«La señora de las galletas»: Philip K. Dick; relato y análisis.
La señora de las galletas (The Cookie Lady) —a veces traducido al español como La viejecita de las galletas— es un relato de vampiros del escritor norteamericano Philip K. Dick (1928-1982), publicado originalmente en la edición de junio de 1953 de la revista Fantasy Fiction, y luego reeditado en la antología de 1955: Un puñado de oscuridad (A Handful of Darkness).
La señora de las galletas, uno de los cuentos de Philip K. Dick menos conocidos, relata la historia de Bernard "Bubber" Surle, un muchacho que disfruta visitar a la señora Drew, una viuda solitaria que le hornea galletas. Todos los días, después de la escuela, Bernard pasa sus tardes con la señora Drew, quien comienza a experimentar una transformación inquietante: lentamente comienza a rejuvenecer, mientras que el muchacho regresa a casa cada día más agotado y consumido.
En este sentido, La señora de las galletas de Philip K. Dick aborda el tema del vampirismo de forma muy eficaz. En efecto, la señora Drew es una vampiresa, pero no una tradicional, sino un vampiro energético, a veces llamados vampiros psíquicos o vampiros emocionales; en este caso, capaz de reducir a sus víctimas a una simple mota de polvo en el viento.
La señora de las galletas:
The Cookie Lady, Philip K. Dick (1928-1982)
—¿Adónde vas, Bubber? —gritó Ernie Mill desde el otro lado de la calle, mientras preparaba su itinerario.
—A ningún sitio —dijo Bubber Surle.
—¿Vas a ver a tu amiga? —Ernie se echó a reír—. ¿Por qué visitas a esa vieja? ¡Cuéntanos algo!
Bubber siguió caminando. Dobló la esquina y bajó por la calle Elm. Vio la casa al final de la calle, algo retirada del solar. Frente a la casa crecían multitud de hierbas, viejas hierbas resecas que susurraban y crujían cuando soplaba el viento.
La casa era como una pequeña caja gris, ruinosa y despintada, y los escalones del porche se habían hundido. En el porche descansaba una vieja mecedora deteriorada por la intemperie, y de ella colgaba un trozo de tela roto. Bubber entró en el sendero. Respiró profundamente cuando empezó a subir los desvencijados escalones. Ya percibía aquel aroma cálido y maravilloso, y la boca se le hizo agua. La perspectiva de lo que se aproximaba aceleró su corazón.
Bubber tocó el timbre. Un timbrazo chirriante y oxidado se oyó al otro lado de la puerta. Hubo unos instantes de silencio, roto por el sonido de alguien que se movía. La señora Drew abrió la puerta. Era vieja, muy vieja, una menuda anciana apergaminada, como las malas hierbas que crecían frente a la casa. Sonrió a Bubber y le abrió la puerta de par en par para que entrara.
—Llegas a tiempo —dijo—. Entra, Bernard. Llegas a tiempo: están a punto.
Bubber se encaminó a la cocina y asomó la cabeza. Las vio, dispuestas en una gran bandeja azul colocada sobre la encimera. Galletas, un plato de galletas calentitas, recién salidas del horno. Galletas rellenas de nueces y pasas.
—¿Qué te parecen? —preguntó la señora Drew. Pasó rauda junto a él y entró en la cocina—. También querrás un poco de leche fría, supongo. Te gusta tomar leche fría con las galletas.
Tomó la jarra de leche que guardaba en el alféizar de la ventana que daba al porche trasero. Después, le sirvió un vaso de leche y depositó algunas galletas en una bandeja pequeña.
—Vamos a la sala de estar.
Bubber asintió con la cabeza.
La señora Drew se llevó la leche y las galletas y las puso sobre el brazo del sofá. Se sentó en su silla y contempló como Bubber se dejaba caer al lado de la bandeja y empezaba a atacar su contenido. Como de costumbre, comió con buen apetito, concentrado en las galletas y sin emitir otros sonidos que los propios de la masticación. La señora Drew aguardó pacientemente a que el muchacho terminara; su ya abultado estómago se había hinchado aún más. Cuando Bubber vació la bandeja miró hacia la cocina, hacia las restantes galletas.
—¿Te importa esperar un poco a terminarte el resto? —preguntó la señora Drew.
—Bueno —aceptó Bubber.
—¿Cómo estaban?
—Estupendas.
—Eso está bien —La anciana se reclinó en su silla—. Bueno, ¿qué has hecho hoy en la escuela? ¿Cómo ha ido?
—Bien.
La viejecita observó que la mirada del muchacho vagaba sin descanso por la sala.
—Bernard —dijo a continuación—, ¿quieres quedarte a charlar un rato conmigo? —El chico apoyaba en el regazo algunos libros escolares—. ¿Por qué no me lees algo de tus libros? Ya sabes que no veo muy bien y es un descanso para mí que me lean.
—¿Podré comerme después el resto de las galletas?
—Por supuesto.
Bubber se acercó a ella, hacia el extremo del sofá. Abrió los libros. Geografía Mundial. Principios de Aritmética. Ortografía...
—¿Cuál quiere? La anciana titubeó.
—El de geografía.
Bubber abrió al azar el gran libro azul: «Perú».
—Perú limita al norte con Ecuador y Colombia, al sur con Chile, y al este con Brasil y Bolivia. Perú está dividido en tres grandes regiones. La primera es...
La anciana le miraba leer. Sus fofas mejillas temblaban mientras leía, y seguía la línea con el dedo. La señora Drew guardaba silencio, contemplándole, estudiando detenidamente al chico, paladeando cada arruga de concentración en la frente, cada movimiento de sus brazos y manos. Se relajó y se hundió en la butaca. El chico estaba muy cerca de ella, a pocos centímetros de distancia. Tan sólo la mesa y la lámpara les separaban.
Era tan agradable que viniera... Llevaba cerca de un mes acudiendo a la cita, desde aquel día en que ella estaba sentada en el porche, le vio pasar y se le ocurrió llamarle mientras señalaba las galletas que tenía junto a la mecedora. ¿Por qué lo había hecho? Lo ignoraba. Vivía desde hacía tanto tiempo en soledad que se sorprendió diciendo cosas extrañas y haciendo cosas extrañas. Veía a muy poca gente y sólo cuando bajaba a la tienda o el cartero le traía el cheque de la pensión. Sin contar a los basureros.
La voz del chico zumbaba monótonamente. La señora Drew se encontraba a gusto, tranquila y relajada. La viejecita cerró los ojos y cruzó las manos sobre el regazo. Y, mientras dormitaba y escuchaba, algo empezó a ocurrir. La anciana empezó a cambiar; sus arrugas se desvanecían. Estaba rejuveneciendo, sentada en su butaca, y su cuerpo frágil y enjuto se llenaba de juventud. El cabello cano se espesó y oscureció, el color acudió a sus ralas mechas. La piel manchada de sus brazos adquirió un tono subido, como el que tenía muchos años atrás.
La señora Drew, sin abrir los ojos, respiró profundamente. Sentía que algo ocurría, pero no sabía qué. Algo pasaba; lo sentía, y era bueno. Pero no sabía exactamente qué. Ya había sucedido antes, casi cada vez que el muchacho venía y se sentaba a su lado.
Sobre todo en los últimos días, desde que había acercado la silla al sofá. Respiró hondo de nuevo. ¡Era fantástico experimentar aquella cálida plenitud, aquel soplo de calor en su cuerpo frío, por primera vez en tantos años! La viejecita, sin moverse de su butaca, se había transformado en una matrona de cabello oscuro que rondaría los treinta años, una mujer de mejillas llenas y brazos y piernas regordetes. Sus labios volvían a ser rojos y en su cuello se concentraba un mínimo exceso de carne, como en el pasado tanto tiempo olvidado.
La lectura cesó de repente. Bubber cerró el libro y se puso en pie.
—He de irme —dijo—. ¿Puedo llevarme el resto de las galletas?
Ella parpadeó y se incorporó. El chico estaba en la cocina, llenándose los bolsillos de galletas. La mujer asintió con la cabeza, desconcertada, todavía bajo los efectos del hechizo. El chico recogió las últimas galletas. Cruzó la sala de estar en dirección a la puerta. La señora Drew se levantó. El calor la abandonó al momento. Se sentía cansada, muy cansada. Contuvo el aliento y respiró con rapidez. Se miró las manos: descamadas, arrugadas.
—¡Oh! —murmuró.
Las lágrimas nublaron sus ojos. Todo se había esfumado en cuanto el chico se apartó. Se tambaleó hasta el espejo situado sobre la repisa de la chimenea y se miró. Unos ojos viejos y apagados la contemplaban, unos ojos hundidos en un rostro ajado. Esfumado, todo esfumado en cuanto el chico se apartó de su lado.
—Hasta luego —dijo Bubber.
—Vuelve —susurró ella—, vuelve, por favor. ¿Volverás?
—Claro —respondió Bubber con voz apática. Abrió la puerta—. Adiós.
Bajó los escalones. Al cabo de un momento se oyeron sus pisadas en la acera. Se había ido.
—¡Bubber, ven aquí! —May Surle, muy malhumorada, estaba de pie en el porche—.Entra y siéntate a la mesa.
—De acuerdo. —Bubber subió al porche con parsimonia y entró en la casa.
—¿Qué te ha pasado? —La mujer le tomó por el brazo—. ¿Dónde has estado? ¿Te encuentras mal?
—Estoy cansado. —Bubber se frotó la frente. Su padre salió de la sala de estar en camiseta, con el periódico en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Fíjate en él —dijo May Surle—. Hecho un asco. ¿Qué has estado haciendo, Bubber?
—Ha visitado a esa vieja —dijo Ralf Surle—. ¿No te das cuenta? Siempre viene hecho un cromo después de visitarla. ¿Para qué vas allí, Bub? ¿Qué te llevas entre manos?
—Le da galletas —explicó May—. Ya sabes cómo es en lo referente a comer. Haría cualquier cosa por una bandeja de galletas.
—Escúchame, Bub —dijo su padre—. No quiero que vuelvas a ir a casa de esa vieja loca. ¿Me has oído? No me importa la cantidad de galletas que te dé. ¡Vuelves a casa demasiado cansado! Se acabó. ¿Me has oído?
Bubber clavó la vista en el suelo y se apoyó en la puerta. Su corazón, agotado, latía violentamente.
—Le prometí que volvería —murmuró.
—Puedes volver una vez más —dijo May, entrando en el comedor—, pero sólo una. Le dices que no puedes volver nunca más. Díselo con educación. Ahora, ve arriba y lávate.
—Será mejor que se acueste después de cenar —dijo Ralf, contemplando a su hijo mientras subía lentamente la escalera, apoyando la mano en la barandilla. Meneó la cabeza—. No me gusta —murmuró—. No quiero que vuelva más allí. Esa vieja es un poco extraña.
—Bueno, será la última vez —dijo May.
El miércoles amaneció cálido y soleado. Bubber paseaba con las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a la tienda de McVane un momento, mirando fijamente los tebeos. Una mujer bebía en el mostrador un gran batido de chocolate. Al verlo, a Bubber se le hizo agua la boca. Eso bastó para decidirle. Se volvió y continuó su camino, apresurando un poco el paso. Pocos minutos después subía al desvencijado porche gris y tocaba el timbre. Detrás de él, el viento agitaba y hacía crujir las hojas. Eran cerca de las cuatro; no podría quedarse mucho rato. En cualquier caso, era la última vez. La puerta se abrió. Una sonrisa iluminó el rostro arrugado de la señora Drew.
—Entra, Bemard. Me alegro de verte. Tus visitas me rejuvenecen. Bubber entró y miró a su alrededor.
—Prepararé las galletas. No sabía si ibas a venir. —Caminó sin hacer ruido hacia la cocina—. Ahora mismo me pongo manos a la obra. Ven a sentarte en el sofá.
Bubber obedeció. Observó que la mesa y la lámpara habían desaparecido; la butaca estaba junto al sofá. La contempló con perplejidad y en ese momento la señora Drew entró en la sala.
—Ya están en el horno. Tenía la masa preparada. —Se sentó en la butaca con un suspiro—. Bien, ¿cómo te ha ido hoy? ¿Qué tal en la escuela?
—Bien.
La mujer asintió con la cabeza. ¡Qué gordito estaba el muchacho, sentado tan cerca de ella, con las mejillas sonrosadas y llenas! Tan cerca que podía tocarle. Su viejo corazón se aceleró. Oh, volver a ser joven. La juventud era muy importante. Lo era todo. ¿Qué significado tenía el mundo para los viejos? Cuando todo el mundo sea viejo, muchacho...
—¿Quieres leerme algo, Bernard? —preguntó a continuación.
—No he traído libros.
—Oh. —La mujer movió la cabeza—. Bueno, yo tengo algunos —se apresuró a decir.-Los traeré.
Se levantó y se dirigió a la biblioteca.
—Señora Drew —dijo Bubber cuando la anciana abrió las puertas—, mi padre dice que no podré volver aquí. Dice que hoy es la última vez. He pensado que sería mejor decírselo.
Ella se quedó inmóvil. Todo pareció saltar a su alrededor, la sala se retorció de furia. Contuvo la respiración, asustada.
—Bernard, no... ¿No vas a volver?
—No, mi padre dice que no.
Se hizo el silencio. La anciana eligió un libro al azar y regresó lentamente hacia su butaca. Al cabo de unos momentos, le pasó el libro al muchacho con manos temblorosas. Bubber lo tomó sin decir nada y examinó la cubierta.
—Lee, Bernard, por favor. Por favor.
—Muy bien. —Abrió el libro—. ¿Por dónde empiezo?
—Por donde quieras. Por donde quieras, Bernard.
El chico empezó a leer. Era algo de Trollope. La mujer apenas le escuchaba. Se llevó la mano a la frente y tocó la piel reseca, frágil y fina, como papel viejo. Tembló de angustia. ¿La última vez?
Bubber continuó leyendo, poco a poco y con voz monótona. Una mosca revoloteaba sobre la ventana. El sol declinaba, la atmósfera refrescaba. Aparecieron algunas nubes, y el viento azotó los árboles con furia. La anciana seguía sentada, cerca del chico, más cerca que nunca, le oía leer, oía el sonido de su voz, le sentía muy cerca. ¿Era posible que fuera ésta la última vez? El terror atenazó su corazón, pero ella lo rechazó. ¡La última vez! Miró al muchacho sentado tan cerca de ella. Al cabo de unos instantes, alargó su mano fina y seca. Respiró muy hondo. Nunca volvería. Nunca más. Era la última vez que Bernard se sentaba allí. Le tocó el brazo. Bubber levantó la vista.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—No te importa que te toque el brazo, ¿verdad?
—No, creo que no.
Prosiguió la lectura. La anciana sintió que la juventud del muchacho fluía entre sus dedos y penetraba en su brazo. Una juventud vibrante, y tan próxima... Nunca había estado más cerca, hasta el punto de poder tocarla. La sensación de vida la aturdió. Y entonces empezó a suceder, como en otras ocasiones. Cerró los ojos para permitir que la rodeara, que la llenara, que se introdujera en su cuerpo gracias al sonido de la voz y el tacto del brazo. El cambio, la sensación de bienestar, aquella sensación cálida y poderosa, la inundaba. Florecía de nuevo, henchida de vida, fértil y plena como antes, muchos años atrás.
Se miró los brazos. Redondeados, sí, y fuertes las uñas. El cabello. Negro otra vez, espeso y negro, resbalando sobre su cuello. Se tocó la mejilla. Las arrugas habían desaparecido, la piel era suave y flexible. Una creciente y desbordante alegría se apoderó de ella. Miró a su alrededor, contempló la sala. Sonrió, sintiendo sus dientes y encías firmes, los labios rojos, los fuertes dientes blancos. Se levantó de repente, con el cuerpo seguro y confiado. Describió un breve, ágil y veloz círculo. Bubber dejó de leer.
—¿Ya están las galletas?
—Voy a ver.
Su voz poseía un tono vivaz y profundo que había perdido muchos años antes. Y ahora la había recuperado, su voz, ronca y sensual. Se dirigió con rapidez a la cocina y abrió el horno. Sacó las galletas y las colocó sobre la encimera.
—En su punto —gritó alegremente—. Ven a comerlas.
Bubber pasó por su lado, con los ojos fijos en las galletas. Ni siquiera reparó en la mujer erguida junto a la puerta. La señora Drew salió de la cocina como una exhalación. Fue al dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Se volvió para contemplarse en el espejo de cuerpo entero sujeto a la puerta. Joven, volvía a ser joven, vivificada con la savia de la vigorosa juventud. Inspiró profundamente y sus firmes senos se hincharon. Sus ojos destellaron, sonrió. Giró sobre sí misma, la falda revoloteó. Joven y adorable. Y esta vez no se había desvanecido.
Abrió la puerta. Bubber tenía la boca y los bolsillos llenos. Se hallaba de pie en el centro de la sala de estar, con el rostro fofo y abotargado, mortalmente pálido.
—¿Qué pasa? —preguntó la señora Drew.
—Me voy.
—Muy bien. Bernard. Y gracias por venir a leerme. —Apoyó la mano sobre el hombro del chico—. Quizá nos volvamos a ver otra vez.
—Mi padre...
—Lo sé. —Lanzó una alegre carcajada y le abrió la puerta—. Adiós. Bernard. Adiós.
Le vio bajar lentamente los escalones, uno a uno. Después, cerró la puerta y regresó corriendo y brincando al dormitorio. Se desabrochó el vestido y lo dejó caer; la gastada tela gris le resultaba desagradable. Miró durante un breve segundo su cuerpo lleno y redondeado, puso los brazos en jarras. Rió con nerviosismo y se volvió un poco; tenía los ojos brillantes. Un cuerpo maravilloso, pictórico de vida. Tocó los pechos turgentes. La carne era firme. ¡Había tantas, tantas cosas que hacer! Miró a su alrededor con la respiración alterada. ¡Tantas cosas! Abrió el grifo de la bañera y empezó a sujetarse el pelo.
El viento soplaba a su alrededor mientras Bubber caminaba trabajosamente hacia su casa. Era tarde, el sol se había puesto y el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes. El viento que le azotaba era frío y penetraba a través de sus ropas, dejándole helado. El chico se sentía cansado, la cabeza le dolía, y se paraba cada pocos minutos para frotarse la frente y descansar, con el corazón agotado. Se desvió de la calle Elm y subió por la calle Pine. El viento aullaba y le empujaba de un lado a otro.
Sacudió la cabeza, intentando despejarse. Qué fatigado estaba, cómo le pesaban los brazos y las piernas. El viento le golpeaba, empujaba y tiraba de él. Respiró profundamente y siguió su camino con la cabeza gacha. Se detuvo en la esquina y se apoyó en una farola. El cielo había oscurecido por completo, las luces de la calle empezaban a encenderse. Por fin, emprendió nuevamente su camino, sin poder apenas caminar.
—¿Dónde estará ese chico? —se preguntó May Surle, saliendo al porche por décima vez. Ralf encendió la luz y se reunió con ella—. Hace un viento horrible.
El viento silbaba y azotaba el porche. Los dos miraron a ambos lados de la calle desierta, pero sólo vieron algunos periódicos y restos de basura que eran arrastrados por el viento.
—Entremos —dijo Ralf—. Menuda paliza va a recibir cuando llegue a casa.
Se sentaron a la mesa del comedor. May no tardó en bajar el tenedor.
—¡Escucha! ¿No has oído nada?
Ralf escuchó. Percibieron un tenue ruido, como una palmadita, que sonaba en la puerta de la calle. Ralf se levantó. Afuera, el viento aullaba, y se proyectaban sombras en la habitación de arriba.
—Voy a ver qué es —dijo el hombre.
Se dirigió a la puerta y la abrió. Algo gris, algo gris y reseco arrastrado por el viento chocaba contra el porche. Lo miró, pero no pudo distinguir qué era. Tal vez un montón de hierbas, hierbas y trapos que el viento empujaba. El bulto rebotó contra sus piernas. Vio que pasaba de largo y golpeaba contra la pared de la casa. Después, cerró la puerta lentamente.
—¿Qué era? —preguntó May.
—Sólo el viento —respondió Ralf Surle.
Philip K. Dick (1928-1982)
Relatos góticos. I Relatos de Philip K. Dick.
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El análisis y resumen del cuento de Philip K. Dick: La señora de las galletas (The Cookie Lady), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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