«Todos los Santos»: Edith Wharton; relato y análisis.


«Todos los Santos»: Edith Wharton; relato y análisis.




Todos los Santos (All Souls') es un relato de terror del escritora norteamericana Edith Wharton (1862-1937), publicado originalmente en la antología de 1937: Fantasmas (Ghosts); y luego reeditado en la colección Relatos de fantasmas de Edith Wharton (The Ghost Stories of Edith Wharton). Más adelante aparecería en 65 grandes cuentos de lo sobrenatural (65 Great Tales Of The Supernatural).

Todos los Santos, uno de los últimos cuentos de Edith Wharton, relata la historia de Sara Clayburn, una anciana rica, viuda e independiente que despierta en una enorme casa vacía, excepto por un silencio inusualmente opresivo.

Los hechos ocurren en la Noche de Todos los Santos, «la noche en que los muertos pueden caminar». La tarde anterior, la señora Clayburn da un paseo por los alrededores de su inmensa casona de campo [Whitegates] y se encuentra con una extraña mujer. Con acento extranjero, la mujer le dice que va a Whitegates a ver a «una de las niñas» [sirvientas]. Media hora después, Sara tropieza y se rompe el tobillo. El médico la obliga a descansar en cama para no empeorar su estado. Mientras tanto, afuera comienza a nevar, pero Sara niega la posibilidad de sentirse sola ya que puede contar con sus sirvientes para hacerle compañía.

Atendida por la cuidadosa Agnes, Sara se prepara para la noche, pero su dolor y una sensación de «febril» perturban su descanso. Espera pacientemente la llegada de Agnes, pero nadie responde a su llamada. Pronto se da cuenta de que la corriente eléctrica está cortada, el teléfono no funciona y los radiadores están fríos. Aunque el médico le ha ordenado que no se mueva, Sara decide levantarse y averiguar qué está pasando. Apenas logra caminar con la ayuda de un bastón, pero el dolor frena sus movimientos; la casa está inmersa en un silencio aterrador.

Cansada y dolorida, Sara comienza a explorar cada habitación de la casa, deteniéndose un momento frente a cada puerta y temiendo lo que pueda encontrar. Al otro lado de las puertas puede haber un extraño, un asesino, un cadáver o, peor aún, nadie.

La sensación de soledad de Sara crece con cada paso que da. Pronto el silencio se vuelve «frío», «una sustancia impenetrable hecha del cese mundial de toda vida y todo movimiento». En la medida en que se lo permite su mente, Sara siente que «no había límite para este silencio, ningún margen exterior, nada más allá». Al contrario de lo que ocurre con otras protagonistas de Edith Wharton, como Lily en La casa de la alegría (The House of Mirth), que se rinde y abraza su destino, Sara Clayburn es más fuerte. Siente que «debe enfrentar lo que sea que esté al acecho». Pero cada habitación que recorre es «fría, ordenada y vacía». Encuentra las camas de los sirvientes sin usar, pero ve que su ropa todavía cuelga en los armarios. Parecen haber conspirado para dejarla sola.

En esta completa soledad el silencio es absoluto, y Sara lo percibe como una presencia real. Instintivamente, busca «la clave del misterio» en la cocina, que es el lugar más acogedor y femenino de la casa. Al acercarse oye una voz masculina, «grave pero rotunda», que rompe el silencio. Es la voz de un extraño que habla un idioma extranjero, y cuyo tono es «apasionadamente serio, casi amenazante». Sara vacila en entrar, pero se deja arrastrar irresistiblemente, como la mayoría de los personajes femeninos de Edith Wharton, hacia esa enigmática y posiblemente violenta masculinidad. Sin embargo, la cocina está vacía. La voz proviene de una radio portátil.

Sara consigue volver a su habitación y encerrarse en ella: el miedo no ha desaparecido sino que se ha transformado. Ya no teme a la posibilidad de intrusos, sino a quedarse «sola y sin atención hasta que muera de frío».

Al día siguiente todo vuelve a la normalidad; Agnes, la sirvienta, declara que nunca se fue: sugiere que tal vez el dolor y la fiebre confundieron a la señora Clayburn. Sara está segura «de que algo raro había pasado en su casa», no obstante, decide no discutir abiertamente el asunto. Guarda silencio, como Alice Hartley en La campana de la doncella (The Lady’s Maid’s Bell). Solo quiere olvidar su miedo a la soledad y el silencio y la muerte. Un año después, en la Víspera de Todos los Santos, Sara se reencuentra con la extraña mujer de acento extranjero, y decide dejar Whitegates para siempre, buscando consuelo en casa de su prima, en Nueva York, quien es la narradora de esta historia.


La sensación de soledad y muerte que impregna a Todos los Santos nos induce a interpretar la historia como autobiográfica. Habiendo perdido recientemente a muchos amigos, Edith Wharton describe el temor a quedarse sola en el momento en que más se necesita compañía: la vejez.

Todos los Santos fue escrito pocos meses antes de la muerte de Edith Wharton, que en su faceta pública se mostraba un poco como Sara Clayburn, una mujer anciana fuerte, decidida, que aceptaba con cierto estoicismo el curso natural de su vida. Pero el terror al abandono, a la soledad y el silencio de la muerte expresados en Todos los Santos sugieren que incluso alguien con esta fortaleza interior no podría sostenerla hasta el final. Quiero decir, todos creemos que tenemos una postura tomada respecto a nuestra propia muerte. Algunos se imaginan a sí mismos completamente aterrorizados, paralizados; otros suponen que asumirán cierta resignación, indiferencia, y los más audaces se ven a sí mismos [o dicen que se ven a sí mismos] aceptando y abrazando a la muerte. Todo esto es una farsa, porque solo en presencia de la muerte, es decir, en su proximidad real, podemos saber qué sentiremos.

Asumir una conducta desafiante con la muerte cuanto esta parece lejana es una farsa, porque solo en ese momento de proximidad podemos reaccionar insintivamente. Edith Wharton estaba cerca de su propia muerte cuando escribió Todos los Santos. Tal vez por eso Sara Clayburn puede tener integridad ante los demás, pero, cuando está sola, está aterrorizada. Conoces el verdadero peso del miedo cuando la amenaza es la desintegración.

Todos los Santos describe el terror por excelencia de todas las personas mayores, pero especialmente de aquellas que viven solas: el miedo a una transición repentina de la independencia a la impotencia. Si bien es una mujer fuerte, con carácter, la señora Clayburn depende del cuidado de sus sirvientes, quienes de hecho son devotos, sobre todo Agnes, que la atiende como si fuera su niñera. Sin embargo, la vida personal de sus cuidadores es un agujero negro para Sara. Quiero decir, ella supone que se han confabulado para dejarla sola. Nunca se le ocurre que tienen otras lealtades, familia propia, quizás un amante. La noche de Todos los Santos [Halloween], con sus sugerencias de desenfreno pagano, es una representación de la desconocida pero vagamente imaginada vida privada de las sirvientas, algo tan poderoso, tan atractivo, que tiene prioridad sobre sus responsabilidades hacia ella.

Sara explora las habitaciones del personal, encontrando camas sin usar pero armarios llenos de ropa, evidencia de que volverán después de haber satisfecho sus necesidades privadas. Estas prendas son tanto un consuelo como una amenaza. Prometen el regreso de sus cuidadores, pero dan testimonio de su dependencia. En este punto, el miedo de Sara Clayburn es el miedo al abandono; pero no el de un niño que cuenta con un cuidador inalienable en quien depositar su confianza, alguien con lazos de sangre que siempre regresará. La impotencia y el miedo al abandono hacen que la vejez sea muy parecida a la infancia, pero con desventajas adicionales para los ancianos.

En 1937, cuando escribió Todos los Santos, la independencia de Edith Wharton se derrumbó junto con su salud. Primero perdió a Walter Berry, su servidor más entrañable; y en un período de seis meses la muerte reclamó a sus dos sirvientas de confianza: Elise Duvlenck y Catherine Gross. Una tercera sirvienta estaba tan triste por esas pérdidas que se fue. En una carta a Mary Berenson, Edith Wharton escribe: «Quiero alejarme lo más rápido posible de esta Casa Usher». En Todos los Santos la ausencia de los sirvientes presagia la muerte, en primer lugar, la muerte de la casa, cuyas actividades se detienen por completo: no hay luz eléctrica, el teléfono no funciona y no hay calefacción; lo cual se traduce en una amenaza a la vida de su propietaria.

La casa de Edith Wharton había sido atendida durante mucho tiempo por la amabilidad de sus fieles sirvientes. Su ausencia dejó la casa estática y fría; y a pesar de las visitas de muchos amigos devotos, Edith Wharton, como Sara Clayburn, se sentía sola. La idea del regreso de los muertos comienza a volverse un motivo frecuente, no solo en su ficción sino en sus pensamientos diarios. En una carta escribe sobre esos amigos «que todos los años en la Noche de Todos los Santos vienen y se sientan conmigo junto al fuego». En ese momento, 1933, estos muertos que regresan de la tumba son visitantes que Edith Wharton recibía con alegría en su hogar, recordándolos; pero cuatro años más tarde, cuando escribió Todos los Santos, este estado de ánimo de aceptación fue perturbado por el miedo. En este, su último relato, el que regresa de la muerte es una figura oscura, amenazadora, una mujer misteriosa que atrae a sus fieles sirvientes para que abandonen a quien confía en ellos para que la sigan al otro mundo, en este caso representado en un coven.

En el prefacio de Fantasmas (Ghosts), la última antología de Edith Wharton, donde aparece esta historia, la autora escribe: «Los fantasmas, para manifestarse, requieren dos condiciones aborrecibles para la mente moderna: silencio y continuidad». Aunque la narradora al principio afirma que «esta no es exactamente una historia de fantasmas», Todos los Santos se convierte en un estudio magistral del silencio:


«Silencio, ¡más silencio! Parecía amontonarse como la nieve en el techo y en las canaletas. Silencio. Cuántas personas que ella conocía tenían alguna idea de lo que era el silencio, y lo fuerte que resuena cuando realmente lo escuchas?»


Edith Wharton se enfoca en construir una historia gótica a través del escenario y la ambientación, pero no recae en los estereotipos del género. El escenario es una remota y solitaria casa de campo de Connecticut; el tiempo es la víspera de víspera de Todos los Santos, el año nuevo pagano y la noche en la que los «muertos pueden caminar». A pesar de las comodidades modernas de la casa [electricidad, teléfono, calefacción], las habitaciones y los jardines bien ordenados, y la presencia de sirvientes leales [que heredó de su suegra, por lo tanto, son ancianos como ella], las convenciones del gótico van surgiendo a medida que estos elementos se apagan: se corta el suministro energético, el teléfono, la calefacción, y los sirvientes se van. Lo que queda es una clásica casa gótica [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. Incluso el valle de Connecticut se transforma para evocar un ambiente hostil.

Los acontecimientos de esa noche han transformado Whitegates, dejándola inhabitable para Sara. Lo Siniestro aquí realmente es unheimlich, es decir, lo desconocido en lo familiar [ver: Lo Siniestro en la ficción]. A pesar de toda la parafernalia de la vida moderna y civilizada, Halloween, lo pagano, se impone. La sensación de seguridad de Sara se hace añicos, no porque sus sirvientes se hayan convertido en agentes del mal, sino porque siguen siendo personas leales, confiables, y también asiduos concurrentes al coven. Para la voz de clase alta de la narradora, solo hay una explicación posible para los eventos que aterrorizaron a su tía: lo sobrenatural. Sin embargo, hay una historia oculta en Todos los Santos.

La «mujer extraña», cuya palidez facial y su tono «extranjero» sugieren indirectamente vampirismo, aparece cuando el doctor se ausenta, primero a Baltimore, luego a las Indias Occidentales y finalmente a Suiza. La teoría de Sara, que comenta a la narradora un año después, es que la mujer es un fetch, una criatura sobrenatural del folclore irlandés, cuyo avistamiento se considera un presagio de muerte. Aquí, sin embargo, se piensa que la mujer llega a Whitegates para invitar a los sirvientes a formar parte de un coven. En realidad, no estoy seguro de incluir al chofer, porque la mujer dice que ha ido a ver a las niñas, refiriéndose a las criadas. No es caprichoso que la principal sirvienta de confianza de Sara se llame Agnes, y que haya nacido en la Isla de Skye, cerca de Escocia.

Si la teoría de Sara y la narradora son correctas, Agnes fue convocada por un fetch y participa en el aquelarre vestida con el sombrero y el abrigo desechados por su ama; junto con, al parecer, la otra criada y el chofer. Nuestra hipótesis es que la «mujer extraña» es simplemente una mujer, una bruja, que todos los años se reúne con un grupo de personas para entregarse a placeres que normalmente se les niega. La liberación de Agnes y sus compañeros de su habitual decoro es sexual.

Sin embargo, quedan muchas preguntas pendientes al final del cuento. ¿Qué trama toda esta gente? ¿Simplemente son encuentros sexuales amparados bajo el manto de superstición de Halloween o puede haber algo sobrenatural? Para mí, el misterio más importante [que no he logrado resolver] es el doctor Selgrove. ¿Por qué Edith Wharton nos da tanta información sobre la repentina enfermedad del doctor, su ausencia y posterior abandono del área? ¿Realmente se enfermó? ¿Qué relación tiene su ausencia con la aparición de la mujer misteriosa? Edith Wharton no nos da las respuestas, pero claramente se supone que no debemos aceptar la florida explicación de los hechos planteados por la narradora.

Más bien, creo que Edith Wharton quiere que el lector preste atención al enfoque de Sara Clayburn, no en términos literales, porque la mirada de la mujer está tamizada por su estatus social. En definitiva, Todos los Santos es una historia de apariciones misteriosas e inexplicables ausencias. El eje alrededor del cual giran estas apariciones y ausencias es el coven, el aquelarre, y sus encuentros sexuales. Incluso la narradora, apegada a la explicación sobrenatural, no puede dejar de reconocer que la fascinación de estos encuentros es fundamentalmente sexual:


«Cualquiera que alguna vez haya sentido la más mínima curiosidad por asistir a un coven pronto encuentra que esta se convierte en deseo, el deseo en un anhelo incontrolable que, cuando se presenta la oportunidad, rompe todas las inhibiciones; porque aquellos que alguna vez han tomado parte en un coven moverán cielo y tierra para volver a participar.»


Bajo esta luz, la explicación sobrenatural de la narradora es indicativa de una mentalidad regresiva, incapaz de comprender el poder disruptivo del deseo, un poder que no respeta las diferencias de clase, género y edad. Porque lo cierto es que Agnes no es una joven criada, sino una mujer madura, probablemente anciana, que una vez al año se permite participar en estas reuniones ilícitas mientras su ama lucha desesperadamente por mantener su posición de clase, su autoridad, incluso el dominio sobre su propio hogar. Porque sin la asistencia de las clases bajas, Sara es solo una anciana aterrorizada e impotente en la oscuridad.




Todos los Santos.
All Souls', Edith Wharton (1862-1937)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Por extraño e inexplicable que fuera el asunto, en la superficie parecía bastante simple, al menos en ese momento; pero con el paso de los años, y debido a que no hay un solo testigo de lo sucedido salvo la propia Sara Clayburn, las historias al respecto se han vuelto tan exageradas, y muchas veces ridículamente inexactas, que parece necesario que alguien relacionado con el asunto registre los pocos hechos conocidos.

En aquellos días yo estaba en Whitegates, de hecho, no mucho antes y casi inmediatamente después de los extraños sucesos de esas treinta y seis horas. Jim Clayburn y su viuda eran primos míos, y debido a eso se pensó que yo era más capaz que nadie para llegar al fondo de los hechos, en la medida en que pueden llamarse hechos. Así que he escrito, lo más claro que he podido, lo esencial de las diversas charlas que tuve con la prima Sara —no era frecuente que hablara— de lo ocurrido durante ese misterioso fin de semana.

Leí el otro día en el libro de un ensayista de moda que los fantasmas se fueron cuando llegó la luz eléctrica. ¡Qué tontería! El escritor, aunque es aficionado a incursionar en lo sobrenatural, ni siquiera ha llegado al umbral del tema. Entre castillos patrullados por víctimas sin cabeza y la cómoda casa suburbana con refrigerador y calefacción donde sientes, tan pronto como estás dentro, que algo anda mal, dame esto último como motivo de escalofríos. ¿Has notado que no son las personas nerviosas e imaginativas las que ven fantasmas, sino aquellas tranquilas y prácticas, las que no creen en ellos? Bueno, ese fue el caso de Sara Clayburn y su casa.

La casa, a pesar de su antigüedad —fue construida, creo, alrededor de 1780— era abierta, aireada, de techo alto, con electricidad, calefacción central y todos los electrodomésticos modernos; y su señora era, bueno, muy parecida a su casa. De todos modos, esto no es exactamente una historia de fantasmas, y he arrastrado la analogía solo como una forma de mostrarles qué tipo de mujer era mi prima, y lo poco probable de los hechos que aparentemente sucedieron en Whitegates.

Cuando Jim Clayburn murió, toda la familia pensó que, como la pareja no tenía hijos, su viuda dejaría Whitegates y se mudaría a Nueva York o a Boston, ya que siendo de buena estirpe colonial, con muchos parientes y amigos, habría encontrado un lugar en cualquiera de los dos. Pero Sara Clayburn rara vez hizo lo que los demás esperaban, y en este caso hizo exactamente lo contrario: se quedó en Whitegates.

—¿Darle la espalda a la vieja casa, romper todas las raíces familiares e ir a una jaula de pájaros en uno de esos nuevos rascacielos en Lexington Avenue? No, gracias. Este es mi lugar, y aquí me quedaré hasta que mis albaceas entreguen el lugar al pariente más cercano de Jim, ese estúpido y gordo Presley... Bueno, no hablemos de él. Pero te diré algo: lo mantendré fuera de aquí todo el tiempo que pueda.

Y lo hizo, porque todavía tenía poco más de cincuenta años cuando murió su esposo, y era musculosa y resuelta. Asistió a su funeral en perfecto duelo pero con una leve sonrisa bajo su velo.

Whitegates era una casa agradable y de aspecto hospitalario, situada en una altura que dominaba las majestuosas ondulaciones del río Connecticut; pero estaba a cinco o seis millas de Norrington, el pueblo más cercano, y su situación habría parecido remota y solitaria a los sirvientes modernos. Sin embargo, Sara Clayburn había heredado de su suegra a dos o tres viejos sirvientes que parecían formar parte de la tradición familiar.

La casa, en la época colonial, tenía cuatro habitaciones espaciosas en la planta baja, divididas por un vestíbulo con piso de roble, la cocina habitual en la parte trasera y un buen ático bajo el techo. Pero los abuelos de Jim, cuando el interés en «lo colonial» comenzó a revivir a principios de los años ochenta, agregaron dos alas, en ángulo recto con el frente sur, de modo que el antiguo «círculo» antes de la puerta principal se convirtió en un patio con un gran olmo en el medio. Así, la casa se convirtió en una vivienda espaciosa, en la que las tres últimas generaciones de Clayburn habían ejercido una gran hospitalidad.

Pero el arquitecto había respetado el carácter de la casa antigua, y la ampliación la hizo más cómoda sin menoscabar su sencillez. Había mucha tierra alrededor, y Jim Clayburn, como sus padres antes que él, la cultivó, no sin ganancias, y desempeñó un papel considerable y respetado en la política estatal. Siempre se habló de los Clayburn como una «buena influencia» en el condado, y la gente del pueblo se alegró cuando se supo que Sara no tenía la intención de abandonar el lugar, «aunque debe ser solitario en invierno, viviendo sola allí arriba en la cima de esa colina», comentaron mientras los días se acortaban y las primeras nevadas comenzaban a amontonarse bajo la hilera de olmos.

Creo que ya te le dado una idea clara de Whitegates y los Clayburn, que compartían con su antigua casa una especie de orden y dignidad. Ahora contaré su historia, no en las palabras de mi prima, porque eran demasiado confusas y fragmentarias, llenas de confesiones a medias y reticencias nerviosas. Si el asunto realmente sucedió, y debo dejar que usted juzgue eso, creo que debe haber sucedido de esta manera…


I

La mañana había sido fría, con aguanieve torrencial (aunque solo era el último día de octubre), pero después del almuerzo un sol acuoso apareció a través de nubes lanosas y tentó a Sara Clayburn a salir. Era una caminadora enérgica, capaz de andar tres o cuatro millas a lo largo del camino del valle y regresar por el bosque de Shaker. Había hecho su ronda habitual y estaba siguiendo el camino principal hacia la casa cuando alcanzó a una mujer vestida con sencillez que caminaba en la misma dirección. Si la escena no hubiera sido tan solitaria (el camino a Whitegates al final de un día de otoño no era muy frecuentado), la señora Clayburn no habría prestado atención a la mujer, pero cuando la alcanzó mi prima se sorprendió al descubrir que era una extraña, porque la dueña de Whitegates se enorgullecía de conocer, al menos de vista, a la mayoría de sus vecinos del campo. Estaba casi oscuro y apenas se veía el rostro de la mujer, pero la señora Clayburn me dijo que la recordaba como de mediana edad, fea y algo pálida.

La señora Clayburn la saludó y luego agregó:

—¿Vas a la casa?

—Sí, señora —respondió la mujer, con una voz que el valle de Connecticut en los viejos tiempos habría llamado «extranjera», pero que habría pasado desapercibida para los oídos acostumbrados a la multiplicidad de lenguas modernas.

«No, no sabría decir de dónde venía», decía siempre Sara. «Lo que me pareció extraño fue que no la conocía».

Le preguntó cortésmente a la mujer qué quería, y la mujer respondió:

—Solo ver a una de las niñas.

La respuesta fue bastante natural, y la señora Clayburn asintió y salió del camino de entrada a la parte inferior de los jardines, de modo que no volvió a ver a la visitante ni entonces ni después. De hecho, media hora más tarde sucedió algo que sacó completamente de su mente a la extraña. La enérgica y ágil señora Clayburn, mientras se acercaba a la casa, resbaló en un charco helado, se torció el tobillo y quedó repentinamente indefensa.

Price, el mayordomo, y Agnes, la vieja y adusta doncella escocesa que Sara había heredado de su suegra, sabían exactamente qué hacer. No tardaron en tener a su señora tumbada en un sofá y llamaron al doctor Selgrove desde Norrington. Cuando llegó, ordenó a la señora Clayburn que se acostara, hizo el examen y los vendajes necesarios. Temía que el tobillo estuviera fracturado. Pensó, sin embargo, que si ella juraba no levantarse, o incluso cambiar la posición de su pierna, él podría evitarle la incomodidad de enyesarla.

La señora Clayburn estuvo de acuerdo, tanto más pronto cuanto que el médico le advirtió que cualquier movimiento precipitado prolongaría su inmovilidad. Su naturaleza rápida e imperiosa hizo que la perspectiva fuera difícil, y estaba molesta consigo misma por haber sido tan torpe. Pero el mal ya estaba hecho, y de inmediato pensó en la oportunidad que tendría de repasar sus cuentas y ponerse al día con su correspondencia. Así que se acomodó resignada en su cama.

—Y no se perderá mucho. Está empezando a nevar y parece que nos espera una buena racha —comentó el doctor, mirando por la ventana mientras recogía sus implementos—. Bueno, no solemos tener nieve tan pronto como ahora; pero el invierno tiene que empezar en algún momento —concluyó filosóficamente.

En la puerta se detuvo para agregar:

—¿No quiere que envíe una enfermera de Norrington? No para cuidarla, no hay mucho que hacer hasta más que recuperarse. Pero este es un lugar bastante solitario cuando empieza a nevar, y pensé que tal vez…

Sara Clayburn se rió.

—¿Solitario? ¿Con mis antiguos sirvientes? Olvidas cuántos inviernos he pasado aquí sola con ellos. Dos de ellos estuvieron conmigo en tiempos de mi suegra.

—Así es —estuvo de acuerdo el doctor Selgrove—. Es usted mucho más afortunada que la mayoría de la gente. Bueno, déjeme ver; tendremos que dejar que baje la inflamación antes de poder hacerle una radiografía. El lunes por la mañana, a primera hora, estaré aquí con el técnico de rayos X. Si me necesita antes, llámame.

Y se fue.


II

El pie, al principio, no le había dolido mucho, pero hacia la madrugada la señora Clayburn empezó a sufrir. Era una mala paciente, como la mayoría de las personas sanas y activas. No estando acostumbrada al dolor no supo soportarlo; y las horas de vigilia e inmovilidad parecían interminables. Agnes, antes de dejarla, había puesto una jarra de limonada a su alcance e incluso (a la señora Clayburn le pareció extraño después) insistió en llevar una bandeja con bocadillos y un termo de té.

—En caso de que tenga hambre en la noche, señora.

—Gracias; pero nunca tengo hambre en la noche. Y ciertamente no tendré esta noche, solo sed. Creo que tengo fiebre.

—Bueno, ahí está la limonada, señora.

—Llévate las otras cosas, por favor. (Sara siempre había odiado ver comida en su habitación)

—Muy bien, señora. Pero…

—Por favor, llévatela —repitió irritada la señora Clayburn.

—Muy bien, señora.

Pero cuando Agnes salió, su ama la oyó dejar suavemente la bandeja sobre una mesa detrás del biombo que cerraba la puerta.

¡Vieja obstinada!, pensó, algo conmovida por la insistencia de la anciana.

El sueño, una vez que se había ido, no volvía, y las largas horas negras avanzaban cada vez más lentamente. ¡Qué tarde amaneció en noviembre! «Si tan solo pudiera mover la pierna», se quejó.

Se quedó inmóvil y aguzó el oído para escuchar los primeros pasos de los sirvientes. Seguramente no pasaría mucho antes de que llegara una de las mujeres. Estuvo tentada de llamar a Agnes, pero se contuvo. La mujer se había quedado hasta tarde, y era domingo por la mañana, cuando a la familia siempre se le permitía un poco de tiempo extra. La señora Clayburn reflexionó inquieta:

«Fui una tonta al no dejar el té al lado de la cama como ella quería. Me pregunto si podría levantarme y traerlo.

Pero recordó la advertencia del médico y no se atrevió a moverse. Cualquier cosa antes que arriesgarse a prolongar su encarcelamiento.

Ah, ahí estaba el reloj dando la hora. ¡Qué fuerte sonaba en la quietud de la nieve! Uno, dos, tres, CUATRO, CINCO…

¿Qué? ¿Solo cinco? Tres horas y cuarto más antes de que pudiera esperar oír girar el pomo de la puerta…

Al cabo de un rato volvió a quedarse dormida, incómoda.

Otro sonido la despertó. De nuevo el reloj. Ella lo escuchó, pero la habitación todavía estaba en una profunda oscuridad, y solo cayeron seis golpes.

Pensó en recitar algo, pero rara vez leía poesía y, como naturalmente dormía bien, no recordaba ninguno de los remedios habituales contra el insomnio. Su pierna se sentía como plomo. Los vendajes se habían vuelto terriblemente apretados, su tobillo debía haberse hinchado.

Yacía mirando las ventanas oscuras, esperando el primer destello del amanecer. Por fin vio un pálido filtro de luz diurna a través de las persianas. Uno a uno los objetos entre la cama y la ventana recuperaron primero su contorno, luego su volumen, y parecían reagruparse sigilosamente, después de quién sabe qué desplazamientos secretos durante la noche. ¿Quién que haya vivido en una casa antigua podría creer que los muebles se quedan quietos toda la noche? A la señora Clayburn casi le pareció ver una mesita de patas delgadas que se deslizaba apresuradamente hacia su lugar.

«Ya viene Agnes, y tiene miedo», pensó caprichosamente. Su mala noche debe haberla vuelto imaginativa, porque nunca antes se le había ocurrido una tontería como la de los muebles.

Por fin, después de más horas, el reloj dio las ocho. Sólo otro cuarto de hora.

Observó la manecilla que se movía lentamente por la esfera del pequeño reloj junto a su cama. Diez minutos… cinco… ¡solo cinco! «Agnes es tan puntual como el destino: en dos minutos vendrá». Pasaron los dos minutos y ella no venía. Pobre Agnes, se veía pálida y cansada la noche anterior. Se había quedado dormida, sin duda, o tal vez se sentía enferma y enviaría a la criada a reemplazarla. La señora Clayburn esperó.

Esperó media hora; luego alargó la mano hacia la campanilla de la cabecera de la cama. Pobre Agnes, su ama se sentía culpable por despertarla. Pero Agnes no apareció, y después de un considerable intervalo, la señora Clayburn, ahora con cierta impaciencia, volvió a llamar. Llamó una, dos, tres veces, pero aun así nadie vino.

Una vez más esperó; luego se dijo a sí misma: «Debe haber algún problema con la electricidad». Podía averiguarlo encendiendo la lámpara de la cama (¡qué admirablemente equipada estaba la habitación con todos los electrodomésticos prácticos!). La encendió, pero no salió ninguna luz. Corte de corriente eléctrica; y era domingo, nada se podía hacer al respecto hasta la mañana siguiente. A menos que resultara ser solo un fusible quemado que Price podría remediar. Bueno, en un momento alguien seguramente vendría a su puerta.

Eran las nueve en punto cuando admitió para sí misma que algo extraordinariamente inusual debía haber sucedido en la casa. Empezó a sentir una aprensión nerviosa; pero ella no era la mujer para alentarla. ¡Ojalá hubiera hecho poner el teléfono en su habitación! Midió mentalmente la distancia que debía recorrer hasta el rellano, recordó la advertencia del doctor Selgrove y se preguntó si su tobillo roto soportaría. Temía la perspectiva de que la enyesaran, pero tenía que ponerse al teléfono, pasara lo que pasara.

Se envolvió en su bata, tomó un bastón y, apoyándose pesadamente, se arrastró hasta la puerta. La cuidadosa Agnes había cerrado y asegurado los postigos, de modo que no había mucha más luz que al amanecer; pero afuera, en el corredor, la fría blancura de la mañana nevada parecía casi tranquilizadora. Cosas misteriosas, cosas espantosas, estaban asociadas con la oscuridad; y aquí estaba la saludable y prosaica luz del día viniendo de nuevo para desterrarlas.

La señora Clayburn miró a su alrededor y escuchó. Silencio. Un profundo silencio nocturno en aquella casa iluminada por el día, en la que presumiblemente cinco personas iban y venían haciendo su trabajo. Ciertamente era extraño.

Miró por la ventana con la esperanza de ver a alguien cruzando el patio o viniendo por el camino. Pero no había nadie, y la nieve parecía tener el lugar para sí misma: una nieve tranquila y constante. Seguía cayendo con regularidad, amortiguando el mundo exterior en capas sobre capas de grueso terciopelo blanco e intensificando el silencio interior. Un mundo sin ruido. La gente siempre dice que le gusta el silencio: ¡Que primero prueben una casa de campo solitaria en una tormenta de nieve de noviembre!

Se arrastró por el pasillo hasta el teléfono. Cuando descolgó el auricular notó que le temblaba la mano. Llamó a la despensa, no hubo respuesta. Volvió a llamar. ¡Silencio, más silencio! Parecía amontonarse como la nieve en el techo y en las canaletas. Silencio. ¿Cuántas personas que conocía tenían alguna idea de lo que era el silencio y de lo fuerte que sonaba cuando realmente lo escuchabas?

De nuevo esperó; luego llamó a «Central». Sin respuesta. Lo intentó tres veces. Después de eso, volvió a probar en la despensa. El teléfono se cortó entonces; como la corriente eléctrica. ¿Quién estaba trabajando abajo, aislándola así del mundo? Su corazón comenzó a martillar. Por suerte había una silla cerca del teléfono y se sentó para recuperar fuerzas, ¿o era su coraje?

Agnes y la criada dormían en el ala más cercana. Podía llegar cuando recuperara el aire. ¿Tenía el coraje? Sí, por supuesto que lo tenía. Siempre se la había considerado una mujer valiente; y así se había considerado a sí misma. Pero este silencio…

Se le ocurrió que mirando desde la ventana de un baño vecino podía ver la chimenea de la cocina. Debería salir humo a esa hora; y si lo hubiera, pensó que tendría menos miedo de continuar. Llegó hasta el baño y, mirando por la ventana, vio que no salía humo de la chimenea. Su sensación de soledad se agudizó. Fuera lo que fuera lo que había sucedido abajo, debió haber ocurrido antes de que comenzara el trabajo matutino. El cocinero no había tenido tiempo de encender el fuego; los otros sirvientes aún no habían comenzado su ronda.

Se dejó caer en la silla más cercana, luchando contra sus miedos. ¿Qué sería lo siguiente que descubriría si continuaba con sus investigaciones?

El dolor en el tobillo dificultaba el progreso; pero sólo se daba cuenta de ello como un obstáculo. No importaba el sufrimiento físico, debía averiguar lo que estaba sucediendo, o lo que había sucedido. Pero primero iría a la habitación de la criada. Y, si estuviera vacía, bueno, de alguna manera tendría que bajar las escaleras.

Cojeó por el pasillo, y en el camino se estabilizó apoyando la mano en un radiador. Estaba frío como una piedra. Sin embargo, la calefacción central nunca se apagaba del todo, y a las ocho de la mañana un calor suave invadía las habitaciones. El frío helado de las tuberías la sobresaltó. Era el chofer quien se encargaba de cuidar la calefacción, así que él también estaba involucrado en el misterio, fuera lo que fuera, como los sirvientes de la casa. Pero esto solo profundizó el problema.


III

La señora Clayburn se detuvo en la puerta de Agnes y llamó. No esperaba respuesta, y no la hubo. Abrió la puerta y entró. La habitación estaba oscura y muy fría. Fue hasta la ventana y abrió los postigos; luego miró a su alrededor, vagamente preocupada por lo que pudiera ver. La habitación estaba vacía; pero lo que la asustaba no era tanto su vacío como su aire de orden escrupuloso e imperturbable. No había señales de que alguien se hubiera estado allí últimamente, o se hubiera desvestido la noche anterior. Nadie había dormido en la cama.

La señora Clayburn se apoyó contra la pared; luego cruzó la habitación y abrió el armario. Ahí era donde Agnes guardaba sus vestidos; y los vestidos estaban allí, cuidadosamente colgados. En el estante de arriba estaban los pocos y pasados de moda sombreros de Agnes. La señora Clayburn, que los conocía a todos, miró el estante y vio que faltaba uno. Y también el cálido abrigo que le había dado a Agnes el invierno anterior.

Agnes, entonces, estaba fuera; había salido, sin duda, la noche anterior, ya que la cama estaba sin usar y los utensilios de vestir y de lavar no habían sido tocados. Agnes, que nunca ponía un pie fuera de la casa después del anochecer, que despreciaba las películas tanto como lo hacía con la radio y nunca pudo convencerse de que un poco de diversión inocente era un elemento necesario en la vida, había abandonado la casa en una nevada noche de invierno mientras su ama yacía arriba, sufriendo e indefensa.

¿Por qué se había ido y adónde había ido? Cuando estaba desvistiendo a la señora Clayburn la noche anterior, tomando sus órdenes, tratando de hacerla sentir más cómoda, ¿ya estaba planeando este misterioso escape nocturno? ¿O algo —el Algo misterioso que la señora Clayburn todavía buscaba a tientas— había ocurrido más tarde esa noche, enviando a la doncella abajo y afuera en la amarga noche? Tal vez uno de los hombres del garaje, donde vivían el chofer y el jardinero, se había enfermado repentinamente y alguien había corrido a la casa por Agnes. Sí, esa debe ser la explicación… Sin embargo, cuánto dejaba sin explicar.

Al lado de la habitación de Agnes estaba el cuarto de la ropa blanca; más allá estaba la puerta de la criada. La señora Clayburn se acercó y llamó. «¡María!» Nadie respondió, y ella entró. La habitación estaba en el mismo orden inmaculado, y aquí también la cama estaba sin dormir. Sin duda, las dos mujeres habían salido juntas... ¿adónde?

El frío silencio de la casa pesaba sobre la señora Clayburn. Nunca había pensado en ella como una casa grande, pero ahora, en esta luz nevada de invierno, parecía inmensa y llena de siniestros rincones alrededor de los cuales una no se atrevía a mirar. Más allá de la habitación de la criada estaban las escaleras traseras. Era el camino más corto hacia abajo, y cada paso que daba la señora Clayburn era cada vez más doloroso. Decidió retroceder lentamente, todo el pasillo, y bajar por las escaleras de la entrada. No sabía por qué hizo esto; pero sintió que en ese momento no podía razonar y que era mejor obedecer su instinto.

Más de una vez había explorado de madrugada la planta baja en busca de insólitos ruidos de medianoche; pero ahora no era la idea de ruidos lo que la asustaba, sino ese silencio inexorable y hostil, la sensación de que la casa había conservado en plena luz del día su misterio nocturno, y la miraba como ella la miraba; que al entrar en aquellas habitaciones vacías y ordenadas podría estar perturbando alguna confabulación invisible en la que sería mejor que los seres de carne y hueso no se entrometieran.

Los anchos escalones de roble estaban bellamente pulidos y eran tan resbaladizos que tuvo que agarrarse a la barandilla y dejarse caer peldaño a peldaño. Y mientras descendía, el silencio descendió con ella, más pesado, más denso, más absoluto. Parecía sentir sus pasos justo detrás, siguiendo suavemente el ritmo de los suyos. Tenía una cualidad de la que nunca había sido consciente en ningún otro silencio, como si no fuera simplemente una ausencia de sonido, una delgada barrera entre el oído y el creciente murmullo de la vida más allá, sino una sustancia impenetrable hecha del cese de toda vida y movimiento.

Sí, eso fue lo que la estremeció: la sensación de que no había límite para este silencio, ningún margen exterior, nada más allá. Para entonces ya había llegado al pie de la escalera y cruzaba cojeando el vestíbulo hasta el salón. Lo que sea que encontrara allí, estaba segura, sería mudo y sin vida; pero, ¿qué? ¿Los cuerpos de sus sirvientes segados por algún maníaco homicida? ¿Y si fuera su turno a continuación, si él la estuviera esperando detrás de las pesadas cortinas de la habitación en la que estaba a punto de entrar? Bueno, debía averiguarlo, enfrentar lo que sea que estuviera al acecho. No la impulsada la valentía —había rezumado hasta la última gota de coraje—, sino porque cualquier cosa era mejor que quedarse encerrada sin saber si estaba sola o no. «Debo averiguarlo, debo averiguarlo», se repetía a sí misma en una especie de cantinela sin sentido.

La fría luz exterior inundaba el salón. Los postigos no habían sido cerrados, ni las cortinas corridas. Miró a su alrededor. La habitación estaba vacía y cada silla en su lugar habitual. Su sillón fue empujado hacia la chimenea, y en el frío hogar se amontonaron las cenizas del fuego en el que se había calentado antes de emprender su fatídico paseo. Incluso su taza de café vacía estaba sobre una mesa cerca del sillón. Era evidente que los sirvientes no habían estado en la habitación desde que ella la había dejado el día anterior después del almuerzo.

De pronto se apoderó de ella la convicción de que, tal como encontraba el salón, encontraría el resto de la casa: fría, ordenada y vacía. No encontraría nada, no encontraría a nadie. Ya no sentía ningún temor por los peligros humanos ordinarios que acechaban en esos espacios mudos. Sabía que estaba completamente sola bajo su propio techo. Se sentó para descansar su tobillo dolorido y miró lentamente a su alrededor.

Había otras habitaciones para visitar, y estaba decidida a revisarlas todas, pero sabía de antemano que no le darían respuesta a su pregunta. Ella lo sabía, aparentemente, por la calidad del silencio que la envolvía. No había ninguna rotura, ni la más mínima grieta en ninguna parte. Tenía la fría continuidad de la nieve que aún seguía cayendo fuera.

No tenía idea de cuánto tiempo esperó antes de armarse de valor para continuar con su inspección. Ya no sentía el dolor en el tobillo, sino que sólo era consciente de que no debía soportar su peso sobre él, por lo que se movía muy lentamente, apoyándose en cada mueble que encontraba a su paso. En la planta baja no se había cerrado ningún postigo, ninguna cortina, y avanzaba sin dificultad de una habitación a otra: la biblioteca, su sala de estar, el comedor. En cada uno de ellas, cada mueble estaba en su lugar habitual. En el comedor, la mesa estaba puesta para la cena de la noche anterior y los candelabros, con las velas apagadas, se reflejaban en la caoba oscura. No era la clase de mujer que mordisqueaba un huevo escalfado en una bandeja cuando estaba sola, pero siempre bajaba al comedor y disfrutaba de lo que ella llamaba una comida civilizada.

Del comedor entró en la despensa, y allí también todo estaba en un orden intachable. Abrió la puerta y miró hacia el pasillo trasero con su pulcro revestimiento de linóleo. El profundo silencio la acompañó; todavía lo sentía moverse a su lado, como si fuera su prisionera y pudiera arrojarse sobre ella si intentaba escapar. Siguió cojeando hacia la cocina. Por supuesto, también estaría vacía e inmaculada. Pero ella tenía que verlo.

Se apoyó un minuto en el alféizar de una ventana del pasillo. Es como el Mary Celeste, pero en tierra firme, pensó, recordando el misterio marino sin resolver de su infancia. Nadie supo nunca lo que pasó a bordo del Mary Celeste. Y tal vez nadie sepa nunca lo que ha sucedido aquí. Incluso yo no lo sabré.

Al pensarlo, su miedo latente pareció adquirir una nueva cualidad. Era como un líquido helado que corría por cada vena y yacía en un charco alrededor de su corazón. Entendió que nunca antes había sabido lo que era el miedo, y que la mayoría de las personas que había conocido probablemente tampoco. Porque esta sensación era diferente…

La absorbió tan completamente que no supo cuánto tiempo permaneció inclinada allí. Pero de pronto un nuevo impulso la empujó hacia la parte de atrás cocina. Fue allí porque había un elevador de servicio en la pared, a través del cual podía mirar dentro de la cocina sin ser vista; porque un instinto indefinible le dijo que la cocina tenía la clave del misterio. Todavía sentía con fuerza que, fuera lo que fuera lo que había pasado en la casa, debía tener su origen y centro en la cocina.

En la parte de atrás de la cocina, como esperaba, todo estaba limpio y ordenado. Fuera lo que fuera lo que había pasado, nadie en la casa parecía haber sido tomado por sorpresa; no había signos de confusión o desorden. Parece como si lo hubieran sabido de antemano y lo hubieran puesto todo en orden, pensó. Miró la pared que daba a la puerta y vio que el elevador estaba abierto. Y entonces, mientras se acercaba, el silencio se rompió. Una voz estaba hablando en la cocina, una voz de hombre, baja pero enfática, y que ella nunca había escuchado antes.

Se quedó inmóvil, fría de miedo. Pero este miedo era diferente. Sus terrores anteriores habían sido especulativos, conjeturales, una emanación fantasmal del silencio circundante. Este era un simple temor cotidiano de malhechores. Oh, Dios, ¿por qué no se había acordado del revólver de su marido, que desde su muerte había estado en un cajón de su habitación?

Dio media vuelta para retroceder por el suelo liso, pero su bastón se resbaló a mitad de camino y se estrelló contra las baldosas. El ruido parecía resonar una y otra vez a través del vacío, y ella se quedó inmóvil, horrorizada. Ahora que había traicionado su presencia, la huida era inútil. Quienquiera que estuviera más allá de la puerta de la cocina estaría sobre ella en un segundo.

Pero, para su asombro, la voz siguió hablando. Era como si el hablante y sus oyentes no la hubieran escuchado. El extraño habló tan bajo que ella no pudo entender lo que estaba diciendo, pero el tono era apasionadamente serio, casi amenazante. Al momento siguiente, se dio cuenta de que estaba hablando en un idioma extranjero, un idioma desconocido para ella. Una vez más, su terror se vio superado por el deseo urgente de saber qué estaba pasando. Se deslizó hasta el elevador, miró con cautela hacia la cocina y vio que estaba tan ordenada y vacía como las otras habitaciones. Pero en medio de la mesa cuidadosamente fregada había una radio inalámbrica portátil, y la voz que escuchaba salía de ahí.

Debió haberse desmayado entonces, supuso; en cualquier caso, se sentía tan débil y mareada que su recuerdo de lo que sucedió a continuación permaneció confuso. Con el paso del tiempo volvió a tientas a la despensa y allí encontró una botella de licor: brandy o whisky, no podía recordar cuál. Encontró un vaso, se sirvió un trago y, mientras le corría por las venas, logró, nunca supo con cuántos estremecedores retrasos, arrastrarse por la planta baja, subir las escaleras y recorrer el pasillo hasta su habitación. Allí, aparentemente, cayó al otro lado del umbral, nuevamente inconsciente.

Cuando volvió en sí, recordó, su primer cuidado había sido encerrarse; luego recuperar el revólver de su marido. No estaba cargado, pero encontró algunos cartuchos y logró cargarlo. Entonces recordó que Agnes, al dejarla la noche anterior, se había negado a llevarse la bandeja con el té y los bocadillos, y se abalanzó sobre ellos con un hambre repentina. También recordó haber notado que una botella de brandy había sido puesta al lado del termo y estar vagamente sorprendida. La partida de Agnes, entonces, había sido planeada deliberadamente, y sabía que su ama, que nunca bebía alcohol, podría necesitar un estimulante. La señora Clayburn vertió un poco de brandy en su té y lo tragó con avidez.

Después de eso (me contó después) recordó que había logrado encender un fuego en la chimenea y, después de calentarse, se había vuelto a meter en la cama, amontonando sobre ella todas las cobijas que pudo encontrar. La tarde transcurrió en una neblina de dolor de la que surgía una vaga forma de miedo: el miedo de que pudiera yacer sola y desatendida hasta que muriera de frío y terror.

Porque estaba segura de que la casa estaba vacía, completamente vacía, desde la buhardilla hasta el sótano. Sabía que era así, no podía decir por qué; pero de nuevo sintió que estaba relacionado a esta cualidad peculiar del silencio, el silencio que había seguido sus pasos dondequiera que iba, y que ahora se había plegado sobre ella como un paño mortuorio. Estaba segura de que la cercanía de cualquier otro ser humano, por mudo y secreto que fuera, habría hecho una leve grieta en la textura de ese silencio, lo habría viciado como se resquebraja una lámina de vidrio cuando se le arroja una piedra.


IV

—¿Se siente un poco mejor? —preguntó el doctor mientras examinaba el tobillo—. Parece que se ha estado moviendo, ¿no? Supongo que el doctor Selgrove le dijo que se quedara quieta hasta que la volviera a ver, ¿verdad?

El orador era un extraño, a quien la señora Clayburn conocía solo por su nombre. Su propio médico había sido llamado esa mañana para atender a un paciente anciano en Baltimore, y le había pedido a este joven, que comenzaba a ser conocido en Norrington, que lo reemplazara. El recién llegado era tímido y algo familiar, como suelen serlo los tímidos, y la señora Clayburn decidió que no le agradaba mucho. Pero antes de que pudiera transmitir esto por el tono de su respuesta (y ella era una maestra en el arte de la desaprobación) oyó hablar a Agnes, sí, Agnes, la misma, la Agnes de siempre, de pie detrás del médico, pulcra y severa.

—La señora Clayburn debe haberse levantado y andado por la noche en lugar de llamarme, como debería haberlo hecho —intervino Agnes con severidad.

¡Eso fue demasiado! A pesar del dolor, que ahora era intenso, la señora Clayburn se echó a reír.

—¿Llamarte? ¿Cómo hubiese podido con la electricidad cortada?

—¿Se cortó la electricidad? —la sorpresa de Agnes fue magistral—. ¿Cuándo?

Presionó su dedo en el interruptor al lado de la cama, y la llamada tintineó a través de la habitación silenciosa.

—Anoche probé esa campana antes de dejarla, señora, porque si le hubiera pasado algo habría venido a dormir en el vestidor antes que dejarla aquí sola.

La señora Clayburn yacía sin habla, mirándola.

—¿Anoche? Pero anoche estaba sola en la casa.

Las firmes facciones de Agnes no se alteraron. Cruzó las manos con resignación sobre su delantal.

—Tal vez el dolor la confundió un poco, señora —miró al doctor, quien asintió.

—El dolor en su pie debe haber sido bastante fuerte —dijo.

—Lo fue —respondió la señora Clayburn—. Pero no fue nada comparado con el horror de estar solo en esta casa vacía desde anteayer, con la calefacción y la electricidad cortadas, y el teléfono sin funcionar.

El médico la miraba con evidente asombro. El rostro cetrino de Agnes se sonrojó levemente, pero solo como si estuviera indignada por una acusación injusta.

—Pero, señora, anoche encendí su fuego con mis propias manos y, mire, todavía está ardiendo. Me estaba preparando para avivarlo justo ahora, cuando llegó el médico.

—Es cierto. Cuando llegué estaba de rodillas ante el fuego —corroboró el médico.

De nuevo la señora Clayburn se rió. Ingeniosamente, mientras el tejido de mentiras se entrelazaba a su alrededor, sintió que aún podía atravesarlo.

—Yo misma encendí el fuego ayer, no había nadie más para hacerlo —dijo, dirigiéndose al médico, pero manteniendo los ojos en su criada—. Me levanté dos veces para poner más carbón, porque la casa era como un sepulcro. La calefacción central debe haber estado apagada desde el sábado por la tarde.

Ante esta increíble declaración, el rostro de Agnes expresó solo una cortés angustia; pero el nuevo médico estaba evidentemente avergonzado de verse envuelto en una controversia que no tenía tiempo para tratar. Dijo que había traído al especialista de rayos X con él, pero que el tobillo estaba demasiado hinchado para ser fotografiado en este momento. Le pidió a la señora Clayburn que disculpara su prisa, ya que tenía que visitar a todos los demás pacientes del doctor Selgrove, y prometió volver esa noche para decidir si le podían hacer una radiografía en ese momento y si, como evidentemente temía, habría que enyesar el tobillo. Luego, después de entregarle sus recetas a Agnes, se fue.

La señora Clayburn pasó un día febril y doloroso. No se sentía lo suficientemente bien como para continuar la conversación con Agnes. Empezó a adormecerse y comprendió que su mente estaba confundida por la fiebre. Agnes y la criada la atendieron tan atentamente como de costumbre, y cuando el doctor regresó por la noche, su temperatura había bajado; pero decidió no hablar de lo que tenía en mente hasta que reapareciera el doctor Selgrove. Debía estar de regreso la noche siguiente, y el nuevo médico prefirió esperarlo antes de decidirse a enyesar el tobillo, aunque temía que esto fuera inevitable.


V

Esa tarde, la señora Clayburn me hizo llamar por teléfono y llegué a Whitegates al día siguiente. Mi prima, que se veía pálida y nerviosa, se limitó a señalar su pie, que había sido enyesado, y me agradeció por hacerle compañía. Explicó que el doctor Selgrove había enfermado repentinamente en Baltimore y no regresaría hasta dentro de varios días, pero que el joven que lo reemplazó parecía bastante competente. No hizo alusión a los extraños incidentes que he relatado, pero sentí de inmediato que había recibido un golpe que su accidente, por doloroso que fuera, no podía explicar.

Una noche me contó la historia de su extraño fin de semana tal como la he registrado anteriormente. Todavía estaba arriba en ese momento y obligada a dividir sus días entre su cama y el salón. Durante esas interminables semanas intermedias, me dijo que había pensado en todo el asunto; y aunque los sucesos de las misteriosas treinta y seis horas todavía eran vívidos para ella, ya habían perdido algo de su terror, y finalmente había decidido no reabrir la cuestión con Agnes.

La enfermedad del doctor Selgrove no solo había sido grave sino prolongada. Todavía no había regresado, y se informó que tan pronto como estuviera bien se iría en un crucero por las Indias Occidentales y no reanudaría su práctica en Norrington hasta la primavera. El doctor Selgrove, como bien sabía mi prima, era la única persona que podía probar que habían transcurrido treinta y seis horas entre su visita y la de su sucesor; y este último, un joven tímido, agobiado por la pesada práctica adicional que repentinamente le arrojaron sobre los hombros, me dijo (cuando me arriesgué a tener una pequeña conversación privada con él) que en la prisa de la partida del doctor Selgrove las únicas instrucciones que había dado sobre señora Clayburn se resumieron en el breve memorando: «Tobillo roto. Hágase una radiografía».

Conociendo el carácter autoritario de mi prima me sorprendió su decisión de no hablar con los sirvientes de lo sucedido; pero pensándolo bien concluí que tenía razón. Todos eran exactamente como habían sido antes de ese episodio inexplicable: eficientes, devotos, respetuosos y respetables. Dependía de ellos y se sentía a gusto con ellos, y evidentemente prefería apartar todo el asunto de su mente. Estaba absolutamente segura de que algo extraño había sucedido en su casa, y yo estaba más convencida que nunca de que había recibido un susto que la fractura de tobillo no bastaba para explicar; pero al final estuve de acuerdo en que no se ganaba nada con interrogar a los sirvientes o al nuevo médico.

Estuve en Whitegates de vez en cuando ese invierno y durante el verano siguiente, y cuando regresé definitivamente a Nueva York a principios de octubre, dejé a mi prima con la salud y el ánimo de antes. El doctor Selgrove había sido enviado a Suiza para el verano, y este nuevo aplazamiento de su regreso parecía haber sacado de su mente los acontecimientos del extraño fin de semana. Su vida transcurría tan pacífica y normalmente como de costumbre, y la dejé sin ansiedad; de hecho, sin pensar en el misterio que ahora tenía casi un año.

Vivía yo sola en un piso pequeño en Nueva York, y apenas me había instalado en él cuando, muy tarde una noche, el último día de octubre, ¡oí sonar mi campana! Como era la salida nocturna de mi doncella y yo estaba sola, fui yo misma a la puerta y en el umbral, para mi asombro, vi a Sara Clayburn. Estaba envuelta en una capa de piel, con un sombrero calado sobre la frente y un rostro tan pálido y demacrado que me di cuenta de que algo terrible le debía haber sucedido.

—Sara —jadeé, sin saber lo que estaba diciendo—, ¿de dónde diablos has venido a esta hora?

—De Whitegates. Perdí el último tren y vine en auto —entró y se sentó en el banco cerca de la puerta.

Vi que apenas podía mantenerse en pie y me senté a su lado, rodeándola con mi brazo.

—Por el amor de Dios, dime lo que ha pasado.

Ella me miró sin parecer verme.

—Llamé a casa de Nixon y alquilé un coche. Tardé cinco horas y cuarto en llegar aquí —miró a su alrededor—. ¿Puedes dejarme a pasar la noche? He dejado mi equipaje abajo.

—Por tantas noches como quieras. Pero te ves tan enferma.

Ella sacudió su cabeza.

—No; no estoy enferma. Solo estoy asustada, mortalmente asustada —repitió en un susurro.

Su voz era extraña, y las manos que apretaba entre las mías estaban frías. La levanté y la conduje a mi pequeña habitación de invitados. Mi apartamento estaba en un edificio anticuado, de no muchos pisos de altura, y yo estaba en términos más humanos con el personal de lo que es posible en una de las Babel modernas. Llamé por teléfono para que subieran las maletas de mi prima y, mientras tanto, llené una bolsa de agua caliente, calenté la cama y la metí en ella lo más rápido que pude. Nunca la había visto incuestionable y sumisa, y eso me alarmó aún más que su palidez. No era mujer que se dejara desnudar y acostar como un bebé; pero ella se sometió sin una palabra, como si supiera que había llegado al final de su cuerda.

—Es bueno estar aquí —dijo en un tono más bajo, mientras la arropaba y alisaba las almohadas—. No me dejes todavía, ¿quieres? Todavía no.

—No voy a dejarte más de un minuto, solo para traerte una taza de té —le aseguré.

Dejé la puerta abierta para que me oyera moverme en la pequeña despensa al otro lado del pasillo, y cuando le llevé el té lo tragó agradecida y se le sonrojó un poco la cara. Me senté con ella en silencio durante algún tiempo, pero finalmente comenzó:

—Es exactamente un año después...

Hubiera preferido que dejara para la mañana todo lo que tenía que decirme; pero vi en sus ojos ardientes que estaba resuelta a librar su mente de lo que la agobiaba. Hasta que no lo hiciera sería inútil ofrecer el somnífero que tenía preparado.

—¿Un año desde qué? —pregunté estúpidamente, sin asociar aún su precipitada llegada con los misteriosos sucesos del año anterior en Whitegates.

Ella me miró sorprendida.

—Un año desde que conocí a esa mujer. ¿No te acuerdas de la extraña mujer que venía por el camino esa tarde cuando me rompí el tobillo? No pensé en eso en ese momento, pero fue en la víspera de Todos los Santos que la conocí.

—Sí, dije.

—Bueno, y esta es la Víspera de Todos los Santos, ¿no es así?

—Sí. Esta es la Víspera de Todos los Santos.

—Ya me lo imaginaba Bueno, esta tarde salí a dar mi paseo habitual. Había estado escribiendo cartas y pagando facturas, y no empecé hasta tarde; no hasta que era casi el anochecer. Pero era una hermosa tarde clara. Y cuando me acerqué a la puerta, estaba entrando la mujer, la misma mujer… yendo hacia la casa…

Presioné la mano de mi prima, que ahora estaba caliente y febril.

—Si estaba anocheciendo, ¿podrías estar perfectamente segura de que era la misma mujer? —pregunté.

—Oh, perfectamente segura; la tarde era tan clara. Yo la conocía y ella me conocía; y pude ver que estaba enfadada por haberme visto. La detuve y le pregunté: «¿Adónde vas?», tal como le había preguntado el año pasado. Y ella dijo con la misma extraña voz medio extranjera: «Sólo para ver a una de las niñas». Entonces me enojé y dije: «No volverás a poner un pie en mi casa. ¿Me escuchas? Te ordeno que te vayas». Y ella se rió; sí, se rió, muy bajo, pero claramente.

»En ese momento ya había oscurecido bastante, como si una tormenta repentina estuviera azotando el cielo, de modo que, aunque estaba cerca de mí apenas podía verla. Estábamos paradas junto a la mata de cicutas en la vuelta del camino, y cuando me acerqué a ella, furiosa por su impertinencia, ella pasó detrás de las cicutas, y cuando la seguí no estaba allí.

»En la oscuridad me apresuré a regresar a la casa, temerosa de que ella se me escapara y llegara primero. Y lo raro fue que cuando llegué a la puerta la nube negra se desvaneció y volvió a aparecer el crepúsculo transparente. En la casa todo parecía como de costumbre, y los sirvientes estaban ocupados en su trabajo; pero no podía quitarme de la cabeza que la mujer, bajo la sombra de esa nube, de alguna manera había llegado allí antes que yo.

Hizo una pausa para tomar aliento y comenzó de nuevo:

—En el pasillo me detuve en el teléfono y llamé a Nixon, le dije que me enviara un automóvil de inmediato para ir a Nueva York. El propio Nixon vino.

Su cabeza se hundió en la almohada y me miró como una niña asustada.

—Fue amable de parte de Nixon —dijo.

—Sí, fue muy amable de su parte. Pero cuando te vieron salir, me refiero a los sirvientes…

—Sí. Bueno, cuando subí a mi habitación llamé a Agnes. Ella vino, luciendo tan tranquila como siempre. Y cuando le dije que saldría para Nueva York en media hora le falló la presencia de ánimo por primera vez. Se olvidó de parecer sorprendida; incluso se olvidó de hacer una objeción, y ya sabes Agnes objeta todo. Mientras la miraba pude ver una pequeña chispa de alivio en sus ojos.

»Ella solo dijo: «Muy bien, señora», y me preguntó qué quería llevar conmigo. ¡Como si tuviera la costumbre de salir corriendo a Nueva York después del anochecer para cumplir un compromiso! No, cometió un error al no mostrar ninguna sorpresa, y ni siquiera al preguntarme por qué no tomé mi propio automóvil. Eso me asustó más que cualquier otra cosa, porque vi que estaba tan agradecida de que me fuera que apenas se atrevía a hablar, por temor a que se traicionara a sí misma o que yo cambiara de opinión.

Después de eso, la señora Clayburn permaneció largo rato en silencio, respirando con menos inquietud. Por fin cerró los ojos, como si se sintiera más tranquila ahora que había hablado y quisiera dormir. Cuando me levanté en silencio para dejarla, giró un poco la cabeza y murmuró:

—Nunca volveré a Whitegates.

Luego cerró los ojos y vi que se estaba quedando dormida.


***

Espero no haber omitido nada esencial en el registro de la extraña experiencia de mi prima tal como me la contó. De lo que pasó en Whitegates eso es todo lo que puedo dar fe personalmente. El resto —y, por supuesto, hay un resto— es pura conjetura, y lo comparto como tal.

La doncella de mi prima, Agnes, era de la isla de Skye, y las Hébridas, como todo el mundo sabe, están llenas de cosas sobrenaturales, ya sea en forma de presencias fantasmales o en la sensación casi más fantasmal de observadores invisibles que pueblan las largas noches de esos días tormentosos. Mi prima, en cualquier caso, siempre consideró a Agnes como el canal —quizás inconsciente— a través del cual las comunicaciones del otro lado del velo llegaban a la casa de Whitegates.

Aunque Agnes había estado con la señora Clayburn durante mucho tiempo sin ningún incidente que revelara esta afinidad con las fuerzas desconocidas, el poder de comunicarse con ellas puede haber estado latente en la mujer, esperando solo un toque afín; y ese toque puede haber sido dado por la visitante desconocida con quien mi prima, dos años seguidos, se había encontrado subiendo por el camino de Whitegates en la víspera de Todos los Santos. Ciertamente, la fecha confirma mi hipótesis; porque supongo que, aun en esta época carente de imaginación, algunas personas aún recuerdan que la Víspera de Todos los Santos es la noche en que los muertos pueden caminar, y cuando, por la misma razón, otros espíritus, piadosos o malévolos, también son liberados de las restricciones que aseguran la tierra a los vivos en los demás días del año.

Si la recurrencia de esta fecha es más que una coincidencia, y por mi parte creo que lo es, entonces entiendo que la extraña mujer que subió dos veces por el camino de Whitegates en la víspera de Todos los Santos era un fetch, o, de lo contrario, una mujer viva habitada por una bruja.

La historia de la brujería, como es bien sabido, abunda en tales casos, y tal mensajero bien podría haber sido delegado por los poderes que gobiernan en estos asuntos para convocar a Agnes y sus compañeros sirvientes a un coven de medianoche. Para saber qué sucede en un coven y la razón de la irresistible fascinación que ejerce sobre los timoratos y los supersticiosos, basta con dirigirse a la inmensa bibliografía que trata de estos misteriosos ritos. Cualquiera que alguna vez haya sentido la más mínima curiosidad por asistir a un coven pronto encuentra que esta se convierte en deseo, el deseo en un anhelo incontrolable que, cuando se presenta la oportunidad, rompe todas las inhibiciones; porque aquellos que alguna vez han tomado parte en un coven moverán cielo y tierra para volver a participar.

Tal es mi explicación —conjetural— de los extraños sucesos en Whitegates. Mi prima siempre decía que no podía creer que incidentes que podrían encajar en el desolado paisaje de las Hébridas pudieran ocurrir en el alegre y populoso valle de Connecticut; pero si no creía, por lo menos temía —este tipo de paradojas morales no son infrecuentes— y aunque insistió en que debía haber alguna explicación natural del misterio, nunca volvió a investigarlo. «No, no», dice con un pequeño escalofrío cada vez que tocaba el tema de su regreso a Whitegates, «no quiero arriesgarme a volver a ver a esa mujer nunca más». Y nunca volvió.

Edith Wharton (1862-1937)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Edith Wharton.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Edith Wharton: Todos los Santos (All Souls'), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Warlord dijo...

Que buen relato muchas gracias por subirlo



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