«Paraíso perdido»: Catherine L. Moore; relato y análisis


«Paraíso perdido»: Catherine L. Moore; relato y análisis.




Paraíso perdido (Lost Paradise) es un relato de ciencia ficción de la escritora norteamericana Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de julio de 1936 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1954: Northwest de la Tierra (Northwest of Earth).

Paraíso perdido, uno de los mejores cuentos de C.L. Moore, pertenece al ciclo de relatos de Northwest Smith, y explora una nueva posibilidad para el relato de vampiros: una trinidad de criaturas de la noche conocida como Los Tres Que Eran Uno:




Paraíso perdido.
Lost Paradise, Catherine L. Moore (1911-1987)

Yarol el venusiano alargó una rápida mano sobre la mesa, que se detuvo en una de las muñecas de Smith.

—¡Mira! —dijo en voz baja.

Los ojos sin color de Smith se volvieron lentamente en la dirección que el pequeño venusiano le indicaba imperceptiblemente con la cabeza. El panorama que se abría bajo su indiferente mirada le hubiera quitado el aliento, por lo grandiosos, a cualquiera que acabase de llegar; para Smith, sin embargo, aquella vista ya sólo era agua pasada. Su mesa era una de tantas alineadas a lo largo de una balaustrada que circundaba el parapeto bajo el cual desaparecía el vertiginoso golfo de las terrazas de acero de Nueva York, a una altura de mil pies sobre la tierra firme. Entrecruzándose en aquel golfo de vacuidad que se precipitaba hacia abajo, las bandas de acero de los pasos superiores de circulación se arqueaban de edificio en edifico, atestadas de incontables hordas neoyorquinas. Hombres de los tres planetas, vagabundos, aventureros del espacio y cosas singulares y brutales que no eran humanas del todo se mezclaban con los tropeles de terrestres que recorrían interminablemente los grandes puentes de acero que se extendían sobre los abismos de Nueva York. Desde la mesa situada en el alto parapeto donde se sentaban Smith y Yarol, se podía ver pasar todo el sistema solar, mundo tras mundo, por las arcadas que descendían por gradas y azoteas hacia la tiniebla perpetua y las parpadeantes luces lejanas de las profundidades que escondían el suelo firme. Con poderosas escaleras y arcos, formaban una celosía en el cavernoso vacío bajo la balaustrada desde la que Yarol se apoyaba indolentemente sobre un codo, mientras miraba.

Al seguir aquella mirada, los pálidos ojos de Smith sólo vieron la acostumbrada multitud de peatones que pululaban sobre el piso de acero del puente, por debajo de ellos.

—¿Ves? —murmuró Yarol—. ¿Ves a ese individuo bajito con un abrigo de cuero rojo? Ése de cabello blanco, que camina despacio por el borde, ¿lo ves?

—Humm.

Smith emitió un sonido gutural, que no le comprometía a nada, mientras se fijaba en lo que había suscitado el interés de Yarol. Se trataba de un extraño espécimen de humanidad que caminaba indolente por el extremo del puente, apartado de la muchedumbre que lo llenaba. Su abrigo rojo se ceñía a un cuerpo cuya extrema fragilidad era visible incluso a aquella distancia; pero, por lo que Smith podía ver de su silueta en escorzo, no parecía hallarse enfermo. Sobre su cabeza descubierta el cabello crecía sedoso y plateado, y bajo uno de sus brazos apretaba con fuerza un envoltorio de forma cuadrada, que se cuidaba, según observó Smith, de mantener por el lado de la balaustrada, lejos de la muchedumbre que pasaba.

—Te apuesto la próxima ronda —murmuró Yarol, mientras sus sagaces ojos negros parpadeaban bajo sus largas pestañas— a que no adivinas de qué raza procede ese hombrecillo, ni cuáles son sus orígenes.

—De cualquier modo la próxima ronda me tocaba a mí —dijo Smith, con una sonrisa—. No lo adivino. Pero, ¿qué importa?

—¡Oh! Sólo es simple curiosidad. Hasta ahora, en toda mi vida, sólo había visto a uno de ellos, y estoy por apostar a que tú no has visto a ninguno. Y, sin embargo, es una raza de la Tierra, quizá la más antigua. ¿Has oído hablar de los seles?

Smith negó con la cabeza, en silencio, los ojos fijos en la pequeña figura de más abajo, que iba desapareciendo lentamente de su vista, oculta por el reborde de la terraza donde se sentaban.

—Viven en algún lugar de la región más remota de Asia, nadie sabe exactamente dónde. Pero no son mongoloides. Por lo que he oído, son una raza pura, que no tiene equivalente en todo el sistema solar. Creo que incluso ellos mismos han olvidado su origen, aunque sus leyendas se remonten tan lejos que uno se maree al pensar en ello. Tienen un aspecto extraño, todos con los cabellos blancos y tan frágiles como el cristal. Viven muy apartados de los demás, desde luego. Cuando uno de ellos se aventura en el mundo exterior, puedes estar seguro de que es por alguna razón tremendamente importante. Me pregunto por qué ese individuo... Bueno, ya no importa. Sólo que al verle recordé la extraña historia que se cuenta de ellos. Poseen un secreto. No, no te rías; se supone que es algo muy extraño y maravilloso, a lo que toda su raza dedica su vida para que siga oculto. Daría cualquier cosa por saber de qué se trata, simplemente por curiosidad.

—No es algo que te concierna, muchacho —dijo Smith, con voz adormilada—. Creo que es mejor para ti que no lo conozcas. Conocer ese tipo de secretos siempre acaba ocasionándole a uno muchas molestias.

—No tendré esa suerte —dijo Yarol, encogiéndose de hombros—. Tomemos otra ronda, recuerda que te toca a ti, y olvidemos el asunto.

Levantó un dedo para llamar al apresurado camarero, pero no llegó a hacerle ninguna señal. Pues justamente entonces, al otro lado del recodo de la barandilla que separaba el pequeño recinto de las mesas de la calle que subía al otro lado de la terraza, un relámpago de rojo atrajo bruscamente la mirada de Yarol. Era el hombrecillo de cabellos blancos que apretaba con fuerza su paquete de forma cuadrada mientras caminaba con temor, como si no estuviera acostumbrado a calles y terrazas llenas de gente, todas a una altura de mil pies, inmersas en un aire centelleante de acero. Y en el momento en que la mirada de Yarol caía sobre él, sucedió algo. Un hombre con un uniforme marrón muy sucio, cuyas insignias desgastadas eran indescifrables, empujó bruscamente hacia delante al hombrecillo vestido de rojo y le hizo tropezar. El hombrecillo emitió un chillido de alarma y, frenético, intentó agarrar con más fuerza el envoltorio, pero ya era demasiado tarde. El empujón prácticamente se lo había quitado de debajo del brazo y, antes de que pudiera cogerlo, el fornido asaltante se había apoderado de él para abrirse rápidamente camino, a empellones, entre la muchedumbre.

El rostro del hombrecillo estaba lívido de un tremendo terror, mientras miraba aturdido a su alrededor. Y en su primera mirada desesperada divisó a los dos hombres sentados en la mesa que le observaban con intensa concentración. A través de la barandilla, su mirada se cruzó con las suyas en una súplica muda. Había algo en la actitud de aquellos hombres, en el cuero gastado de sus trajes de navegantes del espacio y en los rostros que ostentaban el indefinible sello de quienes viven peligrosamente, que debió de haberle dicho en el instante de aquella mirada desesperada que, posiblemente, la ayuda que buscaba estuviera en ellos. Se agarró a la barandilla, con los nudillos blancos por la tensión, y dijo, entrecortándose:

—¡Síganle! Traigan el paquete, recompensaré. ¡Oh, deprisa!

—¿Cómo nos recompensará? —preguntó Yarol, con un tono de súbita decisión.

—Con lo que sea, el precio que ustedes fijen. ¡Pero deprisa!

—¿Lo jura?

El rostro del hombrecillo estaba bañado de escarlata, por la angustia.

—¡Lo juro, claro que lo juro! ¡Pero apresúrense! ¡Deprisa o ustedes...!

—¿Lo jura por...?

Yarol dudó y, mirando por encima del hombre, echó una mirada significativa a Smith. Entonces se levantó, se inclinó fuera de la barandilla y susurró algo al extranjero, al oído. Smith observó una mirada de intenso terror en el rostro enrojecido. Era como si su color fuera desapareciendo lentamente, dejando sólo los rasgos del rostro, de una palidez lunar, teñidos de una emoción que Smith no pudo descifrar. Pero, en su frenesí, el hombre asintió. Con voz atormentada, que era al tiempo sonido gutural y susurro entrecortado, dijo:

—Sí, lo juro. ¡Y ahora váyanse!

Yarol saltó por encima de la barandilla, sin más, y desapareció entre la muchedumbre, tras la pista del ladrón que huía. El hombrecillo le miró fijamente durante un instante, luego rodeó lentamente la barandilla, mientras se dirigía a la puerta de acceso al recinto, y pasó entre las mesas vacías hasta llegar a la de Smith. Se dejó caer en la silla que había dejado Yarol y enterró su sedosa y plateada cabeza entre unas manos estremecidas. Smith le miró, impasible. Estaba ligeramente sorprendido de comprobar que quien se sentaba frente a él no era un anciano. Las señales que veía sobre su rostro colmado de ansiedad eran las de la edad madura, y las manos que se crispaban sobre la cabeza inclinada eran fuertes y firmes, con una delgadez singularmente frágil que, sin embargo, había notado desde el principio. No era, pensó Smith, la delgadez propia de un individuo en particular, sino, como Yarol había dicho, una característica racial que daba la impresión de que aquel hombre fuera a romperse en pedazos si recibía un golpe. Y sin no lo hubiera sabido a ciencia cierta, hubiese jurado que aquella raza se había originado en cualquier planeta más pequeño que la Tierra, en cualquier mundo con gravedad inferior que hubiera justificado aquella delicada estructura ósea. Tras un instante, el extranjero comenzó a levantar lentamente la cabeza, hasta quedarse mirando fijamente a Smith con ojos alucinados.

Aquellos ojos eran de una apariencia poco corriente: oscuros, cálidos, velados por una especie de película traslúcida, que daban la impresión de no mirar a nada. Conferían a todo el rostro una impresión de recogimiento, de paz introspectiva que contrastaba enormemente con la angustia e inquietud que revelaban los delicados rasgos del hombre. Estaba observando a Smith, y la desesperación de sus ojos eximía a aquella larga mirada de cualquier impertinencia. Smith miró hacia otra parte y le dejó que prosiguiera. En dos ocasiones fue consciente de que los labios del otro se apartaban y de que su aliento se detenía, como si fuese a hablar; pero algo debió de ver en el rostro sombrío e impasible al otro lado de la mesa, lleno de las cicatrices de muchas batallas, en los ojos fríos y desprovistos de emoción, que le obligó a abstenerse de preguntar. Y allí siguió sentado en silencio, retorciéndose las manos sobre la mesa con una desnuda angustia en los ojos, mientras esperaba.

Los minutos pasaron lentamente. Debió de transcurrir un buen cuarto de hora antes de que Smith oyera pasos a su espalda y supiese por la luz que iluminaba el rostro del hombre sentado frente a él que Yarol había regresado. El pequeño venusiano arrimó una silla y, con una mueca, se dejó caer en ella en silencio, mientras depositaba sobre la mesa un envoltorio de forma cuadrada. El extranjero se precipitó sobre él con un leve grito inarticulado, pasó unas manos ansiosas sobre el papel marrón que lo cubría, y comprobó los sellos de lacre que unían el lado donde se juntaban los extremos del papel de envolver. Satisfecho sólo entonces, se volvió hacia Yarol. La desesperación incontrolada acababa de morir en su rostro, que recobró los rasgos de una inmensa tranquilidad. Smith pensó que jamás había visto un rostro que con tanta rapidez pudiera mostrar serenidad y paz. Sin embargo, aquella paz ocultaba una extraña forma de resignación, como si encerrase algo que él aceptaba sin condiciones; como si, quizá, se preparara a pagar cualquier precio tremendo que le pidiera Yarol, y supiese que sería alto.

—¿Qué desea como recompensa? —preguntó a Yarol con voz gentil.

—Cuénteme el secreto —dijo Yarol con determinación, al tiempo que hacía una mueca.

Recobrar el paquete no había sido difícil para un hombre con sus habilidades y su carácter. Ni siquiera Smith supo cómo lo había conseguido —los caminos de los venusianos son extraños—, pero de ello no había ninguna duda. Sin embargo, no miraba el hermoso rostro de querubín del venusiano, donde bailaban unos sagaces ojos negros. Contemplaba al extranjero, y no veía sorpresa en los delicados rasgos del hombre, sólo un leve destello de luz rápidamente opacado en los velados ojos, un leve espasmo de pena y comprensión que, durante un instante, contorsionó su rostro.

—Debiera haberlo supuesto —dijo tranquilamente, con su dulce y suave voz, que debajo de su inglés cultivado poseía un matiz de acento extranjero—. ¿Tiene alguna idea de lo que me pide?

—Alguna —la voz de Yarol se hizo más sobria por efecto de la gravedad de la entonación del otro—. En cierta ocasión conocí a uno de su raza, uno de los seles, y aprendí lo suficiente para desear, como un loco, saber del todo el secreto.

—También aprendería... un nombre —dijo dulcemente el hombrecillo—. Por él juré entregarle lo que me pidiera. Y lo haré. Pero debe saber que jamás hubiera pronunciado ese juramento, aunque algo tan preciado como mi propia vida dependiera de él. Si la causa no hubiera sido tan grande como... como la que me obligó a jurar, yo, u otro cualquiera de los seles, hubiese muerto antes de jurar por ese nombre. Por eso mismo –sonrió tímidamente- podrá adivinar cuán preciado es lo que contiene este envoltorio. ¿Está seguro, está verdaderamente seguro de querer saber nuestro secreto?

Smith reconoció la testarudez que comenzaba a oscurecer los rasgos finamente cincelados del rostro de Yarol.

—Lo estoy —dijo con firmeza el venusiano—. Y usted me lo prometió en nombre de... —dejó de hablar para formar con los labios las sílabas que no pronunció. El hombrecillo sonrió, con un extraño asomo de conmiseración en el rostro.

—Está invocando poderes —dijo— que, sin lugar a dudas, desconoce. Se trata de algo peligroso. Pero..., en efecto, lo he prometido y se lo revelaré. Debo contárselo aunque ahora usted no deseara saberlo; pues una promesa hecha por ese nombre debe cumplirse, cueste lo que cueste a quien haya hecho la promesa o a quien vaya dirigida. Lo siento..., pero ahora debe saberlo.

—Díganoslo, entonces —insistió Yarol, y se inclinó hacia delante sobre la mesa.

El hombrecillo se volvió hacia Smith, mostrando en su rostro en calma una paz que suscitó un vago malestar en el terrestre.

—¿Usted también desea saberlo? —preguntó.

Smith dudó durante un instante, sopesando contra su propia curiosidad aquel malestar sin nombre. A su pesar, se sentía extrañamente impelido a conocer la respuesta de la pregunta de Yarol, aunque, a medida que lo pensaba, sentía cada vez con mayor certidumbre una extraña y silenciosa amenaza bajo la calma del pequeño extranjero. Se limitó a asentir con la cabeza y miró de soslayo a Yarol. Sin más prolegómenos, el hombre cruzó los brazos sobre la mesa, cubriendo su preciado envoltorio, se inclinó hacia delante y comenzó a hablar con su suave y lenta voz. Y mientras hablaba, le pareció a Smith que una serenidad si cabe aún mayor que la de antes afluía a sus ojos, algo tan vasto y tranquilo como la propia muerte. Le pareció que dejaba de vivir mientras hablaba, y que se hundía a cada una de sus palabras en una paz que nada en la vida podría turbar. Y Smith supo que aquel preciado secreto tan bien guardado no estaría a punto de ser revelado por alguien que guardaba una calma tan mortal, a menos que un peligro tan grande como la mismísima muerte acompañase a la revelación. Contuvo la respiración para hablar e interrumpir aquellas revelaciones, pero fue como si una compulsión le dijera que no debía interrumpirlas. Indiferente, decidió escuchar.

—Imaginen —decía tranquilamente el hombrecillo—, por ejemplo, una raza de individuos empujada por la necesidad hasta unas cavernas negras como la pez, donde sus hijos y nietos se criarán sin ver jamás la luz ni usar jamás sus ojos. A medida que vayan pasando las generaciones, irá naciendo una leyenda que hable de la inefable belleza y misterio del ver. Quizá se convierta en una religión, la narración de una gloria mayor de lo que puedan describir las palabras (pues, ¿cómo se podría describir la vista a un ciego?), que sus antepasados habían conocido, y que ellos todavía podrían percibir si las condiciones se lo permitieran, ya que aún poseen los órganos pertinentes.

“Pues nuestra raza tiene una leyenda parecida. Hay una facultad, un sentido, que hemos perdido a lo largo de incontables eones, y que poseíamos en nuestro “apogeo” y “origen”; pues a diferencia de cualquier otra raza de las actualmente existentes, nuestras leyendas más antiguas comienzan en una edad dorada del pasado infinitamente lejano. Más allá no hay nada. No tenemos historias de groseros comienzos, como las demás razas. Hemos perdido nuestros orígenes, aunque las leyendas de nuestro pueblo lleguen mucho más atrás de lo que yo pudiera hacerles creer a ustedes. Pero por lejos que se remonte nuestra historia, siempre aparecemos como un pueblo hecho y derecho que procede de algún origen remoto no narrado en las leyendas, y que posee una civilización avanzada, con una cultura perfectamente estable. Pues bien, en ese estadio de perfección poseíamos el sentido perdido que sólo hoy existe como una tradición velada. En las soledades del Tíbet habitan los remanentes de nuestra, antaño, poderoso raza. Desde los comienzos de la Tierra hemos vivido allí, mientras en el mundo exterior la humanidad luchaba para salir lentamente de su estado salvaje. Fuimos declinando en una gradación infinita hasta que para la mayoría de nosotros el secreto se perdió. Pero nuestro pasado es demasiado magnífico para que lo olvidemos, y por eso no nos rebajamos a mezclarnos con las jóvenes civilizaciones que surgieron. Pues nuestro glorioso secreto no se ha perdido del todo. Nuestros sacerdotes lo conocen y lo guardan con magias espantosas, y aunque no conviene que ni siquiera la mayoría de nuestra raza comparta este misterio, el más miserable de nosotros desdeñaría incluso la corona del mayor de vuestros imperios, porque quienes heredamos el secreto somos mucho más grandes que los reyes.

Hizo una pausa, y la mirada ensimismada de sus extraños y traslúcidos ojos se hizo más profunda. Y como si quisiera traerle de vuelta al presente, Yarol preguntó, apresuradamente:

—Sí, pero ¿de qué se trata? ¿Cuál es el secreto?

La suave mirada se volvió hacia él con compasión.

—Sí..., debe saberlo. Ahora usted no puede huir de él. No puedo adivinar cómo pudo conocer el nombre con el que me invocó, pero sí sé que no sabe mucho más, o de lo contrario jamás se hubiera servido de su poder para hacerme esa pregunta. Es... una lástima... para todos nosotros que yo pueda contestarle, pues soy uno de los pocos que conocen su respuesta. Nadie, excepto los sacerdotes, se aventura jamás a salir de nuestro retiro en las montañas. Así que usted hizo la pregunta a uno de los pocos que podían contestarla..., lo que es una desgracia tanto para ustedes como para mí.

Hizo una nueva pausa y Smith observó que la vasta placidez de sus rasgos se iba haciendo más profunda. Como haría un hombre que, impertérrito, contempla el rostro de la muerte.

—Prosiga —le instó con impaciencia Yarol—. Díganos, díganos el secreto.

—No puedo —la blanca cabeza del hombrecillo se agitó, denegando. Sonrió levemente—. No hay palabras para ello. Pero se lo mostraré. Miren.

Alargó una frágil mano y derramó el vaso que estaba cerca del codo de Smith, de modo que las rojas heces del whisky de segir formaron un pequeño charco sobre la mesa.

—Miren.

Los ojos de Smith observaron el brillo rojizo del líquido derramado. En él percibieron una oscuridad a través de la cual unas sombras pálidas se movían extrañamente, tanto que Smith se vio obligado a mirar más de cerca, pues nada de lo que conocía podía formar unos reflejos tan extraños. Era consciente de que Yarol también se había inclinado para mirar y de que, poco después, ya no veía nada que no fuese la roja oscuridad del abismo, estriado de pálidos estremecimientos. Sus ojos se habían hundido tanto en el secreto que no podía mover un músculo, y la mesa, la terraza y toda la gran ciudad de acero que hormigueaba a su alrededor eran una bruma que se desvanecía en el olvido. Como de muy lejos, oyó aquella voz, baja y suave, llena de infinita resignación, de calma infinita, y de una conmiseración enorme e inalcanzable.

—No se resistan —dijo gentilmente—. Abandónense a mi mente y les mostraré, pobres niños necios, lo que me han pedido. Puedo hacerlo por la virtud del nombre. Es posible que el conocimiento que obtengan no les compense del precio que va a costarnos a todos nosotros, pues los tres moriremos cuando el secreto haya sido revelado. ¿Quizá lo sabían? La vida de toda nuestra raza, desde eras inmemoriales, está dedicada a guardar el secreto, y cualquiera que lo conozca y que no pertenezca al círculo de nuestros sacerdotes, que lo enseñan, debe morir, para que no sea revelado. Yo, que en mi locura juré por el nombre, debo contárselo, ya que me lo han pedido, y decirles que morirán antes de que haya pagado el precio de mi propia debilidad... con mi propia muerte. No importa, estaba escrito. No se resistan... Forma parte de la urdimbre de nuestras vidas, pues desde nuestro nacimiento los tres hemos ido recorriendo el camino que nos ha conducido a este instante, en que estamos juntos sentados a una mesa. Ahora atiendan, escuchen... y aprendan. En la cuarta dimensión, que es el tiempo, el hombre sólo puede viajar a favor de la corriente. En las otras tres puede moverse libremente según su voluntad, pero en el tiempo debe someterse a su flujo, que es todo lo que conocemos. Incidentalmente, sólo esta dimensión de las cuatro le afecta físicamente. A medida que se mueve en la cuarta dimensión, envejece. Pero, antaño, nosotros conocíamos el secreto de movernos tan libremente a través del tiempo como del espacio, y eso de una manera que no afectaba a nuestros cuerpos más que el movernos hacia delante o hacia detrás. Aquel secreto implicaba el uso de un sentido especial que creo que todos los hombres poseen, aunque después de eras sin usarlo se haya atrofiado tanto que casi ha dejado de existir. Sólo entre los seles queda el recuerdo de su existencia, y sólo entre nuestros sacerdotes quedan aquellos que poseen el antiguo sentido en toda su plenitud. Cuando nos movemos según nuestra voluntad a través del tiempo no lo hacemos físicamente. Ni nos relacionamos con lo que ocurrió antes de que nosotros llegáramos, salvo en el conocimiento del pasado y del futuro que ganamos con nuestros viajes. Pues nuestro movimiento en el tiempo se halla confinado estrictamente a lo que ustedes llaman memoria. Gracias a este sentido prácticamente perdido, podemos ir hacia atrás, en las vidas de quienes nos precedieron, o hacia delante, a través de las “memorias” aún incorpóreas pero positivamente existentes, de quienes vendrán después de nosotros. Pues, como ya he dicho, toda la vida está tejida según un dibujo ya acabado, donde pasado y futuro aparecen dibujados irrevocablemente.

“Pero, incluso en esa manera de viajar, hay peligro. Aunque nadie sepa precisamente cuál, pues nadie que lo haya encontrado ha vuelto jamás. Quizá el viajero cae por casualidad en los recuerdos de un moribundo y no puede escapar. O quizá... No sé, pero hay ocasiones en que la imaginación no regresa, se quiebra... Aunque no hay límites para ninguna de estas cuatro dimensiones en lo que concierne a la humanidad, la distancia a que podemos aventurarnos en cualquiera de ellas está limitada a la capacidad mental de quien viaja. Ninguna imaginación, por muy poderosa que sea, podría retroceder hasta los orígenes. Por esta razón no sabemos nada de nuestros propios comienzos antes de esa era dorada de que hablaba. Pero sabemos que hemos sido exiliados de un lugar demasiado maravilloso para perdurar, de una tierra más exquisita que cualquiera de las que la Tierra puede mostrar. Procedemos de un mundo que es como una joya, y nuestras ciudades eran tan hermosas que incluso nuestros hijos cantan las canciones de Baloise la Bella, de Ingala, la de murallas de marfil, y de Nial, la de blancos tejados. Una catástrofe nos expulsó de aquella tierra, una catástrofe de la que nada sabemos. La leyenda dice que nuestros dioses se enfadaron y nos abandonaron. Lo que después sucedió es algo que nadie sabe exactamente. Pero aún seguimos suspirando por el adorable mundo de Seles donde nacimos. Era... Pero miren, y lo verán.

La voz sólo había sido un subir y bajar de resonancias en un mar de oscuridad; pero Smith, con toda su conciencia concentrada aún en el reflectante abismo de rojo hipnótico, fue consciente de un estremecimiento y de un súbito movimiento en el profundo seno de su oscuridad. Unas cosas se movían y subían, tan vertiginosamente que la cabeza comenzó a darle vueltas y el vacío tembló a su alrededor. Fuera de aquella estremecida tiniebla, una luz comenzó a relucir. La realidad estaba cobrando forma a su alrededor, una nueva substancia y una nueva escena; y a medida que la luz y el paisaje iban surgiendo de la oscuridad, su propia mente se revestía nuevamente de carne y percibía la realidad de manera gradual. En aquellos momentos se encontraba de pie en la ladera de una colina baja, aterciopelada de hierba oscura bajo el crepúsculo. Bajo él, en aquella adorable penumbra semitraslúcida, se extendía Baloise la Bella, de blancura de marfil, destellando a través de la penumbra como una perla sumergida en vino oscuro. De algún modo, supo que era aquella ciudad, supo su nombre y amó cada uno de sus pálidos chapiteles, cúpulas y arcadas que, ente él, surgían en el atardecer. Baloise la Bella, su esplendorosa ciudad. No tuvo tiempo de maravillarse por aquella familiaridad súbita y nostálgica; pues al otro lado de los tejados de marfil una especie de gran resplandor lunar comenzaba a iluminar el apagado cielo, con tan enorme y deslumbrante brillo que le quitó la respiración; pues, con toda certeza ninguna de las lunas que jamás se habían alzado en la Tierra hubiera podido dar una iluminación tan poderosa. Detrás de la extensión de las azoteas de marfil de Baloise se difundía en un gran halo, que quitaba la respiración a la noche toda, como si estuviera pendiente de un milagro. Luego, más allá de la ciudad, vio el borde de un inmenso círculo de plata reluciendo a través de una capa de nubes bajas y, de repente, comprendió.

Fue subiendo lentamente, muy lentamente. Las marfileñas azoteas de Baloise la Bella captaban la luz de aquel suave e inmenso resplandor y la convertían en un destello nacarado, de suerte que la noche toda era un milagro, con la maravilla de la Tierra naciente. Sobre la ladera de la colina, Smith seguía inmóvil mientras el enorme y resplandeciente orbe derramaba su claridad sobre los tejados y, finalmente, flotaba en libertad bajo la pálida luz de la Luna. Ya había visto antes aquel espectáculo desde un estéril satélite muerto, pero jamás la exquisita iluminación de la Tierra a través de los vapores del aire de la Luna había velado el vasto globo en un rielar de encantamientos, mientras se balanceaba misteriosamente a través del crepúsculo, todos sus continentes plateados tenuemente teñidos de verde, la traslúcida maravilla de sus mares resplandeciendo con la claridad de joyas, pálidos, rojizos como ópalos en la lúcida tranquilidad de la oscuridad del claro de la Tierra. Era una visión demasiado arrebatadora para que un hombre pudiera contemplarla sin estar preparado. Mientras bajaba lentamente la colina le dolía la cabeza por aquella belleza demasiado vívida para que los ojos pudieran contemplarla por largo tiempo. Hasta entonces no fue consciente de que estaba mirando a través de un cuerpo que no era el suyo. No tenía control sobre él; simplemente, lo había cogido para caminar por la penumbra lunar hasta bajar la colina, para poder percibir por sus sentidos el inconmensurable pasado que se hallaba contemplando. Ése era el “sentido” de que había hablado el pequeño extranjero. En la memoria de un habitante de la Luna muerto desde hacía eones, la vista de la Tierra naciente, maravillosa sobre los chapiteles de la ciudad olvidada, había quedado grabada tan profundamente que la erosión de incontables eras no había podido borrarla. En aquellos momentos veía, y sentía, lo que su hombre desconocido había visto y sentido sobre la ladera de una colina de la Luna, hacía un millón de años.

A través de la magia de aquel “sentido” perdido caminaba por la verdeante superficie de la Luna, hacia aquella exquisita ciudad, perdida para todo lo que no fueran los sueños de hacía muchísimos eones. Bien hubiera podido adivinar por la extrema fragilidad del pequeño sacerdote que su raza no era originaria de la Tierra. La menor gravedad de la Luna había originado una raza con la delicadeza de las aves. Era curioso que tuvieran el cabello plateado como la Luna y unos ojos traslúcidos y remotos como el satélite muerto. Un lazo singular y lógico con su patria perdida. Pero poco tiempo quedaba para la maravilla y la especulación. Smith contemplaba el esplendor de Baloise, que flotaba cada vez más cerca en el atardecer, bañada con una luminosidad tan suavemente real que era como si pisara agua de una sombría claridad. Intentaba descubrir cuál era la libertad que le permitía aquella nueva experiencia. Podía ver lo que vía su huésped, y comenzó a ser consciente de que también compartía los demás sentidos del hombre. Incluso podía compartir sus emociones, pues había sentido un momento de apasionada nostalgia por toda la blanca ciudad de Baloise cuando la contempló desde la colina, de nostalgia y de amor como el que un exiliado podría sentir por su ciudad natal. También fue paulatinamente consciente de que el hombre estaba asustado. Un terror extraño, sombrío y lleno de miasmas acechaba bajo la superficie de sus pensamientos conscientes, algo cuyo origen no podía sondear. Confería a la belleza que contemplaba una acuidad tan punzante, al menos, como el dolor, que grababa intensa y profundamente en su memoria cada blanco chapitel y resplandeciente cúpula de Baloise.

Lentamente, moviéndose en la sombra de su propio terror sombrío, el hombre fue bajando de la colina. La muralla de marfil que ceñía Baloise surgió ante él, una muralla baja con una cresta que exhibía una banda de calado y encaje, sobre cuyas circunvoluciones el claro de la Tierra lucía como plata. Caminó bajo un arco apuntado, sin dejar de moverse con aquel paso resuelto, como si se aproximara a algo espantoso de lo que no podría escapar. Y cada vez con más fuerza, Smith fue consciente del miedo que anegaba los pensamientos sin formular del hombre, bañados en una marea sombría bajo la consciencia de todo lo que hacía. Y aún con más fuerza, seguía resistiéndose de su acuciante amor por Baloise, y sus ojos se posaban en lentas caricias sobre los pálidos tejados y los muros bañados por la luz de la Tierra, y las nacaradas penumbras que brotaban de sus sombras, donde la luz de la Tierra naciente sólo era un reflejo. Estaba grabando en su memoria el esplendor de Baloise, como pudiera hacer un exiliado. Se demoraba en su contemplación con un anhelo tan profundo que parecía que, hasta el día de su muerte, quisiera llevar delante de sus ojos la belleza iluminada por la Tierra que contemplaba. Pálidas paredes, cúpulas traslúcidas y arcadas surgieron ante él mientras caminaba lentamente a lo largo de una calle cubierta de arena blanca, de suerte que sus pies caían insonoros sobre su superficie, como si caminase en un sueño traslúcido. La Tierra ya estaba más alta sobre los reflectantes tejados, y su gran globo resplandeciente flotaba libre encima de su cabeza, velado y opalescente con los iridiscentes mares de su atmósfera. Al mirar a través de los ojos de su desconocido extranjero, Smith pudo reconocer a duras penas la configuración de los grandes continentes verdes que se extendían bajo los velos de titilante aire, y las formas de los relucientes mares le parecieron extrañas. Contemplaba un pasado tan lejano que bien poco de su planeta nativo le era familiar. Su extraño huésped estaba doblando la ancha calle arenosa. Tomó una pequeña calleja pavimentada, incierta en la difusa luz de la Tierra, y empujó la puerta de una verja que después volvió a cerrar. Bajo su arco, penetró en un jardín, precioso bajo el claro de Tierra, más allá del cual se veía una casita blanca, pálida como el marfil, que se recortaba contra unos sombríos árboles.

Había un estanque en el jardín central, y la Tierra nadaba en su negrura como un ópalo enorme y reluciente, haciendo que el agua reluciera con mayor esplendor que en cualquiera de los estanques de la Tierra. Y sobre aquel estanque inundado de claro de Tierra, estaba inclinada una mujer. La plateada cascada de sus cabellos enmarcaba un rostro más pálido que la palidez de la Tierra naciente y de una belleza más delicada y exquisita que la que jamás se hubiera dado en cualquier mujer de la Tierra. Su esbeltez lunar, mientras se inclinaba sobre el estanque, poseía un aire inmortal; pues jamás mujer alguna de la Tierra paseó delicadeza que llegara, siquiera, a la mitad de aquélla, tan dulce y frágil. Alzó la cabeza cuando se abrió la puerta de la verja, y se irguió con un movimiento tan ligero, porque no era terrestre, que apenas pareció tocar la hierba cuando caminó hacia delante, criatura de pálido encantamiento en un jardín lunar encantado. Pisando la hierba, el hombre fue hacia ella, contrito, y Smith sintió en él un pánico y un dolor profundamente arraigados en su alma que apenas le permitían hablar. La mujer alzó el rostro, perfectamente visible en aquel momento bajo el claro de Tierra y tan delicadamente modelado que más parecía cualquier joya exquisitamente tallada que un rostro de carne lunar y hueso. Sus grandes ojos estaban opacados por un espanto innombrable. Susurró con el débil eco de una voz:

—¿Ya es el momento?

Y el lenguaje en que hablaba estaba lleno de ondulaciones como el agua al correr, con extrañas, ligeras y entrecortadas cadencias que Smith sólo comprendía por mediación de la mente del hombre cuyos recuerdos compartía. Con voz demasiado alta para ocultar su temblor, su huésped dijo:

—Sí..., ya lo es.

Al oír aquello, los ojos de la mujer se cerraron involuntariamente y toda la exquisitez de su rostro se crispó en una aflicción súbita y dolorosa, tan pesada que pareció que aquella frágil criatura quedaría aplastada bajo su peso, y todo su delicado cuerpo se derrumbaría sobre la hierba, abrumado por una carga que no podría soportar. Pero eso no ocurrió. Vaciló durante un instante y luego los brazos del hombre la rodearon, sujetándola fuertemente en un abrazo desesperado. Y a través de los recuerdos del hombre muerto desde hacía tanto tiempo que la sujetaba, Smith pudo sentir la delicadeza de la mujer muerta desde hacía eones, la cálida suavidad de su carne, sus menudos huesos, como los de un pájaro. Y de nuevo sintió fútilmente que era una criatura demasiado frágil para soportar una pena como la que la torturaba, y un furor impotente creció en él contra cualquiera que fuese la cosa innominada que causaba tan gran terror y pena a aquellas dos personas. Durante un largo momento, el hombre la mantuvo abrazada, sintiendo contra sí la suave fragilidad de su cálido cuerpo, el tormento de los silenciosos sollozos que la estremecían y que parecían capaces de romper todos sus huesos, por lo delicados que eran, y lo desesperada que era su muda agonía. Su propia garganta se estrechaba de pena, y sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas. Los oscuros miasmas de terror fueron haciéndose más fuertes hasta que el jardín iluminado por el claro de Tierra quedó oscurecido por su sombra, y sólo quedó el negro peso de su miedo, el dolor de su desesperado pesar. Finalmente, aflojó la presión de su abrazo y, una vez más, murmuró, con la boca sobre sus plateados cabellos:

—Vamos, vamos, querida. Tranquilízate... Sabíamos que esto tenía que suceder algún día. Le ocurre a todo lo que vive... También a nosotros. No llores así...

Ella sollozó una vez más, con un profundo espasmo de puro dolor, se apoyó en los brazos del hombre para enderezarse y asintió, echando hacia atrás su cabellera de plata.

—Lo sé —dijo—. Lo sé —alzó la cabeza y miró hacia el gran halo de misterio que bañaba la Tierra a través de los velos de iridiscente encantamiento que brillaban sobre la pareja. La luz chispeó en las lágrimas de su rostro—. Me hubiera gustado que los dos nos hubiéramos encontrado... Allí abajo.

Él la zarandeó suavemente entre sus brazos.

—No... La vida en las colonias, con sólo el pequeño resplandor de luz verde reluciendo sobre nosotros para torturar a nuestros corazones con el recuerdo de la patria... No, querida. Hubiera sido toda una vida de nostalgia y de deseos de volver. Aquí hemos vivido felices, conociendo sólo este momento final de pena. Es mejor.

Ella inclinó la cabeza y apoyó la frente contra su hombro, para no ver la Tierra en los cielos.

—¿Lo es? —preguntó, con voz ronca a causa de las lágrimas—. ¿No es mejor toda una vida de nostalgia y de pesares contigo que el paraíso sin ti? Pues bien, la elección ya está hecha. Sólo soy feliz por una cosa: que tú hayas sido llamado antes y no puedas conocer este... este espanto de tener que enfrentarse solo a la vida. Ahora tienes que irte... en seguida, o jamás te dejaré. Sí... Sabíamos que tenía que terminar algún día, que la hora tenía que llegar. Adiós, mi bienamado.

Alzó su húmedo rostro y cerró los ojos. Smith hubiera mirado a otro sito si hubiese podido. Pero no podía despegarse, siquiera emocionalmente, del huésped cuyos recuerdos compartía, y aquel instante insoportable se clavó tan profundamente en su propio corazón como en el del hombre que le albergaba. La tomó gentilmente de nuevo entre sus brazos y besó la boca estremecida, salada con el sabor de las lágrimas. Y después, sin mirar hacia atrás, se volvió hacia la puerta abierta y caminó lentamente bajo su arco, como si fuera un hombre que se dirigiese hacia su condena. Pasó nuevamente por la calleja hasta llegar a la calle ancha de antes, bajo el esplendor del claro de Tierra. La belleza de la Baloise muerta desde hacía eones por la que caminaba, suscitaba un dolor sordo en su corazón bajo la angustia más aguda de la despedida. La sal de las lágrimas de la joven seguía sobre sus labios, y le parecía a él que ni la muerte podría consolarle de la pena de los momentos que acababa de pasar. No obstante, apretó el paso con resolución. Smith comprendió que su huésped, después de doblar una esquina, se dirigía hacia el centro de Baloise la Bella. Grandes plazas abiertas rompían aquí y allá las filas de marfil de los edificios; a veces veía pasar a hombres y mujeres por las calles, frágiles como pájaros con su delicadeza de seres lunares, plata pálida bajo el inmenso disco pálido de la omnipresente Tierra, que dominaba la escena hasta que nada parecía real, excepto aquella vasta maravilla suspendida sobre su cabeza. Los edificios eran allí más grandes, y aunque no hubieran perdido nada de su encantadora belleza, se hacía evidente que eran lugares dedicados más a la industria que las moradas rodeadas de verjas de las afueras de la ciudad.

En una ocasión contorneó una gran plaza en cuyo centro se levantaba una gran esfera de superficie plateada que reflejaba el brillo del claro de Tierra. Era una nave, una nave espacial. Smith lo habría comprendido sólo con verla, aunque no se lo hubiesen dicho los pensamientos del hombre de la Luna que llegaban hasta su mente. Era una nave espacial llena de hombres, maquinaria y repuestos para las colonias, donde se luchaba contra las voraces junglas de una Tierra prehistórica cubierta de vapores. Vio a los últimos pasajeros pasar por las rampas que les conducían a unas aberturas en la parte inferior, gente de blanco lunar que se movía silenciosamente como en un sueño bajo el enorme y pálido resplandor de la Tierra, ya alta en el cielo. Resultaba extraño ver lo silenciosos que eran. Toda la enorme plaza, la inmensa esfera que la llenaba, y la muchedumbre que se movía de uno a otro lado sobre las rampas bien pudieran haber sido las imágenes de un sueño. Era difícil imaginar que no lo eran, que habían existido, de carne y hueso, de piedra y acero, bajo la luz de un vasto globo que, antaño, hacía milenios, circundado por el irisado velo de su atmósfera, ocupaba el cielo. A medida que se acercaban al extremo más alejado de la plaza, Smith vio a través de los ojos poco observadores de su huésped cómo se bajaban las rampas y se cerraban las aberturas de aquella enorme nave globular. El hombre de la Luna estaba demasiado absorto en su dolor y en su pena para dedicar mucha atención a lo que estaba ocurriendo en la plaza, por lo que Smith sólo captó unas vagas visiones de la gran nave esférica elevándose del suelo, silenciosamente, sin esfuerzo, sin estallidos de ruido atronador ni grandes chorros de llamas como sucede con el lanzamiento de los modernos navíos espaciales. La curiosidad le corroía, pero no podía hacer nada. Los únicos y breves atisbos que podía obtener de aquella escena de eras pasadas debían proceder de los ojos de su huésped, quien acababa de abandonar la plaza para proseguir su camino.

Un gran edificio oscuro surgió por encima de las casas de pálidos tejados. Era lo único oscuro que Smith había visto en Baloise, y su simple contemplación despertó súbitamente el terror que había estado morando informe y oculto en la mente de su huésped. Pero éste siguió andando sin arredrarse. La amplia calle conducía justo hasta la arcada que se abría en la oscura fachada del edificio, un portal tan cavernoso y con una negrura tan amenazante como los portales de la mismísima muerte. El hombre se detuvo bajo su sombra. Miró hacia atrás pausadamente, observando la nacarada palidez de Baloise. Por encima de las cúpulas y pináculos surgía la vasta y pálida luz de la Tierra. La propia Tierra, bañada en mares de atmósfera opalescente, con todos sus continentes de verde plata, con todos sus mares coloreados como joyas veladas, reluciendo ante él por última vez. Toda la pujanza de su amor por Baloise, de su amor por la joven que había quedado en el jardín, de su amor por el encantador satélite completamente verde donde había vivido, se convirtieron en un nudo en su garganta, y su corazón estuvo a punto de explotar por la dulce plenitud de la vida que había llevado. Después se volvió resuelto y pasó bajo la oscura arcada. A través de su mirada fija, Smith no pudo ver nada que no fuera una penumbra parecida a la que forma el claro de luna a través de la niebla, de modo que el interior estaba lleno de una grisura levemente traslúcida, levemente luminosa. Y el terror que lastraba la mente del hombre comenzaba a insinuarse en la suya mientras, tremendamente escalofriado, se adentraba rápidamente en la penumbra.

La oscuridad fue aclarándose a medida que avanzaban. Cada vez le parecía más inexplicable a Smith que, a pesar del espanto que comenzaba a helar de miedo la mente del habitante de la Luna, éste prosiguiera hacia adelante sin dudar, sin que le moviese ninguna compulsión, sino su propia voluntad. Iba hacia la muerte –de eso ya no había duda, a juzgar por lo que había podido vislumbrar en la mente de su huésped-, una muerte ante la que se revolvían todas las fibras de su ser. Pero seguía adelante. Las paredes ya eran visibles a través de la oscura bruma que llenaba la tiniebla. Eran paredes suaves al tacto, de color negro, lisas. El interior de aquel gran edificio oscuro era espantoso, por su tremenda simplicidad. Nada había en él, excepto un amplio corredor negro cuyos muros se perdían, invisibles, sobre su cabeza. En contraste con la ornamentación de cualquiera de las paredes de las demás construcciones de Baloise, la rotunda severidad de aquel edificio añadía una nota de terror al aturdido cerebro del hombre que caminaba por él. La oscuridad palideció y se llenó de luz. El corredor se ensanchaba. En aquellos momentos sus paredes parecían alejarse ante el avance de la luz; a través de la brumosa claridad, el hombre de la Luna avanzó sobre un suelo negro y mate hacia su muerte. La habitación donde había desembocado el corredor era inmensa. Smith pensó que debía abarcar prácticamente el interior del gran edificio oscuro, pues transcurrieron varios minutos mientras su huésped caminaba a buen paso, aunque sin prisa, entre las tinieblas del suelo.

Gradualmente, a través de aquella extraña opacidad iluminada comenzó a crecer una llama. Bailoteó en la bruma como la luz de un fuego agitado por el viento, reluciendo, apagándose, encendiéndose nuevamente, de suerte que la bruma latía con su brillo. Había una regularidad de vida en aquel latido. Era un muro de llama pálida que se extendía a través de la brumosa penumbra por todo lo que el ojo podía abarcar a derecha e izquierda. El hombre se detuvo ante él, inclinó la cabeza e intentó hablar. Tanto estrangulaba su voz el terror que sólo al tercer intento consiguió pronunciar las palabras, en voz muy baja, casi ahogándose:

—Escúchame, oh, Poderoso. Heme aquí.

En el silencio que siguió a sus palabras, el muro de llama pulsante parpadeó una vez más, como si fuese el latido de un corazón y después se abrió hacia ambos lados, como una cortina. Más allá de la llama que acababa de correrse, una cavidad que llegaba hasta el techo se abrió entre la bruma. No era más tangible que la propia bruma, y parecía el opacado interior de una esfera. En aquella oquedad de paredes brumosas se sentaban tres dioses. ¿Realmente se sentaban? Estaban agachados de un modo espantoso y parecían hambrientos; pero era tal la bestial ferocidad de sus posturas, que sólo unos dioses hubieran sido capaces de mantener aquella espantosa dignidad velada por el terror, a pesar de la horrible ansia que revelaban sus posturas. Aquélla fue la única visión que Smith tuvo de ellos, antes de que el hombre de la Luna se prosternase sobre el negro suelo, mientras contenía la respiración y luchaba contra un terror insoportable, como si fuera un hombre a punto de ahogarse, luchando contra el mar. Pero en el momento en que dejó de ver a través de los ojos con que miraba a las tres voraces figuras, Smith vislumbró durante un instante la sombra que se erguía ante él, monstruosa sobre la brumosa pared curva que la contenía, ondeando bajo la llama. Y sólo era una sombra. Aquellos tres eran Uno.

Y el Uno habló. Con una voz como la lengüetada de una llama, tenue por la bruma que la reflejaba, terrible como la voz de la mismísima muerte, el Uno dijo:

—¿Qué mortal se atreve a llegar ante nuestra inmortal presencia?

—Uno cuyo tiempo previsto por los dioses se ha cumplido —musitó el hombre postrado con voz entrecortada, como si acabase de correr—. Uno que acude a pagar la deuda que su raza tiene con los Tres Que Son Uno.

La voz del Uno había sido plena, uniforme, como la de una única persona. En aquel momento, de la incierta oquedad donde los Tres se agazapaban, brotó una voz delgada, vacilante, como una cálida llama, que no era plena, que no era uniforme, y que llegó temblorosa hasta sus oídos.

—Que nadie olvide —dijo aquella vocecita cálida— que el mundo de Seles nos debe su existencia, ya que gracias a nuestro poder mantenemos fuego, aire, y agua alrededor de su globo. Que nadie olvide que sólo gracias a nosotros la carne de la vida cubre los desnudos huesos de este mezquino mundo ¡Que nadie lo olvide!

El hombre prosternado en el suelo se agitó con un largo estremecimiento de aquiescencia. Y Smith, cuya mente era igual de consciente del hecho que la de él, supo que decía la verdad. La gravedad de la Luna era demasiado débil, incluso en aquella antigua era desaparecida, para mantener la capa de aire que sustenta la vida sin la ayuda de cualquier otra fuerza. No sabía el motivo por el que los Tres se encargaban de proporcionarla, pero estaba comenzando a adivinarlo. Una segunda vocecita prosiguió con aquella entonación ritual donde la primera la había dejado:

—Que nadie olvide que sólo con una condición vestimos con las ropas de la vida los huesos de Seles. Que nadie olvide el pacto que los progenitores de la raza de Seles hicieron con los Tres Que Son Uno, hace tantísimo tiempo que entonces los dioses aún eran jóvenes. Que nadie olvide el precio que todo hombre ha de pagar al fin de su tiempo prescrito. Que nadie olvide que sólo por nuestro divino apetito la humanidad puede unirse a nosotros y pagar su deuda. Todos los que viven nos deben sus vidas, y por el antiquísimo pacto de sus antepasados deben devolvérnoslas cuando se las reclamemos en la sombra que da vida a su amado mundo.

El hombre postrado tuvo un nuevo estremecimiento, profundo y helado, al reconocer la verdad de las palabras rituales. Y una tercera voz brotó estremeciéndose de aquella oquedad brumosa, con el sonido de la voracidad vibrante de una llama.

—Que nadie olvide que todos los que vienen a pagar la deuda de la raza y así comprar de nuevo nuestro favor para que su mundo pueda vivir, deben llegar hasta nosotros voluntariamente, sin resistirse a nuestro divino apetito... y rendirse sin luchar. Y que nadie olvide que, si un solo hombre se resistiera a nuestra voluntad, entonces, en ese instante nuestro poder desaparecería, y toda nuestra cólera caería sobre le mundo de Seles. Que un único hombre luche contra nuestra voluntad, y el mundo de Seles avanzará desnudo por el vacío, pues en un suspiro la vida habrá cesado en él. ¡Que nadie lo olvide!

Echado en el suelo, el cuerpo del hombre de la Luna se estremeció nuevamente. Por su mente pasó el último espasmo de amor y de nostalgia por el maravilloso mundo cuyo verdor iluminado por la maravilla de la Tierra se conservaría gracias a su muerte. Poco importaba la muerte si, gracias a ella, Seles sobrevivía. Con un espantoso sonido de trueno, el Uno preguntó:

—¿Acudes voluntariamente a nuestra presencia?

Una voz estrangulada se elevó del oculto rostro del hombre que seguía postrado.

—Sí, voluntariamente... para que Seles pueda vivir.

Y la voz del Uno sonó vibrante en la penumbra agitada por la llama, con tanta energía que saturó sus oídos. Sólo el latido del corazón del hombre de la Luna, la pulsación de su sangre, captaron el trueno prolongado de la orden del dios.

—Entonces... ¡ven!

Se estremeció. Se levantó muy lentamente. Se enfrentó a los Tres. Y, por primera vez, Smith sintió un súbito miedo por su propia seguridad. Hasta entonces, el miedo y terror que había compartido con su huésped lunar sólo habían concernido al hombre. Pero en aquellos momentos, ¿no le amenazaba la muerte a él, lo mismo que a su huésped? Pues no conocía forma alguna de disociar su propia mente de espectador de aquella a la que se había unido para asistir a aquel fragmento de pasado inconmensurable. Y cuando el hombre lunar desapareciera en el olvido, ¿éste no engulliría también su mente? Eso era, entonces, a lo que se había referido el pequeño sacerdote cuando había dicho que algunos de quienes se aventuraban en el tiempo, dentro de las mentes de sus antepasados, jamás regresaban. La muerte, bajo una u otra forma, debía haberlos engullido junto con las mentes por las que miraban. En aquel momento la muerte le acechaba, a menos que pudiera escapar. Y, por primera vez, luchó para comprobar hasta dónde llegaba su independencia. Pero fue en vano. No podía separarse de su huésped. Con la cabeza caída, el hombre lunar avanzó a través de la cortina de llamas, que siseó y desprendió calor, abriéndose hacia ambos lados. Cuando la dejó atrás, se encontró cerca de aquel mortecino infierno donde estaban sentados los tres dioses, entre la terrible agitación de sus sombras a través de la bruma. Y bajo aquella incierta luz, parecía que los Tres se inclinasen ávidamente hacia delante, con un hambre voraz en cada uno de sus espantosos rasgos. Y la sombra que arrojaban parecía una boca anhelante.

Después, con un rugido sibilante, la cortina de llamas se cerró tras él, y una oscuridad como la de la misma muerte cayó cegadora sobre la oquedad donde estaban los Tres. Smith conoció la desnudez del terror cuando sintió la mente tras la cual se escondía brincar como un caballo bajo su jinete y caer como una montura, y comprendió que caía más y más en los golfos de un vertiginoso terror, más vacío que el espacio entre los mundos, un apetito ciego y vacío más devorador que la misma nada. No luchó contra él. No podía. Era demasiado tremendo. Pero no se entregó a él. Pequeña entidad consciente en un infinito de pura ansia, mientras la succionadora vacuidad derramaba voracidad a su alrededor, seguía firme e inquebrantable. El hambre de los Tres sólo había conocido hasta entonces la aquiescencia de la deuda que el hombre tenía con ellos, y por eso, en aquellos momentos, a través del vacío de su ansia gruñía una furia mucho más terrible que la de cualquier mente mortal a la que pudiera combatir. En medio de ella, Smith se aferró tercamente a la chispa de consciencia que le quedaba, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese resistirse débilmente al voraz deseo que absorbía su vida.

Poco a poco fue consciente de lo que hacía. Si resistirse al apetito de los Tres significaba que cumplirían sus amenazas, el resultado sería la muerte de un mundo. Significaba la muerte de todo ser viviente en el satélite: de la joven en el jardín iluminado por la Tierra, de toda la gente de Baloise que había visto caminando por sus calles, de la propia Baloise ante la erosión de los eones, desprotegida ante el bombardeo de los meteoritos que transformarían su dulce mundo verde en una lastimosa calavera. Pero la compulsión de vivir le cegaba. No hubiera podido renunciar a ella aunque lo hubiese deseado, pues el deseo de la vida se halla demasiado arraigado en todos nosotros, la salvaje y animal desesperación ante la extinción. No quería morir, no quería rendirse a ningún precio. No podía luchar contra aquella voracidad cegadora que le envolvía como un tifón, pero no quería ceder. Era simplemente una testarudez pasiva contra el hambre de los Tres, mientras los eones giraban a su alrededor y el tiempo cesaba y nada tenía existencia, sino él mismo, su vivo y desesperado yo rebelándose contra la muerte.

Otros, al aventurarse en el pasado, habían debido de encontrarse con el mismo peligro y sucumbido ante él en la debilidad de su amor innato por el verde mundo lunar. Pero él no tenía esa debilidad. Nada era tan importante como la vida, la suya, entonces y siempre. No se daría por vencido. Muy por debajo del barniz de su yo civilizado se encontraba la roca viva de pura energía salvaje que nada, en ningún mundo de los que conocía, había podido poner a prueba. Eso era lo que le sostenía en aquellos momentos contra la ira de la divinidad, cimiento inconmovible a su determinación de no ceder. Y lentamente, muy lentamente, el ansia devoradora abatió su furia sobre él. No podía comprender que se negase a rendirse, y ni siquiera toda su furia pudo asustarle para que capitulase. Ahí estaba el motivo de que los Tres exigieran y reiteraran la necesidad de que se entregasen a su apetito. No tenían poder para vencer el inquebrantable instinto de vida, a menos que éste fuera abandonado voluntariamente, y no se atrevían a dar a conocer al mundo que aterrorizaban aquel punto flaco de su fuerza. Durante un instante fulgurante, Smith se imaginó a los vampíricos Tres alimentándose de una raza que no se atrevía a desafiarlos por su amor a las magníficas ciudades, a los plácidos días dorados y a los miríficos claros de Tierra de las noches, que contaban más para aquellos seres que su propia existencia. Pero aquello se había acabado.

Una última oleada llameante de un ansia ardiente rodeó vorazmente la obstinación de Smith. Pero cualquiera que fuera la naturaleza de aquellos seres vampíricos y el desconocido lugar olvidado hacía eones donde hubieran podido nacer, los Tres Que Eran Uno no tenían poder para romper el fondo de puro salvajismo en donde había arraigado profundamente todo lo que era Smith. Y, finalmente, en un estallido final de furia ciclónica, que rugió a su alrededor en una borrascosa explosión de hambre y de derrota, el vacío comenzó a desaparecer. Durante un instante cegador, las imágenes relampaguearon en su cerebro. Vio a la dormida Seles, el verde mundo lunar que incluso el tiempo llegaría a olvidar, de palidez nacarada bajo el esplendor de la Tierra naciente que la bañaba con la luz de una noche más brillante que cualquiera de las conocidas por el hombre, y el poderoso orbe bañado de mares velados por su rutilante atmósfera, radiante por un último y breve instante en la maravilla de sus brumosos continentes y sus mares perlados. Y a Baloise la Bella, dormida bajo la luminosidad de la Tierra, alta en el cielo. Pues durante un último momento de esplendor, el exquisito mundo lunar flotó a través de su noche pálida como un sueño que ninguno de los mundos del espacio igualaría jamás, y que ningún descendiente de la raza que lo había conocido olvidaría del todo.

Entonces sucedió... el desastre. De un modo extraño e impreciso, Smith escuchó un agudo lamento, capaz de destrozarle los tímpanos, que fue en aumento hasta hacerse intolerablemente alto, de modo que su cerebro no pudo resistir durante más tiempo la agonía que le producía aquel sonido. Y sobre Baloise, sobre Seles y sobre todo lo que allí vivía, comenzó a caer la oscuridad. La Tierra que brillaba en lo alto relució en las tinieblas crecientes, y la atmósfera se apartó de las verdes colinas ondulantes y prados verdeantes, y de los plateados mares de Seles. En largas tiras opalescentes, brillantes bajo la luz de la Tierra, el aire de Seles comenzó a abandonar el mundo que revestía. Pero no de forma gradual, sino abrupta y enfurecida, como si las invisibles manos de los Tres desgarrasen en largos y brillantes jirones el globo de Seles... Así desapareció la atmósfera. Eso fue lo último que vio Smith antes de que las tinieblas le rodearan... Seles, espléndida hasta el momento de su destrucción, una pequeña joya verde de reluciente y destellante colorido, que se iba despojando del manto de la vida mientras los largos jirones de traslúcidas irisaciones caían de él y se perdían en el vacío, donde palidecían lentamente en la negrura del espacio. Luego la tiniebla se cerró sobre él, y el olvido le rodeó. Después nada, nada.

Abrió los ojos. Para su sorpresa, las torres de acero de Nueva York le rodeaban por todas partes, mientras el zumbido del tráfico resonaba en sus oídos. Sin que pudiera contenerse, sus ojos escrutaron el cielo donde momentos antes, así le parecía a él, el gran globo brillante de la nacarada Tierra había colgado luminoso. Y entonces, la comprensión fue abriéndose paso lentamente por su mente, bajó los ojos y, al otro lado de la mesa, se encontró con la inmensa mirada alucinada del pequeño sacerdote de la gente de la Luna. El rostro que vio le extrañó. Había envejecido diez años en el intervalo incalculable de su viaje hacia el pasado. Una angustia más profunda que la que pudiera afectar a cualquier individuo había grabado profundas marcas en su rostro de palidez ultraterrena, y sus grandes ojos extraños estaban poblados de pesadillas.

—Entonces fue por mi culpa —dijo, entre susurros, como para sí—. Entre todos los de mi raza, yo fui el único responsable de la muerte de Seles. ¡Oh, dioses...!

—¡Fui yo! —exclamó Smith sin poder contenerse, mientras abandonaba su silencio habitual en un esfuerzo instintivo para aliviar la insoportable angustia del hombrecillo—. ¡Yo lo hice!

—No... Usted fue el instrumento, pero yo quien lo manejó. Yo le envié al pasado. Yo soy responsable de la destrucción de Baloise, de Nial y de Ingala, blanca como el marfil, y de toda la verde belleza de nuestro mundo perdido. ¿Cómo podré mirar de nuevo por la noche la desnuda calavera blanca del mundo que destruí? ¡Fui... yo!

—¿De qué diablos están hablando los dos? —preguntó Yarol, al otro lado de la mesa—. No he visto nada, excepto un montón de oscuridad y de luces, y una especie de luna...

—Y sin embargo —proseguía aquel susurro obsesivo, olvidándose de todo—, sin embargo... vi a los Tres en su templo. Nadie de mi raza los había visto antes, pues ninguna memoria viviente había regresado a aquel templo, salvo las memorias que morían en él. De toda mi raza sólo yo conozco el secreto del desastre. Nuestras leyendas cuentan de él lo que vieron los exiliados, al mirar hacia arriba aquella noche de terror a través del espeso aire de la Tierra. ¡Pero yo sé lo que pasó! Y ningún hombre de carne y hueso puede llevar consigo ese conocimiento durante mucho tiempo: el de haber acabado con un mundo por su locura. ¡Oh, dioses de Seles..., ayudadme!

Sus blancas manos lunares se movieron a tientas sobre la mesa, hasta encontrar el envoltorio cuadrado que tan caro le había costado. Se puso en pie, tambaleándose. Smith también se levantó, acuciado por una emoción indefinida que no habría podido describir. Pero el sacerdote de la Luna negó con la cabeza.

—No —dijo, como si respondiera a alguna pregunta que acabara de hacerse a sí mismo—, usted no debe reprocharse por lo sucedido hace tantos eones... aunque parezca que sucedió hace pocos minutos. Esta maraña de tiempo y espacio, y el desastre que un hombre vivo puede provocar sobre un mundo muerto hace milenios... es algo que se halla más allá de nuestro escaso entendimiento. Fui elegido para ser el vaso de aquel desastre... y nadie sino yo es responsable, pues estaba ordenado desde el comienzo de los tiempos. No hubiera podido impedirlo incluso si hubiese conocido desde el principio que supondría el fin. Pero no porque lo haya hecho, sino por lo que ahora conoce... ¡tendrá que morir!

Apenas habían abandonado sus labios aquellas palabras, cuando ya blandía su pequeño envoltorio cuadrado como si fuera un arma mortal. Lo mantuvo muy cerca del rostro de Smith, mientras la sombra de la muerte seguía en sus pálidos ojos lunares y oscurecía su angustiada y blanca faz. Durante un brevísimo instante, a Smith le pareció que un intolerable resplandor de luz estallaba alrededor del envoltorio cuadrado, aunque entre las blancas manos del sacerdote no pudiera ver nada más que su aspecto acostumbrado. Durante aquel instante demasiado breve para que su cerebro lo registrara, la muerte le rozó con avidez. Pero en el mismo momento, mientras las amenazantes manos se levantaban hacia él, hubo un estallido de llamas blancoazuladas detrás del sacerdote, acompañado del familiar crepitar de una pistola. El rostro del hombrecillo se volvió lívido de dolor durante un instante y después le sumergió una inmensa oleada de paz que extinguió la angustia de sus oscuros ojos. Cayó de costado y arrastró consigo el envoltorio cuadrado. Al otro lado de su desmadejado cuerpo, que yacía en el suelo, apareció la silueta agachada de Yarol, que volvía a guardar la pistola térmica en su funda mientras echaba una rápida mirada por encima del hombro.

—¡Vámonos... vámonos! —musitó con urgencia—. ¡Salgamos de aquí!

Smith oyó un grito a su espalda y un ruido de pies que corrían. Echó una mirada de codicia al misterio que encerraba al forma cuadrada del envoltorio, pero sólo fue un vistazo fugitivo mientras saltaba por encima del cadáver y se pegaba a los ágiles talones de Yarol, para ir a perderse por la rampa inferior entre la muchedumbre que había estado bajo ellos. Jamás lo sabría.

Catherine L. Moore (1911-1987)




Relatos góticos. I Relatos de Catherine L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de C.L. Moore: Paraíso perdido (Lost Paradise), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Priscilla Candia dijo...

ES EL MEJOR QUE HE LEIDO HASTA AHORA, UNA MEZCLA DE TODO,. REALMENTE FANTÁSTICO.



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