«Una mujer rara vez encontrada»: William Sansom; relato y análisis


«Una mujer rara vez encontrada»: William Sansom; relato y análisis.




Una mujer rara vez encontrada (A Woman Seldom Found) es un relato fantástico del escritor inglés William Sansom (1912-1976), publicado originalmente en la antología de 1956: Un concurso de damas y otras historias (A Contest of Ladies and Other Stories). Un año después sería reeditado en una colección sumamente curiosa de Alfred Hitchcock, titulada: Historias que no me dejarían hacer en televisión (Stories They Wouldn't Let Me Do on TV).

Una mujer rara vez encontrada, sin dudas uno de los mejores cuentos de William Sansom, relata la historia de un joven melancólico que se encuentra de vacaciones en Roma. Justo cuando empieza a creer que todo a su alrededor es previsible, que las probabilidades de que no pase nada en su vida son espantosamente altas, conoce a una misteriosa mujer en las oscuras calles romanas. Todo parece indicar que, en efecto, lo extraordinario sí existe, como el encuentro perfecto.

SPOILERS.

Una mujer rara vez encontrada es un cuento muy breve, de apenas un par de páginas, y sumamente complejo de analizar. El final es tan... extraño, que resulta difícil recuperarse después de su lectura como para valorarlo en su justa medida.

Desde el momento en el que el protagonista se encuentra con esta misteriosa mujer sabemos que algo anda mal. Espantosamente mal. De algún modo se abre paso este enano patriarcal que todos tenemos dentro cuando ella se muestra demasiado... predispuesta. Se siente sola, dice, y solo quiere compañía, pero sabemos que esconde algo.

William Sansom perfila este escenario donde el desastre parece inminente. Podemos verlo venir, pero no sabemos en qué consiste. Luego sobreviene el final, tan brusco y discreto como descabellado; un clic, en este caso, literalmente, como un interruptor que apaga la luz. No sé exactamente por qué, pero estoy seguro de que a Kafka le habría encantado (ver: Kafka y lo kafkiano).

Que algo terrible se avecina es un requisito indispensable en el terreno de lo fantástico, y Una mujer rara vez encontrada lo utiliza con maestría. Solo que esperamos un algo conocido, asimilable, como la mujer hundiendo los colmillos en el cuello del protagonista una vez que están en la cama. Nada de eso sucede. Lo que sí sucede es absolutamente descabellado. Si el final de Una mujer rara vez encontrada no es extraño, sinceramente no sé qué lo es.

Es interesante ver cómo William Sansom va accionando pequeños interruptores en la mente del lector, predisponiéndolo para recibir un giro fantástico habitual, para luego despacharlo con un golpe de efecto demoledor en menos de dos páginas.




Una mujer rara vez encontrada.
A Woman Seldom Found, William Sansom (1912-1976)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Una vez, un joven estaba de visita en Roma.

Era su primera visita. Venía del campo, pero no era ni tan joven ni tan simple como para imaginar que una capital grande y hermosa debería ofrecer mejores promesas que cualquier otro lugar. También él sabía que la vida era, en gran parte, una ilusión; que, aunque podían suceder cosas maravillosas, sin embargo, muchas decepciones sobrevenían en compensación; y también sabía que la vida podía ofrecer una cualidad aún peor: la probabilidad de que no pasara nada.

Esto siempre era más posible en una gran ciudad que se dedicaba a sus propios asuntos.

Pensando de esta manera, contempló el trascendental panorama que se extendía ante él. Escuchó el creciente zumbido del tráfico vespertino y observó cómo las luces se encendían contra el dorado atardecer de Roma. Automóviles relucientes pasaban sigilosamente por las fuentes y giraban con urgencia hacia la luminosa Via Condotti, los carteles de neón rojo apuñalaban las sombras; las ventanillas de los autobuses estaban llenas de rostros decididos a ir a alguna parte; todos en la ciudad parecían concentrados en el propósito de la noche.

Solo él no tenía nada que hacer. Así que el joven se mantuvo en las calles más antiguas y tranquilas.

En una de esas calles, un callejón sin pavimento entre viejas casas amarillas, una calle que en Roma podría florecer repentinamente en una plaza secreta o en una iglesia barroca, notó que estaba solo, excepto por la figura de una mujer que caminaba colina abajo hacia él.

Mientras se acercaba, vio que estaba vestida con buen gusto; que en su porte ardía un suave fuego latino. Caminaba con dignidad.

Tenía la cara velada, pero era imposible imaginar que no sería hermosa. Al pensar que ella podría ser una de esas aventuras evasivas, se apoderó de él una melancolía mayor. Se sintió miserable; pequeño, hundido, lamentable. De modo que bajó los ojos, no sin antes lanzar una mirada furtiva a los de ella.

Estaba tan sorprendido por lo que vio que se detuvo.

No se había equivocado. Ella estaba sonriendo.

Vaciló, mientras consideraba la posibilidad de que fuese una prostituta. Pero no, no era ese tipo de sonrisa, aunque tampoco carecía de afecto.

Luego, sorprendentemente, ella habló.

—Yo sé que no debería preguntarte... pero es una hermosa noche, y quizás estés solo, tan solo como yo.

Ella era muy bella.

Él no pudo hablar. Pero una creciente euforia le dio el poder de sonreír. De modo que ella continuó, todavía vacilante.

—Pensé que, quizás… podríamos dar un paseo, tomar un aperitivo...

Por fin, el joven se logró controlar.

—Nada me agradaría más. Y el Véneto está solo a un minuto de aquí.

Ella sonrió de nuevo.

—Mi casa está aquí...

Caminaron en silencio unos pasos por la calle, hasta un desvío por el que ya había pasado el joven. Luego siguieron hasta donde terminaban las primeras casas humildes en una especie de recreo. Atravesaron una puerta y llegaron al muro de un jardín. Detrás de él se encontraba una gran y elegante mansión. La mujer, en cuyo rostro brillaba un curioso destello pálido —algo fusionado en la palidez transparente de la piel, de los ojos grises pero brillantes, de las cejas oscuras y el cabello de un negro intenso— metió la llave en la verja del jardín.

Fueron recibidos por un criado vestido con una librea de terciopelo. En un salón grande y exquisito, bajo candelabros de fino cristal y ante un patio verde húmedo donde jugaba el agua, se les sirvió un vino espumoso. Conversaron. El vino, mezclado en la cálida noche romana, los llenó de un calor interior de regocijo. Pero, de vez en cuando, el joven la miraba con curiosidad.

Con sus miradas, con muchas inflexiones sutiles de dientes y ojos, ella estaba induciendo una intimidad que sugería mucho. Sintió que debía tener cuidado. Al final pensó que lo mejor sería agradecerle, de alguna manera, para eliminar cualquier obligación que pudiera tener. Pero aquí ella lo interrumpió, primero con una sonrisa, luego con una mirada de cierta tristeza.

Ella le rogó que se ahorrara cualquier perturbación; sabía que era un extraño, y que en tal situación él pudiera sospechar algún segundo propósito, pero la simple verdad seguía siendo que ella se sentía sola y —esto lo dijo con cierta deferencia— algo quizás en él, quizás en ese momento de anochecer en la calle, le había resultó ineludiblemente atractivo.

No había podido evitarlo.

La posibilidad de un encuentro perfecto, un sueño que años de desilusión nunca empañarían, lo decidió. Su euforia se elevó más allá de todo control. Él le creyó. Y a partir de entonces las perfecciones se acentuaron. Por invitación de ella, cenaron.

Los criados trajeron manjares de gran delicadeza: mariscos, carne de ave, frutos blandos. Y luego se sentaron en un sofá cerca del patio, donde hacía fresco. Trajeron licores.

Los criados se retiraron.

Un silencio cayó sobre la casa.

Se abrazaron.

En su dormitorio, ante la imagen de ella enmarcada por las cortinas de la cama y vagamente desnuda en una camisola de seda, él derramó su amor, un amor que iba a ser eterno, que sería siempre perfecto, tan fabuloso como este exquisito encuentro.

Suavemente, habló de que nada saldría mal, que nada se interpondría entre ellos. Y con mucha suavidad apartó las sábanas.

Pero, de repente, en el momento en que por fin yacía a su lado, cuando sus labios estaban casi sobre los de ella, vaciló.

Algo andaba mal. Se podía sentirlo. Escuchó, sintió y luego vio que la culpa era suya. Luces sombreadas y suaves junto a la cama, pero había sido tan descuidado como para dejar encendida la brillante lámpara de araña eléctrica en el centro del techo. Recordó que el interruptor estaba junto a la puerta. Por una fracción de segundo, entonces, vaciló. Levantó los párpados, miró el candelabro y comprendió.

Sus ojos brillaron.

Ella murmuró:

—Amado mío, no te preocupes, no te muevas...

Y ella extendió su mano.

Su mano se hizo más grande, su brazo se alargó más y más, se extendió a través de las cortinas de la cama, a través de la alfombra, enorme, ensombreciendo toda la habitación, hasta que por fin sus dedos gigantes llegaron a la puerta.

William Sansom (1912-1976)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de William Sansom.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Sansom: Una mujer rara vez encontrada (A Woman Seldom Found), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

luis dijo...

Hola Sebastián, exelente relato y final, concuerdo con que algo raro había en ella y si,uno esperaría la típica vampiresa o mujer lobo, talvez la maestría del relato se encuentra en la duda, que es ella, talvez una elemental de los bosques que sobrevivió hasta el presente para encontrar el amor en un mortal o talvez algo más siniestro, esa duda es lo que mata, el destino del protagonista y la verdadera intención de la presunta victimaria, sin embargo si puedo decir que la actitud de ella no deja entrever peligro, solo inquietud por su característica sobrenatural.

Sebastian Beringheli dijo...

Exacto, Luis. Sansom derriba todas las presunciones y expectativas, y nos deja en un espeso charco de incertidumbre al final. Ella podría ser todo eso que mencionas, o algo completamente diferente. Nunca lo sabremos.

Saludos!

Anónimo dijo...

Tal vez solo era una solitaria gigante de hielo de los mitos nórdicos.



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