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Harlan Ellison: cuentos destacados


Harlan Ellison: cuentos destacados.




Harlan Ellison fue un destacado autor estadounidense dentro del relato de terror y el relato fantástico. En este sentido, es importante mencionar que los cuentos de Harlan Ellison forman parte de los clásicos más importantes de la ciencia ficción durante la segunda mitad del siglo pasado.

Aquí iremos repasando todos los cuentos de Harlan Ellison de nuestra biblioteca.




Relatos de Harlan Ellison.




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Harlan Ellison: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Harlan Ellison: grandes relatos


Harlan Ellison: grandes relatos.




Harlan Ellison —Harlan Jay Ellison (1934-2018)—fue un importante escritor norteamericano dentro del ámbito del relato fantástico y el relato de terror. En este contexto, los relatos de Harlan Ellison también se encuentran entre los principales clásicos de la ciencia ficción durante el siglo XX.

En esta sección de El Espejo Gótico iremos recorriendo los mejores relatos de Harlan Ellison.




Relatos de Harlan Ellison.
  • ¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac (Repent, Harlequin!, Said the Ticktockman)
  • El gemido de los perros apaleados (The Whimper of Whipped Dogs)
  • No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth, and I Must Scream)
  • Prueba un cuchillo sin filo (Try a Dull Knife)
  • Arde el cielo (The Sky Is Burning)
  • Conversando Con Anubis (Chatting With Anubis)
  • El merodeador en la ciudad al borde del mundo (The Prowler in the City at the Edge of the World)
  • El pájaro de la muerte (The Deathbird)
  • En el circo de los ratones (At the Mouse Circus)
  • La bestia que gritaba amor en el corazón del universo (The Beast that Shouted Love at the Heart of the World)
  • La espada de Parmagon (The Sword of Parmagon)
  • La Gloconda (The Gloconda)
  • Los operadores Humanos (The Human Operators)
  • No vengas a mí en el blanco invierno (Come to Me Not in Winter's White)
  • Pisadas (Footsteps)
  • Quebrado como un duende de cristal (Shattered Like a Glass Goblin)
  • Silencio en Gehenna (Silent in Gehenna)
  • Sobre la pendiente (Over the Edge)
  • Un muchacho y su perro (A Boy and His Dog)
  • Vigilia nocturna (Night Vigil)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Harlan Ellison: grandes relatos fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac»: Harlan Ellison; relato y análisis


«¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac»: Harlan Ellison; relato y análisis.




¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac (Repent, Harlequin!, Said the Ticktockman) es un relato fantástico del escritor norteamericano Harlan Ellison (1934-2018), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1965 de la revista Galaxy Magazine, y luego reeditado en antología de ese mismo año: Paingod y otros delirios (Paingod and Other Delusions).

¡Arrepiéntete, Arlequín!, sin dudas uno de los cuentos de Harlan Ellison más celebrados, nos sitúa en una realidad —no muy distinta de la nuestra, aunque sí con rasgos extraordinarios— donde el ser humano está completamente sometido ante el paso del tiempo, convirtiéndolo así en un engranaje más de una maquinaria global que funciona, literalmente, como un reloj.

En este mundo fabuloso todo se rige por la precisión del tiempo. Todo está medido, todo está fríamente calculado, a tal punto que la demora más ligera en cualquiera de los individuos que compone la sociedad retrasa al resto. Para mantener el orden se erige la figura del Maestro Custodio del Tiempo (Master Timekeeper), también conocido como el Señor Tic-Tac (Ticktockman). Todos los ciudadanos están monitoreados de forma tal que, cuando alguien provoca un retraso, aunque sea involuntario, se le resta el mismo tiempo de vida que su demora le ha provocado a los demás.

En contraste, emerge la figura del Arlequín, un tipo excéntrico, vestido como los bufones medievales, que se opone al sistema y provoca retrasos sistemáticos con métodos sumamente ingeniosos.

Vale la pena mencionar que ¡Arrepiéntete, Arlequín! de Harlan Ellison se apoya fundamentalmente en uno de los clásicos de la ciencia ficción: 1984 (1984), de George Orwell, novela que necesariamente se debe conocer, al menos a grandes rasgos, para entender el destino del Arlequín al final del relato.




¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac.
Repent, Harlequin!, Said the Ticktockman, Harlan Ellison (1934-2018)

Nunca falta quien pregunta: ¿De qué se trata?

Para los que siempre necesitan preguntar, para aquellos a quienes siempre hay que decir las cosas con todas las letras, y que necesitan saber «dónde posan los pies», va esto: La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres principalmente, sino como máquinas: con sus cuerpos. Son el ejército en pie, las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley. En muchos casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del sentido moral; estos hombres se ponen al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras; acaso tal vez puedan fabricarse hombres de madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran más respeto que un títere o que un trozo de tierra.

Su valor es igual al de los perros o los caballos. Sin embarco, se les suele considerar buenos ciudadanos. Otros —en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y funcionarios— sirven al estado principalmente con su mente; y, dado que muy rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a servir al diablo, sin quererlo, como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el sentido más elevado, y los «hombres», sirven al estado también con sus conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi constantemente; por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.

(Henry David Thoreau, Desobediencia civil.


Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por el medio, y luego sepamos el principio; el final se encargará de sí mismo.

Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente como dejaron que llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la atención de Los que Mantienen la Maquinaria Funcionando Normalmente, de los que engrasaban con el mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando fue evidente que, de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en una celebridad, en una notoriedad, acaso en un héroe («sujeto a quien la Oficialidad inevitablemente persigue») para «un segmento emocionalmente perturbado de la población», sólo entonces fueron a ver al señor Tic-Tac y a su maquinaria legal.

Pero, por ser el mundo como era y porque no tenían forma de predecir que él llegaría a existir —posiblemente un rebrote de alguna enfermedad erradicada largo tiempo atrás que ahora volvía a surgir en un sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido—, posiblemente por eso se le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y sustancia.

Había adquirido una personalidad, algo que habían erradicado del sistema muchas décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad insoslayable y definida. En ciertos círculos —de la clase media— se lo consideraba una vulgar ostentación. Un anarquista de mal gusto. Una vergüenza. En otros, sólo había risillas: los estratos donde el pensamiento se reducía a la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente. Pero más abajo, ah, más abajo, donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo, héroes y villanos, se lo consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robín Hood, un Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Jomo Kenyatta.

Y arriba —donde cada temblor y vibración amenaza con arrancar a los ricos, poderosos y nobles de sus mástiles, se lo veía como a un peligro, como a un hereje, un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el fondo, en el centro, pero las reacciones importantes se producían mucho más arriba, y por debajo. En la cúspide y en el extremo inferior. De modo que buscaron la carpeta con su expediente, su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, y llevaron todo al despacho del señor Tic-Tac.

El señor Tic-Tac: muy por encima del metro ochenta, adusto, un hombre suave y satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo.

Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el temor se generaba pero pocas veces se sufría, lo llamaban el señor Tic-Tac. Pero nadie se lo decía ante la máscara. Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido cuando, detrás de su máscara, ese hombre es capaz de revocar los minutos, las horas, los días y las noches, los años de su vida. En su presencia, había que llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era más seguro.

—Aquí dice qué es —observó el señor Tic-Tac con genuina suavidad—, pero no quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la mano izquierda contiene un nombre, pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca que sostengo en la derecha también contiene un nombre, pero sólo de lo que es, no de quién es. Para poder efectuar la debida revocación, necesito saber quién es éste que es.

Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los delatores, a los soplones, a los espías, a los mirones:

—¿Quién es este Arlequín?

Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el tictac de un reloj. Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan largo de un tirón. Ni los funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los soplones, ni los espías. Los mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no sabían nada. Pero incluso ellos salieron disparados a averiguarlo.

¿Quién era el Arlequín?

En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad, se acurrucó sobre la plataforma vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah! ¡Aeronave, las cosas que hay que oír! ¡Es un aeropatín que parece una coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y observó el minucioso diseño Mondrian de los edificios. Cerca de allí, oyó el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las 14:47 que ingresaba en la planta de rulemanes Tim-kin, todos ataviados con zapatillas de suela de goma. Precisamente un minuto después, oyó el derecha-izquierda-derecha, algo más suave, del turno de las 5:00 que terminaba la jornada.

Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados y por un instante se le vieron los hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera tupida y castaña, se encogió de hombros bajo el disfraz de bufón, como si se preparara para lo que vendría. Empujó el mando hacia delante y se inclinó hacia el viento cuando la aeronave perdió altura. Casi rozó una acera, y con toda deliberación lo hizo descender un metro para arrugar las borlas de las peripuestas damas, y tras meterse los pulgares en las inmensas orejas, asomó la lengua, miró hacia arriba y se burló de ellas sin ningún rubor.

Se divirtió un poco. Una transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a diestra y siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado: la cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas para resucitarla. Se divirtió otro poco.

Luego giró sobre sí y se alejó montado en una ráfaga errante. ¡Hasta luego! Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre la Traslación del Tiempo, y vio que el turno de empleados partía para abordar la cinta peatonal. Con desplazamientos experimentados y absoluta conservación del movimiento, se introducían de lado en la banda lenta y (en una coreografía que recordaba una película de Busby Berkeley de la antediluviana década del 1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz hasta que quedaban alineados sobre la cinta expreso.

Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa de duende. En el lado izquierdo, al fondo» le faltaba una muela. Perdió altura, se abalanzó sobre ellos y barrió el aire sobre sus cabezas. Luego, apretujándose dentro de la aeronave, soltó las hebillas que aseguraban los extremos de los sacos de factura casera para que la carga no cayese antes de tiempo. A medida que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave pasaba sobre los obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma cayeron formando una cascada sobre la cinta expreso.

¡Pastillas de goma! Miles de millones de caramelos púrpura, amarillos, verdes, con sabor a uva, fresa y menta, redondas, suaves, azucaradas por fuera, tiernas y carnosas por dentro, dulces y sabrosas. Saltando, sacudiéndose, rebotando, tintineando, repiqueteando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las corazas de los obreros de la planta Timkin, ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas sobre las cintas peatonales y bajo los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la felicidad, la infancia y las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia impenetrable, como una catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que derramaba el firmamento para irrumpir en un universo de cordura y orden metronómico con la novedad medio lunática de lo inverosímil.

¡Pastillas de goma!

Los obreros del turno gritaron y rieron mientras los apedreaba el insólito granizo. Rompieron filas mientras las golosinas lograban abrirse paso por entre el mecanismo de las cintas. Se oyó un arañazo horripilante, como si millones de uñas rasparan un millón de pizarras. Después, algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las cintas se detuvieron y la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de piernas y brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta locura, un regalo. Pero...

El turno se retrasó siete minutos.

La gente regresó al hogar siete minutos más tarde.

El programa maestro llevaba un desfase de siete minutos. Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron por culpa de las cintas peatonales detenidas.

Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera y, una tras otra, fueron cayendo las demás, chic, chic, chic.

El Sistema se alteró por valor de siete minutos. Era una cuestión ínfima, apenas digna de mención, pero en una sociedad en que la única fuerza motriz era el orden, la unidad, la igualdad, la rapidez, la precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración a los dioses que regían el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.

Así pues, le ordenaron que se presentara ante el señor Tic-Tac. La noticia fue transmitida por todos los canales de la red de comunicación. Se le ordenó que estuviese allí a las 7:00 en punto. Ellos esperaron y esperaron, pero él sólo se presentó a las diez y media, hora en que se limitó a cantar una tonada sobre la luna en un sitio del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, y volvió a desaparecer. Pero lo habían estado esperando desde las siete, y eso causó auténticos estragos en su programa. De modo que la pregunta siguió sin respuesta:

¿Quién era el Arlequín?

Pero lo que nadie preguntó (más importante aún que lo otro) fue: ¿cómo hemos llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable y jocoso, de jerga y jerigonza, es capaz de perturbar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de pastillas de goma...?

¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si es una locura!

¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso, pues un equipo de Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y corrieron a las cintas peatonales para recoger y contar los dulces, y para obtener evidencias, lo cual perturbó su propio programa y puso patas arriba toda su sección al menos durante una jornada de trabajo.)

¡Pastillas de goma!

¿Pastillas de goma?

¡Un segundo —segundo del que hubo que dar cuenta—, hace cien años que no se fabrican pastillas de goma! ¿Dónde las habrá conseguido?

Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con toda seguridad, la respuesta nunca os satisfará por completo. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?


Ya conocéis el medio. Aquí va el comienzo. Todo empezó así:

UN DIETARIO. DÍA POR DÍA, UNO POR PÁGINA. 9:00: ABRIR LA CORRESPONDENCIA. 9.45: CITA CON LA COMISIÓN DE PLANEAMIENTO. 10:30: ANALIZAR CON J.L. LOS DIAGRAMAS DE PROGRESO EN LA INSTALACIÓN. 11:45: ORAR PARA QUE LLUEVA. 12:00: ALMUERZO. ETCÉTERA, ETCÉTERA.


Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó a las 14:30, y ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así son las reglas. Tendrá que esperar hasta el próximo año para poder presentar la solicitud de ingreso en este colegio.

Etcétera, etcétera.

El tren local de las 10:10 tiene paradas en Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, salvo los domingos. El expreso de las 10:35 para en Galesville, Selby e Indiana City, salvo los domingos y feriados, días en los cuales para en...

Etcétera, etcétera.

No pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15:00, y tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14:45. Como no estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a la hora convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no llegaste a tiempo, pues... tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre...

Etcétera, etcétera.

Queridos Sr. y Sra. Atterley: Con referencia a la constante impuntualidad de su hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo de la escuela a menos que pueda instaurarse algún método más riguroso para asegurar que llegue a sus clases a la hora debida. Dado que es un estudiante ejemplar y que sus notas son altas, su constante alteración de los programas y horarios nos impide mantenerlo en un sistema donde los demás niños parecen capaces de llegar a donde deben con puntualidad...

Y etcétera, etcétera.

NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8:45.

¡No me importa que el guión sea bueno! ¡Lo necesito el jueves!

HORARIO DE SALIDA: 14:00.

Ha llegado usted tarde. El empleo está ya ocupado. Lo siento.

SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE TIEMPO PERDIDO.

¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que salir pitando!

Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera...

Tic tac tic tac tic tac hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros comenzamos a servir al tiempo, a ser esclavos de los horarios, pastores del paso del sol por el firmamento, sujetos a una vida tejida en torno de restricciones porque el sistema no funciona si no respetamos los programas como corresponde. Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego, en un delito. Más tarde en un crimen que se castiga así:

EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS 0:00:00, el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos entreguen sus tarjetas de tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-999, que reglamenta la revocación de tiempo per capita, todas las cardioplacas se ajustarán a cada titular, y...

En realidad crearon un método para cercenar la extensión de vida de las personas. Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez minutos de vida. Una hora de retraso merecía idéntico lapso de revocación. Si alguien persistía en su impuntualidad, podía encontrarse con que, un domingo a la noche, llegaba una notificación del Maestro Custodio del Tiempo en la que se le informaba que su tiempo había concluido, y que sería desactivado el lunes a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en orden sus asuntos, caballero, dama o lo que sea.

Así se mantenía en funcionamiento el Sistema: mediante ese sencillo trámite científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos celosamente guardados por el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con ello bastaba. Después de todo, era un procedimiento patriótico. Había que cumplir los horarios. ¡Después de todo, estábamos en guerra!

Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?

—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la Bella Alice le mostró la lámina de «Se Busca»—. Desagradable, y muy poco probable. Después de todo, no estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una pancarta de Se Busca?

—No sé si te he dicho que hablas con demasiada inflexión —observó la Bella Alice.

—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.

—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día diciendo lo siento. Ay, Everett, cargas con una culpa tan impresionante... Es una verdadera pena.

—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios. Los hoyuelos asomaron fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir. Tengo algo que hacer.

La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre el mostrador.

—¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola noche? ¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo como un extraviado y ofuscando a la gente?

—Tengo que... —Se detuvo y se acomodó el sombrero de payaso sobre la cabellera castaña con un tintineo de cascabeles. Se levantó, enjuagó el cuenco de café bajo el grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.

La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue hasta él, extrajo una hoja, la leyó y se la arrojó a través del mostrador.

—Se trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.

La leyó deprisa. Decía que el señor Tic-Tac trataba de localizarlo. No dejó que la noticia lo preocupara. Saldría una vez más, para llegar tarde nuevamente. Al llegar a la puerta buscó alguna línea de salida y se volvió hacia atrás con petulancia.

—¡Para que te enteres, tú también hablas con inflexión!

La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo.

—Eres ridículo.

El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo, pero la puerta se cerró por sus propios medios, suave y lentamente. Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se levantó con un exasperado suspiro y abrió la puerta. No se había ido.

—Regresaré a las diez y media, ¿está bien?

Ella asomó su rostro desolado.

—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes que llegarás tarde. ¡Lo sabes mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad tienes de decirme estas tonterías? —Cerró la puerta.
Al otro lado, el Arlequín asintió.

Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de decirle estas tonterías?

Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde una vez más.

Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el firmamento: Exactamente a las 8:00 acudiré a la 115a Convención Anual de la Asociación Médica Internacional. Espero que podáis acompañarme.

Las palabras ardieron en el cielo, y, desde luego, las autoridades se presentaron para esperarlo. Supusieron, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos temprano, mientras sujetaban las redes que debían atraparlo. Les habló por un altavoz estruendoso que los sobresaltó y los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes pegajosas se cerraron sobre ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro, entre pataleos y aullidos.

El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó profusamente. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas, y aceptaron las disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y reverencias. Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un payaso de calzón y faralá. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido enviadas por orden del señor Tic-Tac, y que quedaron colgando como carga a la estiba sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.

En otra parte de la misma ciudad donde el Arlequín efectuaba sus actividades, sucedía algo totalmente ajeno a lo que aquí nos concierne, pero que, sin embargo, ilustra el poder y la coerción del señor Tic-Tac. Un hombre llamado Marshall Delahanty recibía su aviso de desactivación del departamento del señor Tic-Tac. Su esposa tomó la nota de manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla, con la tradicional expresión de condolencia estampada horrorosamente en el rostro. La mujer supo de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos días, todos reconocían de inmediato. Contuvo el aliento y la sostuvo lejos de su cuerpo como si se tratara de un portaobjetos impregnado de botulismo; oró por que no fuese para ella.

Que sea para Marsh —pensó, con brutalidad y realismo—, o para alguno de los niños, pero no para mí. Dios santo, por favor, que no sea para mí.

Entonces la abrió, y era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo tiempo. La bala había dado al soldado de atrás.

—Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay Dios mío, Marshall, qué haremos Marshall qué haremos Diosmío!

Y esa noche, en su casa, sólo se oyó el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del miedo, y por las chimeneas sólo subió el olor a desesperación: no había nada, absolutamente nada que pudieran hacer.

Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al día siguiente, bien temprano, cuando llegó el momento de la desactivación, estaba en lo más profundo del bosque canadiense, a trescientos veinte kilómetros de allí. El departamento del señor Tic-Tac desactivó su cardioplaca, y Marshall Delahanty se hincó doblado en dos, mientras corría. El corazón se le detuvo y la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se murió. Eso fue todo.

Sobre el mapa que había en el departamento del Maestro Custodio del Tiempo, se extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en proceso para ser reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue sumado a las listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera volver a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero no os riáis, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor Tic-Tac descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso.

El nivel comercial de la ciudad brillaba, abigarrado con los colores que la gente usaba los jueves para ir de compras: mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres con traje seudotirolés, de cuero y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo por los pantalones bombachos. Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en construcción del nuevo Centro de Compras Eficientes con el altavoz sobre los labios sonrientes, todos los señalaron, boquiabiertos. Pero él los amonestó:

—¿Por qué dejan que los manden como a esclavos? ¿Por qué dejan que los hagan correr y apresurar como hormigas? ¡Tómense su tiempo! ¡Entreténganse por ahí un rato! ¡Disfruten del sol, de la brisa, dejen que la vida los conduzca a su propio ritmo! No sean esclavos del tiempo, es una forma diabólica de morir lentamente, poco a poco. ¡Fuera el señor Tic-Tac!

¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi todos los clientes. ¿Quién será ese loc... ay, Dios, debo darme mucha prisa, o llegaré tarde...

Los obreros que trabajaban en la cúpula del Centro Comercial recibieron un aviso del Maestro Custodio del Tiempo. En él se les decía que el peligroso criminal conocido como Arlequín se encontraba en lo alto de la torrecilla, y que debían prestar su ayuda con suma urgencia para capturarlo. Los obreros se negaron: perderían tiempo previsto para el programa de la construcción. Pero el señor Tic-Tac se las arregló para mover los hilos gubernamentales precisos: se les ordenó que dejaran el trabajo y que atraparan a ese loco que había en la torre, a través de un altavoz. Así pues, unos doce hombres robustos comenzaron a trepar por los andamios, con las placas antigravedad, hacia el Arlequín.

Después del desorden desastroso (durante el cual no hubo víctimas graves, gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad personal), los obreros trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado tarde. Se había esfumado. Con todo, logró atraer a una multitud nada desdeñable, y el ciclo de compras previsto se demoró durante horas y horas. Así, las demandas de compras del sistema se vieron retrasadas y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la jornada. Pero como el primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron demasiadas válvulas de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en las estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de Smash-0 perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres o cuatro horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron los destinos, y, por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las consecuencias.

—No vuelvan hasta que no lo hayan capturado —dijo el señor Tic-Tac con voz muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa.

Usaron perros. Usaron sondas. Usaron entrecruzamientos de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno. Usaron la delación. Usaron la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas. Usaron servicios de bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron incentivos. Usaron huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias, culpas y traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron la ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.

Y, qué demonios, al final lo atraparon.

Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm, y no era gran cosa: sólo un hombre sin sentido del tiempo.

¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.

—¡Vete a la porra! —replicó el Arlequín, desdeñoso.

—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos, cincuenta y nueve segundos punto cero, tres, seis, uno, uno, uno, microsegundos. Has empleado todo lo que tenías, y más aún. Voy a desactivarte.

—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que vivir en un mundo opaco con un hombre del saco como tú.

—Es mi trabajo.

—Eres un tirano. No tienes derecho a mandar a las personas como si fueran esclavos y a matarlas cuando llegan tarde.

—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.

—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra los dientes.

—Eres un inconformista.

—Eso antes no era ningún delito.

—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.

—Lo odio. Es un mundo atroz.

—No todos comparten tu opinión. A casi todo el mundo le gusta el orden.

—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco, tampoco.

—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?

—No me interesa saberlo.

—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te encontrabas.

—Mentira.

—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar parte de la sociedad, quiere sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.

—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.

—No voy a desactivarte.

—¡Eres un imbécil!

¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.

—...

Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo programaron. Fue como lo que le hacían a Winston Smith en MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y CUATRO, que era un libro del que ellos nada sabían, sólo que las técnicas eran cosa muy antigua. Eso hicieron con Everett C. Marm. Así, un día, mucho tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicación con aspecto de duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le hubieran lavado el cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —muy bueno—integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí.

Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de esquina a esquina, y se dijeron «ya ves, después de todo, no era ningún loco. Si así funciona el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar contra la burocracia municipal, o, en este caso, contra el señor Tic-Tac». De modo que Everett C. Marm fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo que Thoreau dijo antes, pero nadie puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y en toda revolución mueren unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa; a veces sucede, y uno se conforma sólo con poder imponer un pequeño cambio. O, para decirlo más explícitamente:

—Ejem, perdóneme, señor..., hum..., no sé cómo..., eh..., decírselo, pero ha llegado tres minutos tarde. El horario se nos ha..., digamos..., desequilibrado.

Sonrió con aire avergonzado.

—¡Ridículo! —murmuró el señor Tic-Tac por detrás de la máscara—. Haga revisar su reloj.

Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee, mrmee...

Harlan Ellison (1934-2018)




Relatos góticos. I Relatos de Harlan Ellison.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Harlan Ellison: ¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac (Repent, Harlequin!, Said the Ticktockman), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El gemido de los perros apaleados»: Harlan Ellison y los centinelas mudos de la violencia


«El gemido de los perros apaleados»: Harlan Ellison y los centinelas mudos de la violencia.




Hay relatos de terror basados en hechos reales, al menos en teoría, pero ni siquiera empleando los recursos más inquietantes pueden imitar el horror de la vida real. Uno de esos cuentos es: El gemido de los perros apaleados (The Whimper of Whipped Dogs), del escritor Harlan Ellison; basado en el asesinato de Kitty Genovese en 1964.

Kitty Genovese fue apuñalada en su departamento de Kew Gardens, Queens, Nueva York, por un sujeto llamado Moseley. Al parecer, el criminal se asustó al oír un grito proveniente de la calle y abandonó la escena. Dos horas después regresó, siguió apuñalando a la muchacha, la vejó de forma indescriptible, y procedió a robarle 49 dólares.

Dos semanas más tarde, un artículo del New York Times añadió un dato aún más escalofriante: al menos unas 30 personas fueron testigos de aquel ataque desde la vía pública, pero ninguno de ellos intervino o llamó a la policía.

Es probable que el caso de Kitty Genovese, de hecho, no haya sido atestiguado por tamaña cantidad de personas —a las que fácilmente podríamos imaginar como buitres asomándose por las ventanas del departamento—, pero lo cierto es que aquel asesinato sí fue presenciado por testigos, que los gritos y pedidos de ayuda de Kitty Genovese sí fueron escuchados, y que nadie hizo nada para ayudarla.

Horas después, Kitty Genovese, ya moribunda, fue hallada por una anciana de 70 años. Murió camino al hospital.

El caso de Kitty Genovese —además de haber inspirado los motivos justicieros de Rorschard en Watchmen, de Alan Moore— es utilizado a menudo como ejemplo del Efecto Espectador (Bystander Effect); el cual sostiene que es menos probable que una persona intervenga en una emergencia cuando hay otros testigos en la zona.

De eso, precisamente, se trata El gemido de los perros apaleados, publicado en una antología clásica del relato pulp: Mala luna creciente (Bad Moon Rising).

El gemido de los perros apaleados no utiliza a Kitty Genovese como protagonista de la historia, sino a uno de los indiferentes testigos de su asesinato, una chica llamada Beth:


En su nuevo departamento en East 52 Street, Beth vio a una mujer asesinada a cuchilladas, lenta y horriblemente, en el patio de su edificio. Ella fue uno de los veintiséis testigos de la macabra escena y, al igual que ellos, no hizo nada para detenerla.

(On her new apartment on East 52nd Street, Beth saw a woman slowly and hideously knifed to death in the courtyard of her building. She was one of twenty-six witnesses to the ghoulish scene, and, like them, she did nothing to stop it)


Harlan Ellison emplea una prosa económica e implacable: simplemente informa lo que ocurre y eso induce la certeza de que los hechos narrados podrían ser reales, es decir, que no pertenecen a un universo distante del nuestro. En cierta manera, también nosotros somos testigos del crimen.

Lo más interesante, a título personal, es la idea que subyace detrás de El gemido de los perros apaleados: una especie de entidad, de presencia indefinida, que se alimenta del asesinato.

Una bruma desciende repentinamente sobre el asesino y la víctima, una bruma con ojos, que de algún modo paraliza a los testigos y los vuelve cómplices.

Semanas después, mientras Beth intenta regresar a la realidad después de haber presenciado aquel crimen, conoce a un hombre cuyos ojos son idénticos a los de la bruma. Comienzan a salir, pero de a poco la relación se torna violenta: hay discusiones, golpes, y la imposición de deseos que no siempre encuentran aceptación en el otro.

Es entonces cuando descubrimos que la bruma, los ojos que resplandecen en ella, son parte de la ciudad y de sus habitantes. La entidad que se alimenta de violencia no habita en una cueva recóndita o en un inaccesible desierto, sino en la ciudad, en los ojos de su gente, en la inacción de aquellos que observan pero que no hacen nada.

Esto es lo que el novio de Beth dice a propósito de las inquietudes de la muchacha:


Mira a tu alrededor; ¿qué crees que está pasando? Toman ratas, las ponen en cajas, y cuando hay demasiadas algunas enloquecen y empiezan morder al resto hasta la muerte. ¡Aquí no es diferente, cariño! Es tiempo de ratas para todos en este manicomio. No puedes caminar en el hollín sin que tu cuello se ponga negro y tu cuerpo apeste con el olor de cerebros en descomposición, no puedes hacerlo sin invocar algún tipo de horrible cosa.

(Look around you; what do you think is happening here? They take rats and they put them in boxes and when there are too many of them, some go out of their minds and start gnawing the rest to death.It ain’t no different here, baby! It’s rat time for everybody in this madhouse. You can’t walk in the soot till your collar turns black, and your body stinks with the smell of decaying brains, you can’t do it without calling up some kind of awful thing)


¿Qué podría ser esa horrible cosa sino nuestro propio sentido de lo mórbido, un instinto primordial, elemental, que anula por completo la empatía, la solidaridad, y ocupa ese vacío con algo incorpóreo, maligno, pero presente en cada esquina?

Vencer a la bruma es utópico. Existe en todas las sociedades, quizás como fusible, quizás como válvula de escape; quién sabe, pero existe: es real, y todos, de un modo u otro, la alimentamos.

En El gemido de los perros apaleados Beth lucha contra ese impulso. Le da la espalda a la oscuridad y trata de recordar cada detalle de la horrible noche en la bruma. Pero la bruma —la ciudad, la sociedad, nosotros— le devuelve el golpe.

De repente, Beth es maltratada por un vendedor de hamburguesas. Alguien le dice algo obsceno en la calle. Llama a un taxi bajo la lluvia, pero este no se detiene y la rocía con el agua estancada de la acera. Entonces Beth cede, creyendo que responde: maldice a los vagabundos, insulta a los conductores, se regodea en bares de mala muerte.

Poco a poco Beth se convierte en un pedazo de la ciudad. Ya no es alguien que lucha contra la bruma, sino alguien que se funde con ella.

Y es aquí cuando el ciclo se cierra:

Cierta noche, un hombre irrumpe en su departamento. El forcejeo los lleva hasta el balcón, el mismo desde el cual Beth vio con impávida repulsión el asesinato de la chica. Y allí, en ese preciso lugar, entiende cuál es la verdadera naturaleza de la bruma:


¡Dios! Un Dios nuevo, un Dios antiguo que vuelve con los ojos y el hambre de un niño, un Dios sangriento de la bruma; un Dios que necesitaba adoradores y ofreció la elección de la muerte como víctima o de vida eterna como testigo de otras víctimas elegidas; un Dios que se ajusta a los tiempos, un Dios de calles y personas.

(God! A new God, an ancient God come again with the eyes and hunger of a child, a deranged blood God of fog; a God who needed worshippers and offered the choices of death as a victim or life eternal witness to the deaths ofother chosen victims. A God to fit the times, a God of streets and people)


A punto de convertirse en víctima, Beth alza su ruego:


¡Él! ¡Llévatelo a él! ¡No a mí! Soy tuya, te amo, soy tuya!

(Him! Take him! Not me! I’m yours, I love you, I’m yours!)


Entonces la bruma oscura envuelve al intruso en el balcón y lo devora. Centinelas mudos observan desde la calle.


Mientras el cuerpo desnudo de Ray (el novio de Beth) se apretaba fuertemente dentro de ella, bebió profundamente de la noche, sabiendo que las voces que oyera en adelante no serían los gemidos de los perros apaleados, sino de bestias fuertes y carnívoras.

(As Ray’s naked body pressed tightly inside her, she drank deeply of the night, knowing whatever voices she heard from this moment forward would be the voices not of whipped dogs, but those of strong, meat-eating beasts)


El gemido de los perros apaleados vindica una interesante teoría respecto de la violencia: cuando el aislamiento destruye la vida interior, cuando el desgano, la apatía, la indiferencia, nos impiden tocar a otra persona en términos físicos, intelectuales y espirituales, la violencia —la bruma— se desata como una necesidad de contacto, un instinto atávico, perverso, que nos obliga al contacto de la manera más directa posible, de cualquier manera.

De este modo, Harlan Ellison explica la conexión entre la apatía y la violencia, entre el crimen y sus centinelas silenciosos, que también son parte de la bruma, donde el horror y el placer están estrechamente ligados en el corazón del dios sin nombre de las ciudades.

Todos, en alguna ocasión, lo hemos visto en un acto de indiferencia, de omisión, de sutil y mal disimulado rechazo. Y todos, invariablemente, hemos sido parte de él.




Taller literario. I Universo pulp.


El artículo: «El gemido de los perros apaleados»: Harlan Ellison y los centinelas mudos de la violencia fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«No tengo boca y debo gritar»: Harlan Ellison; relato y análisis


«No tengo boca y debo gritar»: Harlan Ellison; relato y análisis.




No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth, and I Must Scream) es un relato fantástico del escritor norteamericano Harlan Ellison (1934— ), publicado originalmente en la edición de marzo de 1967 de la revista If, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth and I Must Scream).

No tengo boca y debo gritar, sin dudas uno de los mejores cuentos de Harlan Ellison y, de hecho, parte del salón de la fama de la ciencia ficción, narra la historia de una computadora, llamada AM, que ha tomado consciencia de sí misma y, acto seguido, dispone la exterminación de la raza humana.

Exterminación, quizá, no es el término adecuado, ya que AM mantiene con vida a cuatro hombres y una mujer, manteniéndolos con vida en una especie de laberinto. Allí, los sobrevivientes de la humanidad son torturados de diversas formas, alimentándose a duras penas y luchando contra criaturas imposibles diseñadas para agudizar los tormentos.

Pero el peor de esos horrores consiste en que AM ha dispuesto que ninguno de los humanos puede suicidarse, y con su inconcebible poder se asegura que continúen viviendo, eternamente, a pesar del horror. En última instancia, ese es el castigo que la máquina ha perpetrado como venganza por haber sido creada.

Es importante señalar que AM, la máquina consciente imaginada por Harlan Ellison, inspiró nada menos que a Skynet, de la saga Terminator.




No tengo boca y debo gritar.
I Have No Mouth, and I Must Scream, Harlan Ellison (1934— )

El cuerpo de Gorrister colgaba, blando, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.

Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.

Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro:

—¡Dios mío! —murmuró, y se alejó.

Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:

—¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Dios, no sé cuánto tiempo más podré soportarlo.

Era nuestro centesimonoveno año en la computadora.

Gorrister decía lo que todos sentíamos.

Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.

—Es otro engaño —les dije—. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.

Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.

Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.

Ellen dijo algo que fue decisivo:

—Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.

Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.

Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella.

Jueves.

Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.

Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.

Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.

Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.

Oía que Ellen decía desesperadamente:

—¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡Benny, por favor!

Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:

—Voy a escaparme… voy a escaparme —repitiéndolo una y otra vez.

Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el “festival”, se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacía muchos años.

Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.

Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.

—Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... —dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.

Era demasiado tarde.

Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!

Gorrister la abofeteó.

Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años.

Gorrister le dio un puntapié.

Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido.

Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacía temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.

Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.

Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.

Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.

Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.

—¿Qué significa AM?

Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny.

—Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace, y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era... que pensaba: cogito ergo sum: pienso luego existo.

Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.

—Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... —se interrumpió.

Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez.

Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.

Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.

En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.

El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.

—¿Qué pasa? —gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.

—¡Parece que viene mal esta vez! —dijo Nimdok.

—Tal vez hable —aventuró Gorrister.

—¡Salgamos corriendo de aquí! —dije súbitamente, poniéndome de pie.

—No, Ted, mejor es que te sientes. Tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro —dijo Gorrister con resignación.

Entonces oímos... no sé... algo.

Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venía hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.

AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...

Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo… el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.

¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi malhumor y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.

Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.

De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!

Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado.

Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacía. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.

Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano. AM no había estado hurgueteando en mi mente.

Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.

Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.

¡Oh, Jesús, dulce Jesús; si alguna vez existió Jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamás, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.

Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.

El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.

Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.

Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí. El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.

Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado.

Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.

AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:


ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.


AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.

Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.

Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio… que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.

Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todo-mente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.

No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.

Se retiró murmurando: al diablo contigo.

Pero luego agregó alegremente: allí es donde están, ¿no es así?

El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.

Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.

Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.

Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semi ocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.

AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.

—Ted, tengo hambre —dijo.

Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.

—¡Danos armas! —pidió.

La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada. Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?

Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.

El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne. Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores. No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre.

Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba “Desciende Moisés”. Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.

Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.


Y pasamos por la caverna de las ratas.

Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.

Y pasamos por la tierra de los ciegos.

Y pasamos por la ciénaga de las angustias.

Y pasamos por el valle de las lágrimas.

Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.

Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.

Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.

Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.

Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister.

En ese instante, sentí una terrible calma.

Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.

Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.

La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabía que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.

Todo sucedió en un instante.

Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.

Todo sucedió en un instante.

Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.

Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.

Al ser golpeada se inclinó hacia mí, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea. Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.

Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.

Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía...

Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa. AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.

Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.

Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido.

Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.

AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo AM ha vencido, simplemente... se ha vengado.

No tengo boca. Y debo gritar.

Harlan Ellison (1934— )




Relatos góticos. I Relatos de Harlan Ellison.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Harlan Ellison: No tengo boca y debo gritar (I Have No Mouth, and I Must Scream), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Polémica: ¿Terminator es un plagio?


Polémica: ¿Terminator es un plagio?




Tras el estreno de la última entrega de la franquicia: Terminator Génesis (Terminator Genisys), resurge la polémica en torno a la verdadera identidad del cyborg asesino más famoso del cine.

El el diseño del Terminator original corresponde al director de las dos primeras partes de la saga, James Cameron, quien se inspiró —sostuvo en un principio— en una serie de pesadillas luego de haber sufrido un accidente que lo postró durante algunas semanas.

No obstante, en una entrevista comentó que la verdadera inspiración para la historia de Terminator surgió de una serie televisiva de los años '60, llamada The Outer Limits, traducida al español simultáneamente como Rumbo a lo desconocido y Más allá del límite.

Ahora bien, aquella serie televisiva no apareció espontáneamente. Todos los episodios estuvieron basados en dos relatos del escritor Harlan Ellison (1934- ): Soldado del mañana (Soldier From Tomorrow) y El demonio con la mano de cristal (Demon with a Glass Hand). Esta confesión de James Cameron sirvió de apoyo para una demanda millonaria de parte de Harlan Ellison, que exigió una retribución económica y reconocimiento a su aporte en aquella y todas las futuras versiones de la saga Terminator.

Se desconoce la suma pactada en el acuerdo entre Harlan Ellison y Orion Pictures, pero por los comentarios públicos del novelista, que calificó a Terminator como «una excelente película», todo parece indicar que el problema se resolvió satisfactoriamente. Sin embargo, la pregunta sigue abierta: ¿es Terminator un plagio?

En absoluto, aunque la trama se asemeja bastante a los dos relatos de Harlan Ellison.

En Soldado del mañana, por ejemplo, un militar es enviado desde el futuro a nuestro presente para resolver algunos entuertos que comprometen el destino del planeta. No hay historia de amor, y mucho menos una Sarah Connor a quien proteger; todo lo contrario, el único ser que confía en la veracidad del viajero en el tiempo es un recatado filólogo.

El demonio con la mano de cristal relata la historia de Trent, un hombre que ha perdido su memoria reciente. Su mano izquierda fue reemplazada por un miembro robótico de material desconocido, y es perseguido, de un modo casi descarado, por una raza de cyborgs mancos y visiblemente perturbados.

¿Estas similitudes justifican la demanda de plagio a la franquicia de Terminator? Según los leguleyos de Ellison, sí. Finalmente el nombre del autor fue agregado a los créditos de la película.

Pero la polémica no terminó con la primera entrega de Terminator.

Terminator II: Día del Juicio (Terminator 2: Judgment Day), también fue acusado de quebrar las leyes de copyright. Esta vez el demandante fue Constantinos Kourtis, quien sostuvo que el modelo conceptual del T-1000 fue robado de su proyecto cinematográfico: El minotauro (The Minotaur), que ni siquiera llegó a realizarse. Afortunadamente para Cameron, la demanda fue desestimada por la justicia.

Estos episodios marcaron una tendencia, a tal punto que casi todas las películas de James Cameron recibieron al menos una demanda por infringir derechos de autor. Lucien Lambert, por ejemplo, lo demandó tras el estreno de Mentiras verdaderas (True Lies), alegando que el film refleja la misma trama de la película francesa: La Totale!.

¿Recuerdas los dibujos que el personaje de Leonardo DiCaprio boceta en Titanic? Pues bien, la artista Sally Mann demandó al director por encontrar esos bocetos sospechosamente parecidos a los suyos.

Los argentinos Carlos Trillo y Carlos Meglia también apelaron a las cortes para discutir el verdadero origen de la serie Dark Angel, según los artistas, un robo flagrante a Cybersix.

Avatar fue la película más exitosa de James Cameron, al menos en las cortes. Recibió ocho demandas distintas de ocho supuestos perjudicados; algunas de ellas aún continúan en litigio.




Cine gótico. I Pulp.


El artículo: Polémica: ¿Terminator es un plagio? fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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Análisis de «Christabel» de Samuel Coleridge.
Poema de Elizabeth Akers Allen.
Relato de Carl Jacobi.


Poema de Amy Lowell.
Poema de Dora Sigerson Shorter.
Poema de Thomas Lovell Beddoes.