«El horror del arco medio»: August Derleth y H.P. Lovecraft; relato y análisis.
El horror del arco medio (The Horror from the Middle Span) es un relato de terror de los escritores norteamericanos August Derleth (1909-1971) y H.P. Lovecraft (1890-1937), publicado originalmente por Arkham House en la antología de 1967: Viajeros de noche (Travellers by Night), y luego reeditado en la colección de 1971: La habitación cerrada y otros cuentos de terror (The Shuttered Room and Other Tales of Terror).
El horror del arco medio, tal vez uno de los cuentos de August Derleth menos conocidos, relata la historia de Ambrose Bishop, un inglés que se muda a la casa en ruinas de sus ancestros, situada cerca de Dunwich y Arkham, donde han estado ocurriendo extrañas desapariciones.
SPOILERS.
El horror del arco medio es una de las muchas colaboraciones póstumas de August Derleth y H.P. Lovecraft, y probablemente la menos justificada de todas. De hecho, la única colaboración del flaco de Providence aquí es una breve nota con una idea para un posible relato, a partir de la cual August Derleth construyó todo el argumento:
Antiguo puente de piedra (¿romano? ¿prehistórico?) Arrastrado por una (¿repentina y curiosa?) tormenta. Algo es liberado, algo que había sido sellado en la mampostería del arco medio del puente años atrás.
Ambrose Bishop hereda una propiedad en Dunwich, anteriormente la residencia de su tío abuelo, Septimus Bishop, que desapareció 19 años antes. El lugar, aunque en mal estado, es habitable, incluso hay libros y papeles tirados sobre las mesas, como si su anterior ocupante se hubiese ido repentinamente. La gente de Dunwich es un poco hosca, como de costumbre, incluido el omnipresente Tobias Whateley. De hecho, Ambrose encuentra la misma reacción hostil que el joven Whateley en La habitación cerrada (The Shuttered Room), pero de todas formas obtiene algo de información: Septimus fue asesinado por sus vecinos, pero no hay más que rumores al respecto.
Ambrose comienza a investigar. Todo lo que encuentra es que Septimus desapareció y, al mismo tiempo, que alguien reforzó el arco medio de un puente en desuso sobre el río Miskatonic. De vuelta en la casa, encuentra algunos textos astrológicos, un telescopio, algunos símbolos extraños y, en el sótano, un tramo de escaleras que conducen a una serie de túneles, una cámara circular con un altar, y una trampilla oculta en el bosque, cerca del puente. También hay una tercera puerta en los túneles que Ambrose opta por no abrir, por el momento.
Ambrose encuentra algunos papeles y cartas que hacen referencia al culto de la Sabiduría de las Estrellas (Starry Wisom) [devotos de Nyarlathotep], y una carta del propio Wilbur Whateley, refiriendo algunos fragmentos de El horror de Dunwich (The Horror of Dunwich), sobre todo historias de niños desaparecidos en la zona. Una tormenta colapsa el puente, incluido el arco medio [cuyas reparaciones incluyeron una estrella de cinco puntas a modo de sello]. Ambrose revisa el área y recoge algunos huesos humanos esparcidos en el agua. Inexplicablemente se los lleva a casa, donde desaparecen. Esa noche, Ambrose sueña con los huesos reuniéndose en su tío, y con una criatura que cambia de forma: de gato negro a monstruo octopoide, de cerda gigante a una encantadora mujer desnuda. Al despertar, ve a Septimus y a su misteriosa compañera... y vuelve a desmayarse.
Por la mañana, Ambrose encuentra huellas frescas que conducen a la sala del altar, y sangre fresca sobre él. El tío Septimus y su familiar aparecen en la casa. Unos días después, los niños de la zona comienzan a desaparecer nuevamente. Ambrose encuentra evidencia de su desaparición en la sala del altar. Finalmente, los lugareños asaltan la casa y la incendian. Ambrose se esconde con Septimus en los túneles, dejando un manuscrito que relata esta historia. Los pobladores de Dunwich reconstruyen el arco medio derrumbado y lo reinscriben con símbolos de protección.
El relato en sí mismo es pobre, y el estilo de August Derleth no colabora demasiado para una lectura fluida; sin embargo, aporta algunos elementos interesantes a los Mitos de Cthulhu. En este contexto —y solo en este— El horror del arco medio es un cuento valioso tanto por lo que sugiere como por lo que dice claramente. Sin embargo, en términos generales es una historia vaga, sin mucha inspiración y, por momentos, sin demasiado sentido, pero rica en detalles secundarios; lo cual resulta perfectamente lógico si tomamos en cuenta que el narrador no tiene ninguna experiencia en asuntos de magia negra. Está experimentando una curva de aprendizaje muy pronunciada de la que será muy afortunado de sobrevivir [quizás no lo hizo]
A simple vista, El horror del arco medio es una versión casi idéntica de La sombra en el ático (The Shadow in the Attic). No es la primera vez, ni la última, que August Derleth relata la historia de alguien que hereda una vieja casa maldita; tal es así que uno sospecha la existencia de una próspera industria de abogados manejando estas sucesiones en el área de Arkham.
El horror del arco medio solo tendrá algo de interés para los buscadores de tesoros en los Mitos de Cthulhu, es decir, gente que disfruta de los detalles suculentos sin esperar gran cosa de la historia en general. Aquí, August Derleth parece haber pasado de ser poco imaginativo a ser completamente holgazán. Gran parte del cuento es una repetición deslucida no solo de la obra de Lovecraft, sino de la del propio Derleth, tal es así que su lectura [esforzada, por cierto] produce una mezcla de deja vu y hastío. Uno casi puede imaginar el esquema general antes de que el cuento fuera escrito: casa antigua, ancestro malvado, túneles misteriosos, aproximadamente cerca de Dunwich, Tobias Whateley... todo se ha hecho antes, y mejor.
Ambrose encuentra algunos papeles y cartas que hacen referencia al culto de la Sabiduría de las Estrellas (Starry Wisom) [devotos de Nyarlathotep], y una carta del propio Wilbur Whateley, refiriendo algunos fragmentos de El horror de Dunwich (The Horror of Dunwich), sobre todo historias de niños desaparecidos en la zona. Una tormenta colapsa el puente, incluido el arco medio [cuyas reparaciones incluyeron una estrella de cinco puntas a modo de sello]. Ambrose revisa el área y recoge algunos huesos humanos esparcidos en el agua. Inexplicablemente se los lleva a casa, donde desaparecen. Esa noche, Ambrose sueña con los huesos reuniéndose en su tío, y con una criatura que cambia de forma: de gato negro a monstruo octopoide, de cerda gigante a una encantadora mujer desnuda. Al despertar, ve a Septimus y a su misteriosa compañera... y vuelve a desmayarse.
Por la mañana, Ambrose encuentra huellas frescas que conducen a la sala del altar, y sangre fresca sobre él. El tío Septimus y su familiar aparecen en la casa. Unos días después, los niños de la zona comienzan a desaparecer nuevamente. Ambrose encuentra evidencia de su desaparición en la sala del altar. Finalmente, los lugareños asaltan la casa y la incendian. Ambrose se esconde con Septimus en los túneles, dejando un manuscrito que relata esta historia. Los pobladores de Dunwich reconstruyen el arco medio derrumbado y lo reinscriben con símbolos de protección.
El relato en sí mismo es pobre, y el estilo de August Derleth no colabora demasiado para una lectura fluida; sin embargo, aporta algunos elementos interesantes a los Mitos de Cthulhu. En este contexto —y solo en este— El horror del arco medio es un cuento valioso tanto por lo que sugiere como por lo que dice claramente. Sin embargo, en términos generales es una historia vaga, sin mucha inspiración y, por momentos, sin demasiado sentido, pero rica en detalles secundarios; lo cual resulta perfectamente lógico si tomamos en cuenta que el narrador no tiene ninguna experiencia en asuntos de magia negra. Está experimentando una curva de aprendizaje muy pronunciada de la que será muy afortunado de sobrevivir [quizás no lo hizo]
A simple vista, El horror del arco medio es una versión casi idéntica de La sombra en el ático (The Shadow in the Attic). No es la primera vez, ni la última, que August Derleth relata la historia de alguien que hereda una vieja casa maldita; tal es así que uno sospecha la existencia de una próspera industria de abogados manejando estas sucesiones en el área de Arkham.
El horror del arco medio solo tendrá algo de interés para los buscadores de tesoros en los Mitos de Cthulhu, es decir, gente que disfruta de los detalles suculentos sin esperar gran cosa de la historia en general. Aquí, August Derleth parece haber pasado de ser poco imaginativo a ser completamente holgazán. Gran parte del cuento es una repetición deslucida no solo de la obra de Lovecraft, sino de la del propio Derleth, tal es así que su lectura [esforzada, por cierto] produce una mezcla de deja vu y hastío. Uno casi puede imaginar el esquema general antes de que el cuento fuera escrito: casa antigua, ancestro malvado, túneles misteriosos, aproximadamente cerca de Dunwich, Tobias Whateley... todo se ha hecho antes, y mejor.
Al menos, Ambrose Bishop no es más estúpido que la mayoría de los protagonistas de August Derleth (ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu)
Dicho esto, El horror del arco medio posee algunas de esos pequeños tesoros casuales, la mayoría de los cuales tienen que ver con la forma en la que August Derleth amplía y describe la geografía de Dunwich y el área circundante, donde los crímenes más espantosos ocurren con con regularidad.
El horror del arco medio.
The Horror from the Middle Span, August Derleth (1909-1971) y H.P. Lovecraft (1890-1937)
El Manuscrito fue encontrado por las autoridades que investigaban la desaparición de Ambrose Bishop. Estaba en el interior de una botella evidentemente arrojada al bosque en la parte trasera de la casa en llamas. La investigación todavía continúa en la oficina del alguacil en Arkham, Massachusetts.
Fue en mi séptimo día fuera de Londres cuando llegué al lugar de América al que habían arribado mis antepasados de Inglaterra más de dos siglos antes. Se encontraba en el corazón de un país salvaje y solitario sobre Dunwich, Massachusetts, a lo largo del curso superior del río Miskatonic, y muy lejos incluso de los muros de piedra cubiertos de zarzas que bordean gran parte de la carretera que se aleja de Aylesbury Pike, país de grandes árboles viejos, apretados oscuramente, y aquí y allá —aunque rara vez se ve por la maleza que crecía a su alrededor— las ruinas de una vivienda abandonada hace mucho tiempo.
Fácilmente podría haber pasado por alto este lugar, porque el camino que conduce a la casa, ahora totalmente oculto por árboles y arbustos, estaba cubierto de maleza, pero los restos de un pilar de piedra al lado de la carretera todavía tenían las últimas cuatro letras de Bishop, y por lo tanto sabía que había alcanzado el lugar, en el cual mi tío abuelo, Septimus Bishop, había desaparecido en su mediana edad casi dos décadas antes. Luché por abrirme paso sobre las ramas caídas de los árboles, cuesta arriba durante media milla.
La casa se encontraba en la ladera de una colina. Era de dos pisos, y de construcción híbrida, siendo en parte de piedra y en parte de madera que una vez, hace mucho tiempo, se había pintado de blanco, pero que ahora había perdido casi todo rastro de su color original. Observé su aspecto más inusual de inmediato: a diferencia de las otras casas que había espiado a lo largo de la carretera, total o parcialmente en ruinas, estaba intacta, piedra sobre piedra, y ni un cristal de la ventana estaba roto, aunque el clima había perjudicado un poco la madera, particularmente la cúpula circular que la coronaba, en la que pude detectar varias aberturas rodeadas de lo que era madera claramente podrida.
La puerta estaba entreabierta, pero la galería con pilares había protegido el interior de las peores condiciones meteorológicas. Además, aunque el polvo se acumulaba en el interior, rápidamente se hizo evidente que nada lo había alterado: ningún vándalo había puesto las manos sobre un mueble ni había tocado el libro todavía abierto sobre el escritorio del estudio. Había moho por todas partes, y la casa olía a humedad, que tal vez ninguna ventilación y limpieza intensiva erradicaría por completo.
Sin embargo, me comprometí a intentarlo, decisión que hizo necesario un viaje de regreso a Dunwich; así que volví a la carretera principal, poco más que un camino lleno de baches, donde había dejado el coche que había alquilado en Nueva York, y conduje de regreso a Dunwich, una aldea sórdida agazapada entre las oscuras aguas del Miskatonic y la inquietante masa de Round Mountain, que parecía ensombrecer eternamente la aldea. Allí fui a la única tienda general que ofrecía el asentamiento, una que ocupaba una iglesia abandonada y contaba con la propiedad de un tal Tobías Whateley.
Aunque había tenido alguna experiencia con la rusticidad de los rincones más remotos de la tierra, el anciano barbudo y demacrado apenas me preparó para mi recepción. Me atendió sin decir una palabra, hasta que hube terminado la compra y le pagué. Luego me miró a la cara por primera vez.
—¿Eres un extraño aquí?
—Yo... sí —dije—. Vengo de Inglaterra. Pero una vez tuve parientes aquí. Los Bishop.
—Bishop —dijo con una voz que se había convertido en un susurro— ¿Bishop? —agregó, como para asegurarse de algo más allá de mi conocimiento, y dijo con un tono más fuerte—: Todavía hay algunos Bishop por aquí. Es probable que sean parientes.
—No lo creo —dije—. Mi tío era Septimus Bishop.
Al mencionar el nombre, Whateley se puso pálido. Luego hizo un movimiento para guardar los artículos que había comprado del mostrador.
—Oiga, pagué por esas cosas —dije.
—Te devolveré el dinero —dijo—. No quiero hablar con ningún pariente de Septimus Bishop.
No tuve problemas para quitarle los artículos que le había comprado porque no tenía fuerzas en sus delgados brazos. Se apartó del mostrador y se apoyó en los estantes de detrás.
—¿No irás a esa casa? —preguntó, de nuevo en un susurro, y con cierta alarma manifestada en su viejo rostro.
—Por supuesto. Es mi derecho —dije.
—Nadie en Dunwich ha puesto un pie en ese terreno, y mucho menos en la casa —dijo con fervor.
—¿Por qué?
—¿No lo sabes? —preguntó.
—Si lo hiciera, no lo preguntaría. Todo lo que sé es que mi tío abuelo desapareció de su casa hace diecinueve años y estoy aquí para reclamar su propiedad. Dondequiera que esté, ya debe estar muerto.
—Está muerto —dijo el propietario, de nuevo en poco más que un susurro—. Lo mataron.
—¿Quién lo mató?
—La gente. Lo mataron, a él y a los suyos.
—Mi tío abuelo vivía solo.
Había empezado a cansarme de los miedos y supersticiones de este patán, y ante su manifiesta falta de conocimiento sobre el tío abuelo Septimus, me sentí justificado al concluir que su actitud representaba la respuesta típica del analfabeto e ignorante al conocimiento y la educación.
Whateley había comenzado a murmurar:
—...En la noche... lo enterró a él y a ese otro... los maldijo... y sus casas se derrumbaron y murieron uno tras otro...
Con esta nota desagradable salí de la tienda, decidido a hacer cualquier otra compra en Arkham. Sin embargo, las palabras del anciano habían suscitado suficientes dudas como para impulsarme de inmediato a conducir a Arkham. Mi intención era consultar los archivos del Arkham Advertiser, un impulso que fue mal recompensado, ya que de todo el mes de junio el periódico tenía solo dos artículos sobre Dunwich, y uno sobre Septimus.
«No se ha sabido nada de Septimus Bishop, quien aparentemente desapareció de su hogar en el campo sobre Dunwich hace diez días. El señor Bishop era un recluso y soltero, a quien la gente de Dunwich tenía la costumbre de atribuir muchas habilidades supersticiosas, llamándolo en varias ocasiones curandero y un brujo. El señor Bishop era alto, delgado, de unos 57 años en el momento de su desaparición.»
La otra nota era un divertido relato del reforzamiento de uno de los arcos centrales que sostenían el tramo medio de un puente en desuso sobre el Miskatonic, evidentemente por iniciativa privada, ya que el condado a cargo lo negó rotundamente, refutando la voluble crítica dirigida a reparar un puente que ya no está en uso.
Sin embargo, reflexioné durante el viaje de regreso a Dunwich. Más allá de que las supersticiones de los nativos, que sin duda explicaban la actitud de Tobías Whateley, éste solo reflejaba las creencias generales, por más ridículas que pudieran ser para alguien educado decentemente en esta era científica. Se sabía que conceptos tan ridículos como curar mediante la imposición de manos y la brujería no eran más que el producto de la ignorancia. Mi tío abuelo Septimus había sido educado en Harvard, y la rama inglesa de la familia Bishop lo conocía como un hombre de libros, profundamente enemigo de cualquier forma de superstición, sin duda.
Estaba anocheciendo cuando regresé a la antigua casa de Bishop. Evidentemente, mi tío abuelo nunca había tenido electricidad ni gas, pero había velas y lámparas de queroseno, algunas de las cuales todavía estaban llenas. Encendí una de las lámparas y me preparé una comida frugal, después de lo cual despejé un lugar en el estudio donde podía acostarme sin demasiadas molestias y me quedé dormido.
Por la mañana me puse a ordenar el lugar, aunque había poco que se pudiera hacer con los libros enmohecidos en la biblioteca, aparte de encender un fuego crepitante en la chimenea. De todos modos, era pleno verano, y no hubo falta de calor, y por lo tanto esta parte de la casa se secó correctamente.
Con el tiempo, quité el polvo y barrí el piso inferior, que consistía en el estudio, un dormitorio adyacente, una pequeña cocina, una despensa y una habitación que obviamente estaba destinada a ser un comedor, pero que claramente se usaba para almacenar libros y papeles. Subí al segundo piso, pero antes de comenzar a trabajar allí, continué hasta la cúpula por una escalera estrecha que solo permitía una persona a la vez.
La cúpula resultó ser algo más grande de lo que había pensado, con amplio espacio para que un hombre se parara y se moviera sin impedimentos. Era evidente que se había utilizado para la observación astronómica, porque allí había un telescopio, y el suelo, por alguna razón que no pude comprender, estaba cubierto de todo tipo de diseños, en los que predominaban círculos, pentáculos y estrellas, y había, curiosamente, además de los textos sobre astronomía, algunos sobre astrología y adivinación, todos bastante antiguos. Había uno que databa de 1623, algunos de ellos estaban en alemán, pero la mayoría en latín, y ciertamente eran propiedad de mi tío abuelo, aunque no concibo el uso que pudiera darles. Había, además de un tragaluz, una abertura a través de la cual se podía introducir el telescopio, una vez que se quitaba la cubierta.
Esta cúpula estaba sorprendentemente libre de polvo y moho, a pesar de que había aberturas en sus paredes, donde parte de la madera se había podrido, como había observado al acercarme a la casa. En estas aberturas hubo algunos daños manifiestos por la lluvia y la nieve, pero nada de esto estaba más allá de la reparación. Si finalmente llegaba a la conclusión de hacer mi hogar aquí, aunque sea por un corto tiempo, tal reparación podría lograrse con un costo comparativamente bajo.
Sin embargo, todavía tenía que averiguar el estado de los cimientos; y, dejando el segundo piso, que constaba, como vi en un breve examen, de dos dormitorios, dos armarios y un trastero, sólo un dormitorio estaba amueblado y parecía como si nunca hubiera sido utilizado, bajé de nuevo a la planta baja y me dirigí al sótano a través de la puerta que daba a la cocina.
Para mi sorpresa, vi a la luz de la lámpara que el suelo del sótano, que se extendía hasta aproximadamente la mitad del área cubierta por la casa, era de ladrillos, mientras que las paredes eran de piedra caliza. Esperaba un suelo de tierra, como suele encontrarse en los sótanos de las casas antiguas; pero al examinarlo más de cerca llegué a la conclusión de que el ladrillo había sido colocado considerablemente después de la construcción de la casa, muy probablemente por mi tío abuelo Septimus.
En este piso, en las esquinas opuestas, había dos trampillas cuadradas con grandes aros de hierro en ellas, una de las cuales, juzgué por la evidencia de una tubería de drenaje y la presencia de una bomba saliendo, tapaba una cisterna. La otra trampilla, sin embargo, no dio ninguna indicación de su propósito, aunque supuse que podría cubrir un sótano inferior y fui con confianza para levantarla y probar que mi suposición era correcta.
Sin embargo, para mi asombro, se descubrió una sucesión de escalones de ladrillo que conducían hacia abajo. No daban a ningún tipo de sótano, sino más bien un pasillo. Al examinarlo de cerca me encontré en un túnel que se alejaba de la casa y, en la medida de lo que pude determinar, entraba en la colina y se alejaba a lo largo de la pendiente hacia el noroeste. Caminé, agachado, a lo largo de este túnel, y luego vacilé.
Estaba razonablemente seguro de que el túnel había sido construido por mi tío abuelo, y estaba dispuesto a dar la vuelta cuando vi algo que relucía solo un poco más adelante. Avancé, solo para encontrarme mirando hacia abajo todavía: otra trampilla. También la abrí y miré hacia una gran sala circular, a la que se llegaba por siete escalones de ladrillo.
No pude evitar descender y, sosteniendo la lámpara en alto, miré a mi alrededor. Allí también se había colocado un piso de ladrillos, y se habían erigido algunas estructuras curiosas, algo muy parecido a un altar de piedra, por ejemplo, y bancos, también de piedra. Y en el suelo había dibujos toscos muy parecidos a los de la cúpula de la casa; aunque pude explicar fácilmente esos diseños astronómicos en la cúpula, que estaba abierta al cielo, encontré imposible aducir alguna razón para su presencia aquí.
También había otra abertura en el suelo delante del altar. El gran anillo de hierro me tentó, pero por alguna razón la precaución me impidió levantar la trampilla. Solo me acerqué lo suficiente para detectar una corriente de aire que indicaba la circulación de aire y sugería otra abertura al exterior debajo de esta cámara subterránea. Luego me retiré al pasillo de arriba y, en lugar de regresar a la casa, seguí adelante.
En unos tres cuartos de milla llegué a una gran puerta de madera. Dejé la lámpara y, al abrir la puerta, me encontré mirando una maraña de vegetación que ocultaba efectivamente la entrada al túnel de cualquier persona que estuviera afuera. Empujé este enredo lo suficiente como para encontrarme mirando colina abajo, donde podía ver el Miskatonic a cierta distancia, y un puente de piedra que lo cruzaba, pero en ninguna parte una vivienda de ningún tipo, solo las ruinas de lo que una vez había han sido granjas aisladas. Durante un largo minuto me quedé contemplando esa perspectiva; luego regresé por donde había venido, reflexionando sobre la razón de ser del elaborado túnel y la habitación debajo de él, y lo que sea que haya debajo de eso.
Una vez de vuelta en la casa, dejé la limpieza del segundo piso para otro día, y me dispuse a poner orden en el estudio. Tenía el aspectos de haber sido abandonado precisamente a la partida de mi tío abuelo, como si lo hubieran llamado repentinamente y se hubiera ido de inmediato, y luego nunca hubiera regresado.
Siempre había entendido que el tío abuelo Septimus Bishop era un hombre de medios independientes y que se había dedicado a algún tipo de investigación académica. Quizás la astronomía, quizás incluso la astrología, por improbable que pareciera. Si tan sólo hubiera mantenido correspondencia con los hermanos que permanecieron en Inglaterra o si hubiera llevado algún tipo de diario… pero no había nada en su escritorio o entre los papeles. Estos estaban relacionados con asuntos abstrusos, llenos de muchos diagramas y dibujos, que tomé como relacionados con la geometría, ya que todos eran ángulos y curvas y no representaban nada familiar para mí. Las letras eran poco más que un galimatías, ya que no estaban en inglés, sino en un idioma demasiado antiguo para que yo lo conociera, aunque podría haber leído cualquier cosa en latín y en media docena de otros idiomas que todavía se hablan en el continente.
Pero había algunas cartas, cuidadosamente atadas, y después de un almuerzo ligero de queso, pan y café, me comprometí a investigarlas. La primera de estas cartas me asombró. Se titulaba Sabiduría de las Estrellas, y no tenía dirección. Escrita con una pluma de punta ancha y con una mano floreciente, decía:
«Querido hermano Bishop, en el nombre de Azathoth, por el signo del Trapezoedro Brillante, todo lo sabrás cuando invoques al Morador de las Tinieblas. No debe haber luz, pero el que viene en tinieblas pasa desapercibido y huye de la luz. Se darán a conocer todos los secretos del cielo y el infierno. Todos los misterios de mundos desconocidos para la Tierra serán tuyos. Sé paciente. A pesar de muchos contratiempos, todavía prosperamos, aunque en secreto, aquí en Providence».
La firma no era descifrable, pero pensé que decía «Asenath Bowen» o «Brown». Esta primera carta asombrosa marcó la pauta para casi todas las demás. Eran casi al pie de la letra las comunicaciones más esotéricas que trataban de asuntos místicos más allá de mi comprensión, y también más allá de los de cualquier hombre moderno, pertenecientes como estos asuntos a una era de superstición casi perdida desde la Edad Media. Lo que mi tío tenía que ver con esos asuntos, a menos que, de hecho, estuviese estudiando la supervivencia de ritos y prácticas arcanas en su época, no lo podía estimar.
Las leí una tras otra. Mi tío abuelo fue aclamado en nombre del Gran Cthulhu, de Hastur el Inefable, de Shub-Niggurath, de Belial y Belcebú, y de muchos otros. Mi tío parecía haber estado en correspondencia con todo tipo de charlatanes y farsantes, con magos autoproclamados y sacerdotes renegados por igual. Sin embargo, había una carta casi académica que no se parecía a las demás. Estaba escrita con una caligrafía difícil, aunque la firma —Wilbur Whateley— se podía leer fácilmente, y la fecha, 17 de enero de 1928, así como el lugar de origen —cerca de Dunwich— no me ofrecieron ninguna dificultad. La carta en sí, una vez descifrada, fue deslumbrante.
«Estimado señor Bishop. Sí, con la fórmula de Dho es posible ver el centro de la ciudad en los polos magnéticos. La he visto y espero ir pronto allí. Cuando la tierra esté despejada. Cuando vengas a Dunwich, ven a la granja y te diré la fórmula Dho. Y el Dho-Hna. Y te diré los ángulos de los planos y las fórmulas entre Yr y Nhhngr.
«Ellos desde el aire no pueden ayudar sin sangre humana. Sacan su cuerpo de ella, como sabes. Están los que por aquí conocen la Señal y su poder. No hables ociosamente. Cuida tu lengua, incluso en el Sabbat. Te vi allí, y lo que camina contigo disfrazado de mujer. Pero por la vista que me dieron aquellos a quienes había convocado, la vi en su verdadera forma, que debes haber visto; así que supongo que algún día podrás contemplar lo que puedo invocar a mi propia imagen, y puede que no te asuste. Soy tuyo en el nombre de Aquel Que No Debe Ser Nombrado.»
Ciertamente el escritor debe haber pertenecido a la misma familia que Tobías. No es de extrañar, entonces, el miedo y la superstición del tipo; debe haberlo conocido de primera mano en una forma más tangible de lo que mi tío abuelo podría haberle ofrecido. Y si el tío abuelo Septimus había sido amigo de Wilbur Whateley, no era sorprendente que otro Whateley sospechara también de él. Pero, ¿cómo explicar esa amistad?
Claramente, había muchas cosas sobre mi tío abuelo que no sabía. Até las cartas de nuevo y las devolví donde las había encontrado. Pasé junto a un sobre con recortes de periódicos, lo tomé, reconociendo el tipo de letra del Arkham Advertiser, y no los encontré menos desconcertantes que las cartas, porque eran relatos de misteriosas desapariciones en la región de Dunwich y Arkham, principalmente de niños y adultos jóvenes. Hubo un recorte que se refería a la furia de los habitantes locales y su sospecha de uno de sus vecinos, quien no fue identificado, como el autor de las desapariciones; y amenazaron con tomar el asunto en sus propias manos, pues la policía local les había fallado. Quizás mi tío abuelo se había interesado en resolver las desapariciones.
Me senté un rato a reflexionar sobre lo que había leído, inquieto por algo que recordaba de la carta de Wilbur Whateley. Te vi allí, y lo que camina contigo disfrazado de mujer. Y recordé cómo Tobias Whateley se había referido a mi tío abuelo: Él y los suyos. Asesinado. Quizás los nativos supersticiosos habían culpado al tío abuelo Septimus por las desapariciones y de hecho se habían vengado de él.
De repente sentí la necesidad de escapar de la casa por un rato. Era ya media tarde y la necesidad de aire fresco después de tanto tiempo en la casa mohosa era fuerte. Así que salí y volví a la carretera, y me alejé de Dunwich, casi como impulsado a hacerlo, curioso por saber cómo era el campo más allá de la casa Bishop, y seguro de que la vista que había observado desde la boca del el túnel en la ladera de la colina estaba en esta dirección general.
Esperaba que ese país fuera salvaje, y de hecho lo era. El camino lo atravesaba, obviamente poco utilizado, quizás principalmente por el cartero rural. Árboles y arbustos oprimían el camino desde ambos márgenes, y de vez en cuando las colinas se alzaban a un lado, ya que al otro estaba el valle del Miskatonic, que ahora se acercaba paralelo a la carretera y luego se alejaba de nuevo. La tierra estaba completamente desierta, aunque había campos que estaban siendo trabajados, porque allí florecía el grano para los granjeros no residentes que venían a trabajarlo. No había casas, solo ruinas o edificios abandonados; no había ganado; no había nada más que el camino para señalar una presencia humana de fecha reciente, porque el camino conducía a algún lugar, y presumiblemente a uno donde vivía la gente.
Fue en un punto a cierta distancia del río que encontré un camino lateral que serpenteaba hacia la derecha. Un letrero inclinado lo identificaba como Crary Road, y una antigua barrera que lo cruzaba, cubierta de maleza, lo marcaba como Cerrado, con otro letrero clavado debajo que decía: Puente fuera de uso. Fue esto último lo que me inclinó a tomar el camino; así que entré por él, luchando entre arbustos y zarzas por una distancia de un poco más de media milla, y así encontré el Miskatonic donde un puente de piedra una vez había atravesado el tráfico.
El puente era muy antiguo, y sólo se alzaba el tramo medio, sostenido por dos arcos de piedra, uno de ellos engrosado con un gran reborde de hormigón, sobre el cual quien lo había construido había grabado una gran estrella de cinco puntas en el centro de la cual estaba incrustado una piedra de la misma forma general, aunque muy pequeña en comparación con el contorno. El río había desgastado las dos cabezas del puente y se había adentrado en él un tramo desde cada extremo, dejando el tramo medio como un símbolo de la civilización que una vez floreció en este valle y que había fallecido desde entonces. Se me ocurrió que tal vez este era el mismo puente que se había reforzado, aunque ya no se usara, según consta en el Arkham Advertiser.
El puente —o lo que quedaba de él— ejercía una curiosa atracción para mí, aunque su arquitectura era tosca; una estructura puramente utilitaria y nunca se había construido como un objeto estético; sin embargo, como tantas otras cosas antiguas, ahora tenía el atractivo de sus años, aunque el refuerzo de hormigón le restó mérito en todos los sentidos, formando una gran ampolla o protuberancia desde los cimientos casi hasta la parte superior. De hecho, estudiándolo, no pude entender cómo podría servir de refuerzo, porque los pilares eran claramente muy viejos y se estaban desmoronando, y no aguantarían mucho tiempo con la acción del agua en su base. El Miskatonic aquí no era muy profundo, pero tenía un ancho respetable que rodeaba ambos pilares que sostenían el arco central.
Me quedé mirando la estructura, tratando de estimar su edad, hasta que el sol se oscureció repentinamente y, volviéndome, vi que grandes montículos de nubes empujaban hacia el oeste y suroeste, presagiando lluvia. Dejé las ruinas del puente y volví a la casa que había sido la casa de mi tío abuelo Septimus Bishop.
Fue bueno que lo hiciera, porque la tormenta estalló en una hora, y fue sucedida por otra y otra; y toda la noche los truenos rugieron y los relámpagos resplandecieron y la lluvia cayó a torrentes hora tras hora, cayendo en cascada del techo, corriendo por la pendiente en decenas de arroyos durante todas las horas de oscuridad.
Quizás era natural que en la mañana fresca, bañada por la lluvia, volviera a pensar en el puente. Quizás fue, en cambio, una compulsión que surgió de alguna fuente desconocida para mí. La lluvia ya había parado durante tres horas; los arroyos se habían reducido a pequeños goteos; el techo se estaba secando bajo el sol de la mañana, y en una hora más los arbustos y la hierba también estarían secos de nuevo.
Al mediodía, lleno de una sensación de expectación aventurera, fui a mirar el viejo puente. Sin saber muy bien por qué, esperaba un cambio, y lo encontré, porque el tramo había desaparecido, los mismos pilares se habían derrumbado e incluso el gran refuerzo de concreto estaba roto y chamuscado, obviamente golpeado por un rayo, una fuerza que, junto con la furia del Miskatonic, había logrado llevar a la ruina final al puente que una vez había llevado a hombres, mujeres y niños a través del río hacia el valle ahora desierto en el otro lado.
De hecho, las piedras que formaban los muelles habían sido llevadas río abajo y arrojadas a lo largo de las orillas; sólo el refuerzo de hormigón, rajado y roto, se encontraba en el lugar del tramo medio. Mientras seguía con la vista el camino del arroyo y la disposición de las piedras, vi algo blanco tirado en la orilla cercana, no muy lejos del agua. Bajé hasta allí y me encontré con algo que no esperaba ver.
Huesos. Huesos blanqueados, quizás mucho tiempo sumergidos en el agua, y ahora arrojados por el torrente. Quizás la vaca de algún granjero que se ahogó hace mucho tiempo. Pero el pensamiento apenas había entrado en mi mente cuando lo descarté, porque los huesos que ahora miraba eran al menos en parte humanos. Había un cráneo humano.
Pero no todos eran humanos, porque había algunos entre ellos que no se parecían a ningún hueso que yo hubiera visto: largos, flexibles por el aspecto, como de alguna criatura a medio formar, todos entrelazados con huesos humanos, de modo que apenas existía una definición entre ellos. Eran huesos que exigían sepultura; pero, por supuesto, no podían ser enterrados sin notificar a las autoridades correspondientes.
Busqué algo para llevarlos y mi mirada se posó en un burdo saco, también arrojado por el Miskatonic. Así que bajé y lo recogí. Aunque todavía estaba húmedo, lo extendí junto a los huesos. Luego los recogí, al principio todos entrelazados como estaban, a puñados; y luego uno a uno hasta el último hueso del dedo, y habiendo terminado, los cerré en el saco de arpillera atando las cuatro esquinas, y de esa manera los llevé de regreso a la casa, dejándolos en el sótano hasta que pudiese llevarlos a Dunwich más tarde ese mismo día, o tal vez a Arkham y a la sede del condado, pensando entonces que debería haber resistido el impulso de recogerlos y dejarlos donde los había encontrado, lo que sin duda las autoridades hubieran preferido.
Llego a esa parte de mi relato que, desde cualquier punto de vista, es increíble. He dicho que llevé los huesos directamente al sótano; ahora, no había ninguna razón por la que no pudiera haberlos depositado en la veranda o incluso en el estudio; sin embargo, sin dudarlo los llevé al sótano, y allí los dejé mientras volvía a la planta baja para preparar y comer el almuerzo que no me había molestado en preparar antes de caminar hacia el puente viejo. Cuando hube terminado, decidí llevar los huesos a las autoridades correspondientes y volví a bajar al sótano para recogerlos.
Juzgue mi desconcertado asombro al encontrar, cuando levanté el saco de arpillera, para encontrarlo vacío. Los huesos se habían ido. No podía creer la evidencia de mis propios sentidos. Regresé a la planta baja, encendí una lámpara y la llevé al sótano, donde procedí a registrar de pared en pared. Fue inútil. Nada había cambiado en el sótano desde que lo miré por primera vez (las ventanas no habían sido tocadas, porque las mismas telarañas todavía las cubrían) y, por lo que pude ver, la trampilla que conducía al túnel no se había levantado. Sin embargo, los huesos habían desaparecido irrevocablemente.
Regresé al estudio, desconcertado, comenzando a dudar de haber encontrado y llevado a casa algún hueso. ¡Pero de hecho lo había hecho! Mientras estaba sentado tratando de resolver mi perplejidad, se me ocurrió una posible, aunque descabellada, solución al misterio. Quizás los huesos no habían sido tan firmes como yo pensaba; quizás la exposición al aire los había reducido a polvo. Pero en ese caso seguramente ese polvo habría quedado a la vista. Y el saco estaba limpio, libre de los detritos blancos a los que se habrían reducido los huesos.
Es evidente que no podría acudir a las autoridades con una historia así, porque ciertamente me habrían considerado un loco. Pero no había nada que me impidiera hacer averiguaciones y, en consecuencia, conduje hasta Dunwich.
Perversamente, entré primero en la tienda de Whateley. Al verme, Tobias frunció el ceño.
—No le venderé nada —dijo antes de que hubiera tenido la oportunidad de hablar, y, a otro cliente, un viejo desaliñado, dijo intencionadamente—: ¡Este es el Bishop!
El viejo se escabulló rápidamente por la puerta.
—Vine a hacer una pregunta —dije.
—Hágala.
—¿Hay un cementerio a lo largo del Miskatonic en, cerca de ese viejo puente cerca de mi casa?
—No conozco ninguno. ¿Por qué? —preguntó con sospecha.
—No se lo puedo decir. Excepto que encontré algo que me hizo pensar eso.
Los ojos del propietario se entrecerraron. Se mordió el labio inferior. Entonces su rostro cetrino perdió el poco color que tenía.
—Huesos —susurró—. ¡Encontró huesos!
—No dije eso —respondí.
—¿Dónde los encontró? —demandó con voz urgente.
Extendí mis manos abiertas:
—No tengo huesos —dije, y salí de la tienda.
Mirando hacia atrás mientras caminaba hacia la rectoría de una pequeña iglesia en una calle lateral, vi que Whateley había cerrado su tienda y se apresuraba por la calle principal de Dunwich, evidentemente para difundir las sospechas que había expresado.
El nombre del ministro bautista, según su buzón, era Abraham Dunning, y estaba en casa: un hombre bajo, rechoncho, de mejillas sonrosadas y con gafas. Parecía tener unos sesenta y tantos años. Por suerte, mi nombre no significaba nada para él. Me invitó a un salón que evidentemente le servía de oficina. Le expliqué que había venido a hacerle algunas preguntas.
—Le ruego que las haga, señor Bishop —me invitó.
—Dígame, reverendo Dunning, ¿alguna vez ha oído hablar de brujos por aquí?
Se inclinó hacia atrás. Una sonrisa indulgente cruzó su rostro.
—Ah, señor Bishop, esta gente es supersticiosa. Muchos de ellos sí creen en brujas y brujos y en todo tipo de cosas, particularmente desde los eventos de 1928, cuando Wilbur Whateley y su hermano gemelo murieron. Whateley se creía un mago y seguía hablando de cosas extrañas, posiblemente de su hermano, horriblemente deformado por algún accidente de nacimiento, supongo, aunque los relatos que me dieron son demasiado confusos como para estar seguro.
—¿Conoció a mi difunto tío abuelo, Septimus Bishop?
Sacudió la cabeza.
—Eso fue antes de mi tiempo. Tengo una familia Bishop en mi rebaño, pero creo que son una rama diferente. Ignorantes. Y no hay parecido facial .
Le aseguré que no éramos parientes. Sin embargo, estaba claro que no sabía nada que pudiera ser de ayuda para mí; de modo que me marché tan pronto como pude decentemente, a pesar de que el reverendo Dunning estaba evidentemente ansioso por la compañía de un hombre educado, que no se encuentra comúnmente en Dunwich y sus alrededores, supuse.
Regresé a la casa, donde no pude evitar bajar una vez más al sótano para asegurarme de nuevo de que los huesos habían desaparecido. Y, por supuesto, no estaban. Y ni siquiera las ratas podrían haberlos llevado, uno por uno, más allá de la puerta del estudio y fuera de la casa sin que yo las hubiera visto.
Pero la sugerencia de las ratas puso en mente una nueva línea de pensamiento. Actuando en consecuencia, volví a entrar en el sótano con la lámpara y busqué con cuidado alguna abertura como la que pudieran usar las ratas, todavía buscando alguna explicación natural para la desaparición de los huesos.
No encontré nada.
Me resigné a su desaparición y pasé el resto del día tratando de concentrarme en otra cosa.
Pero esa noche me turbaron los sueños, sueños en los que vi los huesos reunirse en un esqueleto, y el esqueleto se revistió de carne, y los huesos como látigos crecieron hasta convertirse en algo que no es de este mundo, algo que cambiaba constantemente de forma, una cosa de absoluto horror. Luego soñé con un gran gato negro, con un monstruo con tentáculos y una mujer desnuda, encantadora. A esto le sucedieron imágenes de una cerda gigante y luego una perra flaca corriendo al lado de su amo; y, al despertar, me quedé tendido oyendo sonidos distantes que no pude identificar: un extraño resoplido y un babeo que parecían elevarse desde muy abajo, desde lo más profundo de la tierra, un desgarro y un chirrido que sugería algo espantoso y maligno.
Me levanté para librarme de los sueños y las alucinaciones, y caminé por la casa en la oscuridad, deteniéndome de vez en cuando para contemplar la noche a la luz de la luna, hasta que creí ver algo presionando contra la ventana su figura alargada y delgada, acompañada de una forma abominable que trotaba a su lado. La visión fue fugaz. Amos desaparecieron en el bosque oscuro que la luz de la luna no penetraba. Si alguna vez deseé la sabiduría de mi tío abuelo Septimus, fue entonces; porque la alucinación era aún más vívida que el sueño.
Sin embargo, la clara luz del día me persuadió de bajar al sótano, entrar en el túnel con la lámpara y pasar a la habitación subterránea, obligado a hacerlo por alguna fuerza que no entendí y no pude soportar. En la entrada de la sala subterránea pensé que la tierra estaba removida por algo más que mis huellas en mi visita anterior, no solo por huellas extrañas, sino por las marcas de algo que se arrastró allí desde la puerta en la ladera, y sentí aprensión cuando bajé a esa habitación. Pero no tenía por qué sentirme así, porque no había nadie allí. Me quedé con la lámpara en alto y miré a mi alrededor.
Todo estaba sin cambios —bancos de piedra, piso de ladrillo, altar— y sin embargo... Había una mancha en el altar, una gran mancha oscura que no recordaba haber visto. Lentamente, a regañadientes, avancé, aunque no tenía la voluntad ni la inclinación para hacerlo, hasta que la luz de la lámpara me reveló, recién mojada y reluciente, sin lugar a dudas un charco de sangre.
Y vi entonces, por primera vez, que había otras manchas mucho más antiguas, también oscuras, y todavía levemente rojas, que debían de ser sangre derramada allí hace mucho tiempo.
Conmocionado, huí, corrí por el túnel y me metí en el sótano inmediatamente debajo de la casa. Y allí me quedé para recuperar el aliento hasta que escuché un sonido de pasos arriba y subí cautelosamente a la planta baja.
Los pasos parecían provenir del estudio. Apagué la lámpara, porque la luz del exterior de la casa, a pesar de los árboles apiñados, era abundante, y me dirigí al estudio.
Allí estaba sentado un hombre de rostro enjuto, de semblante melancólico, su alto cuerpo oculto por un manto, sus ojos como fuego fijos en mí.
—Claramente es un Bishop—. dijo—. ¿Pero cuál?
—Ambrose —dije—. Hijo de William, nieto de Peter. Vine a conocer la propiedad de mi tío abuelo Septimus. ¿Y usted?
—He estado escondido durante mucho tiempo. Sobrino, soy tu tío abuelo Septimus.
Algo se movió detrás de él y miró desde detrás de su silla. Sacó su capa como para ocultar lo que había allí: una cosa escamosa con el rostro de una mujer encantadora.
Me desmayé.
Cuando volví recuperé la consciencia, me pareció escucharlo cerca de mí, hablando con alguien más:
—Tendremos que darle un poco más de tiempo.
Abriendo mis ojos con miedo, miré hacia dónde provenía la voz, pero no había nadie ahí.
Cuatro días después me entregaron el primer número del Arkham Advertiser, dejado debajo de una piedra sobre lo que quedaba del pilar al lado de la carretera. Había entrado en una suscripción de seis meses cuando aproveché la oportunidad de estudiar sus archivos relacionados con mi tío. Resistí mi impulso inicial de descartarlo, porque me había suscrito simplemente como una cortesía a cambio del privilegio que se me concedía, y lo había llevado a la casa.
Aunque no tenía intención de leerlo, me llamó la atención un encabezado: Regresan las desapariciones en Dunwich. Con algo de aprensión, leí la historia a continuación.
«Seth Frye, de 18 años, empleado en la granja Howard Cole al norte de Dunwich, ha sido reportado como desaparecido. Fue visto por última vez hace tres noches saliendo de Dunwich de camino a casa. Esta es la segunda desaparición en el área de Dunwich en otros tantos días. Harold Sawyer, de 20 años, desapareció de las afueras de Dunwich sin dejar rastro hace dos días. El alguacil John Houghton y sus ayudantes están registrando el área, pero aún no informan ninguna pista. Ninguno de los dos jóvenes tenía motivos conocidos para desaparecer voluntariamente y se sospecha que ha cometido un delito.
«Los lectores mayores recordarán que una serie de desapariciones similares tuvo lugar hace más de veinte años, que culminaron con la desaparición de Septimus Bishop en el verano de 1929.
«El área de Dunwich es un remanso que tiene una reputación curiosa y ha aparecido de vez en cuando en las noticias, generalmente de una manera extraña, desde el misterioso asunto Whateley de 1928...»
Cerré el periódico, abrumado por el conocimiento de que los acontecimientos se estaban orientando hacia una sola explicación, una que incluso ahora me resistía a aceptar. Fue entonces cuando decidí anotar todo lo que había ocurrido, con la esperanza encontrar alguna relación entre un evento y otro. Muchos de ellos estaban algo confusos en mi mente. De todos modos, seguía pensando en los huesos que habían desaparecido del sótano y en las palabras de Wilbur Whateley en su carta a mi tío abuelo: Ellos desde el aire no pueden ayudar sin sangre humana. También medité sobre el misterioso regreso del tío abuelo Septimus y su igualmente misteriosa desaparición de nuevo, porque no había habido rastro de él desde que lo vi en el estudio.
Tiré el periódico al suelo, mi mente era un torbellino, pensaba en la tradición de brujos y familiares, en el poder del agua corriente para contener fantasmas y brujas y todas esas manifestaciones supersticiosas. Mi razón asediada.
Impulsado por una loca curiosidad por saber más, salí corriendo de la casa; sin prestar atención a las zarzas en mi camino, atravesé el carril hasta el coche y conduje por la carretera hacia Dunwich.
Apenas había puesto un pie en la tienda de Tobias Whateley cuando se enfrentó a mí con los ojos encendidos.
—¡Vete! —gritó ferozmente—. ¡Lo has hecho!
Me resultó imposible romper con su ira.
—Váyase del pueblo antes de que vuelva a suceder. Lo hicimos una vez, podemos hacerlo de nuevo. Conocía al chico, Seth. ¡Ustedes son los culpables, malditos Bishop!
Me alejé de su odio desnudo, y vi, mientras me retiraba a mi coche, la forma en que otros habitantes de Dunwich se agrupaban a lo largo de la calle, mirándome con un odio manifiesto.
Subí al coche y salí de Dunwich, sintiendo por primera vez un miedo creciente a lo desconocido contra el que toda racionalización era impotente.
Y una vez de vuelta en la Casa Bishop, encendí la lámpara y bajé al sótano. Entré en el túnel y lo recorrí hasta la trampilla del cuarto subterráneo. La levanté y me golpeó un olor a carbón, tal vez de esa otra abertura que nunca había mirado, porque la habitación, por mucho que se pudiera ver a la luz de mi lámpara, no había cambiado desde la última vez la había mirado.
Dejé caer la trampilla y huí por donde había venido.
Contra toda razón, sabía ahora el horror que sin querer había desatado sobre el campo, yo y las fuerzas ciegas de la naturaleza, el horror del arco medio del puente...
Más tarde, el tío abuelo Septimus me despertó de un sueño atormentado por pesadillas con una mano firme en mi hombro. Abrí los ojos para verlo vagamente en la oscuridad, y detrás de él el cuerpo blanco y desnudo de una mujer de pelo largo, cuyos ojos brillaban como fuego.
—Sobrino, estamos en peligro —dijo mi tío abuelo—. Ven.
Él y su compañera se volvieron y abandonaron el estudio.
Me levanté del sofá donde me había quedado dormido completamente vestido para poner estas últimas palabras en el relato que había escrito.
Afuera puedo ver el parpadeo de muchas antorchas. Sé quién está allí en el borde del bosque, los odiosos habitantes de Dunwich y el campo circundante, sé lo que pretenden hacer.
El tío abuelo Septimus y su compañera me esperan en el túnel. No hay otro curso para mí. Si tan solo no supieran de la puerta en la ladera….
El manuscrito de Bishop termina en este punto.
A modo de coincidencia, los buscadores de curiosidades encontrarán en las páginas interiores del Arkham Advertiser fechado once días después de la destrucción por incendio de la antigua casa Bishop, este párrafo:
«Tras la desaparición de Ambrose Bishop, los habitantes de Dunwich han estado construyendo de nuevo. El viejo puente de Crary Road, que recientemente fue completamente destruido durante una inundación repentina en el Miskatonic, aparentemente tiene algo de encanto para los locales, que silenciosamente reconstruyeron uno de los arcos centrales en concreto y lo coronaron con lo que los antiguos de la zona describe como el Sello Antiguo. Nadie en Dunwich, al menos ante nuestro reportero, admitió tener conocimiento del viejo puente...»
Relatos góticos. I Relatos de August Derleth. I Relatos de H.P. Lovecraft.
Más literatura gótica:
Dicho esto, El horror del arco medio posee algunas de esos pequeños tesoros casuales, la mayoría de los cuales tienen que ver con la forma en la que August Derleth amplía y describe la geografía de Dunwich y el área circundante, donde los crímenes más espantosos ocurren con con regularidad.
El horror del arco medio.
The Horror from the Middle Span, August Derleth (1909-1971) y H.P. Lovecraft (1890-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
I
El Manuscrito fue encontrado por las autoridades que investigaban la desaparición de Ambrose Bishop. Estaba en el interior de una botella evidentemente arrojada al bosque en la parte trasera de la casa en llamas. La investigación todavía continúa en la oficina del alguacil en Arkham, Massachusetts.
Fue en mi séptimo día fuera de Londres cuando llegué al lugar de América al que habían arribado mis antepasados de Inglaterra más de dos siglos antes. Se encontraba en el corazón de un país salvaje y solitario sobre Dunwich, Massachusetts, a lo largo del curso superior del río Miskatonic, y muy lejos incluso de los muros de piedra cubiertos de zarzas que bordean gran parte de la carretera que se aleja de Aylesbury Pike, país de grandes árboles viejos, apretados oscuramente, y aquí y allá —aunque rara vez se ve por la maleza que crecía a su alrededor— las ruinas de una vivienda abandonada hace mucho tiempo.
Fácilmente podría haber pasado por alto este lugar, porque el camino que conduce a la casa, ahora totalmente oculto por árboles y arbustos, estaba cubierto de maleza, pero los restos de un pilar de piedra al lado de la carretera todavía tenían las últimas cuatro letras de Bishop, y por lo tanto sabía que había alcanzado el lugar, en el cual mi tío abuelo, Septimus Bishop, había desaparecido en su mediana edad casi dos décadas antes. Luché por abrirme paso sobre las ramas caídas de los árboles, cuesta arriba durante media milla.
La casa se encontraba en la ladera de una colina. Era de dos pisos, y de construcción híbrida, siendo en parte de piedra y en parte de madera que una vez, hace mucho tiempo, se había pintado de blanco, pero que ahora había perdido casi todo rastro de su color original. Observé su aspecto más inusual de inmediato: a diferencia de las otras casas que había espiado a lo largo de la carretera, total o parcialmente en ruinas, estaba intacta, piedra sobre piedra, y ni un cristal de la ventana estaba roto, aunque el clima había perjudicado un poco la madera, particularmente la cúpula circular que la coronaba, en la que pude detectar varias aberturas rodeadas de lo que era madera claramente podrida.
La puerta estaba entreabierta, pero la galería con pilares había protegido el interior de las peores condiciones meteorológicas. Además, aunque el polvo se acumulaba en el interior, rápidamente se hizo evidente que nada lo había alterado: ningún vándalo había puesto las manos sobre un mueble ni había tocado el libro todavía abierto sobre el escritorio del estudio. Había moho por todas partes, y la casa olía a humedad, que tal vez ninguna ventilación y limpieza intensiva erradicaría por completo.
Sin embargo, me comprometí a intentarlo, decisión que hizo necesario un viaje de regreso a Dunwich; así que volví a la carretera principal, poco más que un camino lleno de baches, donde había dejado el coche que había alquilado en Nueva York, y conduje de regreso a Dunwich, una aldea sórdida agazapada entre las oscuras aguas del Miskatonic y la inquietante masa de Round Mountain, que parecía ensombrecer eternamente la aldea. Allí fui a la única tienda general que ofrecía el asentamiento, una que ocupaba una iglesia abandonada y contaba con la propiedad de un tal Tobías Whateley.
Aunque había tenido alguna experiencia con la rusticidad de los rincones más remotos de la tierra, el anciano barbudo y demacrado apenas me preparó para mi recepción. Me atendió sin decir una palabra, hasta que hube terminado la compra y le pagué. Luego me miró a la cara por primera vez.
—¿Eres un extraño aquí?
—Yo... sí —dije—. Vengo de Inglaterra. Pero una vez tuve parientes aquí. Los Bishop.
—Bishop —dijo con una voz que se había convertido en un susurro— ¿Bishop? —agregó, como para asegurarse de algo más allá de mi conocimiento, y dijo con un tono más fuerte—: Todavía hay algunos Bishop por aquí. Es probable que sean parientes.
—No lo creo —dije—. Mi tío era Septimus Bishop.
Al mencionar el nombre, Whateley se puso pálido. Luego hizo un movimiento para guardar los artículos que había comprado del mostrador.
—Oiga, pagué por esas cosas —dije.
—Te devolveré el dinero —dijo—. No quiero hablar con ningún pariente de Septimus Bishop.
No tuve problemas para quitarle los artículos que le había comprado porque no tenía fuerzas en sus delgados brazos. Se apartó del mostrador y se apoyó en los estantes de detrás.
—¿No irás a esa casa? —preguntó, de nuevo en un susurro, y con cierta alarma manifestada en su viejo rostro.
—Por supuesto. Es mi derecho —dije.
—Nadie en Dunwich ha puesto un pie en ese terreno, y mucho menos en la casa —dijo con fervor.
—¿Por qué?
—¿No lo sabes? —preguntó.
—Si lo hiciera, no lo preguntaría. Todo lo que sé es que mi tío abuelo desapareció de su casa hace diecinueve años y estoy aquí para reclamar su propiedad. Dondequiera que esté, ya debe estar muerto.
—Está muerto —dijo el propietario, de nuevo en poco más que un susurro—. Lo mataron.
—¿Quién lo mató?
—La gente. Lo mataron, a él y a los suyos.
—Mi tío abuelo vivía solo.
Había empezado a cansarme de los miedos y supersticiones de este patán, y ante su manifiesta falta de conocimiento sobre el tío abuelo Septimus, me sentí justificado al concluir que su actitud representaba la respuesta típica del analfabeto e ignorante al conocimiento y la educación.
Whateley había comenzado a murmurar:
—...En la noche... lo enterró a él y a ese otro... los maldijo... y sus casas se derrumbaron y murieron uno tras otro...
Con esta nota desagradable salí de la tienda, decidido a hacer cualquier otra compra en Arkham. Sin embargo, las palabras del anciano habían suscitado suficientes dudas como para impulsarme de inmediato a conducir a Arkham. Mi intención era consultar los archivos del Arkham Advertiser, un impulso que fue mal recompensado, ya que de todo el mes de junio el periódico tenía solo dos artículos sobre Dunwich, y uno sobre Septimus.
«No se ha sabido nada de Septimus Bishop, quien aparentemente desapareció de su hogar en el campo sobre Dunwich hace diez días. El señor Bishop era un recluso y soltero, a quien la gente de Dunwich tenía la costumbre de atribuir muchas habilidades supersticiosas, llamándolo en varias ocasiones curandero y un brujo. El señor Bishop era alto, delgado, de unos 57 años en el momento de su desaparición.»
La otra nota era un divertido relato del reforzamiento de uno de los arcos centrales que sostenían el tramo medio de un puente en desuso sobre el Miskatonic, evidentemente por iniciativa privada, ya que el condado a cargo lo negó rotundamente, refutando la voluble crítica dirigida a reparar un puente que ya no está en uso.
Sin embargo, reflexioné durante el viaje de regreso a Dunwich. Más allá de que las supersticiones de los nativos, que sin duda explicaban la actitud de Tobías Whateley, éste solo reflejaba las creencias generales, por más ridículas que pudieran ser para alguien educado decentemente en esta era científica. Se sabía que conceptos tan ridículos como curar mediante la imposición de manos y la brujería no eran más que el producto de la ignorancia. Mi tío abuelo Septimus había sido educado en Harvard, y la rama inglesa de la familia Bishop lo conocía como un hombre de libros, profundamente enemigo de cualquier forma de superstición, sin duda.
Estaba anocheciendo cuando regresé a la antigua casa de Bishop. Evidentemente, mi tío abuelo nunca había tenido electricidad ni gas, pero había velas y lámparas de queroseno, algunas de las cuales todavía estaban llenas. Encendí una de las lámparas y me preparé una comida frugal, después de lo cual despejé un lugar en el estudio donde podía acostarme sin demasiadas molestias y me quedé dormido.
II
Por la mañana me puse a ordenar el lugar, aunque había poco que se pudiera hacer con los libros enmohecidos en la biblioteca, aparte de encender un fuego crepitante en la chimenea. De todos modos, era pleno verano, y no hubo falta de calor, y por lo tanto esta parte de la casa se secó correctamente.
Con el tiempo, quité el polvo y barrí el piso inferior, que consistía en el estudio, un dormitorio adyacente, una pequeña cocina, una despensa y una habitación que obviamente estaba destinada a ser un comedor, pero que claramente se usaba para almacenar libros y papeles. Subí al segundo piso, pero antes de comenzar a trabajar allí, continué hasta la cúpula por una escalera estrecha que solo permitía una persona a la vez.
La cúpula resultó ser algo más grande de lo que había pensado, con amplio espacio para que un hombre se parara y se moviera sin impedimentos. Era evidente que se había utilizado para la observación astronómica, porque allí había un telescopio, y el suelo, por alguna razón que no pude comprender, estaba cubierto de todo tipo de diseños, en los que predominaban círculos, pentáculos y estrellas, y había, curiosamente, además de los textos sobre astronomía, algunos sobre astrología y adivinación, todos bastante antiguos. Había uno que databa de 1623, algunos de ellos estaban en alemán, pero la mayoría en latín, y ciertamente eran propiedad de mi tío abuelo, aunque no concibo el uso que pudiera darles. Había, además de un tragaluz, una abertura a través de la cual se podía introducir el telescopio, una vez que se quitaba la cubierta.
Esta cúpula estaba sorprendentemente libre de polvo y moho, a pesar de que había aberturas en sus paredes, donde parte de la madera se había podrido, como había observado al acercarme a la casa. En estas aberturas hubo algunos daños manifiestos por la lluvia y la nieve, pero nada de esto estaba más allá de la reparación. Si finalmente llegaba a la conclusión de hacer mi hogar aquí, aunque sea por un corto tiempo, tal reparación podría lograrse con un costo comparativamente bajo.
Sin embargo, todavía tenía que averiguar el estado de los cimientos; y, dejando el segundo piso, que constaba, como vi en un breve examen, de dos dormitorios, dos armarios y un trastero, sólo un dormitorio estaba amueblado y parecía como si nunca hubiera sido utilizado, bajé de nuevo a la planta baja y me dirigí al sótano a través de la puerta que daba a la cocina.
Para mi sorpresa, vi a la luz de la lámpara que el suelo del sótano, que se extendía hasta aproximadamente la mitad del área cubierta por la casa, era de ladrillos, mientras que las paredes eran de piedra caliza. Esperaba un suelo de tierra, como suele encontrarse en los sótanos de las casas antiguas; pero al examinarlo más de cerca llegué a la conclusión de que el ladrillo había sido colocado considerablemente después de la construcción de la casa, muy probablemente por mi tío abuelo Septimus.
En este piso, en las esquinas opuestas, había dos trampillas cuadradas con grandes aros de hierro en ellas, una de las cuales, juzgué por la evidencia de una tubería de drenaje y la presencia de una bomba saliendo, tapaba una cisterna. La otra trampilla, sin embargo, no dio ninguna indicación de su propósito, aunque supuse que podría cubrir un sótano inferior y fui con confianza para levantarla y probar que mi suposición era correcta.
Sin embargo, para mi asombro, se descubrió una sucesión de escalones de ladrillo que conducían hacia abajo. No daban a ningún tipo de sótano, sino más bien un pasillo. Al examinarlo de cerca me encontré en un túnel que se alejaba de la casa y, en la medida de lo que pude determinar, entraba en la colina y se alejaba a lo largo de la pendiente hacia el noroeste. Caminé, agachado, a lo largo de este túnel, y luego vacilé.
Estaba razonablemente seguro de que el túnel había sido construido por mi tío abuelo, y estaba dispuesto a dar la vuelta cuando vi algo que relucía solo un poco más adelante. Avancé, solo para encontrarme mirando hacia abajo todavía: otra trampilla. También la abrí y miré hacia una gran sala circular, a la que se llegaba por siete escalones de ladrillo.
No pude evitar descender y, sosteniendo la lámpara en alto, miré a mi alrededor. Allí también se había colocado un piso de ladrillos, y se habían erigido algunas estructuras curiosas, algo muy parecido a un altar de piedra, por ejemplo, y bancos, también de piedra. Y en el suelo había dibujos toscos muy parecidos a los de la cúpula de la casa; aunque pude explicar fácilmente esos diseños astronómicos en la cúpula, que estaba abierta al cielo, encontré imposible aducir alguna razón para su presencia aquí.
También había otra abertura en el suelo delante del altar. El gran anillo de hierro me tentó, pero por alguna razón la precaución me impidió levantar la trampilla. Solo me acerqué lo suficiente para detectar una corriente de aire que indicaba la circulación de aire y sugería otra abertura al exterior debajo de esta cámara subterránea. Luego me retiré al pasillo de arriba y, en lugar de regresar a la casa, seguí adelante.
En unos tres cuartos de milla llegué a una gran puerta de madera. Dejé la lámpara y, al abrir la puerta, me encontré mirando una maraña de vegetación que ocultaba efectivamente la entrada al túnel de cualquier persona que estuviera afuera. Empujé este enredo lo suficiente como para encontrarme mirando colina abajo, donde podía ver el Miskatonic a cierta distancia, y un puente de piedra que lo cruzaba, pero en ninguna parte una vivienda de ningún tipo, solo las ruinas de lo que una vez había han sido granjas aisladas. Durante un largo minuto me quedé contemplando esa perspectiva; luego regresé por donde había venido, reflexionando sobre la razón de ser del elaborado túnel y la habitación debajo de él, y lo que sea que haya debajo de eso.
Una vez de vuelta en la casa, dejé la limpieza del segundo piso para otro día, y me dispuse a poner orden en el estudio. Tenía el aspectos de haber sido abandonado precisamente a la partida de mi tío abuelo, como si lo hubieran llamado repentinamente y se hubiera ido de inmediato, y luego nunca hubiera regresado.
Siempre había entendido que el tío abuelo Septimus Bishop era un hombre de medios independientes y que se había dedicado a algún tipo de investigación académica. Quizás la astronomía, quizás incluso la astrología, por improbable que pareciera. Si tan sólo hubiera mantenido correspondencia con los hermanos que permanecieron en Inglaterra o si hubiera llevado algún tipo de diario… pero no había nada en su escritorio o entre los papeles. Estos estaban relacionados con asuntos abstrusos, llenos de muchos diagramas y dibujos, que tomé como relacionados con la geometría, ya que todos eran ángulos y curvas y no representaban nada familiar para mí. Las letras eran poco más que un galimatías, ya que no estaban en inglés, sino en un idioma demasiado antiguo para que yo lo conociera, aunque podría haber leído cualquier cosa en latín y en media docena de otros idiomas que todavía se hablan en el continente.
Pero había algunas cartas, cuidadosamente atadas, y después de un almuerzo ligero de queso, pan y café, me comprometí a investigarlas. La primera de estas cartas me asombró. Se titulaba Sabiduría de las Estrellas, y no tenía dirección. Escrita con una pluma de punta ancha y con una mano floreciente, decía:
«Querido hermano Bishop, en el nombre de Azathoth, por el signo del Trapezoedro Brillante, todo lo sabrás cuando invoques al Morador de las Tinieblas. No debe haber luz, pero el que viene en tinieblas pasa desapercibido y huye de la luz. Se darán a conocer todos los secretos del cielo y el infierno. Todos los misterios de mundos desconocidos para la Tierra serán tuyos. Sé paciente. A pesar de muchos contratiempos, todavía prosperamos, aunque en secreto, aquí en Providence».
La firma no era descifrable, pero pensé que decía «Asenath Bowen» o «Brown». Esta primera carta asombrosa marcó la pauta para casi todas las demás. Eran casi al pie de la letra las comunicaciones más esotéricas que trataban de asuntos místicos más allá de mi comprensión, y también más allá de los de cualquier hombre moderno, pertenecientes como estos asuntos a una era de superstición casi perdida desde la Edad Media. Lo que mi tío tenía que ver con esos asuntos, a menos que, de hecho, estuviese estudiando la supervivencia de ritos y prácticas arcanas en su época, no lo podía estimar.
Las leí una tras otra. Mi tío abuelo fue aclamado en nombre del Gran Cthulhu, de Hastur el Inefable, de Shub-Niggurath, de Belial y Belcebú, y de muchos otros. Mi tío parecía haber estado en correspondencia con todo tipo de charlatanes y farsantes, con magos autoproclamados y sacerdotes renegados por igual. Sin embargo, había una carta casi académica que no se parecía a las demás. Estaba escrita con una caligrafía difícil, aunque la firma —Wilbur Whateley— se podía leer fácilmente, y la fecha, 17 de enero de 1928, así como el lugar de origen —cerca de Dunwich— no me ofrecieron ninguna dificultad. La carta en sí, una vez descifrada, fue deslumbrante.
«Estimado señor Bishop. Sí, con la fórmula de Dho es posible ver el centro de la ciudad en los polos magnéticos. La he visto y espero ir pronto allí. Cuando la tierra esté despejada. Cuando vengas a Dunwich, ven a la granja y te diré la fórmula Dho. Y el Dho-Hna. Y te diré los ángulos de los planos y las fórmulas entre Yr y Nhhngr.
«Ellos desde el aire no pueden ayudar sin sangre humana. Sacan su cuerpo de ella, como sabes. Están los que por aquí conocen la Señal y su poder. No hables ociosamente. Cuida tu lengua, incluso en el Sabbat. Te vi allí, y lo que camina contigo disfrazado de mujer. Pero por la vista que me dieron aquellos a quienes había convocado, la vi en su verdadera forma, que debes haber visto; así que supongo que algún día podrás contemplar lo que puedo invocar a mi propia imagen, y puede que no te asuste. Soy tuyo en el nombre de Aquel Que No Debe Ser Nombrado.»
Ciertamente el escritor debe haber pertenecido a la misma familia que Tobías. No es de extrañar, entonces, el miedo y la superstición del tipo; debe haberlo conocido de primera mano en una forma más tangible de lo que mi tío abuelo podría haberle ofrecido. Y si el tío abuelo Septimus había sido amigo de Wilbur Whateley, no era sorprendente que otro Whateley sospechara también de él. Pero, ¿cómo explicar esa amistad?
Claramente, había muchas cosas sobre mi tío abuelo que no sabía. Até las cartas de nuevo y las devolví donde las había encontrado. Pasé junto a un sobre con recortes de periódicos, lo tomé, reconociendo el tipo de letra del Arkham Advertiser, y no los encontré menos desconcertantes que las cartas, porque eran relatos de misteriosas desapariciones en la región de Dunwich y Arkham, principalmente de niños y adultos jóvenes. Hubo un recorte que se refería a la furia de los habitantes locales y su sospecha de uno de sus vecinos, quien no fue identificado, como el autor de las desapariciones; y amenazaron con tomar el asunto en sus propias manos, pues la policía local les había fallado. Quizás mi tío abuelo se había interesado en resolver las desapariciones.
Me senté un rato a reflexionar sobre lo que había leído, inquieto por algo que recordaba de la carta de Wilbur Whateley. Te vi allí, y lo que camina contigo disfrazado de mujer. Y recordé cómo Tobias Whateley se había referido a mi tío abuelo: Él y los suyos. Asesinado. Quizás los nativos supersticiosos habían culpado al tío abuelo Septimus por las desapariciones y de hecho se habían vengado de él.
De repente sentí la necesidad de escapar de la casa por un rato. Era ya media tarde y la necesidad de aire fresco después de tanto tiempo en la casa mohosa era fuerte. Así que salí y volví a la carretera, y me alejé de Dunwich, casi como impulsado a hacerlo, curioso por saber cómo era el campo más allá de la casa Bishop, y seguro de que la vista que había observado desde la boca del el túnel en la ladera de la colina estaba en esta dirección general.
Esperaba que ese país fuera salvaje, y de hecho lo era. El camino lo atravesaba, obviamente poco utilizado, quizás principalmente por el cartero rural. Árboles y arbustos oprimían el camino desde ambos márgenes, y de vez en cuando las colinas se alzaban a un lado, ya que al otro estaba el valle del Miskatonic, que ahora se acercaba paralelo a la carretera y luego se alejaba de nuevo. La tierra estaba completamente desierta, aunque había campos que estaban siendo trabajados, porque allí florecía el grano para los granjeros no residentes que venían a trabajarlo. No había casas, solo ruinas o edificios abandonados; no había ganado; no había nada más que el camino para señalar una presencia humana de fecha reciente, porque el camino conducía a algún lugar, y presumiblemente a uno donde vivía la gente.
Fue en un punto a cierta distancia del río que encontré un camino lateral que serpenteaba hacia la derecha. Un letrero inclinado lo identificaba como Crary Road, y una antigua barrera que lo cruzaba, cubierta de maleza, lo marcaba como Cerrado, con otro letrero clavado debajo que decía: Puente fuera de uso. Fue esto último lo que me inclinó a tomar el camino; así que entré por él, luchando entre arbustos y zarzas por una distancia de un poco más de media milla, y así encontré el Miskatonic donde un puente de piedra una vez había atravesado el tráfico.
El puente era muy antiguo, y sólo se alzaba el tramo medio, sostenido por dos arcos de piedra, uno de ellos engrosado con un gran reborde de hormigón, sobre el cual quien lo había construido había grabado una gran estrella de cinco puntas en el centro de la cual estaba incrustado una piedra de la misma forma general, aunque muy pequeña en comparación con el contorno. El río había desgastado las dos cabezas del puente y se había adentrado en él un tramo desde cada extremo, dejando el tramo medio como un símbolo de la civilización que una vez floreció en este valle y que había fallecido desde entonces. Se me ocurrió que tal vez este era el mismo puente que se había reforzado, aunque ya no se usara, según consta en el Arkham Advertiser.
El puente —o lo que quedaba de él— ejercía una curiosa atracción para mí, aunque su arquitectura era tosca; una estructura puramente utilitaria y nunca se había construido como un objeto estético; sin embargo, como tantas otras cosas antiguas, ahora tenía el atractivo de sus años, aunque el refuerzo de hormigón le restó mérito en todos los sentidos, formando una gran ampolla o protuberancia desde los cimientos casi hasta la parte superior. De hecho, estudiándolo, no pude entender cómo podría servir de refuerzo, porque los pilares eran claramente muy viejos y se estaban desmoronando, y no aguantarían mucho tiempo con la acción del agua en su base. El Miskatonic aquí no era muy profundo, pero tenía un ancho respetable que rodeaba ambos pilares que sostenían el arco central.
Me quedé mirando la estructura, tratando de estimar su edad, hasta que el sol se oscureció repentinamente y, volviéndome, vi que grandes montículos de nubes empujaban hacia el oeste y suroeste, presagiando lluvia. Dejé las ruinas del puente y volví a la casa que había sido la casa de mi tío abuelo Septimus Bishop.
Fue bueno que lo hiciera, porque la tormenta estalló en una hora, y fue sucedida por otra y otra; y toda la noche los truenos rugieron y los relámpagos resplandecieron y la lluvia cayó a torrentes hora tras hora, cayendo en cascada del techo, corriendo por la pendiente en decenas de arroyos durante todas las horas de oscuridad.
III
Quizás era natural que en la mañana fresca, bañada por la lluvia, volviera a pensar en el puente. Quizás fue, en cambio, una compulsión que surgió de alguna fuente desconocida para mí. La lluvia ya había parado durante tres horas; los arroyos se habían reducido a pequeños goteos; el techo se estaba secando bajo el sol de la mañana, y en una hora más los arbustos y la hierba también estarían secos de nuevo.
Al mediodía, lleno de una sensación de expectación aventurera, fui a mirar el viejo puente. Sin saber muy bien por qué, esperaba un cambio, y lo encontré, porque el tramo había desaparecido, los mismos pilares se habían derrumbado e incluso el gran refuerzo de concreto estaba roto y chamuscado, obviamente golpeado por un rayo, una fuerza que, junto con la furia del Miskatonic, había logrado llevar a la ruina final al puente que una vez había llevado a hombres, mujeres y niños a través del río hacia el valle ahora desierto en el otro lado.
De hecho, las piedras que formaban los muelles habían sido llevadas río abajo y arrojadas a lo largo de las orillas; sólo el refuerzo de hormigón, rajado y roto, se encontraba en el lugar del tramo medio. Mientras seguía con la vista el camino del arroyo y la disposición de las piedras, vi algo blanco tirado en la orilla cercana, no muy lejos del agua. Bajé hasta allí y me encontré con algo que no esperaba ver.
Huesos. Huesos blanqueados, quizás mucho tiempo sumergidos en el agua, y ahora arrojados por el torrente. Quizás la vaca de algún granjero que se ahogó hace mucho tiempo. Pero el pensamiento apenas había entrado en mi mente cuando lo descarté, porque los huesos que ahora miraba eran al menos en parte humanos. Había un cráneo humano.
Pero no todos eran humanos, porque había algunos entre ellos que no se parecían a ningún hueso que yo hubiera visto: largos, flexibles por el aspecto, como de alguna criatura a medio formar, todos entrelazados con huesos humanos, de modo que apenas existía una definición entre ellos. Eran huesos que exigían sepultura; pero, por supuesto, no podían ser enterrados sin notificar a las autoridades correspondientes.
Busqué algo para llevarlos y mi mirada se posó en un burdo saco, también arrojado por el Miskatonic. Así que bajé y lo recogí. Aunque todavía estaba húmedo, lo extendí junto a los huesos. Luego los recogí, al principio todos entrelazados como estaban, a puñados; y luego uno a uno hasta el último hueso del dedo, y habiendo terminado, los cerré en el saco de arpillera atando las cuatro esquinas, y de esa manera los llevé de regreso a la casa, dejándolos en el sótano hasta que pudiese llevarlos a Dunwich más tarde ese mismo día, o tal vez a Arkham y a la sede del condado, pensando entonces que debería haber resistido el impulso de recogerlos y dejarlos donde los había encontrado, lo que sin duda las autoridades hubieran preferido.
Llego a esa parte de mi relato que, desde cualquier punto de vista, es increíble. He dicho que llevé los huesos directamente al sótano; ahora, no había ninguna razón por la que no pudiera haberlos depositado en la veranda o incluso en el estudio; sin embargo, sin dudarlo los llevé al sótano, y allí los dejé mientras volvía a la planta baja para preparar y comer el almuerzo que no me había molestado en preparar antes de caminar hacia el puente viejo. Cuando hube terminado, decidí llevar los huesos a las autoridades correspondientes y volví a bajar al sótano para recogerlos.
Juzgue mi desconcertado asombro al encontrar, cuando levanté el saco de arpillera, para encontrarlo vacío. Los huesos se habían ido. No podía creer la evidencia de mis propios sentidos. Regresé a la planta baja, encendí una lámpara y la llevé al sótano, donde procedí a registrar de pared en pared. Fue inútil. Nada había cambiado en el sótano desde que lo miré por primera vez (las ventanas no habían sido tocadas, porque las mismas telarañas todavía las cubrían) y, por lo que pude ver, la trampilla que conducía al túnel no se había levantado. Sin embargo, los huesos habían desaparecido irrevocablemente.
Regresé al estudio, desconcertado, comenzando a dudar de haber encontrado y llevado a casa algún hueso. ¡Pero de hecho lo había hecho! Mientras estaba sentado tratando de resolver mi perplejidad, se me ocurrió una posible, aunque descabellada, solución al misterio. Quizás los huesos no habían sido tan firmes como yo pensaba; quizás la exposición al aire los había reducido a polvo. Pero en ese caso seguramente ese polvo habría quedado a la vista. Y el saco estaba limpio, libre de los detritos blancos a los que se habrían reducido los huesos.
Es evidente que no podría acudir a las autoridades con una historia así, porque ciertamente me habrían considerado un loco. Pero no había nada que me impidiera hacer averiguaciones y, en consecuencia, conduje hasta Dunwich.
Perversamente, entré primero en la tienda de Whateley. Al verme, Tobias frunció el ceño.
—No le venderé nada —dijo antes de que hubiera tenido la oportunidad de hablar, y, a otro cliente, un viejo desaliñado, dijo intencionadamente—: ¡Este es el Bishop!
El viejo se escabulló rápidamente por la puerta.
—Vine a hacer una pregunta —dije.
—Hágala.
—¿Hay un cementerio a lo largo del Miskatonic en, cerca de ese viejo puente cerca de mi casa?
—No conozco ninguno. ¿Por qué? —preguntó con sospecha.
—No se lo puedo decir. Excepto que encontré algo que me hizo pensar eso.
Los ojos del propietario se entrecerraron. Se mordió el labio inferior. Entonces su rostro cetrino perdió el poco color que tenía.
—Huesos —susurró—. ¡Encontró huesos!
—No dije eso —respondí.
—¿Dónde los encontró? —demandó con voz urgente.
Extendí mis manos abiertas:
—No tengo huesos —dije, y salí de la tienda.
Mirando hacia atrás mientras caminaba hacia la rectoría de una pequeña iglesia en una calle lateral, vi que Whateley había cerrado su tienda y se apresuraba por la calle principal de Dunwich, evidentemente para difundir las sospechas que había expresado.
El nombre del ministro bautista, según su buzón, era Abraham Dunning, y estaba en casa: un hombre bajo, rechoncho, de mejillas sonrosadas y con gafas. Parecía tener unos sesenta y tantos años. Por suerte, mi nombre no significaba nada para él. Me invitó a un salón que evidentemente le servía de oficina. Le expliqué que había venido a hacerle algunas preguntas.
—Le ruego que las haga, señor Bishop —me invitó.
—Dígame, reverendo Dunning, ¿alguna vez ha oído hablar de brujos por aquí?
Se inclinó hacia atrás. Una sonrisa indulgente cruzó su rostro.
—Ah, señor Bishop, esta gente es supersticiosa. Muchos de ellos sí creen en brujas y brujos y en todo tipo de cosas, particularmente desde los eventos de 1928, cuando Wilbur Whateley y su hermano gemelo murieron. Whateley se creía un mago y seguía hablando de cosas extrañas, posiblemente de su hermano, horriblemente deformado por algún accidente de nacimiento, supongo, aunque los relatos que me dieron son demasiado confusos como para estar seguro.
—¿Conoció a mi difunto tío abuelo, Septimus Bishop?
Sacudió la cabeza.
—Eso fue antes de mi tiempo. Tengo una familia Bishop en mi rebaño, pero creo que son una rama diferente. Ignorantes. Y no hay parecido facial .
Le aseguré que no éramos parientes. Sin embargo, estaba claro que no sabía nada que pudiera ser de ayuda para mí; de modo que me marché tan pronto como pude decentemente, a pesar de que el reverendo Dunning estaba evidentemente ansioso por la compañía de un hombre educado, que no se encuentra comúnmente en Dunwich y sus alrededores, supuse.
Regresé a la casa, donde no pude evitar bajar una vez más al sótano para asegurarme de nuevo de que los huesos habían desaparecido. Y, por supuesto, no estaban. Y ni siquiera las ratas podrían haberlos llevado, uno por uno, más allá de la puerta del estudio y fuera de la casa sin que yo las hubiera visto.
Pero la sugerencia de las ratas puso en mente una nueva línea de pensamiento. Actuando en consecuencia, volví a entrar en el sótano con la lámpara y busqué con cuidado alguna abertura como la que pudieran usar las ratas, todavía buscando alguna explicación natural para la desaparición de los huesos.
No encontré nada.
Me resigné a su desaparición y pasé el resto del día tratando de concentrarme en otra cosa.
Pero esa noche me turbaron los sueños, sueños en los que vi los huesos reunirse en un esqueleto, y el esqueleto se revistió de carne, y los huesos como látigos crecieron hasta convertirse en algo que no es de este mundo, algo que cambiaba constantemente de forma, una cosa de absoluto horror. Luego soñé con un gran gato negro, con un monstruo con tentáculos y una mujer desnuda, encantadora. A esto le sucedieron imágenes de una cerda gigante y luego una perra flaca corriendo al lado de su amo; y, al despertar, me quedé tendido oyendo sonidos distantes que no pude identificar: un extraño resoplido y un babeo que parecían elevarse desde muy abajo, desde lo más profundo de la tierra, un desgarro y un chirrido que sugería algo espantoso y maligno.
Me levanté para librarme de los sueños y las alucinaciones, y caminé por la casa en la oscuridad, deteniéndome de vez en cuando para contemplar la noche a la luz de la luna, hasta que creí ver algo presionando contra la ventana su figura alargada y delgada, acompañada de una forma abominable que trotaba a su lado. La visión fue fugaz. Amos desaparecieron en el bosque oscuro que la luz de la luna no penetraba. Si alguna vez deseé la sabiduría de mi tío abuelo Septimus, fue entonces; porque la alucinación era aún más vívida que el sueño.
Sin embargo, la clara luz del día me persuadió de bajar al sótano, entrar en el túnel con la lámpara y pasar a la habitación subterránea, obligado a hacerlo por alguna fuerza que no entendí y no pude soportar. En la entrada de la sala subterránea pensé que la tierra estaba removida por algo más que mis huellas en mi visita anterior, no solo por huellas extrañas, sino por las marcas de algo que se arrastró allí desde la puerta en la ladera, y sentí aprensión cuando bajé a esa habitación. Pero no tenía por qué sentirme así, porque no había nadie allí. Me quedé con la lámpara en alto y miré a mi alrededor.
Todo estaba sin cambios —bancos de piedra, piso de ladrillo, altar— y sin embargo... Había una mancha en el altar, una gran mancha oscura que no recordaba haber visto. Lentamente, a regañadientes, avancé, aunque no tenía la voluntad ni la inclinación para hacerlo, hasta que la luz de la lámpara me reveló, recién mojada y reluciente, sin lugar a dudas un charco de sangre.
Y vi entonces, por primera vez, que había otras manchas mucho más antiguas, también oscuras, y todavía levemente rojas, que debían de ser sangre derramada allí hace mucho tiempo.
Conmocionado, huí, corrí por el túnel y me metí en el sótano inmediatamente debajo de la casa. Y allí me quedé para recuperar el aliento hasta que escuché un sonido de pasos arriba y subí cautelosamente a la planta baja.
Los pasos parecían provenir del estudio. Apagué la lámpara, porque la luz del exterior de la casa, a pesar de los árboles apiñados, era abundante, y me dirigí al estudio.
Allí estaba sentado un hombre de rostro enjuto, de semblante melancólico, su alto cuerpo oculto por un manto, sus ojos como fuego fijos en mí.
—Claramente es un Bishop—. dijo—. ¿Pero cuál?
—Ambrose —dije—. Hijo de William, nieto de Peter. Vine a conocer la propiedad de mi tío abuelo Septimus. ¿Y usted?
—He estado escondido durante mucho tiempo. Sobrino, soy tu tío abuelo Septimus.
Algo se movió detrás de él y miró desde detrás de su silla. Sacó su capa como para ocultar lo que había allí: una cosa escamosa con el rostro de una mujer encantadora.
Me desmayé.
Cuando volví recuperé la consciencia, me pareció escucharlo cerca de mí, hablando con alguien más:
—Tendremos que darle un poco más de tiempo.
Abriendo mis ojos con miedo, miré hacia dónde provenía la voz, pero no había nadie ahí.
IV
Cuatro días después me entregaron el primer número del Arkham Advertiser, dejado debajo de una piedra sobre lo que quedaba del pilar al lado de la carretera. Había entrado en una suscripción de seis meses cuando aproveché la oportunidad de estudiar sus archivos relacionados con mi tío. Resistí mi impulso inicial de descartarlo, porque me había suscrito simplemente como una cortesía a cambio del privilegio que se me concedía, y lo había llevado a la casa.
Aunque no tenía intención de leerlo, me llamó la atención un encabezado: Regresan las desapariciones en Dunwich. Con algo de aprensión, leí la historia a continuación.
«Seth Frye, de 18 años, empleado en la granja Howard Cole al norte de Dunwich, ha sido reportado como desaparecido. Fue visto por última vez hace tres noches saliendo de Dunwich de camino a casa. Esta es la segunda desaparición en el área de Dunwich en otros tantos días. Harold Sawyer, de 20 años, desapareció de las afueras de Dunwich sin dejar rastro hace dos días. El alguacil John Houghton y sus ayudantes están registrando el área, pero aún no informan ninguna pista. Ninguno de los dos jóvenes tenía motivos conocidos para desaparecer voluntariamente y se sospecha que ha cometido un delito.
«Los lectores mayores recordarán que una serie de desapariciones similares tuvo lugar hace más de veinte años, que culminaron con la desaparición de Septimus Bishop en el verano de 1929.
«El área de Dunwich es un remanso que tiene una reputación curiosa y ha aparecido de vez en cuando en las noticias, generalmente de una manera extraña, desde el misterioso asunto Whateley de 1928...»
Cerré el periódico, abrumado por el conocimiento de que los acontecimientos se estaban orientando hacia una sola explicación, una que incluso ahora me resistía a aceptar. Fue entonces cuando decidí anotar todo lo que había ocurrido, con la esperanza encontrar alguna relación entre un evento y otro. Muchos de ellos estaban algo confusos en mi mente. De todos modos, seguía pensando en los huesos que habían desaparecido del sótano y en las palabras de Wilbur Whateley en su carta a mi tío abuelo: Ellos desde el aire no pueden ayudar sin sangre humana. También medité sobre el misterioso regreso del tío abuelo Septimus y su igualmente misteriosa desaparición de nuevo, porque no había habido rastro de él desde que lo vi en el estudio.
Tiré el periódico al suelo, mi mente era un torbellino, pensaba en la tradición de brujos y familiares, en el poder del agua corriente para contener fantasmas y brujas y todas esas manifestaciones supersticiosas. Mi razón asediada.
Impulsado por una loca curiosidad por saber más, salí corriendo de la casa; sin prestar atención a las zarzas en mi camino, atravesé el carril hasta el coche y conduje por la carretera hacia Dunwich.
Apenas había puesto un pie en la tienda de Tobias Whateley cuando se enfrentó a mí con los ojos encendidos.
—¡Vete! —gritó ferozmente—. ¡Lo has hecho!
Me resultó imposible romper con su ira.
—Váyase del pueblo antes de que vuelva a suceder. Lo hicimos una vez, podemos hacerlo de nuevo. Conocía al chico, Seth. ¡Ustedes son los culpables, malditos Bishop!
Me alejé de su odio desnudo, y vi, mientras me retiraba a mi coche, la forma en que otros habitantes de Dunwich se agrupaban a lo largo de la calle, mirándome con un odio manifiesto.
Subí al coche y salí de Dunwich, sintiendo por primera vez un miedo creciente a lo desconocido contra el que toda racionalización era impotente.
Y una vez de vuelta en la Casa Bishop, encendí la lámpara y bajé al sótano. Entré en el túnel y lo recorrí hasta la trampilla del cuarto subterráneo. La levanté y me golpeó un olor a carbón, tal vez de esa otra abertura que nunca había mirado, porque la habitación, por mucho que se pudiera ver a la luz de mi lámpara, no había cambiado desde la última vez la había mirado.
Dejé caer la trampilla y huí por donde había venido.
Contra toda razón, sabía ahora el horror que sin querer había desatado sobre el campo, yo y las fuerzas ciegas de la naturaleza, el horror del arco medio del puente...
Más tarde, el tío abuelo Septimus me despertó de un sueño atormentado por pesadillas con una mano firme en mi hombro. Abrí los ojos para verlo vagamente en la oscuridad, y detrás de él el cuerpo blanco y desnudo de una mujer de pelo largo, cuyos ojos brillaban como fuego.
—Sobrino, estamos en peligro —dijo mi tío abuelo—. Ven.
Él y su compañera se volvieron y abandonaron el estudio.
Me levanté del sofá donde me había quedado dormido completamente vestido para poner estas últimas palabras en el relato que había escrito.
Afuera puedo ver el parpadeo de muchas antorchas. Sé quién está allí en el borde del bosque, los odiosos habitantes de Dunwich y el campo circundante, sé lo que pretenden hacer.
El tío abuelo Septimus y su compañera me esperan en el túnel. No hay otro curso para mí. Si tan solo no supieran de la puerta en la ladera….
***
El manuscrito de Bishop termina en este punto.
A modo de coincidencia, los buscadores de curiosidades encontrarán en las páginas interiores del Arkham Advertiser fechado once días después de la destrucción por incendio de la antigua casa Bishop, este párrafo:
Los habitantes de Dunwich han vuelto a hacerlo.
«Tras la desaparición de Ambrose Bishop, los habitantes de Dunwich han estado construyendo de nuevo. El viejo puente de Crary Road, que recientemente fue completamente destruido durante una inundación repentina en el Miskatonic, aparentemente tiene algo de encanto para los locales, que silenciosamente reconstruyeron uno de los arcos centrales en concreto y lo coronaron con lo que los antiguos de la zona describe como el Sello Antiguo. Nadie en Dunwich, al menos ante nuestro reportero, admitió tener conocimiento del viejo puente...»
August Derleth (1909-1971)
H.P. Lovecraft (1890-1937)
H.P. Lovecraft (1890-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de August Derleth. I Relatos de H.P. Lovecraft.
Más literatura gótica:
- Relatos de horror cósmico.
- Relatos pulp.
- Relatos de los Mitos de Cthulhu.
- Relatos fantásticos.
- Relatos norteamericanos.
2 comentarios:
Un efectivo final abierto.
Los Whateley tienen también su historia.
Que misterio esa mujer.
La mujer me causa gran intriga
.
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