«El espíritu moderno»: Katherine Mansfield; relato y análisis


«El espíritu moderno»: Katherine Mansfield; relato y análisis.




El espíritu moderno (The Modern Soul) es un relato modernista de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield (1888-1923), publicado originalmente en la revista The New Age, en 1911, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: En un balneario alemán (In a German Pension).

El espíritu moderno, uno de los cuentos de Katherine Mansfield más notables, presenta una serie de personajes y situaciones extraordinarias; como por ejemplo un vanidoso profesor de música alemán, quien le explica al narrador por qué come cerezas con semejante voracidad, al parecer, debido a que favorecen la salivación para tocar el trombón.

En este contexto, El espíritu moderno de Katherine Mansfield es un relato que se centra en los personajes, no tanto en la acción. Aquí, la autora expone con verdadera maestría la postura hipócrita de una época compleja para y llena de matices.




El espíritu moderno.
The Modern Soul, Katherine Mansfield (1888-1923)

—Buenas tardes —dijo el Herr Professor al estrecharme la mano—. ¡Un tiempo espléndido! Acabo de llegar de la fiesta del bosque. He estado haciendo música para ellos con mi trombón. ¿Sabe usted?, esos pinos proporcionan un acompañamiento muy adecuado para un trombón. Suspiran delicadeza contra su fuerza sostenida, como hice notar en Frankfurt, en una conferencia sobre instrumentos de viento. ¿Me permite que me siente a su lado en este banco, gnädige Frau?

Lo hizo sacando del bolsillo interior de su abrigo un envoltorio de papel blanco.

—Cerezas —dijo, según inclinaba la cabeza y sonreía. No hay nada como las cerezas para generar saliva después de tocar el trombón, sobre todo después del Ich Liebe Dich de Grieg. Esos sostenidos del «liebe» me dejan la garganta más seca que un túnel de ferrocarril. ¿Quiere una? —Agitó hacia mí la bolsa.

—Prefiero ver cómo las come.

—¡Aja! —Cruzó las piernas y acunó la bolsa entre las rodillas, para dejar libres las manos—. He entendido la psicología de su negativa. Es su innata delicadeza femenina, que prefiere las sensaciones etéreas... O tal vez sea que no le agradan los gusanos. Porque todas las cerezas los tienen. Una vez, en la universidad, hice un experimento muy interesante con un colega. Abrimos con los dientes cuatro libras de las mejores cerezas y no encontramos un solo ejemplar sin gusano. Pero ¿qué quiere usted? Como le señalé a él luego: «Querido amigo, la moraleja es esta: si uno quiere satisfacer sus deseos en la naturaleza, hay que tener la fuerza de prescindir de sus realidades...». Esta conversación ¿no será muy superficial para usted? Tengo tan raramente ocasión y tiempo de abrir mi corazón a una mujer, que estas cosas suelen pasarme por alto...

Le miré con viveza.

—¡Mire qué grande es ésta! —exclamó el Herr Professor—. Por sí sola es casi un bocado. Y tan bonita como para colgarla de una cadena de reloj. —La masticó y luego escupió el hueso, lanzándolo a increíble distancia, al otro lado del camino, en el macizo de flores. Me di cuenta de que estaba orgulloso de su hazaña—. La cantidad de fruta que he comido aquí sentado —suspiró—.Albaricoques, melocotones, cerezas... Algún día ese macizo se convertirá en huerto de frutales y yo le permitiré coger lo que quiera, sin pagar nada.

Se lo agradecí sin demostrar demasiada emoción.

—Lo que me recuerda —se golpeó un lado de la nariz con el dedo— que el gerente me dio anoche la cuenta de la semana, después de la cena. Es casi imposible creerlo. No espero que lo crea. Me ha cargado un extra por un miserable vasito de leche que me tomo en la cama, por las noches, para prevenir el insomnio. Naturalmente no lo he pagado. Pero la tragedia de la historia es esta: ya no puedo esperar que la leche me ayude a dormir; mi pacífica actitud mental respecto a ese remedio ha quedado completamente destruida. Sé que me entrará fiebre si pretendo comprender esa falta de generosidad en un hombre tan rico como el gerente. Piense en mí esta noche —aplastó la bolsa vacía con un pie—, piense que me estará sucediendo lo peor mientras usted, dormida, deja caer la cabeza en la almohada.

Dos damas aparecieron en la escalinata que daba frente al hotel y se detuvieron, cogidas del brazo, mirando hacia el jardín. Una era vieja y flaca, vestida casi enteramente de orlas de abalorios negros, y llevaba una bolsita de raso; la otra, joven y delgada, lucía un vestido blanco y tenía el cabello rubio bellamente adornado con aromáticas florecillas de almorta. El profesor arqueó los pies hacia dentro, se enderezó con un respingo y tiró de las puntas de su chaleco.

—Las Godowska —murmuró—. ¿Las conoce? Madre e hija, de Viena. La madre tiene una dolencia interna, y la hija es actriz. Fräulein Sonia es un espíritu moderno. Creo que la encontrará usted muy simpática. Precisamente ahora se ve obligada a ocuparse de su madre. Pero ¡qué temperamento! Yo la describí una vez en su álbum de autógrafos como una tigresa con una flor en el cabello. ¿Me permite? Tal vez pueda convencerlas, y presentárselas.

—Voy a subir a mi habitación —dije.

Pero el profesor se levantó y agitó hacia mí un dedo juguetón.

—No —replicó—. Somos amigos y, por lo tanto, le hablaré con toda claridad. Creo que considerarían un poco «señalado» que usted se retirara inmediatamente cuando ellas se acercan, después de haber estado sentada aquí conmigo durante el crepúsculo. Usted conoce este mundo. Sí, lo conoce tan bien como yo.

—Buenas noches —gorjeó Frau Godowska—. ¡Un tiempo espléndido! Me ha provocado un ataque de fiebre del heno. —Fräulein Godowska, que no decía nada, se abalanzó sobre una rosa que crecía en el embrionario huerto y luego alargó la mano, en solemne ademán, hacia el Herr Professor. Él nos presentó.

—Esta es la amiga inglesa de quien les he hablado. Es la extranjera de nuestro entorno. Hemos estado comiendo cerezas.

—¡Delicioso! —suspiró Frau Godowska—. Mi hija y yo la hemos observado a usted a menudo desde la ventana del dormitorio, ¿verdad Sonia?

Sonia recorría mi exterior visible con una mirada espiritual e interna y se dignó repetir en mi favor el magnífico ademán de antes. Los cuatro nos sentamos en el banco, con el débil aire de excitación de los pasajeros que se instalan en el vagón de un tren a punto de partir. Frau Godowska estornudó.

—Me pregunto si es fiebre del heno —reiteró mientras hurgaba en su bolsita de raso en busca de un pañuelo—. ¿O será el rocío? Sonia, querida, ¿está cayendo el rocío?

Fräulein Sonia alzó el rostro hacia el cielo y entornó los párpados.

—No, mamá, tengo la cara completamente seca. ¡Oh, mire, Herr Professor, golondrinas en vuelo! Son como una pequeña bandada de pensamientos japoneses, nicht wahrl?

—¿Dónde? —preguntó el Herr Professor—. ¡Oh, sí, ya los veo: junto a la chimenea de la cocina! Pero ¿por qué dice usted «japoneses»? ¡No podría usted compararlos, con la misma veracidad, a una pequeña bandada de pensamientos alemanes en vuelo? —Se volvió hacia mí—:¿Hay golondrinas en Inglaterra?

—Creo que algunas, en determinadas estaciones. Pero, indudablemente, no tienen el mismo valor simbólico para los ingleses. En Alemania...

—Nunca estuve en Inglaterra —interrumpió Fräulein Sonia—, pero tengo muchos conocidos ingleses. ¡Son tan fríos! —Y se echó a temblar.

—Tienen la sangre fría como los peces —sentenció Frau Godowska—. Sin alma, sin corazón, sin gracia. Pero hay que reconocer que sus prendas de vestir son inigualables. Pasé una semana en Brighton, hace veinte años, y la manta de viaje que compré allí aún me dura... es esa en que envuelves la botella de agua caliente, Sonia. Mi llorado marido, tu padre, Sonia, sabía mucho de Inglaterra. Pero, cuanto más sabia, más a menudo me comentaba: «Inglaterra es solo una isla de carne de buey nadando en un mar de salsa». ¡Qué modo tan brillante de presentar las cosas! ¿Te acuerdas, Sonia?

—No me olvido de nada, mamá —contestó Sonia.

Dijo el Herr Professor:

—Esa es la prueba de su vocación, gnädige Fräulein. Ahora me pregunto, y esto es una teoría interesante: ¿es la memoria un don o, excuse la palabra, una maldición?

Frau Godowska miró hacia la lejanía; entonces las comisuras de sus labios cayeron y su piel se arrugó. Empezó a llorar.

—¡Ach Gott!, Madre de Dios, ¿qué he dicho? —exclamó el profesor.

Sonia tomó la mano de su madre.

—¿Sabe? —dijo—: hoy tenemos para cenar zanahorias estofadas y tarta de nueces. ¿Qué tal si entramos y ocupamos nuestros sitios? ¿No es cierto?

Su mirada oblicua y trágica nos acusaba, al profesor y a mí, en ese momento. Los seguí por el césped y escalera arriba. Frau Godowska murmuraba: «Tan maravilloso y querido esposo». Con la mano libre de Fräulein Sonia se arreglaba la guarnición de florecillas de almorta. Esta tarde, a las ocho y media, en el salón, se celebrará un concierto a beneficio de los atribulados niños católicos. Artistas: Fräulein Sonia Godowska, de Viena; Herr Professor Windberg y su trombón; la esposa del maestro superior Weidel, y otros. Este aviso estaba atado al cuello del melancólico venado del comedor.

Días antes del acontecimiento lo adornaba como un babero blanco y rojo haciendo que el Herr Professor se inclinase ante él y dijera: «Que aproveche», hasta que la broma llegó a aburrirnos y dejamos la sonrisa para el camarero, a quien pagaban para complacer a los huéspedes. En el día indicado las mujeres casadas navegaban por el hotel vestidas como sillas tapizadas, y las solteras como pañitos de tocador de muselina. Frau Godowska sujetó una rosa en el centro de su bolsito; otra flor estaba clavada en los pliegues confusos de un antimacassar2 que le cubría el pecho.

Los caballeros vestían traje negro, corbata blanca de seda, y llevaban, en el ojal, una flor con esparraguera que les cosquilleaba la barbilla. El suelo del salón estaba recién encerado, sillas y bancos, dispuestos, y una hilera de banderines, ensartados a lo largo del techo, volaban y bailaban al son de la corriente. Se decidió que yo me sentaría al lado de Frau Godowska y que el Herr Professor y Sonia se reunirían con nosotras cuando hubiera terminado su intervención en el concierto.

—Esto hará que se sienta casi uno de los intérpretes —dijo ingeniosamente el Herr Professor—. Es una pena que la nación inglesa sea tan poco musical. No importa. Esta noche va a oír usted algo; durante los ensayos hemos descubierto un nido de talentos.

—¿Qué tiene usted intención de recitar, Fräulein Sonia?

Ella echó hacia atrás la cabeza.

—Nunca lo sé hasta el último minuto. Cuando salgo al escenario, espero un instante y entonces tengo una sensación, como si algo me golpeara aquí —colocó su mano sobre el broche del cuello— y... ¡llegan las palabras!

—Inclínate un instante —susurró la madre—. Sonia, querida, el imperdible de la falda se te ve por detrás. En un momento te lo pongo bien. ¿O vas a hacerlo tú misma?

—¡Oh, mamá, por favor, no me digas eso! —Sonia se ruborizó y se enfadó mucho—. Sabes lo sensible que soy, en momentos así, a cualquier impresión desagradable... Preferiría que la falda se soltara del todo...

—¡Sonia, mi vida!

Tintineó una campanilla. El camarero entró y levantó la tapa del piano. En la acalorada excitación del momento olvidó completamente qué era lo adecuado, y golpeaba las teclas con una sucia servilleta de cocina que llevaba al brazo. La esposa del maestro superior entró a paso ligero en la tarima, seguida por un espléndido y joven caballero que se sonó dos veces antes de arrojar el pañuelo a la caja del piano.

…Sí, yo sé que no tienes para mí ningún amor, y ningún nomeolvides. Ni amor ni corazón ni nomeolvides…

Cantó la esposa del maestro superior con una voz que parecía salida de un dedal olvidado, y que no tenía nada que ver con ella.

—Ach! ¡Qué dulce, qué delicado! —exclamamos aplaudiéndola discretamente.

Ella saludó como diciendo: «Sí, ¿verdad?», y se retiró. El joven caballero, evitando pisar la cola de su traje, la siguió con el ceño fruncido. Cerraron el piano y un sillón fue colocado en el centro de la tarima. Fräulein Sonia derivó hacia él. Una pausa anhelante. Entonces, probablemente el alado dardo la golpeó en el broche del cuello. Nos suplicó que no fuéramos al bosque con trajes largos, sino vestidos lo más ligeramente posible, y que nos tumbáramos con ella sobre las agujas de los pinos. Su voz alta, ligeramente áspera, llenó el salón. Dejó caer los brazos sobre el respaldo del sillón, moviendo las manos desde las muñecas. Estábamos emocionados y silenciosos.

El Herr Professor, a mi lado, extrañamente serio, con las pupilas dilatadas, tiraba de las guías de su bigote. Frau Godowska adoptó esa actitud peculiar distante de los padres orgullosos. El único que permanecía inconmovible ante su hechizo era el camarero, que se apoyaba indolentemente en la pared del salón, limpiándose las uñas con una esquina del programa. Estaba «fuera de servicio» y pretendía demostrarlo.

—¿Qué le dije? —gritó el profesor sobre un manto de tumultuosos aplausos—. ¡Tem-pe-ramen-to! Ahí lo tiene. Es una llama en el corazón de un lirio. Sé que voy a tocar bien. Ahora es mi turno. Estoy inspirado. Fräulein Sonia —dijo cuando la dama volvió hacia nosotros, pálida y envuelta en una larga mantilla—, usted es mi inspiración. Esta noche será usted el alma de mi trombón. Espere un poco.

A nuestra derecha y a nuestra izquierda, la gente se inclinaba hacia ella murmurándole su admiración por encima del hombro. Fräulein Sonia saludaba como los grandes.

—Siempre tengo éxito —me dijo—. Vea usted: cuando actúo, soy. En Viena, en las obras de Ibsen, recibíamos tantos ramos de flores que el cocinero tenía tres en la cocina. Pero aquí es difícil. Hay tan poca magia... ¿No lo nota? Nada de ese misterioso perfume que brota, casi como algo visible, de las almas del público de Viena. Mi espíritu está hambriento de aquello. —Se inclinó hacia adelante, con la barbilla en la mano—. Hambriento —repitió.

El profesor apareció con su trombón, sopló en él, se lo llevó hacia un ojo, se arremangó los puños y se dejó mecer en el alma de Sonia Godowska. Causó tal impacto que le hicieron repetir y tocó una danza bávara que, advirtió, debía ser considerada como un ejercicio de respiración más que como un hito artístico. Frau Godowska marcaba el ritmo con su abanico. Siguió el joven caballero, que, con voz de tenor declamó que había amado a alguien «con sangre y mil dolores en el corazón». Fräulein Sonia interpretó una escena de envenenamiento, con ayuda del frasco de píldoras de su madre y sustituyendo el sillón por una chaise longue; una muchacha menuda rasgueó una canción de cuna en un violín igualmente pequeño; y el Herr Professor ejecutó el último rito sacrificial en el altar de los niños atribulados, interpretando el himno nacional.

—Ahora tengo que acostar a mamá —musitó Fräulein Sonia—. Pero después daré un paseo. Es necesario que lleve mi espíritu al aire libre un momento. ¿Quiere usted acompañarme hasta la estación de ferrocarril, ir y venir?
—De acuerdo, llame a mi puerta cuando esté a punto.

Así, el espíritu moderno y yo nos hallamos juntas bajo las estrellas.

—¡Qué noche! —dijo—. ¿Conoce usted ese poema de Safo sobre sus manos en las estrellas...? Soy curiosamente sáfica. Y eso es tan importante... No solo soy sáfica; encuentro en las obras de todos los grandes autores, sobre todo en sus cartas inéditas, cierto aire, cierto indicio de mí misma... cierto parecido, cierta parte de mí misma, con mil reflejos de mis propias manos en un espejo oscuro.

—Pero ¡qué molesto! —dije.

—No sé qué quiere decir con «molesto»; es casi la maldición de mi genio... — De pronto se detuvo y me miró—. ¿Sabe cuál es mi tragedia? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—Mi tragedia es mi madre. Viviendo con ella, vivo en el ataúd de mis aspiraciones nonatas. ¿Oyó esta noche lo del imperdible? Puede parecerle a usted una nadería, pero arruinó mis tres primeros ademanes. Quedaron...

—Ensartados en un imperdible —sugerí.

—Sí, exactamente eso. Y, cuando estamos en Viena, soy víctima de mis estados de ánimo, usted ya sabe. Ansío hacer cosas locas, apasionadas, y mamá dice: «Por favor, sírveme primero el jarabe». Recuerdo que una vez me dio un arrebato y eché una jofaina por la ventana. ¿Sabe usted lo que dijo? «Sonia, no importa mucho que tires cosas por la ventana, si solo quisieras...»

—¿Escoger algo más pequeño? —dije.

—No... «decírmelo de antemano». ¡Humillante! Y no veo ninguna luz posible en esta oscuridad.

—¿Por qué no se une a una compañía de gira y deja a su madre en Viena?

—¡Qué! ¡Dejar a mi pobre, enferma, viuda, pequeña madre en Viena! Antes me ahogaría. Yo quiero a mi madre como a nadie en el mundo, ¡a nadie y a nada! ¿Cree que es imposible amar la propia tragedia? «De mis grandes tristezas hago mis cancioncillas», esto es Heine o yo misma.

—¡Oh! entonces está bien —dije alegremente.

—¡Pero no está bien!

Sugerí que diéramos la vuelta. Regresamos.

—A veces pienso que la solución está en el matrimonio —continuó Fräulein Sonia—. Si encuentro a un hombre simple, pacífico, que me adore y quiera cuidar de mamá... un hombre que sea para mí una almohada... porque un genio no puede esperar una pareja... me casaré con él. Usted sabe que el Herr Professor ha tenido conmigo atenciones muy marcadas.

—¡Oh, Fräulein Sonia! —dije, muy contenta de mí misma—, ¿por qué no lo casa con su madre?

Pasábamos en aquel momento por delante de la peluquería. Fräulein Sonia me apretó el brazo.

—¡Usted, usted! —tartamudeó—. ¡Qué crueldad! Me voy a desmayar. ¡Casarse mamá otra vez, antes de que yo lo haga...! El oprobio. Me voy a desmayar aquí mismo.

Me asusté.

—No puede —dije, sacudiéndola—. Vuelva al hotel y desmáyese allí cuanto quiera. Pero aquí no puede, todas las tiendas están cerradas. No hay nadie cerca. Por favor, no sea tan tonta.

—Aquí y solo aquí. —Indicó el lugar exacto, cayó bellamente y quedó inmóvil.

—Muy bien —dije— desmáyese; pero, por favor, dése prisa en recobrarse.

No se movió. Empecé a caminar hacia el hotel; pero, cada vez que me volvía, veía detrás de mí la forma oscura del espíritu moderno boca abajo, delante de la ventana de la peluquería. Finalmente eché a correr y arranqué al Herr Professor de su habitación.

—Fräulein Sonia se ha desmayado —dije enfadada.

—Du lieber Gott! ¿Dónde está? ¿Cómo ha sido?

—Delante de la peluquería, en la calle de la estación.

—¡Jesús y María! ¿No lleva agua consigo? —Agarró su cantimplora—. ¿Nadie está con ella?

—Nadie.

—¿Dónde está mi abrigo? No importa, cogeré una congestión. Voluntariamente cogeré una... ¿Está usted dispuesta a venir conmigo?

—No —dije—. Puede llevarse al camarero.

—Pero tiene que haber una mujer. No puedo permitirme la grosería de aflojarle el corsé.

—Los espíritus modernos no deberían llevarlo —dije.

Me empujó para pasar y bajó retumbando por la escalera. Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, había dos sitios vacíos en la mesa. Fräulein Sonia y Herr Professor se habían ido de excursión, a pasar el día en el bosque. Me quedé pensativa.

Katherine Mansfield (1888-1923)




Relatos góticos. I Relatos de Katherine Mansfield.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Katherine Mansfield: El espíritu moderno (The Modern Soul), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

no entendí ni un culo



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