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Ciclo de relatos de Northwest Smith: Catherine L. Moore.


Ciclo de relatos de Northwest Smith: Catherine L. Moore.




Northwest Smith es un personaje creado por la escritora norteamericana Catherine L. Moore. Sus relatos de ciencia ficción marcaron una era dentro del pulp, generando una extrapolación de la problemática global de su tiempo hacia ignotas regiones del sistema solar, en donde habitan criaturas asombrosas y ocurren hechos verdaderamente insólitos.

No obstante la inocencia de algunos cuentos de Northwest Smith, en ellos podemos hallar verdaderas joyas del género.






Ciclo de relatos de Northwest Smith: Catherine L. Moore.
  • Paraíso perdido (Lost Paradise)
  • Sed negra (Black Thirst)
  • Shambleau (Shambleau)
  • Sueño escarlata (Scarlet Dream)
  • Yvala (Yvala)
  • Canción en clave menor (Song in a Minor Key)
  • El árbol de la vida (The Tree of Life)
  • El frío dios gris (The Cold Gray God)
  • El polvo de los dioses (Dust of Gods)
  • Julhi (Julhi)
  • La búsqueda de la Piedra Estelar (Quest of the Starstone; en colaboración con Henry Kuttner)
  • La mujer lobo (Werewoman)
  • Ninfa de la oscuridad (Nymph of Darkness; en colaboración con Forrest J. Ackerman)




Relatos de C.L. Moore. I Relatos de ciencia ficción.


El artículo: Ciclo de relatos de Northwest Smith: Catherine L. Moore fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Paraíso perdido»: Catherine L. Moore; relato y análisis


«Paraíso perdido»: Catherine L. Moore; relato y análisis.




Paraíso perdido (Lost Paradise) es un relato de ciencia ficción de la escritora norteamericana Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de julio de 1936 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1954: Northwest de la Tierra (Northwest of Earth).

Paraíso perdido, uno de los mejores cuentos de C.L. Moore, pertenece al ciclo de relatos de Northwest Smith, y explora una nueva posibilidad para el relato de vampiros: una trinidad de criaturas de la noche conocida como Los Tres Que Eran Uno:




Paraíso perdido.
Lost Paradise, Catherine L. Moore (1911-1987)

Yarol el venusiano alargó una rápida mano sobre la mesa, que se detuvo en una de las muñecas de Smith.

—¡Mira! —dijo en voz baja.

Los ojos sin color de Smith se volvieron lentamente en la dirección que el pequeño venusiano le indicaba imperceptiblemente con la cabeza. El panorama que se abría bajo su indiferente mirada le hubiera quitado el aliento, por lo grandiosos, a cualquiera que acabase de llegar; para Smith, sin embargo, aquella vista ya sólo era agua pasada. Su mesa era una de tantas alineadas a lo largo de una balaustrada que circundaba el parapeto bajo el cual desaparecía el vertiginoso golfo de las terrazas de acero de Nueva York, a una altura de mil pies sobre la tierra firme. Entrecruzándose en aquel golfo de vacuidad que se precipitaba hacia abajo, las bandas de acero de los pasos superiores de circulación se arqueaban de edificio en edifico, atestadas de incontables hordas neoyorquinas. Hombres de los tres planetas, vagabundos, aventureros del espacio y cosas singulares y brutales que no eran humanas del todo se mezclaban con los tropeles de terrestres que recorrían interminablemente los grandes puentes de acero que se extendían sobre los abismos de Nueva York. Desde la mesa situada en el alto parapeto donde se sentaban Smith y Yarol, se podía ver pasar todo el sistema solar, mundo tras mundo, por las arcadas que descendían por gradas y azoteas hacia la tiniebla perpetua y las parpadeantes luces lejanas de las profundidades que escondían el suelo firme. Con poderosas escaleras y arcos, formaban una celosía en el cavernoso vacío bajo la balaustrada desde la que Yarol se apoyaba indolentemente sobre un codo, mientras miraba.

Al seguir aquella mirada, los pálidos ojos de Smith sólo vieron la acostumbrada multitud de peatones que pululaban sobre el piso de acero del puente, por debajo de ellos.

—¿Ves? —murmuró Yarol—. ¿Ves a ese individuo bajito con un abrigo de cuero rojo? Ése de cabello blanco, que camina despacio por el borde, ¿lo ves?

—Humm.

Smith emitió un sonido gutural, que no le comprometía a nada, mientras se fijaba en lo que había suscitado el interés de Yarol. Se trataba de un extraño espécimen de humanidad que caminaba indolente por el extremo del puente, apartado de la muchedumbre que lo llenaba. Su abrigo rojo se ceñía a un cuerpo cuya extrema fragilidad era visible incluso a aquella distancia; pero, por lo que Smith podía ver de su silueta en escorzo, no parecía hallarse enfermo. Sobre su cabeza descubierta el cabello crecía sedoso y plateado, y bajo uno de sus brazos apretaba con fuerza un envoltorio de forma cuadrada, que se cuidaba, según observó Smith, de mantener por el lado de la balaustrada, lejos de la muchedumbre que pasaba.

—Te apuesto la próxima ronda —murmuró Yarol, mientras sus sagaces ojos negros parpadeaban bajo sus largas pestañas— a que no adivinas de qué raza procede ese hombrecillo, ni cuáles son sus orígenes.

—De cualquier modo la próxima ronda me tocaba a mí —dijo Smith, con una sonrisa—. No lo adivino. Pero, ¿qué importa?

—¡Oh! Sólo es simple curiosidad. Hasta ahora, en toda mi vida, sólo había visto a uno de ellos, y estoy por apostar a que tú no has visto a ninguno. Y, sin embargo, es una raza de la Tierra, quizá la más antigua. ¿Has oído hablar de los seles?

Smith negó con la cabeza, en silencio, los ojos fijos en la pequeña figura de más abajo, que iba desapareciendo lentamente de su vista, oculta por el reborde de la terraza donde se sentaban.

—Viven en algún lugar de la región más remota de Asia, nadie sabe exactamente dónde. Pero no son mongoloides. Por lo que he oído, son una raza pura, que no tiene equivalente en todo el sistema solar. Creo que incluso ellos mismos han olvidado su origen, aunque sus leyendas se remonten tan lejos que uno se maree al pensar en ello. Tienen un aspecto extraño, todos con los cabellos blancos y tan frágiles como el cristal. Viven muy apartados de los demás, desde luego. Cuando uno de ellos se aventura en el mundo exterior, puedes estar seguro de que es por alguna razón tremendamente importante. Me pregunto por qué ese individuo... Bueno, ya no importa. Sólo que al verle recordé la extraña historia que se cuenta de ellos. Poseen un secreto. No, no te rías; se supone que es algo muy extraño y maravilloso, a lo que toda su raza dedica su vida para que siga oculto. Daría cualquier cosa por saber de qué se trata, simplemente por curiosidad.

—No es algo que te concierna, muchacho —dijo Smith, con voz adormilada—. Creo que es mejor para ti que no lo conozcas. Conocer ese tipo de secretos siempre acaba ocasionándole a uno muchas molestias.

—No tendré esa suerte —dijo Yarol, encogiéndose de hombros—. Tomemos otra ronda, recuerda que te toca a ti, y olvidemos el asunto.

Levantó un dedo para llamar al apresurado camarero, pero no llegó a hacerle ninguna señal. Pues justamente entonces, al otro lado del recodo de la barandilla que separaba el pequeño recinto de las mesas de la calle que subía al otro lado de la terraza, un relámpago de rojo atrajo bruscamente la mirada de Yarol. Era el hombrecillo de cabellos blancos que apretaba con fuerza su paquete de forma cuadrada mientras caminaba con temor, como si no estuviera acostumbrado a calles y terrazas llenas de gente, todas a una altura de mil pies, inmersas en un aire centelleante de acero. Y en el momento en que la mirada de Yarol caía sobre él, sucedió algo. Un hombre con un uniforme marrón muy sucio, cuyas insignias desgastadas eran indescifrables, empujó bruscamente hacia delante al hombrecillo vestido de rojo y le hizo tropezar. El hombrecillo emitió un chillido de alarma y, frenético, intentó agarrar con más fuerza el envoltorio, pero ya era demasiado tarde. El empujón prácticamente se lo había quitado de debajo del brazo y, antes de que pudiera cogerlo, el fornido asaltante se había apoderado de él para abrirse rápidamente camino, a empellones, entre la muchedumbre.

El rostro del hombrecillo estaba lívido de un tremendo terror, mientras miraba aturdido a su alrededor. Y en su primera mirada desesperada divisó a los dos hombres sentados en la mesa que le observaban con intensa concentración. A través de la barandilla, su mirada se cruzó con las suyas en una súplica muda. Había algo en la actitud de aquellos hombres, en el cuero gastado de sus trajes de navegantes del espacio y en los rostros que ostentaban el indefinible sello de quienes viven peligrosamente, que debió de haberle dicho en el instante de aquella mirada desesperada que, posiblemente, la ayuda que buscaba estuviera en ellos. Se agarró a la barandilla, con los nudillos blancos por la tensión, y dijo, entrecortándose:

—¡Síganle! Traigan el paquete, recompensaré. ¡Oh, deprisa!

—¿Cómo nos recompensará? —preguntó Yarol, con un tono de súbita decisión.

—Con lo que sea, el precio que ustedes fijen. ¡Pero deprisa!

—¿Lo jura?

El rostro del hombrecillo estaba bañado de escarlata, por la angustia.

—¡Lo juro, claro que lo juro! ¡Pero apresúrense! ¡Deprisa o ustedes...!

—¿Lo jura por...?

Yarol dudó y, mirando por encima del hombre, echó una mirada significativa a Smith. Entonces se levantó, se inclinó fuera de la barandilla y susurró algo al extranjero, al oído. Smith observó una mirada de intenso terror en el rostro enrojecido. Era como si su color fuera desapareciendo lentamente, dejando sólo los rasgos del rostro, de una palidez lunar, teñidos de una emoción que Smith no pudo descifrar. Pero, en su frenesí, el hombre asintió. Con voz atormentada, que era al tiempo sonido gutural y susurro entrecortado, dijo:

—Sí, lo juro. ¡Y ahora váyanse!

Yarol saltó por encima de la barandilla, sin más, y desapareció entre la muchedumbre, tras la pista del ladrón que huía. El hombrecillo le miró fijamente durante un instante, luego rodeó lentamente la barandilla, mientras se dirigía a la puerta de acceso al recinto, y pasó entre las mesas vacías hasta llegar a la de Smith. Se dejó caer en la silla que había dejado Yarol y enterró su sedosa y plateada cabeza entre unas manos estremecidas. Smith le miró, impasible. Estaba ligeramente sorprendido de comprobar que quien se sentaba frente a él no era un anciano. Las señales que veía sobre su rostro colmado de ansiedad eran las de la edad madura, y las manos que se crispaban sobre la cabeza inclinada eran fuertes y firmes, con una delgadez singularmente frágil que, sin embargo, había notado desde el principio. No era, pensó Smith, la delgadez propia de un individuo en particular, sino, como Yarol había dicho, una característica racial que daba la impresión de que aquel hombre fuera a romperse en pedazos si recibía un golpe. Y sin no lo hubiera sabido a ciencia cierta, hubiese jurado que aquella raza se había originado en cualquier planeta más pequeño que la Tierra, en cualquier mundo con gravedad inferior que hubiera justificado aquella delicada estructura ósea. Tras un instante, el extranjero comenzó a levantar lentamente la cabeza, hasta quedarse mirando fijamente a Smith con ojos alucinados.

Aquellos ojos eran de una apariencia poco corriente: oscuros, cálidos, velados por una especie de película traslúcida, que daban la impresión de no mirar a nada. Conferían a todo el rostro una impresión de recogimiento, de paz introspectiva que contrastaba enormemente con la angustia e inquietud que revelaban los delicados rasgos del hombre. Estaba observando a Smith, y la desesperación de sus ojos eximía a aquella larga mirada de cualquier impertinencia. Smith miró hacia otra parte y le dejó que prosiguiera. En dos ocasiones fue consciente de que los labios del otro se apartaban y de que su aliento se detenía, como si fuese a hablar; pero algo debió de ver en el rostro sombrío e impasible al otro lado de la mesa, lleno de las cicatrices de muchas batallas, en los ojos fríos y desprovistos de emoción, que le obligó a abstenerse de preguntar. Y allí siguió sentado en silencio, retorciéndose las manos sobre la mesa con una desnuda angustia en los ojos, mientras esperaba.

Los minutos pasaron lentamente. Debió de transcurrir un buen cuarto de hora antes de que Smith oyera pasos a su espalda y supiese por la luz que iluminaba el rostro del hombre sentado frente a él que Yarol había regresado. El pequeño venusiano arrimó una silla y, con una mueca, se dejó caer en ella en silencio, mientras depositaba sobre la mesa un envoltorio de forma cuadrada. El extranjero se precipitó sobre él con un leve grito inarticulado, pasó unas manos ansiosas sobre el papel marrón que lo cubría, y comprobó los sellos de lacre que unían el lado donde se juntaban los extremos del papel de envolver. Satisfecho sólo entonces, se volvió hacia Yarol. La desesperación incontrolada acababa de morir en su rostro, que recobró los rasgos de una inmensa tranquilidad. Smith pensó que jamás había visto un rostro que con tanta rapidez pudiera mostrar serenidad y paz. Sin embargo, aquella paz ocultaba una extraña forma de resignación, como si encerrase algo que él aceptaba sin condiciones; como si, quizá, se preparara a pagar cualquier precio tremendo que le pidiera Yarol, y supiese que sería alto.

—¿Qué desea como recompensa? —preguntó a Yarol con voz gentil.

—Cuénteme el secreto —dijo Yarol con determinación, al tiempo que hacía una mueca.

Recobrar el paquete no había sido difícil para un hombre con sus habilidades y su carácter. Ni siquiera Smith supo cómo lo había conseguido —los caminos de los venusianos son extraños—, pero de ello no había ninguna duda. Sin embargo, no miraba el hermoso rostro de querubín del venusiano, donde bailaban unos sagaces ojos negros. Contemplaba al extranjero, y no veía sorpresa en los delicados rasgos del hombre, sólo un leve destello de luz rápidamente opacado en los velados ojos, un leve espasmo de pena y comprensión que, durante un instante, contorsionó su rostro.

—Debiera haberlo supuesto —dijo tranquilamente, con su dulce y suave voz, que debajo de su inglés cultivado poseía un matiz de acento extranjero—. ¿Tiene alguna idea de lo que me pide?

—Alguna —la voz de Yarol se hizo más sobria por efecto de la gravedad de la entonación del otro—. En cierta ocasión conocí a uno de su raza, uno de los seles, y aprendí lo suficiente para desear, como un loco, saber del todo el secreto.

—También aprendería... un nombre —dijo dulcemente el hombrecillo—. Por él juré entregarle lo que me pidiera. Y lo haré. Pero debe saber que jamás hubiera pronunciado ese juramento, aunque algo tan preciado como mi propia vida dependiera de él. Si la causa no hubiera sido tan grande como... como la que me obligó a jurar, yo, u otro cualquiera de los seles, hubiese muerto antes de jurar por ese nombre. Por eso mismo –sonrió tímidamente- podrá adivinar cuán preciado es lo que contiene este envoltorio. ¿Está seguro, está verdaderamente seguro de querer saber nuestro secreto?

Smith reconoció la testarudez que comenzaba a oscurecer los rasgos finamente cincelados del rostro de Yarol.

—Lo estoy —dijo con firmeza el venusiano—. Y usted me lo prometió en nombre de... —dejó de hablar para formar con los labios las sílabas que no pronunció. El hombrecillo sonrió, con un extraño asomo de conmiseración en el rostro.

—Está invocando poderes —dijo— que, sin lugar a dudas, desconoce. Se trata de algo peligroso. Pero..., en efecto, lo he prometido y se lo revelaré. Debo contárselo aunque ahora usted no deseara saberlo; pues una promesa hecha por ese nombre debe cumplirse, cueste lo que cueste a quien haya hecho la promesa o a quien vaya dirigida. Lo siento..., pero ahora debe saberlo.

—Díganoslo, entonces —insistió Yarol, y se inclinó hacia delante sobre la mesa.

El hombrecillo se volvió hacia Smith, mostrando en su rostro en calma una paz que suscitó un vago malestar en el terrestre.

—¿Usted también desea saberlo? —preguntó.

Smith dudó durante un instante, sopesando contra su propia curiosidad aquel malestar sin nombre. A su pesar, se sentía extrañamente impelido a conocer la respuesta de la pregunta de Yarol, aunque, a medida que lo pensaba, sentía cada vez con mayor certidumbre una extraña y silenciosa amenaza bajo la calma del pequeño extranjero. Se limitó a asentir con la cabeza y miró de soslayo a Yarol. Sin más prolegómenos, el hombre cruzó los brazos sobre la mesa, cubriendo su preciado envoltorio, se inclinó hacia delante y comenzó a hablar con su suave y lenta voz. Y mientras hablaba, le pareció a Smith que una serenidad si cabe aún mayor que la de antes afluía a sus ojos, algo tan vasto y tranquilo como la propia muerte. Le pareció que dejaba de vivir mientras hablaba, y que se hundía a cada una de sus palabras en una paz que nada en la vida podría turbar. Y Smith supo que aquel preciado secreto tan bien guardado no estaría a punto de ser revelado por alguien que guardaba una calma tan mortal, a menos que un peligro tan grande como la mismísima muerte acompañase a la revelación. Contuvo la respiración para hablar e interrumpir aquellas revelaciones, pero fue como si una compulsión le dijera que no debía interrumpirlas. Indiferente, decidió escuchar.

—Imaginen —decía tranquilamente el hombrecillo—, por ejemplo, una raza de individuos empujada por la necesidad hasta unas cavernas negras como la pez, donde sus hijos y nietos se criarán sin ver jamás la luz ni usar jamás sus ojos. A medida que vayan pasando las generaciones, irá naciendo una leyenda que hable de la inefable belleza y misterio del ver. Quizá se convierta en una religión, la narración de una gloria mayor de lo que puedan describir las palabras (pues, ¿cómo se podría describir la vista a un ciego?), que sus antepasados habían conocido, y que ellos todavía podrían percibir si las condiciones se lo permitieran, ya que aún poseen los órganos pertinentes.

“Pues nuestra raza tiene una leyenda parecida. Hay una facultad, un sentido, que hemos perdido a lo largo de incontables eones, y que poseíamos en nuestro “apogeo” y “origen”; pues a diferencia de cualquier otra raza de las actualmente existentes, nuestras leyendas más antiguas comienzan en una edad dorada del pasado infinitamente lejano. Más allá no hay nada. No tenemos historias de groseros comienzos, como las demás razas. Hemos perdido nuestros orígenes, aunque las leyendas de nuestro pueblo lleguen mucho más atrás de lo que yo pudiera hacerles creer a ustedes. Pero por lejos que se remonte nuestra historia, siempre aparecemos como un pueblo hecho y derecho que procede de algún origen remoto no narrado en las leyendas, y que posee una civilización avanzada, con una cultura perfectamente estable. Pues bien, en ese estadio de perfección poseíamos el sentido perdido que sólo hoy existe como una tradición velada. En las soledades del Tíbet habitan los remanentes de nuestra, antaño, poderoso raza. Desde los comienzos de la Tierra hemos vivido allí, mientras en el mundo exterior la humanidad luchaba para salir lentamente de su estado salvaje. Fuimos declinando en una gradación infinita hasta que para la mayoría de nosotros el secreto se perdió. Pero nuestro pasado es demasiado magnífico para que lo olvidemos, y por eso no nos rebajamos a mezclarnos con las jóvenes civilizaciones que surgieron. Pues nuestro glorioso secreto no se ha perdido del todo. Nuestros sacerdotes lo conocen y lo guardan con magias espantosas, y aunque no conviene que ni siquiera la mayoría de nuestra raza comparta este misterio, el más miserable de nosotros desdeñaría incluso la corona del mayor de vuestros imperios, porque quienes heredamos el secreto somos mucho más grandes que los reyes.

Hizo una pausa, y la mirada ensimismada de sus extraños y traslúcidos ojos se hizo más profunda. Y como si quisiera traerle de vuelta al presente, Yarol preguntó, apresuradamente:

—Sí, pero ¿de qué se trata? ¿Cuál es el secreto?

La suave mirada se volvió hacia él con compasión.

—Sí..., debe saberlo. Ahora usted no puede huir de él. No puedo adivinar cómo pudo conocer el nombre con el que me invocó, pero sí sé que no sabe mucho más, o de lo contrario jamás se hubiera servido de su poder para hacerme esa pregunta. Es... una lástima... para todos nosotros que yo pueda contestarle, pues soy uno de los pocos que conocen su respuesta. Nadie, excepto los sacerdotes, se aventura jamás a salir de nuestro retiro en las montañas. Así que usted hizo la pregunta a uno de los pocos que podían contestarla..., lo que es una desgracia tanto para ustedes como para mí.

Hizo una nueva pausa y Smith observó que la vasta placidez de sus rasgos se iba haciendo más profunda. Como haría un hombre que, impertérrito, contempla el rostro de la muerte.

—Prosiga —le instó con impaciencia Yarol—. Díganos, díganos el secreto.

—No puedo —la blanca cabeza del hombrecillo se agitó, denegando. Sonrió levemente—. No hay palabras para ello. Pero se lo mostraré. Miren.

Alargó una frágil mano y derramó el vaso que estaba cerca del codo de Smith, de modo que las rojas heces del whisky de segir formaron un pequeño charco sobre la mesa.

—Miren.

Los ojos de Smith observaron el brillo rojizo del líquido derramado. En él percibieron una oscuridad a través de la cual unas sombras pálidas se movían extrañamente, tanto que Smith se vio obligado a mirar más de cerca, pues nada de lo que conocía podía formar unos reflejos tan extraños. Era consciente de que Yarol también se había inclinado para mirar y de que, poco después, ya no veía nada que no fuese la roja oscuridad del abismo, estriado de pálidos estremecimientos. Sus ojos se habían hundido tanto en el secreto que no podía mover un músculo, y la mesa, la terraza y toda la gran ciudad de acero que hormigueaba a su alrededor eran una bruma que se desvanecía en el olvido. Como de muy lejos, oyó aquella voz, baja y suave, llena de infinita resignación, de calma infinita, y de una conmiseración enorme e inalcanzable.

—No se resistan —dijo gentilmente—. Abandónense a mi mente y les mostraré, pobres niños necios, lo que me han pedido. Puedo hacerlo por la virtud del nombre. Es posible que el conocimiento que obtengan no les compense del precio que va a costarnos a todos nosotros, pues los tres moriremos cuando el secreto haya sido revelado. ¿Quizá lo sabían? La vida de toda nuestra raza, desde eras inmemoriales, está dedicada a guardar el secreto, y cualquiera que lo conozca y que no pertenezca al círculo de nuestros sacerdotes, que lo enseñan, debe morir, para que no sea revelado. Yo, que en mi locura juré por el nombre, debo contárselo, ya que me lo han pedido, y decirles que morirán antes de que haya pagado el precio de mi propia debilidad... con mi propia muerte. No importa, estaba escrito. No se resistan... Forma parte de la urdimbre de nuestras vidas, pues desde nuestro nacimiento los tres hemos ido recorriendo el camino que nos ha conducido a este instante, en que estamos juntos sentados a una mesa. Ahora atiendan, escuchen... y aprendan. En la cuarta dimensión, que es el tiempo, el hombre sólo puede viajar a favor de la corriente. En las otras tres puede moverse libremente según su voluntad, pero en el tiempo debe someterse a su flujo, que es todo lo que conocemos. Incidentalmente, sólo esta dimensión de las cuatro le afecta físicamente. A medida que se mueve en la cuarta dimensión, envejece. Pero, antaño, nosotros conocíamos el secreto de movernos tan libremente a través del tiempo como del espacio, y eso de una manera que no afectaba a nuestros cuerpos más que el movernos hacia delante o hacia detrás. Aquel secreto implicaba el uso de un sentido especial que creo que todos los hombres poseen, aunque después de eras sin usarlo se haya atrofiado tanto que casi ha dejado de existir. Sólo entre los seles queda el recuerdo de su existencia, y sólo entre nuestros sacerdotes quedan aquellos que poseen el antiguo sentido en toda su plenitud. Cuando nos movemos según nuestra voluntad a través del tiempo no lo hacemos físicamente. Ni nos relacionamos con lo que ocurrió antes de que nosotros llegáramos, salvo en el conocimiento del pasado y del futuro que ganamos con nuestros viajes. Pues nuestro movimiento en el tiempo se halla confinado estrictamente a lo que ustedes llaman memoria. Gracias a este sentido prácticamente perdido, podemos ir hacia atrás, en las vidas de quienes nos precedieron, o hacia delante, a través de las “memorias” aún incorpóreas pero positivamente existentes, de quienes vendrán después de nosotros. Pues, como ya he dicho, toda la vida está tejida según un dibujo ya acabado, donde pasado y futuro aparecen dibujados irrevocablemente.

“Pero, incluso en esa manera de viajar, hay peligro. Aunque nadie sepa precisamente cuál, pues nadie que lo haya encontrado ha vuelto jamás. Quizá el viajero cae por casualidad en los recuerdos de un moribundo y no puede escapar. O quizá... No sé, pero hay ocasiones en que la imaginación no regresa, se quiebra... Aunque no hay límites para ninguna de estas cuatro dimensiones en lo que concierne a la humanidad, la distancia a que podemos aventurarnos en cualquiera de ellas está limitada a la capacidad mental de quien viaja. Ninguna imaginación, por muy poderosa que sea, podría retroceder hasta los orígenes. Por esta razón no sabemos nada de nuestros propios comienzos antes de esa era dorada de que hablaba. Pero sabemos que hemos sido exiliados de un lugar demasiado maravilloso para perdurar, de una tierra más exquisita que cualquiera de las que la Tierra puede mostrar. Procedemos de un mundo que es como una joya, y nuestras ciudades eran tan hermosas que incluso nuestros hijos cantan las canciones de Baloise la Bella, de Ingala, la de murallas de marfil, y de Nial, la de blancos tejados. Una catástrofe nos expulsó de aquella tierra, una catástrofe de la que nada sabemos. La leyenda dice que nuestros dioses se enfadaron y nos abandonaron. Lo que después sucedió es algo que nadie sabe exactamente. Pero aún seguimos suspirando por el adorable mundo de Seles donde nacimos. Era... Pero miren, y lo verán.

La voz sólo había sido un subir y bajar de resonancias en un mar de oscuridad; pero Smith, con toda su conciencia concentrada aún en el reflectante abismo de rojo hipnótico, fue consciente de un estremecimiento y de un súbito movimiento en el profundo seno de su oscuridad. Unas cosas se movían y subían, tan vertiginosamente que la cabeza comenzó a darle vueltas y el vacío tembló a su alrededor. Fuera de aquella estremecida tiniebla, una luz comenzó a relucir. La realidad estaba cobrando forma a su alrededor, una nueva substancia y una nueva escena; y a medida que la luz y el paisaje iban surgiendo de la oscuridad, su propia mente se revestía nuevamente de carne y percibía la realidad de manera gradual. En aquellos momentos se encontraba de pie en la ladera de una colina baja, aterciopelada de hierba oscura bajo el crepúsculo. Bajo él, en aquella adorable penumbra semitraslúcida, se extendía Baloise la Bella, de blancura de marfil, destellando a través de la penumbra como una perla sumergida en vino oscuro. De algún modo, supo que era aquella ciudad, supo su nombre y amó cada uno de sus pálidos chapiteles, cúpulas y arcadas que, ente él, surgían en el atardecer. Baloise la Bella, su esplendorosa ciudad. No tuvo tiempo de maravillarse por aquella familiaridad súbita y nostálgica; pues al otro lado de los tejados de marfil una especie de gran resplandor lunar comenzaba a iluminar el apagado cielo, con tan enorme y deslumbrante brillo que le quitó la respiración; pues, con toda certeza ninguna de las lunas que jamás se habían alzado en la Tierra hubiera podido dar una iluminación tan poderosa. Detrás de la extensión de las azoteas de marfil de Baloise se difundía en un gran halo, que quitaba la respiración a la noche toda, como si estuviera pendiente de un milagro. Luego, más allá de la ciudad, vio el borde de un inmenso círculo de plata reluciendo a través de una capa de nubes bajas y, de repente, comprendió.

Fue subiendo lentamente, muy lentamente. Las marfileñas azoteas de Baloise la Bella captaban la luz de aquel suave e inmenso resplandor y la convertían en un destello nacarado, de suerte que la noche toda era un milagro, con la maravilla de la Tierra naciente. Sobre la ladera de la colina, Smith seguía inmóvil mientras el enorme y resplandeciente orbe derramaba su claridad sobre los tejados y, finalmente, flotaba en libertad bajo la pálida luz de la Luna. Ya había visto antes aquel espectáculo desde un estéril satélite muerto, pero jamás la exquisita iluminación de la Tierra a través de los vapores del aire de la Luna había velado el vasto globo en un rielar de encantamientos, mientras se balanceaba misteriosamente a través del crepúsculo, todos sus continentes plateados tenuemente teñidos de verde, la traslúcida maravilla de sus mares resplandeciendo con la claridad de joyas, pálidos, rojizos como ópalos en la lúcida tranquilidad de la oscuridad del claro de la Tierra. Era una visión demasiado arrebatadora para que un hombre pudiera contemplarla sin estar preparado. Mientras bajaba lentamente la colina le dolía la cabeza por aquella belleza demasiado vívida para que los ojos pudieran contemplarla por largo tiempo. Hasta entonces no fue consciente de que estaba mirando a través de un cuerpo que no era el suyo. No tenía control sobre él; simplemente, lo había cogido para caminar por la penumbra lunar hasta bajar la colina, para poder percibir por sus sentidos el inconmensurable pasado que se hallaba contemplando. Ése era el “sentido” de que había hablado el pequeño extranjero. En la memoria de un habitante de la Luna muerto desde hacía eones, la vista de la Tierra naciente, maravillosa sobre los chapiteles de la ciudad olvidada, había quedado grabada tan profundamente que la erosión de incontables eras no había podido borrarla. En aquellos momentos veía, y sentía, lo que su hombre desconocido había visto y sentido sobre la ladera de una colina de la Luna, hacía un millón de años.

A través de la magia de aquel “sentido” perdido caminaba por la verdeante superficie de la Luna, hacia aquella exquisita ciudad, perdida para todo lo que no fueran los sueños de hacía muchísimos eones. Bien hubiera podido adivinar por la extrema fragilidad del pequeño sacerdote que su raza no era originaria de la Tierra. La menor gravedad de la Luna había originado una raza con la delicadeza de las aves. Era curioso que tuvieran el cabello plateado como la Luna y unos ojos traslúcidos y remotos como el satélite muerto. Un lazo singular y lógico con su patria perdida. Pero poco tiempo quedaba para la maravilla y la especulación. Smith contemplaba el esplendor de Baloise, que flotaba cada vez más cerca en el atardecer, bañada con una luminosidad tan suavemente real que era como si pisara agua de una sombría claridad. Intentaba descubrir cuál era la libertad que le permitía aquella nueva experiencia. Podía ver lo que vía su huésped, y comenzó a ser consciente de que también compartía los demás sentidos del hombre. Incluso podía compartir sus emociones, pues había sentido un momento de apasionada nostalgia por toda la blanca ciudad de Baloise cuando la contempló desde la colina, de nostalgia y de amor como el que un exiliado podría sentir por su ciudad natal. También fue paulatinamente consciente de que el hombre estaba asustado. Un terror extraño, sombrío y lleno de miasmas acechaba bajo la superficie de sus pensamientos conscientes, algo cuyo origen no podía sondear. Confería a la belleza que contemplaba una acuidad tan punzante, al menos, como el dolor, que grababa intensa y profundamente en su memoria cada blanco chapitel y resplandeciente cúpula de Baloise.

Lentamente, moviéndose en la sombra de su propio terror sombrío, el hombre fue bajando de la colina. La muralla de marfil que ceñía Baloise surgió ante él, una muralla baja con una cresta que exhibía una banda de calado y encaje, sobre cuyas circunvoluciones el claro de la Tierra lucía como plata. Caminó bajo un arco apuntado, sin dejar de moverse con aquel paso resuelto, como si se aproximara a algo espantoso de lo que no podría escapar. Y cada vez con más fuerza, Smith fue consciente del miedo que anegaba los pensamientos sin formular del hombre, bañados en una marea sombría bajo la consciencia de todo lo que hacía. Y aún con más fuerza, seguía resistiéndose de su acuciante amor por Baloise, y sus ojos se posaban en lentas caricias sobre los pálidos tejados y los muros bañados por la luz de la Tierra, y las nacaradas penumbras que brotaban de sus sombras, donde la luz de la Tierra naciente sólo era un reflejo. Estaba grabando en su memoria el esplendor de Baloise, como pudiera hacer un exiliado. Se demoraba en su contemplación con un anhelo tan profundo que parecía que, hasta el día de su muerte, quisiera llevar delante de sus ojos la belleza iluminada por la Tierra que contemplaba. Pálidas paredes, cúpulas traslúcidas y arcadas surgieron ante él mientras caminaba lentamente a lo largo de una calle cubierta de arena blanca, de suerte que sus pies caían insonoros sobre su superficie, como si caminase en un sueño traslúcido. La Tierra ya estaba más alta sobre los reflectantes tejados, y su gran globo resplandeciente flotaba libre encima de su cabeza, velado y opalescente con los iridiscentes mares de su atmósfera. Al mirar a través de los ojos de su desconocido extranjero, Smith pudo reconocer a duras penas la configuración de los grandes continentes verdes que se extendían bajo los velos de titilante aire, y las formas de los relucientes mares le parecieron extrañas. Contemplaba un pasado tan lejano que bien poco de su planeta nativo le era familiar. Su extraño huésped estaba doblando la ancha calle arenosa. Tomó una pequeña calleja pavimentada, incierta en la difusa luz de la Tierra, y empujó la puerta de una verja que después volvió a cerrar. Bajo su arco, penetró en un jardín, precioso bajo el claro de Tierra, más allá del cual se veía una casita blanca, pálida como el marfil, que se recortaba contra unos sombríos árboles.

Había un estanque en el jardín central, y la Tierra nadaba en su negrura como un ópalo enorme y reluciente, haciendo que el agua reluciera con mayor esplendor que en cualquiera de los estanques de la Tierra. Y sobre aquel estanque inundado de claro de Tierra, estaba inclinada una mujer. La plateada cascada de sus cabellos enmarcaba un rostro más pálido que la palidez de la Tierra naciente y de una belleza más delicada y exquisita que la que jamás se hubiera dado en cualquier mujer de la Tierra. Su esbeltez lunar, mientras se inclinaba sobre el estanque, poseía un aire inmortal; pues jamás mujer alguna de la Tierra paseó delicadeza que llegara, siquiera, a la mitad de aquélla, tan dulce y frágil. Alzó la cabeza cuando se abrió la puerta de la verja, y se irguió con un movimiento tan ligero, porque no era terrestre, que apenas pareció tocar la hierba cuando caminó hacia delante, criatura de pálido encantamiento en un jardín lunar encantado. Pisando la hierba, el hombre fue hacia ella, contrito, y Smith sintió en él un pánico y un dolor profundamente arraigados en su alma que apenas le permitían hablar. La mujer alzó el rostro, perfectamente visible en aquel momento bajo el claro de Tierra y tan delicadamente modelado que más parecía cualquier joya exquisitamente tallada que un rostro de carne lunar y hueso. Sus grandes ojos estaban opacados por un espanto innombrable. Susurró con el débil eco de una voz:

—¿Ya es el momento?

Y el lenguaje en que hablaba estaba lleno de ondulaciones como el agua al correr, con extrañas, ligeras y entrecortadas cadencias que Smith sólo comprendía por mediación de la mente del hombre cuyos recuerdos compartía. Con voz demasiado alta para ocultar su temblor, su huésped dijo:

—Sí..., ya lo es.

Al oír aquello, los ojos de la mujer se cerraron involuntariamente y toda la exquisitez de su rostro se crispó en una aflicción súbita y dolorosa, tan pesada que pareció que aquella frágil criatura quedaría aplastada bajo su peso, y todo su delicado cuerpo se derrumbaría sobre la hierba, abrumado por una carga que no podría soportar. Pero eso no ocurrió. Vaciló durante un instante y luego los brazos del hombre la rodearon, sujetándola fuertemente en un abrazo desesperado. Y a través de los recuerdos del hombre muerto desde hacía tanto tiempo que la sujetaba, Smith pudo sentir la delicadeza de la mujer muerta desde hacía eones, la cálida suavidad de su carne, sus menudos huesos, como los de un pájaro. Y de nuevo sintió fútilmente que era una criatura demasiado frágil para soportar una pena como la que la torturaba, y un furor impotente creció en él contra cualquiera que fuese la cosa innominada que causaba tan gran terror y pena a aquellas dos personas. Durante un largo momento, el hombre la mantuvo abrazada, sintiendo contra sí la suave fragilidad de su cálido cuerpo, el tormento de los silenciosos sollozos que la estremecían y que parecían capaces de romper todos sus huesos, por lo delicados que eran, y lo desesperada que era su muda agonía. Su propia garganta se estrechaba de pena, y sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas. Los oscuros miasmas de terror fueron haciéndose más fuertes hasta que el jardín iluminado por el claro de Tierra quedó oscurecido por su sombra, y sólo quedó el negro peso de su miedo, el dolor de su desesperado pesar. Finalmente, aflojó la presión de su abrazo y, una vez más, murmuró, con la boca sobre sus plateados cabellos:

—Vamos, vamos, querida. Tranquilízate... Sabíamos que esto tenía que suceder algún día. Le ocurre a todo lo que vive... También a nosotros. No llores así...

Ella sollozó una vez más, con un profundo espasmo de puro dolor, se apoyó en los brazos del hombre para enderezarse y asintió, echando hacia atrás su cabellera de plata.

—Lo sé —dijo—. Lo sé —alzó la cabeza y miró hacia el gran halo de misterio que bañaba la Tierra a través de los velos de iridiscente encantamiento que brillaban sobre la pareja. La luz chispeó en las lágrimas de su rostro—. Me hubiera gustado que los dos nos hubiéramos encontrado... Allí abajo.

Él la zarandeó suavemente entre sus brazos.

—No... La vida en las colonias, con sólo el pequeño resplandor de luz verde reluciendo sobre nosotros para torturar a nuestros corazones con el recuerdo de la patria... No, querida. Hubiera sido toda una vida de nostalgia y de deseos de volver. Aquí hemos vivido felices, conociendo sólo este momento final de pena. Es mejor.

Ella inclinó la cabeza y apoyó la frente contra su hombro, para no ver la Tierra en los cielos.

—¿Lo es? —preguntó, con voz ronca a causa de las lágrimas—. ¿No es mejor toda una vida de nostalgia y de pesares contigo que el paraíso sin ti? Pues bien, la elección ya está hecha. Sólo soy feliz por una cosa: que tú hayas sido llamado antes y no puedas conocer este... este espanto de tener que enfrentarse solo a la vida. Ahora tienes que irte... en seguida, o jamás te dejaré. Sí... Sabíamos que tenía que terminar algún día, que la hora tenía que llegar. Adiós, mi bienamado.

Alzó su húmedo rostro y cerró los ojos. Smith hubiera mirado a otro sito si hubiese podido. Pero no podía despegarse, siquiera emocionalmente, del huésped cuyos recuerdos compartía, y aquel instante insoportable se clavó tan profundamente en su propio corazón como en el del hombre que le albergaba. La tomó gentilmente de nuevo entre sus brazos y besó la boca estremecida, salada con el sabor de las lágrimas. Y después, sin mirar hacia atrás, se volvió hacia la puerta abierta y caminó lentamente bajo su arco, como si fuera un hombre que se dirigiese hacia su condena. Pasó nuevamente por la calleja hasta llegar a la calle ancha de antes, bajo el esplendor del claro de Tierra. La belleza de la Baloise muerta desde hacía eones por la que caminaba, suscitaba un dolor sordo en su corazón bajo la angustia más aguda de la despedida. La sal de las lágrimas de la joven seguía sobre sus labios, y le parecía a él que ni la muerte podría consolarle de la pena de los momentos que acababa de pasar. No obstante, apretó el paso con resolución. Smith comprendió que su huésped, después de doblar una esquina, se dirigía hacia el centro de Baloise la Bella. Grandes plazas abiertas rompían aquí y allá las filas de marfil de los edificios; a veces veía pasar a hombres y mujeres por las calles, frágiles como pájaros con su delicadeza de seres lunares, plata pálida bajo el inmenso disco pálido de la omnipresente Tierra, que dominaba la escena hasta que nada parecía real, excepto aquella vasta maravilla suspendida sobre su cabeza. Los edificios eran allí más grandes, y aunque no hubieran perdido nada de su encantadora belleza, se hacía evidente que eran lugares dedicados más a la industria que las moradas rodeadas de verjas de las afueras de la ciudad.

En una ocasión contorneó una gran plaza en cuyo centro se levantaba una gran esfera de superficie plateada que reflejaba el brillo del claro de Tierra. Era una nave, una nave espacial. Smith lo habría comprendido sólo con verla, aunque no se lo hubiesen dicho los pensamientos del hombre de la Luna que llegaban hasta su mente. Era una nave espacial llena de hombres, maquinaria y repuestos para las colonias, donde se luchaba contra las voraces junglas de una Tierra prehistórica cubierta de vapores. Vio a los últimos pasajeros pasar por las rampas que les conducían a unas aberturas en la parte inferior, gente de blanco lunar que se movía silenciosamente como en un sueño bajo el enorme y pálido resplandor de la Tierra, ya alta en el cielo. Resultaba extraño ver lo silenciosos que eran. Toda la enorme plaza, la inmensa esfera que la llenaba, y la muchedumbre que se movía de uno a otro lado sobre las rampas bien pudieran haber sido las imágenes de un sueño. Era difícil imaginar que no lo eran, que habían existido, de carne y hueso, de piedra y acero, bajo la luz de un vasto globo que, antaño, hacía milenios, circundado por el irisado velo de su atmósfera, ocupaba el cielo. A medida que se acercaban al extremo más alejado de la plaza, Smith vio a través de los ojos poco observadores de su huésped cómo se bajaban las rampas y se cerraban las aberturas de aquella enorme nave globular. El hombre de la Luna estaba demasiado absorto en su dolor y en su pena para dedicar mucha atención a lo que estaba ocurriendo en la plaza, por lo que Smith sólo captó unas vagas visiones de la gran nave esférica elevándose del suelo, silenciosamente, sin esfuerzo, sin estallidos de ruido atronador ni grandes chorros de llamas como sucede con el lanzamiento de los modernos navíos espaciales. La curiosidad le corroía, pero no podía hacer nada. Los únicos y breves atisbos que podía obtener de aquella escena de eras pasadas debían proceder de los ojos de su huésped, quien acababa de abandonar la plaza para proseguir su camino.

Un gran edificio oscuro surgió por encima de las casas de pálidos tejados. Era lo único oscuro que Smith había visto en Baloise, y su simple contemplación despertó súbitamente el terror que había estado morando informe y oculto en la mente de su huésped. Pero éste siguió andando sin arredrarse. La amplia calle conducía justo hasta la arcada que se abría en la oscura fachada del edificio, un portal tan cavernoso y con una negrura tan amenazante como los portales de la mismísima muerte. El hombre se detuvo bajo su sombra. Miró hacia atrás pausadamente, observando la nacarada palidez de Baloise. Por encima de las cúpulas y pináculos surgía la vasta y pálida luz de la Tierra. La propia Tierra, bañada en mares de atmósfera opalescente, con todos sus continentes de verde plata, con todos sus mares coloreados como joyas veladas, reluciendo ante él por última vez. Toda la pujanza de su amor por Baloise, de su amor por la joven que había quedado en el jardín, de su amor por el encantador satélite completamente verde donde había vivido, se convirtieron en un nudo en su garganta, y su corazón estuvo a punto de explotar por la dulce plenitud de la vida que había llevado. Después se volvió resuelto y pasó bajo la oscura arcada. A través de su mirada fija, Smith no pudo ver nada que no fuera una penumbra parecida a la que forma el claro de luna a través de la niebla, de modo que el interior estaba lleno de una grisura levemente traslúcida, levemente luminosa. Y el terror que lastraba la mente del hombre comenzaba a insinuarse en la suya mientras, tremendamente escalofriado, se adentraba rápidamente en la penumbra.

La oscuridad fue aclarándose a medida que avanzaban. Cada vez le parecía más inexplicable a Smith que, a pesar del espanto que comenzaba a helar de miedo la mente del habitante de la Luna, éste prosiguiera hacia adelante sin dudar, sin que le moviese ninguna compulsión, sino su propia voluntad. Iba hacia la muerte –de eso ya no había duda, a juzgar por lo que había podido vislumbrar en la mente de su huésped-, una muerte ante la que se revolvían todas las fibras de su ser. Pero seguía adelante. Las paredes ya eran visibles a través de la oscura bruma que llenaba la tiniebla. Eran paredes suaves al tacto, de color negro, lisas. El interior de aquel gran edificio oscuro era espantoso, por su tremenda simplicidad. Nada había en él, excepto un amplio corredor negro cuyos muros se perdían, invisibles, sobre su cabeza. En contraste con la ornamentación de cualquiera de las paredes de las demás construcciones de Baloise, la rotunda severidad de aquel edificio añadía una nota de terror al aturdido cerebro del hombre que caminaba por él. La oscuridad palideció y se llenó de luz. El corredor se ensanchaba. En aquellos momentos sus paredes parecían alejarse ante el avance de la luz; a través de la brumosa claridad, el hombre de la Luna avanzó sobre un suelo negro y mate hacia su muerte. La habitación donde había desembocado el corredor era inmensa. Smith pensó que debía abarcar prácticamente el interior del gran edificio oscuro, pues transcurrieron varios minutos mientras su huésped caminaba a buen paso, aunque sin prisa, entre las tinieblas del suelo.

Gradualmente, a través de aquella extraña opacidad iluminada comenzó a crecer una llama. Bailoteó en la bruma como la luz de un fuego agitado por el viento, reluciendo, apagándose, encendiéndose nuevamente, de suerte que la bruma latía con su brillo. Había una regularidad de vida en aquel latido. Era un muro de llama pálida que se extendía a través de la brumosa penumbra por todo lo que el ojo podía abarcar a derecha e izquierda. El hombre se detuvo ante él, inclinó la cabeza e intentó hablar. Tanto estrangulaba su voz el terror que sólo al tercer intento consiguió pronunciar las palabras, en voz muy baja, casi ahogándose:

—Escúchame, oh, Poderoso. Heme aquí.

En el silencio que siguió a sus palabras, el muro de llama pulsante parpadeó una vez más, como si fuese el latido de un corazón y después se abrió hacia ambos lados, como una cortina. Más allá de la llama que acababa de correrse, una cavidad que llegaba hasta el techo se abrió entre la bruma. No era más tangible que la propia bruma, y parecía el opacado interior de una esfera. En aquella oquedad de paredes brumosas se sentaban tres dioses. ¿Realmente se sentaban? Estaban agachados de un modo espantoso y parecían hambrientos; pero era tal la bestial ferocidad de sus posturas, que sólo unos dioses hubieran sido capaces de mantener aquella espantosa dignidad velada por el terror, a pesar de la horrible ansia que revelaban sus posturas. Aquélla fue la única visión que Smith tuvo de ellos, antes de que el hombre de la Luna se prosternase sobre el negro suelo, mientras contenía la respiración y luchaba contra un terror insoportable, como si fuera un hombre a punto de ahogarse, luchando contra el mar. Pero en el momento en que dejó de ver a través de los ojos con que miraba a las tres voraces figuras, Smith vislumbró durante un instante la sombra que se erguía ante él, monstruosa sobre la brumosa pared curva que la contenía, ondeando bajo la llama. Y sólo era una sombra. Aquellos tres eran Uno.

Y el Uno habló. Con una voz como la lengüetada de una llama, tenue por la bruma que la reflejaba, terrible como la voz de la mismísima muerte, el Uno dijo:

—¿Qué mortal se atreve a llegar ante nuestra inmortal presencia?

—Uno cuyo tiempo previsto por los dioses se ha cumplido —musitó el hombre postrado con voz entrecortada, como si acabase de correr—. Uno que acude a pagar la deuda que su raza tiene con los Tres Que Son Uno.

La voz del Uno había sido plena, uniforme, como la de una única persona. En aquel momento, de la incierta oquedad donde los Tres se agazapaban, brotó una voz delgada, vacilante, como una cálida llama, que no era plena, que no era uniforme, y que llegó temblorosa hasta sus oídos.

—Que nadie olvide —dijo aquella vocecita cálida— que el mundo de Seles nos debe su existencia, ya que gracias a nuestro poder mantenemos fuego, aire, y agua alrededor de su globo. Que nadie olvide que sólo gracias a nosotros la carne de la vida cubre los desnudos huesos de este mezquino mundo ¡Que nadie lo olvide!

El hombre prosternado en el suelo se agitó con un largo estremecimiento de aquiescencia. Y Smith, cuya mente era igual de consciente del hecho que la de él, supo que decía la verdad. La gravedad de la Luna era demasiado débil, incluso en aquella antigua era desaparecida, para mantener la capa de aire que sustenta la vida sin la ayuda de cualquier otra fuerza. No sabía el motivo por el que los Tres se encargaban de proporcionarla, pero estaba comenzando a adivinarlo. Una segunda vocecita prosiguió con aquella entonación ritual donde la primera la había dejado:

—Que nadie olvide que sólo con una condición vestimos con las ropas de la vida los huesos de Seles. Que nadie olvide el pacto que los progenitores de la raza de Seles hicieron con los Tres Que Son Uno, hace tantísimo tiempo que entonces los dioses aún eran jóvenes. Que nadie olvide el precio que todo hombre ha de pagar al fin de su tiempo prescrito. Que nadie olvide que sólo por nuestro divino apetito la humanidad puede unirse a nosotros y pagar su deuda. Todos los que viven nos deben sus vidas, y por el antiquísimo pacto de sus antepasados deben devolvérnoslas cuando se las reclamemos en la sombra que da vida a su amado mundo.

El hombre postrado tuvo un nuevo estremecimiento, profundo y helado, al reconocer la verdad de las palabras rituales. Y una tercera voz brotó estremeciéndose de aquella oquedad brumosa, con el sonido de la voracidad vibrante de una llama.

—Que nadie olvide que todos los que vienen a pagar la deuda de la raza y así comprar de nuevo nuestro favor para que su mundo pueda vivir, deben llegar hasta nosotros voluntariamente, sin resistirse a nuestro divino apetito... y rendirse sin luchar. Y que nadie olvide que, si un solo hombre se resistiera a nuestra voluntad, entonces, en ese instante nuestro poder desaparecería, y toda nuestra cólera caería sobre le mundo de Seles. Que un único hombre luche contra nuestra voluntad, y el mundo de Seles avanzará desnudo por el vacío, pues en un suspiro la vida habrá cesado en él. ¡Que nadie lo olvide!

Echado en el suelo, el cuerpo del hombre de la Luna se estremeció nuevamente. Por su mente pasó el último espasmo de amor y de nostalgia por el maravilloso mundo cuyo verdor iluminado por la maravilla de la Tierra se conservaría gracias a su muerte. Poco importaba la muerte si, gracias a ella, Seles sobrevivía. Con un espantoso sonido de trueno, el Uno preguntó:

—¿Acudes voluntariamente a nuestra presencia?

Una voz estrangulada se elevó del oculto rostro del hombre que seguía postrado.

—Sí, voluntariamente... para que Seles pueda vivir.

Y la voz del Uno sonó vibrante en la penumbra agitada por la llama, con tanta energía que saturó sus oídos. Sólo el latido del corazón del hombre de la Luna, la pulsación de su sangre, captaron el trueno prolongado de la orden del dios.

—Entonces... ¡ven!

Se estremeció. Se levantó muy lentamente. Se enfrentó a los Tres. Y, por primera vez, Smith sintió un súbito miedo por su propia seguridad. Hasta entonces, el miedo y terror que había compartido con su huésped lunar sólo habían concernido al hombre. Pero en aquellos momentos, ¿no le amenazaba la muerte a él, lo mismo que a su huésped? Pues no conocía forma alguna de disociar su propia mente de espectador de aquella a la que se había unido para asistir a aquel fragmento de pasado inconmensurable. Y cuando el hombre lunar desapareciera en el olvido, ¿éste no engulliría también su mente? Eso era, entonces, a lo que se había referido el pequeño sacerdote cuando había dicho que algunos de quienes se aventuraban en el tiempo, dentro de las mentes de sus antepasados, jamás regresaban. La muerte, bajo una u otra forma, debía haberlos engullido junto con las mentes por las que miraban. En aquel momento la muerte le acechaba, a menos que pudiera escapar. Y, por primera vez, luchó para comprobar hasta dónde llegaba su independencia. Pero fue en vano. No podía separarse de su huésped. Con la cabeza caída, el hombre lunar avanzó a través de la cortina de llamas, que siseó y desprendió calor, abriéndose hacia ambos lados. Cuando la dejó atrás, se encontró cerca de aquel mortecino infierno donde estaban sentados los tres dioses, entre la terrible agitación de sus sombras a través de la bruma. Y bajo aquella incierta luz, parecía que los Tres se inclinasen ávidamente hacia delante, con un hambre voraz en cada uno de sus espantosos rasgos. Y la sombra que arrojaban parecía una boca anhelante.

Después, con un rugido sibilante, la cortina de llamas se cerró tras él, y una oscuridad como la de la misma muerte cayó cegadora sobre la oquedad donde estaban los Tres. Smith conoció la desnudez del terror cuando sintió la mente tras la cual se escondía brincar como un caballo bajo su jinete y caer como una montura, y comprendió que caía más y más en los golfos de un vertiginoso terror, más vacío que el espacio entre los mundos, un apetito ciego y vacío más devorador que la misma nada. No luchó contra él. No podía. Era demasiado tremendo. Pero no se entregó a él. Pequeña entidad consciente en un infinito de pura ansia, mientras la succionadora vacuidad derramaba voracidad a su alrededor, seguía firme e inquebrantable. El hambre de los Tres sólo había conocido hasta entonces la aquiescencia de la deuda que el hombre tenía con ellos, y por eso, en aquellos momentos, a través del vacío de su ansia gruñía una furia mucho más terrible que la de cualquier mente mortal a la que pudiera combatir. En medio de ella, Smith se aferró tercamente a la chispa de consciencia que le quedaba, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese resistirse débilmente al voraz deseo que absorbía su vida.

Poco a poco fue consciente de lo que hacía. Si resistirse al apetito de los Tres significaba que cumplirían sus amenazas, el resultado sería la muerte de un mundo. Significaba la muerte de todo ser viviente en el satélite: de la joven en el jardín iluminado por la Tierra, de toda la gente de Baloise que había visto caminando por sus calles, de la propia Baloise ante la erosión de los eones, desprotegida ante el bombardeo de los meteoritos que transformarían su dulce mundo verde en una lastimosa calavera. Pero la compulsión de vivir le cegaba. No hubiera podido renunciar a ella aunque lo hubiese deseado, pues el deseo de la vida se halla demasiado arraigado en todos nosotros, la salvaje y animal desesperación ante la extinción. No quería morir, no quería rendirse a ningún precio. No podía luchar contra aquella voracidad cegadora que le envolvía como un tifón, pero no quería ceder. Era simplemente una testarudez pasiva contra el hambre de los Tres, mientras los eones giraban a su alrededor y el tiempo cesaba y nada tenía existencia, sino él mismo, su vivo y desesperado yo rebelándose contra la muerte.

Otros, al aventurarse en el pasado, habían debido de encontrarse con el mismo peligro y sucumbido ante él en la debilidad de su amor innato por el verde mundo lunar. Pero él no tenía esa debilidad. Nada era tan importante como la vida, la suya, entonces y siempre. No se daría por vencido. Muy por debajo del barniz de su yo civilizado se encontraba la roca viva de pura energía salvaje que nada, en ningún mundo de los que conocía, había podido poner a prueba. Eso era lo que le sostenía en aquellos momentos contra la ira de la divinidad, cimiento inconmovible a su determinación de no ceder. Y lentamente, muy lentamente, el ansia devoradora abatió su furia sobre él. No podía comprender que se negase a rendirse, y ni siquiera toda su furia pudo asustarle para que capitulase. Ahí estaba el motivo de que los Tres exigieran y reiteraran la necesidad de que se entregasen a su apetito. No tenían poder para vencer el inquebrantable instinto de vida, a menos que éste fuera abandonado voluntariamente, y no se atrevían a dar a conocer al mundo que aterrorizaban aquel punto flaco de su fuerza. Durante un instante fulgurante, Smith se imaginó a los vampíricos Tres alimentándose de una raza que no se atrevía a desafiarlos por su amor a las magníficas ciudades, a los plácidos días dorados y a los miríficos claros de Tierra de las noches, que contaban más para aquellos seres que su propia existencia. Pero aquello se había acabado.

Una última oleada llameante de un ansia ardiente rodeó vorazmente la obstinación de Smith. Pero cualquiera que fuera la naturaleza de aquellos seres vampíricos y el desconocido lugar olvidado hacía eones donde hubieran podido nacer, los Tres Que Eran Uno no tenían poder para romper el fondo de puro salvajismo en donde había arraigado profundamente todo lo que era Smith. Y, finalmente, en un estallido final de furia ciclónica, que rugió a su alrededor en una borrascosa explosión de hambre y de derrota, el vacío comenzó a desaparecer. Durante un instante cegador, las imágenes relampaguearon en su cerebro. Vio a la dormida Seles, el verde mundo lunar que incluso el tiempo llegaría a olvidar, de palidez nacarada bajo el esplendor de la Tierra naciente que la bañaba con la luz de una noche más brillante que cualquiera de las conocidas por el hombre, y el poderoso orbe bañado de mares velados por su rutilante atmósfera, radiante por un último y breve instante en la maravilla de sus brumosos continentes y sus mares perlados. Y a Baloise la Bella, dormida bajo la luminosidad de la Tierra, alta en el cielo. Pues durante un último momento de esplendor, el exquisito mundo lunar flotó a través de su noche pálida como un sueño que ninguno de los mundos del espacio igualaría jamás, y que ningún descendiente de la raza que lo había conocido olvidaría del todo.

Entonces sucedió... el desastre. De un modo extraño e impreciso, Smith escuchó un agudo lamento, capaz de destrozarle los tímpanos, que fue en aumento hasta hacerse intolerablemente alto, de modo que su cerebro no pudo resistir durante más tiempo la agonía que le producía aquel sonido. Y sobre Baloise, sobre Seles y sobre todo lo que allí vivía, comenzó a caer la oscuridad. La Tierra que brillaba en lo alto relució en las tinieblas crecientes, y la atmósfera se apartó de las verdes colinas ondulantes y prados verdeantes, y de los plateados mares de Seles. En largas tiras opalescentes, brillantes bajo la luz de la Tierra, el aire de Seles comenzó a abandonar el mundo que revestía. Pero no de forma gradual, sino abrupta y enfurecida, como si las invisibles manos de los Tres desgarrasen en largos y brillantes jirones el globo de Seles... Así desapareció la atmósfera. Eso fue lo último que vio Smith antes de que las tinieblas le rodearan... Seles, espléndida hasta el momento de su destrucción, una pequeña joya verde de reluciente y destellante colorido, que se iba despojando del manto de la vida mientras los largos jirones de traslúcidas irisaciones caían de él y se perdían en el vacío, donde palidecían lentamente en la negrura del espacio. Luego la tiniebla se cerró sobre él, y el olvido le rodeó. Después nada, nada.

Abrió los ojos. Para su sorpresa, las torres de acero de Nueva York le rodeaban por todas partes, mientras el zumbido del tráfico resonaba en sus oídos. Sin que pudiera contenerse, sus ojos escrutaron el cielo donde momentos antes, así le parecía a él, el gran globo brillante de la nacarada Tierra había colgado luminoso. Y entonces, la comprensión fue abriéndose paso lentamente por su mente, bajó los ojos y, al otro lado de la mesa, se encontró con la inmensa mirada alucinada del pequeño sacerdote de la gente de la Luna. El rostro que vio le extrañó. Había envejecido diez años en el intervalo incalculable de su viaje hacia el pasado. Una angustia más profunda que la que pudiera afectar a cualquier individuo había grabado profundas marcas en su rostro de palidez ultraterrena, y sus grandes ojos extraños estaban poblados de pesadillas.

—Entonces fue por mi culpa —dijo, entre susurros, como para sí—. Entre todos los de mi raza, yo fui el único responsable de la muerte de Seles. ¡Oh, dioses...!

—¡Fui yo! —exclamó Smith sin poder contenerse, mientras abandonaba su silencio habitual en un esfuerzo instintivo para aliviar la insoportable angustia del hombrecillo—. ¡Yo lo hice!

—No... Usted fue el instrumento, pero yo quien lo manejó. Yo le envié al pasado. Yo soy responsable de la destrucción de Baloise, de Nial y de Ingala, blanca como el marfil, y de toda la verde belleza de nuestro mundo perdido. ¿Cómo podré mirar de nuevo por la noche la desnuda calavera blanca del mundo que destruí? ¡Fui... yo!

—¿De qué diablos están hablando los dos? —preguntó Yarol, al otro lado de la mesa—. No he visto nada, excepto un montón de oscuridad y de luces, y una especie de luna...

—Y sin embargo —proseguía aquel susurro obsesivo, olvidándose de todo—, sin embargo... vi a los Tres en su templo. Nadie de mi raza los había visto antes, pues ninguna memoria viviente había regresado a aquel templo, salvo las memorias que morían en él. De toda mi raza sólo yo conozco el secreto del desastre. Nuestras leyendas cuentan de él lo que vieron los exiliados, al mirar hacia arriba aquella noche de terror a través del espeso aire de la Tierra. ¡Pero yo sé lo que pasó! Y ningún hombre de carne y hueso puede llevar consigo ese conocimiento durante mucho tiempo: el de haber acabado con un mundo por su locura. ¡Oh, dioses de Seles..., ayudadme!

Sus blancas manos lunares se movieron a tientas sobre la mesa, hasta encontrar el envoltorio cuadrado que tan caro le había costado. Se puso en pie, tambaleándose. Smith también se levantó, acuciado por una emoción indefinida que no habría podido describir. Pero el sacerdote de la Luna negó con la cabeza.

—No —dijo, como si respondiera a alguna pregunta que acabara de hacerse a sí mismo—, usted no debe reprocharse por lo sucedido hace tantos eones... aunque parezca que sucedió hace pocos minutos. Esta maraña de tiempo y espacio, y el desastre que un hombre vivo puede provocar sobre un mundo muerto hace milenios... es algo que se halla más allá de nuestro escaso entendimiento. Fui elegido para ser el vaso de aquel desastre... y nadie sino yo es responsable, pues estaba ordenado desde el comienzo de los tiempos. No hubiera podido impedirlo incluso si hubiese conocido desde el principio que supondría el fin. Pero no porque lo haya hecho, sino por lo que ahora conoce... ¡tendrá que morir!

Apenas habían abandonado sus labios aquellas palabras, cuando ya blandía su pequeño envoltorio cuadrado como si fuera un arma mortal. Lo mantuvo muy cerca del rostro de Smith, mientras la sombra de la muerte seguía en sus pálidos ojos lunares y oscurecía su angustiada y blanca faz. Durante un brevísimo instante, a Smith le pareció que un intolerable resplandor de luz estallaba alrededor del envoltorio cuadrado, aunque entre las blancas manos del sacerdote no pudiera ver nada más que su aspecto acostumbrado. Durante aquel instante demasiado breve para que su cerebro lo registrara, la muerte le rozó con avidez. Pero en el mismo momento, mientras las amenazantes manos se levantaban hacia él, hubo un estallido de llamas blancoazuladas detrás del sacerdote, acompañado del familiar crepitar de una pistola. El rostro del hombrecillo se volvió lívido de dolor durante un instante y después le sumergió una inmensa oleada de paz que extinguió la angustia de sus oscuros ojos. Cayó de costado y arrastró consigo el envoltorio cuadrado. Al otro lado de su desmadejado cuerpo, que yacía en el suelo, apareció la silueta agachada de Yarol, que volvía a guardar la pistola térmica en su funda mientras echaba una rápida mirada por encima del hombro.

—¡Vámonos... vámonos! —musitó con urgencia—. ¡Salgamos de aquí!

Smith oyó un grito a su espalda y un ruido de pies que corrían. Echó una mirada de codicia al misterio que encerraba al forma cuadrada del envoltorio, pero sólo fue un vistazo fugitivo mientras saltaba por encima del cadáver y se pegaba a los ágiles talones de Yarol, para ir a perderse por la rampa inferior entre la muchedumbre que había estado bajo ellos. Jamás lo sabría.

Catherine L. Moore (1911-1987)




Relatos góticos. I Relatos de Catherine L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de C.L. Moore: Paraíso perdido (Lost Paradise), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Sed negra»: Catherine L. Moore; relato y análisis


«Sed negra»: Catherine L. Moore; relato y análisis.




Sed negra (Black Thirst) es un relato de ciencia ficción de la escritora norteamericana Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de abril de 1934 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1953: Shambleau y otros (Shambleau and Others).

Sed negra, quizás uno de los cuentos de C.L. Moore más reconocidos, pertenece al ciclo de relatos de Northwest Smith, y narra las aventuras del héroe entre las legendarias mujeres Minga, esencialmente odaliscas intergalácticas que provienen de una larga línea de bellezas extraordinarias. Una de ellas, Vaudir, contrata los servicios de Smith, una solicitud inaudita de una mujer de tamaña virtud. Al parecer, Vaudir desea escapar. Por accidente, se encontró con los ojos de su señor y vio algo inhumano en su mirada. Ahora teme que desaparecerá como tantas otras chicas Minga.

Sed Negra de Catherine L. Moore vincula la belleza femenina con el vampirismo, es decir, la influencia que ejerce la belleza sobre los hombres, como si se tratara de algún tipo de poder hipnótico, similar al que supuestamente poseen los vampiros; y por esa razón a menudo se lo incluye entre los relatos de vampiros más destacados del ámbito del Pulp.




Sed negra.
Black Thirst, Catherine L. Moore (1911-1987)

Northwest Smith echó hacia atrás la cabeza, la apoyó contra el muro del almacén y contempló el negro cielo nocturno de Venus. La calle de los muelles, muy silenciosa aquella noche, era demasiado peligrosa. No podía oír ningún sonido salvo el eterno chapoteo del agua contra los pilotes, pero sabía cuánto peligro y muerte súbita se agazapaban sin voz en la palpitante tiniebla, y quizá había sentido un poco de nostalgia mientras miraba las nubes que ocultaban una estrella verde suspendida amorosamente del horizonte: la Tierra, su hogar. Si pensó aquello, debió de haber sonreído sarcásticamente para sí en la oscuridad, pues Northwest Smith no tenía hogar, y la Tierra no le hubiera recibido muy cordialmente que digamos en aquel momento. Se sentó en la oscuridad, en silencio. Encima de él, en el muro del almacén, una ventana débilmente iluminada arrojó un cuadrado de claridad sobre la calle mojada.

Smith retrocedió más en el rincón de la oscuridad que proyectaba la oblicua cornisa, doblando una rodilla. Poco después, oyó unos pasos cautelosos en la calle. Debía de haber estado esperando aquellos pasos, porque volvió rápidamente la cabeza y escuchó, pero no fueron los pasos de un hombre los que oyó, ligeros sobre el pavimento de madera, y por eso frunció el ceño. ¿Una mujer, allí, en aquellos muelles por la noche? Ni siquiera una trotacalles venusiana de la peor clase se hubiera aventurado por los muelles de Ednes en una noche en que no había ningún navío espacial. En aquellos momentos llegaba claramente sobre el pavimento el leve golpeteo de los pies de una mujer.

Smith se refugió más en las sombras y esperó. No tardó en llegar, una negrura en la tiniebla, salvo por la mancha triangular de palidez que era su rostro. Cuando pasó bajo la luz que caía débilmente de la ventana de arriba, supo de repente por qué se había atrevido a caminar hasta allí y quién era. Un manto largo y oscuro la ocultaba, pero la luz caía sobre su rostro en forma de corazón, bajo el tricornio de terciopelo al uso entre las mujeres de Venus, y sobre el bronce de los semiocultos bucles de su cabello; y gracias a aquel dulce rostro triangular de resplandeciente cabellera supo que era una de las doncellas de Minga..., esas bellezas que desde el comienzo de la historia habían sido criadas en la fortaleza de Minga para la hermosura y la gracia, lo mismo que los caballos de carreras en la Tierra, e instruidas desde su más tierna infancia en el arte de agradar a los hombres.

Apenas hay corte de los tres planetas que no posea, al menos, una de estas exquisitas criaturas de miembros esbeltos, tez blanca como la leche, cabellera broncínea y rostro adorable y encendido..., siempre que su correspondiente señor posea la suficiente fortuna para comprarla. Reyes de muchas naciones y razas han dejado sus fortunas tras el umbral de Minga, y mujeres jóvenes, refulgentes como oro puro y marfil, lo han franqueado para embellecer mil palacios, y así ha sido desde que Ednes surgió a orillas del Gran Mar.

Aquella joven caminaba sin miedo y sin ser molestada, porque poseía la belleza que la señalaba por lo que era. La pesada mano de Minga se extendía protectora sobre su cabellera de bronce, y ningún hombre a lo largo de los muelles ignoraba los castigos espantosos que caerían sobre él, sólo con que se atreviese a poner un dedo encima de la blancura de leche de una doncella de Minga. Castigos terribles que los hombres sólo se atrevían a susurrar asustados después de consumir sus vasos de whisky de segir en los tugurios portuarios de muchas naciones, castigos misteriosos e innombrables, más espantosos que los que pudiera infligir cualquier cuchillo o pistola de rayos. Aquellos peligros también guardaban las puertas del castillo de Minga. La castidad de las jóvenes de Minga era proverbial, un reclamo comercial. Aquella joven caminaba con una calma y seguridad mayores que las que hubieran acompañado de noche los pasos de una monja en una calle de cualquier barrio bajo de la Tierra. Pero, incluso a pesar de ello, las jóvenes salían muy raramente de las puertas del castillo, y jamás solas. Smith no había visto anteriormente a ninguna de ellas, salvo a lo lejos. Se movió ligeramente para poder verla mejor cuando pasara a su lado y vigilar a su escolta que, ciertamente, debía ir uno o dos pasos detrás, aunque no oyó ningún ruido de pasos que no fuese el de los suyos. La joven captó su ligero movimiento. Se detuvo, escrutó con más intensidad la tiniebla y dijo, con una voz tan dulce y suave como la nata:

—¿Te gustaría ganarte una moneda de oro, amigo?

Un punto de perversidad hizo que Smith no respondiese en el usual dialecto, poco cuidado, porque, con su voz más cultivada, dijo en un esmeradísimo alto venusiano:

—Os lo agradezco, no.

Durante un momento, la mujer se quedó totalmente inmóvil, escrutando las tinieblas en un vano esfuerzo para vislumbrar su rostro. Él sí pudo ver el suyo, un pálido óvalo bajo la luz de la ventana, en tensión, sorprendido. Entonces ella echó hacia atrás su manto, y la débil luz relució sobre una lámpara de bolsillo, antes de que oprimiera su interruptor. Un haz de intensa luz blanca cayó sobre su rostro, cegándole. Durante un instante, la luz pudo con él, mientras se apoyaba contra el muro, vestido con su traje de cuero de hombre del espacio, lleno de quemaduras y roces, con la pistola de rayos en su funda, atada al muslo, muy abajo, y el atezado rostro cosido de cicatrices vuelto hacia el de ella, los ojos sin color, pálidos como el acero, entornados ante el resplandor. Era un rostro típico. Pertenecía a aquel lugar, a los muelles, a aquellas calles sombrías y peligrosas. Pertenecía al tipo que frecuenta esos lugares, a aquellos hombres sin ley que cabalgan los caminos del espacio y viven peligrosamente bajo la ley de la pistola de rayos, pero prudentemente fuera de la jurisdicción de la Patrulla. No obstante, había algo más que todo eso en el atezado rostro lleno de cicatrices que se volvía hacia la luz. Ella debió de percibirlo mientras mantenía apuntado el rayo de luz sobre él, algún rasgo profundamente soterrado de estirpe y alta cuna que no convertían en algo incongruente aquellas inflexiones de alto venusiano. Pero los ojos sin color se burlaban de ella.

—No —dijo, apagando la luz—. No una pieza de oro, sino cien. Y por otro trabajo que estoy pensando.

—Gracias —dijo Smith, sin levantarse—. Debéis excusarme.

—Quinientas –dijo ella, sin un asomo de emoción en su suave voz.

En la oscuridad, Smith frunció el ceño. Aquella situación tenía algo de irreal. ¿Por qué...? Ella debió sentir su reacción casi al mismo tiempo que él, porque dijo:

—Sí, lo sé. Parece una locura. Ya veis... Acabo de reconoceros bajo esta luz, precisamente ahora. ¿Querríais...? ¿Podríais...? No puedo explicároslo aquí, en mitad de la calle...

Smith permaneció en silencio durante treinta segundos, mientras una fulgurante discusión tenía lugar en lo más recóndito de su cauta mente. Después, sonrió para sus adentros en la oscuridad y dijo:

—Iré —y finalmente se puso en pie—. ¿Adónde?

—En el camino a palacio, en los límites de Minga. Tercera puerta a la izquierda, a partir de la puerta central. Decid al guardia de la puerta: “Vaudir”.

—¿Ése es...?

—Sí, mi nombre. ¿Acudiréis dentro de media hora?

Durante un instante aún, la mente de Smith vaciló al borde de la negativa. Después se encogió de hombros.

—Sí.

—Entonces, a la tercera campanada.

Ella hizo la pequeña reverencia venusiana de despedida y se cobijó en su manto. La negrura de éste y la suavidad de sus pisadas la hicieron confundirse sin un sonido con las sombras, pero los entrenados oídos de Smith escucharon sus pasos, muy suaves, sobre el pavimento mientras ella volvía a la negrura. Se quedó allí hasta que ya no pudo detectar el más leve sonido de pies en el muelle. Esperó pacientemente, pero su mente estaba un poco confusa por la sorpresa. ¿Sería un fraude la tradicional inviolabilidad de Minga? ¿En aquellos tiempos se permitía ya a las jóvenes estrechamente guardadas salir a pasear en ocasiones a solas por la noche, y concertar citas a su antojo? ¿No sería alguna mistificación preparada? Durante incontables siglos, la tradición había afirmado que las puertas de la muralla de Minga estaban tan celosamente guardadas por extraños peligros, que ni siquiera un ratón podría deslizarse a través de ellas sin el conocimiento del Alendar, el señor de Minga. ¿Sería, entonces, por orden del Alendar que la puerta se abriría ante él cuando susurrase “Vaudir” a su guardián? ¿Era, quizá, la joven propiedad de algún señor de Ednes, a quien engañaba por oscuros propósitos que sólo ella conocía? Sacudió la cabeza y sonrió hoscamente. Después de todo, el tiempo lo diría. Esperó un poco más en la oscuridad.

Pequeñas olas agitaban los pilotes con sonidos de succión, y, en una ocasión, el cielo se iluminó con el largo y cegador rugido de un navío espacial que hendió la tiniebla. Finalmente se levantó y desperezó su largo cuerpo, como si llevase sentado mucho tiempo. Después, acomodó la pistola a su pierna y echó a andar por la negra calle. Caminaba muy ligero con sus botas de hombre del espacio. Un paseo de veinte minutos a través de oscuros callejones, silenciosos y desiertos, le condujo a las afueras de la vasta ciudad dentro de la otra ciudad llamada Minga. Sus oscuros y toscos muros se alzaban sobre él, verdes por las excrecencias parecidas a líquenes del Planeta Caliente. Sobre la carretera de palacio, una puerta central profundamente hundida se abría a los misterios de su interior. Una débil luz azul ardía sobre el arco. Smith avanzó silenciosamente en la oscuridad que quedaba a su izquierda, contando dos estrechas puertas medio ocultas en un hueco del muro. Al llegar a la tercera se detuvo. Estaba pintada de verde rojizo, y una enredadera que caía del muro la ocultaba parcialmente, de suerte que, si no la hubiera estado buscando, hubiese pasado de largo sin verla.

Smith se quedó parado durante un minuto largo, sin moverse, observando los verdes paneles profundamente hundidos en la roca. Escuchó. Incluso husmeó el denso aire. Dudó en la oscuridad, tan prudente como una fiera salvaje. Finalmente, alzó una mano y, con las yemas de los dedos, llamó con mucha suavidad en la puerta verde. Se abrió sin hacer ruido. La negrura de la pez surgió ante él, una arcada de oscura vacuidad en el muro de piedra apenas visible. Y una voz preguntó en voz baja:

—¿Qu’a lo’val?

—Vaudir —murmuró Smith, haciendo una mueca involuntaria.

¡Cuántos jóvenes románticos habrían permanecido ante aquellas puertas en las noches de antaño, musitando esperanzadoramente los nombres de bellezas de cabello broncíneo a los porteros de las sombrías arcadas! Pero a menos que mintiese la tradición, ninguno había pasado por ellas. Él debía ser el primero en muchos años en ser invitado ante aquel pequeño portal de la muralla de Minga y en escuchar al centinela murmurar:

—Entrad.

Smith desabrochó la funda de su pistola que pendía de su costado y agachó la cabeza para pasar bajo el arco. Cuando comenzó a cerrarse la puerta dio unos pasos en el interior de la negrura que se ciñó sobre él como si fuese agua. Se quedó quieto mientras su corazón latía deprisa, con la mano sobre la pistola, escuchando. Una luz azul, tenue y espectral, inundó repentinamente el lugar, y pudo ver que el portero había ido al otro extremo de la pequeña habitación donde se encontraba para dar la luz. Era uno de los eunucos de Minga, una criatura fofa, espléndida bajo su terciopelo carmesí. Llevaba bajo el brazo un manto púrpura, que en aquella penumbra era una explosión de colores regios. Sus ojos oblicuos miraron a Smith bajo unas cejas enarcadas, con una expresión que el terrestre no pudo descifrar. En ella había diversión, un ápice de terror y cierta admiración contenida. Smith miró a su alrededor con franca curiosidad. Al parecer, la pequeña entrada estaba tallada en la propia muralla, enormemente gruesa. Lo único que rompía su desnudez era la adornada puerta de bronce del muro de enfrente. Sus ojos buscaron los del eunuco en una muda interrogación. La criatura se acercó a él, obsequiosa.

—Permitidme... —murmuró, y extendió sobre los hombros de Smith el manto púrpura que llevaba. Sus suntuosos pliegues, tenuemente perfumados, se deslizaron sobre él como una caricia, cubriéndole hasta la suela de las botas, a pesar de su estatura. Retrocedió con un poco de disgusto cuando el eunuco acercó sus manos para abrochar la enjoyada presilla del cuello—. Por favor, cubríos también con la capucha —murmuró la criatura, sin resentimiento aparente, mientras Smith se abrochaba por sí mismo. La capucha cubrió su cabello blanqueado por el sol, y cayó en espesos pliegues sobre su rostro, ocultándolo en una profunda sombra.

El eunuco abrió la puerta interior de bronce y Smith distinguió una larga galería que se curvaba hacia la derecha de manera casi imperceptible. La paradoja de una decoración sencilla, pero a la vez rebuscada, se veía ilustrada en cada uno de los amplios y primorosos paneles de los muros, tan intrincados y exquisitamente trabajados que daban una primera impresión de extraña y rica sencillez. Sus pies enfundados en botas se hundían sensualmente en el profundo pelo de la alfombra a cada paso que daban, mientras seguía al eunuco por el pasillo. En dos ocasiones oyó voces que murmuraban detrás de las livianas puertas, y su mano se posó sobre la culata de su pistola de rayos, oculta bajo los pliegues de su manto, pero no se abrió ninguna puerta y el pasillo siguió estando tan desierto y poco iluminado como antes. Hasta entonces, todo había sido sorprendentemente fácil. O la tradición mentía sobre la inexpugnabilidad de Minga o la joven Vaudir había prodigado sus sobornos con largueza increíble, o —de nuevo aquel pensamiento turbador— el hecho de que él se pasease por allí sin ningún riesgo se debía al consentimiento del Alendar. Pero, ¿por qué? Llegaron a una puerta con una verja de plata, al extremo del corredor en curva, y, a través de ella, accedieron a otro pasillo que subía, tan exquisitamente voluptuoso como el primero. Un tramo de escaleras de bronce que brillaba con tonos deslucidos se curvaba en su extremo.

Tras él llegaron a otra galería, iluminada con linternas rosáceas que se balanceaban bajo el techo abovedado, y después, otra escalera, en esta ocasión de metal con nielados de plata, que bajaba en espiral. En todo aquel recorrido no se encontraron con ninguna criatura viva. Smith oyó el murmullo de voces tras las puertas cerradas, y en una o dos ocasiones llegaron a sus oídos varios acordes musicales, pero o los corredores habían quedado vacíos por una orden especial o una suerte increíble los acompañaba. En más de una ocasión tuvo la desagradable sensación de que unos ojos se clavaban en su espalda. Pasaron pasillos sombríos y puertas abiertas con umbrales a oscuras y en más de una ocasión el cabello de su nuca se erizó por la sensación de una presencia humana, hostil y al acecho.

Caminaron durante veinte minutos a través de corredores en curva, subiendo y bajando escaleras de caracol, hasta que los agudos sentidos de Smith estuvieron confusos, de suerte que no podría haber dicho en qué piso por encima del suelo se encontraban o en qué dirección se orientaba el corredor al que, finalmente, fueron a parar. Por aquel tiempo, sus nervios estaban tensos como hilos de acero y sólo con gran esfuerzo podía abstenerse de echar miradas nerviosas por encima del hombro cada vez que pasaban ante una puerta abierta. Un aire de lánguida amenaza se agazapaba perceptiblemente en aquel lugar, o eso le pareció. El sonido de voces apagadas tras las puertas la sensación de ojos, de susurros en el aire, el recuerdo de cuentos medio escuchados en las tabernas portuarias acerca de los secretos de Minga, los peligros innombrables de Minga... Smith llevó la mano a la culata de su pistola mientras caminaba entre el esplendor y la penumbra, con todos sus sentidos asaltados por reclamos voluptuosos, pero con los nervios tensos como cables y la carne de gallina mientras pasaba ante puertas con el umbral a oscuras.

Aquello era demasiado fácil. Durante muchos siglos la tradición de Minga se había mantenido intacta, un símbolo de inexpugnabilidad, un bastión guardado por algo más que las espadas, por peligros mayores que la pistola de rayos... y, sin embargo, ahí estaba él, avanzando, incontestable, en lo más recóndito de su corazón, con un manto de terciopelo como único disfraz y una pistola enfundada como única arma, y nadie le amenazaba, ni guardias, ni soldados, ni siquiera nadie que pasara y que notase que un hombre más alto que cualquiera de los moradores de aquel lugar caminaba a grandes pasos por los corredores más profundos de la inviolable Minga. Dejó libre la pistola de rayos en el interior de su funda.

El eunuco envuelto en terciopelo escarlata prosiguió su confiada marcha en cabeza. Sólo dudó en una ocasión. Habían llegado a un pasillo sombrío, y justo cuando se acercaban a su boca, el sonido de un roce suave y deslizante, como de algo que se arrastrase sobre las piedras, llegó a sus oídos. Vio al eunuco sobresaltarse, echar una rápida mirada hacia atrás y, después, apretar el paso, sin aminorarlo hasta no haber puesto por medio dos puertas y la longitud de un corredor iluminado entre ellos y aquel pasaje sombrío. De tal suerte prosiguieron a través de galerías medio iluminadas, bajo un aire perfumado y una penumbra vacía, donde las puertas se cerraban sobre misterios que murmuraban en su interior o se abrían a la tiniebla y a la sensación de unos ojos vigilantes. Finalmente, después de un recorrido interminable y tortuoso, llegaron a un corredor de techo bajo y muros cubiertos de madreperlas, decorado en filigrana y con esculturas, cuyas puertas tenían un enrejado de plata. Cuando el eunuco abrió la puerta de plata que conducía a aquel corredor, sucedió lo que sus nervios en tensión habían estado esperando desde el comienzo de aquel viaje fantástico. Se abrió una de las puertas, una figura salió de ella y se dirigió a su encuentro.

Bajo su manto, la pistola de Smith se deslizó suavemente de su funda, sin hacer ruido. Le pareció ver volverse rápidamente al eunuco y dar un paso titubeante, pero sólo durante un instante. Quien acababa de salir era una joven, una esclava con un simple vestido blanco, que al primer vistazo de aquella alta figura vestida de púrpura con rostro encapuchado que se erguía sobre ella, tuvo un pequeño sobresalto y cayó de rodillas, como si hubiese recibido un mazazo. Lo que hacía era una reverencia, pero la joven estaba tan impresionada y aterrorizada que bien hubiera podido tratarse de un desmayo. Apoyó el rostro sobre la mismísima alfombra y Smith, al mirar asombrado hacia abajo a la figura postrada, vio que estaba temblando violentamente.

Deslizó nuevamente la pistola en su funda y contempló durante un momento aquel estremecido homenaje. El eunuco se volvió en redondo para hacerle señas con silenciosa violencia, y, por primera vez desde que comenzara su viaje, Smith tuvo una visión fugaz de su rostro. Relucía de sudor y los ojos oblicuos eran brillantes y huidizos, como los de un animal perseguido. Smith se sintió paradójicamente tranquilo al ver el pánico evidente del eunuco. Allí había peligro, el peligro de lo que queda por descubrir, un tipo de peligro que conocía bien y contra el que podía combatir. Venía a ser esa sensación, que suele poner la carne de gallina, de que hay unos ojos vigilando, de cosas no vistas deslizándose por el suelo de los pasajes sombríos, la que había atenazado tan dolorosamente sus nervios. Y aún así, todo seguía siendo demasiado fácil... El eunuco se había detenido ante una puerta de plata en mitad de la galería y estaba murmurando algo en voz muy baja, la boca contra la verja. Por dentro de la puerta de plata había un panel de brocado verde, de modo que Smith no pudo ver nada del interior, pero tras un momento, una voz dijo: “¡Bien!”, en un desmayado susurro, y la puerta se estremeció levemente y se abrió unas seis pulgadas.

El eunuco se arrodilló en un remolino de vestiduras escarlatas, y Smith observó rápidamente que aunque no había perdido su aire asustado mostraba cierto talante de diversión y de respeto. Luego la puerta se abrió del todo y él penetró en su interior. Se encontró en una habitación tan verde como una cueva marina. Los muros estaban tapizados de brocado verde, unos lechos bajos de color verde circundaban la habitación, y en su centro podía verse la resplandeciente belleza de bronce de la joven Vaudir. Llevaba un vestido de terciopelo verde cortado a la sorprendente moda venusiana, que dejaba sin cubrir uno de sus hombros y moldeaba el cuerpo con pliegues ceñidos y adherentes, dejando la falda hendida por un lado, de suerte que a cada movimiento la larga pierna blanca relampagueaba desnuda. Era la primera vez que la veía a plena luz. Increíblemente bella, su cabellera broncínea se derramaba sobre sus hombros, y su rostro pálido e indolente le sonreía. Bajo unas profundas pestañas, los sesgados ojos negros de su raza se encontraron con los suyos. Él señaló impaciente la incómoda capucha de su manto.

—¿Puedo quitarme esto? —dijo—. ¿Estamos a salvo aquí?

Ella rió con un breve sonido metálico.

—¡A salvo! —dijo con ironía—. Quítatela si quieres. Ya he llegado demasiado lejos para preocuparme por menudencias.

Y mientras los ricos pliegues se apartaban y caían deslizándose de su cuero oscuro, ella le contempló a su vez con mayor interés que el que mostró cuando le vio antes, a media luz. Casi parecía grotescamente incongruente en aquella habitación que era como un joyero, todo cuero quemado por el sol y rostro lleno de cicatrices, alerta y preocupado a la luz de la linterna que oscilaba en su cadena de plata. Ella miró por segunda vez aquel rostro, de aguda y curtida perspicacia, y las cicatrices que habían dejado en él las pistolas de rayos, y la marca del cuchillo y la garra, y las huellas de los duros años siguiendo las rutas del espacio. Precaución y resolución eran inconfundibles en aquel rostro, lo mismo que una decisión implacable en cada uno de sus rasgos, y cuando ella se encontró con sus ojos, un pequeño estremecimiento la recorrió. Eran pálidos, pálidos como el desnudo acero, sin color en aquel rostro quemado por el sol. Firmes, claros y sin color, impasibles como el agua. Ojos de asesino. Entonces supo que aquél era el hombre que necesitaba. El nombre y la fama de Northwest Smith habían penetrado incluso en aquellos pasillos de madreperla de Minga. A su manera, habían llegado a lugares mucho más extraños que aquél, mediante caminos extraños y tortuosos y extrañas y tortuosas razones. Pero aunque ella jamás hubiera oído su nombre (ni los hechos que se relacionaban con él, que aquí no nos atañen), hubiese podido deducir, por aquel rostro surcado de cicatrices, aquellos ojos fríos y firmes, que ante ella se hallaba el hombre que buscaba, el hombre que podría ayudarla, si es que alguno podía.

Y con aquel pensamiento, otros similares relampaguearon a través de su mente como hojas entrecruzándose, y bajó sus párpados blancos como la leche ante aquel duelo, para ocultar lo peligroso que eran, y dijo en un murmullo sofocado:

—Northwest... Smith.

—Para lo que ordenéis —dijo Smith en el idioma de ella, aunque una chispa de sorna ardía bajo aquellas corteses palabras.

Pero ella no dijo nada, sino que le miró de arriba abajo con una mirada lenta. Finalmente, él dijo:

—¿Cuál es vuestro deseo...? —y se movió, impaciente.

—Necesitaba los servicios de alguien de los muelles —dijo ella, aún con aquel susurro ahogado—. Entonces no te vi bien... Hay muchos hombres a lo largo del puerto que me hubieran sido útiles, pero ninguno como tú, oh, hombre de la Tierra... –tendió los brazos y se inclinó hacia él, exactamente como un rosal ante la brisa de un lago, y sus brazos se posaron suavemente sobre sus hombros, y su boca estuvo muy cerca...

Smith miró aquellos ojos entornados. Sabía lo suficiente de la gente de Venus para adivinar el mortal duelo de motivaciones que se encuentra detrás de todo lo que hace un venusiano, y ya había vislumbrado aquel particular conflicto antes de que bajara los párpados. Pero si los pensamientos de ella eran como espadas en duelo, los suyos quemaban como disparos de pistola térmica, derechos a su objetivo. En un abrir y cerrar de ojos, conoció una parte de sus motivaciones, la parte más obvia. Y permaneció impasible entre sus brazos. Ella le miró, medio incrédula al no sentir en su cuerpo el estrecho abrazo del cuero.

—¿Qu’a lo’val? —murmuró, caprichosa—. ¿Tan frío eres, terrestre? ¿No soy deseable?

Él la miró sin decir palabra y, a su pesar, su sangre se aceleró. Demasiados eran los siglos durante los cuales las jóvenes de Minga habían nacido y sido adiestradas en el arte de seducir a los hombres, para que Northwest Smith permaneciese allí entre los cálidos brazos de una de ellas sin sentir el deseo de responder a la invitación de sus ojos. Una sutil fragancia ascendía de su cabello cobrizo, y el terciopelo moldeaba un cuerpo cuya blancura él podía adivinar por el destello de la larga pierna desnuda que mostraba la abertura de su falda. Enseñó los dientes en un asomo de sonrisa y se apartó, escapando a la presa de sus manos, que le tomaban del cuello.

—No —dijo—. Conocéis bien vuestras artes, querida, pero vuestros motivos no me tientan.

Ella retrocedió y le miró con sonrisa aviesa, cargada de cierto aprecio.

—¿Qué quieres decir?

—Que tendría que conocer más de todo esto antes de comprometerme... aún más.

—No seas ingenuo —ella sonrió—. Ya estás demasiado comprometido, hasta el cuello. Lo estás desde el momento en que cruzaste el umbral de la puerta de la muralla exterior. No hay forma de echarse atrás.

—Por eso fue tan fácil..., demasiado fácil, llegar hasta aquí —murmuró Smith.

Ella dio un paso adelante y le miró entornando los ojos, despojándose, como de un manto, del recurso a la seducción.

—¿También lo notaste? —preguntó casi en un susurro—. ¿También te... lo pareció? Gran Shar, si sólo pudiera estar segura... —había terror en su rostro.

—Supongamos que nos sentamos y que me cuentas de qué se trata —sugirió Smith, con sentido práctico.

La joven extendió una mano blanca como la nata, suave como el satén- sobre su brazo y le condujo hasta el diván bajo que contorneaba la habitación. Había una coquetería de muchas generaciones en aquel gesto, pero la mano blanca temblaba levemente.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó Smith con curiosidad, mientras ambos se hundían en el terciopelo verde—. ¿No sabes que la muerte sólo llega una vez?

Ella agitó desdeñosamente la cabeza enmarcada en bronce.

—No es eso —dijo—. No... del todo. Lo que deseo saber es de qué tengo miedo... y ésa es la parte más espantosa de todo esto. Pero lo que me gustaría..., lo que me gustaría es que no hubiera sido tan fácil traerte hasta aquí.

—El lugar estaba desierto —dijo él, reflexionando—. No había ni un alma a todo lo largo de los corredores. Ni un guardia en ningún lugar. Sólo en una ocasión vimos otra criatura, y era una esclava, justo en la galería delante de tu puerta.

—¿Qué hizo... ella? —la voz de Vaudir desfallecía.

—Cayó de rodillas como si hubiese recibido un disparo. Hubieras pensado de mí que yo era el mismísimo diablo por la manera en que reaccionó.

La joven dejó escapar un suspiro de alivio.

—Entonces está a salvo —dijo agradecida—. Debió de pensar que tú eras... el Alendar —su voz dudó levemente ante aquel nombre, como si se asustara de pronunciarlo—. Lleva un manto como el tuyo cuando recorre las galerías. Pero viene tan raramente...

—Jamás le he visto —dijo Smith—, pero ¡buen Dios!... ¿Acaso es un monstruo? La joven cayó al suelo como si, efectivamente, la hubiesen desjarretado.

—¡Oh, calla, calla! —Vaudir parecía agonizante—. No debes hablar así de él. Él es... él es... Claro que ella se arrodilló y ocultó su rostro. Pediría al Cielo no haber...

Smith la miró de frente y escrutó los velados ojos negros con una mirada tan fría como un mar desierto. Y entonces vio claramente detrás de sus pupilas el tremendo e innominado terror que se agazapaba en sus profundidades.

—¿De qué se trata? —preguntó.

Ella se encogió de hombros, estremeciéndose con un escalofrío, y su mirada pareció asustada mientras recorría con un rápido vistazo la habitación.

—¿No la sientes? —dijo, en esa especie de casi susurro en que su voz se sumía de manera tan acariciante.

Él sonrió, al comprobar lo instintivamente elocuente que en ella era la cortesana: gestos atrayentes, aunque le temblasen las manos, voz suave y seductoramente envolvente, incluso teñida de terror.

—¡Siempre, siempre! —seguía hablando ella—. ¡Esa amenaza silenciosa, muda, acechante! Merodea por todos estos lugares. ¿No la sentiste al venir?

—Creo que sí —respondió lentamente Smith—. Sí... Esa sensación de algo precisamente más allá del alcance de la vista, ocultándose en la penumbra de las puertas... Una especie de tensión en el aire...

—Peligro —susurró ella—, un peligro terrible e innombrable... Oh, lo siento en cualquier parte adonde vaya... Ha penetrado en mí y a través de mí, hasta llegar a ser parte mía, en cuerpo y alma...

Smith percibió la nota de incipiente histeria de su voz, y dijo rápidamente:

—¿Por qué te dirigiste a mí?

—No lo hice conscientemente —dominó la histeria con esfuerzo y prosiguió la narración, ya un poco más tranquila—. Como dije, realmente estaba buscando a un hombre de los muelles, aunque por una razón diferente. Ahora ya no importa. Pero cuando tú hablaste, cuando encendí mi linterna y vi tu rostro, te reconocí. Había oído hablar de ti, fíjate, y de... del asunto de Lakkmanda, y en un instante supe que, si alguien vivo podía ayudarme, ese alguien serías tú.

—Pero, ¿de qué se trata? ¿Ayudarte en qué?

—Es una larga historia —dijo ella—, demasiado extraña, me parece, para ser creída y demasiado imprecisa para ser tomada en serio. Ahora lo sé... ¿Has oído la historia de Minga?

—Un poco. Se remonta hasta muy lejos.

—Hasta los comienzos... y más aún. Me pregunto si puedes comprender. Fíjate, nosotros, en Venus, estamos más cerca de nuestros orígenes que vosotros. Desde luego que aquí la vida se desarrolló más rápidamente y según direcciones diferentes de las que un terrestre puede comprender. En la Tierra, la civilización emergió con la suficiente lentitud para que... los Elementales... regresaran a las tinieblas. En Venus... ¡Oh, cuán malo es para los hombres desarrollarse tan rápidamente! La vida surge de la tiniebla y del misterio, de cosas demasiado terribles para ser vistas. La civilización de la Tierra creció lentamente, y cuando los hombres estuvieron suficientemente civilizados para mirar hacia atrás ya estaban demasiado lejos de sus orígenes para ver y conocer. Pero aquí, quienes miramos hacia atrás vemos, en ocasiones demasiado claramente, demasiado cerca, demasiado vívidamente, el negro comienzo... ¡Gran Shar, protégeme! ¡Oh, las cosas que he visto!

Sus manos blancas acudieron súbitamente a su rostro para ocultar el repentino terror de su mirada, y su cabellera, como una nube cobriza, se derramó fragante sobre sus dedos. Pero incluso bajo aquel terror poseía un atractivo innato que le era tan natural como el respirar. En el breve silencio que siguió, Smith comenzó a echar miradas furtivas por encima del hombro. La habitación estaba ominosamente silenciosa... Vaudir alzó el rostro por encima de sus manos y echó hacia atrás su cabellera. Le temblaban las manos. Las cruzó sobre sus rodillas de terciopelo y prosiguió.

—Minga —dijo, y su voz era decididamente firme— surgió hace demasiado tiempo, tanto que nadie puede dar una fecha. Surgió antes de que existiera el calendario. Cuando Far-thursa salió de la niebla marina con sus hombres y fundó esta ciudad al pie de la montaña, aprovechó los muros de un castillo que ya se encontraba allí. El castillo de Minga. Y el Alendar vendió las jóvenes de Minga a los marinos, y así nació la ciudad. Aunque todo esto es un mito, Minga ya estaba allí. El Alendar vivía en su fortaleza, criando a sus jóvenes de cabellos dorados, entrenándolas en las artes de seducir a los hombres, guardándolas con... con extrañas armas... y vendiéndoselas a precios regios a los reyes. Siempre hubo un Alendar. Yo le vi una vez... Camina por las galerías en raras ocasiones, y lo mejor que se puede hacer cuando se acerca a uno, es arrodillarse y ocultar el rostro. Sí, es lo mejor... Pero, un día, yo pasé cerca de él, y... Es alto, tan alto como tú, terrestre, y sus ojos son como... el espacio entre los mundos. Yo miré en el interior de aquellos ojos ocultos por la capucha que él llevaba... y después ya no he tenido miedo de ningún hombre o demonio. Le miré a los ojos antes de hacerle la reverencia, y... jamás podré librarme del miedo. Observé la maldad como si estuviese mirando el interior de un pozo. Negrura, vacío y maldad elemental de donde surgió la vida. Y ahora sé, casi con completa seguridad, que el primer Alendar no brotó de una semilla humana. Hubo razas antes del hombre... La vida ha pasado de manera espantosa a través de muchas formas malignas antes de alcanzar la fuente de donde brotan los orígenes del hombre. Y el Alendar no tiene ojos de criatura humana, yo los vi... ¡y estoy condenada!

Su voz se extinguió lentamente y ella permaneció inmóvil durante un instante, mirando fijamente hacia delante con ojos cargados de recuerdo.

—Estoy maldita y condenada a un infierno más negro que cualquiera de aquellos con que nos amenazan los sacerdotes de Shar —concluyó—. No, espera... Esto no es histeria. No te he contado la peor parte. Te será difícil de creer, pero es verdad... verdad ¡Gran Shar! ¡Si sólo pudiera tener la esperanza de que no fuese verdad! El origen de todo esto se pierde en la leyenda. Pero, ¿por qué al principio el primer Alendar vivió en el castillo rodeado de brumas que se levanta a orillas del mar, solo y sin que nadie le viese, criando a sus jóvenes de cabellos de bronce?... Entonces no era para venderlas. ¿De dónde obtuvo el secreto para conseguir un tipo invariable de mujer? Y el castillo, según dice la leyenda, ya era muy antiguo cuando Far-thursa lo descubrió. Las jóvenes tenían la belleza consumada y perfecta que sólo puede ser conseguida tras generaciones de esfuerzos. ¿Cuánto tiempo llevaba construida Minga, y por quién? Y, sobre todo, ¿por qué? ¿Qué posible razón podía haber para vivir allí, desconocido de todos, criando bellezas civilizadas en un mundo medio salvaje? Hay ocasiones en que creo haber adivinado la razón... —Su voz se desvaneció en un silencio elocuente y, durante un instante, permaneció ensimismada—. ¿Te parezco bella?

—Más que cualquier otra mujer que jamás haya visto —contestó Smith sin lisonja.

Ella hizo un mohín.

—En este momento hay mujeres aquí, en este edificio, más hermosas que yo, tanto que me siento humillada al pensar en ellas. Ningún mortal las ha visto jamás, excepto el Alendar, y él... no es del todo mortal. Ningún mortal las verá jamás. No están en venta. Eventualmente desaparecerán. Se podría pensar que la belleza femenina debe alcanzar un culmen que no puede sobrepasar, pero no es verdad. Puede crecer y aumentar hasta... No tengo palabras. Y creo sinceramente que, en manos del Alendar, no hay límite para las cotas que puede alcanzar. Y por cada beldad que conocemos y de la que hemos oído hablar, gracias a las esclavas que la atienden, corre el rumor de que hay muchas más, de belleza demasiado inmortal para los ojos mortales. ¿Has pensado en algún momento qué sucedería si esa belleza pudiera ser refinada e intensificada hasta el punto de que apenas fuese posible contemplarla? Pues aquí tenemos historias que hablan de semejantes beldades, ocultas en algunas de las estancias secretas de Minga. Pero el mundo jamás conoció estos misterios. Ningún monarca de los planetas conocidos es lo suficientemente rico para comprar la belleza oculta en las cámaras más recónditas de Minga. No está a la venta. Durante incontables siglos los Alendar de Minga han estado cultivando la belleza en un grado cada vez mayor, al precio de un trabajo infinito... Belleza guardada bajo llave en cámaras secretas, guardada del modo más terrible, de suerte que ni siquiera un susurro que hable de ella traspasa las murallas exteriores, belleza que se desvanece, súbitamente, en un soplo... ¡Así! ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo? Nadie lo sabe. Y de eso es de lo que tengo miedo. No poseo ni una fracción de la belleza de que te hablo y, sin embargo, me aguarda un destino similar... Lo sé de algún modo. He mirado al Alendar a los ojos y... lo sé. Y estoy segura de que habré de mirar nuevamente esos ojos vacíos y negros, aún más profundamente, más espantosamente... Lo sé... y me abruma el terror, porque dentro de poco sabré más. Me aguarda algo espantoso, que cada vez está más cerca. Mañana, o el día siguiente, o muy poco después, desapareceré, y las muchachas se asombrarán y se estremecerán un poco, y después lo olvidarán. Ya ha sucedido lo mismo antes. ¡Gran Shar! ¿Qué puedo hacer?

Tras aquella queja de desesperanza, casi en tono musical, se sumió en un breve silencio. Luego cambió de talante y dijo, preocupada:

—Y yo te he metido en esto. He roto todas las tradiciones de Minga al traerte aquí, y no ha habido ningún impedimento... Todo ha sido muy fácil, demasiado. Creo que he sellado tu muerte. Cuando llegaste, pensé implicarte tan profundamente que no tuvieses más remedio que hacer lo que te pidiera para conseguir nuevamente la libertad. Pero ahora sé que por el simple hecho de pedirte que vinieras te he involucrado más profundamente de lo que pensaba. Es una convicción que me ha sobrevenido esta noche, no sé cómo ni de dónde. Siento que me asalta... y que me llama irresistiblemente. Pues en mi terror por encontrar ayuda, creo que he precipitado la condenación sobre nosotros. Ahora sé (lo supe en mi alma desde que entraste con tanta facilidad) que no saldrás vivo de aquí..., que “eso” vendrá por mí y que también te arrastrará a ti consigo... ¡Shar, Shar! ¿Qué he hecho?

—Bueno, ¿y qué? —Smith se golpeó en una rodilla, impaciente—. ¿A qué nos enfrentamos? ¿A veneno? ¿A guardias? ¿A trampas? ¿A hipnotismo? ¿Puedes darme, al menos, una idea de qué nos va a suceder?

Se inclinó hacia delante para observar su rostro, y vio cómo fruncía el ceño en un intento de encontrar las palabras que pudiesen velar los misterios que tenía que contar. Sus labios se abrieron, indecisos.

—Los Guardianes –dijo-. Los... Guardianes.

Y entonces, sobre su vacilante rostro se propagó tal oleada de horror que Smith crispó su mano sobre su rodilla y sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. No era miedo a cualquier cosa material, sino un espanto interior, una certeza terrible. Los ojos que habían ido al encuentro de los suyos cobraron una mirada vidriosa y escaparon a la suya, imperiosa, sin desenfocarse. Era como si hubieran dejado de ser ojos y se hubiesen convertido en ventanas oscuras..., vacías. La belleza de su rostro era como la de una máscara, y detrás de las negras ventanas, detrás de la adorable máscara inmóvil, pudo sentir imperceptiblemente la oscura orden que crecía... Ella extendió las manos hasta que se quedaron rígidas y se levantó. Smith se sorprendió de encontrarse de pie, pistola en mano, mientras sentía que se le ponía la carne de gallina y que algo vibraba en el aire de manera tan tangible como un batir de alas. En tres ocasiones, aquel estremecimiento innombrable espoleó el aire y, entonces, Vaudir echó a andar como un autómata y se dirigió hacia la puerta. Caminó rígida en su sueño de enmascarado espanto y atravesó el umbral. Cuando pasó junto a él, Smith alargó una mano vacilante y la posó sobre su brazo, y una pequeña punzada de dolor le hizo estremecerse por el contacto. Una vez más volvió a sentir el batir de alas en el aire. Después, ella pasó a su lado sin demora y él dejó caer su mano. No hizo mayor esfuerzo por despertarla, pero la siguió con pasos felinos, con la misma delicadeza que si caminase sobre huevos. Sin ser consciente de ello, se había agachado ligeramente, y en la mano que empuñaba la pistola, el índice se apoyaba tenso sobre el gatillo. Siguieron el corredor en un silencio entrecortado por la respiración, un corredor desierto, donde no se veía ninguna luz tras las puertas cerradas, donde ningún murmullo de voces rompía la vívida calma. Pero, de algún modo, el aire parecía agitado por pequeños estremecimientos, y el corazón de Smith latía apresuradamente. Vaudir caminaba como una muñeca mecánica, tensa en un sueño de horror. Cuando alcanzaron el final de la galería, Smith vio que la verja de plata estaba abierta, y la franquearon sin detenerse. Pero observó con cierta inquietud que una puerta que daba a la derecha estaba cerrada y asegurada con unos barrotes que se hundían profundamente en los alvéolos del muro. No tenía otra elección que seguirla.

El corredor comenzaba a descender. Pasaron frente a otros que se ramificaban a derecha e izquierda, pero las verjas de plata estaban cerradas y aseguradas con barrotes. Una espiral de peldaños de plata cerraba el pasaje, y la joven comenzó a bajar por ella sin tocar las barandillas, tan rígida como siempre. Era una larga escalera de caracol, que atravesaba muchos pisos, y a medida que descendían por ella, aquella fastuosa luz difusa fue decreciendo, oscureciéndose, y un sutil olor a humedad y a sal invadió el aire perfumado. A cada vuelta en que los peldaños se encontraban con los sucesivos pisos, las puertas estaban protegidas con verjas. Fueron tantos los que Smith vio, a medida que iban bajando, que por alta que hubiera estado la pequeña habitación verde que le recordó un joyero, supo que estaban bajando hacia el interior del planeta. Y la escalera seguía descendiendo. Las galerías que se abrían al otro lado de los barrotes iban siendo cada vez más oscuras y menos suntuosas, hasta que, finalmente, dejaron de aparecer y los peldaños de plata se adentraron en un hueco de la roca, tan débilmente iluminado de tarde en tarde que escasamente podía ver los pulimentados muros negros que los rodeaban. Unas gotas de humedad comenzaron a aparecer sobre la oscura superficie, y el olor fue el de los oscuros mares salobres y el de las húmedas profundidades. Y justo cuando estaba comenzando a creer que la escalera se hundía más y más en el negrísimo y salado corazón del planeta, llegaron abruptamente al fondo. Una delgada y resplandeciente reja floreada clausuraba la escalera, al comienzo de una galería, y los pies de la joven se dirigieron hacia ella sin dudarlo, para recorrer su sombría longitud. Los pálidos ojos de Smith, que escrutaban la penumbra, no encontraron rastros de otra presencia vital que la de ellos; sin embargo había ojos que le miraban... De eso estaba seguro.

Bajaron por el negro corredor hasta una puerta de metal labrado, cuyos barrotes se hundían profundamente en los muros de piedra. Ella la franqueó, con Smith pegado a sus talones y escrutando la oscuridad con ojos rápidos e inquietos como los de un animal salvaje, alerta en una jungla extraña. Y más allá de la gran puerta, otra, con espesas cortinas negras, cerraba la galería. De algún modo, Smith presintió que habían llegado a su destino. En ningún momento, a lo largo de todo aquel viaje, había tenido otra opción que seguir los pasos decididos e impredecibles de Vaudir. Las verjas habían cerrado todas las salidas posibles. Pero tenía su pistola... Las manos de ella se recortaron blancas contra el terciopelo cuando apartó a un lado las cortinas. Durante un instante apareció tremendamente radiante –toda ella verde, oro y blanco- contra la negrura. Después pasó entre ellas, y sus pliegues la rodearon, la luz de una vela extinguiéndose entre terciopelo negro. Smith dudó en el preciso instante de apartar las cortinas y escudriñar lo que había al otro lado. Vio una habitación tapizada de terciopelo negro que absorbía la luz casi con avidez. Aquella luz procedía de una única lámpara que pendía del techo, justamente encima de una mesa de ébano. Iluminaba tenuemente a un hombre..., un hombre muy alto. Permanecía sombrío bajo ella, demasiado sombrío en la oscuridad de la habitación, con la cabeza baja, mirando desde abajo de la negra línea de sus cejas. Sus ojos, en su semioculto rostro, eran pozos de negrura, y bajo sus curvadas cejas, dos resueltos destellos miraban en línea recta no a la joven, sino a Smith, oculto tras las cortinas. Apresaban sus ojos como el imán al acero. Sintió el nítido resplandor hundirse como un puñal en su cerebro, y debido a la penetrante y ardiente puñalada algo dentro de él se estremeció involuntariamente. Introdujo su pistola a través de las cortinas, pasó tranquilamente entre ellas y se detuvo para enfrentarse con ojos pálidos e impertérritos a aquella mirada afilada.

Vaudir se movió hacia delante con una rigidez mecánica que no conseguía ocultar su gracia. Era como si no existiese poder alguno capaz de suscitar en aquel cuerpo adorable otra cosa que no fuese belleza. Llegó junto al hombre y se detuvo ante él. Después, un prolongado espasmo la sacudió de pies a cabeza y cayó de rodillas, tocando el suelo con la frente. Por encima de la dorada belleza de la joven, los ojos del hombre se encontraron con los de Smith, y su voz profunda, profunda como la de unas oscuras aguas que se movieran lentamente, dijo:

—Soy el Alendar.

—Entonces me conoces —dijo Smith, con voz tan dura como el acero en la aterciopelada penumbra.

—Tú eres Northwest Smith —dijo la tersa y profunda voz, carente de pasión—. Un proscrito del planeta Tierra. Acabas de quebrantar la ley por última vez, Northwest Smith. Los hombres no pueden llegar hasta aquí si no son invitados... y seguir vivos. Quizá hayas oído hablar...

Su voz se fundió en el silencio, paulatinamente. La boca de Smith se curvó en una mueca lobuna, sin alegría, y alzó la mano que empuñaba la pistola. El crimen relampagueó implacable en sus ojos pálidos como el acero. Y entonces, con una brusquedad pasmosa, el mundo se disolvió a su alrededor. Un estallido de relámpagos llameó en el interior de su cabeza, danzando, girando y contrayéndose en un remolino de tinieblas hasta convertirse en dos nítidas chispas de luz... Una mirada acerada bajo unas cejas enarcadas... Cuando la habitación se fue deteniendo a su alrededor se encontró de pie, con los brazos sin fuerza, la pistola colgando de sus dedos, un entumecimiento apático retirándose de su cuerpo. Una sonrisa siniestra curvaba levemente la boca del Alendar. La mirada acerada se apartó casualmente de él, dejándole aturdido con un súbito vértigo, y se posó en la joven postrada en el suelo. Sus bruñidos rizos de bronce se derramaron de forma exquisita sobre la negra alfombra. El vestido verde se amoldaba suavemente a la redondez de su cuerpo, y nada en el universo habría sido tan adorable como su blancura de nata sobre el oscuro piso. Los ojos negros como un pozo la recorrieron impasibles y entonces, con su voz tersa y profunda, el Alendar preguntó, de manera sorprendente, aunque en él parecía algo natural:

—Dime, ¿tenéis jóvenes como ésta en la Tierra?

Smith sacudió la cabeza para aclarar sus ideas. Cuando consiguió responder, su voz sonó decidida, y, una vez que hubo vencido su aturdimiento, el súbito giro hacia una conversación trivial no le pareció fuera de lugar.

—Jamás vi una mujer igual en ningún sitio —dijo tranquilamente.

La mirada acerada destelló y le traspasó.

—Ella te ha contado... —dijo el Alendar—. Sabes que aquí tengo beldades que opacan su belleza como hace el sol con una vela. Y sin embargo..., esta Vaudir tiene algo más que belleza... Quizá lo hayas notado, ¿no?
Smith se enfrentó a la mirada interrogante buscando algún signo de burla, pero no encontró ninguno. Sin comprender a qué se refería —momentos antes, aquel hombre había puesto en peligro su vida—, prosiguió la conversación.

—Todas poseen algo más que belleza. ¿Por qué otra razón iban los reyes a comprar las jóvenes de Minga?

—Pero no... no ese encanto. Ella lo posee, pero también algo que es más sutil que la fascinación, mucho más deseable que la belleza. Tiene valor esta muchacha. Tiene inteligencia. De dónde provienen, eso no lo sé. No educo a mis mujeres para esas cosas. Pero en una ocasión, la miré en los ojos, en la galería, como ella te contó... y vi cosas más atrayentes que la belleza. La he llamado... y tú has llegado pegado a sus talones. ¿Sabes por qué? ¿Sabes por qué no moriste en la puerta exterior o en cualquier otro lugar a lo largo de las galerías, mientras efectuabas tu recorrido?

La pálida mirada de Smith se encontró con la otra, oscura e inquisitiva. La voz prosiguió.

—Porque en tus ojos... también hay cosas interesantes. Valor, tenacidad y cierto... poder, me parece. Hay intensidad en ti. Y creo que puedo encontrar algo en lo que me serás útil, terrestre.

Los ojos de Smith se entornaron levemente. Aquella conversación era tan reposada, tan corriente. Pero la muerte se estaba acercando. La sintió en el aire... Conocía de antiguo aquella sensación. La muerte... y quizá cosas aún peores. Recordó los susurros que había escuchado. En el suelo, la joven gimió imperceptiblemente y se movió. Los impasibles y penetrantes ojos del Alendar se movieron hacia ella, mientras decía con suavidad:

—Levántate.

Y ella se levantó, titubeando, y se quedó inmóvil delante de él, con la cabeza agachada. La rigidez la había abandonado. Presa de un impulso, Smith exclamó súbitamente:

—¡Vaudir!

Ella alzó el rostro y se encontró con su mirada, y un escalofrío de horror le recorrió. Había recuperado la conciencia, pero jamás volvería a ser la misma joven asustada que había conocido. Una negra sabiduría emanaba de sus ojos, y su rostro era una máscara en tensión que cubría un horror desnudo... ¡Desnudo! Era el rostro de alguien que ha caminado a través de un infierno más negro que cualquiera de los que haya imaginado la humanidad, y ganado en él un conocimiento que el alma humana no puede asimilar, a menos de morir en el intento. La joven le miró de frente y en silencio durante un largo momento, y luego se volvió nuevamente hacia el Alendar. Pero, poco antes de que apartase sus ojos de Smith, a éste le pareció ver en ellos una desesperada llamada de socorro...

—Ven —dijo el Alendar.

Le volvió la espalda... La mano de Smith que empuñaba la pistola tembló y volvió a caer. No, mejor sería esperar. Siempre había una oportunidad, a menos que viera que la muerte le rodeaba. Avanzó sobre la mullida alfombra siguiendo los pasos del Alendar. La joven iba tras él, caminando despacio, con los ojos bajos, en una horrible parodia de meditación, como si se recogiese en la sabiduría que habitaba de manera tan terrible ojos adentro. La oscura arcada en el extremo opuesto de la habitación los devoró. La luz faltó durante un instante..., un instante sin aliento, mientras la pistola de Smith se alzaba involuntariamente como una cosa viva en su mano, fútil contra la maldad invisible, y su cerebro comenzaba a dar vueltas en la completa negrura que le rodeó. Sólo duró un abrir y cerrar de ojos, y él se preguntó si había llegado a ocurrir, mientras volvía a bajar la mano que sostenía la pistola. Pero el Alendar, mirando por encima de uno de sus hombros, dijo:

—Una barrera que he colocado para guardar a mis... beldades. Una barrera mental que hubiera resultado infranqueable si no hubieses estado conmigo... Ahora lo comprendes, ¿no, mi Vaudir?

Había un guiño indescriptible en la pregunta, que inyectaba en aquella voz inhumana una nota de monstruosa humanidad.

—Lo comprendo —repitió como un eco la joven, con una voz tan hermosa e inexpresiva como una nota musical sostenida. Y el sonido de aquellas dos voces inhumanas que brotaban de los labios humanos de quienes le acompañaban lanzó un estremecido escalofrío por todos sus nervios.

Descendieron en silencio por el largo corredor. Smith caminaba sin hacer ruido con sus botas de hombre del espacio, cada una de sus fibras tensa hasta lo indecible. Se descubrió a sí mismo preguntándose, en medio de tan tensa vigilancia, si cualquier otra criatura dotada de alma humana habría recorrido antes aquel corredor..., si las asustadas jóvenes de cabellos dorados habrían seguido por él al Alendar, en medio de la negrura, o si también ellas habrían sido vaciadas de humanidad e impulsadas hacia aquel horror innombrable antes de que sus pies siguieran a su maestro a través de la barrera negra. El pasillo conducía hacia abajo. El olor a sal se hizo más evidente, y la luz se redujo a un parpadeo en el aire. En un silencio que no era humano, prosiguieron su camino. Poco después, el Alendar comenzó a hablar... y su voz profunda y líquida no pareció romper el silencio, pues se mezcló con él con tanta suavidad que ni siquiera suscitó un eco.

—Te estoy llevando hasta un lugar donde ningún hombre que no fuese el Alendar puso antes sus pies. Me complace preguntarme, precisamente ahora, cómo reaccionarán tus sentidos adormecidos ante lo que vas a presenciar. Estoy llegando a... a una edad –rió en voz muy baja- en que los experimentos me interesan. ¡Mira!

Los ojos de Smith se cerraron, cegados, ante una intolerable llamarada de súbita luz. En la fulgurante oscuridad de aquel instante, mientras el resplandor llameaba a través de sus párpados, le pareció que todo vibraba a su alrededor de manera inexplicable, como si la mismísima estructura de los átomos que formaban los muros se hubiese alterado. Cuando abrió los ojos se encontró en la entrada de una larga galería que resplandecía con una luminosidad suave y deliciosa. Ni siquiera se esforzó en comprender cómo había llegado hasta allí. Se extendía esplendente ante él. Los muros, el suelo y el techo eran de piedra lustrosa. A lo largo de los muros había divanes, dispuestos a intervalos, un estanque azul rompía la uniformidad del suelo, y el aire chispeaba inexplicablemente con luz dorada. Unas figuras se estaban moviendo entre aquellas burbujas de champán... Smith se quedó muy quieto, mirando hacia la galería. El Alendar le observaba con una sutil premonición en la mirada, y el punzante destello de sus ojos era lo suficientemente agudo para taladrar el mismísimo cerebro del terrestre. Vaudir, con la cabeza agachada, cavilaba en el negro conocimiento oculto bajo sus párpados entornados. De los tres, sólo Smith miró hacia la galería y vio lo que se movía a través del dorado esplendor del aire. Eran mujeres. Pero podían haber sido diosas..., ángeles coronados con bucles de bronce, moviéndose despreocupadamente en medio de un cielo dorado, donde el aire chispeaba como el vino. Debía de haber una veintena de ellas, yendo y viniendo por la galería en grupos de dos y de tres, descansando sobre los divanes, bañándose en el estanque. Llevaban el vestido venusiano infinitamente gracioso con un hombro al aire y una abertura en la falda, mudos contrastes de violeta, azul y verde esmeralda, y su belleza cortaba la respiración como un mazazo. Había música en cada gesto que hacía, una gracia fluyente y armoniosa que hacía daño al corazón, por tan completa belleza.

Había creído que Vaudir era hermosa, pero lo que allí veía era una belleza tan exquisita que rayaba en el dolor. Sus voces dulces y tenues suscitaban pequeños estremecimientos de terciopelo en sus nervios y, desde la distancia, sus suaves sonidos se mezclaban tan musicalmente que hubiera podido pensarse que todas cantaban juntas. La dulzura de sus movimientos hizo que su corazón se contrajera súbitamente y la sangre se agolpase en sus oídos...

—¿Las encuentras bellas? —la voz del Alendar se mezcló con el melodioso sonido de las voces, con la misma perfección que si lo hubiese hecho con el silencio. El brillo acerado de sus ojos traspasaba fijamente la pálida mirada de Smith, mientras sonreía imperceptible, débilmente-. ¿Bellas? ¡Pues aguarda!

Avanzó por la galería, alto y muy sombrío en la luz irisada. Smith, que le seguía de cerca, viajaba en una bruma de ilusión. No ha sido dado a cualquier mortal el caminar por el cielo. Sintió el aire tan embriagador como vino, y un perfume delicioso le acarició. Las aureoladas jóvenes se apartaron a su paso, mirando mientras pasaba, con ojos muy abiertos por la sorpresa, su cuero manchado y sus pesadas botas. Vaudir caminaba tranquilamente tras él, con la cabeza agachada; las jóvenes apartaron sus miradas de ella, estremeciéndose levemente. Entonces vio que sus rostros eran tan encantadores como sus cuerpos, enervantes y vivaces. Eran rostros felices, inconscientes de la belleza, inconscientes de cualquier otra existencia que la suya propia..., sin alma. Lo comprendió instintivamente. Allí había belleza hecha carne, física, tangible; pero lo que él había visto en el rostro de Vaudir antes, una chispa de audacia, la ternura del remordimiento de haberle llevado hasta allí, le confería a ella una superioridad indefinible sobre aquella belleza increíble, pero sin alma. Continuaron a lo largo de la galería en súbito silencio, desde el momento en que las voces musicales se callaron, extrañadas. Al parecer, el Alendar era un personaje familiar, pues ellas le dedicaron poca atención. En lo referente a Vaudir, volvían la cabeza con un espasmo de repulsión, prefiriendo no reconocer su existencia. Pero Smith era el primer hombre que veían, aparte del Alendar, y la sorpresa les hacía enmudecer. Prosiguieron su camino en medio de aquel aire vibrante, y las últimas jóvenes adorables, que los miraban fijamente, quedaron atrás. Un portal de marfil se abrió ante ellos, sin que lo tocasen. Ya en su interior, bajaron por unas escaleras y recorrieron otro pasillo, mientras la embriaguez del aire moría y un murmullo de voces musicales surgía a su espalda. Siguieron avanzando hasta que el sonido se perdió. El pasillo quedó a oscuras hasta que reanudaron nuevamente la marcha en medio de la penumbra.

En ese momento, el Alendar se detuvo y se volvió hacia ellos.

—He dispuesto mis joyas más costosas —dijo— en aderezos diferentes. Como éste...

Alargó un brazo y Smith vio una cortina que colgaba del muro. Había otras, más lejos, manchas oscuras en la penumbra. El Alendar apartó los negros pliegues y la luz interior se derramó suavemente a través de una verja para arrojar sombras floreadas sobre el muro opuesto. Smith avanzó y miró fijamente. A través de una ventana enrejada, observó una habitación tapizada de terciopelo negro. Era muy sobria. Apoyado en el muro de enfrente había un diván y en él —el corazón de Smith dio un salto y se detuvo— yacía una mujer. Y si las jóvenes de la galería le habían parecido diosas, aquella mujer era más adorable que todo lo que los hombres se hubiesen atrevido a imaginar, incluso en las leyendas. Sobrepasaba la divinidad: largas piernas blancas sobre terciopelo, dulces formas curvas y planas marcándose bajo el vestido, cabello de bronce derramándose como lava sobre uno de sus hombros, y su rostro, tranquilo como la muerte, de ojos cerrados. Era una belleza pasiva, como de alabastro perfectamente moldeado. Y un encanto, una fascinación totalmente tangible emanaban de ella como en un hechizo mágico. Un encantamiento hipnótico, magnético, poderoso. No podía apartar sus ojos de ella. Era como una avispa atrapada en la miel... El Alendar dijo algo por encima del hombro de Smith, con voz vibrante que estremeció el aire. Los cerrados párpados se abrieron. La vida y la belleza recorrieron el rostro en calma como una ola, iluminándolo de modo insoportable. Aquel encantamiento magistral la despertó y animó con una peligrosa viveza..., atractiva y fascinante. Se levantó, deslizándose lentamente como una ola sobre las rocas; sonrió (los sentidos de Smith cedieron a la belleza de aquella sonrisa) y después se hundió lentamente con una profunda reverencia en el terciopelo del suelo, con el cabello ondulando y cayendo a su alrededor, hasta que yació prosternada en un llamear de belleza bajo la ventana.

El Alendar dejó caer la cortina y se volvió hacia Smith cuando se desvaneció la deslumbrante visión. De nuevo, el destello aguzado se clavó en el cerebro de Smith. El Alendar sonrió una vez más.

—Vamos —dijo, y avanzó por el pasillo.

Pasaron ante tres cortinas y franquearon una cuarta. Posteriormente, Smith recordó que debió de haber apartado la cortina para mirar a través de los barrotes de la ventana, pero el espectáculo que vio borró de su mente cualquier otro recuerdo. La joven que vivía en aquella habitación tapizada de terciopelo estaba de puntillas cuando corrió la cortina, y su belleza y su gracia, de pies a cabeza, dejaron sin aliento a Smith, como si un rayo le hubiese alcanzado en el corazón. Y su encanto irresistible y doloroso le lanzó hacia delante, hasta que se encontró agarrando los barrotes con los nudillos en blanco, ajeno a nada que no fuese aquel deseo acuciante que destruía el alma... Ella se movió, y el espejismo de gracia que recorrió como una canción cada uno de sus gestos causó un tremendo dolor en sus sentidos, por lo puro e inalcanzable de su encanto. Sabía, incluso en aquel torbellino de arrebato, que aunque pudiera estrechar entre sus brazos y para siempre aquel suave y redondeado cuerpo, todavía seguiría ansiando la plenitud que la carne no podría darle. Aquella belleza suscitó un ansia en su alma más enloquecedora que cualquier apetito carnal. El cerebro le daba vueltas por el deseo de poseer esa intangible e irresistible belleza que sabía que nunca podría poseer ni alcanzar mediante los sentidos de que disponía. Aquel deseo incorpóreo bramó en su interior como la locura, con tanta violencia que la habitación osciló y el blanco contorno de la belleza tan inalcanzable como las estrellas se desdibujó ante él. Se quedó sin aliento, se ahogó y retrocedió ante la visión intolerable y exquisita.

El Alendar rió y dejó caer la cortina.

—Vamos —dijo de nuevo, con una sutil hilaridad completamente perceptible en su voz, y Smith le siguió, aturdido.

Recorrieron un largo trecho, pasando junto a cortinas que colgaban a intervalos irregulares a lo largo de los muros. Cuando, finalmente, hicieron un alto, la cortina ante la que se detuvieron apareció levemente iluminada en su contorno, como si algo rutilante se encontrase tras ella. El Alendar apartó sus pliegues.

—Nos estamos aproximando —dijo— a la pura claridad de la belleza, apenas estorbada por las ataduras de la carne. Mira.

Smith sólo echó una mirada para ver quién se hallaba dentro. Y la exquisita impresión de lo que vio sacudió como una tortura cada uno de sus nervios. Durante un instante de locura, su razón vaciló ante la terrible fascinación que emanaba de quien vivía allí, y sus ondas le calaron hasta el alma... Belleza hecha carne que atenazaba con férreos dedos cada uno de sus sentidos y nervios, y algo más intangible, irresistible y profundo que buscaba a tientas las raíces de su ser, arrancándole el alma... Sólo echó una mirada, pero en aquella mirada sintió cómo su alma respondía a aquella atracción, y un deseo terrible se abrió camino, inútilmente, a través de él. Después, levantó un brazo para cubrirse los ojos y retrocedió tambaleándose hacia la oscuridad. Un lamento sin palabras subió hasta sus labios, y la tiniebla se cernió sobre él. La cortina cayó. Smith se aplastó contra el muro y tomó aire entre largos y estremecedores jadeos, mientras los latidos de su corazón iban calmándose gradualmente y la impía fascinación le abandonaba. Los ojos del Alendar resplandecían con fuego verde cuando él se volvió hacia la ventana, y un ansia innombrable se extendió como una sombra sobre su rostro. Y dijo:

—Podría mostrarte otras, terrestre. Pero, al final, sólo conseguirías volverte loco (has estado muy cerca hace sólo unos instantes), y tengo otros planes para ti... Me pregunto si comienzas a comprender, ahora, el propósito de todo esto.

El resplandor verde se fue apagando de aquella mirada cortante como un puñal, a medida que los ojos del Alendar miraban fijamente a Smith. El terrestre sacudió levemente la cabeza para expulsar los vestigios de aquel deseo devorador, y llevó nuevamente su mano a la culata de su pistola. En cierta medida, su familiar contacto le produjo seguridad y, con ella, una nueva conciencia del peligro que le rodeaba. En aquel momento sabía que allí no podría encontrar ninguna gracia para él, a quien los secretos más recónditos de Minga habían sido inexplicablemente revelados. Le esperaba la muerte..., una muerte extraña, en cuanto el Alendar, cansado de hablar... Pero si mantenía los oídos y los ojos bien abiertos no podría –si Dios quería- cogerle tan rápidamente que muriera solo. Una ráfaga de aquella llama azulada como la hoja de una espada era todo lo que pedía en aquel momento. Sus ojos, alerta y hostiles, se enfrentaron resueltamente con la afilada mirada. El Alendar rió y dijo:

-La muerte está en tus ojos, terrestre. Sólo hay asesinato en tu cerebro. ¿Tu mente no puede comprender otra cosa que no sea batallar? ¿No hay curiosidad en ella? ¿No te preguntas por qué te he traído hasta aquí? Sí, la muerte te espera. Pero no una muerte desagradable. Además, de una forma u otra, siempre espera a todos. Atiende, permíteme que te diga... que tengo motivos para desear penetrar en ese caparazón animal de autoprotección que sella tu mente. Déjame que te mire más profundamente... si es que aún te queda algo profundo. Tu muerte será... útil y, en cierta forma, agradable. De otro modo... Bueno, las bestias de las tinieblas tienen hambre. Y la carne sirve para alimentarlas, lo mismo que a mí una bebida más dulce... Atiende.

Smith entornó los ojos. Una bebida más dulce... Peligro, peligro, su aroma llenaba el aire; instintivamente, sintió el peligro de abrir su mente a la penetrante mirada del Alendar, mientras la fuerza de sus impositivos ojos latía en su cerebro como unas luces tremendas...

—Vamos —dijo en voz baja el Alendar, y se desplazó sin hacer ruido en medio de la penumbra. Ellos le siguieron, Smith alerta hasta límites dolorosos, la muchacha caminando con la mirada baja y entornada, su mente y su alma muy lejos, en alguna tiniebla nefanda cuya sombra se mostraba infame bajo sus pestañas.

El pasillo se ensanchó para formar una bóveda y, de repente, al otro lado, un muro desapareció en el infinito y ellos se detuvieron ante el vertiginoso extremo de una galería que daba a un mar negro y viscoso. Smith musitó un juramente de sorpresa. Un momento antes, el camino les había conducido a través de unos túneles de techo muy bajo que se hundían en las profundidades; al instante siguiente se detenían ante la orilla de un vasto cúmulo de ondulante tiniebla, mientras un tímido viento tocaba sus rostros con el hálito de cosas innombrables. Abajo, muy lejos, las oscuras aguas se agitaban. La fosforescencia las iluminaba de manera incierta, y él no estuvo seguro de que fuera agua lo que hervía en la oscuridad. Una fuerte consistencia parecía ser inherente al oleaje, como fango negro que se agitase. El Alendar contempló las olas encrespadas de fuego. Permaneció un instante sin hablar y luego, a lo lejos, en las cenagosas ondas, algo rompió la superficie con un salpicar aceitoso, algo velado piadosamente por la negrura, que volvió a sumergirse, produciendo sobre la superficie un oleaje de señales progresivas.

—Atiende —dijo el Alendar, sin volver la cabeza—. La vida es muy antigua. Hay razas más viejas que el hombre. La mía es una de ellas. La vida surgió del negro fango de las profundidades del mar y se elevó hacia la luz a lo largo de muchas líneas divergentes. Algunas alcanzaron la madurez y la profunda sabiduría cunado el hombre aún se balanceaba en los árboles de la jungla. Durante muchos siglos, si contamos el tiempo como hacéis los humanos, el Alendar habitó aquí, cultivando la belleza. En los últimos años ha vendido algunas de sus beldades menores, quizá para explicar a gusto de la humanidad lo que jamás podría comprender si se le contase la verdad. ¿Comienzas a darte cuenta? Mi raza es remotamente afín a aquellas razas que absorban la sangre del hombre, más próxima a aquellas que beben sus fuerzas vitales para alimentarse. Yo he refinado mi gusto aún más. Bebo... la belleza, vivo de la belleza. Sí, en sentido literal. En cierto modo, la belleza es tan tangible como la sangre. Es una fuerza localizada, propia, que habita en los cuerpos de hombres y mujeres. Habrás notado la vacuidad que en tantas mujeres acompaña la perfecta belleza..., la fuerza tan enorme que se sobrepone a todas las demás y vive vampíricamente a expensas de la inteligencia, la bondad, la conciencia y todo lo demás. Aquí, en el origen (pues nuestra raza ya era vieja en los comienzos de este mundo, engendrada en otro planeta, sabia y antigua), cuando nos despertamos de nuestro sueño en medio del cieno, decidimos alimentarnos con la fuerza de la belleza inherente a la humanidad, incluso en los días en que ésta vivía en cuevas. Pero como era un magro alimento, estudiamos la raza para determinar dónde podrían descansar nuestros grandes proyectos, y después seleccionamos especímenes para criarlos, construimos este bastión y nos dedicamos a la tarea de hacer que la humanidad evolucionase hasta el límite de su belleza. Con el paso del tiempo, fuimos desechando todos los tipos hasta llegar al actual. Este último tipo de belleza lo desarrollamos para la raza humana. Es interesante ver lo que hemos conseguido sobre otros mundos, con razas completamente diferentes...

»Bien, aquí lo tienes. Mujeres criadas como campo de cultivo para la devoradora necesidad de belleza de que vivimos. Pero... la dieta se hizo monótona, como suele suceder con la comida que se repite. Me quedé con Vaudir porque vi en ella una chispa de algo que, excepto en muy raras ocasiones, había sido cultivado en las jóvenes de Minga. Pues la belleza, como ya he dicho, devora las demás cualidades, excepto a ella misma. Sin embargo, de alguna forma, la inteligencia y el coraje sobrevivieron en estado latente en Vaudir. Ella disminuye su belleza, pero su sabor supone un cambio entre la eterna repetición de las demás. Y eso fue lo que pensé hasta que te vi. Entonces me acordé de todo el tiempo que había pasado desde que probé la belleza del hombre. Es tan rara, tan diferente de la belleza femenina, que casi había olvidado que existía. Pero tú la tienes, muy tenue, de un modo crudo, agreste... Te he contado todo esto para degustar la cualidad de esa... de esa agreste belleza tuya. Si me hubiera confundido en lo referente a las profundidades de tu mente, hubieses ido a alimentar a las bestias de la oscuridad, pero veo que no estaba confundido. Detrás de tu caparazón animal de autoconservación se encuentran esas fuerza y energía profundas que alimentan las raíces de la belleza masculina. Creo que debiera darte un respiro para dejar que crezcan, mediante los métodos coercitivos que conozco, antes... de que beba. Será delicioso...

La voz se extinguió en el silencio de un murmullo, el agudo resplandor sondeó los ojos de Smith. Él intentó evitarlo, aun sin estar totalmente seguro, pero sus ojos se volvieron involuntariamente hacia la penetrante mirada, y la desconfianza murió en él, gradualmente, mientras la imperiosa atracción de aquellos puntos que relucían en pozos de negrura le mantenía completamente inmóvil. Y mientras miraba fijamente aquellos destellos de diamante, vio desvanecerse y apagarse lentamente su fulgor, hasta que los puntos luminosos se convirtieron en pozos que rielaban, y se encontró mirando una negra maldad tan elemental y vasta como el espacio entre los mundos, una nada vertiginosa donde moraba un horror innombrable..., profundo, muy profundo... y a su alrededor se fue cerrando la negrura. Se insinuaron en su mente unos pensamientos que no eran suyos, que salían de aquella negrura inmensa y elemental..., pensamientos que se arrastraban, que se retorcían... hasta que tuvo un atisbo de aquel lugar sombrío donde se revolcaba el alma de Vaudir, y algo tiró de él hacia abajo, cada vez con más fuerza, hasta una pesadilla consciente contra la que no podía luchar...

Entonces, sin saber cómo, aquella fuerza cedió durante un instante. Hubo un momento preciso en que se encontró de nuevo sobre la orilla del viscoso mar, empuñando una pistola con dedos inertes... Después, la negrura se cerró sobre él nuevamente, pero con una oscuridad diferente, inquieta, que no poseía totalmente el poder omnímodo de la otra pesadilla y que le dejaba con las suficientes fuerzas para luchar. Y luchó, y fue un combate desesperado, inmóvil, mudo, en un negro mar de horror, mientras unos pensamientos como gusanos se retorcían en su mente bajo tensión y las nubes le rodeaban y se abrían para volver a rodearle. A veces, en los momentos en que aquella tenaza se debilitaba, tenía tiempo para sentir una tercera fuerza luchando entre aquella fuerza negra y ciega, que le arrastraba hacia abajo, y su propio esfuerzo cansado y frenético para liberarse, una tercera fuerza que estaba debilitando la negra atracción, de forma que él tenía momentos de lucidez cuando se hallaba libre a orillas del océano y sentía el sudor correrle por el rostro y era consciente de su corazón palpitante y de la respiración ahogada que torturaba sus pulmones; y entonces upo que estaba luchando con cada uno de sus propios átomos, en cuerpo, mente y alma, contra la intangible negrura que tiraba de él hacia abajo. Después sintió que la fuerza contra la que luchaba se concentraba en un esfuerzo final –sintió la desesperación de aquel esfuerzo- y se desplomaba sobre él como una marea. Zarandeado, ciego, sordo y mudo, sumergido en la más completa negrura, se debatió en las profundidades de aquel infierno sin nombre donde pensamientos ajenos y repugnantes se retorcían en su cerebro. No tenía cuerpo ni asidero, y mientras se revolcaba en un cieno más repugnante que cualquiera de los terrestres, porque procedía de almas negras e inhumanas de eras anteriores del hombre, fue consciente de que unos pensamientos, como gusanos que se retorcieran en su cerebro, iban formando lentamente conceptos monstruosos... Una sabiduría parecida a un flujo informe se iba derramando a través de su cerebro incorpóreo, una sabiduría tan espantosa que no la podía comprender conscientemente, aunque subconscientemente todos los átomos de su cuerpo y de su alma se sentían asqueados e intentaban, inútilmente, olvidarla. Se vertía sobre él, le impregnaba, se extendía por él más y más con la mismísima esencia del horror... y sintió que su mente se fundía bajo su poder disolvente, fundiéndose y corriendo fluida en nuevos canales y nuevas formas..., formas horribles...

Y justo en ese instante, mientras la locura le envolvía y su mente daba vueltas en el umbral de la aniquilación, sonó un chasquido, y, como una cortina, la negrura desapareció y se encontró aturdido y pasmado en la galería, encima del negro mar. Todo daba vueltas a su alrededor, pero se trataba de cosas corpóreas que relucían y se alzaban ante sus ojos, la bendita roca negra y las olas tangibles que tenían forma y cuerpo... Sus pies pisaron con fuerza y su mente se recuperó, despejándose y volviendo a ser la de siempre. Y en aquel momento, a través de la bruma de debilidad que aún le envolvía, una voz exclamó salvajemente: “¡Mata!... ¡Mata!”, y entonces vio al Alendar titubeando contra la balaustrada, con todos sus rasgos inexplicablemente borrosos e inciertos, y, detrás de él, a Vaudir, con ojos llameantes y el rostro terriblemente devuelto a la vida, gritando “¡Mata!”, con voz escasamente humana. Como una criatura con vida propia, la mano que empuñaba la pistola fue alzándose –no la había soltado a pesar de todo lo que le había sucedido-, y fue escasamente consciente de la violencia del retroceso en su mano y del fogonazo azul que llameó en su boca. Alcanzó de lleno a la oscura figura del Alendar, y entonces hubo un silbido y un resplandor... Smith cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos, para quedarse mirando con incredulidad mezclada de disgusto; pues, a menos que la lucha hubiese afectado a su cerebro y que los retorcidos pensamientos aún se revolcasen por su mente, tiñendo todo lo que veía con un horror no terreno..., a menos que aquello fuese verdad, no estaba contemplando a un hombre que acababa de ser acertado entre los pulmones, y que hubiera debido derrumbarse en el suelo, en una masa sangrante, sino... sino...¡Dios! ¿Qué era eso? La oscura figura había resbalado junto a la balaustrada y, en lugar de un borbotón de sangre, una repugnante, innombrable e informe negrura manaba de ella: fango como el del viscoso mar de abajo. Toda aquella forma oscura de hombre se estaba fundiendo, derramándose sobre el charco de negrura que se iba formando a sus pies, en el pavimento de piedra.

Smith empuñó con más fuerza su pistola y esperó con muda incredulidad, y todo aquel cuerpo fue cayendo y fundiéndose lentamente, hasta que perdió toda forma –algo repugnante, horripilante- y en donde se encontrara el Alendar, hubo un montón de cieno viscoso sobre el suelo de la galería, espantosamente vivo, que se hinchaba y ondulaba, en un esfuerzo para levantarse y asumir nuevamente una apariencia de humanidad. Y mientras miraba, perdió incluso aquella forma, y sus bordes se fundieron de modo nauseabundo, y toda la masa se aplanó y volvió a formar un charco de horror espantoso, y, entonces, fue consciente de que iba goteando lentamente por la balaustrada hacia el mar. Siguió observando, inmóvil, cómo aquel montículo rodante y reluciente se fundía, se adelgazaba y pasaba a través de los barrotes, hasta que el suelo estuvo limpio nuevamente, sin que una mancha oscureciese la piedra. Una dolorosa opresión en los pulmones le hizo volver a la realidad y comprendió que había estado conteniendo el aliento, sin creer apenas en lo que veía. Vaudir se había apoyado de nuevo contra el muro, y vio que sus rodillas se doblaban bajo su cuerpo. Entonces se abalanzó hacia ella, cojeando sobre sus inciertos pies para cogerla antes de que cayera.

—¡Vaudir! ¡Vaudir! —la zarandeó con suavidad—. Vaudir, ¿qué ha sucedido? ¿Estoy soñando? ¿Estamos a salvo? ¿Ya... estás despierta?

Muy lentamente, sus blancos párpados se abrieron, y los ojos negros se encontraron con los suyos. Y vio en ellos la sabiduría de aquel vacío reptante que él había vislumbrado, la sombra que jamás podría expulsar. Estaba impregnada y mancillada por aquello. Y la mirada de sus ojos fue tal que, involuntariamente, la soltó y retrocedió. Ella se tambaleó un poco y después recobró el equilibrio y le miró con los párpados entornados. El grado de inhumanidad de su mirada repercutió en su alma, aunque le pareció ver un reflejo de la joven que había sido, torturada aún en medio de la negrura. Y supo que estaba en lo cierto cuando dijo, con voz lejana y sin inflexiones:

—¿Despierta?... No, todavía no, terrestre. He llegado muy abajo en el infierno... Me infligió la peor tortura que conocía, pues aún queda en mí la suficiente humanidad para comprender en qué me he convertido, y para sufrir. Sí, se ha ido, ha vuelto al fango que le alimenta. Yo he sido parte de él, una con él y la negrura de su alma, ahora lo sé. Han transcurrido eones desde que la negrura cayó sobre mí, he morado durante eternidades en los mares oscuros y ondulantes de su mente, absorbiendo su conocimiento.... y fui una con él, y ahora que se ha ido, debo morir; pero, si está en mi mano, desearía verte a salvo fuera de aquí, pues fui yo quien te arrastró hasta este lugar. Si pudiera recordar..., si pudiese encontrar el camino...

Se volvió, indecisa, y dio un paso titubeante en el camino por donde había venido. Smith saltó hacia ella y deslizó el brazo que tenía libre a su alrededor, pero ella se estremeció por el contacto.

—No, no. No lo soporto, el roce de la carne humana sin tacha... Rompe el hilo de mis recuerdos... No puedo ver en el interior de su mente como cuando habitaba en ella, y debo, debo...

Ella le apartó y se tambaleó, echando un último vistazo al ondeante mar, y después echó a andar. Avanzó a lo largo del muro de piedra con paso vacilante, apoyando una mano en él para sostenerse; su voz era un susurro discontinuo, que a él le obligaba a caminar muy cerca de ella para oírla, y la mayoría de las veces deseó no haberla oído.

—Cieno negro... Negrura alimentándose de la luz... Todo se agita... El cieno, el cieno y un mar ondulante... Salió de él, ya lo sabes, antes de que la civilización comenzase aquí. Es muy viejo, nada hubo antes sino el Alendar... Y de algún modo (ahora no puedo ver precisamente cómo, ni recordar por qué) descolló sobre los demás, como hicieron en otros planetas algunos de su raza, y tomó forma humana y comenzó a criar a los suyos...

Siguieron por el oscuro corredor, pasaron cortinas que ocultaban la encarnación de la belleza, y los tambaleantes pasos de la joven acompasaron sus tambaleantes palabras, casi incoherentes...

—Vivió aquí durante todas estas eras, alimentando y devorando la belleza (sed de vampiro, qué repugnante deleite beber la fuerza de la belleza), lo sentí y lo recordé cuando era una con él... Espesas capas negras de limo primordial... apagando la belleza humana en el cieno, absorbiendo... Ciega sed negra... Y esta sabiduría era antigua, espantosa y llena de poder... Así podía absorber un alma a través de los ojos y sepultarla en el infierno, y ahogarla en él, como hubiera hecho conmigo si yo no hubiese sido, sin saber por qué, algo diferente de las demás. ¡Gran Shar, desearía no haberlo sido! Mejor hubiera sido haberme hundido en él y no haber sentido en cada uno de mis átomos la horrible suciedad de... de lo que conozco. Pero, en virtud de aquella oculta fuerza, no me rendí del todo, y cuando él empleó todo su poder para subyugarte, pudo luchar en lo más recóndito de su mente, creando una perturbación que le distrajo mientras luchaba contigo, haciendo posible que te liberases lo suficiente para destruir la carne humana con que se había revestido, y así regresó nuevamente al fango. No comprendo totalmente por qué sucedió todo esto... Sólo sé que su debilidad, contigo asaltándole desde fuera y yo luchando encarnizadamente con él en el mismísimo centro de su alma, fue tal que se vio obligado a utilizar la energía que le mantenía con forma humana, lo que le debilitó tanto que se disgregó cuando su forma humana fue atacada. Y así volvió a caer de nuevo en el limo de donde salió, limo negro..., consistente..., viscoso...

Su voz se perdió en un murmullo y tropezó, a punto de caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio se colocó delante de él a gran distancia, como si su misma proximidad le resultase repugnante, y el débil balbuceo de su voz le llegó en frases entrecortadas y sin sentido. Poco después, el aire comenzó a crepitar, y ambos franquearon la puerta de plata y entraron en la galería donde el aire burbujeaba como el champán. El estanque azul seguía tan claro como una joya en su aderezo dorado. De las jóvenes no había ni rastro. Cuando llegaron al extremo de la galería, la muchacha se detuvo, volviendo hacia él un rostro contorsionado por el esfuerzo que hacía al recordar.

—Aquí está la señal —dijo, vehemente—. Si sólo pudiera recordar... –se cogió la cabeza entre ambas manos, la agitó violentamente, y añadió-: Ahora no tengo fuerzas... Ya no puedo... No puedo —y aquel débil y lastimero susurro llegó incoherente a los oídos de Smith.

Luego se irguió con resolución, vacilando un poco, y se dirigió hacia él, extendiendo las manos. Él se las cogió, dudando, y vio cómo se estremecía ante aquel contacto y su rostro se contorsionaba de dolor. Y entonces él, a través de aquel contacto, también sintió un estremecimiento y una oleada de asco. Vio cómo ponía los ojos en blanco y su rostro se marcaba con las arrugas de la tensión; un fino rocío perló su frente. Permaneció así durante un largo momento, con un rostro como el de la muerte, y unos profundos estremecimientos recorrieron todo su cuerpo. Sus ojos estaban tan vacíos como la nada que separa los planetas. Cada uno de los estremecimientos que la recorrían se transmitía por entero a él, a través del contacto de sus manos, como una negra ola de espanto, por eso volvió a ver una vez más el viscoso mar, y se revolcó en el infierno del que había luchado por salir mientras estaba en la galería, y supo por vez primera qué tipo de tortura debía estar sufriendo ella, agazapada en lo más profundo de aquel mar inquieto. El pulso se le aceleró y, durante algunos momentos, penetró en la ciega negrura y en el fango, y sintió el cosquilleo de los primeros pensamientos retorcidos en las raíces de su cerebro. Entonces, súbitamente, una completa oscuridad se cerró sobre ellos y, nuevamente, todas las cosas se desdibujaron, como si los átomos de la galería estuvieran cambiando; y cuando Smith abrió los ojos siguió entrando en el oscuro e inclinado corredor, con el olor a sal y a antigüedad que impregnaba fuertemente el aire.

Vaudir gimió imperceptiblemente a su lado, y él se volvió para verla apoyada contra el muro, temblando tanto de pies a cabeza que pensó que iba a caerse al suelo en cualquier momento.

—Estaré mejor... dentro de unos instantes —balbució—. Tuve que usar... casi toda mi fuerza para... que pudiéramos salir... Aguarda...

De tal suerte, permanecieron en la oscuridad, en el corrupto aire salobre, hasta que su temblor se apaciguó y ella dijo, con su vocecita vacilante:

—Vamos.

Y reanudaron la marcha. Ya sólo quedaba un corto trecho hasta la barrera de negro vacío que guardaba la puerta de la habitación donde habían visto por vez primera al Alendar. Cuando llegaron a aquel lugar, ella se estremeció levemente, se detuvo, y extendió con decisión las manos. Cuando él las tocó, sintió una vez más las repugnantes y viscosas olas correr por su cuerpo, y se sumió nuevamente en aquel fangoso infierno. Como antes, la completa negrura relampagueó sobre él en el tiempo de un suspiro. Entonces ella apartó sus manos y ambos volvieron a encontrarse en el portal, mirando la habitación tapizada de terciopelo que habían dejado... hacía eones, o eso le parecía. Se mantuvo alerta, mientras las ondas de cegadora debilidad invadían a la joven, tras aquel supremo esfuerzo. La muerte era visible en su rostro cuando se volvió, finalmente, hacia él.

—Vamos... Oh, vamos, deprisa —susurró, y echó a andar, titubeando.

Él la siguió pegado a sus talones a través de la habitación, y franquearon la gran puerta de hierro y siguieron el pasillo hasta el comienzo de la escalera de plata. Allí se le encogió el corazón, porque tuvo el presentimiento de que la joven no podría subir la larga escalera de caracol hasta arriba del todo. Pero ella puso un pie en el primer peldaño y subió con decisión; mientras la seguía, oyó que hablaba consigo misma:

—Espera... Oh, espera... Déjame llegar hasta arriba... Déjame arreglar al menos esto... y entonces... ¡No, no! Por favor, Shar, ¡no, el cieno negro otra vez no!... ¡Terrestre, terrestre!

Se detuvo en la escalera y se volvió hacia él. Su mirada perdida estaba llena de frenesí de la desesperación y del terror.

—Terrestre, prométeme... ¡que no me dejarás morir de esa manera! Cuando lleguemos arriba... ¡dispárame un rayo! Purifícame con el fuego, o tendré que vivir durante la eternidad en las negras profundidades de las que te he sacado. ¡Oh, prométemelo!

—Te lo prometo —dijo Smith, con voz tranquila—. Te lo prometo.

Y siguieron subiendo. La escalera prosiguió su interminable espiral, y ellos siguieron subiendo de manera interminable. Las piernas de Smith comenzaron a dolerle intolerablemente, y el corazón a latirle salvajemente, pero Vaudir no pareció sentir el cansancio. Subía ágilmente, y no con mayores dificultades que las que había demostrado en las galerías. Después de varias eternidades llegaron arriba. Una vez allí, la joven cayó al suelo. Se derrumbó como muerta en el extremo de la espiral de plata. Durante un instante de cobardía, Smith pensó que le había fallado y que la había dejado morir mancillada, pero momentos después, ella se movió, irguió la cabeza y, con mucha lentitud, se puso en pie.

—Continuaré... Continuaré, continuaré —habló consigo misma, entre susurros—... Si he llegado hasta aquí... debo terminar... –y avanzó, tambaleándose, por el primoroso pasillo de muros nacarados, iluminado de rosa.

Pudo ver lo peligrosamente cerca que ella se encontraba del límite de sus fuerzas, y se maravilló de la tenacidad con que se aferraba a la vida, aunque la fuera perdiendo a cada paso, mientras el latido de las tinieblas la invadía poco a poco. De tal suerte, con una obstinación asombra, recorrió, tambaleándose, el camino, pasando puertas tras puertas de nácar cincelado, bajo luces rosadas que iluminaban su rostro con un espectral simulacro de vitalidad, hasta que llegaron a la puerta de plata, situada al extremo. La cerradura estaba abierta, y el pestillo corrido. Ella empujó la puerta y ambos la franquearon. El viaje de pesadilla prosiguió. Ya debía estar amaneciendo, pensó Smith, pues los corredores estaban desiertos, pero ¿no sentía un hálito de peligro en el aire inmóvil? La entrecortada voz de la joven respondió a aquella pregunta formulada a medias, como si lo mismo que el Alendar, detentase el secreto de leer la mente de los hombres.

—Los... Guardianes... aún merodean por los corredores y ahora están sueltos... Apresta, pues, tu pistola de rayos, terrestre...

Al oír aquello, Smith mantuvo la mirada alerta, trazando en su mente, lenta y dubitativamente, los pasos que habían dado en su viaje de ida. En una ocasión distinguió el suave deslizar de... algo que arañaba el pavimento de mármol y, en dos ocasiones, olfateó, con un estremecimiento súbito, un repentino olor a sal en medio de aquel aire perfumado, y en su mente relampagueó el recuerdo de un mar negro y ondulante... Pero nada los molestó. Paso tras paso, llenos de vacilación, los pasillos fueron quedando atrás, y él comenzó a reconocer algunos puntos de referencia. Los pasos de la joven se hicieron más lentos y vacilantes, mientras avanzaba con un valor increíble, luchando contra el olvido, conteniendo las oscuras olas que caían sobre ella, aferrándose con dedos tenaces a la tenue chispa de vida que la impulsaba. Y, finalmente, después de lo que parecieron horas de esfuerzos desesperados, alcanzaron el corredor iluminado de azul, en cuyo extremo se abría la puerta exterior. El avance de Vaudir se convirtió en una serie de confusos titubeos, interrumpidos por pausas, mientras se agarraba a las puertas esculpidas con dedos tensionados y se mordía unos labios exangües, aferrándose a su última chispa de vida. Él vio cómo la recorría un estremecimiento continuo, y supo que las oleadas de fluida tiniebla debían estar acosándola por todas partes y que los pensamientos retorcidos debían contorsionarse en su cerebro... Pero ella siguió adelante. Cada paso que daba era más débil, como si cambiase el peso de un pie a otro, y a cada paso esperase que le fallaran las rodillas y se precipitase en las profundas negruras que se abrían ante ella. Pero siguió adelante.

Llegó a la puerta de bronce, y con un último esfuerzo, levantó la barra y la abrió. Entonces, aquella tenue chispa se apagó como la llama de una vela. Smith echó un vistazo al interior de la habitación de roca –y a algo horrible que había en su suelo-, antes de verla caer hacia delante, mientras la marea ascendente de un viscoso olvido se cerraba, finalmente, sobre su cabeza. Agonizaba al caer. Smith disparó su pistola de rayos y sintió el retroceso contra la palma de su mano, mientras un resplandor azul relampagueaba y la alcanzaba en mitad del aire. Y él hubiera jurado que sus ojos se iluminaron durante un instante fugaz, y que la valiente joven que había conocido aparecía ante él, purificada e íntegra, antes de que la muerte —una muerte limpia— la velase. Se derrumbó a sus pies, en un desorden confuso, y él sintió el azote de las lágrimas bajo sus párpados mientras la miraba, una masa de blanco y bronce sobre el tapiz. Y mientras la contemplaba, un velo de profanación cubrió su radiante blancura... La corrupción la atacó ante sus ojos y progresó con horrible rapidez y, en menos tiempo del que se tarda en decirlo, se encontró mirando con ojos horrorizados un charco de negro cieno que arrastraba un terciopelo verde.

Northwest Smith cerró sus pálidos ojos y, por un momento, luchó con sus recuerdos, esforzándose en arrancar de ellos las palabras ya olvidadas de una oración aprendida hacía más de veinte años en otro planeta. Después pasó por encima de la cosa lamentable y espantosa que yacía sobre el tapiz y se fue. En la pequeña habitación de roca enclavada en la muralla exterior vio lo que sólo había vislumbrado cuando Vaudir abrió la puerta. El castigo había caído sobre el eunuco. Aquel cadáver debía de haber sido el suyo, pues sobre el suelo se veían los jirones de terciopelo escarlata, pero no había manera de reconocer cuál había sido su forma original. El olor a sal flotaba pesadamente en el aire, y un rastro de cieno negro serpenteaba a través del suelo hacia el muro. Éste era sólido, pero el rastro terminaba en él. Smith apoyó la mano sobre la puerta exterior, tiró de la barra y la abrió. Salió fuera, bajo las colgantes enredaderas, y llenó sus pulmones de aire puro, libre, limpio, sin olor a aromas o a salitre. Un alba nacarada estaba despuntando sobre Ednes.

Catherine L. Moore (1911-1987)




Relatos góticos. I Relatos de C.L. Moore.


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El análisis resumen del cuento de Catherine L. Moore: Sed negra (Black Thirst), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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