mientras estos alegres sucesos tenían lu gar dentro de la morada pastoril de Fennel, un incidente que tiene considerable relación con la fiesta había ocurrido fuera, en la lóbre ga noche. La inquietud de la señora Fennel por la creciente violencia de la danza coinci día en el tiempo, con la aparición de una fi gura humana, procedente de la dirección de la lejana ciudad rural, por la solitaria colina que llevaba a Higher Crowstairs. Este perso naje andaba a zancadas, sin pausa, a través de la lluvia, siguiendo la poco hollada senda que, en una parte más avanzada de su curso, pasaba junto a la cabaña del pastor. Era casi la hora de luna llena, y por esta ra zón, a pesar de que el cielo estaba cubierto por una uniforme sábana de nubes que goteaban, los objetos más conocidos del campo eran fá cilmente distinguibles. La triste luz macilenta revelaba que el solitario caminante era un hombre de complexión flexible; su forma de andar indicaba que había dejado algo atrás la edad en que la agilidad es perfecta e instintiva, aunque no tan atrás como para que sus movi mientos fuesen otra cosa que rápidos cuando la ocasión lo requería. A primera vista podría tener unos cuarenta años. Parecía alto, pero un sargento de reclutamiento u otra persona acos tumbrada a calcular a ojo la altura de la gente habría notado que tal apreciación se debía so bre todo a su delgadez, y que no medía más de cinco pies y entre ocho y nueve pulgadas.

No obstante la regularidad de sus pisa das, había cautela en ellas, como en las de alguien que tantea mentalmente el camino; y a pesar de que no llevaba puesto un abri go negro ni ningún otro tipo de prenda os cura, había algo en torno a él que sugería que pertenecía, por naturaleza, a la tribu de hombres que llevan abrigo negro. Sus ropas eran de fustán, y sus botas, de tachuelas; y, sin embargo, mientras avanzaba, no parecía tener los pasos acostumbrados al barro, co mo era habitual en la gente de campo que viste fustán y calza botas con tachuelas. En el momento de llegar a las posesiones del pastor la lluvia caía, o más bien volaba, con aún más resuelta violencia. Las inmedia ciones del pequeño lugar amortiguaban par cialmente la fuerza del viento y de la lluvia, y esto le indujo a detenerse. De las construc ciones caseras del pastor, lo que más atraía la atención era una pocilga vacía en la esquina delantera del jardín abierto, pues en estas la titudes, era desconocido el principio de es conder tras una fachada convencional las partes más feas del edificio. La mirada del viajero se fijó en esta construcción, a causa del pálido brillo de las lastras de pizarra mo jadas que lo cubrían. Se acercó y, al encon trarlo vacío, se refugió debajo del cobertizo.

Mientras estaba allí, el estruendo del ser pentón en el interior de la casa vecina y las más tenues melodías del violinista llegaron hasta el lugar, como un acompañamiento del silbido ondulante de la lluvia voladora cayendo sobre la hierba, batiendo con mayor fuerza sobre las hojas de col del jardín y sobre las cubiertas de paja puestas encima de ocho a diez colmenas de abejas, que apenas se divisaban desde la senda; el agua goteaba desde los aleros sobre una hilera de cubos y cacerolas colocados jun to a los muros de la cabaña. Sí, pues en Higher Crowstairs, como en todo hogar de elevado emplazamiento, la gran dificultad para los que haceres domésticos era la insuficiencia de agua; y se aprovechaba la caída de una lluvia repentina para sacar todos los utensilios que hubiera en la casa y utilizarlos de recipientes. Se podrían contar algunas historias curiosas acerca de los inventos que para economizar agua al lavarse y al fregar los platos se tienen que hacer en las viviendas de las tierras altas durante las sequías del verano. Pero en esta es tación no había tales problemas; aceptar sim plemente lo que los cielos otorgaban era sufi ciente para tener una abundante provisión.

Por fin, cesaron las notas del serpentón y el silencio se hizo en la casa. Este cese de ac tividad despertó al caminante solitario del ensueño en que se había dejado sumir, y sa liendo del cobertizo, aparentemente con un nuevo propósito, fue hasta la puerta de la ca sa. Una vez allí, su primera acción fue arro dillarse sobre una gran piedra que había jun to a la fila de recipientes y beber un copioso trago de uno de ellos. Apaciguada su sed, se incorporó y levantó la mano para llamar, pe ro se detuvo con la mirada en la puerta. Puesto que la oscura superficie de madera no revelaba nada en absoluto, era evidente que tenía que estar mirando con su imaginación a través de la puerta, como si deseara así cal cular las posibilidades que una casa de este tipo podría ofrecerle y prever las reacciones que su presencia podría suscitar. En su indecisión, se volvió y examinó el panorama que había a su alrededor. No se ve ía un alma por ninguna parte. La senda del jar dín se extendía desde sus pies hasta abajo, lan zando destellos, como si fuera el rastro dejado por un caracol; el tejado del pequeño pozo (casi seco), la tapa del pozo, la barra superior de la portezuela del jardín, estaban barnizados por la misma capa líquida deslucida; mientras, a lo lejos, en el valle, una débil blancura que ocupaba una extensión más que corriente, mostraba que los ríos corrían caudalosos en las praderas. Más allá, luces turbias parpadeaban a través de las gotas de lluvia; luces que indica ban la situación de la ciudad rural, de donde él parecía haber venido. La ausencia de todo sig no de vida en aquella dirección pareció reafir marle en sus propósitos, y llamó a la puerta.

Dentro, una charla desinteresada había sustituido a la música y al movimiento. El carpintero estaba proponiendo a la compa ñía cantar una canción, y nadie en aquel instante se había ofrecido para empezar, de modo que la llamada proporcionó un moti vo de distracción que no fue mal recibido.

-¡Adelante! -dijo el pastor, cumplida mente.

El picaporte se movió hacia arriba, y nuestro caminante, saliendo de la noche, apareció sobre el felpudo. El pastor se puso en pie, despabiló las dos bujías que tenía más a mano y se volvió para mirarle. La luz de las bujías dejó ver que el desco nocido era moreno y de facciones más bien agraciadas. El sombrero, que mantuvo puesto por un momento, le caía sobre los ojos, pero no ocultaba que estos eran grandes, abiertos y decididos y que se movían más con un relam pagueo que con un destello, a lo largo y an cho de la habitación. Pareció complacido con su inspección y, descubriéndose la cabeza pe luda, dijo con voz cálida y profunda:

-La lluvia es tan espesa, amigos, que pi do permiso para entrar y descansar un rato.
-Cómo no, forastero -dijo el pastor-. Y a fe que ha tenido usted suerte al escoger la ocasión, porque estamos celebrando una pequeña fiesta por un feliz motivo, aunque, desde luego, un hombre difícilmente podría desear que ese feliz motivo tuviera lugar más de una vez al año.
-Ni menos -dijo una mujer-. Porque cuanto antes empieces y acabes con la fami lia, antes te quitarás un buen peso de encima.
-¿Y cuál es ese feliz motivo? -pregun tó el desconocido.
-Un nacimiento y un bautismo -con testó el pastor.

El desconocido dijo que esperaba que su anfitrión no llegara a ser desdichado ni por muchos ni por demasiado pocos acon tecimientos de aquella índole y, al ser invi tado con un ademán, a tomar un trago del pichel, aceptó de buena gana. Sus maneras, que antes de entrar habían sido tan vacilan tes, eran ahora, por el contrario, las de un hombre cándido y despreocupado.

-Tarde para estar rodando por esta ba rranca ¿eh? -dijo el hombre de cincuenta años que estaba prometido a una joven.
-Tarde es, amigo, como dice usted. To maré asiento en el rincón de la chimenea, si no tiene usted inconveniente, señora; estoy un poco mojado por el lado que más cerca estaba de la lluvia.

La señora del pastor Fennel asintió e hizo lugar para el recién llegado, el cual, tras enca jonarse de lleno en el rincón de la chimenea, estiró las piernas y los brazos, con la desenvol tura del que se siente como en su propia casa.

-Sí, necesito un buen remiendo -dijo con franqueza al ver que los ojos de la mu jer del pastor se habían posado sobre sus botas-, y tampoco voy muy acicalado que digamos. He tenido una mala racha última mente y me he visto obligado a ponerme lo que he podido encontrar por ahí, pero ten go que conseguir un traje de a diario que me siente mejor cuando llegue a casa.
-¿Su casa es alguna de las de por aquí?
-No exactamente...; está algo más le jos, más hacia el interior.
-Eso me suponía. Pues de por ahí soy yo; y por el acento calculo que debe ser us ted de mi vecindad.
-Pero difícilmente habrá oído hablar de mí -dijo él rápidamente-. Ya ve usted que mis tiempos fueron muy anteriores a los suyos, señora.

Este homenaje a la juventud de la anfitriona tuvo el efecto de interrumpir el interrogatorio.

-Sólo me falta una cosa para ser feliz del todo -prosiguió el recién llegado-. Y es un poco de tabaco que, lamento decirlo, se me ha acabado.
-Le llenaré la pipa -dijo el pastor.
-Tengo que pedirle que también me deje una pipa.
-¿Un fumador que no lleva pipa?
-Se me cayó en algún lugar del camino.
El pastor llenó una pipa nueva de arcilla y se la alcanzó, al tiempo que decía:
-Deme su tabaquera. Se la llenaré tam bién, ahora que estoy en ello.
El hombre se puso a buscar en los bolsillos.
-¿También se le ha perdido? -pregun tó su anfitrión con cierta sorpresa.
-Eso me temo -dijo el hombre, con alguna confusión-. Póngamelo en un rollo de papel.

Encendió la pipa con una vela y le dio una chupada que aspiró toda la llama en la cazoleta; se volvió a acomodar en el rincón y dirigió su mirada hacia el leve vapor que despedían sus piernas húmedas, como si ya no quisiera decir nada más. Entretanto, la masa de los invitados, en general, no había prestado mucha atención al visitante, a causa de una absorbente dis cusión que habían estado sosteniendo con la banda acerca de la canción para el si guiente baile. Resuelto ya el problema, es taban a punto de levantarse para empezar, cuando tuvo lugar una interrupción en la forma de otra llamada a la puerta. Al oír el ruido de los golpes, el hombre del rincón de la chimenea aferró el atizador del fuego y se puso a remover las brasas co mo si el hacer tal cosa a conciencia fuera el único fin de su existencia; y por segunda vez el pastor dijo: ¡Adelante!

Otro hombre apareció sobre el felpudo de paja, al cabo de unos segundos. También era un desconocido. Este individuo era de un tipo radicalmen te opuesto al del primero. Había más vulgari dad en su porte, y sus facciones expresaban cierto cosmopolitismo jovial. Era varios años mayor que el primero, tenía el pelo ligera mente cubierto de escarcha, las cejas hirsutas y las patillas recortadas. La cara era más bien blanda y rellena, si bien no era un rostro en teramente carente de fuerza. Las cercanías de su nariz estaban señaladas por unas cuantas manchitas rojas producidas por el grog. Se quitó su largo gabán gris pardusco revelando que debajo llevaba un traje de un tinte gris ceniza, y colgando de su faltriquera, a modo de único adorno personal, grandes y pesados sellos, de alguna clase de metal que de bue na gana habría admitido una limpieza. Sacu diendo las gotas de agua de su lustroso som brero de copa baja, dijo:

-Debo pedir cobijo durante unos mi nutos, camaradas, si no quiero llegar a Casterbridge calado hasta los huesos.
-Está usted en su casa, compañero - dijo el pastor, un poco menos cordialmente que en la primera ocasión.

No es que Fennel tuviera el menor ingre diente de egoísmo en la composición de su carácter, pero la habitación distaba de ser grande, las sillas sin ocupar no eran nume rosas y para las mujeres y muchachas, con sus vestidos de vivos colores, no era muy apetecible estar en la apretada compañía de unos hombres que llegaban empapados. Pero el segundo visitante, después de qui tarse el gabán y colgar el sombrero de un cla vo que asomaba de una de las vigas del techo -como si hubiera sido invitado a dejarlo con cretamente allí-, avanzó y se sentó junto a la mesa. La habían corrido hasta muy cerca del rincón de la chimenea para dejar libre a los bailarines todo el espacio del que se pudiera disponer, de manera que el borde más metido de la mesa rozaba el codo del hombre que se había acomodado al lado del fuego; y así los dos desconocidos se encontraron prestándose mutua compañía. Hicieron un gesto con la cabeza el uno al otro, para romper las barre ras impuestas por la falta de presentación, y el primer desconocido le pasó a su vecino el pi chel de la familia, un enorme recipiente de barro marrón, con el borde superior tan gasta do como un umbral, por el uso de generacio nes enteras de labios sedientos que ya habían seguido el camino de toda la carne, y con la siguiente inscripción grabada a fuego y con le tras amarillas sobre la parte circular: No HAY DIVERSION HASTA QUE LLEGO YO.

El otro hombre, nada remiso, se llevó el pi chel a los labios, y bebió, bebió y bebió..., has ta que un azul extraño se extendió por el sem blante de la mujer del pastor, que había obser vado, con no poca sorpresa, el libre ofreci miento del primer desconocido al segundo, de lo que no le correspondía administrar a él.

-¡Lo sabía! -le dijo el borrachín al pas tor, con gran satisfacción-. Al atravesar el jardín, antes de entrar, y ver las colmenas to das en fila, me dije: "Donde hay abejas hay miel, y donde hay miel hay aloja". Pero, con franqueza, no esperaba encontrar ni en mi vejez una aloja tan reconfortante como esta.

Tomó otro trago más de pichel y bebió has ta que este adoptó una peligrosa inclinación.

-¡Me alegro de que le guste! -dijo el pastor, con efusividad.
-Es una aloja bastante buena -asintió la señora Fennel con una falta de entusiasmo que parecía estar diciendo que a veces los elogios de la bodega propia se tenían que comprar a un precio demasiado elevado-. Bastante problema es hacerla..., y, con fran queza, creo que apenas haremos más. Por que la miel se vende bien, y nosotros nos las podemos arreglar con unas gotas de aloja floja y de aguamiel que saquemos de los la vados del panal para el uso diario.
-¡Oh, pero no será capaz! -gritó con re proche el desconocido del traje gris ceniza, después de tomar el pichel por tercera vez y dejarlo, vacío, sobre la mesa-. Me encanta la aloja, cuando es añeja como esta, tanto como me encanta ir a misa los domingos o ayudar al que necesita cualquier día de la semana.
-¡Ja, ja, ja! -rió el hombre del rincón de la chimenea que, a pesar del silencio en el que lo había sumido la pipa llena de tabaco, no pudo o no quiso contenerse y brindó este ligero homenaje al humor de su camarada.

La vieja aloja de aquellos tiempos, elabo rada con la más pura miel de un año o miel virgen, a cuatro libras el galón -con su debi do complemento de claras de huevo, canela, jengibre, dientes de ajo, macis, romero, leva dura, más los procesos de elaboración, embo tellamiento y bodega- tenía un sabor extraor dinariamente fuerte; pero el sabor no era tan fuerte como de hecho lo era la bebida. De aquí que, al cabo de un rato, el desconocido del traje gris ceniza que estaba sentado junto a la mesa, inducido por la ascendente influen cia del brebaje, se desabrochara el chaleco, se repantigara en su silla, estirara las piernas e hi ciera notar su presencia de varias formas.

-Bien, bien; como dije -volvió a em pezar-, voy a Casterbridge, y a Casterbridge he de ir. Casi debería estar ya allí; pero la lluvia me condujo a su morada, y la verdad es que no lo siento.
-Usted no vive en Casterbridge, ¿ver dad? -dijo el pastor.
-Todavía no; aunque pienso trasladar me allí dentro de poco.
-¿A establecerse con algún negocio, tal vez?
-No, no -dijo la mujer del pastor-. Se puede ver con facilidad que el caballero es rico y no necesita trabajar en absoluto.

El desconocido del traje gris ceniza hizo una pausa, como para considerar si debía aceptar aquella definición de él. Al cabo de unos segundos la rechazó, al decir:

-Rico no es la palabra apropiada para mí, señora. Yo trabajo y tengo que trabajar. E inclu so aunque llegara a Casterbridge a mediano che, mañana tendría que estar trabajando allí a las ocho de la mañana. Sí, llueva o nieve, ha ga frío o calor, haya hambre o guerra, mi jor nada de trabajo ha de cumplirse mañana.
-¡Pobre hombre! Entonces, a pesar de las apariencias, ¿está usted peor que noso tros? -replicó la mujer del pastor.
-Es la índole de mi oficio, damas y ca balleros. Es la índole de mi oficio más que mi pobreza... Pero, franca y verdaderamen te, debo levantarme e irme, o no encontraré alojamiento en el pueblo-. Sin embargo, el hombre no se movió y añadió en el acto: - Hay tiempo para un trago más de amistad antes de que me vaya; y lo tomaría inmedia tamente si el pichel no estuviera seco.
-Aquí hay un pichel de aloja floja - dijo la señora Fennel-. Floja la llamamos, aunque, en verdad, es sólo del primer lava do de los panales.
-No -dijo el desconocido, con des dén-. No echaré a perder su primera gen tileza al tomar de la segunda.
-Desde luego que no -intervino Fen nel-. No crecemos y nos multiplicamos to dos los días, y llenaré el pichel de nuevo.

Y fue al oscuro lugar bajo las escaleras, donde estaba el barril. La pastora le siguió.

-¿Por qué has tenido que hacer eso? - le preguntó con reproche, en cuanto estu vieron solos-. Ya lo ha vaciado una vez, y eso que había suficiente para diez personas; y ahora no se contenta con la floja, ¡sino que tiene que pedir más de la fuerte! Es un forastero al que ninguno de nosotros cono ce. Por mi parte, no me gusta en absoluto el aspecto de ese hombre.
-Pero está en casa, cariño, y es una no che de lluvia, y hay un bautismo. Vamos, ¿qué es una copa de aloja más o menos? Tendremos mucha más en la próxima reco gida de miel.
-Muy bien... Por esta vez, pues -con testó ella mirando el barril con ansiedad-. Pero ¿cuál es su profesión y de dónde pro viene para entrar y unirse así a nosotros?
-No lo sé. Se lo preguntaré otra vez.

Ahora, la señora Fennel se cuidó de evi tar eficazmente la catástrofe de encontrarse con el pichel seco después de un solo trago del desconocido del traje gris ceniza. Le echó su ración en una jarra pequeña, manteniendo la grande a una distancia prudente. Cuando el hombre se hubo bebido su parte de un tra go, el pastor repitió su pregunta acerca de la ocupación del desconocido. Este no respondió inmediatamente, y el hombre de la chimenea, con súbita simpa tía, dijo:

-El que quiera puede saber mi profe sión: soy carretero.
-Una profesión muy buena en estos parajes -dijo el pastor.
-Y el que quiera puede saber la mía..., si tiene la habilidad de averiguarla -dijo el desconocido del traje gris ceniza.
-Por lo general, se puede decir lo que un hombre es, por sus garras -observó el carpintero mirándose sus propias manos-. Mis dedos tienen tantas astillas como alfile res un alfiletero viejo.

Las manos del hombre de la chimenea buscaron la sombra instintivamente, y se puso a mirar el fuego mientras volvía a su pipa. El hombre de la mesa se hizo eco de la observa ción del carpintero, y agregó pícaramente:

-Cierto; pero lo curioso de mi profe sión es que, en vez de dejar una señal en mí, deja una señal en los clientes.

Al no ofrecer nadie solución alguna que aclarara este enigma, la mujer del pastor pro puso, una vez más, que alguien cantase una canción. Se presentaron los mismos inconve nientes que la primera vez: uno no tenía voz, otro había olvidado la primera estrofa... El des conocido de la mesa, cuyo grado de anima ción había alcanzado ahora buena temperatu ra, superó la dificultad, al exclamar que, con el fin de que la compañía se animara después, él mismo cantaría. Introduciendo el pulgar en la sobaquera del chaleco, agitó la otra mano en el aire y, con una mirada improvisada y rápida a los brillantes cayados de pastor que estaban sobre la repisa de la chimenea, empezó:

Mi profesión es la más sorprendente,
sencillos pastores todos.
Mi profesión es algo que vale la pena ver;
porque a mis clientes ato,
y muy alto los levanto.
Y por el aire los llevo hasta un lejano país.

La habitación permaneció en silencio cuando terminó la estrofa, con una excepción, la del hombre de la chimenea que, a la voz de "¡Coro!" del cantante, se unió a él con una voz grave y profunda, apta para la música:

Y por el aire los llevo hasta un lejano país.

Oliver Giles, John Pitcher el lechero, el sacristán de la parroquia, el hombre de cincuenta años que estaba prometido a una jo vencita, las chicas alineadas contra la pared, todos parecían estar perdidos en pensamien tos de la índole más ominosa. El pastor mira ba meditativamente el suelo, la pastora mira ba inquisitivamente al cantante, con algún re celo; dudaba si el desconocido estaba sim plemente cantando una canción de memoria o si estaba componiendo una, allí y entonces, para la ocasión. Todos quedaron perplejos ante la oscura revelación, como los invitados de la fiesta de Baltasar, excepto el hombre de la chimenea, que dijo tranquilamente:

-Segunda estrofa, caballero -y siguió fumando.

El cantante se humedeció los labios para adentro, a conciencia, y continuó con la se gunda estrofa, tal y como se le había pedido: Mis herramientas son muy vulgares, sencillos pastores todos. Una pequeña cuerda de cáñamo y un poste en el que colgar son instrumentos suficientes para mí.

El pastor Fennel miró a su alrededor. Ya no cabía duda de que el desconocido esta ba respondiendo, con música, a su pregun ta. Todos los invitados expresaron disgusto, con exclamaciones sofocadas. La joven prometida al hombre de cincuenta años, medio se desmayó, y lo habría hecho del todo; pero al darse cuenta de que él estaba presto a recogerla, se sentó temblando.

-¡Oh, es él!... -susurró la gente que es taba más al fondo, mencionando el nombre de un siniestro funcionario público-. ¡Ha ve nido para hacerlo! Tiene que estar en la cárcel de Casterbridge mañana...; el hombre que ro bó una oveja...; el pobre relojero del que nos contaron que vivía en Shottsford y nunca tenía trabajo... Timothy Summers, su familia se esta ba muriendo de hambre, y entonces él salió de Shottsford por la carretera y tomó una ove ja en pleno día, desafiando al granjero, y a la mujer del granjero y al chico del granjero, y a todos los mozos que estaban con ellos. Este -y señalaron con la cabeza al hombre de la profesión fatal- ha venido del interior para hacerlo porque en su propio pueblo no hay bastante trabajo, y ahora que el de nuestro condado se ha muerto, este ha conseguido el puesto de aquí; va a vivir en la misma casucha que está junto a los muros de la prisión.

El desconocido del traje ceniza no hizo ca so de esta cadena de susurros y comentarios, y de nuevo se volvió a humedecer los labios. Viendo que su amigo del rincón de la chime nea era el único que de alguna manera respon día a su jovialidad, elevó su copa en dirección a aquel grato camarada, que también levantó la suya. Las hicieron chocar; los ojos del resto de la habitación estaban pendientes de los mo vimientos del cantante. Este abrió la boca para dar comienzo a la tercera estrofa, pero en aquel instante llamaron a la puerta una vez más. Esta vez, la llamada era débil e indecisa. La compañía pareció asustarse; el pastor miró hacia la entrada con temor, y tuvo que hacer cierto esfuerzo para resistir la mirada suplicante de su amada mujer y pronunciar por tercera vez la expresión de bienvenida.

-¡Adelante!

La puerta se abrió suavemente y otro hombre apareció sobre el felpudo. Era, co mo los que le habían precedido, un desco nocido. Esta vez se trataba de un hombre bajo, menudo, de tez blanca y vestido con un traje de tela oscura, muy decoroso.

-¿Podrían indicarme el camino para...? -empezó, pero se interrumpió cuando, al re correr con la vista la habitación para observar en qué clase de compañía se encontraba, sus ojos se posaron sobre el desconocido del tra je gris ceniza. Fue justo en el instante en que este, entusiasmado con su canción, apenas si había hecho caso de la interrupción y, a su vez, acallaba todos los murmullos y pregun tas al prorrumpir en la tercera estrofa:

Mañana es mi día de trabajo, sencillos pastores todos.

Mañana es un día de trabajo para mí: Porque a la oveja del granjero han matado, y al joven que lo hizo, apresado. ¡Y que de su alma tenga Dios piedad!

El desconocido del rincón de la chime nea, brindando con el cantante con tanta energía que la aloja se desparramó, salpi cando el fuego del hogar, repitió con su voz grave, como antes:

¡Y que de su alma tenga Dios piedad!

Durante todo este rato, el tercer descono cido había permanecido de pie en la entrada. Al ver ahora que ni pasaba ni continuaba ha blando, los invitados se volvieron para mirar lo. Vieron con sorpresa que frente a ellos es taba el vivo retrato del terror más abyecto - las rodillas le temblaban, su mano se agitaba con tanta violencia que el picaporte de la puerta, sobre el cual se apoyaba para no ca er, sonaba como una matraca; tenía los labios blancos separados, y los ojos fijos en el alegre encargado de la justicia, que estaba en el centro de la habitación-. Un segundo más tarde, el tercer desconocido había dado me dia vuelta, cerrado la puerta y huido.

-¿Quién sería? -dijo el pastor.

Los demás, ante el temor de la reciente sorpresa y la extraña conducta del tercer vi sitante, parecían no saber qué pensar y no dijeron nada. Instintivamente se fueron apartando más y más del cruel caballero del centro, a quien algunos parecían tomar por el mismísimo príncipe de las tinieblas, has ta que se retiraron del todo, formando un círculo, y quedó un espacio de suelo vacío entre ellos y él: ...circulus, cujus centrum diabolus.

La habitación quedó tan en silencio -a pesar de que había más de veinte personas en ella- que no se podía oír más que el re piqueteo de la lluvia en los postigos, acom pañado por el ocasional chisporroteo de al guna gota solitaria que caía por la chimenea al fuego y por las acompasadas bocanadas del hombre del rincón, que ahora, de nuevo, estaba fumando su larga pipa de arcilla. El silencio se vio roto inesperadamente. El ruido lejano de un arma de fuego repercutió a través del aire; procedía, aparente mente, de la dirección del pueblo.

-¡Maldición! -gritó el desconocido que había cantado la canción, dando un salto.
-¿Qué sucede? -preguntaron varios.
-Un preso se ha escapado de la cárcel; eso es lo que sucede.

Todos prestaron atención. El ruido se repi tió, y nadie habló, salvo el hombre del rincón de la chimenea, que dijo pausadamente:

-Me habían contado a menudo que en este condado disparan un tiro en ocasiones co mo esta, pero hasta ahora nunca lo había oído.
-Me pregunto si no habrá sido mi hombre -murmuró el personaje del traje gris ceniza.
-¡Seguro que sí! -dijo involuntariamen te el pastor-. ¡Y además lo hemos visto! ¡El hombre pequeño que miró desde la puerta ha
ce un momento y se echó a temblar como una hoja al verle a usted y escuchar la canción!
-Los dientes le castañeteaban y se que dó sin habla -dijo el lechero.
-Y pareció que dentro el corazón se le hun día como una piedra -añadió Oliver Giles.
-Y salió corriendo como si le hubieran disparado un tiro -dijo el carpintero.
-Es verdad. Los dientes le castañetea ban y pareció que se le hundía el corazón; y salió corriendo como si le hubieran dispa rado un tiro -repasó lentamente el hombre del rincón de la chimenea.
-No me di cuenta -respondió el verdugo.
-Todos nos estábamos preguntando qué le habría hecho salir corriendo tan espantado -balbuceó una de las mujeres que estaban junto a la pared-. ¡Y ahora resulta bien claro!

Las descargas de la pistola de alarma, hon das y sombrías, siguieron sucediéndose a intervalos, y las sospechas se hicieron ciertas. El siniestro caballero del traje gris se despabiló.

-¿Hay aquí algún guardia? -preguntó con voz gruesa-. Si así es, déjenlo avanzar.

El hombre de cincuenta años que estaba prometido avanzó, trémulo, desde la pared, en tanto que su novia empezaba a sollozar sobre el respaldo de la silla.

-¿Es usted un guardia oficial? -Lo soy, señor.
-Entonces consiga ayuda, persiga al criminal inmediatamente y tráigalo aquí. No puede haber ido muy lejos.
-Lo haré, señor; lo haré...; en cuanto me arme con mi cachiporra. Iré a casa por ella y vendré aquí volando, y nos pondre mos en marcha juntos.
-¡La cachiporra!... ¡La cachiporra! ¡El hombre se habrá largado!
-Pero no puedo hacer nada sin tenerla, ¿verdad, William, y John, y Charles Jake? No; porque lleva pintada en amarillo y oro la co rona real del rey, y el león y el unicornio, de modo que cuando la levanto para pegar al pri sionero, el golpe que le doy es un golpe legal. Nunca trataría de apresar a un hombre sin mi cachiporra..., no, yo no. Si no tuviera a la ley para darme coraje ¡toma!, en vez de apresar le yo a él, él me podría apresar a mí.
-Está bien, yo mismo soy un hombre del rey y estoy al servicio de la corona, y puedo darle la autoridad necesaria para es to -dijo el tremendo funcionario del traje gris-. Así, pues, prepárense todos ustedes. ¿Tienen linternas?
-Sí, ¿tienen linternas? ¡Les pregunto yo! -dijo el guardia.
-Y el resto de ustedes, que son hom bres forni...
-¡Hombres fornidos! ¡Sí! ¡El resto de ustedes! -dijo el guardia.
-¿Tienen algunas varas recias y algunas horcas?
-¡Varas y horcas... en nombre de la ley! ¡Tómenlas y vayan en su búsqueda, y hagan lo que les decimos nosotros, la autoridad!

Los hombres, así organizados, se dispu sieron a dar caza al fugitivo. Las pruebas, aunque circunstanciales, eran, en efecto, tan convincentes que apenas si hicieron falta ar gumentos para hacer ver a los invitados del pastor que, después de lo que habían con templado, aquello tendría aspecto de confa bulación si no se lanzaban inmediatamente a perseguir al tercer y desdichado forastero que todavía no podía haberse alejado más que unos cientos de yardas por un terreno tan desparejo.

Un pastor está siempre bien provisto de linternas, y así los hombres, tras encender las apresuradamente, y con varas de zarzo en las manos, se precipitaron al exterior y tomaron la dirección de la cima de la coli na, opuesta a la del pueblo. La lluvia, por fortuna, había cesado un poco. Despertada por el ruido, o posiblemente por desagradables sueños relacionados con el bautismo, la niña que había sido bautizada empezó a llorar angustiosamente en la habita ción del piso de arriba. Estas notas de dolor lle garon, a través de las rendijas del suelo, a los oídos de las mujeres que estaban abajo, que subieron corriendo una tras otra y parecieron alegrarse de tener aquel pretexto para ir arriba a consolar a la criatura, pues los incidentes de la última media hora las habían hecho sentirse enormemente desasosegadas. Así, en cuestión de dos o tres minutos, la habitación del piso in ferior quedó totalmente desierta.

Pero no por mucho tiempo. Apenas se ha bía apagado el ruido de las pisadas, cuando un hombre, que venía de la dirección que ha bían tomado los perseguidores, dobló la es quina de la casa. Atisbó desde la puerta y, al ver que no había nadie dentro, entró cautelo samente. Era el desconocido del rincón de la chimenea, que había salido con los demás. El motivo de su regreso se pudo ver cuando se sirvió un pedazo, ya cortado, del pastel de na ta que había encima de un anaquel, al lado de donde él había estado sentado y que parecía haber olvidado llevarse. También se echó me dia copa más de la aloja que quedaba, y co mió y bebió con voracidad y sed, mientras permanecía allí. No había terminado cuando, de manera igualmente silenciosa, entró otra fi gura: era su amigo del traje gris ceniza.

-Oh, ¿está usted aquí? Creí que se ha bía ido para ayudar en la captura-. A su vez, reveló el objeto de su regreso, al bus car ansiosamente con la mirada el fascinan te pichel de aloja añeja.
-Pues yo creí que se había marchado us ted -respondió el primero, que seguía devo rando con algún esfuerzo su pastel de nata.
-Bueno, me lo pensé dos veces y decidí que ya eran bastantes sin mí -contestó de manera confidencial-; y, además, en una noche como esta. Por otra parte, ocuparse de los criminales es asunto del gobierno, no mío.
-Cierto; así es. Pues yo decidí lo mis mo que usted, que eran bastantes ya sin mí. No quiero romperme las piernas corriendo por los montículos y los hoyos de esta re gión salvaje.
-Ni yo tampoco, entre nosotros. Esta gente pastora está acostumbrada (ya sabe, almas sencillas que enseguida se excitan por cualquier cosa). Me lo tendrán listo an tes de que llegue el alba, y sin que yo me haya tomado ninguna molestia en absoluto.
-Lo atraparán, y nosotros nos habremos ahorrado todo el trabajo de este asunto.
-Cierto, cierto. Bueno, yo voy a Caster bridge; y ya harán mucho mis piernas si me llevan hasta allí. ¿Lleva usted el mismo rumbo?
-No, lamento decirlo. Tengo que irme a casa, por ahí -hizo con la cabeza un gesto in definido hacia la derecha-, y pienso lo que usted, que ya es bastante distancia para que la re corran mis piernas antes de la hora de acostarse.

El otro ya había acabado con la aloja que había en el pichel, de modo que los dos se estrecharon la mano efusivamente, en el umbral, y deseándose mutuamente que les fuera bien, cada cual se fue por su camino. Mientras tanto, el grupo de perseguidores había llegado al final del escarpado cerro que dominaba esta parte de la duna. No tenían de cidido ningún plan de ataque en particular; y al darse cuenta de que el hombre de la funes ta profesión no se encontraba ya en su compa ñía, parecían totalmente incapaces de organi zar ahora plan alguno de ofensiva. Descendie ron por la colina en todas las direcciones, y unos segundos después, varios miembros de la partida cayeron en la trampa puesta por la na turaleza a todo aquel que se extravía a media noche por esta zona de la formación cretácea. Los lanchets o desniveles de pedernal, que ro deaban la escarpadura con espacios de unas doce yardas entre sí, tomaron por sorpresa a los menos cautos que, al perder pie en el des peñadero, infestado de cascotes, se deslizaron violentamente hacia abajo; las linternas roda ron -desde sus manos hasta el fondo- y se quedaron allí, tumbadas.

Cuando se agruparon de nuevo, el pastor, que era el hombre que mejor conocía la re gión, se puso a la cabeza y guió a los demás por aquellos traicioneros declives. Las linter nas, que más que ayudarles en la exploración parecían deslumbrarles y advertir de su pre sencia al fugitivo, fueron apagadas. Se obser vó el debido silencio. Y con este orden más racional se adentraron por la cañada. Era un desfiladero poblado de hierba, zarzas y hu medad, que podría proporcionar refugio a cualquier persona que lo buscara; pero la partida lo recorrió en vano y ascendió por el otro lado. De aquí prosiguieron la búsqueda por separado hasta volver a reunirse después de un rato y dar parte de sus resultados. La se gunda vez que se juntaron, lo hicieron cerca de un fresno solitario, el único árbol de aque lla parte de la barranca, plantado probablemente por la semilla que algún ave de paso dejó caer unos cincuenta años antes. Y allí, de pie, junto a uno de los lados del tronco, tan inmóvil como el mismo tronco, apareció el hombre que andaban buscando, su silueta bien dibujada contra el cielo. El grupo se acercó sin hacer ruido y se puso frente a él.

-¡La bolsa o la vida! -dijo con aspere za el guardia, a la inmóvil y silenciosa figura.
-No, no -le susurró John Pitcher-. Nosotros no somos los que tenemos que de cir eso. Esa es la fórmula de los maleantes co mo él, y nosotros estamos del lado de la ley.
-Bueno, bueno -respondió el guardia con impaciencia-; tengo que decir algo, ¿no?, y si tuvieras sobre ti la responsabilidad y todo el peso de la acción, también a lo me jor te equivocarías de frase... ¡Prisionero del tribunal, entrégate, en nombre del Padre..., de la Corona, quiero decir!

Aquel que estaba bajo el árbol pareció ahora advertir la presencia de aquellos hom bres por primera vez y, sin darles otra oportu nidad para que demostraran su arrojo, echó a andar lentamente hacia ellos. Era, en efecto, el hombre pequeño, el tercer desconocido; pero su terror había desaparecido en gran medida.

-Bueno, viajeros -dijo-, ¿se han diri gido ustedes a mí?
-Sí, ¡tiene usted que venir aquí a hacer se nuestro prisionero, inmediatamente! -di jo el guardia-. Queda detenido, bajo la acu sación de no aguardar de manera adecuada y decente en la cárcel de Casterbridge para ser colgado mañana por la mañana. ¡Vecinos, cumplan con su deber y detengan al reo!

Al oír la acusación, el hombre pareció caer en la cuenta de lo que se trataba y, sin decir ni una palabra más, se sometió con extraordinaria docilidad al pelotón de bús queda, cuyos componentes, con sus varas en la mano, le rodearon por los cuatro cos tados y le hicieron ponerse en marcha, de regreso a la cabaña del pastor. Cuando llegaron eran las once en punto. La luz que se veía brillar a través de la puerta abierta y el sonido de voces masculinas en el interior les avisaron, mientras se aproximaban a la casa, que algunos nuevos acontecimien tos habían tenido lugar durante su ausencia. Al entrar, descubrieron que la sala de estar del pastor había sido invadida por dos oficiales de la cárcel de Casterbridge y por un conocido magistrado que vivía en la sede más vecina. La noticia de la fuga era ya de dominio público.

-Caballeros -dijo el guardia-, les he traído a su hombre, no sin riesgo ni peligro; ¡pero cada cual debe cumplir con su deber! Está en medio de ese círculo de gente forni da, que me han prestado una ayuda muy valiosa, teniendo en cuenta su desconoci miento de los métodos de la Corona. ¡Hom bres, hagan que se adelante el prisionero!

Y el tercer desconocido fue llevado has ta un lugar en el que le diera la luz.

-¿Quién es este? -preguntó uno de los oficiales.
-El hombre -dijo el guardia.
-Desde luego que no -dijo el carcele ro; y el primero confirmó su declaración.
-¿Pero cómo puede no ser así? -pre guntó el guardia-. ¿Y por qué, si no, se quedó tan aterrado al ver, cantando, al ins trumento de la ley que estaba ahí sentado? -y entonces relató el extraño comporta miento del tercer desconocido, cuando ha bía entrado en la casa mientras el verdugo estaba cantando su canción.
-No lo puedo entender -dijo el oficial, con frialdad-. Lo único que sé es que este no es el condenado. Es un sujeto completamente distinto de este otro; un tipo delgado, con ojos y pelo negro, bastante bien parecido y con una voz musical grave, que si la oyeran una sola vez no la confundirían en toda su vida.
-¡Pues, almas del..., era el hombre del rincón de la chimenea!
-¿Eh? ... ¿Qué? -exclamó el magistra do adelantándose después de haberle pre guntado los pormenores al pastor, que esta ba en el fondo-. ¿No han apresado a ese hombre, después de todo?
-Verá, señor -manifestó el guardia- es el hombre que estábamos buscando, eso es verdad; y, sin embargo, no es el hombre que estábamos buscando. Porque el hom bre que estábamos buscando no era el hombre que había que buscar, señor, si en tiende usted mi explicación vulgar; ¡porque el hombre que había que buscar era el hombre del rincón de la chimenea!
-¡Un buen lío en cualquier caso! -di jo el magistrado-. ¡Mejor será que vayan a buscar al otro hombre, inmediatamente!

El prisionero habló entonces por prime ra vez. La mención del hombre de la chime nea pareció haberle conmovido mucho.

-Señor -dijo avanzando hacia el ma gistrado-, no se tomen más molestias por mi causa. Ha llegado el momento de que yo también pueda hablar. Yo no he hecho nada; mi delito es el de ser hermano del condena do. Esta tarde, a primera hora, salí de mi casa de Strattsford para dar una caminata hasta la cárcel de Casterbridge y decirle adiós. La no che me sorprendió, y llamé aquí para descan sar un rato y que me indicaran el camino. Al abrir la puerta, vi ante mis ojos al mismísimo hombre (mi hermano) al que pensaba encon trar en la celda de los condenados de Caster bridge. Estaba en este rincón; y pegado a él, de tal manera que no podría haber salido, de haberlo intentado, estaba el verdugo que ha bía venido para quitarle la vida, cantando una canción sobre ello y sin saber que el que se hallaba a su lado era su víctima, que le acompañaba para guardar las apariencias. Mi hermano me lanzó una mirada angustiosa, y comprendí lo que quería decir: "No reveles lo que estás viendo; mi vida depende de ello". Quedé yo tan aterrado que apenas si podía mantenerme en pie y, sin saber lo que hacía, di media vuelta y salí corriendo.
Las maneras y el tono del narrador te nían el sello de la verdad, y su relato causó profunda impresión en todos los que esta ban a su alrededor.
-¿Y sabe usted dónde está su hermano en estos momentos? -preguntó el magistrado.
-No lo sé. No lo he vuelto a ver desde que cerré esta puerta.
-Yo puedo atestiguar eso -dijo el guardia.
-¿A dónde piensa huir? ¿Cuál es su profesión?
-Es relojero, señor.
-Dijo que era carretero..., el muy píca ro -dijo el guardia.
-Sin duda se refería a las ruedas de los relojes -dijo el pastor Fennel-. Pensé que sus manos estaban pálidas por su pro fesión.
-Bueno, me parece que no se puede ganar nada con retener a este pobre hombre bajo custodia -dijo el magistrado-; indu dablemente, su asunto va con el otro.

Y así, sin más, el hombre menudo quedó en libertad; pero no pareció, en absoluto, me nos triste por ello; deducir las preocupacio nes que rondaban su cerebro era algo que es taba más allá del poder del magistrado o del guardia, porque tenían relación con otra per sona, alguien en quien pensaba con más in quietud que en sí mismo. Una vez hecho es to, y cuando el hombre se hubo ido por su ca mino, se encontraron con que la noche había avanzado tanto, que consideraron inútil rea nudar la búsqueda antes del amanecer.

Al día siguiente, en consecuencia, la bús queda del ladrón de ovejas se hizo general y tenaz, al menos según todas las apariencias. Pero el castigo pretendido era brutalmente desproporcionado en comparación con la transgresión, y las simpatías de una gran cantidad de campesinos de aquel distrito se volca ron firmemente del lado del fugitivo. Además, su maravillosa frialdad y su osadía al codearse con el verdugo, bajo las inauditas circunstan cias de la fiesta del pastor, se ganaron su admi ración. De tal modo, puede ponerse en duda que todos aquellos que de manera ostensible estuvieron tan ocupados en recorrer los bos ques, los campos y los caminos se mostraran tan concienzudos a la hora de registrar en pri vado sus propias dependencias y pajares. Cir cularon historias acerca de una figura misterio sa que se veía en ocasiones en algún viejo sen dero abandonado, apartado de las carreteras de peaje; pero cuando se llevaba una búsque da por cualquiera de estas comarcas sospe chosas, nunca se encontraba a nadie. Y así pa saron sin noticias, los días y las semanas.

En resumen, el hombre de voz grave, del rincón de la chimenea, nunca fue capturado de nuevo. Algunos decían que había cruzado el océano; otros, que no, que se había sumer gido en las profundidades de alguna ciudad populosa. De cualquier forma, el caballero del traje gris ceniza jamás realizó su trabajo de aquella mañana en Casterbridge, y tampo co se encontró, en ninguna parte, para asun tos de negocios, con el afable compañero que había pasado con él una hora de tranquilidad en la solitaria casa de la cuesta de la barranca. Hace ya tiempo que la hierba crece ver de sobre las tumbas del pastor Fennel y su previsora mujer; los invitados a la fiesta del bautismo, en su mayoría, han seguido a sus anfitriones a la tumba; la niña en cuyo ho nor se habían reunido todos es ahora una matrona otoñal. Pero la llegada de los tres desconocidos a la casa del pastor aquella noche -así como los detalles relacionados con ello- es una historia que se conoce en la zona rural cercana a Higher Crowstairs, tan bien o mejor que entonces.

Thomas Hardy (1840-1928)




Relatos de Thomas Hardy. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Thomas Hardy: Los tres desconocidos (The Three Strangers) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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