«Maurice»: Mary Shelley; relato y análisis


«Maurice»: Mary Shelley; relato y análisis.




Maurice (Maurice) —también conocido como: Maurice, o La cabaña del pescador (Maurice, or The Fisher's Cot)— es un relato fantástico de la escritora inglesa Mary Shelley (1797-1851), escrito en 1820.

Maurice, uno de los grandes relatos de Mary Shelley, fue escrito especialmente para Laurette Tighe, quien era la hija de unos amigos de la familia. Intentó publicarlo utilizando el nombre de su padre, el escritor William Godwin, pero este se rehusó. El cuento sería redescubrierto recién en 1997 a través de una copia manuscrita encontrada en Italia.

Maurice cuenta la historia de un muchacho que emprende un viaje en búsqueda de un nuevo hogar. En el camino se encuentra con un misterioso viajero, quien resulta ser su padre, a quien desde luego no conoce. El tema de la pérdida, y sobre todo del alejamiento entre padres e hijos, son los motivos principales del relato.




Maurice.
Maurice; Mary Shelley (1797-1851)

A Laurette, de tu amiga Mary Shelley.


En una tarde de domingo del mes de septiembre, un viajero llegó a Torquay, ciudad y puerto marítimo de la costa meridional de Devonshire. La tarde se presentaba cálida y apacible, y en el mar las olas, ligeramente agitadas por la brisa, destellaban bajo el sol. Las calles de la ciudad estaban desiertas, pues, tras acudir a la iglesia, sus habitantes aprovechaban el intervalo entre los servicios religiosos para almorzar. Nuestro hombre recorrió las calles más modestas de la ciudad, en dirección al semicírculo de casas que bordeaba el puerto, y se detuvo frente a la puerta de una posada de aspecto pulcro. El forastero, que rondaría los cuarenta y cinco años de edad, era un hombre de porte recto, espíritu despierto e incluso cierta distinción en el modo de caminar. Tenía el pelo negro y rizado, si bien un poco ralo en las sienes. Era apuesto, aunque traía la piel castigada por el sol, y cuando sonreía parecía tan afable y bondadoso que era imposible no quererlo a primera vista.

Por su atuendo y sus modales, ofrecía el aspecto de alguien que había conocido tiempos mejores y se veía ahora sumido en la pobreza; sin embargo, y pese a su gesto circunspecto, no parecía abatido por esta circunstancia. Sus vestimentas eran toscas y estaban cubiertas de polvo. Viajaba a pie y cargaba un morral a la espalda.

Entró en la posada, pidió de comer, descolgó el morral del hombro y se sentó a descansar cerca de la puerta. Estando allí sentado, un cortejo fúnebre desfiló ante la posada. Era a todas luces el entierro de una persona humilde; un grupo de campesinos transportaba el ataúd, seguido de cuatro allegados del difunto. Aunque en sus rostros asomaba un gesto grave, tres de ellos parecían indiferentes y ajenos a la tragedia. El cuarto era un muchacho de unos trece años de edad; lloraba, y tan sumido estaba en su propia pena que sus ojos no registraban nada de cuanto ocurría alrededor. Algo en su apariencia llamó de inmediato la atención del viajero y, cuando por un instante el muchacho logró contener su llanto y dirigió la mirada hacia la puerta de la posada, el forastero pensó que rara vez habían visto sus ojos un joven tan hermoso.

Se volvió hacia la mesonera y preguntó quiénes eran el difunto y el muchacho que lo acompañaba.

—El difunto —contestó la mujer— es el viejo Barnet, el pescador, y ese chico era una especie de sirviente o aprendiz que se fue a vivir con él tras la muerte de la vieja señora Barnet, la esposa del pescador.

—¿Es de por aquí?

—No, señor. Y tampoco sabría decirle de dónde ha venido. Lo que sí puedo asegurarle es que es hijo de gentes muy humildes, pues de lo contrario sus padres jamás lo habrían enviado a vivir a la cabaña del viejo Barnet. Los vecinos dicen que es buen chico, pero yo no sé nada de él.

El viajero suspiró y dijo:

—Nada me une a este pobre muchacho y, sin embargo, me han conmovido su porte y su talante.

Desde una mesa que ocupaba uno de los rincones del comedor se elevó entonces la voz de un joven campesino, que también estaba almorzando:

—Yo vivo cerca de la cabaña del viejo Barnet y conozco bien al muchacho. No hay en el mundo mejor persona, y le aseguro que conocerlo es quererlo. Si así lo desea, puesto que al parecer le interesa la historia del chico, le contaré cuanto sé de él.

El viajero expresó su asentimiento y el campesino inició su relato:



La cabaña del viejo Barnet se encuentra a unas tres millas de aquí, al pie del acantilado, resguardada por las ramas de unos cuantos árboles que cuelgan sobre ella. Es una cabaña muy solitaria y humilde. La marea viva arrastra las olas casi hasta los escalones de la puerta y, cuando sopla el viento, la espuma marina fustiga las ventanas. Los vecinos a menudo nos hemos preguntado cómo es posible que una cabaña tan vieja resista a las inclemencias del tiempo o cómo, estando tan cerca del mar, los fuertes vientos del sur no arrojan las olas sobre el tejado. Pero el peñasco la protege y, puesto que está construida sobre un terreno algo más elevado que la orilla, al abrigo del oleaje tormentoso, allí sigue, tal como la conozco desde que tengo uso de razón, una casucha azotada por los elementos, con su techumbre cubierta de líquenes y musgo.

A un lado de la cabaña existe una pequeña caleta, en la que fondea el bote de pesca, y hay un cobertizo donde el viejo pescador solía guardar las redes y las velas al volver de faenar. Un pequeño arroyo fluye por el acantilado, cerca de la cabaña, antes de ir a morir al mar, y recuerdo que de niño yo iba allí a menudo a botar barquitos de papel para verlos flotar corriente abajo hasta llegar al mar, donde pronto se perdían entre las grandes olas.

El viejo Barnet y su señora vivían en la cabaña. Él era un trabajador infatigable. Día y noche se lo veía en el mar, a bordo de su pequeño bote, y con frecuencia salía a pescar cuando ningún otro pescador se atrevía a hacerlo, para volver con excelente pescado fresco que vendía en el mercado de Torquay. Su esposa estaba lisiada y apenas se movía del viejo y desgastado sillón de respaldo alto en el que pasaba las horas remendando las redes o enseñando a leer a los niños de las granjas vecinas. La granja de mi familia queda a tan sólo media milla de la cabaña, y yo fui uno de los muchachos de los alrededores que aprendieron a leer en la gran Biblia de la señora Barnet.

Se negaba a cobrar por sus enseñanzas y las consideraba un mero gesto de buena vecindad, pero todos los domingos yo le llevaba una cesta de verduras y fruta, y en otoño siempre apartábamos para ella una docena de botellas de nuestra mejor sidra.

Pues bien, hará cosa de un año, esta buena mujer pasó a mejor vida, y todos los niños de los alrededores lloraron en su funeral, pues además de enseñarles a leer, lo que siempre hizo sin necesidad de regañarlos —su único castigo consistía en no permitir que la visitáramos—, solía confeccionar pelotas de estambre para ellos y contarles cuentos populares, como Goody Two-shoes o The Babes in the Wood, o cantarles la balada de Chevy Chase y muchas otras que hacían las delicias no sólo de los niños, sino también de los que ya habíamos dejado de serlo. Además, zurcía desgarrones accidentales y prestaba otros mil pequeños servicios que la convertían en una persona muy querida por todos. Tras la muerte de su esposa, Barnet se sumió en una profunda desolación.

No es que ella le fuera de gran ayuda, ya que sólo con mucho esfuerzo lograba moverse de su sillón; pero en los fríos días de invierno, cuando cada nueva ola traía consigo una amenaza de zozobra y el pescador volvía a casa calado hasta los huesos, ella siempre se las apañaba para esperarlo en la pequeña y vieja cabaña con el fuego encendido y todo dispuesto para la cena. En cambio, una vez fallecida su esposa, cuando volvía de faenar no tenía más remedio que desplazarse hasta el mercado con el estómago vacío, a veces empapado de pies a cabeza, y al regresar a casa debía cocinarse la comida y adecentar la casa, tareas que no se le daban demasiado bien.

También se veía obligado a remendar las redes con sus propias manos y en esta labor consumía gran parte de su tiempo, por lo que no podía salir a pescar tan a menudo como antes. Todo esto le producía una profunda desazón, y cerca de dos meses después de la muerte de su señora vino a nuestra granja con lágrimas en los ojos. Había llegado a la conclusión de que lo mejor sería abandonar la pesca y partir hacia el norte, a probar fortuna, pues la vieja cabaña al pie del acantilado se había convertido en un lugar detestable para él desde la muerte de su esposa. El viejo Barnet era un anciano robusto, pero su pelo se había vuelto blanco como la nieve y la espalda se le arqueaba bajo el peso de los años, por lo que daba mucha lástima oírle hablar de abandonar su cabaña y su barco y todo lo que tenía en el mundo para salir a buscar su suerte entre extraños.

Mi padre trató de consolarlo, insistiendo en que se quedara a comer con nosotros y prometiendo enviar a mi hermana Betsy de vez en cuando a poner orden en la cabaña, así que el viejo Barnet regresó a casa con el corazón un poco más ligero.

Al día siguiente, el viento soplaba hacia la costa y, al no poder salir a pescar, el anciano se sentó a remendar sus redes en una roca cercana a la cabaña, que formaba una suerte de asiento natural. Mientras esto hacía, el muchacho del que hemos venido hablando, cuyo nombre es Maurice, se acercó y tomó asiento en la roca junto al pescador. El chico era forastero en esa parte del país, así que, tras intercambiar un saludo, ambos guardaron silencio durante un rato. Al cabo, Maurice tomó la palabra:

—Creo que podría ayudarle a hacer eso y, puesto que no tengo nada mejor que hacer, me gustaría que me dejara intentarlo.

—Adelante, y bienvenido —le agradeció Barnet—, pero ¿cómo es que no tienes nada mejor que hacer? Los buenos chicos trabajan. No eres de por aquí y no está bien que un muchacho de tu edad ande vagando por su cuenta.

—Mis padres son pobres —contestó Maurice— y no pueden mantenerme, así que trato de ganarme mi propio sustento. No me enseñaron ningún oficio y siempre he sido débil de salud e inservible para las tareas más arduas. Cuando abandoné la casa de mis padres, un conocido me trajo hasta aquí y me llevó a una granja cercana, donde me hacían trabajar de sol a sol en los campos, establos y graneros. Mi amo era un hombre severo y las faenas que me encargaba resultaban demasiado duras, así que a la larga caí enfermo. Cuando vieron que no podía seguir trabajando, me echaron de la granja, y creo que estaría muerto de no ser por una mujer humilde que me recogió y me cuidó. Era tan pobre que me fui en cuanto pude porque no soportaba ser una carga para ella, y ahora me encuentro demasiado débil para volver a trabajar para mi antiguo amo, así que estoy solo en el mundo y estaría para siempre en deuda con quien tuviera la amabilidad de ayudarme, ya fuera dándome algún trabajo acorde con mis capacidades, ya indicándome dónde puedo encontrarlo; porque la verdad es que deseo trabajar y, aunque me esté mal decirlo, soy honrado y siempre me han considerado hábil y diligente.

El viejo Barnet se volvió para escrutar su rostro. Ya sabe usted qué cara de ángel tiene el muchacho, y entonces tenía un aspecto enfermizo que movía aún más a la compasión. Tiene también la voz más dulce del mundo y, al parecer, sus palabras hicieron mella en el corazón del viejo pescador, que pensaría:

—No tengo hijos, y mi único pariente vivo es un hermano que desprecia a un viejo y pobre pescador como yo. Mi esposa ha muerto y estoy completamente solo, sin nadie que me auxilie si caigo enfermo o que me despida con un alegre ¡hasta luego, y que Dios te guíe! cuando salgo a faenar. Este chico parece haberme sido enviado por los cielos, y juraría que ya empiezo a quererlo como si fuera mi propio hijo. Se quedará conmigo y lo mantendré como mantuve a mi pobre esposa, que en paz descanse. Podrá poner un poco de orden en la cabaña, remendar mis velas y redes y, quién sabe, en las noches de tormenta puede incluso que me lea la Biblia como solía hacer mi señora.

Aquello fue lo que se dice una intuición certera. No tardaron en dar el trato por cerrado, y desde entonces Maurice ha vivido con el viejo Barnet en su cabaña. Es un buen chico, honrado, hábil y también listo. En cuanto empezamos a conocerlo, todos en mi casa le hicimos un hueco en nuestro corazón. Sabe leer razonablemente, por lo que mis hermanos más pequeños empezaron a ir cada domingo a que les enseñara, tal como solía hacer la difunta señora Barnet, y le aseguro que no hay en el mundo criatura más dulce y paciente. Gracias a él, la vieja cabaña parece otra: la limpió de arriba abajo, reparó las sillas rotas, encaló la chimenea y abrillantó los cazos y las ollas para luego disponerlos en perfectas hileras. Siempre estaba alegre y siempre trabajando, siempre dispuesto a echar una mano a pobres y ricos por igual.

El viejo Barnet se fue encariñando cada vez más con él y a menudo daba las gracias a Dios y bendecía la hora en que Maurice había entrado en su vida. A lo largo del día, desde el mar, el anciano contemplaba los árboles que se mecían sobre el tejado de su cabaña, y por la noche sus ojos distinguían la llama de la vela que Maurice colocaba en la ventana para indicarle hacia dónde debía mover el timón. Cuando alcanzaba la orilla, el chico siempre estaba allí, esperando para ayudarlo a arrastrar el bote hasta la caleta, y en invierno siempre encontraba un buen fuego a punto para preparar la cena y sobre la mesa un mantel tosco y ajado, pero limpio. Por la mañana, cuando el viejo Barnet salía hacia el mercado, Maurice achicaba el agua del bote, remendaba las redes y recogía las velas y, cuando el pescador volvía a echarse a la mar, lo despedía con un sonriente. Así vivieron varios meses, felices y contentos, hasta que hace ahora una semana el viejo Barnet murió.

El campesino hizo una pausa, que el viajero aprovechó para formular una pregunta:

—¿Qué será ahora del chico?

—No lo sé, pero es tan querido que no creo que llegue a pasar necesidades. Por mi parte, voy a ausentarme del condado durante varias semanas, pues me dispongo a visitar a mi abuela, que vive en Sidmouth, pero en cuanto regrese lo primero que haré será preguntar qué ha sido de Maurice. Le he contado una larga historia, señor, y espero que me perdone por haberle robado tanto tiempo. Veo que ha terminado su almuerzo y no deseo seguir reteniéndole, así que me despido.

—Gracias, de corazón. Le deseo un buen día y un buen viaje —contestó el viajero, tras lo cual el joven salió de la posada.

El viajero permaneció un rato con la cabeza apoyada en la mano, reflexionando sobre lo que debía hacer. Por mucho que deseara seguir indagando acerca de Maurice, el recuerdo de la empresa que lo esperaba en Exeter le impedía posponer el viaje. Así pues, tras concederse otra hora de descanso, se echó el morral al hombro, abandonó la posada y enfiló la carretera que conducía a Exeter.

A la mañana siguiente llegó a dicha ciudad. Más adelante explicaré en qué consistía la mencionada empresa, pero por ahora me limitaré a decir que, después de pasar allí tres angustiosos días, se vio obligado a dar el viaje por perdido y decidió regresar al lugar de donde había partido, con la intención de averiguar si durante su ausencia se había producido alguna novedad que pudiera serle útil. Decidió también que, en el camino de vuelta, se detendría a visitar la cabaña del viejo Barnet, preguntaría por Maurice y se ofrecería para buscarle una mejor posición, un trabajo que le permitiera ganarse el pan honradamente sin necesidad de esforzarse más de la cuenta. Dejémoslo, pues, caminando con su morral a cuestas por la carretera que comunica Exeter con Torquay, echemos un vistazo a la cabaña que se alza a la sombra del acantilado y veamos qué ha sido de Maurice y qué clase de ayuda le depara el destino para hacer frente a sus infortunios.

Los tres dolientes que, junto con Maurice, cerraban el cortejo fúnebre del viejo Barnet eran el hermano del pescador al que se había referido el campesino y sus dos hijos. Tras asistir al funeral, este hermano, comerciante de Torquay y hombre codicioso, se dirigió a Maurice para decirle lo siguiente:

—Al parecer, mi pobre hermano te acogió bajo su tutela y compartió techo contigo. Debes saber que, según la ley, como mi hermano murió sin redactar testamento, todas sus posesiones, desde la cabaña a los muebles que contiene, el barco y las redes, me pertenecen en exclusiva. Y, aunque no fuera así, tú eres demasiado joven para desempeñar su oficio, de modo que no veo razón alguna por la que debas permanecer en la cabaña. Los vecinos dicen que eres un chico honrado, así que seré benévolo contigo. Puedes quedarte en la cabaña una semana más, y te aconsejo que aproveches ese plazo para buscar un nuevo techo porque, una vez concluido, un amigo mío vendrá a vivir en la cabaña con sus tres hijos. Ha comprado el barco y se dedicará a la pesca, pero no desea tenerte a su servicio, o sea que para entonces deberás haberte ido. Puesto que eres honrado, huelga decirte que nada de lo que hay en el interior de la cabaña te pertenece, excepto aquellos objetos que trajeras contigo al llegar, y que a excepción de éstos no tienes permiso para llevarte nada en absoluto.

Maurice dio las gracias al hermano de su viejo amigo por permitirle quedarse en la cabaña una semana más. Pensó en pedirle consejo sobre lo que debía hacer, pero había algo tan hosco y desabrido en su modo de conducirse que no se atrevió a hacerlo, sino que se fue apesadumbrado y echó a andar por la orilla en dirección a la vieja cabaña. Cuando llego, ésta le pareció tan desolada y extraña que no tuvo valor para entrar, por lo que se sentó cerca del pequeño arroyo a observar las olas que rompían a sus pies. Por primera vez en varios meses, no tenía nada en lo que ocupar sus manos, pues de nada serviría remendar las redes si su antiguo protector no iba a poder usarlas ni preparar la cena si la pesadumbre que le oprimía el pecho no le permitía probar bocado.

Maurice lloró la pérdida de su querido Barnet, hasta quedar exhausto, y luego contempló la puesta de sol sobre el mar azul y casi se convenció de que Barnet no estaba muerto, sino pescando, y de que podía distinguir su vela blanca a lo lejos. Pero al volverse vio el bote vacío en la caleta y se rindió ante la evidencia de que su único amigo había muerto y que, por tanto, estaba solo en el mundo. Al cabo de un rato, agotado por el disgusto y destemplado por la brisa nocturna que mientras tanto se había levantado y blanqueaba el mar con guirnaldas de espuma, se levantó y se dirigió a la cabaña. Una vez dentro, sin cenar ni encender una sola luz, se arrodilló, dijo sus plegarias y se acostó.

Varias jornadas transcurrieron de este modo, hasta que un día se dijo a sí mismo que no podía seguir viviendo como un holgazán. El plazo de una semana que tenía para abandonar la cabaña estaba a punto de cumplirse, ¿y que haría después para ganarse el pan? A veces le rondaba el pensamiento de volver con sus padres, pero no tardaba en descartarlo. Decidió entonces ir a ver a Benson, el granjero, padre del campesino que le había contado su historia al viajero. Mientras esto cavilaba, sentado en su roca de costumbre a la vera del arroyo, Maurice contemplaba el océano, sereno como un espejo bajo el cielo crepuscular, donde el lucero de la tarde brillaba envuelto en el fulgor que el sol dejaba tras de sí.

Había una gran quietud en el aire, y el murmullo de la marea, que emprendía el descenso, apenas alcanzaba a romper el silencio. Unas pocas gaviotas regresaban a sus nidos en el acantilado que se elevaba por encima de la cabeza del muchacho. Fue entonces cuando oyó un ruido de pasos a su espalda y al volverse vio a un hombre apuesto y de rostro amable, que no era otro que el viajero con el que he dado comienzo a este relato. El chico se sorprendió mucho, pues nunca hasta entonces un forastero había visitado la cabaña, que distaba tres kilómetros de la carretera más cercana. Su natural bondadoso lo llevó a levantarse de inmediato para preguntarle al viajero si se había perdido y ofrecerse para indicarle el camino hasta la población más cercana.

—No me he perdido —respondió el viajero—. He venido hasta aquí a propósito. Tengo mis razones para querer visitar esta cabaña y te estaría muy agradecido si pudieras ofrecerme alojamiento por esta noche.

—Sea bienvenido. La cabaña es humilde, pero la cama está limpia, así que confío en que pueda complacerle.

—He viajado demasiado, buen muchacho, para andarme con remilgos a la hora de buscar un techo bajo el que dormir. Pero no te levantes, te lo ruego. Disfrutemos de este agradable atardecer frente al mar, mirando las olas que con tanta suavidad besan la orilla. Tu cabaña está construida en un lugar muy hermoso.

—Sí, ya lo creo. Puede que sea humilde y muy vieja, pero para mí no existe ninguna más bonita en todo el condado. Los árboles la cobijan bajo sus ramas, y junto al arroyo que fluye desde la cima del rojo acantilado crecen flores de gran belleza. Nada se me antoja más hermoso que el musgo y los líquenes, amarillos, verdes, blancos y azules, que trepan por el viejo tejado de juncos, dándole una apariencia mucho más rica y bella de la que jamás tendría un tejado de pizarra. En primavera brotan entre el musgo alhelíes amarillos, y la hierba frente a la puerta se llena de margaritas. Además, si uno llega rodeando la casa por detrás, por el lado que da a la montaña, encuentra una bonita celosía cubierta de madreselvas y varios geranios en la ventana.. Los geranios eran las flores preferidas de la esposa del viejo Barnet, y él los adoraba porque le recordaban a ella. El señor Gregory Barnet dice que no puedo llevarme nada de la cabaña, y de sobra lo sé; pero si Benson me toma a su servicio en la granja gastaré los dos chelines que tengo ahorrados en comprar los geranios, si es que el hombre que vendrá a vivir aquí tiene la bondad de vendérmelos.

—¿Quiere eso decir que tienes intención de abandonar la cabaña?

—Debo hacerlo. No soy lo bastante fuerte para manejar el bote y salir a pescar solo, así que todo esto pasará a manos de un pescador. Este domingo deberé irme; pero espero encontrar trabajo por los alrededores y no creo que vaya a ser desgraciado de ahora en adelante, pues pocas veces he llorado a causa de mis propias penas y vaya si he tenido motivos para hacerlo; y no me disgusta el trabajo, siempre que no me haga caer enfermo. Quería de veras al viejo Barnet, me gustaba vivir con él en la cabaña y he llorado mucho su muerte, pero, si logro encontrar trabajo en una granja cercana, confío en que dentro de un mes o dos volveré a cantar con tanta alegría como cuando avistaba su vela blanca en el mar, entre las de los demás barcos.

Maurice no dijo todo esto de una sentada, pero el forastero sonreía de forma tan cálida, y eran tantas las preguntas que formulaba del modo más afectuoso, que al chico no le costó abrirle su corazón y hablar de sus cuitas como si estuviera en compañía de un viejo amigo.

—No volveré con mis padres —continuó—, pues me fui de casa con la determinación de no regresar hasta que pudiera ganarme mi propio sustento. Mi padre trabaja mucho, pero los salarios son bajos y, como a duras penas lograba llenar su propio estómago, se enfurecía por tener que mantener a un inútil como yo. Por lo que respecta a mi madre, bastante tiene ya con soportar su mal carácter para que yo añada mis penas a las suyas. Por desgracia, tengo una salud delicada y no puedo trabajar como él hubiera querido, y a menudo me he visto aquejado de fiebres que me obligaban a guardar cama. Cuando esto ocurría, mi padre no creía que yo estuviera realmente enfermo, por lo que me pegaba y me enviaba a la cama sin cenar cuando apenas lograba tenerme en pie. Pero tampoco pretendo quejarme de él, y aunque le he confiado todo esto a usted, que es tan amable, le ruego que no se lo cuente a nadie.

Y así siguieron conversando hasta que el lucero de la tarde se hubo ocultado y el mar, sumido en la oscuridad, se volvió invisible más allá de la orilla, donde asomaban las blancas crestas de las olas. La marea iba subiendo y el húmedo soplo del oleaje rociaba la roca en la que estaban sentados, así que buscaron cobijo en el interior de la cabaña y compartieron una cena compuesta de pan y ensalada. Antes de acostarse, el viajero informó al muchacho de que al día siguiente se quedaría a desayunar y a almorzar. Maurice se despertó antes del alba, dejó a su huésped durmiendo profundamente y se fue a Torquay tan deprisa como pudo con el fin de comprar algunas vituallas: un poco de pan blanco, carne y patatas.

Para ello hubo de gastar, no sin mucho lamentarlo, los dos chelines con los que pretendía adquirir sus adorados geranios. No obstante, era un muchacho de espíritu alegre y optimista y se consoló pensando que trabajaría con redoblado ahínco para volver a ganar esa cantidad de dinero antes de que llegara la primavera. Mientras tanto, rogaría al futuro arrendatario de la cabaña que cuidara por él aquellas hermosas plantas. Cuando llegó a la cabaña encontró al viajero sentado en la roca de la playa. Se saludaron cordialmente y luego, a petición de su huésped, Maurice sacó de la cabaña una mesita, la instaló sobre la arena y sirvió el desayuno al aire libre, pues hacía una mañana espléndida; el ambiente era cálido y no había en el cielo una sola nube. El desayuno, sencillo y rústico, se componía de pan, un trozo de queso y un tazón de la estupenda crema de leche que se elabora en Devonshire.

Tal era el apetito de nuestros amigos, y con tanto gusto comieron, que poco quedó en la mesa. Luego se comodaron de nuevo en la roca y siguieron hablando de las bondades de la vida en el campo, de lo hermoso que es ver brotar las flores entre los setos y la hierba verde, de la belleza de los pajarillos y la crueldad de quienes los matan, de lo agradable que sería dedicarse al cuidado de una buena granja, sin trabajar demasiado, aunque sí lo suficiente para hacerse fuerte y vigoroso por medio del ejercicio, y entretenerse por la noche leyendo libros de los que cuentan cómo se trabaja la tierra y cómo cada país cultiva distintos frutos. Hablaron del mar y de los distintos viajes y descubrimientos que en él se han hecho, del cielo y de cómo se mueven las hermosas estrellas que vemos por la noche, y de los signos con los que éstas anuncian el invierno y el verano.

El viajero desveló a Maurice la existencia de libros más emocionantes que éstos, libros que hablaban de lo que habían hecho muchos años atrás ciertos hombres buenos y sabios, de cómo algunos de ellos dieron la vida por sus semejantes y de cómo todos habíamos ganado en bondad, sabiduría y felicidad gracias a su sacrificio. Maurice dijo que jamás había leído nada semejante, excepto en la Biblia, y confesó haber llorado a menudo con el sufrimiento de José cuando fue vendido como esclavo y con la pena de David cuando Absalón, su propio hijo, se rebeló contra él.

Más tarde, tras una pausa, el viajero dijo:

—Me has hablado, querido Maurice, de tu intención de acudir a Benson, el granjero, en busca de trabajo. Pues bien, ¿qué dirías si te propongo abandonar esa idea para venir a vivir conmigo? No te haría trabajar más de lo debido, te daría a leer algunos de los hermosos libros de los que te he hablado y haría cuanto estuviera en mis manos para que fueras feliz.

Maurice alzó la mirada y vio que una sonrisa benévola iluminaba el rostro del amable forastero.

—¡Qué bueno es usted! —contestó.

—Seré bueno contigo —lo animó su huésped—, pero soy un extraño para ti y tal vez temas poner tu vida en manos de alguien a quien nunca antes habías visto. Hemos hablado mucho y se nos ha hecho tarde, así que volvamos dentro y preparemos el almuerzo. Después volveremos a sentarnos aquí y te diré quién soy, por qué recorro a pie este condado, qué sinsabores me ha deparado este viaje y qué esperanzas albergo.

Así hicieron. Prepararon un buen fuego y pusieron a hervir la carne y las patatas. Maurice llenó una jarra con agua límpida del arroyo y el viajero sacó de su morral una pequeña botella de buen vino. Hacia mediodía, el almuerzo estaba listo y, tras dar buena cuenta de él, se sentaron en la roca y el viajero inició su relato.



—Mi padre era profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford. No era un hombre rico, pero me dio una excelente educación y yo era un alumno sumamente aplicado y sediento de nuevos conocimientos. Hasta donde me alcanza la memoria, allá donde iba llevaba siempre un libro en el bolsillo, y nada me gustaba más que dar largos paseos solitarios y sentarme a leer durante horas y horas a la sombra de un árbol o a la orilla del río; y no me dejaba adormecer como un haragán, arrullado por el murmullo del agua, sino que me dedicaba a estudiar y reflexionar con gran fervor y curiosidad. Todo lo que veían mis ojos se me antojaba maravilloso, y quería saber por qué el agua del río fluye incesantemente sin que por ello merme su caudal, qué leyes gobiernan el tránsito del sol en el cielo y por qué la luna cambia de apariencia y se presenta unas veces redonda, llena y amarilla, y otras reducida a una pequeña hoz de plata.

Otra cosa que me procuraba un enorme placer era estudiar los tres grandes volúmenes de grabados que poseía mi padre, en los que se reproducían bellos templos antiguos. Pasaba días enteros contemplándolos, estudiando sus dimensiones y el modo en que fueron construidos. Creía entonces que sería el hombre más feliz sobre la faz de la tierra si algún día llegaba a construir edificios tan bellos como los que veía impresos en aquellos libros. Conforme me fui haciendo mayor, mi pasión por la arquitectura fue en aumento y, puesto que sin dedicación es imposible adquirir ninguna clase de conocimientos, invertía todo mi tiempo en el estudio de las matemáticas y de todas las ciencias que nos enseñan a levantar edificios como los que se construían en la Antigüedad. Cuando cumplí veinticinco años, mi buen padre me envió a conocer Asia, Italia y Grecia para que pudiera visitar las ruinas de los templos antiguos que han llegado a nuestros días.

Cinco felices años pasé de este modo, residiendo en países ajenos, a menudo en tierras desérticas cuyas gentes no viven, como nosotros, de la siembra y la cosecha del maíz y del trabajo en las granjas, sino que dependen de la caza para subsistir. Allí, los hombres abandonan su aldea natal durante meses para partir en busca de sustento y llevan una vida salvaje en bosques y montañas mientras las esposas y las hijas aguardan su regreso en el hogar, tejiendo sus propios ropajes sentadas al aire libre, pues los inviernos son tan suaves que no conocen las heladas ni la nieve .

Cuando volví a Inglaterra me puse manos a la obra y, siendo como era un buen arquitecto, no tardé en hacerme rico. En cuanto consideré que había amasado una buena fortuna, abandoné la arquitectura para dedicarme al cultivo de la tierra y al estudio de toda clase de materias, ocupaciones que me resultaban más placenteras que seguir levantando iglesias y puentes allí donde las personas carecen del buen gusto o del dinero suficiente para permitir que se edifiquen de la manera hermosa que yo hubiera deseado. Por aquellas fechas me casé con una dama a la que pronto conocerás, mi querido Maurice, y entonces podrás comprobar por ti mismo lo sabia y buena que es.

Poco después, tuvimos un hijo al que queríamos por encima de todas las cosas. Nada nos hacía más felices que contemplar a aquella pequeña criatura, que era tan hermosa y buena como imaginarse pueda. Cuando tenía dos años, hicimos un viaje en verano y pasamos un mes en Ilfracombe, un puerto de mar que queda a más de cincuenta millas de este lugar. Fue allí donde nos ocurrió una desgracia de la que nunca hemos llegado a reponernos completamente. Han pasado ya once años, pero no puedo pensar en aquellos sucesos sin verme sumido en la desdicha.

A menudo salíamos a pasear en carruaje, mi esposa y yo, en compañía de una criada que se encargaba de atender a nuestro hijo. Cuando llegábamos a un paraje digno de contemplar, dejábamos a la niñera y al pequeño en el coche mientras dábamos largos paseos por el campo. Un día, nos detuvimos al llegar a la orilla de un río muy hermoso y, tras decirle a la niñera que nos esperara allí con el niño, echamos a caminar y estuvimos paseando durante horas, disfrutando del tiempo soleado, escuchando el canto de las aves entre los olmos que flanqueaban el río y observando los pequeños insectos con alas de color púrpura, verde y dorado que volaban a ras del agua. Al volver, un miedo espantoso se apoderó de nosotros, pues encontramos a la niñera dormida sobre una pila de heno, pero del niño no había ni rastro.

Cuando la despertamos y se percató de lo ocurrido, su rostro se volvió pálido como la cera y todo su cuerpo empezó a temblar. Lo último que recordaba era el momento en que el niño se quedó dormido entre sus brazos, poco antes de que ella, sin pensar en el peligro y amodorrada por el sol, se dejara vencer también por el sueño. Lo primero que hicimos fue salir corriendo hacia el río; pero te ahorraré, amiguito mío, la descripción de la angustia que vivimos durante aquella búsqueda. No encontramos a nuestro hijo, ni rastro de él, en las inmediaciones del río. Sí hallamos, sin embargo, uno de sus zapatitos en un prado algo alejado de allí, lo que nos indujo a pensar que alguien lo hubiera raptado. Pasamos muchos meses buscándolo por todo el condado, pero fue en vano. No volvimos a tener noticias de nuestro adorado hijo.

Por mi parte, jamás he abandonado la esperanza de volver a encontrarlo algún día, pues sigo convencido de que no murió ahogado en el río, así que todos los años viajo a Devonshire y durante dos meses me dedico a buscarlo por todo el condado. Me visto con ropas humildes para que los campesinos me abran la puerta de sus hogares y contesten sin reparos a las preguntas que les formulo. Voy caminando de poblado en poblado y nunca paso por delante de una vivienda solitaria sin observar a los niños que en ella viven y hacer preguntas acerca de ellos. Hace dos semanas, pasé por delante de una casa situada a unas cinco millas de Ilfracombe, en cuya puerta había una mujer llorando y retorciéndose las manos.

Me detuve y le pregunté qué le sucedía, a lo que contestó que su marido había muerto dos días atrás y que no tenía noticias de su único hijo desde que éste se marchara de casa un año y medio antes. Intenté consolarla y le dije que yo también me sentía desdichado porque perdí a mi único hijo siendo un bebé y jamás había vuelto a verlo. Le relaté entonces los pormenores de mi desgracia y cuál no sería mi sorpresa al ver que, tras escucharme, la mujer parecía aún más afligida. Cuando le hablé del profundo disgusto de mi esposa, gritó:

—¡Yo soy la culpable! ¡Yo soy la mujer malvada que raptó a su hijo!

Me quedé perplejo al oír sus palabras y, tan pronto como recuperé el habla, le pregunté qué había sido de mi pobre niño. La mujer rompió a llorar de nuevo y me dijo entre sollozos que el hijo al que buscaba no era otro que aquel cuya pérdida ella lamentaba y del cual nada sabía desde hacía casi dos años. Tan incontenible era su llanto y tan desolada parecía que hube de pasar casi una hora consolándola hasta que al fin pudo contarme su historia. Su marido era marinero, y después de varios años de matrimonio no habían logrado tener descendencia. Él era un hombre cruel que pegaba y reprochaba a su esposa por no darle un hijo. Esto la hacía muy desdichada, y pensaba que su felicidad sería completa si el cielo atendiera sus ruegos de ser madre. Algún tiempo después, habiendo él partido para hacer un largo viaje, le escribió al mes de haber zarpado para anunciarle que estaba encinta.

El marinero tardó mucho tiempo en regresar y ella siguió escribiéndole cartas llenas de falsedades, en las que le contaba que el niño había nacido y crecía sano y robusto. Actuó de forma insensata, sin pensar en las consecuencias ni en lo que diría su marido cuando regresara y descubriera que no tenía hijo alguno. Se da la circunstancia de que él viajaba a bordo de una nave del rey y, habiendo resultado malherido en una batalla, escribió a su esposa, que entonces vivía en Londres, para que se uniera a él en su tierra natal de Ilfracombe, puesto que no podría volver a trabajar como marino y había decidido retirarse allí a pasar el resto de sus días.

La mujer emprendió el viaje muy apesadumbrada, preguntándose cómo justificaría la ausencia de su inexistente hijo. Para no tener que relacionarse con los conocidos de su marido, que esperaban verla llegar acompañada de un hermoso niño de dos años, se alojó bajo un nombre falso en un humilde hostal de una población cercana a Ilfracombe. Allí pasó dos meses, sumida en una profunda pena y vagando por los campos aledaños sin acertar a tomar una determinación, cuando un día, para nuestra gran desdicha, decidió encaminar sus pasos hacia Ilfracombe con el fin de averiguar si su esposo había llegado ya. Por el camino, encontró a nuestro pobre hijo dormido entre los brazos de su negligente niñera.

Una mala acción lleva a otra, y esta mujer, que había engañado a su marido y durante dos años le escribió un sinfín de mentiras, que se había acostumbrado a convivir con la culpa y la conciencia de haber obrado mal, decidió en aquel momento apropiarse del niño, sin detenerse a pensar en la desdicha que causaría a sus padres. Lo sacó con suave sigilo de entre los brazos de la niñera y corrió con él a campo traviesa hacia la aldea en la que se hospedaba desde hacía dos meses. Estando ya a las puertas de la aldea, ocultó al niño en un granero, bajo un manto de paja, y se encaminó al hostal tan rápido como le permitían sus piernas. Pagó su estancia, hizo un atado con sus pertenencias, regresó al granero y allí permaneció oculta todo el día con el niño. Por la noche, emprendió viaje. Había decidido ir hasta Plymouth para esperar allí a su marido, cuyo barco debía fondear en ese puerto, y así alejarse de las poblaciones cercanas a Ilfracombe hasta que el rapto cayera en el olvido.

Caminaba desde el alba hasta la puesta del sol y se ocultaba de noche por temor a ser descubierta. Confeccionó nuevas prendas para el niño con retales de sus propias ropas y quemó las que éste llevaba puestas, excepto un pequeño collar de coral, en cuyo cierre habíamos hecho grabar su nombre de pila, y el zapato que formaba pareja con el que nos encontramos y que aún hoy atesoramos con gran ternura. La mujer residió en Plymouth durante seis meses hasta la llegada de su marido. Luego, se fueron juntos y se instalaron en la casa donde los encontré. La desdichada mujer no tardó en querer a nuestro pequeñín como si fuera sangre de su sangre y lo cuidó lo mejor que pudo, derrochando caricias y atenciones con el cariño de una verdadera madre.

Pero las personas que hacen lo que no deben rara vez obtienen por sus delitos la recompensa que habían previsto. Nuestro pobre hijo estaba acostumbrado a una alimentación completa y un trato exquisito, y ya fuera porque ahora comía mal y no recibía toda la atención que necesitaba (no por dejadez de la mujer, sino porque no disponía del tiempo necesario para dedicarle todos los cuidados a los que nosotros lo habíamos acostumbrado), ya fuera por otros motivos que ignoro, lo cierto es que nuestro pequeño Henry se fue convirtiendo en un niño enfermizo y delicado, carente por completo de la lozanía que a ella la impulsara a cometer la perversa acción de raptarlo. Su marido, que era un hombre malvado y que antes rezongaba porque su mujer no le daba ningún hijo, se volvió más irascible que nunca. Afirmaba que aquel mocoso enfermizo nunca llegaría a ninguna parte y que se veía obligado a mantenerlo con el sudor de su frente aun sabiendo que no podía esperar lo mismo de él cuando se hiciera mayor.

Entonces la mujer me dijo:

—Graves han sido mis pecados, pero no más que mis desdichas, pues no sólo cargo un gran peso en la conciencia por haber arrebatado aquel bebé a sus padres, sino que mi marido se volvió más cruel que nunca y, en lugar de querer al niño, lo detestaba con todas sus fuerzas. Además, el pobre perdió la salud y aunque era la criatura más buena del mundo, la más voluntariosa e inteligente, no podía hacer trabajos duros y a menudo se veía aquejado de fiebres y otros males. Mi marido se negaba a llamar al médico y yo me sentaba a la cabecera de su cama llorando y pensando que si no lo hubiera apartado de sus padres, que eran gentes adineradas, no estaría allí tendido sin ayuda en su lecho de dolor.

Conforme se iba haciendo mayor, mi marido se volvió más violento y a veces pegaba al muchacho porque éste no podía trabajar, y lo trataba de un modo tan cruel que no me atrevo a decírselo a usted, que es su padre, así que un día Henry (así lo llamaba porque así deduje, a partir de sus balbucientes palabras, que lo habían bautizado sus padres) me confió que Jackson, el granjero, le había prometido encontrarle trabajo y que había decidido marcharse y tratar de ganarse su propio sustento. Lloré amargamente, pero no pude disuadirle de su propósito, aunque entonces habría dado cuanto tenía en el mundo para averiguar quiénes eran sus padres y poder así restituírselo. Le di mi bendición, se fue y desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas.

No te cansaré, amiguito mío, con el relato de mis idas y venidas ni de la angustia que he sentido a lo largo de estos últimos quince días, tiempo que he empleado en recorrer Devonshire de cabo a rabo en busca de mi hijo perdido. Pero sí te diré que todos mis esfuerzos han resultado inútiles. Ahora me dispongo a visitar de nuevo a la señora Smithson para averiguar si mi hijo ha vuelto con ella. Ésta es mi historia; ¿deseas venir a vivir conmigo? Si nunca encuentro a mi querido hijo, tú ocuparás su lugar en mi corazón, y si lo encuentro...



Maurice había escuchado el relato sin perder detalle, y hacia el final los ojos se le llenaron de lágrimas y su rostro era el vivo retrato de la impaciencia. Al oír las últimas palabras del viajero, no pudo contenerse y se arrojó a sus brazos, exclamando entre sollozos:

—¡Yo soy tu verdadero hijo! ¡El viejo Smithson no es mi padre! ¡Yo soy tu hijo perdido!

Maurice le contó entonces al viajero que siempre había visto a la señora Smithson como su madre y lo cariñosa que era con él y lo mucho que lo quería; y que su marido lo maltrataba, por lo que un día decidió marcharse de casa para no volver hasta que pudiera ganarse su propio sustento. Desde entonces se hacía llamar Maurice porque temía que el hombre cruel que creía ser su padre pudiera viajar hasta aquella parte del condado, descubrirlo y molerlo a palos como solía hacer en casa. Ninguna estampa podría representar mejor la felicidad que la imagen del viajero y su hijo sentados juntos frente al mar, charlando sobre lo que harían y anticipando la dicha de su pobre madre cuando volviera a verlo.

Henry lloró de alegría al pensar en la vida feliz que llevaría a partir de entonces, leyendo libros maravillosos, viviendo con un padre y una madre bondadosos, sin más preocupación que la de obedecerlos y hacerlos felices. Aquella misma noche se fueron a Torquay, donde alquilaron un tílburi que los llevó de vuelta al hogar del viajero, sin detenerse a descansar hasta que hubieron llegado y la madre de Henry lo estrechó entre sus brazos.

¿Y qué fue de la vieja cabaña con el tejado cubierto de musgo y levantada a orillas del mar? Pues bien, a petición de Henry, su padre se la compró a Gregory Barnet, junto con el bote de pesca, los geranios y todo lo que en ella había. No podían trasladarse a vivir allí, dado que Henry tenía que ir a Eton para reanudar sus estudios. La casa de su padre quedaba cerca del parque de Windsor, a escasa distancia del colegio, por lo que jamás volvió a vivir apartado de sus seres queridos; pero todos los años, por las festividades de Pentecostés y San Bartolomé, iban de visita a Devonshire y pasaban dos meses en la hermosa cabaña. Era demasiado pequeña para acoger también al servicio, así que el padre se vestía de la misma guisa que cuando viajaba por el condado en busca de su hijo, y eran ellos mismos quienes se encargaban de cuidar el jardín y de comprar los alimentos que luego cocinaban con sus propias manos.

Y, cuando hacía buen tiempo y lucía el sol, se sentaban en la roca del arroyo y hablaban de todas las cosas hermosas que habían visto o verían algún día, o se entretenían leyendo libros maravillosos, cuyas lecciones y conocimientos los hacían más sabios y felices. Mientras veraneaban en la cabaña, Henry se hacía llamar Maurice y visitaba a sus antiguos amigos, a los que conocía de cuando vivía con el viejo Barnet. Si los encontraba enfermos o afligidos, hacía cuanto estaba en su mano para socorrerlos y consolarlos, prestándoles toda la ayuda que un niño puede prestar, o bien consiguiendo, por intercesión de su padre, devolver la sonrisa a quienes la pobreza o el infortunio había hecho desgraciados.

En las noches serenas se hacían a la mar a bordo del viejo bote. No pescaban, pues no les gustaba causar dolor a los animales ni arrebatarles la vida, pero contemplaban el baile de las olas y el litoral rocoso y, si se quedaban fuera hasta bastante después de la puesta del sol, veían cómo las estrellas iban saliendo una tras otra hasta llenar todo el cielo. Durante el resto del año, la señora Smithson vivía en la cabaña. Lamentaba profundamente lo que había hecho y quería mucho a Henry, quien nunca olvidó que un día la quiso como a una buena madre. Muchos años después, ya hecho un hombre, Henry viajó a países distantes donde lo aguardaban infinidad de bellos paisajes, con sus peñascos, montañas, árboles y ríos.

Sin embargo, siempre llevaba en el corazón el recuerdo de su adorable cabaña, que le seguía pareciendo el lugar más maravilloso que habían visto sus ojos. Como he dicho antes, la cabaña era muy vieja y, algún tiempo después de la muerte de la señora Smithson, parte del tejado cubierto de musgo se desplomó, de tal suerte que cuando llovía se colaba el agua en su interior. Era demasiado vieja para repararla y poco a poco se fue cayendo a trozos, que el mar se encargó de ir recogiendo, así que apenas quedó rastro de ella.

Cuando Henry regresó de sus viajes descubrió que su adorada cabaña había desaparecido, los geranios habían muerto y no quedaba ningún muro por el que pudieran trepar los alhelíes amarillos de dulce perfume. La pérdida le causó una gran pena, pero se alegró de comprobar que el acantilado de tierra rojiza, los árboles mecidos por el viento, el arroyo de agua clara y la roca sobre la que su padre y él se sentaban tan a menudo seguían allí, tal como los viera por última vez, si bien el bote estaba hecho pedazos en la caleta y el jardín se había asilvestrado. Se negó a levantar una nueva cabaña en el mismo lugar porque habría sido demasiado distinta a la del viejo Barnet, que él tanto había querido; pero mandó levantar una casa no muy lejos de allí para dar cobijo a un humilde pescador con dos hijos que, tras perder su barco algunos meses antes en una tormenta que a punto había estado de costarle la vida, pasaba una gran penuria.

Hizo construir otro bote para la pequeña caleta y a menudo iba a visitar el acantilado, los árboles y la roca, donde se sentaba a reflexionar sobre la vida que había llevado de pequeño junto al viejo Barnet, en la hermosa y destartalada cabaña del pescador, y sobre su padre, que fue a su encuentro y le tendió la mano en un momento de pobreza y debilidad sin sospechar que los unía un poderoso lazo de sangre; y cómo en aquella misma roca había descubierto que era el hijo de dos personas buenas y generosas, con las que ahora vivía feliz.

Mary Shelley (1797-1851)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Shelley.


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El análisis y resumen del cuento de Mary Shelley: Maurice (Maurice), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Unknown dijo...

Muy lindo, muy cálido... Me gusto :)



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