«Sangre para la vampira muerta»: Robert Leslie Bellem; relato y análisis


«Sangre para la vampira muerta»: Robert Leslie Bellem; relato y análisis.




Sangre para la vampira muerta (Blood for the Vampire Dead) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Robert Leslie Bellem (1902-1968), publicado por primera vez en la edición de marzo de 1940 de la revista Mystery Tales, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.

Sangre para el vampiro muerto, sin dudas el cuento de Robert Leslie Bellem más conocido, nos situa a la medianoche, durante una tormenta, donde un un hombre desesperado golpea a la puerta del doctor Croft; quien a su vez ha estado tratando a su esposa, Eula Starko, por una rara enfermedad de la sangre. A pesar de sus esfuerzos, la paciente muere sin que se conozca realmente la causa.

Al parecer, el curandero local, llamado Ludwell, ha estado agitando a la gente de la aldea. Ahora lidera una turba enfurecida que se acerca al hospital para reclamar el cuerpo de Euna Starko, a quien consideran un vampiro. Esa acusación, aunque extraña, no carece de fundamentos.

Sangre para la vampira muerta evidencia las virtudes narrativas de Robert Leslie Bellam, un autor que no se detiene en descripciones innecesarias. Por el contrario, establece detalles horripilantes en trazos más bien gruesos, típicos del relato pulp, y mantiene las cosas en continuo movimiento.




Sangre para la vampira muerta.
Blood for the Vampire Dead, Robert Leslie Bellem (1902-1968)

Sobre el ulular del viento, justo a la medianoche mientras la tormenta caía en las montañas, se oyó el grito desesperado de un hombre.

―¡Doctor Croft! ¡Abra, por Dios, antes de que sea demasiado tarde!

Tim Croft, destinado por las autoridades a este pequeño hospital en los confines de las Ozarks, se despertó de forma abrupta al oír el grito agónico y los golpes en la puerta de su habitación, situada en uno de los laterales del edificio principal. Se calzó un par de zapatos gastados, encendió una luz, y abrió la desvencijada puerta.

Sobre él cayó un chorro de agua de lluvia estancada. Se limpió los ojos y vio al hombre que había llamado a la puerta. Era Jeb Starko, de la Hondonada Embrujada, a una milla de los riscos de las colinas: una zona maldita, según las supersticiones locales, acechada por criaturas de la noche. Empapado, con el rostro sin afeitar y pálido por el miedo, Starko se tambaleaba en el vano de la puerta.

―¡Tiene que detenerlos, doc! ―gimió―. ¡Vienen por mi Eula!

―¿Por su esposa? Pero ella está... ―Croft evitó la triste noticia que tenía que darle al montañés―. ¿Quién viene y por qué? ―preguntó en cambio.

―Los Ludwell, del clan de las llanuras. ¡Malditos! Dicen que Eula es una vampiresa y pretenden matarla. ¡Irán también por usted, doctor, y por sus enfermeras si no tiene cuidado!

Croft se estremeció.

Los Ludwell se había mostrado reacios a su llegada, del mismo modo en que se mostraban reacios al progreso. En más de una ocasión habían lanzado oscuras amenazas contra él por intentar educar a los nativos, cuestionando sus antiguas creencias en materia de hierbas, encantamientos y filtros mágicos. Si era cierto que ahora estaban en camino al hospital, entonces efectivamente la cosa era grave.

Guardaba un viejo revólver en el cajón superior del escritorio. Lo sacó y se lo metió en el bolsillo. Luego giró en redondo al oír unos pasos sigilosos a su espalda. Su enfermera del turno diurno, Brenda Lemoyne, entró como una rápidamente a la habitación, vestida apenas con un impermeable sobre el camisón.

―Tim, querido, ¿qué ocurre? ―susurró―. Oí un alboroto.

La rodeó con sus brazos. Algún día sería su esposa, cuando lograse el ascenso a un cargo más importante. Frunció el ceño con preocupación al verla en sus aposentos.

―Deberías haberte quedado en tu cuarto con Edith Paxon ―dijo con el semblante serio.

―Pero Edith no está. La busqué antes de venir aquí, pero no pude encontrarla. Tim, dime qué está pasando.

―Los Ludwell. Están en camino.

―¿Los Ludwell? Oh, Tim, ¡tengo miedo!

―Yo me ocuparé de ellos ―dijo serenamente.

Ella tembló mientras se aferraba a él.

―Quizás no puedas. Ya sabes cuánto nos odian, Tim. Y ese Lige Ludwell es peligroso. Hoy mismo, en el pueblo, alguien me dijo que sacó a su propia hija de la casa durante la tormenta después de castigarla con una correa de cuero. Parece que ella se ha enamorado de un chico que no es del gusto de su padre. Un hombre capaz de hacer algo así es capaz de hacer... cosas peores.

Croft forzó una sonrisa.

―Quizás no vengan hasta aquí, después de todo.

Pero al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, el tembloroso Jeb Starko señaló a través de la entrada hacia la carretera.

―No se engañe, doc. ¡Ahí vienen!

Croft echó una ojeada hacia la tormenta y vio un grupo de hombres con semblantes adustos que avanzaban con dificultad, cubiertos de barro hasta los tobillos. Tres portaban linternas, mientras que los otros dos transportaban una carga que se hundía espantosamente entre ambos. Era la forma inerte de una mujer joven, horriblemente pálida.

Por una especie de sexto sentido profesional, Croft supo que la chica estaba muerta, y la inquietud se transformó en miedo cuando reconoció en ella el rostro de la hija de Lige Ludwell. Pero ¿qué había causado su muerte? ¿Y por qué traer su cuerpo aquí?

Los cinco montañeses se pararon frente a la puerta y Lige Ludwell, lanzando una mirada furibunda, avanzó un paso.

―Tenemos algunos asuntos que tratar con usted, doc ―anunció.

―¿Qué tipo de asuntos?

―Queremos a la mujer vampiro.

―No sé de lo que está hablando.

―Sí que lo sabe. Es Eula Starko. Ella mordió a mi hija. La mató y bebió su sangre.

Hizo un gesto hacia el pálido cadáver que sostenían sus hermanos de clan.

―Los vampiros no existen, hombre. Eso es absurdo.

―No, no lo es, doctor Croft. Usted está protegiendo a Eula Starko, y usted sabe que es una vampira que se alimenta de sangre. Ahora lo que queremos es llevárnosla de aquí y clavarle una estaca de nogal que le atraviese el corazón. ¡Y por Dios que lo haremos!

Jeb Starko se agarró al brazo de Croft.

―¡No deje que se lleven a mi Eula! ―exclamó sofocado―. No es una vampira. Ella es... está... tan sólo enferma.

―No, Jeb. No les permitiré que se la lleven. Pero Eula no está enferma; es peor que eso ―Croft se volvió hacia los Ludwell―. Puedo probar que se equivocan. ¡Vean ustedes mismos! Eula murió a las cuatro en punto de la tarde.

Un grito enloquecido brotó de la delgada garganta de Jeb Starko.

―¿Mi Eula? ¿Muerta? Dios, ¿por que no me lo ha dicho?

―Tranquilícese, Jeb. Hicimos todo lo posible por salvarla. Le dije desde un principio que sufría nefrosis. Es una enfermedad extremadamente rara, y pocos enfermos logran vencerla. Conocía el tratamiento que le estábamos aplicando. Lo siento, mi querido amigo. No fue culpa de nadie. Le llegó su hora, supongo.

Starko salió tambaleándose bajo la lluvia, aturdido, convulsionando los hombros, mientras su llanto se elevaba por encima del lamento del viento. Mientras tanto Lige Ludwell entró a codazos en la cabaña.

―Usted dice que la vampira está muerta, pero no le creemos. Queremos ver el cuerpo.

―No estoy obligado a mostrárselo, pero les dejaré que le echen un vistazo, para probar lo que les digo ―contestó Croft relajadamente―. Pero primero déjeme examinar a su hija. Quiero saber qué es lo que le causó la muerte.

Metieron a la chica en la habitación. Brenda Lemoyne dijo con voz entrecortada:

―¡Tim, mira! ―dijo señalando con un dedo tembloroso.

Sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Surcando la piel blanca de la garganta, justo a través de la yugular, se veían cuatro incisiones profundas.

―¡Dios mío! ―musitó Tim Croft mientras se arrodillaba para inspeccionar más de cerca las heridas.

Entonces miró a los hombres del clan que se hallaban apiñados a su alrededor.

―¿Cómo ha ocurrido esto?

Lige Ludwell retorció el semblante en una mueca:

―Supongo que quizás ahora cambie usted de opinión acerca de los vampiros. Cualquiera puede ver qué clase de criatura le hizo esas marcas.

―¿Podría dejar de hablar sobre vampiros y responder mi pregunta? Quiero saber cómo ocurrió esto.

―¿Cómo vamos a saberlo? La encontramos colgada de una rama en la Hondonada Embrujada. ¡Por todos los santos! Estaba colgada boca abajo, sin sangre, tán pálida como usted la ve ahora. Y no había una sola gota de sangre en la tierra bajo su cuerpo.


―Por supuesto que no había sangre. La lluvia se la llevó, naturalmente. En todo caso, se trata de un asesinato. Alguien la mató y luego intentó hacerlo pasar por la obra de un vampiro para desviar la atención ―apretó los labios―. Me he enterado de que usted la golpeó y la echó de casa. Quizás...

Ludwell dejó escapar un aullido de ira:

―¿Me está acusando de matar a mi propia hija? ¡Le haremos pagar por esto, doctor Croft! ¡Recuerde mis palabras, usted y sus enfermeras desearán no haber puesto jamás los pies en estas montañas antes de que acabe con todos!

Cerró los puños y parecía dispuesto a atacar, con los ojos brillantes como los de un animal salvaje. Croft sacó su revólver y lo amartilló.

―Manténgase alejado, Ludwell. No he acusado a nadie. Tan sólo he comentado un hecho. En cuanto a sus amenazas, bueno, ya veo que está intentando empezar una pelea. Al culpar por el asesinato de su hija a Eula Starko, espera provocar la mala opinión contra el hospital por haberla cobijado, como dice usted. Bueno, yo puedo acabar con todo eso. Ya le he dicho que Eula murió a las cuatro en punto de esta tarde. Usted dijo que encontró a la chica más tarde, de noche. Los muertos no cometen asesinatos.

―Los vampiros sí.

―¡No sea irracional, quiere!

Estaba empezando a cansarse de tanta superstición sobre vampiros. Se levantó.

―El cuerpo de Eula está aún en el edificio del hospital. No pude movilizarla de aquí por culpa de la tormenta. Ahora vengan conmigo, todos ustedes. Les probaré lo que estoy diciendo.

Entre murmullos, los Ludwell se dejaron conducir como un rebaño bajo la lluvia. Brenda Lemoyne se mantuvo pegada a Tim Croft, mientras que Jeb Starko seguía rezagado al grupo. Cruzaron la explanada hacia el edificio del hospital, una estructura baja de madera, de una sola planta, lo suficientemente grande para acomodar cuatro camas, una sala de cirugía y un dispensario. Croft abrió la puerta principal, hizo una señal a los otros para que entrasen y encendió las luces.

La mano de Brenda Lemoyne salió despedida hacia su boca:

―¡Tim! ―susurró. Su mirada aterrada se dirigió a la cama desordenada donde la adorable y joven esposa de Jeb Starko había yacido en silencio mortal―. ¡Su cuerpo ha desaparecido!

En efecto. La cama estaba vacía.

Tim Croft sintió un sudor frío en las palmas de las manos y reprimió una maldición al inspeccionar la sala. Que una mujer muerta desapareciera como el humo por su propia voluntad era obviamente imposible. Sin embargo, aparentemente eso es lo que había sucedido.

―¡Eula! ¡Mi Eula! ―gritó sofocado Jeb Starko. Se giró por completo para encarar al clan de los Ludwell―. Ustedes se la llevaron, ¡que sus almas se pudran en el infierno! ¡Uno de ustedes vino aquí y se la llevó mientras el resto hablaba con el doctor!

Croft lo agarró, lo inmovilizó y forcejeó con él hasta apaciguarlo. Entonces Lige Ludwell, dirigiéndose a grandes zancadas hacia el fondo de la sala, emitió un súbito y ronco grito de triunfo.

―¡Vengan, miren esto! ―gritó―. ¡Supongo que ahora me creerá cuando le digo que Eula Starko es una vampira!

Todo el mundo se apresuró hacia la puerta que señalaba Lige, con el doctor en cabeza. Al llegar al umbral, Croft se quedó helado por el terror.

―¡Por todos los cielos! ―susurró al inspeccionar la sala de cirugía; entonces intentó ahorrarle la horrible visión a Brenda Lemoyne.

En la pequeña estancia de paredes blancas se balanceaba, colgada boca abajo, la enfermera del turno de noche desaparecida, Edith Paxon. Pendía de una viga del techo; y su cuerpo se balanceaba suavemente, como un péndulo. Había una incisiones profundas sobre su yugular.

Brenda Lemoyne se acurrucó temblorosa contra Tim Croft.

―¿Será cierto? ¿Regresó Eula Starko de la muerte para beber la sangre de Edith?

―¡No! ―exclamó él ásperamente―. ¡No es así! ¡No puede ser!

Tomó un estetoscopio, lo colocó sobre el corazón de la enfermera y no pudo detectar pulso.

―Está muerta ―anunció lúgubremente―. ¡Ahora mismo voy a informar al sheriff de todo esto! Ven conmigo, Brenda. Nos vamos. Ustedes, los Ludwell, no se les ocurra tocar nada ―advirtió.

―No tiene de qué preocuparse ―gruñó Lige Ludwell―. Nos vamos a cazar a la vampira antes de que mate a alguien más. Vamos, muchachos.

Jeb Starko intentó detenerlos.

―¡No dejaré que le hagan nada a Eula! ―gritó―. Quizás ella sea eso que dicen, pero es mi esposa, y no lo voy a permitir.

Lige le golpeó y lo dejó tambaleándose.

―Cierra la boca, idiota ―gruñó amenazadoramente. Luego miró a Tim Croft y a Brenda―. En cuanto a ustedes dos, bueno, pronto les llegará su turno. Si no hubieran cobijado al vampiro, nada de esto hubiera pasado.

Los montaraces se marcharon desvaneciéndose en la tormenta. Jeb Starko se escabulló tras ellos, azuzado como un perro sarnoso. Croft agarró el brazo de Brenda.

―Algo me dice que nos quedan muchas cosas por ver esta noche.

La condujo hacia el garaje donde guardaba su viejo descapotable. Ella se acurrucó junto a él en el coche.

―Tim, tengo miedo. ¿Crees que puede haber algo cierto en lo que cuentan los Ludwell?

―No. Por supuesto que no.

Pero íntimamente no estaba tan seguro. Todos sus conocimientos, todo su aprendizaje científico y médico, se rebelaba contra la creencia de que una persona muerta pudiera revertir su condición. Sin embargo, ¿de qué otra forma podría haber ocurrido todo aquello? ¿Quién más podría haber sido responsable? ¿Y dónde diablos estaba el cadáver de Eula Starko?

―¡Tim! ―dijo Brenda―. Después de ir al pueblo e informar de todo esto al sheriff, por favor, no volvamos por aquí esta noche.

―De acuerdo. No volveremos hasta que se haga de día, mi cielo.

Encendió el motor, que le respondió con un esperanzador repiqueteo. Se dirigió hacia la irregular carretera, y no vio ningún rastro de los Ludwell. Era como si la noche se hubiera abierto y los hubiera engullido. Condujo en silencio hasta que notó de pronto que las ruedas delanteras se hundían en un lodazal de barro.

―¡Maldita sea!

El descapotable viró hacia un lado, hundiéndose aún más profundamente. Y ahí se quedó atascado.

―Creo que tendré que desinflar las ruedas traseras para conseguir mayor tracción ―dijo.

Salió del auto y los pies se le hundieron en el barro. Se inclinó sobre una de las ruedas traseras intentando encontrar la válvula. Algo procedente de la oscuridad saltó sobre él, y un golpe terrible cayó sobre su cabeza. Luces cegadoras le atravesaron el cerebro y se sintió caer. Como si vinieran de otro mundo, oyó los gritos agudos de Brenda. Intentó incorporarse, pero una sofocante oscuridad lo barrió por completo. Se desplomó sobre el barro y permaneció allí, inconsciente.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Pero cuando finalmente intentó incorporarse, vio que estaba solo. Brenda no estaba en el descapotable. No había rastro de ella en ninguna parte.

―¡Brenda! ―gritó con voz ronca―. ¡Brenda!

No obtuvo respuesta; tan sólo el ulular del viento y el repiqueteo de la lluvia sobre los arbustos. Un miedo enfermizo lo asaltó; no por él mismo, sino por la mujer a la que amaba. Recordó las siniestras amenazas de Lige Ludwell, y recordó también cómo habían muerto su ropia hija de Lige y la enfermera Paxon. Quizás Brenda pendía ahora boca abajo en algún lugar.

Hasta esa noche, él mismo se habría burlado de tantas supersticiones. Pero en vista de lo que había sucedido, un frío pegajoso lo perforó al considerar que los Ludwell quizás tenían razón al acusar a Eula Starko. Y mientras su razón rechazaba tal idea, su instinto lo empujaba a averiguarlo por sí mismo; a buscar la verdad, fuera cual fuera.

Comenzó a correr a través de la tormenta. Los riscos quedaban a su izquierda. Un tortuoso camino permitía cruzarlos y abrirse paso hacia la cabaña de Stark. Croft tropezó en la parte más alta de este sendero traicionero y las ramas le golpearon el rostro. Exhausto, alcanzó por fin la cumbre y comenzó el descenso. Sus pies resbalaban en el lodo. Entonces, enfrente vio una luz y se dio cuenta de que había llegado a su destino. La cabaña de los Starko estaba ante sus narices.

Se acercó sigilosamente hasta la ventana. Miró al interior y sintió cómo se le erizaba el cabello en la cabeza.

―¡Dios mío! ―exclamó.

Eula Starko, que yacía muerta en la cama del hospital la última vez que la vio, estaba ahora sentada con la espalda erguida en una silla frente a una rústica mesa. Delante de ella había unos cuencos que contenían un fluido espeso y rojo. Sus ojos se dirigían hacia la ventana, vidriosos, inexpresivos. Gotas de un líquido carmesí caían desde las comisuras de su boca.

Entonces, desde algún lugar de la montaña, llegó un débil alarido de una mujer.

―¡Brenda!

Croft se lanzó hacia el camino en busca del origen del espeluznante alarido. Mientras corría, escuchó otra vez el grito, pero esta vez parecía estar más cerca. A su derecha vislumbró un débil destello de luz amarilla que parecía brotar de la misma montaña. Sabía que allí no había cabañas, pues el terreno era demasiado escarpado. Sin embargo la luz era real, y el grito se escuchó de nuevo.

―¡Tim! ¡Tim! ¡Ayúdame!

Pero la llamada cesó abruptamente, como si hubiera sido amortiguada por dedos asfixiantes.

Croft salió del camino y comenzó a trepar hacia la luz. En una ocasión una roca se desprendió y a punto estuvo de caer hacia el riachuelo que rugía a bastante distancia bajo sus pies. Pero logró recuperar el apoyo y continuó hacia adelante como un loco, con un solo objetivo en mente.

Por fin llegó hasta la luz.

Emanaba de la boca de una cueva, como las fauces de un gusano descuminal que roía las entrañas de la montaña. Dentro brillaban algunas lámparas y se oían voces de hombres que susurraban para acallar los gritos de la prisionera. Croft se agachó, gateó hacia los ruidos. Entonces la furia se apoderó de él, hasta el punto de clavarse sus propias uñas en las palmas de las manos.

―¡Brenda! ―gritó.

Estaba colgada por los tobillos de una barra de hierro atornillada a una pared izquierda de la cueva. Cuatro de los Ludwell la observaban. Al menos no había marcas de colmillos en su cuello.

―¡Tim, oh, gracias a Dios!

Pero no pudo llegar hasta ella. El cuarteto de hombres del clan lo atrapó y lo lanzaron bruscamente contra el suelo de la caverna. Forcejeó como un maníaco, golpeando con puños, codos y pies; pero al final lograron inmovilizarlo con una cuerda, arrastrándolo hacia una barricada entre las rocas.

―Mantente callado, a menos que quieras que te matemos ahora mismo.

―¡Locos! ¡Desatadme! ¿Qué significa todo esto?

―Vamos a atrapar a la vampira, y para eso vamos a utilizar a tu chica como carnada.

―¿Dónde está Lige? ¡Es a él a quien tengo que encontrar!

―Lige está afuera, rastreando la zona. Ahoraa va a callarse o tendremos que golpearlo.

―¡Dios! ¡No sabén lo que estáis haciendo! ¡Si algo le sucede a la señorita Lemoyne ustedes serán los responsables. Tienen que desatarla. ¡Ya! No es necesario tender una trampa. Yo sé dónde está la v...

En ese momento un puño se estrelló violentamente contra su mandíbula, sumiéndolo en el silencio. Lúgubremente, por encima del zumbido en sus oídos, oyó a uno de ellos:

―Creo que será mejor que apaguemos las luces ―dijo―. He oído decir que los vampiros prefieren la oscuridad.

Escuchó entonces un ruido de pasos sigilosos, y una tras otra fueron apagadas las lámparas. Una oscuridad sólida inundó la cueva, así como un silencio tan sólo roto por los amortiguados gemidos de Brenda Lemoyne.

Un fragmento afilado de roca se hundió dolorosamente en las costillas de Croft, presionándole como un cuchillo. Se giró hacia un lado y una idea iluminó su cerebro. Presionó la muñeca atada contra el borde de la roca y comenzó a serrarla hacia atrás y hacia delante. Ahora sabía que fueron los Ludwell quienes lo abatieron en la carretera para llevarse a Brenda. Y también sabía cuáles serían las consecuencias de los planes de Lige, a menos que hiciera algo de inmediato.

Una delgada hebra se partió, y luego otra. Y entonces, por fin, sus ataduras cedieron.

Silenciosamente se debatió en la oscuridad para llegar a los nudos de los tobillos. Tiró de ellos hasta que las puntas de los dedos le abrasaron y las uñas se le desprendieron de raíz. Cuando estaba desatando el último nudo, oyó que alguien entraba en la cueva.

Se incorporó preparándose para saltar. Una cerilla brilló en la oscuridad.

Lige Ludwell era el recién llegado. En ese momento se acercaba a Brenda, estudiándola, inclinándose sobre su garganta. El terror se deslizó en los ojos desorbitados de la chica.

Tim Croft se abalanzó contra la ancha espalda reclinada de Ludwell. Y cuando le golpeó, la cerilla se apagó. El montañés se revolvió e intentó cerrar sus dedos alrededor del cuello de Croft, que presintió sus intenciones y logró evitarlo lanzando a su vez ambos puños hacia adelante. Lige Ludwell gimió y se alejó, mientras Croft jadeaba a su lado.

Detrás de las rocas, lo otros cuatro hombres del clan salieron atropelladamente para ayudar a su jefe. Uno de ellos soltó una maldición mientras buscaba una lámpara.

―¡Callaos, idiotas! ―susurró el doctor secamente en la oscuridad―. La trampa está a punto de funcionar. Por eso golpeé a Lige, para evitar que nos descubriese. ¡Todos al suelo!

Se oyó un sonido resbaladizo en la entrada de la cueva, y a continuación un fulgor encarnado brilló allí como un fuego diabólico. A través de la amortiguada luz vieron cómo una forma huidiza se escabullía hacia delante, y luego un estrépito metálico.

Brenda gritó otra vez.

―Tim... me tiene... la garganta...

Él se lanzó hacia ella, y sus fuertes brazos se cerraron alrededor de una forma que se retorcía.

―Encended otra luz.

Los hombres del clan salieron de su escondite y encendieron fósforos. Las mechas de queroseno chisporrotearon cuando les acercaron las llamas. Lige Ludwell se tambaleaba allí de pie, con mirada estúpida.

―¿Jeb? ¿Jeb Starko?

Tim Croft asintió con la cabeza.

―Sujétenlo mientras desato a la señorita Lemoyne.

Le obedecieron de buena gana, y Croft cortó las ataduras de Brenda con un cuchillo que le alcanzaron.

―Ya pasó todo, querida ―susurró.

Maniatado y desvalido, Jeb Starko gimoteó:

―¡Nunca han existido los vampiros, malditos sean! No tenían ningún derecho a decir...

Croft lanzó una mirada de misericordia hacia el prisionero.

―Tiene razón, Jeb. No había ningún vampiro; tan sólo era usted y su ignorancia acerca de los métodos médicos. Yo le dije que su mujer sufría de nefrosis, una enfermedad en la que la sangre rechaza las proteínas y deja de suministrar agua a los riñones. La única forma para tratarlo es la transfusión, inyectar sangre de otro en las venas del paciente.

»Usted sabía que estábamos manteniendo a Eula viva suministrándole sangre nueva, refrigerada y enviada aquí desde el banco de sangre del hospital del condado. Y, a pesar de eso, ella seguía empeorando. Usted pensó que la razón por la que no mejoraba era porque no le estábamos dando suficiente sangre fresca. Y decidió entonces hacer algo al respecto.

»Apresó a la hija de Lige Ludwell en el bosque, la mató, drenó la sangre de sus venas y la depositó en un cubo de metal. No tenía ni idea acerca de los métodos de transfusión, de modo que pensó que le administrábamos la sangre a su esposa por la boca. Usted quería llevar la sangre de la hija de los Ludwell hasta el hospital para dársela a Eula, hasta que supo que los Ludwell habían descubierto el cadáver y habían llegado a una conclusión errónea.

»Eso le asustó. Sabía que los Ludwell pensaban que Eula era un vampiro. Así que vino al hospital para advertirme. Entonces le dije que su esposa había muerto y usted casi se vuelve loco de pena. Mientras yo estaba discutiendo con los Ludwell en mi cabaña, usted se escabulló hasta el edificio del hospital y se llevó el cuerpo de Eula, lo transportó hasta el bosque y lo escondió. Quizás mi enfermera de noche, Edith Paxon, estaba allí y le pescó con las manos en la masa; no lo sé. Pero sí sé que usted la mató, la llevó a la sala de cirugía y drenó su sangre en un contenedor.

―Yo sólo quería devolverle la vida a Eula ―sollozó el hombre.

―Sí. Me di cuenta de ello cuando vi el cadáver en su cabaña, con aquellos cuencos de sangre sobre la mesa y la sangre fluyendo de la boca de Eula. Había estado intentando meterle la sangre por su garganta inerte, ¿no es así?

―Ella... ella... no quería beber.

Croft asintió.

―Y entonces salió en búsqueda de otra víctima y oyó a la señorita Lemoyne gritando aquí en la cueva. Vino para investigar, llevando consigo la lámpara roja que debe de haber robado de entre el material de alguna obra en la carretera ―suspiró al girarse hacia los Ludwell―. Pueden ustedes imaginar el resto, supongo. Estaban tras la pista incorrecta, pero su trampa funcionó.

―Supongo que quizás nosotros también nos equivocamos con usted, doctor ―dijo Lige Ludwell―. Mis chicos y yo queremos llevarnos bien con usted de ahora en adelante, si le parece bien.

Croft le ofreció la mano. Y en ese momento Jeb Starko, con una explosión repentina de fuerza, se zafó de sus captores.

―¡Voy a volver con Eula! ―gritó mientras se apresuraba hacia la salida de la cueva.

Pero justo al llegar al borde resbaló y se precipitó hacia el vacío, gritando como un loco. Se oyó el ruido seco de su cuerpo al impactar contra el suelo del fondo. Después el silencio, a excepción de la lluvia y el canto fúnebre del viento.

Robert Leslie Bellem (1902-1968)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis y resumen del cuento de Robert Leslie Bellem : Sangre para la vampira muerta (Blood for the Vampire Dead), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Magistral cuento. Con el médico Croft, célebre apellido, actuando como detective. Y el asesino es el menos esperado.



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