«La resurrección de la Gorgona»: Jean Ray; relato y análisis


«La resurrección de la Gorgona»: Jean Ray; relato y análisis.




La resurrección de la Gorgona (La résurrection de la Gorgone) es un relato de terror del escritor belga Jean Ray (1887-1964), publicado en 1937.

La resurrección de la Gorgona, probablemente uno de los cuentos de Jean Ray menos conocidos, pertenece al ciclo de relatos de detectives de Harry Dickson, y narra la historia de una mujer siniestra, quien parece ser la reencarnación de una de las Gorgonas de los mitos griegos.

La resurrección de la Gorgona de Jean Ray introduce el tema del ocultismo en el arte, y de una artista plástica capaz de convertir en estatuas a sus víctimas, del mismo modo en que la antigua Gorgona petrificaba a los que osaban mirarla a los ojos. En este contexto, Harry Dickson debe cumplir el rol de Perseo.




La resurrección de la Gorgona.
La résurrection de la Gorgone, Jean Ray (1887-1964)

—¿Me reconoce, señor Dickson?

Era en Hammersmith Road, una agradable tarde de septiembre, a la hora en que se encienden las farolas. El detective observó la silueta esbelta, aunque un poco cargada de espaldas, el abrigo algo gastado, el sombrero de fieltro, cuya ala doblada ocultaba la parte superior del rostro, raído; vio los labios bien dibujados, contraídos por un gesto amargo, y una barba de tres días que azuleaba las mejillas y el mentón.

—¿Que si le reconozco?... Me parece... Ni su voz ni sus rasgos me son desconocidos.

El gesto se acentuó y contrajo aún más las comisuras de los labios. Con un ademán brusco el hombre se quitó el sombrero. Harry Dickson vio unos ojos tristes y febriles, muy profundamente hundidos en sus órbitas.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡El señor Renders!

—Albin Nelson Athelstane Renders, para servirle —completó el otro con una risa que sonó a falso.

—¿Curado? —se inquietó el detective.

—Sin duda, puesto que los médicos del hospital de Hammersmith me han dado de alta hace ocho días.

—Desde el punto de vista físico usted saldrá siempre adelante. Albin —dijo Dickson—, Lo que yo querría saber es si está usted curado de ese gusto enfermizo que tenía por el peligro y la aventura.

El hombre se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Acaso lo sé? Parece que no puedo vivir sin el acicate de la emoción, como otros no pueden vivir sin alcohol. Según sus propias palabras, estoy intoxicado por la aventura. Por lo pronto, mis pulmones todavía están llenos de las inmundicias que respiraron en el estudio de Mattheus Jarns.

Harry Dickson contempló a Renders con simpatía y lo llevó hasta un bar cercano, donde les sirvieron whisky de calidad. Albin Renders vació su vaso de un trago y su rostro preocupado se iluminó.

—Estoy lejos de ser un borracho, señor Dickson —dijo—, pero hay momentos en la vida en que hay que reconocer que es bueno beber algo que calme los nervios y caliente el estómago. El whisky es un buen aliado.

—Usted es un neurótico, Renders —afirmó el detective—. Para un hombre de su inteligencia y de su cultura, carece de equilibrio. ¡Cuidado! ¡Quien ama el peligro perecerá en él!

—¡Hable por usted, señor Dickson! —exclamó Albin riendo.

—Se equivoca respecto a mí. Yo no busco el peligro por amor al peligro. Cuando no puedo evitarlo, en interés de la justicia a la que sirvo, me comprometo y acepto luchar contra él. Usted, por el contrario, lo busca con una pasión morbosa, y esto haría de usted el peor agente de policía del mundo.

Albin Renders, joven soltero de treinta años, doctor en Ciencias Físicas y Naturales por la Universidad de Cambridge, lo suficientemente rico como para no tener que ganarse la vida, se había especializado hacía unos años en reportajes sensacionalistas por cuenta de algunos periódicos de la mañana. Hay que decir que no había triunfado. Audaz, inteligente, carecía, si no de olfato, sobre todo de suerte. Se lanzaba sin reflexionar a peligros sin cuento; jamás salía sin acusar el golpe y, por lo mismo, tampoco lograba artículos realmente sensacionales.

—Debo encenderle una vela —murmuró el joven, volviendo a llenar su vaso—. ¡Pensar que sin usted me habría convertido en estatua de piedra como las víctimas de las Gorgonas!

—¡Si al menos la aventura de los Centauros de Mattheus Jarns le sirviera de lección! —expresó como en un deseo Harry Dickson.

Fue una historia muy curiosa, que relataremos aquí tan brevemente como sea posible. Esta historia nutrió durante tanto tiempo la crónica criminal londinense que incluso hoy muchos la recuerdan. Por aquel entonces Mattheus Jarns, escultor de mediocre talento, bastante bueno, sin embargo, esculpiendo animales, preparaba para el salón de otoño un grupo ecuestre titulado Lucha de centauros. El grupo, muy vulgar, representaba un combate singular entre dos de estos monstruos que la mitología representa mitad hombres mitad caballos. A medida que la obra avanzaba, Jarns se mostraba menos satisfecho. Sabía modelar un caballo en arcilla, pero no lograba más que formas humanas sin vida ni belleza. No pudiendo en tres intentos sucesivos dar al rostro la expresión trágica adecuada, Jarns destruyó el busto del centauro caído. Un día, dos locos internados en el manicomio de Bedlam se escaparon.

La opinión pública se conmovió, puesto que se trataba de temibles delincuentes a quienes los médicos alienistas habían salvado con mucha dificultad del cadalso. El caso interesó a un periódico de Fleet Street en el que Albin Renders trabajaba de reportero. Renders se lanzó inmediatamente sobre la pista de los fugitivos, pero la pista se oscureció en seguida para perderse completamente no lejos de Farningham. Decepcionado y descontento, Renders se dirigía a Fleet Street con las orejas gachas, cuando descubrió una silueta conocida que sin rumbo fijo deambulaba por las calles de Farningham: Harry Dickson en persona.

—Vamos a la caza de la misma pieza —se dijo el reportero—. Veremos quién llega antes.

Y sin grandes escrúpulos siguió al célebre detective. No tardó en descubrir que éste vigilaba una casa solitaria que no estaba alineada con las de la última calle del barrio. Era una construcción nueva, blanca, de arquitectura pretenciosa y recargada a ultranza. En la puerta, el nombre de Jarns aparecía en letras de oro. Albin Renders recordó algunas exposiciones en que las obras de este escultor habían merecido secundarios laureles. La atención que el célebre detective ponía en vigilar aquella casa, decidió al periodista a pasar a la acción sin pensarlo más. Se trataba sobre todo de un temerario y se lanzaba sin reflexión a las peores aventuras. Al caer la noche, Renders escaló los muros bajos del jardín, hizo algún ruido al pisar las protecciones del melonar, pero continuó, no obstante, su exploración, y ésta le condujo a un pabellón que le pareció deshabitado.

Pronto se dio cuenta de que se había equivocado. Apenas hubo avanzado algunos pasos por un hall oscuro, un haz de luz deslumbrante le hirió en pleno rostro al tiempo que una voz triunfante gritaba en la sombra: “¡Es el diablo quien lo envía!” Inmediatamente, unas manos fuertes derribaron al imprudente reportero, lo inmovilizaron y lo amordazaron. ¡Terrible aventura la que sucedió a está repentina captura y que faltó poco para que fuese la última de aquel incorregible amante del peligro! Renders vio que un hombre con blusa blanca y que blandía un mazo de escultor lo devoraba con ojos feroces, al tiempo que dos energúmenos, en quienes el periodista reconoció a los evadidos de Bedlam, lanzaban gruñidos salvajes con evidentes muestras de placer.

—¡Qué gran asunto! —exclamó el escultor Jarns— ¡Cómo crispa admirablemente el rostro bajo el influjo del terror! ¡Id pronto a calentarme la masa, amigos! Mi obra no admite espera...

Sin saber cómo, el infortunado Albin se encontró ante un pedestal de mármol blanco sobre el que un centauro, en su encabritada inmovilidad, esgrimía una jabalina sobre un adversario derribado a sus pies al que faltaba la cabeza, en cuyo lugar se abría una enorme abertura. Jarns hizo señas a uno de los locos, y Renders vio cómo éste retiraba el tronco de la estatua que se mostró ampliamente vaciada. Entonces el reportero se dio cuenta vagamente de la suerte que le esperaba. Sin embargo, toda resistencia era inútil, tanto más cuanto que la mordaza hundida en su garganta y que le impedía casi respirar le hacía imposible cualquier llamada de socorro. Con notable destreza, Jarns introdujo a su prisionero en el interior de la estatua hueca, no dejando al descubierto más que la cabeza que sobresalía del cuello de mármol.

—¡Ah, el rostro! —gritaba el escultor—. Jamás he podido lograr la expresión de un rostro y lo que hoy necesito es el miedo, el terror, la angustia de la muerte. Sí, sí, amigo mío, su final está cerca, pero ¡qué final! Sin embargo, su muerte tendrá una recompensa. Le inmortalizará, puesto que la expresión de espanto que se refleja en sus rasgos quedará fielmente, y para siempre, grabada en la piedra.

En aquel momento el otro alienado entró llevando en las manos una gran marmita humeante.

—¡Con suavidad! —ordenó Jarns—. Esta mezcla de yeso y cera hirviente debe verterse con precaución en el interior del centauro caído. Hay que llenar primero el hueco del cuello, después el cráneo y las mejillas. Los ojos no deben cegarse más que en el último segundo, a fin de que la expresión sea completamente real.

Jarns separó de un capirotazo un trozo de mármol y sopló el polvillo que empañaba el busto; después levantó la mano.

—¡Empecemos! —gritó—. Primero échenle el polvo seco.

Con gesto vivo quitó la mordaza de la boca de Renders y, antes de que éste pudiera lanzar un grito, le fue insuflado en la boca un chorro de polvo ardiente.

—Es mi última invención —explicó orgullosamente Jarns—. Una mezcla de talco, alcanfor, yeso de París y escamas de jabón. Esto forma inmediatamente un tapón en la boca, le impide gritar y posee la facultad de producir en su rostro una mueca de agudo y duradero sufrimiento. Lo llamo el “fijador del sufrimiento”. Ingenioso, ¿no es cierto? Ya ve que lo trato casi como confidente y amigo. Sí, sí, mi querido desconocido, soy su amigo, puesto que le aseguro la eternidad y, con esa eternidad, ¡la gloria! Ahora le toca a usted, señor fundidor de cera —dijo Jarns ceremoniosamente dirigiéndose al hombre de la marmita.

Éste levantó el pesado recipiente a la altura del pecho y fue recogido por el otro loco, un ser musculoso y peludo como un oso, que lanzó una risotada de feroz alegría.

—¡Viértanlo! —gritó Jarns.

Albin Renders cerró los ojos y emitió un estertor de agonía. Sin embargo, su torpeza iba a serle útil. Harry Dickson no tardó en darse cuenta de la insistencia que el joven reportero ponía en seguir todos sus movimientos. Conocía vagamente a Renders y, al principio, su actitud le divirtió. Pero cuando vio al joven escalar el muro de la misteriosa casa se alarmó. El célebre detective sabía que Jarns estaba loco y que había dado asilo a otros dos locos de los más peligrosos de Londres. Comprendió que sin pérdida de tiempo había que correr en socorro del excesivamente temerario periodista. Cuando este último percibía muy próximo el calor intenso de la masa en ebullición, se oyó un disparo, y el que vertía la cera rodó al pie del pedestal gravemente herido. Minutos más tarde el estudio fue invadido por una brigada de policías que detuvieron a Jarns y sus cómplices, a quienes Harry Dickson mantenía a raya, al tiempo que, no sin dificultad, se liberaba al infortunado Albin Renders. Esta es la historia del hombre que estuvo a punto de convertirse en centauro, aventura que no le valió la celebridad con que contaba, puesto que todos los honores recayeron en Harry Dickson.

Ahora, sentado en el confortable sillón de bejuco del bar, el detective que le había salvado de una muerte tan poco vulgar le sonreía y lo invitaba con el gesto a servirse más whisky. Pero Renders movió suavemente la cabeza.

—Han pasado tres meses desde aquella célebre tarde –dijo–. Inmediatamente después fui al hospital donde me prodigaron atentos cuidados. Lo único que tenía mal eran los nervios, ya que la mezcla que Jarns me hizo tragar no contenía ningún elemento nocivo. Al cabo de una semana me sentí bastante fuerte para dejar el hospital. Y de repente sentí una languidez extraña, una laxitud en todos los miembros... Me parecía estar levantando toneladas de plomo. Los médicos no se preocupaban excesivamente pero, entre ellos, confesaban no entender nada de lo que me ocurría. Me hicieron un análisis de sangre; fue absolutamente negativo. Para la ciencia era un hombre sano. Hace ocho días se me permitió salir.

Renders hizo una pausa; sus ojos se fijaba gravemente en los del detective.

—Y desde hace ocho días investigo, señor Dickson —dijo recalcando las palabras.

—¿Y qué busca?

—La misteriosa causa de mi enfermedad.

—La emoción, el terror puede ser la razón.

—Olvida usted que busco con gusto el peligro y, por consiguiente, el miedo.

—Es cierto —concedió Dickson sorprendido por el argumento.

—¡Y he hecho descubrimientos, señor Dickson!

El detective, impresionado por la gravedad con que hablaba el joven, lo observó en silencio.

—Jarns ha muerto, ¿no es cierto? —preguntó Renders.

—Casi hace seis semanas, en el pabellón de los locos furiosos.

—Por lo que parece, no siempre fue escultor.

—En efecto... Era profesor de Historia antigua y, de buen historiador, de la noche a la mañana se convirtió en mal artista —respondió el detective con humor.

Albin Renders tecleó nerviosamente sobre la mesa.

—Mattheus Jarns viajó durante mucho tiempo por Grecia, por el Peloponeso —dijo—. Esto es lo que he descubierto esta semana. Y he perdido no pocas horas igualmente en encontrar sus obras diseminadas por museos de tercer orden. Todas ellas representan temas de mitología griega. Dos, sobre todo, me han sorprendido por poseer un valor real que las otras no tienen. Una de ellas es una cabeza enorme de rasgos consumidos, de ojos muertos, con una indefinible expresión de serenidad en el rostro. Su nombre es Atlas. La otra representa a Perseo, con espada y escudo en las manos dispuesto a herir, y se llama La venganza, lo que no parece tener ningún sentido. Y, sin embargo, he descubierto algo en esta falta de lógica. En el mismo momento en que contemplaba al vencedor de Pegaso y la Quimera sentí que me rozaba el ala negra del misterio. Fue en el pequeño museo de Homerton, en Sydney Road. Estaba solo en la sala o casi solo, aparte de un guardián que dormitaba en una banqueta y de una joven que hacía copias y, sin embargo, me asaltó un miedo espantoso. ¡Qué horrible atmósfera, señor Dickson! Desde entonces he ido sin rumbo de un sitio a otro, me he olvidado de comer y de beber. Recorro las calles como alma en pena o, lo que quizá es más exacto, como un hombre perseguido.

—¿Por quién? —preguntó el detective.

—¡Por lo desconocido, por lo invisible! —rugió Renders cerrando los puños. Se levantó bruscamente.

—Esta misma sensación me parece haberla ya experimentado en casa de Jarns.

—Eso es normal. En aquel momento estaba usted muy cerca de la muerte.

—No, no es eso. No puedo confundir este terror indefinible con aquel otro espantoso y preciso que se apoderó de mí entonces. Escuche lo que quiero decirle, Dickson: el secreto que Jarns se ha llevado a la tumba es verdaderamente terrible.

El reportero se había acercado a la puerta y la abría.

—¡Verdaderamente terrible! —repitió.

Y desapareció en la noche. Ocho días después el detective tuvo noticia de la muerte de Albin Renders. Había sido encontrado sin vida sobre el césped cortado de Hackney Marsh. El médico forense no había descubierto ninguna herida, pero tampoco había logrado señalar ninguna razón precisa de la muerte. Sin embargo, en el informe médico que Harry Dickson tenía ante sus ojos había una frase muy singular: “El cuerpo de Renders presenta una particularidad absolutamente desconocida: algunos órganos, el corazón y una parte del cerebro están como petrificados. Ante la imposibilidad de señalar las causas de este fenómeno nos vemos obligados a concluir que se trata de una muerte natural.”

Dickson permaneció largo rato abstraído.

—¡Pobre Albin Renders! —murmuró—. Ese muchacho era inteligente y culto. ¿Ha descubierto realmente algo espantoso, peligroso, y ha pagado con la vida su habitual temeridad? ¿Y si yo mismo investigase? En el fondo se lo debo a su memoria.

El detective descolgó el teléfono y pidió Scotland Yard.

—¿Quién se encarga del registro domiciliario en casa del difunto Mattheus Jarns? —preguntó al oficial que respondió a su llamada.

—El sargento Barkis, señor Dickson, asistido por un escribano.

—¿Quiere ponerme en comunicación con Barkis?

Instantes después el policía se encontraba al otro lado del hilo.

–Barkis –preguntó Harry Dickson–, ¿ha hecho usted algún descubrimiento interesante en casa del escultor Jarns?

–¿El loco de la cera fundida? –preguntó Barkis–. Eh... no, si exceptuamos un montón de cera virgen y de yeso. Lo que me ha parecido curioso, sin embargo, es la gran cantidad de pescado fresco y frutas que había en la enorme despensa de la bodega... Ah, es verdad, lo olvidaba... En un armario hemos descubierto igualmente una verdadera colección de gafas de sol muy oscuras.

Harry Dickson colgó el teléfono y cargó su pipa.

–Es extraño –murmuró–. Cada vez más extraño... Temo que Renders tuviese razón al decir que algo terrible flotaba a su alrededor.


–No, señor, las obras de arte que se exponen en este museo no están a la venta. Son donaciones o adquisiciones del Estado y no son objeto de comercio alguno.

El conservador del museo de Homerton era un hombrecillo convencido de su importancia y que, sin embargo, se consumía sabiéndose relegado para siempre a un establecimiento de tercer orden. Enfundado en su estrecho levitón, hacía los honores de su museo a un caballero de rostro rubicundo, en el que se apreciaba una ligera curva de la felicidad y un hablar gangoso que denotaba su origen americano.

–Mi casa de Albany es un verdadero museo, como diez de los suyos –fanfarroneó el yanqui–. Pero quiero que siga enriqueciéndose y no reparo en gastos. Poseo más de una tonelada de telas de maestros flamencos, italianos, alemanes. Verdad es que la escultura no está bien representada y por eso viajo por Europa... ¿Quién es ese ridículo monigote de mármol que levanta su espada? Supongo que un soldado de la Edad Media, ¿no es eso?

–Pertenece a una época más antigua –respondió el conservador con arrogancia–. Es Perseo en el momento en que se dispone a matar a Medusa.

–¡Ah! –rió el americano–, ese soldado..., ¿cómo le llama usted? Ah, sí, Percy, ahora me acuerdo. De modo que Percy quiere matar a una medusa y necesita un sable. Nosotros las aplastamos con el pie.

Ante tamaña ignorancia, el conservador no pudo hacer otra cosa que suspirar.

–En el fondo ese Percy me gusta –continuó el extranjero–. Lo encuentro ridículo, pero me divierte... ¿Cuánto vale?

–Le repito que no hay nada a la venta.

–¡Pamplinas! –comentó con una risita el americano–. Yo entiendo de negocios y sé que rehúsa con la esperanza de aumentar los precios. Es un ardid completamente legítimo y no le guardo rencor por ello. Ofrezco mil dólares.

–¡Más aún! –gimió el infortunado conservador.

–¿Quiere más? –preguntó ingenuamente el otro–. Pues bien, añado quinientos dólares; que sean mil quinientos y no se hable más. Habrá que embalar esto adecuadamente para mandarlo a Albany.

Esta vez, el conservador no pudo más y se marchó, dejando solo a su visitante ante el objeto de sus deseos. Una risa cristalina y armoniosa sonó detrás del americano, el cual, desconcertado, se dio la vuelta. Vio a una joven vestida con elegante simplicidad que, a grandes trazos de carboncillo, copiaba un paisaje. El americano la saludó:

–Mi nombre es Flemmington –dijo–, Jonas Flemmington, cueros y pieles. Debe conocerme.

–Y el mío es Euryale Ellis, cuadros y decoración de cualquier tipo –respondió la joven riendo.

Flemmington tendió a la dibujante una ancha mano cordial.

–Soy amigo de los artistas, un mesías, o... ¿cómo dicen ustedes?

–¿Un mecenas?

–Eso es, mecenas. Jonas Flemmington, cueros y pieles. ¿Quiere usted almorzar conmigo, miss Ellis?

La joven se echó a reír.

–¡Cómo se precipita usted, señor Flemmington de Albany! –dijo riendo alegremente–. Es cierto que a un americano se le perdonan muchas de las cosas que se le reprocharían toda su vida a un inglés. Así que ¿es usted tan rico como para querer pagar mil dólares por una “patata”?

–¿Una “patata”? –preguntó el americano–. No entiendo nada de agricultura.

–¡Ni del argot de los artistas tampoco! –replicó miss Ellis–. Se da el nombre de “patata” a un objeto de arte sin valor.

–¿Como Percy?

–Como Perseo, en efecto –exclamó la copista redoblando su risa–. ¡Qué regocijante resulta usted!

–Razón de más para aceptar mi invitación –insistió Flemmington–. Según mis amigos, no hay hombre más alegre que yo en la mesa, y creo que tienen razón. Mientras comemos, hablaremos de arte, y usted me indicará lo que debo comprar para mi museo privado de Albany. No necesito advertir que usted percibirá una comisión por cada compra.

–¿Sabe usted que posee un gran talento como seductor? –dijo con melindre la joven.

–Muy bien, comeremos en el Savoy, cuya parrilla es célebre. La langosta asada al oporto es una pura delicia.

–¡Dioses del Olimpo! –exclamó miss Ellis–. ¿Me ve usted entrando en la parrilla del Savoy con mi trajecito azul y mi gorra de nutria? Apuesto a que el portero llamaría a la policía para sacarme de allí.

–Le daría un puñetazo –afirmó violentamente el señor Flemmington– y ni un céntimo en concepto de daños y perjuicios por romperle la cara si le acometiese la idea de entregarme a la justicia. Mi lema es: “Respeto a las mujeres blancas”, y he hecho honor a él mandando linchar a tres negros que habían querido besar a una florista blanca como la nieve.

–Pues bien, eludamos la dificultad replicó miss Ellis, que se divertía enormemente–. Yo no puedo acompañarle al Savoy, pero le invito a comer en mi casa. Le advierto que no puedo ofrecerle langosta. Todo lo más puedo proporcionarle el oporto, que cuesta bastante menos de veinte dólares la botella.

–Acepto –dijo simplemente el señor Flemmington, cuyo rostro, sin embargo, resplandecía de alegría–. No tengo en Londres ni amigos ni conocidos. Iba a la aventura y he aquí que, desde el primer momento, tengo acceso a la intimidad de la mujer más bella de Inglaterra.

–Basta, basta, no siga, adulador –dijo miss Ellis confusa, recogiendo de prisa sus carboncillos y papeles de dibujo.

–No tengo coche –dijo el americano–. Viajo de incógnito y no quiero complicarme la vida con un automóvil. Cuando quiero cojo un taxi como cualquier mortal.

–Ahora haremos el camino a pie –dijo miss Ellis–. Vivo cerca de aquí, en Temple Mills, en una casita oculta entre los árboles de Hackney Marsh, que me parece encantadora.

El día era magnífico, de una suavidad primaveral. El señor Flemmington caminaba al lado de su nueva amiga admirando la elegancia de su silueta y la perfección de sus rasgos. Su piel tenía un delicioso tono de melocotónmaduro; sus ojos negros, muy grandes y de dulce expresión, resplandecían como estrellas bajo el ébano de la abundante cabellera recogida en un moño pasado de moda. Euryale sorprendió la mirada de su acompañante y, algo contrariada, dijo:

–Usted debe encontrarme desfasada, casi anticuada, ¿no es cierto, señor americano?

–Es usted muy bella –respondió sinceramente Flemmington, que no encontró mejor cumplido.

–No diría eso si viese a mi hermana Georgina –replicó miss Ellis–. Sólo que no la verá porque es tan salvaje como una fiera. Georgina se contentará con hacerle un buen almuerzo.

Atravesaron el East London Canal por Wick Bridge y bordearon la parte arbolada de Hackney Marsh, que daba a aquel lugar el aspecto de un vasto parque señorial. A los pocos pasos, miss Ellis dejó Temple Mills Road para dirigirse por un paseo de plátanos, al fondo del cual se veían brillar las –paredes rosa y verde de una casita encantadora. La joven empujó la verja, rodeó un minúsculo estanque donde jugueteaban ciprinos y carpas de China y subió una escalinata de seis peldaños que conducía a una amplia cristalera.

–Villa Júpiter –leyó el americano sobre una placa de granito rosa.

–Vaya –dijo con su ingenuidad acostumbrada–, mi camarero se llama así. Sí, Júpiter Brams... No tiene rival en la preparación de un cóctel de ostras.

Miss Ellis hizo un gesto fugaz de impaciencia y de cólera.

–Júpiter es Júpiter –dijo–, y no puedo concebir que un camarero o cualquier otro lleve semejante nombre. ¿Qué diría usted si yo le dijese que mi proveedor de queso se llama Jehová?

El señor Flemmington la miró sin comprender y la joven se tranquilizó de nuevo.

–Siéntese en ese sillón –dijo–. Es el más cómodo de toda la casa. Aquí están el oporto y los cigarrillos. Le ayudarán a pasar el tiempo mientras aviso a Georgina.

Transcurrió un tiempo largo, ya que Flemmington tuvo el placer de fumar media docena de cigarrillos y de vaciar la mitad de la botella de oporto antes de que miss Ellis estuviese de vuelta. La joven había cambiado su traje por un magnífico atuendo de tarde en seda rosa salpicado de plata, que realzaba singularmente su espléndida belleza.

–¡El señor está servido! –anunció.

Introdujo a su huésped en un saloncito amueblado con arte y confort, donde unas magníficas cortinas de encaje tamizaban la luz del día, dejando pasar una claridad casi crepuscular.

–Me haré yo sola cargo del servicio –anunció la joven–, pues Georgina se muestra más salvaje que nunca. Sin embargo, le transmitiré las alabanzas que no dejará usted de hacer cuando pruebe su cocina.

Aquellas alabanzas brotaron de labios del americano desde los primeros bocados. Devoró a grandes dentelladas una ensalada de anchoas, quisquillas y aceitunas servidas sobre hielo picado; tomó un trozo enorme de trucha asalmonada; hizo una brecha no menos considerable en un delicioso pastel de langostinos y acabó engullendo toda una serie de fiambres de langosta, ostras y rollitos de lenguado.

–¡Viva Georgina! –exclamó rociando el final del festín con un gran vaso de vino rosado–. No he bebido nunca nada semejante –confesó.

–Bah –dijo miss Ellis–, no es más que jugo de frutas que Georgina prepara según una receta cuyo secreto guarda celosamente. ¿Quiere usted frutas, un licor?

–Vaya por el licor –aceptó Flemmington. De una elegante botella de cristal tallado, la anfitriona vertió un licor de color castaño dorado que difundió un delicado perfume de ámbar y especias.

–¡Tampoco conozco esto! –exclamó el americano cada vez más admirado ante lo que se le ofrecía.

–Ni yo –confesó su acompañante–. Sé que en su composición entra miel del Hymette, hierbas cuyo nombre desconozco e incluso cierta clase de algas. No lo bebo a menudo, pero hoy, para hacerle los honores, tomaré un vaso.

La joven había apoyado descuidadamente los codos sobre la mesa y sostenía su hermosa cabeza morena con las dos manos; su mirada se clavaba en los ojos de su invitado.

–¿Es usted rico, señor Flemmington? –preguntó de pronto.

La pregunta no pareció sorprender al yanqui. Al contrario.

–Valgo treinta millones de dólares –dijo simplemente–. Esta cifra aún está por debajo de la realidad, pero no importa.

–En ese caso –continuó miss Ellis– podemos hablar con más comodidad.

–Bien; me gusta hablar así.

–¿Tiene usted mucho interés en comprar obras de arte? –continuó Euryale.

–Mucho, esa es la palabra exacta –afirmó alegremente el americano, volviendo a coger la botella del hermoso licor dorado.

–¿Verdaderas obras de arte u otras que sólo tienen de arte el nombre?

–Bueno... Yo no distingo muy bien. Lo esencial es que mi museo de Albany posea piezas capaces de pasmar al mundo.

–¿Y usted las pagaría a buen precio?

–Me gusta pagar bien –dijo el señor Flemmington–. Sólo eso ya me divierte. ¿Quiere decirme, miss Ellis, de qué sirve tener mucho dinero si no se gasta despreocupadamente?

–Sin duda tiene razón, pero son pocos los que como usted lo divulgan, señor Flemmington.

En este momento ocurrió un pequeño incidente, que hubiera pasado inadvertido si miss Ellis no le hubiera prestado una atención a la vez repentina e inquieta. Del lado del jardín se oyó un ruido de chapoteo, como si las aguas del estanque de ciprinos hubieran sido removidas violentamente. Euryale se levantó de un salto y corrió hacia el exterior; el ruido cesó inmediatamente. Cuando volvió, sus mejillas estaban arreboladas y sus ojos brillaban de cólera.

–El perro del vecino trata sin parar de robarme mis carpas –explicó–, y les tengo cariño a esos peces tan bonitos.

–¿Quiere que le dispare con una pistola? –propuso el americano.

–Es inútil, ya está lejos. Volvamos a nuestro asunto, ¿quiere?

–No deseo otra cosa –declaró Flemmington, a quien el delicioso licor ambarino ponía de excelente humor.

–¿Y si yo le propusiera reunir un cierto número de objetos de arte para que entre ellos eligiera o los comprara todos?

–¡Yo no me hubiera atrevido nunca a pedírselo! –exclamó el yanqui en el colmo de su éxtasis.

–Escuche... Le he oído preguntar el precio de una escultura en el museo de Homerton...

–Ah, sí, Percy, el hombre que quería matar a una medusa con un sable. Me hubiera gustado adquirirlo para mostrar a los americanos cómo los ingleses carecen a menudo de sentido práctico.

Miss Ellis se echó a reír.

–Me parece que debo explicarle la lección, señor Flemmington, y especialmente la lección de mitología griega. Perseo, y no Percy, hijo de Júpiter, es uno de los héroes más célebres de la antigua mitología. Venció a las tres Gorgoreas y mató a una de ellas: Medusa.

–¡Ah! –dijo Flemmington, que parecía no entender nada.

–Se representa a las Gorgonas, que son hermanas, como mujeres de gran belleza, pero monstruosamente deformadas: alas de águila, garras de león y serpientes por cabellos.

–¡Vaya! –exclamó el yanqui–. Si un empresario de circo hubiera podido hacerles un contrato, seguro que habría ganado mucho dinero.

–Las Gorgonas poseían la espantosa propiedad de transformar en estatua de piedra a todo aquel que se atreviese a mirarlas.

–He ahí una manera fácil y rápida de hacer escultura –opinó gravemente Flemmington–. Lamento mucho que esas damas no sean de este mundo; les habría asegurado una fiel clientela.

–Es usted un guasón, señor Flemmington –reprochó Euryale–, y se burla de mis lecciones. Como usted no las aprovecha, vuelvo al terreno de los negocios.

–¡Está bien! Al menos usted sabe hablar... Pero, ¿por qué no bebe? ¡Es muy bueno!

–Los negocios primero, mi querido señor. La escultura que usted no ha podido comprar es obra de un artista muerto recientemente, que ha dejado otras diseminadas por todo el país. Se trata de un tal Mattheus Jarns.

–¿El loco? –exclamó Flemmington–. He leído el caso en los periódicos. ¡Oh!, eso me interesa mucho... ¿Dónde están esas esculturas?

–Le he dicho que están diseminadas por toda Inglaterra. Me propongo reunirías para que usted pueda comprarlas.

–Muy bien –replicó el americano cuya condición de hombre de negocios ocupó su puesto–. ¿Está usted autorizada para hacer las gestiones?

–Sí –murmuró miss Ellis–, o quizá mejor mi hermana Georgina. Pero yo puedo actuar en su lugar, puesto que ella no entiende nada de estas cosas.

–Bien, le firmo un cheque como provisión. Todo esto le ocasionará seguramente gastos de desplazamiento y envío.

–Está bien, señor, pero yo le pediría también algo de tiempo. Por ejemplo, quince días. Todo lo más, tres semanas.

–¡O. K.! También yo pienso viajar un poco. Pero siempre podrá encontrarme en el hotel del Águila Azul, en Covent Garden. Mire, siento horror por los hoteles de lujo y, en Albany, me recomendaron esta hostería de más de tres siglos que frecuentaban escritores célebres como Shelley, Byron y después Dickens. Se recibe un trato maravilloso, y si alguna vez quiere ser mi invitada me daría una gran alegría.

Miss Ellis anotó la dirección en un gracioso cuadernito de notas.

–Por el momento –dijo Flemmington sacando su talonario– voy a hacerle un cheque de... veamos... mil dólares, ¿es suficiente?

–¡Por Júpiter! –exclamó Euryale–. ¡Qué modo de manejar las cifras! Verdaderamente es magnífico. ¡Qué poder tiene el dinero!

–No hay otro mayor –aprobó el yanqui con convicción.

–Quién sabe... –murmuró dulcemente la joven.

–¿Cuál otro? –preguntó Flemmington en tono molesto.

–La mirada de Medusa, por ejemplo...

–Sea, pero esa dama no ha existido. Así que no hablemos más de ella. La fantasía no tiene nada en común con los dólares. ¿Firmo el cheque a nombre de miss Ellis?

–Perdón –respondió Euryale con algún apuro–. ¿Quiere hacerlo mejor a nombre de la señora viuda Georgina Jarns...?

–¡Ah! –exclamó Flemmington–. ¿La viuda del escultor loco?

–Es mi hermana –dijo miss Ellis mordiéndose los labios.

–Muy bien... Esto simplifica las cosas –estimó simplemente el mecenas.

Firmó el cheque y lo tendió a su anfitriona.

–¡Y ahora bebamos! –exclamó–. Tal vez Georgina nos haga el honor de brindar con nosotros...

Euryale movió la cabeza.

–Ya le dije que es una salvaje. Se esconde, y desde la muerte de su esposo, aunque vivían separados desde hace mucho tiempo, se ha vuelto más sombría y huraña que nunca. Hay que perdonarla.

–Bueno, bueno –concedió el americano–. Y, por otra parte, me basta la compañía de una sola mujer cuando es bonita como usted, miss Ellis. ¡A su salud!

La joven apenas mojó los labios; fue el invitado quien vació solo la botella del licor maravilloso. Cuando se levantó para despedirse se tambaleaba un poco.

–Así, pues, dentro de quince días, lo más tarde tres semanas, espero recibir sus noticias –insistió.

–Con toda seguridad... Desde mañana me pondré en pie de guerra.

La joven acompañó a su huésped hasta la verja, donde se separaron.

Flemmington fue por el camino de Temple Mills haciendo algunas eses, pero en cuanto dejó atrás el último plátano de la avenida, su paso se hizo súbitamente más firme. Miró a su alrededor, vio el camino desierto y de un salto se ocultó en la espesura más próxima. ¿Qué hacía el americano y por qué había cambiado completamente su modo de andar? Ahora se deslizaba como una culebra entre los matorrales, hasta alcanzar nuevamente con la vista Villa Júpiter. Observaba la casa desde hacía unos minutos cuando vio salir de ella a miss Ellis con una especie de cedazo en la mano. Vio cómo hundía la red en el agua del estanque, la movía de un lado a otro con cuidado y la retiraba con viveza. Había sacado dos hermosas carpas-espejo. La joven las cogió en seguida y volvió corriendo a la casa.

–Bien, bien –murmuró Flemmington según su costumbre.

Una vez en Marsh Hill, tomó un taxi que le condujo a la City. Ya en el coche desabrochó su chaleco y, como por encanto, la curva de la felicidad desapareció. Sostenía en la mano un receptáculo de caucho que contenía un líquido. Lo olfateó atentamente.

–¡Extraño olor! –se dijo–. Me pregunto si nuestros laboratorios estarán lo suficientemente equipados como para hacer su análisis.

Mr. Flemmington no había bebido el célebre licor de algas. Con hábil gesto de prestidigitador dirigió el contenido de cada vaso a su holgado cuello duro desde donde un tubo, disimulado bajo la camisa, hacía pasar el líquido al interior del receptáculo de caucho. Cuando bajó del taxi, Flemmington fue a pie hasta Baker Street y, una vez allí, volvió a ser el que era en realidad: Harry Dickson.


El hotel del Águila Azul no era una hostería corriente. Estaba situado en una de esas calles de Covent Garden atestadas durante el día de carritos de mercachifles, de puestos ambulantes donde se acumulan verduras y frutas, montones de naranjas, calabazas, manzanas, limones y naranjas de la India. Todo esto desaparecía al anochecer para ser reemplazado por los cestos de vendedores nocturnos de ostras, cangrejos calientes y budín de garbanzos. Exteriormente, el hotel no presentaba ninguna particularidad: una fachada estrecha de tres pisos, con ventanas góticas y una puerta cochera, amplia aunque baja, abierta a un vestíbulo antiguo donde brillaba una lámpara veneciana. Desde el vestíbulo, una puerta lateral conducía, a través de dos espaciosos escalones de mármol blanco, al salón-comedor. Aunque de apariencia vulgar, el hotel del Águila Azul no era accesible a cualquiera. Todo lo contrario.

Cuando alguien importante, un rey o un príncipe, viajaba de incógnito por Inglaterra y pasaba unos días en Londres, era allí donde se hospedaba. Cuando un plenipotenciario quería permanecer en la metrópoli sin que se enterasen los periodistas, el hotel del Águila Azul lo acogía. ¡Cuántos tratados secretos se habrían firmado en cualquiera de los saloncitos con candelabros de cristal y mullidos divanes! ¡Cuántos importantes pactos entre naciones se habrían sellado allí! Pero todo esto la gente lo ignoraba y seguramente continuaría ignorándolo aún durante mucho tiempo. Aquella casa acogedora y, no obstante, severa, estaba comunicada telefónicamente con Scotland Yard y Downing Street por líneas secretas. El último de los empleados tenía allí el grado de inspector de Scotland Yard o de oficial de los servicios especiales de Su Majestad. Sus gastos generales eran sufragados por el presupuesto nacional.

Cuando surgía una necesidad imperiosa, Harry Dickson residía allí ocasionalmente bajo nombre supuesto y distinta personalidad. Y como en aquellos días Mr. Flemmington, de Albany, había establecido allí su residencia, algo extraordinario debía estar tramándose en la sombra. Tres días después de que su nombre fuera inscrito en el registro del hotel, es decir, dos días después de su visita a Villa Júpiter, Harry Dickson, ostentando la personalidad de un millonario yanqui, se encontraba en el salón naranja, uno de los más reservados del establecimiento. Acababa de cenar solo y parecía esperar a alguien paladeando un vaso de viejo cúmel helado. Una mano golpeó discretamente la puerta.

–Entre –dijo suavemente el detective.

Fue el director del hotel, Marcus Barnstaple, quien entró dirigiéndole un saludo.

–Habrá que tener un poco más de paciencia, señor Dickson –dijo en voz baja–. Usted sabe que el asunto no es fácil.

–¿Nada nuevo, Marcus?

–Sí, señor Dickson. Una nueva vendedora de naranjas se ha instalado desde ayer en la calle, casi enfrente del hotel.

–¿Cómo es?

–Vieja y sucia, pero, en realidad, debe ser joven y notablemente bella. ¿Quiere usted ver fotos?

Hay que hacer notar que el hotel del Águila Azul cuenta con un departamento fotográfico tan bien o mejor equipado que el de un importante rotativo de Fleet Street. Barnstaple entregó al detective una cartera pequeña de tafilete negro, de la que éste sacó algunas fotografías. Las primeras representaban a una vieja vendedora ambulante, junto a un carrito achatado cargado de naranjas y de nueces apiladas en forma de pirámide. Pero en otras fotografías la silueta de aquella vendedora presentaba una singular transformación. Mediante un hábil trucaje, el fotógrafo la había despojado de sus vestidos usados para sustituirlos por otros. Había enderezado su cuerpo curvado y, finalmente, había transformado el rostro. Harry Dickson sonrió.

–¡Le felicito, Marcus! He aquí un buen trabajo.

–¿La conoce usted?

–Ciertamente... Se hace llamar miss Euryale Ellis. En mi opinión es, actualmente, la mujer más bella de Inglaterra.

–Lo mismo piensan en Downing Street y, a pesar de eso, no muestran ningún interés.

–Por supuesto, ya que no se trata de una espía. ¿Han visto estas fotografías en Scotland Yard?

–Sí... El jefe está intrigado. Vendrá a visitarle pronto. Cree que usted sigue una pista interesante.

–Es posible –murmuró Harry Dickson–. ¿Es todo?

–Brooker, el botones, compró naranjas a nuestra vendedora. Charlaron y mantienen óptimas relaciones...

–Supongo que Brooker le habrá transmitido el tema de la conversación.

–Naturalmente. La vendedora no le ha hecho ninguna pregunta sobre el hotel, excepto si se ganaba bien la vida aquí. Le ha dicho que tenía una hija de veinte años muy bella, a la que podría conocer si lo deseaba.

–Bien... Y Brooker, por su parte, ¿ha actuado siguiendo exactamente mis instrucciones?

–Con toda exactitud, hay que reconocerlo. Le ha dicho a la vendedora que tenía novia y que ésta era celosa como una tigresa, pero que un primo suyo, también empleado en el hotel del Águila Azul, había roto sus relaciones hacía algunos meses con la joven con quien pensaba casarse, y que se alegraría mucho de conocer a la belleza en cuestión. “¿Cuáles son las funciones de su primo en el hotel?”, le preguntó la falsa vieja.

“Es camarero”, fue la respuesta de Brooker. “Supongo que se gana bien la vida y que es formal”, inquirió la vendedora.

Brooker se ha deshecho en alabanzas de su primo, un tal Mike Saunders. La vendedora se ha mostrado encantada y esta tarde, que está libre, Saunders acompañará a miss Bella Smithers –que es el nombre de la guapa muchacha– al cine. Lo ha citado bajo el reloj de Ludgate Hill. Ella vestirá un impermeable blanco y llevará una rosa roja en la solapa. Ya ve que todo se desarrolla según sus previsiones, señor Dickson... Ah, ahí está el jefe...

Entró un caballero de pelo gris; estrechó la mano de Marcus, que desapareció discretamente, y se acercó a la mesa del detective. Sir Humphrey Dole era un personaje de relieve. Aunque su cargo era uno de los más importantes en la policía metropolitana, su nombre no figuraba en la puerta de ningún despacho. Por otra parte, sir Humphrey permanecía poco tiempo en el mismo lugar: unas veces viajaba por el continente; otras, el Flying Scottchman lo llevaba a los confines de Escocia; otro día hacía apresuradamente su maleta y partía para América. Estaba agregado a las investigaciones criminales internacionales y trabajaba en la sombra, pero con una energía extraordinaria.

–Espero que su destierro en Baker Street no le pesará demasiado, Dickson –dijo con voz cordial–. Debe estar usted muy preocupado por lo que va a ocurrir para instalarse de una manera estable en el hotel del Águila Azul.

–En efecto –respondió el detective con voz grave–. Hasta que no conozco la naturaleza de un peligro, prefiero mostrarme prudente. En el caso que nos ocupa, lo ocurrido al pobre Albin Renders, me basta.

–¿Ha tenido ya lugar la exhumación de su cuerpo?

–Y también la segunda autopsia. El resultado es, cuando menos, curioso. El cuerpo no presenta más que síntomas de descomposición parcial, al menos en lo que respecta a los órganos no alcanzados por esa extraña petrificación ya descrita anteriormente. Por último, en las vísceras se han podido recoger muestras de distintas sustancias aromáticas desconocidas que, inyectadas a conejos y cobayas, les ha producido un adormecimiento extraño. Además, esos animales cambian de comportamiento. El conejo rehúsa los alimentos vegetales y come vorazmente los alimentos cárnicos; la cobaya se muestra combativa.

–En otras palabras, un cambio de personalidad –observó Dickson.

–Eso es exactamente. En cuanto al licor que usted ha hecho analizar presenta las mismas propiedades que las sustancias encontradas en el cuerpo del infortunado Renders.

–Dentro de quince días, quizá una semana... –murmuró abstraído Harry Dickson.

–¿Qué ocurrirá? –preguntó con curiosidad sir Humphrey Dole.

–No sé... No hago más que formular en voz alta un pensamiento en germen. Discúlpeme, pero esto me ocurre alguna veces...

Sir Humphrey sonrió y volvió a llenar su vaso de cúmel.

–¡A su salud! Esperemos que este licor tenga efectos menos extraños que su misteriosa mezcla ambarina.

–Afortunadamente estoy convencido de que así es... –dijo Dickson riendo–. ¿Y las investigaciones acerca de Renders, han puesto algo en claro?

–Nada... Hechos de la vida normal...

–¿Como la compra de pescado fresco, por ejemplo? –preguntó el detective.

Sir Humphrey retiró su vaso y miró a su interlocutor con estupor mal disimulado.

–¿Qué dice usted? ¡Pero si es la pura verdad, Dickson! En los últimos días de su vida, Renders compró mucho pescado fresco o, más bien, pescado vivo. Esto ha debido costarle una bonita suma. ¿Saca usted alguna conclusión?

–Nada concreto, por el momento –respondió Harry Dickson–; vale más no precipitarse en sacar conclusiones. En el caso que nos ocupa todo es hasta tal punto incoherente y extraño, que no podemos decir por anticipado a dónde nos conducirá.

–Sin embargo, usted tiene una sospecha, si no es ya una certeza –insistió sir Humphrey.

–¿Una sospecha?... Quizá... Y en cuanto a certezas, la del peligro, aunque ignoro su naturaleza. Por eso estoy ahora prisionero en el hotel del Águila Azul, donde me encuentro tan al abrigo de sorpresas criminales como el antiguo zar de todas las Rusias en su palacio, en la época de su esplendor.

Sir Humphrey sacó su agenda y la hojeó.

–Aquí tengo algunos datos sobre Mattheus Jarns y Euryale Ellis –dijo–. Nada importante.

Leyó:

“Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Cambrigde, Mattheus Jarns permaneció durante mucho tiempo en Grecia, donde casó con una joven de Neokastro, en el Peloponeso, llamada Georgina Nastakides. Volvió con su mujer a Inglaterra y se separó en seguida de ella, sin divorciarse no obstante. Hace tres años, miss Euryale Ellis, hija de un inglés establecido en Grecia y de la madre de la primera, se reunió aquí con su hermanastra, Georgina. Ambas viven en Villa Júpiter, que usted conoce. Pero el funcionario del Registro Civil de Homerton no brilla ni por su inteligencia ni por su escrupulosidad administrativa. El teniente de policía, tampoco. Se sabe que Georgina está enferma y no se deja ver. Solamente a miss Ellis, aunque lleva una vida bastante retirada, se la conoce bien en Homerton. Por lo demás, las hermanastras parecen gozar de un real bienestar y no tienen deudas. Usted sabe que este último punto le basta al inglés medio para decidir sobre la moralidad de alguien.”

–Es todo lo que esperaba de su servicio de información –comentó Harry Dickson–. El resto corre de nuestra cuenta, o mejor, de mi cuenta.

El detective metió la mano en el bolsillo interior de su traje y sacó las fotografías que Barnstaple le había entregado.

–Dickson... –exclamó sir Humphrey, mirando el retrato en que miss Ellis aparecía con el aspecto de la vieja vendedora pero con su rostro real–. Dickson, ¿quién es esta mujer?

–Examine la foto atentamente y escudriñe en su memoria –se contentó con decir el detective.

La frente del jefe se llenó de arrugas a causa del esfuerzo.

–Conozco este rostro –murmuró–, pero no puedo aún darle un nombre... Déjeme reflexionar.

De pronto. Dole lanzó una angustiada exclamación de sorpresa.

–¡Lady Rock! ¡Por Dios santo, Dickson, es la mujer de Nathaniel Rock!

–Ella es –dijo el detective con voz alterada–, y me pregunto qué nuevos infortunios están a punto de caer sobre el desdichado mundo.

–¿Cuándo ha identificado a miss Ellis y lady Rock como la misma persona? –preguntó sir Humphrey.

–En los primeros minutos de nuestra entrevista. “Nada ha cambiado en su rostro, sino en su comportamiento. Mientras lady Rock tenía una majestuosa presencia, miss Ellis es la gracia y la juventud en persona. Quizá ese simple cambio de personalidad es más eficaz que un maquillaje perfecto. Me hubiera dejado engañar de no haber sido por Nathaniel Rock.

Sir Humphrey se puso a observar las luces del candelabro de cristal.

–Rock... –murmuró–. No olvide que es barón y tiene derecho a llevar el nombre de lord Mangrove. Sin embargo, siempre ha preferido el patronímico breve y áspero de sus antepasados.

–Sir Humphrey –preguntó de pronto el detective–, como representante de la justicia inglesa, ¿qué le reprocha usted a lord Mangrove?

–Eso es lo que se llama una pregunta precisa –respondió sir Humphrey–. La justicia, hoy en día, no tiene nada contra Mangrove, pero, hace siglos, hubiera sido quemado por brujo. A él se deben, en efecto, trabajos muy interesantes sobre la cabala, la magia negra y los libros de conjuros. Él es el único, según afirman los ocultistas, que ha dado una interpretación satisfactoria a las famosas Clavículas de Salomón. No conozco gran cosa de todo ese fárrago, pero sí sé que todos los que se ocupan de ello son, en su mayoría, o espíritus ingenuos o sabios de una peligrosa inteligencia. Nathaniel Rock está entre estos últimos.

–¿Sabe usted dónde está en este momento?

Dole se encogió de hombros en señal de ignorancia.

–Después de su divorcio, hace seis o siete años, desapareció. Creo que volvió al extranjero, donde residía a menudo. Durante los dos años en que frecuentó la alta sociedad londinense, tuvo ocasión de provocar una verdadera ola de terror.

–Todo eso está ya lejos, pero a pesar de todo lo recuerdo –dijo Harry Dickson–. Era imposible permanecer algún tiempo en presencia de ese hombre sin experimentar un terror espantoso e irrazonable. Algunos de sus familiares se suicidaron. Se dijo que fue por amor de lady Rock, lo que pareció plausible, pero yo creo que, movido de unos celos sombríos, lord Mangrove, mediante el oculto poder que poseía, fue quien los impulsó a tomar tan fatal resolución.

–Todo eso es muy posible. Sin embargo, tales suposiciones serían rechazadas con ironía, si no con indignación, por cualquier tribunal de justicia.

Hubo un silencio, y sir Humphrey volvió a tomar la botella de cúmel. Se sirvió un gran vaso y lo bebió de un trago. Finas gotas de sudor perlaban su frente y sus sienes.

–¿Qué le ocurre? –preguntó Dickson en voz baja.

–Nada... Un malestar pasajero, sin duda... ¿No le parece esta tarde agobiante?

–No, al contrario... La temperatura ha bajado bruscamente y los radiadores calientan, pero muy poco –dijo lentamente el detective.

–Entonces será un poco de opresión. ¡Diablos!... El corazón me salta del pecho.

–Sir Humphrey –dijo Harry Dickson mirando a su interlocutor fijamente a los ojos–, no me oculte nada. ¡Usted tiene miedo!

–Pues bien, sí –exclamó el jefe–, ¡tengo miedo!

–No me extraña –añadió el detective con una voz cada vez más ahogada–, yo mismo me siento ganado por ese miedo.

–¿Usted, Dickson? Eso significa...

El detective se levantó bruscamente.

–¡Significa que Nathaniel Rock está cerca de nosotros, en esta casa que parece tan bien protegida! ¡Significa que el enemigo está entre nosotros! ¡Significa que no estamos ya a cubierto ni siquiera en el hotel del Águila Azul, nuestro último refugio, nuestra fortaleza!

–¡Cállese! –suplicó sir Humphrey–. ¡Sería demasiado terrible, demasiado espantoso!

–Terrible, lo reconozco; unas ondas psíquicas desconocidas nos rodean y nos oprimen. ¡Pero no espantoso! Creo, por el contrario, que ahí existe una salvaguardia para nosotros.

Sir Humphrey abrió unos grandes ojos sorprendidos.

Dickson creyó oportuno explicar:

–Creo que Rock no se interesa por nosotros, sino por su antigua mujer, a la que odia profundamente después de haberla amado mucho. Si está aquí no es, en mi opinión, más que para obstaculizar los proyectos de Euryale Ellis.

–Pero ¿dónde está? –exclamó sir Humphrey–. Como usted sabe, en el Águila Azul sólo se acepta gente que ofrece todas las garantías.

–¿Quién habla de gente? –dijo el detective–. Ahora no hay en el hotel más que tres huéspedes contándome a mí, y yo respondo de los otros dos.

–¿Y el personal?

–Escogido con todo cuidado... No pierda el tiempo en vanos recelos...

–¿Sabe que resulta enigmático e irritante en exceso, Dickson? –se impacientó el jefe–. Va a acabar por hacerme creer en sus historias de magia negra.

–Precisamente –respondió el detective con gravedad–, no hay nadie en el mundo que tome con más seriedad que yo esa detestable ciencia.

–Tengo la impresión de que la conoce mucho mejor de lo que confiesa.

–Yo no sé de ella más que usted, pero investigo con la casi certeza de descubrir algo, como suele ocurrir normalmente.

–Creo que por ahora nos lo hemos dicho todo –dijo sir Humphrey con un matiz de disgusto en la voz.

–No, todo no... Nos falta esperar la hora de cierre de los cines...

–Bajemos de las nubes –dijo sir Humphrey burlón.

–En efecto, situémonos en la tierra o, mejor, en Londres, en Covent Garden, en el hotel del Águila Azul, donde espero con impaciencia el informe de un tal Mike Saunders, camarero, que en este caso no es otro que mi ayudante, el valiente e inapreciable Tom Wills.

–¡Santo y bueno! –exclamó el jefe–. Vuelve a ser usted Harry Dickson.

–El terror ha pasado, ¿no es cierto? –hizo notar quedamente el detective.

–Vaya, es verdad... Ya no pensaba en ello.

–Feliz usted... Sin embargo, eso debería hacerle pensar en Rock y sus poderes.

Humphrey Dole se encogió de hombros con renovada indiferencia.

–Es su caso, Dickson. Puesto que investiga, descubrirá. Acaba de decirlo usted mismo.

Alguien llamó a la puerta.


Hacía un cuarto de hora que Tom Wills, alias Mike Saunders, recorría a grandes pasos el lúgubre paraje de Church Yard, asomándose de vez en cuando a la esquina de Ludgate Hill sin descubrir ni el impermeable blanco ni la rosa roja.

–El tiempo era seco y frío, y el joven temblaba bajo su fino abrigo. Enfundado en un traje de confección recién comprado, tenía el aspecto pretencioso de un hortera, y fumaba –lujo descabellado– un cigarro de tabaco malo que le revolvía el estómago.

Afortunadamente, un orador del Ejército de Salvación distrajo pronto la espera del aprendiz de detective. Semejantes charlatanes encuentran siempre en Londres, ya llueva, ya truene, un complacido auditorio. Olvidados de los clientes que les esperaban, los mozos repartidores se pararon ante él; vinieron a juntárseles unas chicas desocupadas, y algunos soldados ociosos completaron en seguida el atento grupo. Tom había oído decenas de veces las mismas alocuciones de aterradores finales y no les prestó mucha atención, prefiriendo fijarse en la multitud, cuya observación, ayudada por la psicología, siempre permite a un aprendiz de detective sacar conclusiones aprovechables. Por otra parte, la atención que prestaba al grupo fue reclamada inmediatamente por un anciano, vestido con amplia pelliza, que, a codazos, se había abierto paso hasta la primera fila de oyentes. Visto de espaldas, no presentaba nada notable y, sin embargo, Tom acabó por deducir que, al igual que él, el hombre no escuchaba al orador sino distraídamente. A cada instante, dando evidentes muestras de impaciencia, el viejo gentleman dirigía su mirada hacia Ludgate Hill. Como Tom Wills miraba igualmente en aquella dirección, tuvo la idea, bastante extraña, de que el viejo podía estar esperando también ver aparecer el impermeable blanco de la rosa roja. Naturalmente, no se basaba en nada concreto. Sólo era cuestión de instinto.

Sin embargo, aquella idea le bastó para querer observar mejor al desconocido. Dio la vuelta al grupo para poder verle la cara. El ayudante de Harry Dickson quedó impresionado, si no horrorizado, por un extraño detalle. El rostro del anciano parecía estar esculpido en mármol lívido. Era de una palidez siniestra. Su enorme frente brillaba como marfil bruñido y sus ojos, obstinadamente bajos, se fijaban sobre el banco en que el orador se había encaramado. Súbitamente, el hombre levantó los ojos, y Tom Wills recibió una especie de descarga eléctrica. Eran unos ojos glaucos, inmensos, tristes, sin expresión... Unos ojos muertos. El joven se apartó con malestar, como si de aquellos ojos sin vida pudiera emanar una onda maléfica. En aquel momento, el orador dio comienzo a una breve perorata. Después bajó de su pedestal improvisado, deseó las buenas tardes al auditorio y se marchó a otra parte con la buena nueva. Unos segundos más tarde se disolvió el grupo de oyentes, y Church Yard quedó vacío. Sólo un policía impasible miraba embobado las estrellas en un ángulo del atrio. Tom Wills, decepcionado por la espera, caminaba con paso lento hacia la glorieta de Cannon Street, cuando se le ocurrió fijarse en la dirección que había tomado el anciano de la pelliza.

Con sorpresa vio cómo daba la vuelta con cuidado a la columna Morris, en el ángulo de Ludgate Hill; después, no lo vio más. Intrigado, Tom Wills se aproximó, teniendo buen cuidado de adoptar el aire de alguien que callejea. En lo más alto de la columna había una gran lámpara eléctrica que iluminaba la pequeña acera circular, donde se levantaba el deslucido poste de los anuncios. Cosa extraña, cuando el joven detective llegó ante él, no distinguió a nadie. Sin embargo, con una luz tan potente, hubiera debido ver alejarse al viejo del rostro siniestro. Recordó entonces que las columnas Morris están huecas y las utilizan los barrenderos para guardar sus utensilios. ¿Se habría metido en aquélla el extraño caballero? Había que suponerlo, aunque el postigo que daba acceso al interior del monumento parecía cuidadosamente cerrado con llave. “Pero una puerta se puede abrir si se quiere”, se dijo Tom Wills. Y supuso que el anciano estaba al acecho de algo o de alguien en el interior de aquel recinto. Aunque sin aparentarlo, continuó observando y en seguida notó que la puerta baja se entreabría. Había adivinado: el hombre estaba agazapado en el estrecho espacio. ¿Obedeció Tom Wills a un nuevo aviso del instinto, o bien a un reflejo espontáneo de su juventud maliciosa?

Los obreros que habían estado trabajando durante el día en aquella zona, habían dejado abandonados gruesos adoquines y pesadas losas de granito. Una de ellas estaba situada muy cerca del postigo. Tom se acercó; después, agachándose súbitamente, empujó una de aquellas pesadas piedras que fue a dar contra la puerta, cerrándola más sólidamente que hubiera podido hacerlo un candado de acero. La exclamación sorda que se escuchó en el interior del recinto hizo saber al joven que había acertado y, riendo, se puso otra vez de pie. Pero pronto cambió de actitud: a unos cinco pasos de él una delicada silueta, vestida con impermeable blanco y una flor roja, acababa de aparecer. El rostro se ocultaba bajo el fino velo del sombrero.

–¿El señor Saunders? –preguntó.

–¿Miss Bella Smithers? –respondió Tom Wills quitándose el sombrero.

–¿Está haciendo deporte? –inquirió irónicamente la recién llegada.

El joven creyó que no debía mentir y le refirió la jugarreta que acababa de hacer al caballero del rostro marmóreo.

–Perdóneme, pero sigo siendo un niño y temo seguir siéndolo aún por mucho tiempo. Voy a liberar a ese pobre hombre...

Con gran estupor vio cómo la joven lo cogía del brazo y lo alejaba de allí.

–No haga nada –dijo–; ese ruin personaje merecía una lección. Que haga un poco de ruido y un policía o alguien vendrá a sacarlo y a levantar acta por haber forzado la puerta de un edificio público.

Tom Wills observó a su acompañante: bajo el fino velillo azul, los labios, ligeramente pintados, temblaban al igual que la mano que se posaba sobre su brazo.

–Discúlpeme por haberle hecho esperar –continuó la voz melodiosa de Bella Smithers –, pero trabajo como mecanógrafa en casa de un cambista de Barbican y mi jefe me ha retenido para terminar la correspondencia. Temo que sea demasiado tarde para ir al cine. Todas las buenas películas deben haber empezado... ¿Quiere usted tomar una taza de té, señor Saunders?

–Muy bien –respondió el joven–, iremos al Braddy, en Ludgate Circus. Ya lo conoce, es el lugar que frecuentan los periodistas de Fleet Street. Tengo algunos amigos entre ellos...

Ella, riendo, le dio una palmadita en la mejilla.

–Pícaro chico... Olvida que si la oscuridad de un cine es propicia a las primeras entrevistas entre un caballero y una dama, la claridad de las tabernas es comprometedora para las jóvenes. Y, además, una taberna de periodistas... No, no, señor Saunders, esta tarde será usted mi invitado...

–Bien –aceptó el joven–. Así conoceré a su madrera la que solamente vi a través de las cortinas del hotel del Águila Azul, donde soy primer camarero.

–No encontrará usted a mamá –replicó miss Bella, mostrando al reír sus blancos dientes–, porque vive bastante lejos, en las afueras. Por eso, cuando se me hace tarde en Londres, como hoy, pido albergue a una de mis amigas que está en el servicio nocturno de teléfonos. Tengo una llave de su apartamento. Es muy cerca, en Cheapside. ¿Vamos allí?

Tom Wills aceptó con todo el entusiasmo de un conquistador afortunado. Caminaron con paso ágil sobre un pavimento que crujía bajo la primera helada de la noche, para desembocar en seguida en una de las travesías de Cheapside. Miss Bella se metió por una amplia puerta cochera abierta de par en par y subió por una escalera angular escasamente iluminada.

–El apartamento de Maud está situado en la parte de atrás –explicó la joven–. Da al patio, porque los alquileres son caros en los exteriores. Esto no impide que sea muy confortable y esté decorado con gusto.

Después de hacer recorrer a su invitado un verdadero laberinto de descansillos y corredores, tan mal iluminados como la misma escalera, Bella Smithers abrió una puerta y pulsó un conmutador. Una lámpara opalina se encendió iluminando un salón-comedor donde ardía una hermosa salamandra de hierro barnizado.

–En casa de Maud estoy como en mi casa –dijo miss Bella despojándose de su impermeable y de su sombrerito de fieltro gris.

Tom Wills apenas pudo contener una exclamación admirativa: tan bonita era su compañera. Ella se dio cuenta sin duda, puesto que sonrió y lanzó una mirada satisfecha al espejo de la chimenea.

–Sea juicioso y espéreme –dijo–. Voy a dar una vuelta por la cocina, sólo el tiempo de hervir el té y cortar unos sandwiches. ¿Qué quiere usted? ¿Jamón, queso, carne fría? Maud es un poco glotona y su nevera está siempre, bien provista.

–Comeré un poco de cada cosa –dijo Tom Wills–. Pero dese prisa... Estoy impaciente por charlar un poco con usted. ¿Sabe que es endiabladamente bonita, miss Bella?

–¿Con cumplidos ya? Espere a conocerme mejor, porque parece que tengo mal carácter; al menos eso dice mi querida mamá. Para que espere pacientemente voy a servirle un poco de este licor... Es excelente.

Tomó una botella del armario y llenó una copa de un hermoso líquido dorado, que exhaló un perfume de especias y de azúcar; después desapareció por una puerta lateral. Tom Wills bebió un sorbo, después otro y, finalmente, vació el vaso; en efecto, el licor era maravilloso. Escuchó a Bella revolver con las tazas en la cocina; a poco le pareció que la luz de la lámpara se hacía más intensa, casi cegadora. Cerró los ojos, tuvo dificultad en volverlos a abrir y los cerró de nuevo. No se movió ya, contentándose con lanzar un suspiro de vez en cuando; su cabeza cayó hacia atrás, contra los almohadones de la butaca. Poco después la luz se apagó.

–¡Entre! –dijo Harry Dickson. El señor Barnstaple, director del Águila Azul, entró dirigiendo un saludo según su costumbre.

–Mike Saunders ha vuelto –le dijo al detective–. Ha subido inmediatamente a su habitación y parece estar ligeramente bebido.

Harry Dickson tuvo un gesto de sorpresa, pues conocía la sobriedad de su ayudante.

–Debo hacerle notar –continuó el director-que Mike Saunders lleva unos zapatos distintos a los que tenía cuando salió, con las suelas mucho más gruesas. Cuando entró, no fumaba el cigarrillo ruso, símbolo que utilizan los asiduos del hotel como contraseña.

–¡Ah! –murmuró Harry Dickson, cuyo rostro se alteró.

–Aparte de esto, la apariencia es perfecta –completó Barnstaple.

–Espero que Brooker, por su parte, haya llevado a cabo bien su misión –dijo el detective, cuya voz declaraba una cierta angustia.

–Tranquilícese –respondió Barnstaple–. Brooker es un consumado maestro en el arte del rastreo. Si he tardado en prevenirle es porque el teléfono sonaba en el momento mismo en que el falso Mike Saunders subía la escalera.
Era Brooker quien me llamaba para decirme que había encontrado a su ayudante en un apartamento amueblado de Cheapside, alquilado hace dos días por una joven que dice ser telefonista. Su colaborador duerme como un lirón y Brooker, que no ha creído oportuno despertarlo, lo ha traído en coche. Harry Dickson tendió la mano al señor Barnstaple.

–Es usted el mejor de los colaboradores –dijo– y me alegra que sir Humphrey esté presente para oírmelo decir. Ahora, déjenos. sir Humphrey y yo tenemos trabajo...

–Así que –continuó el detective cuando estuvo de nuevo a solas con el jefe– por fin tenemos a uno de nuestros enemigos sobre el terreno, y bajo la apariencia de Tom Wills, que se sorprenderá mucho cuando se entere. Apaguemos las luces y esperemos...

Las lámparas del candelabro se apagaron y, a pesar de ello, la habitación no quedó en la oscuridad. Dos espejos angulares se iluminaron súbitamente y reflejaron la escalera del hotel y los pasillos del piso. Era aquella una de las particularidades secretas del hotel del Águila Azul: desde la habitación ocupada por Harry Dickson, llamada por aquella circunstancia “cuarto de vigía”, se podía vigilar, por medio de un hábil y complicado juego de espejos, todo lo que ocurría en el inmueble. Sir Humphrey se instaló al lado del detective y hundió su mirada en los acusadores espejos. Al cabo de unos instantes, una forma oscura, apenas una sombra, salía de la habitación ocupada por Mike Saunders, alias Tom Wills.

–Camuflaje perfecto –murmuró Harry Dickson con admiración–. Ha faltado poco para que me equivocase.

El falso Tom Wills se deslizaba sin ruido a lo largo de las paredes, lanzando cuidadosas miradas a su alrededor. Cuando llegó bajo una de las lámparas del descansillo, sacó de su bolsillo un extraño aparato y lo colocó sobre su rostro.

–Una mascarilla de gas –murmuró sir Humphrey.

–Así parece –asintió Harry Dickson.

Hasta entonces el intruso parecía dudar en cuanto a la dirección que debía tomar. Sin embargo, apenas se hubo colocado la mascarilla, se dirigió hacia el fondo de un pasillo donde se encontraban los cuartos de baño.

–Creo que se trata más bien de un aparato detector que de una mascarilla de gas –insinuó el detective.

–¿Para detectar qué? –preguntó sir Humphrey.

–Un perfume, una emanación, una onda quizá.

El extraño personaje no abrió ninguna puerta, pero, una vez al final del pasillo, se puso de puntillas para alcanzar una pequeña hornacina, en cuyo interior ardía una lámpara auxiliar de petróleo. Los dos vigías vieron cómo se apoderaba de la lámpara, la apagaba y la introducía bajo su traje.

–¡Chica valiente! –dijo Harry Dickson riendo muy bajo.

–¿Qué dice?

–Digo “chica valiente”, porque miss Ellis, que es quien anda por la casa bajo la apariencia de Tom Wills, trabaja para nosotros. ¿Sabe lo que acaba de coger?

–Sin duda va usted a decírmelo –murmuró sir Humphrey.

–¡El emisor de ondas terroríficas! –dijo Harry Dickson con convicción–. Ahora me doy cuenta de que sólo por la tarde, es decir, cuando la lámpara auxiliar se enciende, nos sobrecoge un terror irrazonable. ¡Realmente no hay nada nuevo bajo el sol! Determinadas hierbas exóticas, como una variedad de bardana africana, reducidas a polvo y mezcladas con el aceite de una lámpara o con el sebo de una vela, propagan efluvios, absolutamente inodoros pero temibles, que influyen en determinadas partes del cerebro y producen el miedo... ¡Un miedo a veces mortal!

–Pero en ese caso, todos los que están en el hotel deberían experimentar el mismo terror. ..

–¡Nada menos seguro! Algunos de esos infernales polvos no producen sus efectos más que en personas sometidas ya a un primer tratamiento oculto, como la ingestión de una mixtura que favorezca el efecto de los efluvios. Mire..., ¿ese cúmel le parece bueno?

–Sí y no... He notado en él un gusto de especias, muy agradable por otra parte, pero impropio del verdadero cúmel.

–¡Ahí está!

–Entonces, ¿había un cómplice en la casa? –dijo alarmado sir Humphrey–. ¡Lo que usted supone es muy grave, Dickson!

–No lo creo –dijo el detective–. El que ha mezclado el polvo con el petróleo de la lámpara puede muy bien haber echado la droga en nuestra botella de cúmel. Si investigamos, nos enteraremos de que ayer o antes de ayer, un fontanero o un electricista ha estado trabajando en la casa. Si indagamos mejor, acabaremos por descubrir que este obrero ha reemplazado a otro y que esta sustitución se ha logrado con algunos billetes del Banco de Inglaterra.

–Pero, ¿por qué se ha escogido precisamente ese cúmel para mezclar la droga?

–Porque desde que el señor Flemmington ha llegado al hotel del Águila Azul, bebe cúmel todas las tardes.

–¿Así que es a usted a quien apuntan?

–¡Por el momento, sí!

–¿Y por qué?

–Sin duda para contrarrestar los planes de miss Ellis...

El falso Tom Wills, cuya actuación seguían Dickson y su acompañante en los dos espejos angulares, había llegado a la puerta del jardín.

–¡Va a escapar! –exclamó sir Humphrey–. ¡Debo hacer detener a ese bribón!

–O más bien a esa bribona... –corrigió Dickson riendo–. Pero no haga nada, Sir. Por el momento, miss Ellis nos será más útil en libertad que en prisión...

La sombra había desaparecido. Harry Dickson llamó y el señor Barnstaple en persona acudió a su llamada.

–Despierte a Tom Wills con ayuda de algún estimulante –ordenó– y que venga aquí inmediatamente.

Una media hora después, Tom Wills, avergonzado y furioso, con la cabeza todavía algo pesada, hacía el relato fiel de sus andanzas.

–¡Una mujer tan bonita! –gimió al concluir.

–¡Bah! No habría podido trabajar mejor despierto que dormido –le consoló su superior–. Ahora vamos a ver lo que ocurre en el interior de la columna Morris de Ludgate Hill.

Encontraron la puerta casi desprendida y la losa de granito dos pasos más allá. Tom Wills, que enfocaba su linterna hacia el estrecho espacio cilíndrico, olfateó de pronto el aire y exclamó:
–¡Oh!, qué olor...

Se inclinó hacia un objeto oscuro que se agitó de pronto con bruscas sacudidas. Era una cartera de caucho negro. El aprendiz de detective la abrió con prudencia, esperando encontrar sin duda algún gato que le saltase a la cara. No había ningún gato en la cartera, sino una media docena de hermosas carpas completamente vivas y saltarinas.


Harry Dickson permaneció algunos instantes pensativo.

–Esa historia del pescado fresco es de lo más extraño –observó sir Humphrey.

El detective negó con el gesto.

–Al contrario, revela la más elevada y estricta lógica. Después de todo, ¿por qué una hermosa carpa dorada no puede desempeñar un papel en un drama lo mismo que una diadema o un incunable? La cuestión es saber si el hombre que Tom Wills encerró en la columna Morris ha logrado salir por sus propios medios, o si alguien acudió en su ayuda.

–La puerta, sin duda, ha sido forzada desde el interior –afirmó sir Humphrey después de un rápido examen.

–Es cierto que el prisionero ha hecho esfuerzos en ese sentido –corrigió Harry Dickson–, pero es probable que no lo haya logrado, ya que en ese caso la losa de granito no habría sido lanzada tan lejos. Si nos atenemos al relato de Tom Wills, únicamente miss Bella, o más bien miss Ellis, sabía que él había encerrado a un hombre en la columna. Si el prisionero ha sido liberado, hay nueve posibilidades sobre diez de que lo haya hecho ella. Pero, ¿en qué momento se sitúa su intervención? ¿Antes de su venida al hotel del Águila Azul o después?

El detective permaneció un instante pensativo y luego levantó la cabeza.

–Después, sin duda de ninguna clase –decidió–. Lo que le importaba ante todo era cumplir su misión en el hotel...

Harry Dickson se puso a dar vueltas alrededor de la columna, mirándola por todos sus ángulos, como si quisiera arrancarle su secreto.

–El hombre de la cara marmórea vigilaba a alguien o esperaba a alguien –se dijo a sí mismo Dickson–, y por esta razón miss Ellis llegó tarde a la cita. Tenemos derecho a afirmar que ella había visto al desconocido, que temía que él la hubiera visto y que sólo la broma de Tom Wills le permitió llegar al lugar convenido. ¿Había sospechado el hombre que Tom y la supuesta miss Bella iban a encontrarse?

Dirigiéndose hacia Brooker, que se mantenía respetuosamente en silencio a cierta distancia, el detective preguntó:

–¿Dónde estaba usted cuando se decidió esa cita con la vieja vendedora de naranjas?

–Enfrente del hotel, en la otra acera, delante de las oficinas de Gibbons y Compañía –respondió Brooker sin vacilación.

–¡Hum!... Oficinas abandonadas desde hace meses –dijo entre dientes Harry Dickson–. Un excelente puesto de observación. ¡Volvamos a Covent Garden!

Las oficinas de la firma Gibbons habían estado instaladas antiguamente en una vieja casa, ahora en ruinas, cuyos departamentos permanecían deshabitados desde hacía varios años a causa de su alarmante estado de vejez y de suciedad. Se consiguió sin dificultad abrir las puertas de las antiguas oficinas, que mostraron una serie de habitaciones sórdidas y polvorientas.

–El polvo es a menudo de gran utilidad –murmuró Harry Dickson, recogiendo algunas marcas–. Alguien ha residido aquí durante algún tiempo. Mire, Brooker, ese alguien incluso ha hecho un agujero en esa contraventana con ayuda de un taladro que le ha permitido observar la calle sin ser visto, y a usted al mismo tiempo... Oh, he aquí algo que podría sernos útil.

En el ángulo de una de las habitaciones traseras, Dickson acababa de descubrir una bicicleta de buena marca, matriculada.

–B-14-18-22 –leyó–. En lo que concierne a esta bicicleta, la investigación se circunscribe a Battersea. Veamos lo que nos dicen en el puesto de policía...

El informe pedido por teléfono desde el hotel del Águila Azul fue facilitado inmediatamente: la bicicleta pertenecía a un tal George White que residía en Park Road, no lejos de los depósitos de Battersea.

–¿Quién es ese White? –inquirió Harry Dickson.

–Es un viajante de comercio –respondió el agente de servicio–. Vive solo y nunca hemos tenido que ocupamos de él.

Harry Dickson y Tom Wills salieron. La noche era oscura. Un golpe de viento les trajo el lamento de las campanas de Westminster, que el Big Ben punteó con tres golpes. Eran las tres. La casa de Park Road era elevada y de apariencia desagradable. A lo lejos se veían brillar las superficies plateadas de los depósitos.

–Hum –refunfuñó el detective observando la gruesa puerta de encina–, he aquí un obstáculo que promete damos quehacer. Los paneles tienen por lo menos tres pulgadas de espesor, y si la cerradura es de tan buena fabricación...

Contra toda previsión, la ganzúa funcionó inmediatamente y el batiente se abrió sin la menor dificultad. Al final de un espacioso pasillo había una escalera iluminada. Tom Wills se detuvo.

–¿No habríamos hecho mejor llamando simplemente a la puerta? –dijo.

Dickson negó con la cabeza.

–No hace mucho que un coche se ha detenido delante de esta puerta –dijo–, un coche cuyo depósito perdía ligeramente. La pequeña mancha de gasolina, apenas evaporada, indica que se ha marchado hace muy poco. Si alguna vez ha habido un pájaro en este nido, existen todas las posibilidades de que haya volado.

Dickson subía ya la escalera cubierta con una gruesa alfombra de espesa lana. Una gran bombilla eléctrica iluminaba el amplio descansillo donde se abría una puerta. Tom Wills avanzó con prudencia y de pronto retrocedió.

–¡Ahí está! –balbuceó espantado.

–¿Quién está ahí? –preguntó Harry Dickson.

–¡Él! El hombre de la columna Morris... ¡Dios mío, qué feo es!

Harry Dickson avanzó a su vez y entró en la espaciosa pieza, iluminada por una lámpara desprovista de pantalla. Ante una enorme mesa, con los ojos fijos en los recién llegados, un hombre estaba sentado en una inmovilidad terrorífica.

–¡No se mueve...! ¡Está muerto! –exclamó Tom Wills.

Pero Dickson había dado ya la vuelta a la mesa y lanzado un golpe brusco al solitario que, sin embargo, no se movió un milímetro. Se escuchó solamente un ruido sordo y Tom Wills, que se había arriesgado a tocar con la mano el rostro lívido, experimentó una sensación extraña y desconcertante.

–¡Una estatua! –exclamó.

La frente del detective se ensombreció.

–No enteramente –corrigió con voz dura.

Sacó un fino cuchillo de su bolsillo y lo pasó por el impasible rostro: una máscara se desprendió y apareció otro rostro, igualmente pálido, pero ¡cuánto más terrible!

–¿Lo reconoce, Tom? –preguntó Harry Dickson.

–No... Y, sin embargo, me parece haberlo ya visto, pero con unos rasgos menos crispados.

De nuevo el joven había extendido la mano hacia las mejillas blancas, tensas, en una horrible mueca.

–¡Una estatua! –repitió.

–Que estaba viva hace todavía poco tiempo –replicó Harry Dickson.

–¡Qué pesadilla! –gimió el aprendiz de detective–. La cabeza me da vueltas.

–No es para menos, Tom –respondió gravemente Dickson–. En efecto, nos encontramos ante uno de los más tremendos enigmas de todos los tiempos.

–Pero ¿quién es este hombre? –preguntó Tom Wills.

–El doctor Nathaniel Rock. Pero no habrá oído hablar de él por este nombre...

–¿Por qué otro nombre entonces?

–¡Por el de Mattheus Jarns!

–¿El escultor de los centauros vivos? –exclamó Tom Wills–. ¡Pero hace meses que este hombre murió!

–Solamente para el Registro Civil de Londres, pero no en la realidad. Para un hombre de inteligencia tan diabólica como Nathaniel Rock no ha habido mucha dificultad en hacerse pasar por muerto en Bedlam, donde estaba internado, en dejarse enterrar y ser sacado luego de la tumba por algún cómplice...

Harry Dickson guardó silencio, después añadió en voz muy baja:

–¡Cómo se ha precipitado ella!

–¿De quién habla usted?

Dickson no respondió inmediatamente. Continuó examinando el extraño cadáver que, al ser golpeado con el dedo, devolvía aquella sonoridad opaca ya comprobada por Tom Wills.

–Me obstino en creer que no se trata de un cadáver –manifestó Tom–, sino de alguna horrible estatua de piedra.

–De piedra, sí, pero no una estatua... ¡Un hombre de piedra! ¡Nathaniel Rock o Mattheus Jarns, como prefiera, ha sido totalmente petrificado!

–¿Cómo? –exclamó Tom Wills.

Tampoco esta vez respondió Dickson a la pregunta.

–Ahora que él ya no existe –se contentó con decir gravemente–, miss Euryale Ellis va a volverse contra nosotros. Mi buen Tom, temo que nuestras armas sean muy pobres. A partir de ahora, entramos en lucha abierta con un verdadero demonio.

Sin embargo, transcurrieron ocho días sin que miss Ellis diera señales de vida, y esos ocho días fueron para Flemmington, bruscamente reaparecido, de una aparente tranquilidad. Se paseaba por Londres, visitaba los museos, las salas de exposiciones y frecuentaba a los artistas. El octavo día, a la hora del desayuno, miss Ellis le llamó por teléfono.

–He regresado a Londres esta noche –declaró–; he encontrado algunas esculturas de Jarns que quizá sean obras maestras.

–Me alegra mucho –respondió vivamente el americano–, aunque no estoy en situación de juzgarlas por el momento.

–¿Qué quiere usted decir? –se alarmó la joven.

–Un estúpido accidente, señorita, que ha estado a punto de costarme la vida. Pero parece que con el tiempo me recuperaré completamente. ¿Dónde puedo verla?

–En Farningham... Sus dólares me han permitido pagar al portero que guarda las llaves del estudio del artista muerto. He hecho llevar allí secretamente las estatuas. No se sorprenda ante esta manera de actuar; sin duda, no ignora usted que el gobierno se muestra muy puntilloso en lo que concierne a las obras de arte que se pretenden exportar. He tenido que actuar a escondidas...

–¡Es usted una mujer inteligente! –exclamó el señor Flemmington–. Dentro de una hora estaré con usted.

Harry Dickson colgó el teléfono y se mostró singularmente activo. Sir Humphrey fue sacado de su cama y aceptó órdenes como un simple agente de circulación en carretera.

–Hay un barco de vapor griego en Gravesend a punto de salir –anunció el detective–. El Melinis, del Pireo. Hace ocho días exactamente que tiene sus calderas encendidas. Todos sus papeles están en regla y estoy convencido de que en este momento está a punto de zarpar. Hay que impedirle que se haga a la mar. Sir Humphrey... Envíe a los muelles algunos inspectores de paisano que sean robustos. Vaya usted mismo y, hacia el mediodía, creo que me verá usted aparecer por allí a mi vez. Nos acercamos al final del drama y del misterio...

Dicho esto, Harry Dickson, convertido en Flemmington, tomó un taxi y dio la dirección de Farningham al conductor. El taxi corrió a buena marcha por las calles que todavía no estaban congestionadas de gente a aquella hora de la mañana. Cuando las primeras casas de Farningham aparecieron, Flemmington sacó de su bolsillo un formidable par de gafas de cristales muy oscuros y se las puso. Farningham, barrio de modestos rentistas y de hombres de negocios retirados, tenía todavía un aspecto soñoliento mientras el coche atravesaba sus calles, para detenerse al fin ante la casa de Mattheus Jarns. Apenas el falso americano hubo echado pie a tierra, la puerta de la casa se abrió y Euryale Ellis apareció en el umbral.

–Entre aprisa, señor Flemmington –dijo–, que el taxi espere un poco más lejos...

El americano obedeció. Después de haber dado orden al chófer de esperarle en la esquina de la próxima calle, avanzó tendiendo la mano a la joven, que la estrechó distraídamente, mirando con atención las gafas negras de Flemmington.

–¿Hasta ese punto están sus ojos enfermos? –preguntó.

El americano creyó percibir un matiz de duda o de decepción en la voz de su interlocutora, pero respondió jovialmente:

–¡Ay, bastante castigo tengo! ¡Este estúpido accidente me priva de la alegría de ver su bello rostro, miss Ellis!

–Démonos prisa –dijo la joven–. Podríamos llamar la atención de los curiosos...

El falso Flemmington siguió a miss Ellis por un pasillo que conocía muy bien. Era el que había recorrido otra vez como Harry Dickson, cuando logró salvar a Albin Renders. Mientras caminaba, olfateó discretamente la mano que había tendido a Euryale y que ésta había estrechado: un ligero olor a pescado se desprendía de ella. La joven entró en el estudio del escultor. Estaba vacío, pero una gran cortina amarilla ocultaba el fondo.

–Acérquese –dijo miss Ellis sonriendo–. Le tengo preparada una sorpresa.

Tendió la mano hacia el cordón de la cortina, tiró suavemente y ésta se deslizó sobre su varilla. Entonces, con una velocidad increíble, Euryale se apoderó de las gafas negras de Flemmington.
–¡Mire! –gritó con una voz terrible. El americano lanzó un hondo suspiro y dobló las rodillas. Sus músculos se endurecieron violentamente, como si quisieran oponerse a algo temible; después se desplomó contra el suelo. Con un grito de salvaje alegría, miss Ellis se inclinó hacia Flemmington, ahora inerte, registró sus bolsillos y sacó la cartera y el talonario de cheques. Unos minutos después la puerta se cerraba y un coche se ponía en marcha en la calle.

–Se larga en mi taxi –dijo Dickson con voz irónica.

Se levantó e inspeccionó el espacio que ya no ocultaba la cortina. Estaba vacío, pero, en el centro, había un charco de agua y espinas de pescado fresco.

–Si no hubiese cerrado los ojos –murmuró el detective–, estaría en este momento como el hombre de la columna Morris... o casi, porque habría faltado algo para completar la fiesta.

Tuvo dificultad en encontrar un taxi en aquel lugar. Cuando dio con él, se hizo conducir inmediatamente a Gravesend.

–¡Las once! –exclamó sir Humphrey.

A treinta yardas de allí unos policías subían a bordo del vapor griego que, evidentemente, se disponía a hacerse a la mar.

–Si los marineros se atreven a mezclarse en esto –dijo Dickson dirigiéndose al jefe–, dé orden a sus hombres de disparar sin contemplaciones... ¡Ah, aquí está Brooker! Veamos qué tiene que decirnos.

El joven inspector llegaba sin aliento.

–Miss Ellis ha cobrado seis cheques en el Midland Bank –explicó–. Un total de veinte mil dólares; casi todo lo que había en depósito a nombre de Flemmington, cuya firma ha sido admirablemente falsificada.

–Recuperaremos ese dinero sin dificultad –afirmó alegremente Dickson–. En cuanto a la firma, ha tenido tiempo de sobra para aprender a falsificarla desde que le entregué un primer cheque en su casa hace casi dos semanas.

–¡Se acerca un taxi! –dijo de pronto sir Humphrey.

El gesto de Harry Dickson se hizo grave.

–Llevará una pesada maleta –dijo–; sin embargo, no se la confiará a nadie. Si hace ademán de abrirla, métale una bala en el cuerpo, y mejor dos que una.

Miss Euryale Ellis bajó del coche. Pagó con prontitud al chófer y avanzó hacia el barco, llevando una maleta de grandes dimensiones y que, en efecto, parecía muy pesada.

–¡Síganla! –gritó Dickson.

Sir Humphrey hizo un gesto e inmediatamente sus hombres se lanzaron tras ella. Se aproximaron por detrás a la joven, pero en el Melinis debieron darse cuenta de lo que ocurría y lanzaron un grito de advertencia. Miss Ellis se puso horriblemente pálida y echó a correr hacia el barco. Un oficial apareció en el puente y apuntó su pistola contra los policías. Uno de éstos disparó desde el muelle y el hombre cayó. La joven se vio cercada y, lanzando un grito de rabia sobrehumana, se inclinó sobre la maleta y abrió la cerradura.

–¡Disparen! –gritó Dickson.

Alcanzada por las balas, miss Ellis cayó de rodillas. Al mismo tiempo la maleta se entreabrió.

–¡No miren! –rugió el detective abalanzándose.

Saltó hacia la maleta y, desviando los ojos, la acribilló a balazos. Con todas sus fuerzas le dio un formidable puntapié que la hizo rodar hasta él agua, donde se hundió.


–Ante todo –comenzó Harry Dickson cuando llegó el momento de dar las explicaciones necesarias para levantar el último pliegue del velo que todavía cubría aquel tenebroso asunto–, ante todo voy a hacerles una pequeña exposición de mitología griega.

Las Gorgonas eran tres monstruosas hermanas, de las cuales Medusa es la más conocida por su aventura con Perseo, que la mató. Se las representaba con el rostro muy bello pero con alas de águila, garras de león y serpientes por cabellos. Sus terribles miradas petrificaban a todos aquellos sobre quienes se posaban. Cuando Perseo cortó la cabeza de Medusa la utilizó para convertir en piedra a algunos de sus enemigos, como al gigante Atlas, que se transformó en montaña. En el fondo de cada leyenda, como saben, yace una parte de verdad. Pero, ¿cuál puede ser esa parte de verdad en la fabulosa historia de las Gorgonas? En los abismos del océano habitan espantosas criaturas, pulpos gigantes cuya mirada ejerce tal fascinación sobre sus víctimas, que éstas permanecen inmóviles, incapaces de huir ante los monstruos. La variedad más feroz de estos cefalópodos y también la menos conocida es el Haplopteutys ferox. Algunos han sido vistos a lo largo de las islas de la Sonda; otros, de menor envergadura, han sido capturados en el Mediterráneo o más bien en el mar Jónico, no lejos de las costas del Peloponeso. Eran octópodos cuyos tentáculos medían apenas una yarda de largo, pero cuya cabeza, monstruosa, llegaba a tener el grosor de la de un buey. Sus inmensos ojos tenían el tamaño de un platillo, y su mirada, de un verde intenso, como de fuego, era hasta tal punto insostenible que los pescadores más audaces desistían de su propósito.

La última captura de un ejemplar de este tipo se remonta al año 1848; el animal fue llevado a bordo de un barco de cabotaje, pero murió en seguida y se descompuso inmediatamente. Ustedes me dirán que hay una gran distancia entre esa mirada, ciertamente espantosa, y las miradas petrificantes de las Gorgonas. Pues bien, no se llamen a engaño y oigan el resto. Se ha dado el caso de que pescadores del mar Jónico sacasen con sus redes salmonetes o caballas totalmente mineralizados. Los sabios que los examinaron creyeron en la presencia de corrientes petrificantes submarinas, más o menos semejantes a las que existen en Suiza y en Austria y también en el parque nacional de Yellowstone, en los Estados Unidos, explicación que, como van a ver, era relativamente válida. Voy a referirme ahora a los protagonistas del sombrío drama cuyo brusco desenlace acabamos de presenciar. Hace algunos años, un sabio inglés llamado Nathaniel Rock, con derecho al título de lord Mangrove, viajaba por Grecia; su situación en Inglaterra se había hecho insostenible a consecuencia de un asunto de vivisección que sublevó a la opinión pública. Era un hombre inteligente, pero duro y cruel. Se sospechó que había practicado sus culpables experiencias en seres humanos, pero no se pudieron encontrar pruebas. Se le temía oscuramente, sabiéndolo capaz de todos los horrores, de todos los crímenes en nombre de la ciencia; así que cuando abandonó el país hubo un cierto alivio. En Grecia se apasionó por la mitología y se empeñó en profundizar en la leyenda de las Gorgonas.

En el curso de sus investigaciones, Nathaniel Rock encontraría a una joven universitaria griega de origen inglés que, cosa curiosa, llevaba a cabo las mismas investigaciones sobre el tema de las Gorgonas. Una exploración minuciosa de Villa Júpiter, donde vivió miss Ellis –continuó Harry Dickson–, me ha permitido encontrar algunos documentos que la bella Euryale no tuvo tiempo de destruir o que olvidó. Esto hace que, en este momento, pueda mostrarme bastante seguro sobre determinados puntos de este asunto. La joven en cuestión se llamaba Georgina Nastakides, Ellis por su madre; poco tiempo después de conocer a lord Mangrove se casó con él. Nuestro hombre, al que decididamente le gustaba cambiar de identidad, adoptó la de un tío suyo, Jarns, e incluso consiguió del gobierno inglés el derecho de transferir este nombre a sus títulos. Todo esto se llevó a cabo en secreto y ésta fue la causa de que durante algún tiempo yo creyese firmemente estar ante dos individuos distintos: Rock, por una parte, y Jarns, por otra.

Georgina no había dejado de notar el curioso fenómeno de los peces petrificados y llegó a descubrir su causa. En los lugares donde los pescadores encontraban estos peces crecía una determinada alga submarina que a éstos les gustaba mordisquear. La inyección de este alimento en su organismo provocaba perturbaciones misteriosas, cuya naturaleza pronto descubrió la joven. Pero hizo algo más: descubrió igualmente que, en aquel estado, la fascinación ejercida por el pulpo petrificaba casi instantáneamente a los mencionados peces. El secreto de las Gorgonas quedaba así al descubierto o, al menos, el origen de ese cuento fabuloso. ¿Qué hizo Georgina? Consiguió aislar la misteriosa materia encerrada en las algas; después partió en busca de los famosos pulpos, que acabó por descubrir. Y he aquí a los dos esposos lanzados a un destino tan excepcional como terrible. Conocen el secreto de las Gorgonas; son dueños del terror. Regresan a Inglaterra con el nombre de Mr. y Mrs. Jarns para unos, de Mr. y Mrs. Rock para otros. Y ahora síganme bien, porque entro en una parte complicada y todavía oscura de mi relato. Sólo tres años después del regreso del matrimonio a Inglaterra aparece en escena Euryale Ellis, hermanastra de Georgina. Ahora bien, Georgina y Euryale han sido siempre una misma persona. ¿Por qué?

En Neokastro, Rock se casa con una Georgina Nastakides, cuya madre, inglesa, se llamaba Ellis, como ya les he dicho. Tres años después surge una persona imaginaria: Euryale Ellis. De hecho, es Georgina Nastakides, quien acompaña a su marido a Inglaterra. Allí se dedican a trabajos misteriosos y terribles, que exigen sacrificios humanos. Pero en el transcurso de sus trabajos en común la rivalidad profesional, si puedo expresarme así, surge entre ellos. Se separan, incluso se convierten en enemigos. Pero quien verdaderamente poseía el secreto de la Gorgona era Georgina. Ella no admite perderlo ni admite tampoco estar sometida a la autoridad del marido. Y se convierte en la cuñada de ese marido que asiste impotente al cambio de estado civil.

–Sin embargo –intervino sir Humphrey–, miss Georgina Rock continuó viviendo en casa de miss Euryale Ellis.

Harry Dickson rió por un momento.

–No podía hacer otra cosa; de lo contrario hubieran podido acusarla de su propia desaparición.

–Y esa Georgina, ¿era la comedora de pescado? –dijo irónicamente Tom Wills.

–Casi ha tocado la verdad con la mano, Tom –respondió el detective con la mayor seriedad–. En seguida diré algo más a ese respecto.

He aquí a los dos rivales separados y envidiosos uno de otro, pero es la mujer quien ha ganado la partida. ¡Ha conseguido petrificar hombres, como lo hubiera hecho una de las fabulosas hermanas de la mitología! Una exclamación de horror siguió a la afirmación del detective.

–Sí –continuó con firmeza Harry Dickson–, y el desgraciado Albin Renders fue una de las víctimas de ese poder. Pero existen todavía otras. Todas las estatuas de Jarns, alias Nathaniel Rock, son hombres petrificados.

Jarns no fue nunca escultor, no hacía más que firmar con su nombre supuesto las espantosas obras de su mujer. Y he aquí que, espoleado por la envidia, se las ingenió para hacer lo mismo que ella. También él quiso petrificar seres humanos y su primera experiencia fue la de los centauros vivos.

–Ah, Dickson –dijo sir Humphrey–, empiezo a ver alguna luz en esas espantosas tinieblas.

–He aquí cómo procedía la moderna Gorgona –continuó el detective–. Empezaba por hacer beber a sus víctimas un licor que contenía los elementos misteriosos extraídos del alga marina. Pero esta diabólica droga actuaba lentamente. Para producir sus efectos necesitaba varios días de acción sobre el organismo. Después...

Harry Dickson se interrumpió como para conseguir un mayor efecto.

–Después –continuó con una extraña sonrisa– miss Ellis no tenía más que presentar sus víctimas a... la verdadera Georgina...

–¿Qué? –exclamaron a su alrededor varias voces.

El detective continuó:

–... a la comedora de pescado fresco, al terrible pulpo Haplopteutys ferox, que guardaba en su casa, y con eso está dicho todo. ¡La estatua humana había nacido!

Hubo un largo minuto de estupor entre los reunidos.

–Pero ¿y la hierba que producía esa extraña impresión de miedo? –preguntó Tom Wills.

–Se trata de un antídoto inventado por Nathaniel Rock, temeroso de que un día u otro su diabólica esposa lo hiciese víctima del terrible destino de ser transformado en piedra.

–Sin embargo, Nathaniel Rock no ha podido evitar ese destino –objetó sir Humphrey.

Harry Dickson movió lentamente la cabeza.
–En este punto me veo reducido a emitir una mera suposición. No olviden que en esta historia muchos aspectos permanecerán para siempre oscuros.

Euryale conocía la existencia de ese antídoto, pero ignoraba su composición. Sin embargo, no parece que llevase sus investigaciones muy lejos en ese terreno. Por el momento, al menos, no tenía ningún interés en hacer desaparecer a su marido. En efecto, las demoníacas estatuas debían venderse con la firma de Jarns y ella estaba interesada en que éste continuase vivo. Sobrevino la muerte simulada de Jarns y Euryale se creyó viuda. Y es aquí cuando, después de la muerte del pobre Albin Renders, Flemmington entra en escena. Desde hace algún tiempo la bella Euryale, o Georgina si lo prefieren, albergaba la intención de huir de Inglaterra, pero no tenía dinero; Flemmington llegó en el momento preciso y ella preparó un nuevo crimen con las armas que tenía a su alcance. Después de hacer beber el famoso licor de algas al falso millonario americano, pretextó una ausencia de ocho días para dejar tiempo a que el veneno produjese su efecto. Pero, de pronto, la joven descubrió que alguien la vigilaba. ¿Quién? El marido que creía muerto. En efecto. Rock Jarns sólo tenía una idea: arrebatar a su mujer el secreto de la Gorgona. Como era inteligente y astuto, comprendió inmediatamente cómo se desarrollaba el caso Flemmington. Se introdujo en el hotel del Águila Azul e instaló allí su famosa lámpara. Al mismo tiempo echó la droga en el cúmel; sabía que era la bebida vespertina del americano, al que quería preservar del alcance de su mujer, para que ésta no se saliera con la suya. Pero no solamente deseaba recoger todo el beneficio de la empresa; deseaba también la ruina de su esposa. Habiendo sorprendido quizá la conversación entre la supuesta vendedora de naranjas y Brooker, pronto separó lo verdadero de lo falso. Al llegar la tarde, con el rostro cubierto con una máscara, introdujo en el interior de la columna Morris un cestillo de pescado fresco.

Después de haber visto a Georgina –que entonces se hacía llamar miss Bella– dirigirse de paseo con su adorador, pensó que tendría vía libre para presentarse en Villa Júpiter y robar el temible pulpo. En el momento en que Rock vio llegar a su esposa, se ocultó en la columna. Pero Euryale lo había visto y se imaginó sin duda las maniobras que él había llevado a cabo en el hotel. Después de haber puesto a Tom Wills fuera de combate, Euryale se dirigió a su vez al Águila Azul y sacó de allí la lámpara de ondas terroríficas, sin duda para poder estudiarla cómodamente. Fue entonces cuando descubrió que esas ondas, o ese fluido, como ustedes prefieran, impedía la acción petrificante del Haplopteutys ferox. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Encontró Euryale el medio de anular la acción benéfica del fluido? Es muy probable. Euryale liberó a Rock de la columna y, en lugar de mostrarse agresiva, consintió, por el contrario, en tratar con él. Éste no deseaba otra cosa. Por otra parte, no la temía. Contaba con el antídoto salvador. Como el fenómeno de la petrificación consta de dos fases, me veo obligado a creer que Georgina, días antes, había conseguido hacerle tomar su terrible droga, ya que su acción es lenta. Pero ¿cómo? Éste es uno de los puntos oscuros de que he hablado. Únicamente Euryale Ellis podría darnos una explicación exacta, pero como ya no existe...

He aquí ahora a los dos esposos en la casa de Battersea, donde vivía Nathaniel Rock. El olor del antídoto, inactivo, flotaba en el aire. Rock estaba tranquilo, seguro sobre su suerte. Se expuso un día a la mirada del misterioso pulpo y todo acabó. Lord Mangrove, alias Rock, alias Jarns, se transformó en estatua. Nada parecía ya oponerse a los planes de la bruja y Flemmington fue citado en Farningham. Si Euryale escogió ese lugar es porque era el único de que disponía para poder albergar las prometidas estatuas. Capaz de pensar en términos muy lógicos, ella misma temía la lógica de los demás. Ya sabemos lo que ocurrió después. Creyendo que el americano, una semana antes, había bebido el licor que, en realidad, recogió en un receptáculo de caucho, Euryale no dudó que la mirada del pulpo, oculto tras las cortinas, dejase de llevar a cabo su efecto. Cuando yo estaba en el suelo, poniendo tensos mis miembros y contrayendo mis músculos para conseguir, tanto como fuese posible, el aspecto de una estatua, Euryale me desnudó apresuradamente y se fue con la maleta, que no era sino una especie de pequeño depósito portátil que contenía el monstruo de mirada verde. El final de la aventura lo conocen por haber intervenido en él.

Y ahora –añadió Dickson encendiendo su pipa, como para dar a entender que iba a tomarse un descanso bien ganado– seguramente van ustedes a preguntarme qué fue lo que me puso sobre la pista de la Gorgona. Pues bien, fue el orgullo de miss Ellis y... su nombre de pila. En efecto, ¿cómo se llamaban las Gorgonas? Stheno, Euryale y Medusa. Nuestra bruja eligió el nombre de Euryale. Ella se creía Gorgona y de hecho lo era. Eso fue quizá lo que la perdió. El final del sumario dio la razón a Harry Dickson en lo referente a las estatuas de Jarns: se trataba, en efecto, de seres humanos petrificados. La encuesta demostró igualmente que muchas de las experiencias no habían dado más que resultados parciales. Las exhumaciones permitieron comprobar que algunos familiares del difunto Nathaniel Rock habían muerto como consecuencia de osificación o petrificación de órganos. El análisis del licor de algas no condujo a ningún descubrimiento esencial y la terrible mixtura guardó su secreto. En cuanto al Haplopteutys ferox, fue prometida una fuerte prima al pescador que lo encontrase. Después de muchos días de búsqueda, un pescador de mariscos sacó de su nasa los restos de un pulpo con las fauces destrozadas por las balas. Casi toda la cabeza había sido devorada por los cangrejos y vaciadas las órbitas.

Una comisión de expertos se puso en contacto con naturalistas griegos, pero se supo que ninguna captura de Haplopteutys ferox había sido registrada oficialmente desde 1848. Parece que miss Ellis había sido más afortunada en sus investigaciones que los expertos. Lo cierto es que toda su extraordinaria inteligencia –utilizada, como se sabe, para tan horribles fines–, había sido puesta al servicio de su obra. Las estatuas de Jarns fueron retiradas de los museos donde se encontraban y, por orden del gobierno, enterradas en cementerios cuyo nombre permaneció cuidadosamente oculto. Harry Dickson se desinteresaba casi siempre de los casos que había resuelto. Sin embargo, en sus notas encontramos pasajes referentes a estos sucesos escritos bastante tiempo después. Allí se dice que los trabajos sobre ocultismo de Rock se referían sobre todo a la transformación de los seres. Es probable que ese especialista en el terror creyera en el poder de los antiguos nigromantes, capaces de transformar a sus víctimas en animales.

Lo que resulta más desconcertante todavía es la breve alusión que dedica Harry Dickson a la autopsia practicada en el cuerpo de Euryale. En el cráneo de la muerta, ocultas bajo la abundante cabellera, fueron descubiertas unas extrañas protuberancias en forma de minúsculas cabezas de víbora. Las uñas de las manos eran perfectas y armoniosas, pero las de los pies eran, por el contrario, espantosas, como verdaderas garras de león. En los ojos se descubrió una sustancia amarilla, viscosa, desconocida por loa humanos, pero semejante al tapetum lucidum que se encuentra en las pupilas de los gatos y de algunos cefalópodos. ¿Han existido las Gorgonas en la noche de los tiempos? ¿Fue Euryale una lejana descendiente suya?

¡Quién sabe!

Jean Ray (1887-1964)




Relatos góticos. I Relatos de Jean Ray.


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El análisis y resumen del cuento de Jean Ray: La resurrección de la Gorgona (La résurrection de la Gorgone), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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