«El gemido de los perros apaleados»: Harlan Ellison y los centinelas mudos de la violencia


«El gemido de los perros apaleados»: Harlan Ellison y los centinelas mudos de la violencia.




Hay relatos de terror basados en hechos reales, al menos en teoría, pero ni siquiera empleando los recursos más inquietantes pueden imitar el horror de la vida real. Uno de esos cuentos es: El gemido de los perros apaleados (The Whimper of Whipped Dogs), del escritor Harlan Ellison; basado en el asesinato de Kitty Genovese en 1964.

Kitty Genovese fue apuñalada en su departamento de Kew Gardens, Queens, Nueva York, por un sujeto llamado Moseley. Al parecer, el criminal se asustó al oír un grito proveniente de la calle y abandonó la escena. Dos horas después regresó, siguió apuñalando a la muchacha, la vejó de forma indescriptible, y procedió a robarle 49 dólares.

Dos semanas más tarde, un artículo del New York Times añadió un dato aún más escalofriante: al menos unas 30 personas fueron testigos de aquel ataque desde la vía pública, pero ninguno de ellos intervino o llamó a la policía.

Es probable que el caso de Kitty Genovese, de hecho, no haya sido atestiguado por tamaña cantidad de personas —a las que fácilmente podríamos imaginar como buitres asomándose por las ventanas del departamento—, pero lo cierto es que aquel asesinato sí fue presenciado por testigos, que los gritos y pedidos de ayuda de Kitty Genovese sí fueron escuchados, y que nadie hizo nada para ayudarla.

Horas después, Kitty Genovese, ya moribunda, fue hallada por una anciana de 70 años. Murió camino al hospital.

El caso de Kitty Genovese —además de haber inspirado los motivos justicieros de Rorschard en Watchmen, de Alan Moore— es utilizado a menudo como ejemplo del Efecto Espectador (Bystander Effect); el cual sostiene que es menos probable que una persona intervenga en una emergencia cuando hay otros testigos en la zona.

De eso, precisamente, se trata El gemido de los perros apaleados, publicado en una antología clásica del relato pulp: Mala luna creciente (Bad Moon Rising).

El gemido de los perros apaleados no utiliza a Kitty Genovese como protagonista de la historia, sino a uno de los indiferentes testigos de su asesinato, una chica llamada Beth:


En su nuevo departamento en East 52 Street, Beth vio a una mujer asesinada a cuchilladas, lenta y horriblemente, en el patio de su edificio. Ella fue uno de los veintiséis testigos de la macabra escena y, al igual que ellos, no hizo nada para detenerla.

(On her new apartment on East 52nd Street, Beth saw a woman slowly and hideously knifed to death in the courtyard of her building. She was one of twenty-six witnesses to the ghoulish scene, and, like them, she did nothing to stop it)


Harlan Ellison emplea una prosa económica e implacable: simplemente informa lo que ocurre y eso induce la certeza de que los hechos narrados podrían ser reales, es decir, que no pertenecen a un universo distante del nuestro. En cierta manera, también nosotros somos testigos del crimen.

Lo más interesante, a título personal, es la idea que subyace detrás de El gemido de los perros apaleados: una especie de entidad, de presencia indefinida, que se alimenta del asesinato.

Una bruma desciende repentinamente sobre el asesino y la víctima, una bruma con ojos, que de algún modo paraliza a los testigos y los vuelve cómplices.

Semanas después, mientras Beth intenta regresar a la realidad después de haber presenciado aquel crimen, conoce a un hombre cuyos ojos son idénticos a los de la bruma. Comienzan a salir, pero de a poco la relación se torna violenta: hay discusiones, golpes, y la imposición de deseos que no siempre encuentran aceptación en el otro.

Es entonces cuando descubrimos que la bruma, los ojos que resplandecen en ella, son parte de la ciudad y de sus habitantes. La entidad que se alimenta de violencia no habita en una cueva recóndita o en un inaccesible desierto, sino en la ciudad, en los ojos de su gente, en la inacción de aquellos que observan pero que no hacen nada.

Esto es lo que el novio de Beth dice a propósito de las inquietudes de la muchacha:


Mira a tu alrededor; ¿qué crees que está pasando? Toman ratas, las ponen en cajas, y cuando hay demasiadas algunas enloquecen y empiezan morder al resto hasta la muerte. ¡Aquí no es diferente, cariño! Es tiempo de ratas para todos en este manicomio. No puedes caminar en el hollín sin que tu cuello se ponga negro y tu cuerpo apeste con el olor de cerebros en descomposición, no puedes hacerlo sin invocar algún tipo de horrible cosa.

(Look around you; what do you think is happening here? They take rats and they put them in boxes and when there are too many of them, some go out of their minds and start gnawing the rest to death.It ain’t no different here, baby! It’s rat time for everybody in this madhouse. You can’t walk in the soot till your collar turns black, and your body stinks with the smell of decaying brains, you can’t do it without calling up some kind of awful thing)


¿Qué podría ser esa horrible cosa sino nuestro propio sentido de lo mórbido, un instinto primordial, elemental, que anula por completo la empatía, la solidaridad, y ocupa ese vacío con algo incorpóreo, maligno, pero presente en cada esquina?

Vencer a la bruma es utópico. Existe en todas las sociedades, quizás como fusible, quizás como válvula de escape; quién sabe, pero existe: es real, y todos, de un modo u otro, la alimentamos.

En El gemido de los perros apaleados Beth lucha contra ese impulso. Le da la espalda a la oscuridad y trata de recordar cada detalle de la horrible noche en la bruma. Pero la bruma —la ciudad, la sociedad, nosotros— le devuelve el golpe.

De repente, Beth es maltratada por un vendedor de hamburguesas. Alguien le dice algo obsceno en la calle. Llama a un taxi bajo la lluvia, pero este no se detiene y la rocía con el agua estancada de la acera. Entonces Beth cede, creyendo que responde: maldice a los vagabundos, insulta a los conductores, se regodea en bares de mala muerte.

Poco a poco Beth se convierte en un pedazo de la ciudad. Ya no es alguien que lucha contra la bruma, sino alguien que se funde con ella.

Y es aquí cuando el ciclo se cierra:

Cierta noche, un hombre irrumpe en su departamento. El forcejeo los lleva hasta el balcón, el mismo desde el cual Beth vio con impávida repulsión el asesinato de la chica. Y allí, en ese preciso lugar, entiende cuál es la verdadera naturaleza de la bruma:


¡Dios! Un Dios nuevo, un Dios antiguo que vuelve con los ojos y el hambre de un niño, un Dios sangriento de la bruma; un Dios que necesitaba adoradores y ofreció la elección de la muerte como víctima o de vida eterna como testigo de otras víctimas elegidas; un Dios que se ajusta a los tiempos, un Dios de calles y personas.

(God! A new God, an ancient God come again with the eyes and hunger of a child, a deranged blood God of fog; a God who needed worshippers and offered the choices of death as a victim or life eternal witness to the deaths ofother chosen victims. A God to fit the times, a God of streets and people)


A punto de convertirse en víctima, Beth alza su ruego:


¡Él! ¡Llévatelo a él! ¡No a mí! Soy tuya, te amo, soy tuya!

(Him! Take him! Not me! I’m yours, I love you, I’m yours!)


Entonces la bruma oscura envuelve al intruso en el balcón y lo devora. Centinelas mudos observan desde la calle.


Mientras el cuerpo desnudo de Ray (el novio de Beth) se apretaba fuertemente dentro de ella, bebió profundamente de la noche, sabiendo que las voces que oyera en adelante no serían los gemidos de los perros apaleados, sino de bestias fuertes y carnívoras.

(As Ray’s naked body pressed tightly inside her, she drank deeply of the night, knowing whatever voices she heard from this moment forward would be the voices not of whipped dogs, but those of strong, meat-eating beasts)


El gemido de los perros apaleados vindica una interesante teoría respecto de la violencia: cuando el aislamiento destruye la vida interior, cuando el desgano, la apatía, la indiferencia, nos impiden tocar a otra persona en términos físicos, intelectuales y espirituales, la violencia —la bruma— se desata como una necesidad de contacto, un instinto atávico, perverso, que nos obliga al contacto de la manera más directa posible, de cualquier manera.

De este modo, Harlan Ellison explica la conexión entre la apatía y la violencia, entre el crimen y sus centinelas silenciosos, que también son parte de la bruma, donde el horror y el placer están estrechamente ligados en el corazón del dios sin nombre de las ciudades.

Todos, en alguna ocasión, lo hemos visto en un acto de indiferencia, de omisión, de sutil y mal disimulado rechazo. Y todos, invariablemente, hemos sido parte de él.




Taller literario. I Universo pulp.


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