«El chico que se fue con las hadas»: Sheridan Le Fanu; relato y análisis.
El chico que fue con las hadas (The Child That Went With the Fairies) es un relato fantástico del escritor irlandés Sheridan Le Fanu (1814-1873), publicado originalmente en la edición del 5 de febrero de 1870 de la revista All the Year Round, y luego reeditado en la antología de 1880: Los papeles de Purcell (The Purcell Papers).
El chico que se fue con las hadas, probablemente uno de los cuentos de Sheridan Le Fanu menos conocido, emplea un recurso frecuente en los mitos celtas: el Changeling, es decir, un niño humano criado por las hadas, o viceversa, el hijo de un hada criado por una mujer humana.
El relato narra la historia de una pobre viuda irlandesa. Mientras tres de sus hijos más jóvenes juegan, y ella se encarga de realizar sus tareas domésticas junto a su hija mayor, el más pequeño de la familia, Billy, desaparece misteriosamente. Todo parece indicar que ha sido llevado por las hadas.
No obstante, el pequeño Billy regresa de tanto en tanto a su casa, completamente cambiado, como si hubiese adquirido una sabiduría y un poder más allá de natural; hasta que por fin cesan esas visitas y se lo considera muerto.
En la superficie, El chico que se fue con las hadas parece el tipico relato de hadas, pero Sheridan Le Fanu es un autor astuto, perfectamente capaz de establecer una atmósfera macabra alrededor de aquella desaparición; en parte, porque él mismo se crió en esas tierras, donde las hadas no son un mito, y menos aún una leyenda, sino una creencia fuertemente arraigada.
El chico que se fue con las hadas.
The Child That Went With the Fairies, Sheridan Le Fanu (1814-1873)
Hacia el este de la vieja ciudad de Limerick se atraviesa por la ladera un sendero muy viejo y estrecho en un territorio abandonado.
Un escaso pastizal en el cual se ojean algunas ovejas dispersas bordea tan solitario camino durante algunas millas, y al abrigo de un montículo estaba, hace no muchos años, la pequeña cabaña cubierta de paja de una viuda llamada Mary Ryan.
Pobre era esta viuda en el país de la pobreza.
Rodeando la cabaña, doce fresnos de monte repeledores de brujas, y en los deteriorados tablones de la puerta clavadas dos herraduras. Sobre el dintel y a lo largo de toda la techumbre de paja crece en abundancia un antiguo remedio protector contra las maquinaciones del mal.
Descendiendo por el umbral, y cuando los ojos se han acostumbrado lo suficiente al claroscuro del interior, se puede descubrir —colgando de la cabecera de la cama— un rosario y un frasquito de agua bendita. Obviamente hay aquí todo tipo de defensas contra la intrusión de malévolas energías sobrenaturales cuya vecindad esta solitaria familia recordaba constantemente al ver el perfil de Lisnavoura, la solitaria colina encantada de la Buena Gente, como eufemísticamente llamaban a las hadas.
Fue durante la caída de la hoja.
La otoñal puesta de sol arrojaba la alargada sombra de la encantada Lisnavoura hasta llegar ante la pequeña y solitaria cabaña. Los tres hijos pequeños de la viuda jugaban en el sendero.
El pequeño Bill de unos cinco años, de pelo dorado y enormes ojos azules, era un niño muy guapo, con todo el aspecto de una infancia saludable y esa mirada atenta, de seriedad y sencillez, que no tienen los niños de la ciudad de su misma edad. Bajo los viejos fresnos y a la luz de una puesta de sol de octubre, jugaban animosos, gritando y mirando con sus caritas hacia el oeste, a la apartada colina de Lisnavoura.
De repente una especie de graznido los llamó desde atrás ordenándoles salir del camino, y darse la vuelta vieron lo nunca visto. Era un carro tirado por cuatro caballos que golpeaban con las patas y resoplaban impacientes como si apenas los sujetaran. Los niños casi estaban bajo sus patas.
El carruaje de anticuada decoración con blasones, se acercaba. El arnés y las bridas escarlata estaban ribeteados en oro. Los caballos eran enormes y blancos como la nieve con gran pelambrera que agitaban y sacudían en el aire y que parecía fluir y flotar unas veces más larga, otras veces más corta. Y sus colas, largas como el humo, engalanadas con lazos escarlata rematados de oro.
Todos los criados eran diminutos y absurdamente desproporcionados con respecto a los caballos y al equipaje que llevaban sujeto, su aspecto cetrino y aquellos ojos inquietos potenciaban unas caras tan astutas y malévolas que hicieron estremecerse a los niños.
El diminuto y ceñudo cochero enseñó sus colmillos, y sus brillantes ojillos temblaron con furia en sus órbitas mientras agitaba en redondo su látigo de un lado a otro por encima de sus cabezas, asemejándose a una línea de fuego al atardecer.
—¡Detened a la princesa en el camino! —gritó mirando por encima del hombro a los niños y rechinando los colmillos.
Una señora hermosa y de majestuoso aspecto les sonreía desde dentro.
—El niño del cabello dorado, el del pelo de oro, ¿verdad? —dijo la señora.
La parte frontal del carruaje era prácticamente de cristal, de modo que los niños pudieron ver dentro a otra mujer que no les gustó.
Era una mujer negra con un cuello increíblemente largo del que colgaban infinidad de collares con grandes cuentas de colores. Tenía una cara demacrada como de muerta y se le marcaban los pómulos. Los ojos estaban desorbitados, y en ellos el blanco, al igual que el de su afilada hilera de dientes, hacían enorme contraste con su piel.
Mientras miraba por encima del hombro de la hermosa señora le susurró algo al oído.
—Sí; el muchacho con los cabellos de oro —repitió la señora.
Billy, que la miraba, le devolvió cariñosamente la sonrisa y cuando ella descendió para abrazarlo él le alargó sus manitas.
Los otros niños habrían estado encantados de cambiarle el puesto a su hermano, el favorito. Sólo había una cosa que les asustaba y era aquella mujer negra. Acercaba a sus labios un rico pañuelo de seda que llevaba entre los dedos y parecía metérselo, doblez tras doblez, en su espaciosa boca.
Al principio pensaron que era para sofocar una risa que debía ser compulsiva ya que la hacía sacudirse y temblar sin cesar, sin embargo no había ni rastro de alegría en su cara, al contrario, sus ojos seguían desorbitados y parecían volverse poco a poco más coléricos.
Sin embargo la señora era tan hermosa.
Sonriéndoles les ofreció una gran y rojiza manzana que dejó caer en el camino mientras el carruaje comenzaba a moverse; ésta rodó bajo las ruedas y ellos la siguieron tratando de recogerla, y entonces ella dejó caer otra y otra y otra más hasta que lograron recoger una, dándose cuenta entonces de lo lejos que se habían ido. Allí los cascos de los caballos y las ruedas del carro levantaron un polvo maravilloso, que se arremolinó formando una elevada columna que envolvió a los niños en un instante y se fue girando camino de Lisnavoura.
La señora y su hermanito habían desparecido.
Molly Ryan jamás volvió a ver a su hijo. Sin embargo sus hermanitos sí pudieron ver al niño perdido.
A veces cuando su madre estaba fuera recolectando heno, veían la bonita cara del pequeño mirando furtiva y maliciosamente desde la puerta sonriendo en silencio, pero cuando se acercaban a abrazarlo ya se había ido.
Estas visitas fueron más o menos frecuentes pero al cabo de ocho meses cesaron por completo.
Una madrugada de invierno, casi un año y medio después, la hermanita vio entrar en casa al pequeño Billy y cerrar suavemente la puerta tras él. Había luz suficiente como para ver que iba descalzo y harapiento, que estaba pálido y parecía hambriento. Dirigiéndose hacia el fuego y se acurrucó sobre las ascuas frotando sus manos. Parecía temblar mientras extendía sus manos sobre las brasas. De pronto se giró y miró hacia la cama o eso le pareció a ella, que, aterrorizada , vio el fulgor de las ascuas reflejadas en su escuálida mejilla mientras él, irreconocible, la miraba. En silencio, se levantó y se fue de puntillas rápidamente hacia la puerta, saliendo tan sigilosamente como había entrado.
Después de aquello el niño no volvió a ser visto más.
Algo blanco y sutil como un espectro apareció durante un claro de luna en los últimos años ante la estupefacta mirada de su hermanito que volvía de la feria del mercado.
Santiguándose, dedicó una oración por el hermano que había perdido hacía tanto y que nunca más volvió a ver.
Sheridan Le Fanu (1814-1873)
Relatos góticos. I Relatos de Sheridan Le Fanu.
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El análisis y resumen del cuento de Joseph Sheridan Le Fanu: El chico que se fue con las hadas (The Child That Went With the Fairies), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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