«La casa embrujada»: Edith Nesbit; relato y análisis.
La casa embrujada (The Haunted House) es un relato de fantasmas de la escritora inglesa Edith Nesbit (1858-1924), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1913 de la revista The Strand Magazine, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.
La casa embrujada, uno de los cuentos de Edith Nesbit más destacados, a menudo suele ser considerado como algo más que un relato sobrenatural acerca de la típica casa embrujada. Muchos, de hecho, lo inscriben dentro del relato de vampiros, aunque en este caso sería más apropiado hablar de vampirismo dentro de un marco más amplio de eventos paranormales.
El argumento de La casa embrujada narra la historia de un inescrupuloso científico, quien convoca a un grupo de investigadores paranormales para que exploren los misterios de una antigua rectoría, solo para usar a aquellos que responden a la convocatoria en experimentos verdaderamente siniestros.
La casa embrujada.
The Haunted House, Edith Nesbit (1858-1924)
Fue por casualidad que Desmond llegó a la casa embrujada. Había estado fuera de Inglaterra durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le habían enseñado cuán fácilmente se desgaja uno de su lugar de origen. Había tomado habitaciones en Greyhound tras convencerse de que no había razón para que siguiera en Elmstead más tiempo que en cualquier otro sombrío lugar a las afueras de Londres. Escribió a todos sus amigos cuyas direcciones recordaba y se dispuso a esperar la respuesta a sus cartas. Quería hablar con alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se tumbaba en el largo sofá con el diario de avisos entre las manos y sus apacibles ojos grises seguían las líneas una tras otra con un aburrimiento intolerable. Esto fue lo que leyó:
Una casa embrujada:
Anunciante ansioso de que se investigue el fenómeno. Cualquier investigador acreditado recibirá todas las facilidades. Escribir a Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres.
Anunciante ansioso de que se investigue el fenómeno. Cualquier investigador acreditado recibirá todas las facilidades. Escribir a Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres.
—¡Suena bien! —se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y zascandil de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía nada con intentarlo, así que le envió un telegrama:
—Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en su casa y ver al fantasma? William Desmond.
Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la amplia mesa Pembroke del salón.
—Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde Charing Cross. Tren eléctrico. Wildon Prior, Rectoría de Ormehurst, Kent.
—¡Perfecto! —se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en el bar un horario de trenes—. Wilson, ese estupendo canalla. Será divertido verlo otra vez.
Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía una bañera mecánica, y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara abrupta, con los ojos líquidos, le espetó al verle:
—¿Es usted amigo del señor Prior, señor?
Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue largo, y mucho menos placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un carruaje. La última parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron ante un cementerio y una iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta de una gran verja, siempre al amparo de unos árboles muy altos. Frente a la verja se alzaba una casa blanca con las ventanas desnudas, desoladoras.
—Qué lugar tan interesante —se dijo Desmond sarcástico, mientras pegaba botes en el asiento de la traqueteante bañera mecánica.
El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que llevaban a la puerta, y se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su cabeza se llenó al instante del sonido de una campanilla no menos herrumbrosa. Nadie salió a la puerta, por lo que volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a su llamada en esta ocasión, pero oyó el sonido inequívoco de una ventana abriéndose sobre el porche. Dio unos pasos atrás y miró hacia arriba. Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde luego, no se parecía en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba la impresión de que le hacía una seña. Y la seña parecía decirle: ¡Lárguese!
—¿No será un asilo para lunáticos? —se preguntó Desmond y volvió a hacer sonar la campanilla herrumbrosa.
Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre la piedra. Se dejó sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la puerta, y Desmond, confuso y un tanto arrebolado, se sorprendió escrutando un par de ojos muy oscuros, de mirada amigable, mientras oía una voz que le preguntaba:
—¿Es usted el señor Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone.
Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio siguiendo a un hombre en su edad más que madura, atractivo y elegante, imbuido de un gran aire de serenidad y dominio; era justo eso que suele definirse como un hombre de mundo. El hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón biblioteca.
—Será su tío —pensó Desmond dejándose caer en un confortable sillón orejero; y luego agregó en voz alta—. ¿Cómo estará Wildon? Espero que bien.
El otro le miraba.
—Perdone, señor —dijo dubitativo.
—¿He preguntado cómo estará Wildon?
—Estoy muy bien, gracias —dijo el otro con bastante formalidad.
—Ahora le ruego yo que me disculpe —dijo entonces Desmond—; no supuse que también se llamara usted Wildon… Wildon Prior.
—Soy Wildon Prior —respondió el otro— y usted, supongo, ha de ser el experto de la Sociedad Psíquica.
—¡No, por Dios! —exclamó Desmond—. Soy amigo de Wildon Prior, pero está claro que hay dos Wildon Prior.
—Pero ¿no mandó usted un telegrama? ¿No es usted el señor Desmond? La Sociedad Psíquica convino en enviar un experto, y creí por eso...
—Comprendo —dijo Desmond—. Y yo creí que era usted Wildon Prior, mi viejo amigo, un hombre aún joven —y no pudo evitar ponerse colorado.
—¡Ah, ya veo! —dijo Wildon Prior—. Sin duda, es usted amigo de mi sobrino. ¿Y sabe él que venía usted? Pues no ha dicho nada. Le confieso que me siento un tanto confuso, pero me alegro mucho de conocerle. Se quedará usted, ¿verdad? Si es que puede soportar la visión del espectro de un anciano como yo, claro. Esta misma noche escribiré a Will pidiéndole que se reúna cuanto antes con nosotros.
—Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de haber venido. También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario de avisos, porque... —y comenzó a hablar de Elmstead, de su soledad y de su aburrimiento.
El señor Prior lo escuchaba con gran interés.
—¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al menos le habrán escrito. Supongo que les daría usted su dirección.
—Pues no lo hice ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles de nuevo. ¿Podré ir a Correos?
—Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las llevará a Correos; después cenaremos y le hablaré del fantasma.
Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado entró el señor Prior.
—Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus largas manos, muy blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las ocho. La habitación, como el salón biblioteca, era confortable y cálida. Espero que esté cómodo.
Desmond estaba seguro de que se encontraría cómodo. Casi al instante se presentaba el hombre bajo y moreno que había llevado a Desmond a la casa, desde la estación, con un candelabro de plata en la mano. Avanzando desde las sombras de la puerta hasta ellos, entre los círculos de luz que arrojaban las velas, surgió entonces una figura.
—Mi ayudante, el señor Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó su mano para estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le pareció era el que se había asomado a la ventana cuando llegó a la casa, el que pareció hacerle un gesto diciéndole: ¡lárguese!
Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no decir pacientes, o chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho mi ayudante.
—¿Sabe? —dijo Desmond a Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo. La Rectoría, todo y eso. Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío que era clérigo.
—Oh, no —dijo Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría. El rector opina que es un lugar muy húmedo, y la iglesia está abandonada. No pueden hacer frente a los gastos de su restauración. Sirva un vino al señor Desmond, López.
El hombre bajito y moreno de rostro abrupto le llenó una copa.
—Este lugar es magnífico para realizar mis experimentos —siguió diciendo Prior—. Digamos que sé un poco de química, señor Desmond, materia en la que me asiste Verney.
Verney susurró algo parecido a: es un orgullo para mí, hundiéndose de nuevo en su silencio.
—Todos tenemos nuestro hobby —continuó Prior—, y el mío es la química. Felizmente, dispongo de una buena renta que me permite ocuparme de ello. Wildon, mi sobrino, ya sabe, se ríe de mí y llama a la química la ciencia de los malos olores, pero le aseguro que es algo que lo absorbe a uno por completo. Sí, es un hobby muy absorbente.
Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras Desmond y su anfitrión estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca pudieran del fuego del hogar, eso que Prior llamó: la reconfortante caricia del fuego, pues la noche comenzaba a ser fría.
—Y ahora —dijo Desmond—, ¿querría contarme la historia de ese fantasma?
El otro echó un vistazo alrededor del salón.
—La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni siquiera la historia de un fantasma; ocurre que, bueno, a mí nunca me ha pasado, pero sí a Verney, pobre muchacho. Y eso le ha destrozado los nervios, no ha vuelto a ser el mismo.
Desmond notó que algo temblaba dentro de sí.
—La habitación embrujada... ¿es la mía? —preguntó al fin.
—No se puede hablar de una habitación ni de una dependencia de la casa en concreto —dijo el otro, hablando muy despacio—. Ni se puede hablar de que se le haya aparecido a alguien en concreto.
—¿Eso quiere decir que lo podría ver cualquiera?
—Es que, en realidad, nadie lo ve; no es el tipo de fantasma al que se ve o se oye.
—Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una palabra —dijo Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le ve ni se le oye?
—Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Prior—. Sólo digo que en esta casa hay algo que no es normal. Varios de mis ayudantes han tenido que irse de aquí sucesivamente. Ese algo les afectó los nervios.
—¿Y qué ha sido de esos ayudantes suyos? —preguntó Desmond.
—Bueno, no lo sé, se fueron, ya sabe —respondió Prior vagamente—. Uno no va a esperar que la gente quiera sacrificar su salud, claro A veces pienso, ya sabe usted, señor Desmond, que hay mucho cotilleo en los pueblos, a veces pienso que hay gente dispuesta a asustarse por lo que sea; y entre esos cotilleos de los que hablo hay mucha fantasía. Confío en que el experto que nos envíe la Sociedad Psíquica no sea un neurótico más. Aunque también es verdad que aun sin ser un neurótico, uno puede... Pero no, usted no cree en fantasmas, señor Desmond. Su sentido común, tan anglosajón, se lo impide.
—Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond—. Por parte de padre soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy mucha importancia a la raza.
—¿Y por parte de madre? —preguntó Prior con gran interés.
Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la forma en que Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un cierto grado de resentimiento hacia su anfitrión, al que de pronto comenzó a percibir como un antagonista.
—Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china; de hecho me he llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían que por mi nariz, a buen seguro tuve un antepasado indio piel roja.
—Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con una insistencia bastante descortés.
—Pues no sabría decirlo —respondió Desmond a punto de echarse a reír, pero conteniéndose—. Mi cabello, ya lo ve, es más bien rizado, y la verdad es que muchos de mis antepasados por parte de madre anduvieron por las Indias Occidentales. ¿Debo entender que está usted interesado en las diferencias raciales?
—No exactamente, no —dijo Prior un tanto sorprendido por la pregunta—. Pero comprenda que puedan interesarme algunos detalles sobre su familia, señor Desmond. Me parece —añadió con una sonrisa tan enigmática como afable— que usted y yo vamos a ser buenos amigos.
Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado que experimentaba, una sensación que se había impuesto a la primera y tan placentera de confort, pues hasta entonces se sintió muy bien atendido por aquel hombre.
—Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe tanto de un extraño como yo.
Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió whisky con soda, y comenzó a contar, al fin, la historia de la casa.
—Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —dijo—. Esto fue un priorato, ya sabe. Hay una leyenda según la cual el propio rey Enrique VIII le dio tal consideración cuando comenzó a desamortizar los monasterios. Pero aquello, más bien, acabaría convirtiéndose en una maldición; sí, parece que hubo en ello una maldición.
De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre. Desmond supuso que había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa, siguió diciendo:
—Una maldición que causó muchas muertes. Y cada cien años se produce una muerte más, siempre del mismo y misterioso modo.
Desmond se vio de repente de pie; estaba como adormilado y se escuchó decir:
—Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo. Espero que no me tenga por un maleducado, pero creo que ha llegado el momento de que me retire, la verdad es que estoy cansado.
—Claro, claro, mi querido amigo.
Prior acompañó a Desmond hasta su habitación.
—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien, cierre la puerta por dentro, así se sentirá más tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento para los fantasmas, pero a uno siempre le parece que si echa el cerrojo será más difícil que entren, aunque si le dijésemos esto a un amigo se echaría a reír sin remedio. La risa también espanta a los fantasmas, por lo demás, estoy seguro.
William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era, durmiendo profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando. Se sintió muy cansado y confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su cerebro, débil y oscuro al principio, le negaba las respuestas. Y cuando lo recordó todo, un espasmo de repugnancia, algo que le pareció haber sentido en algún momento durante la noche, volvió a golpearle fuertemente, dejándole sin aliento.
Pensó que lo habían envenenado, que le habían drogado.
—Tengo que salir de aquí —se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse al tirador de la campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta.
Tiró para llamar, y al momento la cama, el armario, el mobiliario todo de la habitación pareció dar vueltas a su alrededor y caerle luego encima. Perdió el conocimiento. Lo siguiente que supo fue que alguien le ponía un poco de brandy en los labios. Abrió entonces los ojos y vio ante sí a Prior, que parecía preocuparse por él. A su lado estaba su ayudante, pálido y con los ojos acuosos y translúcidos. Vio también al criado moreno, estólido y silencioso. Y escuchó que Verney decía a Prior:
—Esto es intolerable; quiero decirle que...
—Cállese, está recuperando el sentido.
Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del todo enfermo pero sí bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos, bebidas, té, distintos estimulantes y un cuidado constante, le devolvían poco a poco a su estado más o menos normal. Se preguntaba a veces por aquella vaga sospecha suya, que recordaba con no menor vaguedad, de su primera noche en la casa; pero todos ellos, con sus atenciones, le demostraban que su sospecha era absurda, por mucho que estuviese en una casa embrujada.
—Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a su anfitrión—. ¿Por qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil?
Esta vez Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras ocasiones para decirle después que esperase a sentirse más recuperado.
—Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el fantasma, y me parece que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al respecto.
—¿Y por qué no ha vuelto?
—Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted —le recordó su anfitrión, pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde aquel amanecer en que hizo sonar la campanilla del cuarto—. Ahora —siguió diciendo Prior—, si no me considera poco hospitalario, creo que le vendría mucho mejor irse de aquí. Debería ir junto al mar.
—Supongo que no he recibido correspondencia —dijo Desmond con cierto desaliento.
—Nada. ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden, Kent, ya sabe.
—Creo que no puse Crittenden —dijo Desmond—. Copié la dirección de su telegrama —dijo sacando el papel rosado de su bolsillo.
—Pues será por eso —dijo el otro.
—Ha sido culpa suya, señor —dijo Desmond abruptamente.
—Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo deseo que venga Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un telegrama diciendo que no puede venir.
—Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con envidia—; pero, escuche, cuénteme más sobre ese fantasma, si es que realmente hay algo que contar. Ya estoy bastante bien, me siento tranquilo y recuperado, y me gustaría saber por qué he llegado a enloquecer de este modo.
—Bien —Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de las dalias y los girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora, no tengo noticia de que ese supuesto fantasma cause realmente daño. ¿Recuerda la historia que le conté acerca de aquel hombre que recibió de Enrique VIII esta casa, recuerda usted lo que le dije de una maldición? La esposa de aquel hombre fue enterrada en la cripta de la iglesia. Pues bien, hay sobre eso algunas leyendas. Le confieso que deseaba ardientemente ver esa tumba, por lo que entré allí. Esa cripta estaba cerrada por una puerta de hierro, que abrí con una vieja llave. Pero no pude cerrarla de nuevo.
—¿De veras? —se asombró Desmond.
—Supondrá usted que llamé a un cerrajero, claro; pero no lo hice. Verá, esa pequeña cripta me pareció un buen lugar para instalar un laboratorio suplementario; además, si hubiera llamado a alguien para que viese la cerradura, habría ido contándolo por ahí. Tendría que haber dejado, al cabo, mi laboratorio, quizá también mi casa.
—Comprendo.
—Pero lo más curioso —siguió diciendo Prior, ahora en voz más baja— es que fue a partir de ese instante cuando la casa se tornó, digamos, embrujada. Fue a partir de ese momento cuando comenzaron a suceder esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente, como usted mismo… Y que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido padecían de pérdida de sangre. Además —dudó un instante—, además, esa herida que muestra usted en la garganta... Le dije que quizá se había herido al caer desvanecido después de tocar la campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es que usted tiene en la garganta esa misma herida pequeña y reblandecida, un tanto blanquecina, que mostraban los demás. No sabe cuánto desearía —añadió frunciendo el ceño— cerrar de nuevo esa cripta. Pero la vieja llave no sirve.
—Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond, secretamente convencido de que en realidad se había herido en la garganta al caer sin sentido, y que la historia que le contaba su anfitrión, era, sin más, cosa de lunáticos; total, poniendo una nueva cerradura se acababa el caso—. Soy ingeniero, señor —siguió diciendo con cierta altivez tras una pausa, mientras se levantaba de la tumbona—. Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la cerradura; puede que con un poco de aceite, sin más. Bien, echemos un vistazo a esa cerradura.
Siguió a Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría bien, entraron en el recinto, húmedo y con musgo en el suelo. La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el azul del cielo parecía estrellarse contra los agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta baja y de roble macizo que había más allá de lo que en tiempos fuera la capilla de la Virgen y, tras abrirla, Prior se detuvo para encender una vela que había en una palmatoria, sobre una repisa excavada en la piedra.
Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado. Era una cripta típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la misma había un hueco al que impedía el acceso una reja antigua y muy bien trabajada, tras de la cual había una puerta de hierro.
—Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban protección contra la hechicería —dijo Prior—. Ésta es la cerradura —dijo alumbrándola con la vela; la puerta estaba entreabierta.
Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta. Desmond trabajó apenas un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma de ave untada en aceite. Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y otro.
—Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el suelo y la llave en la mano, girándola una y otra vez en el interior de la cerradura.
—¿Me permite?
Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo girar, la sacó después y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la palmatoria y la llave, y el anciano se abalanzó sobre Desmond.
—¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las manos de aquel hombre eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia.
Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea, violentamente atrapado.
Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond. Desmond odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como una liebre atrapada. Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo anudado a su nuca se la tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose, resistiéndose inútilmente contra algo. Las manos de Prior ya le habían soltado.
—Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró a Desmond en el suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había, supuso él, ataúdes—, créame que siento mucho hacer lo que hago, pero la ciencia está por encima de la amistad, mi querido Desmond —su voz sonaba ahora franca y amistosa—. Voy a explicarle el porqué de mi proceder, y estoy seguro de que sabrá comprenderme; verá que un hombre de honor no podría actuar de otra manera.
»Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se encuentra usted, el lugar más necesario, por otra parte. Me di cuenta desde el principio. Pero permita que me explique, pues no creo que lo pueda entender usted por las buenas. No importa. Soy el más grande científico desde Newton, y crea que lo digo sin la menor vanidad. Sé cómo modificar la naturaleza de los hombres. Puedo hacer de un hombre lo que me venga en gana. Y todo, mediante una simple transfusión de sangre.
»Lopez, ya lo conoce usted, mi criado, tiene sangre de perro en las venas; se la puse yo e hice de él mi esclavo. Es como un perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de perro, igualmente, pero también lleva la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar lo del fantasma; y lleva además algo de mi propia sangre, porque era mi deseo que fuese lo suficientemente inteligente como para que pudiese prestarme ayuda. Y es que, amigo mío, hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá usted cuando le diga.
Empezó a utilizar una serie de términos técnicos y muchas palabras que para Desmond no significaban nada; no hacía más que pensar, sin embargo, en cómo huir de allí. De no hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como una rata! Si al menos pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez.
—Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme, querido amigo —añadió suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted que el auténtico elixir de la vida es la sangre. La sangre es la vida, ya lo sabe usted, y mi gran descubrimiento no es otro que el haber logrado la inmortalidad del hombre, devolviéndole su juventud cuando lo amerite. Uno sólo necesita sangre de alguien que lleve en sí la de cuatro razas, la de los cuatro colores, blanca, negra, amarilla y roja.
»Su sangre es única, amigo mío, porque reúne esas cuatro cualidades. Ya tomé bastante de su sangre aquella noche, cuando se desvaneció usted. Yo soy el vampiro que se la tomó, ya lo ve —y se echó a reír de buena gana—. Pero su sangre no me hizo el efecto que esperaba. Quizá la droga que le di para que durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá no tomé la cantidad necesaria. Pero en esta ocasión lo haré, créame.
Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando aflojar el pañuelo con los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su nudo de la nuca al cuello. Ya tenía liberada la boca, así que dijo:
—No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda la familia de mi madre proviene de Devon.
—No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese en su lugar.
Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora mucha luz, desde donde estaba, en un nicho. Desmond vio entonces con claridad que en los otros nichos había ataúdes. Se preguntaba qué haría aquel loco con su cadáver cuando todo hubiese acabado. Comenzó a sangrarle de nuevo la pequeña herida que tenía en el cuello. Notó la sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si no volvería a desmayarse, sentía que le iba a pasar.
—Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa. Pero Verney se puso a beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con él. Además, hubiera sido una cruel pérdida de tiempo.
Prior guardó silencio unos instantes, mirándolo fijamente.
Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos, quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra de Prior era negra y llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía frente a sí.
Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las emociones, sin embargo, parecían agostarse en los sentidos cada vez más debilitados de Desmond. En sueños, si uno grita puede despertarse; pero él no podía gritar. En sueños, uno puede tomar la decisión de moverse, y se mueve, despertándose igualmente. Pero no podía hacerlo. Lo que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de un ataúd y emergió una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó sobre Prior haciendo que rodase por el suelo de piedra de la cripta, en silencio, sin lucha.
Lo último que pudo escuchar Desmond antes de desmayarse fue un horrible chillido de Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía hacia donde estaba él.
—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le ofrecía un poco de brandy—. Ya está usted a salvo. Prior está encerrado y atado en el laboratorio. Todo está bien.
Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario blanco.
—Era yo. Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo. ¿Puede caminar? Permita que le ayude. Vamos, saldremos sin problemas, he dejado abiertas las puertas.
Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que volvería a ver. Allí estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando ahora el reloj de sol que había en la fachada de la casa. Todo había sucedido en menos de cincuenta minutos.
—Cuénteme —pidió a Verney, que comenzó a contárselo todo sucintamente, haciendo alguna corta pausa—. Quise prevenirle, recuerde que salí a la ventana. Al principio creí en la valía de sus experimentos, estaba plenamente convencido. Por aquel entonces yo era muy joven aún, y bien sabe Dios cuánto he pagado por ello. Pero cuando lo vi llegar a usted, me acordé de golpe de lo que les había pasado a otros que vinieron a esta casa. Lopez, esa bestia, se encargaba de ellos después de emborracharse. Es un bruto inhumano. Yo hablé con Prior la primera noche, y me prometió que no le haría nada a usted. Pero lo hizo.
—Debió de avisarme.
—Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió que le dejaría ir en cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero cuando le oí contar lo de la llave y la cripta, bien... supe lo que pasaría. Así que tomé una sábana, y ya sabe el resto.
—¿Y por qué no intervino antes?
—No me atrevía. Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese destrozado de haberme descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro. Tenía que sorprenderlo de repente, cuanto estuviese descuidado y quieto; aproveché el instante en que realmente pudiera creer que un muerto salía de su ataúd para defenderlo a usted, eso le paralizaría. Bueno, voy a preparar el caballo y el coche para llevarlo a usted a la comisaría de policía de Crittenden. A Prior vendrán a buscarlo para encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de remate, que es un loco peligroso.
—Pero usted... La policía... ¿No corre peligro?
—No, estoy a salvo. Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie creerá lo que diga. Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni escribió él mismo a su amigo Prior para que viniera a reunirse con usted. No he podido dar con López; debió sospechar algo y se largó.
Pero no pudo hacerlo. Lo encontraron mudo, lloriqueante, tembloroso, escondido en la cripta.
Llegaron varios policías, media docena de ellos, por lo menos, para llevarse al viejo loco de la casa embrujada. El señor enmudeció tanto como su criado. No dijo una palabra. No volvería a hablar desde aquel día.
Edith Nesbit (1858-1924)
Relatos góticos. I Relatos de Edith Nesbit.
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El análisis y resumen del cuento de Edith Nesbit: La casa embrujada (The Haunted House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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