«El velo negro del pastor»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
El velo negro del pastor (The Minister's Black Veil) es un relato de terror del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en el anuario de 1836: The Token, y luego reeditado en la antología de 1837: Cuentos dos veces contados (Twice-Told Tales).
El velo negro del pastor, sin dudas uno de los grandes cuentos de Nathaniel Hawthorne, relata la historia del reverendo Hooper, quien cierto día sorprende a su congregación llevando un misterioso velo negro sobre el rostro, y luego dando un sermón mucho más oscuro de lo habitual. Horas después, encabeza el funeral de una muchacha, lo cual levanta una gran cantidad de conjeturas sobre la naturaleza del duelo del pastor.
Pasan las semanas, los meses, y el pastor sigue usando el velo negro. Se tejen hipótesis descabelladas, algunas de ellas, fantasmagóricas, pero lo cierto es que más y más fieles se suman al rebaño del pastor. En el ocaso de su vida, en el cual retornan a él los fantasmas de su pasado, ruega a su congregación que no tiemblen por él. En definitiva, sostiene, todos usamos un velo negro, a veces visible, otras oculto, pero siempre presente sobre nuestro verdadero rostro. Lo extraño, en todo caso, es que alguien pueda quitárselo.
El velo negro es, claramente, un símbolo que representa los secretos de la naturaleza humana, o tal vez de algún pecado, como especula Edgar Allan Poe en uno de sus ensayos, afirmando que el pastor Hooper mantuvo una relación amorosa con Elizabeth, la joven que muere al comienzo de la historia.
Se dice que Nathaniel Hawthorne se inspiró en un hecho real para El velo negro del pastor, ocurrido en la región de Maine. Allí, un clérigo llamado John Moody, alias Pañuelo Moody —Handkerchief Moody, un juego de palabras muy curioso—, mató accidentalmente a un amigo y desde ese día llevó el rostro cubierto por un velo negro hasta su muerte.
El velo negro del pastor.
The Minister's Black Veil, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
El sacristán estaba en el atrio de la iglesia de Milford, tirando afanosamente de la cuerda de la campana. Los ancianos de la aldea avanzaban agobiadamente por la calle. Los niños, con las facciones encendidas, brincaban alegremente junto a sus padres, o remedaban un paso más solemne, conscientes de la dignidad de sus ropas dominicales. Los jóvenes apuestos miraban de reojo a las lindas muchachas, e imaginaban que el sol del domingo las hacía más bonitas que en los días de semana. Cuando la mayor parte de la multitud invadió el atrio, el sacristán empezó a hacer repicar la campana, con los ojos fijos en la puerta del reverendo Hooper. La primera vislumbre de la figura del pastor era la señal para que la campana interrumpiera su convocatoria.
—Pero ¿qué tiene sobre la cara el buen párroco Hooper? —exclamó el sacristán, atónito.
Todos los que estaban suficientemente cerca para oírlo se volvieron enseguida, y divisaron al pastor Hooper que se encaminaba lenta y reflexivamente hacia la iglesia. Se sobresaltaron unánimemente demostrando más sorpresa que si algún clérigo desconocido se hubiera acercado para desempolvar los cojines del púlpito del reverendo Hooper.
—¿Está seguro de que es nuestro párroco? –le preguntó Goodman Gray al sacristán.
—Por supuesto que es el buen señor Hooper —respondió el sacristán—. Debería haber permutado su púlpito con el del párroco Shute, de Westbury, pero éste se excusó ayer, explicando que debía pronunciar una oración fúnebre.
La causa de semejante asombro tal vez parezca bastante fútil. El reverendo Hooper, un hombre muy cortés, de aproximadamente treinta años, aunque todavía soltero, estaba vestido con la debida pulcritud clerical, como si una esposa prolija hubiera almidonado su alzacuello y hubiese cepillado el polvo semanal de su indumentaria dominguera. Había un solo detalle en su aspecto que llamaba la atención. El reverendo Hooper lucía un velo negro, ceñido en torno de su frente y suspendido sobre su rostro hasta tan abajo que su aliento lo hacía oscilar. Visto desde más cerca parecía consistir en un crespón doble que ocultaba totalmente sus facciones, excepto la boca y el mentón, aunque probablemente no interceptaba su vista como no fuera para impartir una tonalidad oscura a todas las cosas vivas e inanimadas.
Con este tétrico velo ante su rostro, el buen señor Hooper marchaba con paso lento y sereno, un poco encorvado y mirando hacia el suelo, como acostumbran a hacerlo los hombres absortos, pese a lo cual saludaba amablemente a aquellos feligreses que todavía se demoraban en la escalinata de la iglesia. Pero éstos estaban tan perplejos que apenas devolvían el saludo.
—No puedo convencerme de que la cara que está detrás de ese crespón es verdaderamente la del buen señor Hooper —comentó el sacristán.
—Esto no me gusta —murmuró una anciana, mientras cojeaba en dirección a la iglesia—. Se ha transformado en algo horrible, con sólo ocultar su rostro.
—¡Nuestro párroco se ha vuelto loco! —exclamó Goodman Gray, trasponiendo la puerta de la iglesia tras él.
El rumor de un fenómeno inexplicable había precedido al señor Hooper al interior del templo Y había puesto sobre ascuas a toda la congregación. Fueron pocos los que pudieron controlarse y abstenerse de volver la mirada hacia la puerta. Muchos se pusieron de pie y se dieron vuelta francamente, mientras varios chiquillos trepaban sobre los asientos y volvían a bajar con un tremendo estrépito. Hubo un bullicio generalizado, susurros de vestidos femeninos y roces de pies masculinos contra el piso, todo lo cual difería radicalmente del callado sosiego que debe preceder la entrada al pastor de su rebaño. Ingresó en el templo con paso casi silencioso, inclinó ligeramente la cabeza en dirección a los bancos laterales, e hizo una reverencia al pasar frente a su feligrés más anciano, quien ocupaba asiento en el centro de la nave.
Fue extraño observar con cuánta lentitud este hombre venerable tomó conciencia de que había algo singular en el aspecto de su pastor. No pareció compartir la perplejidad que imperaba hasta que el reverendo Hooper subió por la escalinata y se mostró en el púlpito, de cara a la congregación, aunque con el velo negro de por medio. En ningún momento se quitó el misterioso emblema.
Cuando entonó el salmo, el velo se balanceó a merced de su rítmico aliento; mientras leía las Escrituras interpuso sus sombras entre él y la página santa; y mientras oraba el velo permaneció pesadamente desplegado sobre su rostro vuelto hacia el cielo. ¿Pretendía ocultarlo del ser excelso al que él se dirigía? El efecto de ese simple crespón fue tan extraordinario que más de una mujer de nervios delicados se vio obligada a abandonar el templo. Sin embargo, es probable que la pálida congregación espantara al pastor casi tanto como su velo negro la espantaba a ella.
El reverendo Hooper tenía fama de ser un buen predicador, pero no enérgico. Se empeñaba en guiar a sus fieles hacia las alturas mediante una influencia dulce y persuasiva, en lugar de acicatearlos mediante los truenos del Verbo. El sermón que pronunció en esa oportunidad ostentó las mismas características de estilo y tono que eran comunes a toda su oratoria sagrada. Pero hubo algo, ya fuera en los sentimientos de la arenga en sí, o en la imaginación de sus feligreses, que lo convirtió con mucho en la disertación más vigorosa que éstos habían escuchado de labios de su pastor. Estaba teñido, un poco más intensamente que de costumbre, por la tenue melancolía del carácter del reverendo Hooper. Su tema giraba en torno del pecado secreto, y de esos pensamientos misterios que callamos a los seres más próximos y queridos y que ocultaríamos con gusto a nuestra propia conciencia, aun olvidándose de que el Omnisciente puede descubrirlos.
Sus palabras estaban impregnadas de una fuerza sutil. Todos los miembros de la congregación, ya se tratase de la niña más inocente o del hombre de corazón más encallecido, tuvieron la impresión de que el predicador se había infiltrado en ellos, detrás de su tétrico velo, y había descubierto las iniquidades mentales o de hecho que habían acumulado. Muchos se cubrieron el pecho con las manos entre. No había nada de terrible en lo que decía el reverendo Hooper, o por lo menos, nada de violento; y sin embargo cada vibración de su voz melancólica, hacía temblar a sus oyentes. Una congoja involuntaria llegó a la par del espanto. Tan sensible era el público a algún atributo oculto de su ministro, que todos deseaban que un hálito de viento descorriese el velo, casi convencidos de que verían el rostro de un desconocido, sin embargo la forma, gesto, y voz eran los del reverendo Hooper.
Al final de los servicios, la gente salió corriendo con confusión indecorosa, anhelante por manifestar su asombro reprimido, y consciente de que se le aligeraba el espíritu inmediatamente después de perder de vista el velo negro. Algunos se agruparon en pequeños corrillos, compactamente apiñados, formando círculos dentro del que todas las bocas susurraban; otros se encaminaron solos hacia sus casas, absortos en su silenciosa meditación. Otros dialogaron en voz alta y profanaron el día de descanso con sus risas ostentosas. Unos pocos menearon sus cabezas, sagazmente, dando a entender que podían elucidar el misterio, en tanto que dos o tres afirmaron que no existía ningún misterio, que sólo se trataba de que los ojos del reverendo Hooper habían quedado tan debilitados por la lámpara de medianoche que precisaban una pantalla.
Después de un breve intervalo también apareció el buen señor Hooper, a la zaga de su rebaño. Volviendo el rostro velado hacia uno y otro grupo rindió el debido homenaje a las cabezas canosas, saludó con amable dignidad a las personas maduras de las que era amigo y guía espiritual, se dirigió a los jóvenes con una mezcla de autoridad y cariño, y apoyó las manos sobre las cabezas de los pequeños para darles su bendición. Tal era su costumbre de todos los domingos, pero su cortesía fue recibida con miradas de extrañeza y desconcierto. Nadie aspiró, como en otras ocasiones, al honor de acompañarlo. El viejo hacendado Saunders, presa sin duda de una laguna mental, olvidó invitar al señor Hooper a sentarse a su mesa, donde el buen clérigo bendecía la comida casi todos los domingos desde el día de su instalación.
Por lo tanto el ministro regresó a la rectoría, y se vio que en el momento de cerrar la puerta miraba a sus feligreses, todos los cuales tenían los ojos elevados en él. Una triste sonrisa se iluminó vagamente bajo el velo negro y cruzó un instante por sus labios, justo cuando él desaparecía.
—Qué extraño resulta —comentó una dama— que un simple velo negro, idéntico al que cualquier mujer podría lucir en su cofia, produzca una impresión tan terrible sobre el rostro del señor Hooper.
—Es indudable que algo debe fallar en la mente del señor Hooper —observó su esposo, que era el médico de la aldea—. Pero lo más extraño del asunto es que el velo negro, si bien cubre sólo el rostro del pastor, proyecta su influencia sobre toda su persona, y le da un aspecto fantasmal de pies a cabeza. ¿No tienes la misma impresión?
—Por supuesto —contestó la dama—, y no me quedaría a solas con él por nada del mundo. ¡Me pregunto si el mismo no teme estar a solas con su propia persona!
—Es lo que les sucede a algunos hombres —dijo su marido.
El oficio vespertino transcurrió en circunstancias similares. Al concluir, la campana dobló para el funeral de una joven dama. Los parientes y los amigos más allegados se hallaban dentro de la casa, mientras sus conocidos menos íntimos se congregaban de pie en torno a la puerta, hablando de las buenas calidades de la difunta, cuando su conversación fue interrumpida por la aparición del reverendo Hooper, siempre cubierto por el velo negro. Ahora resultaba un emblema apropiado. El clérigo entró en la habitación donde yacía el cuerpo y se inclinó sobre el ataúd, para dar el último adiós a su feligresa fallecida. A medida que se encorvaba, el velo colgaba sobre su frente verticalmente, de modo que si los párpados de la doncella muerta no hubieran estado cerrados para siempre quizás podría haberse visto su cara.
¿Pudo ser que señor Hooper le temiera a su mirada, puesto que replegó presurosamente el velo negro? Una persona que presenció la entrevista entre la difunta y el ser viviente no vaciló en afirmar que, en el momento en que las facciones del clérigo quedaron al descubierto, el cadáver se estremeció ligeramente, haciendo susurrar el sudario y la cofia de muselina, aunque sus rasgos conservaron la compostura de la muerta. Una anciana supersticiosa fue la única testigo de este prodigio. El señor Hooper dejó luego el ataúd para entrar en la cámara de los deudos, y por fin se encaminó hacia el rellano de la escalera, para pronunciar el responso fúnebre. Esta fue una oración tierna y conmovedora, cargada de pena, pero al mismo tiempo tan imbuida de esperanzas celestiales que entre las más afligidas frases del clérigo pareció oírse tenuemente la música de un arpa divina, acariciada por los dedos de la difunta.
Los asistentes temblaron, pese a que sólo habían deducido vagamente mientras él rezaba que ellos, y él mismo, y toda la raza mortal, debían estar listos, como esperaba que lo hubiera estado esa joven doncella, para la trágica hora que les arrancaría el velo de la cara. Los portadores del féretro avanzaron pesadamente y los deudos los siguieron, entristeciendo toda la calle, con el cadáver adelante y el reverendo Hooper con su velo negro detrás.
—¿Por qué vuelves la cabeza? —preguntó uno de los integrantes de la procesión a su acompañante.
—Tuve la impresión —respondió ella— de que el pastor y el espíritu de la doncella marchaban tomados de la mano.
—Eso mismo me pareció a mí, en el mismo momento —dijo él.
Esa noche, la pareja más hermosa de la aldea de Milford debía contraer enlace. Aunque pasaba por ser un hombre melancólico, el reverendo Hooper desplegaba en esas ocasiones una plácida alegría que a menudo inspiraba una sonrisa comprensiva entre quienes habrían censurado un alboroto más vivaz. No había otro rasgo de su personalidad que la hiciera más acreedor a la estima general. Los asistentes a la boda esperaban con impaciencia su arribo, confiando en que entonces se disiparía la extraña congoja que se había acumulado a su alrededor durante toda la jornada. Pero el resultado no fue ése. Cuando llegó el reverendo Hooper, lo primero que divisó la concurrencia fue el mismo horrible velo negro que había contribuido a recargar la atmósfera de pesadumbre durante el funeral y que no podía augurar sino desdicha en la boda.
Su efecto inmediato sobre los invitados fue tal que una niebla pareció haber brotado oscuramente desde atrás del crespón negro, amenguando el brillo de las velas. La pareja de novios se detuvo frente al ministro. Pero los dedos fríos de la novia temblaban dentro de la mano trémula del novio, y la palidez cadavérica de la joven motivó el rumor de que la doncella que había sido sepultada pocas horas antes había salido de su tumba para casarse. Si hubo otra boda más lúgubre sólo pudo ser aquella famosa en que la campana dobló a muerto.
Después de celebrar la ceremonia, el reverendo Hooper se llevó un vaso de vino a los labios, e hizo votos por la feliH cidad de la pareja recién casada con un acento de afable benevolencia que debió iluminar los semblantes de los invitados como un jubiloso resplandor de la chimenea. Pero en ese instante, al captar una vislumbre de su imagen en el espejo, su propio espíritu se sumergió en el horror en que el velo negro había sumido a todos los demás. Su figura se estremeció, sus labios se pusieron blancos, derramó sobre la alfombra el vino que aún no había probado, y se perdió corriendo en la oscuridad. Porque también la Tierra llevaba puesto su Velo Negro.
Al día siguiente, el velo negro del pastor Hooper era prácticamente el único tema de conversación de toda la aldea de Milford. Dicho crespón, y el misterio que ocultaba, fueron un tema de discusión para los amigos que se encontraban en la calle y para las buenas mujeres que chismeaban desde sus ventanas abiertas. Era la primera noticia que el tabernero transmitió a sus parroquianos. Los niños parloteaban al respecto mientras marchaban rumbo a la escuela. Un bribonzuelo dotado de espíritu de imitación se cubrió la cara con un viejo pañuelo negro, y al hacerlo asustó tanto a sus compañeros de juegos que el pánico al fin se apoderó de él también y estuvo a punto de quedar anonadado por su propia chanza.
Resultó notable que ninguno de los entremetidos e impertinentes de la parroquia se atreviera a preguntar claramente al reverendo Hooper en persona por qué se había colocado esa máscara. Hasta entonces, cada vez que se presentaba el pretexto más insignificante para una intromisión de ese género, nunca le habían faltado asesores, ni se había mostrado renuente a dejarse guiar por sus consejos. Si se equivocaba, era a causa de una inseguridad personal tan penosa que incluso la crítica más benigna lo inducía a interpretar un acto inocente como un crimen. Sin embargo, pese a que todos le conocían esta amable debilidad, ninguno de sus feligreses se atrevió a tomar el velo negro como tema de un cordial reproche.
Prevalecía una sensación de miedo que ni se confesaba abiertamente en público ni se ocultaba con precaución, lo que hacía que cada uno le endilgase la responsabilidad a otro, hasta que por último se optó por enviar una delegación a la iglesia para que discutiera el misterio con el reverendo Hooper, antes de que aquél se trasformara en escándalo.
Jamás una embajada fue más inepta en el desempeño de sus funciones. El pastor recibió a los visitantes con gentil cortesía pero después que ellos se sentaron permaneció en silencio, dejándoles toda responsabilidad de exponer los importantes asuntos que los habían llevado allí. El tema, lógicamente, era bastante obvio. Allí estaba el velo negro ceñido en la frente del reverendo Hooper, y ocultando todos sus rasgos situados por encima de su boca plácida, en la cual, a veces, percibían el fulgor de una sonrisa melancólica, Pero para su imaginación el velo parecía colgar sobre su corazón, como el símbolo de un espantoso secreto que se interponía entre ellos y el reverendo. Si el crespón no hubiera estado allí, habrían podido referirse francamente a él, pero no antes que se descorriera.
Así permanecieron bastante tiempo sentados, mudos, confundidos, mientras esquivaban nerviosamente los ojos del reverendo Hooper, que sentían fijos sobre ellos con una mirada invisible. Por fin, los delegados volvieron, abochornados, a reunirse con sus mandantes, y declararon que el problema era tan complejo que sólo podría encararlo un consejo de iglesias, si no era necesario convocar, en verdad, un sínodo general.
Pero en la aldea había una persona que no compartía el terror que el velo negro había sembrado en torno de sí. Cuando los delegados regresaron sin suministrar ninguna explicación —que ni siquiera se habían atrevido a solicitar— ella, con la serena energía de su carácter, decidió disipar esa extraña nube que parecía estar condensándose alrededor del reverendo Hooper, y que oscurecía a ojos vistas. Puesto que era su prometida, le correspondía el privilegio de saber lo que ocultaba el velo. Por lo tanto, a la primera visita del pastor, lo interpeló con una extrema sencillez lo que facilitó las cosas para ambos. Una vez que él se hubo sentado, ella clavó los ojos fijamente en el velo, pero no pudo descubrir la pavorosa lobreguez que tanto había espantado a la multitud: no era más que un crespón doblado en dos que colgaba desde la frente hasta la boca y que se agitaba ligeramente cuando él respiraba.
—No —dijo ella en voz alta, sonriedo—. No hay nada de tétrico en ese crespón, como no sea que oculta un rostro que siempre me complace ver. Vamos, buen señor, ahuyenta la nube y que brille el sol que tras ella se oculta. Primero descorre el velo, y luego dime por qué te lo has colocado.
La sonrisa del reverendo Hooper se iluminó tenuemente.
—Llegará la hora —respondió—; en que todos nos despojaremos de nuestros velos. No te ofendas, querida amiga, si luzco este crespón hasta entonces.
—Tus palabras también son un enigma —dijo la joven—. Por lo menos, quítales el velo a ellas.
—Lo haré, Elizabeth —dijo él—, en la medida en que me lo permita mi voto. Entérate, pues, de que el velo es un ejemplo y un símbolo, y que debo llevarlo siempre, tanto en la luz como en las tinieblas, cuando estoy solo como cuando me encuentro frente a las multitudes, y tanto entre extraños como entre mis amigos íntimos. Ningún ojo mortal me verá sin él. Esta triste pantalla deberá separarme del mundo, y ni siquiera tú, Elizabeth, podrás trasponerla jamás.
—¿Qué trágica dolencia te ha atacado, para que debas oscurecer así tus ojos eternamente? —preguntó ella con voz ansiosa.
—Si se trata de una señal de duelo –respondió el reverendo Hooper— es posible que yo tenga, como la mayoría de los demás mortales, penas lo bastante oscuras como para que pueda simbolizarlas un velo negro.
—¿Pero qué sucedería si el mundo no creyera que es el emblema de una pena inocente? —lo acicateó Elizabeth—. Aunque la gente te ama y te respeta, puede que alguien murmure que ocultas tu rostro agobiado por el remordimiento de un pecado secreto. ¡En aras de tu santo ministerio, evita ese escándalo!
El color arreboló sus mejillas cuando insinuó la naturaleza de los rumores que ya circulaban por la aldea. Pero el reverendo Hooper no perdió su serenidad. Incluso volvió a sonreír, con esa misma sonrisa melancólica que aparecía como un tenue destello de luz desde la oscuridad oculta Por su velo.
—Si cubriera mi rostro por pena, habría razón suficiente para ello —se limitó a contestar— Y si lo hiciera por un pecado secreto ¿qué mortal no debería hacer lo mismo?
Y con esta amable pero invencible tenacidad resistió todas sus súplicas. Por fin Elizabeth enmudeció. Durante unos pocos minutos pareció absorta en sus cavilaciones, mientras se preguntaba, quizá, qué otros métodos podría emplear para rescatar a su amante de una fantasía tan lúgubre que si no tenía algún otro sentido podía ser el síntoma de un desequilibrio mental. Pese a que su carácter era más firme que el de él, las lágrimas rodaron por sus mejillas. Pero enseguida un nuevo sentimiento ocupó el lugar de la pena, por así decirlo. Sus ojos estaban impasiblemente clavados sobre el velo negro cuando, como si un súbito crepúsculo hubiera cruzado por el aire, sus terrores se acumularon en torno de ella. Se incorporó y permaneció temblando frente a él.
—¿Lo sientes tú también, por fin? —preguntó el reverendo con tono lúgubre.
Elizabeth respondió pero se cubrió los ojos con la mano, y se volvió para abandonar la habitación. Él corrió y la tomó por el brazo.
—¡Ten paciencia conmigo, Elizabeth! —exclamó, con vehemencia—. No me abandones, aunque este velo se interponga entre nosotros aquí sobre la tierra. Sé mía, y en el futuro no habrá ningún velo sobre mi rostro, ninguna sombra entre nuestras almas. No es más que un velo mortal... ¡no para toda la eternidad! ¡Oh! No sabes cuán solo me siento, y cuán asustado de hallarme solo detrás de mi velo negro. ¡No me dejes para siempre en esta desdichada oscuridad!
—¡Levanta el velo una sola vez, y mírame en la cara! —dijo ella.
—¡Nunca! ¡No es posible! —respondió el reverendo Hooper.
—¡Entonces, adiós! —exclamó Elizabeth.
Ella libró su brazo de los dedos que la asían y se alejó lentamente, deteniéndose en la puerta para echarle una larga y trémula mirada que casi pareció atravesar el misterio del velo negro. Pero, en medio de su dolor, el reverendo Hooper sonrió al pensar que sólo un símbolo material lo había separado de su felicidad, aunque los horrores que éste ocultaba debían estar oscuramente tendidos entre los amantes más tiernos. Desde entonces no se hicieron intentos para descorrer el velo negro del pastor Hooper, ni para elucidar, mediante una consulta directa, el secreto que presuntamente ocultaba. Las personas que pretendían ser inmunes a los prejuicios populares lo consideraron simplemente un capricho excéntrico, como los que tan a menudo se mezclan con los actos cuerdos de individuos por lo demás racionales, cubriéndolos con su propia imagen de demencia. Pero para la multitud, el buen reverendo Hooper era objeto de horror.
No podía pasear tranquilamente por la calle, porque tenía plena conciencia de que los mansos y los tímidos se hacían a un lado para evitarlo, mientras otros se esforzaban por cruzarse en su camino. La impertinencia de estos últimos lo obligó a renunciar a su habitual caminata del atardecer hasta el cementerio; pues cuando se apoyaba pensativamente contra la verja siempre asomaban caras desde atrás de las lápidas para espiar su velo negro. Circulaba la fábula de que las miradas de los muertos era lo que lo guiaba hasta allí. Lo afligía, hasta el fondo mismo de su benévolo corazón, el ver cómo los niños huían ante su sola presencia, interrumpiendo sus juegos más alegres cuando su melancólica imagen apenas se asomaba a lo lejos. Su temor instintivo era la prueba más patente de que un horror sobrenatural estaba entretejido con las fibras del crespón negro.
En verdad, era sabido que sentía una antipatía tan honda por el velo que nunca pasaba voluntariamente frente a un espejo, ni se inclinaba para beber en un estanque calmo, para no asustarse de sí mismo al ver su figura reflejada en la superficie apacible. Esto era lo que hacía verosímiles los rumores de que la conciencia del reverendo Hooper se sentía atormentada por un crimen demasiado espantoso, como para ser totalmente oculto o insinuado de una forma menos vaga que aquélla. Así, desde atrás del velo negro emergía una nube que oscurecía el sol, una ambigüedad de pecado o pesar que envolvía al pobre ministro, de modo que ni el amor ni la compasión podían alcanzarlo. Se decía que los fantasmas y los demonios se confabulaban allí con él. Marchaba consH tantemente sumido en su sombra, estremecido por escalofríos y terrores externos, tanteando ciegamente dentro de su propia alma o atisbando a través del crespón que ennegrecía el mundo entero.
Se suponía que incluso el viento rebelde respetaba su pavoroso secreto y nunca levantaba el velo con su soplo. Pero el buen señor Hooper continuaba sonriendo tristemente a los pálidos semblantes del tropel mundano con el que se cruzaba en su marcha.
En medio de estos infortunados efectos, el velo negro ejerció una influencia saludable, convirtiendo a quien lo lucía en un clérigo muy eficiente. Con la ayuda de su misterioso emblema —puesto que no había otra causa aparente el pastor llegó a ser un hombre dotado de un inmenso poder sobre las almas atormentadas por el pecado. Sus conversos siempre lo contemplaban con un respeto muy particular, y afirmaban, aunque metafóricamente, que antes de que el pastor los transportara a la luz celestial, ellos habían estado con él detrás del velo negro. Su negrura lo ayudaba, en verdad, a condolerse de todas las penas oscuras. Los pecadores moribundos llamaban a gritos al reverendo Hooper, y no exhalaban el último suspiro hasta que él aparecía, aunque siempre, cuando se inclinaba para susurrar su consuelo, temblaban al ver el rostro cubierto tan cerca de ellos.
¡Tales eran los terrores causados por el velo negro, aun cuando la Muerte había desnudado su rostro! Los forasteros acudían desde lejos para asistir a los servicios de su iglesia con el solo propósito ocioso de contemplar su figura, ya que les estaba vedado apreciar su rostro. ¡Pero muchos se estremecían antes de partir! En una oportunidad, durante la administración del gobernador Belcher, el reverendo Hooper fue invitado a predicar el sermón electoral. Cubierto con el velo negro, habló frente al primer magistrado, los consejeros y los representantes y produjo una impresión tan profunda que las medidas legislativas de ese año se caracterizaron por toda la solemnidad y la devoción de nuestros más antiguos mandatos ancestrales.
De este modo el reverendo Hooper vivió una larga vida, irreprochable en su faz visible aunque velada por siniestras sospechas; benévolo y misericordioso, pero huérfano de amor y vagamente temido; un hombre aislado de los demás hombres, evitado en las horas de salud y alegría, pero siempre requerido en los trances de angustia mortal. A medida que transcurrieron los años, depositando sus nieves sobre el velo oscuro, se hizo célebre en todas las iglesias de Nueva Inglaterra, y lo llamaban padre Hooper. Casi todos sus feligreses, que ya eran maduros cuando él se había establecido en la localidad, ya habían sido conducidos al seno de la tierra, de modo que tenía una congregación en la iglesia y otra más populosa en el cementerio del templo; y puesto que había trabajado hasta una hora tan avanzada, y había ejecutado su faena con tanto esmero, por fin le llegó al buen padre Hooper el turno de descansar.
Varias personas se hallaban bajo la luz velada de las bujías, en la cámara mortuoria del anciano clérigo. Carecía de parientes próximos. Mas allí estaba el médico, decorosamente adusto pero impávido, empeñado sólo en mitigar los últimos dolores del paciente incurable. Allí estaban los diáconos, y otros miembros eminentemente piadosos de su iglesia. Allí estaba, también, el reverendo Clark, de Westbury, un sacerdote joven y entusiasta que había cabalgado a toda prisa para orar junto al lecho del clérigo moribundo. Allí estaba la enfermera, que no era una colaboradora venal de la muerte, sino una persona cuyo sereno afecto había perdurado durante mucho tiempo en secreto, solitariamente, en medio del frío de los años, y no estaba dispuesto a extinguirse ni siquiera en esa hora fatal. ¡Quién, sino Elizabeth!
Y allí yacía la cabeza nevada del buen padre Hooper sobre la almohada mortuoria, con el velo negro ceñido aún en torno de la frente y extendido sobre su rostro, de modo que el jadeo cada vez más dificultoso de su débil aliento lo hacía agitarse. Durante toda su vida esa pieza de tela se había interpuesto entre él y el mundo; lo había apartado de la jubilosa fraternidad y del amor femenino, y lo había mantenido encerrado en la más triste de las prisiones: la de su propio corazón. Y todavía continuaba desplegada sobre su rostro, como para ahondar la penumbra de ese cuarto tenebroso y ocultarle los rayos del sol de la eternidad.
Durante un tiempo su mente se había mostrado confundida, oscilando inciertamente entre el pasado y el presente, adelantándose a ratos, valga la expresión, hacia las sombras del mundo por venir. Había sufrido accesos de fiebre que lo sacudían de un lado a otro y consumían las pocas energías que le quedaban. Pero en medio de sus accesos más convulsivos, y de los más delirantes desvaríos de su intelecto, cuando ningún otro pensamiento ejercía su influencia atemperante, él seguía realizando poderosos esfuerzos para que el velo negro no se deslizara de su lugar. Y aun cuando su alma agitada lo hubiera olvidado, junto a la cabecera de su lecho montaba guardia una mujer fiel que, con los ojos vueltos en otra dirección, habría cubierto ese rostro envejecido, ese rostro que, cuando ella lo había visto por última vez ostentaba todavía la donosura de la masculinidad. Por fin, el anciano moribundo se quedó inmóvil, sumido en el sopor del agotamiento mental y físico, con un pulso imperceptible, y una respiración cada vez mas débil, excepto cuando un estertor largo, profundo e irregular pareció preludiar la fuga de su espíritu.
El clérigo de Westbury se acercó al lecho.
—Venerable padre Hooper —dijo—, el momento de su liberación se halla próximo. ¿Está listo para alzar el velo que separa el tiempo de la eternidad?
Al principio el padre Hooper se limitó a responder con un ligero movimiento de cabeza; pero luego, temiendo quizá que lo interpretaran mal, hizo un esfuerzo para hablar:
—Sí —dijo con voz apagada—, mi alma sufrirá una paciente fatiga hasta que se levante ese velo.
—¿Y es justo —insistió el reverendo Clark— que un hombre tan entregado a la plegaria, de conducta tan intachable, santo en los hechos y en el pensamiento, hasta donde la prudencia mortal puede juzgar; es justo que un padre de la iglesia deje una sombra sobre su memoria, capaz de mancillar una vida tan pura? ¡Os ruego, venerable hermano, que no permitáis tal cosa! Dejad que nos regocijemos con vuestro triunfante aspecto ahora que vais en busca de vuestra recompensa. ¡Antes de que se levante el velo de la eternidad, permitidme descorrer este negro velo que cubre vuestro rostro!
Y mientras pronunciaba estas palabras, el reverendo Clark se inclinó hacia adelante para develar el misterio de tantos años. Mas con un despliegue de súbita energía que dejó atónitos a todos los espectadores, el padre Hooper sacó ambas manos de debajo de las frazadas y apretó con fuerza el velo negro sobre su cara, dispuesto a resistir si el párroco de Westbury se atrevía a lidiar con un moribundo.
—¡Nunca! —gritó el clérigo enmascarado—. ¡Sobre la tierra, jamás!
—¡Viejo inescrutable! —exclamó el asustado párroco—. ¿Con qué horrible crimen sobre el alma vais a ser juzgado?
La respiración del padre Hooper se aceleró y ahogó en su garganta, pero él manoteó el aire y se aferró a la vida, sin soltarla hasta que pudo hablar. Incluso se irguió en el lecho y allí permaneció sentado, ceñido por los brazos de la muerte, temblando, mientras el velo negro colgaba, pavoroso en ese último momento en el que se acumulaban los terrores de toda una existencia. Y sin embargo, la tenue y triste sonrisa que se había esbozado tantas veces allí pareció resplandecer en ese instante desde su oscuridad, demorándose sobre los labios del padre Hooper.
—¿Por qué sólo yo os hago temblar? —clamó, paseando su rostro velado sobre la rueda de pálidos espectadores—. ¡Temblad también los unos ante los otros! ¿Los hombres me han esquivado, y las mujeres no me han tenido compasión, y los niños han gritado y huido, sólo por mi velo negro? ¿Qué es lo que ha hecho que este crespón fuera tan atroz, sino el misterio que oscuramente simboliza? Cuando el amigo le muestre al amigo lo más recóndito de su corazón; cuando el enamorado muestre el suyo a su más amada; cuando el hombre no se oculte en vano de la mirada de su Creador, atesorando abyectamente el secreto de sus pecados... ¡consideradme entonces un monstruo, por el emblema detrás del cual he vivido y con el cual muero! Yo miro en torno de mí y, ¡ay!, sobre cada rostro veo un Velo Negro.
Mientras sus escuchas se apartaban los unos de los otros, con recíproco espanto, el padre Hooper volvió a caer sobre su almohada, convertido en un cadáver velado sobre cuyos labios aún perduraba una débil sonrisa. Sin quitarle el velo lo depositaron en su ataúd, y con el velo transportaron su cadáver a la tumba.
La hierba de muchos años ha crecido y se ha secado sobre esa sepultura; la lápida está tapizada por el musgo; y el rostro del buen reverendo Hooper se ha convertido en polvo... ¡pero aún resulta pavorosa la idea de que se desintegró debajo del VELO NEGRO!.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: El velo negro del pastor (The Minister's Black Veil), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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