«Una cuestión de identidad»: Robert Bloch; relato y análisis


«Una cuestión de identidad»: Robert Bloch; relato y análisis.




Una cuestión de identidad (A Question of Identity) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de abril de 1939 de la revista Strange Stories, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1998: Flores de la luna (Flowers From the Moon).

Una cuestión de identidad, uno de los mejores cuentos de Robert Bloch, narra en primera persona la historia de un hombre que descubre que ha sido enterrado vivo, sin ningún recuerdo sobre quién es, por qué se encuentra en semejante situación, y cuál es el origen de la sed insaciable que lentamente se va apoderando de él.

Una cuestión de identidad explora un acercamiento muy ingenioso al tema de los vampiros. En definitiva, Robert Bloch relata el despertar de un vampiro, es decir, ese período de confusión y espanto que precede al descubrimiento de su verdadera identidad como criatura de la noche. Podemos encontrar el mismo tema, aunque ejecutado con mayor elegancia, en el clásico de H.P. Lovecraft: El extraño (The Outsider).




Una cuestión de identidad.
A Question of Identity, Robert Bloch (1917-1994)

Mis miembros eran de plomo. Mi corazón era como un reloj que pulsaba en vez de latir, muy lentamente. Mis pulmones eran como esponjas de metal, mi cabeza un cuenco de bronce lleno de lava fundida que se movía como mercurio, atrás y adelante, en ardientes oleadas. Atrás y adelante... mientras la conciencia y el inconsciente jugaban entremezclados contra un fondo de lento y sordo dolor. Sentía eso, nada más. Tenía corazón, pulmones, y cuerpo... pero no sentía nada externo; mi cuerpo no tocaba nada. No estaba sentado, ni de pie, andando o tendido, ni haciendo nada que pudiera sentir. Sólo tenía corazón, pulmones, cuerpo y cabeza en las tinieblas que estaban llenas de la pulsación de una muda agonía. Esto era yo.

Pero, ¿quién era yo?

Me asaltó la idea: la primera idea real, ya que antes sólo había estado enterado de existir. Me pregunté cuál sería la naturaleza de mi ser. ¿Quién era yo? Era un hombre. La palabra hombre evocó ciertas asociaciones que lucharon por surgir de entre el dolor, de entre la pulsación del corazón y la sensación jadeante de los pulmones. Si era un hombre, ¿qué estaba haciendo? ¿Y dónde estaba yo?

Como respuesta a la idea, mí conocimiento aumentó. Yo poseía un cuerpo, por tanto, tenía manos, orejas, ojos Debía pues, tratar de sentir, oír y ver. Pero no podía. Mis brazos estaban agarrotados como masas de hierro inamovibles. Mis oídos sólo captaban el sonido del silencio y la pulsación que resonaba dentro de mi torturado cuerpo. Mis ojos estaban sellados por el peso plúmbeo de mis enormes párpados. Comprendí esto y sentí pánico. ¿Qué había sucedido? ¿Qué me pasaba? ¿Por qué no podía sentir, ver y oír?

Había sufrido un accidente y me hallaba tendido en un lecho de hospital bajo los efectos del éter. Esta era una explicación. Tal vez estuviese tullido: ciego, sordo, mutilado. Sólo mi alma existía débilmente, como el susurro de las ráfagas de viento por entre las ruinas de una casa muy antigua.

¿Pero qué accidente? ¿Dónde me hallaba antes del mismo? Claro, debía haber vivido. ¿Cuál debía ser mi nombre? Me resigné a la oscuridad mientras forcejeaba por aclarar estos enigmas, y la oscuridad era grata. Mi cuerpo y la oscuridad parecían hallarse igualmente separadas, pero mezclándose entre sí. Era sosegado... demasiado sosegado para los pensamientos que zumbaban en mi cerebro. Los pensamientos luchaban y gritaban, y finalmente atronaron mi mente hasta que me desperté. Sentí la sensación que recordaba vagamente de tener un pie dormido. Pero ahora esta sensación se extendía por todo mi cuerpo, de forma que una ligera picazón me dio la sensación, poco a poco, de tener unos brazos, unas manos, un pecho y unas piernas y pies.

Sus líneas fueron emergiendo, quedando definidas por aquella picazón. Algo taladró mi espinazo, como si la broca del dentista la estuviese atravesando. Simultáneamente, tuve conocimiento de que mi corazón era un tambor congoleño dentro de mi pecho, mis pulmones hinchadas calabazas que se elevaban y descendían a un ritmo frenético. Me gocé en el dolor, ya que por él sentía. La sensación de separación desapareció y comprendí que yo, completo, intacto, yacía sobre algo blando. Pero ¿dónde?

Esta fue la pregunta siguiente y de súbito tuve las suficientes energías como para solucionar el problema. Abrí los ojos. No vieron nada más que la continuación de la negrura que se agitaba tras mis entornados párpados. Si acaso, una oscuridad más profunda, más mórbida. No podía divisar nada de mi cuerpo y, sin embargo, tenía los ojos abiertos. ¿Estaba ciego? Mis oídos no captaban otro sonido que el de la misteriosa inspiración de mis pulmones. Mis manos se movieron tan lentamente en mis costados, rozando una tela, que me dijeron que mis miembros estaban arropados, pero no abrigados. Unos centímetros... Mis manos tropezaron con superficies sólidas, seguras, a cada lado.

Alcé las manos hacia arriba, impulsado por el temor. Veinte centímetros y otra sólida superficie de madera. Extendí los pies y a través de las puntas de los zapatos toqué madera. Abrí la boca y surgió un sonido. Fue sólo un estertor, aunque yo había querido gritar. Por entre mis ideas giraba vertiginosamente un nombre..., un nombre que se abrió paso a través de la bruma y se elevó como un símbolo de mi irrazonable miedo. Yo sabía un nombre y quise proclamarlo.

Edgar Alan Poe.

Entonces, mi ronca voz susurró lo que yo temía estaba en relación con este nombre:

¡El entierro prematuro! —susurré—. Poe lo escribió. ¡Yo soy... un ser vivo!

Estaba en un ataúd de madera, con el aire viciado de mi propia corrupción penetrando en mis pulmones, quemándolos, a través de mi olfato. Me hallaba en un ataúd, enterrado en la tierra y, sin embargo, estaba vivo. Entonces hallé fuerzas. Mis manos comenzaron a arañar y empujar frenéticamente la superficie que tenía sobre mi cabeza. Logré aferrar los costados de mi prisión y empujé con todas mis fuerzas, en tanto mis pies golpeaban el extremo inferior de la caja. Pegué puntapiés, vigorosos puntapiés. Una nueva fuerza, la fuerza de los locos, penetró en mi sangre. Con salvaje frenesí, en una agonía nacida del hecho de no poder gritar y darle expresión, golpeé con ambos pies el extremo del ataúd, y por fin sentí cómo cedía la madera, astillándose. Los lados también crujieron, mis ensangrentados dedos se aferraron a la tierra y rodé sobre mi mismo, escarbando la húmeda y blanda tierra.

Seguí escarbando hacia arriba, en una especie de desesperación y anhelo incontenibles mientras trabajaba. Sólo el instinto combatía el insano horror que se había apoderado de mi ser y lo transformaba en la actividad que sólo podía salvarme.

Debieron enterrarme apresuradamente, ya que había poca tierra sobre mi tumba. Medio asfixiado y sofocado, me abrí camino hacia arriba después de interminables siglos de delirio, durante los cuales el polvo de mi sepultura me cubrió, en tanto yo me escurría como un gusano hacía la superficie. Mis manos lograron por fin formar una cavidad. Ascendí vigorosamente y salí al exterior. Me arrastré a la luz de la luna que inundaba un mundo compuesto de hongos de mármol, que surgían abundantemente de los montones de hierba que me rodeaban. Algunas de las fantásticas losas tenían forma de cruz, otras lucían cabezas o grandes bocas como urnas. Eran las lápidas de las sepulturas, naturalmente, pero sólo las veía como hongos, gordos, bajos, de una palidez mortal, que extendían sus raíces bajo tierra para buscar su alimento.

Me quedé tendido, mirándolo todo, así como el pozo por el que acababa de pasar de la muerte a la vida nuevamente.

No podía, no quería pensar. Las palabras Edgar Allan Poe y Entierro prematuro, habían asaltado imprevistamente mi cerebro y ahora, por un desconocido motivo, empecé a susurrar con una voz ronca, rasposa, que por fin sonó más clara:


¡Lázaro, Lázaro, Lázaro!

Gradualmente, mi jadeo cesó y logré aspirar grandes bocanadas de aire fresco que cantó al hundirse en mis agotados pulmones. Volví a contemplar la sepultura..., mi sepultura. No tenía lápida. Era una tumba miserable, en un sector miserable del cementerio. Probablemente un Campo de Alfarero. Estaba cerca de los límites de la necrópolis, y la maleza asediaba aquellas míseras tumbas. No había lápidas, lo cual me recordó mi pregunta. ¿Quién era yo?

Era un problema único. Antes de morir yo había sido alguien, pero ¿quién? Seguramente se trataba de un nuevo caso de amnesia. El retorno a una nueva vida en el verdadero sentido de la frase. ¿Quién era yo? Era gracioso que pudiese recordar palabras como amnesia y, sin embargo, no pudiese asociarlas con algo personal de mi pasado. Mi mente estaba completamente en blanco. ¿Era el resultado de la muerte? ¿Era algo permanente o mi mente despertaría al cabo de unas horas, lo mismo que había sucedido con mi cuerpo? De lo contrario, me vería en un terrible apuro... Ignoraba mi nombre, mi estado, lo que había sido.

A través de mi cerebro pasaron alocadamente los nombres de diversas ciudades: Chicago, Milwaukee, Los Angeles, Washington, Bombay, Shangai, Cleveland, Chichen Itzá, Pernambuco, Angkor Wat, Roma, Omks, Cartago... No pude asociar ni una sola conmigo, ni explicar cómo conocía tales nombres. Recordé calles: Mariposa Boulevard y Michigan Avenue, Broadway, Center Street, Park Lane y Champs Elisées. Nada significaban para mí. Pensé nombres propios: Felix Kennaston, Ben Blue, Ralph Waldo Emerson, Studs Lonigan, Arthur Gordon Pym, James Gordon Bennet, Samuel Butler, Igor Stravinsky... y no forjaron ninguna imagen en mi cerebro. Podía ver todas las calles, visualizar a toda la gente, imaginarme todas las ciudades, pero no podía asociarme con ninguno de tales nombres.

Comedia, tragedia, drama: era una triste escena para ser interpretada en un cementerio a la caída de la noche. Me había escurrido de una tumba sin lápida, y lo único que sabía era que yo era un hombre. Pero ¿quién? Mis ojos se pasearon por mi persona, tendida en la hierba. Bajo el barro y el polvo distinguí un traje oscuro, desgarrado en varios lugares, y descolorido. Cubría el cuerpo de un hombre de alta estatura; un cuerpo delgado, poco musculado y un pecho aplastado. Mis manos, al recorrer mi persona, eran largas y extrañamente delgadas; no eran manos de campesino. No pude saber nada de mi cara, aunque pasé mis manos por todas sus facciones. De una cosa estaba seguro: fuese cual fuese la causa de mi aparente muerte, yo no estaba físicamente mutilado.

La fuerza me impulsó a levantarme. Me puse de pie y me tambaleé sobre la hierba. Durante unos minutos sentí la ebria sensación de flotar, pero gradualmente el terreno se tomó sólido bajo mis pies, y trabé conocimiento con la frialdad de la noche y del viento que azotaba mi frente, al tiempo que escuchaba con indecible gozo el chirrido de los grillos en un próximo lodazal. Di una vuelta por las tumbas, contemplé el encapotado cielo y sentí caer el rocío y la humedad.

Pero mi cerebro estaba solo, separado, luchando con los invisibles demonios de la duda. ¿Quién era yo? ¿Qué iba a hacer? No podía vagar por las calles en mi desordenado estado físico. Si me presentaba a las autoridades me encerrarían por loco. Además, no quería ver a nadie. De pronto comprendí esto. No quería ver luces ni gente. Yo era... diferente.

Tenía en mi la sensación de la muerte. ¿Estaría aún...?

Incapaz de soportar esta idea, busqué pistas frenéticamente. Traté por todos los medios de despertar mi dormida memoria. Caminando incansablemente durante la noche, combatiendo el caos y la confusión, batallando contra las nubes tenebrosas que rodeaban mi cerebro, anduve arriba y abajo por los más apartados rincones del cementerio. Exhausto, miré el iluminado cielo. Y entonces mis ideas se alejaron, y también mi confusión. Sólo estaba seguro de una cosa, de la necesidad de descansar, de tener paz, olvido. ¿Era un deseo de muerte? ¿Había salido de la tumba sólo para volver a ella?

No lo supe ni me importaba. Movido por un impulso tan inexplicable com6 arrollador, me arrastré hacia las ruinas de mi sepultura, entré, envolviéndome en las tinieblas como un agradecido gusano, y la tierra me cayó encima. Había suflciente aire para permitirme respirar mientras estuviese tendido en mi ataúd. Mi cabeza cayó hacia atrás y me instalé en mi ataúd para dormir...

Los rumores y ruidos de mis sueños murieron sin poder recordarlos. Se alejaron de mis sueños y volví a la realidad hasta que me incorporé y empecé a empujar la tierra que me oprimía. ¡Estaba en la tumba! Otra vez el terror. Había albergado la esperanza de que todo fuese un sueño, y que el despertar me traería a la bella realidad. Pero estaba en la tumba, y la tormenta reinaba en lo alto. Me arrastré al exterior. Todavía era de noche, o más bien, el instinto me hizo comprender que volvía a ser de noche. Debí dormir todo el día. Esta tormenta mantenía a la gente lejos del cementerio y por esto no habían podido darse cuenta del estado de mi tumba. Me icé a la superficie y la lluvia me azotó desde el cielo con inusitada furia. Y sin embargo me sentí feliz; feliz por la vida que ya conocía. Bebí la lluvia; el trueno me maravilló como si fuese una sinfonía. Me admiró la esmeraldina belleza del relámpago. ¡Yo estaba vivo!

A mi alrededor, los cadáveres corrompidos y putrefactos no podían, a pesar del furor desencadenado de todos los elementos, alimentar una chispa de existencia o de memoria. Mis pobres pensamientos, mi pobre vida, eran infinitamente preciosos en comparación con aquellos desdichados. Yo había engañado a los gusanos y las larvas. ¡Que aullara la tormenta! Yo aullaría con ella, compartiendo aquella cósmica majestad. Vitalizado en el verdadero sentido de la palabra, eché a andar. La lluvia se llevaba las manchas de mis ropas y mi cuerpo. Singularmente, no sentía frío ni la humedad que me rodeaba. Estaba enterado de todo ello, pero no penetraban en mi cuerpo.

Por primera vez comprendí otra cosa extraña: no estaba hambriento ni tenía sed. Al menos, no parecía tenerlos. ¿Habría muerto mi apetito con mi memoria? Reflexioné. Memoria..., el problema de la identidad todavía me apremiaba. Seguí andando, impulsado por la tormenta. Aún meditando, los pies me condujeron más allá de los confines del cementerio. La galerna parecía guiar mis pasos por la acera de una calle desierta. Anduve, casi sin darme cuenta.
¿Quién era yo? ¿Cómo había fallecido? ¿Cómo podía revivir? Anduve bajo la lluvia, por la oscura calle, solo en el mojado terciopelo de la noche. ¿Quién era yo? ¿Cómo había fallecido? ¿Cómo podía revivir?

Atravesé una calle, penetré en otra más estrecha, aún empujado por el viento y la risotada de los truenos que se burlaban de mi asombro. ¿Quién era...? Lo sabia. Mi nombre... la calle me lo dijo. Summit Street. ¿Qulén vivía en Summit Street? Arthur Derwin, de Summit Street. Yo era Arthur Derwin. Era... algo que no podía recordar. Había vivido muchos años y, sin embargo, sólo conseguía recordar mi nombre. ¿Cómo había muerto?

Había acudido a una sesión espiritista; se apagaron las luces y la señora Price invocó a alguien. Dijo algo sobre las influencias del mal y las luces se encendieron.

Pero no se encendieron.

Y debían de haberse encendido.

Sí, estaban encendidas, pero no para mí.

Yo había muerto. Muerto en la oscuridad de la sesión. ¿Qué me mató? ¿Tal vez el espanto? ¿Qué sucedió después? La señora Price había callado. Yo vivía solo en la ciudad; me habían enterrado apresuradamente en una tumba de pobre.

—Un ataque al corazón —sentenció el coroner. Nada más.

Esto fue todo. Y, sin embargo, yo era Arthur Derwin, y seguramente a alguien le habría importado mi muerte.

Bramin Street, anunció la enseña de la calle a la luz del relámpago. Bramin Street. A alguien le habría importado: a Viola. Viola era mi prometida. Habla amado a Arthur Derwin. ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde la conocí? ¿Cómo era?

Bramin Street.

Otra vez la enseña. Inconscientemente, mis pies continuaron su camino. Estaba recorriendo Bramin Street sin pensar en la tormenta. Bien. Dejé que mis pies me guiasen. No quería pensar. Mis pies me conducirían, por costumbre, a casa de Viola... Allí sabría... Bien, no debía pensar. Sólo andar en medio de la tormenta. Anduve, con los ojos cerrados ante las tinieblas que azotaba el trueno. Me alejaba de la muerte y ahora tenía hambre. Tenía hambre y sed en la noche, hambre de ver a Viola y sed de sus labios. Por ella regresaba de la muerte..., ¿o era esto demasiado poético?

Salí de la tumba y volví a dormir en ella y de nuevo me levanté y sondeé el mundo sin memoria. Era algo grotesco, fúnebre, macabro. Yo fallecí en la sesión. Mis pies iban chapoteando en la calle inundada por la lluvia. No sentía frio ni la humedad. Por dentro estaba ardiendo, ardiendo con el recuerdo de Viola, de sus labios, de su cabello. Era rubia. Tenía una cabellera como la luz del sol, ojos azules y tan profundos como el mar, y una tez con la blancura de los flancos de un unicornio. Recordé habérselo dicho mientras la tenía entre mis brazos. Sabía que su boca era como una hendidura escarlata que producía el éxtasis. Ella era el hambre que yo sentía, ella el ardíente deseo que me conducía a su puerta a través de las nieblas de mi memoria. Jadeaba, pero sin saberlo.

Dentro de mí giraba como una rueda que había sido antaño mi cerebro y ahora era sólo un volante verde que giraba dejándome ver imágenes caleidoscópicas de Viola, de la tumba, de una sesión de espiritismo, de presencias perversas y de una muerte inexplicable. Viola estaba interesada en el misticismo. Fuimos juntos a la sesión. La señora Price era una médium famosa. Yo me morí en la sesión y me desperté en la tumba. Y ahora regresaba para ver a Viola. Regresaba para averiguar algo de mí mismo. Ahora sabía quién era yo y cómo había muerto. ¿Pero cómo revivía?

Cómo revivía. Bramin Street. Mis pies chapoteaban.

Luego, el instinto me condujo hacia el porche. Fue el instinto el que hizo que mi mano se dirigiese al familiar picaporte sin llamar, y el instinto quien me hizo cruzar el umbral. Me quedé en el pasillo, un pasillo desierto. Había un espejo y por primera vez iba a poder verme. Tal vez me asombraría mi completo reconocimiento, mi completo recuerdo. Me contemplé, pero el espejo se tornó borroso ante mi mirada. Me sentí debilitado, mareado. Pero esto se debía al hambre que me atenazaba, el hambre que me consumía. Era tarde. Viola nn estaría abajo, sino arriba, en su dormitorio. Subí la escalera, goteando a cada paso y andando silenciosamente, apartándome de los diminutos charcos de agua que mis ropas iban dejando. De repente me abandonó la debilidad y volví a sentirme vigoroso. Tuve la sensación de estar ascendiendo por la escalinata del Destino. Como si al llegar a lo alto fuese a conocer la verdad de mi futuro.

Algo me había traído desde la tumba a casa de Viola. Algo se movía detrás de esta misteriosa resurrección. La respuesta estaba arriba. Llegué a lo alto y me interné por el oscuro y familiar pasillo. La puerta del dormitorio se abrió a la presión de mi mano. Junto a la cama ardía una vela, nada más. Entonces divisé a Viola tendida en su lecho. Dormía, como una encarnada belleza. Dormía. Era muy joven y adorable en aquel momento. Me apiadé de ella, por lo que sabría al despertar. Llamé suavemente:

—Viola...

Repetí el nombre suavemente, mientras mi cerebro daba vueltas a la última de mis tres acuciantes preguntas.

¿Cómo revives?, preguntaba mi cerebro.

—¡Viola! —gritó mi voz.

Abrió los ojos y la vida los inundó. Me vio.

—¡Arthur! —jadeó—. ¡Estás muerto!

Por fin chilló.

—Sí —dije en voz baja.

¿Cómo revives?, volvió a insistir mi cerebro.

La joven se incorporó, temblando.

—¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma! Nosotros te enterramos. La señora Price tenía miedo. Falleciste en la sesión. ¡Vete, Arthur, vete! ¡Estás muerto!

Gimió una y otra vez. Miré su beldad y sentí hambre. Mil recuerdos de la última noche me asaltaron de golpe. La sesión, y la señora Price invocando a los espíritus del mal; la frialdad que se apoderó de mi en la oscuridad y mi súbito hundimiento en el olvido. Después mi despertar y mi búsqueda en pos de Viola para que apaciguase mi hambre. No de comida. No de bebida. No de amor. Un nuevo apetito. Un nuevo apetito que sólo conocía de noche. Un nuevo apetito que me hacía evitar a los hombres y olvidarme de mí mismo. Un nuevo apetito que odiaba los espejos.

Apetito... de Viola.

Avancé hacia ella lentamente, y mis mojadas prendas susurraron cuando extendí mis brazos tranquilizadoramente y la tomé entre mis brazos. Por un instante lo sentí por ella, pero el apetito se presentó más agudo e incliné la cabeza. La última pregunta volvió a cruzar fugazmente por mí cerebro.

¿Cómo revives?

La sesión, la amenaza de los malos espíritus, contestaron a esta pregunta. La contesté yo mismo.

Ya sabía por qué me había levantado de la tumba, quién y qué era, cuando cogí en brazos a Viola. Sí, la cogí entre mis brazos y clavé mis colmillos en su garganta. Esto contestó la pregunta.

Yo era un vampiro.

Robert Bloch (1917-1994)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Robert Bloch: Una cuestión de identidad (A Question of Identity), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por publicarlo, estaba leyendo la historia en un libro algo viejo y le faltaban hojas ¡justo en la mejor parte! y como internet resuelve todo jeje, en fin, muchas gracias de nuevo por no dejarme con la intriga ¡Saludos!

warlord dijo...

Estos vampiros cobardes



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Relato de Walter de la Mare.
Mitología.
Poema de Emily Dickinson.

Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.
Poema de Robert Graves.