«La confesión de Charles Linkworth»: E.F. Benson; relato y análisis


«La confesión de Charles Linkworth»: E.F. Benson; relato y análisis.




La confesión de Charles Linkworth (The Confession of Charles Linkworth) es un relato de terror del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado en la antología de 1912: La habitación en la torre y otros relatos (The Room in the Tower and Other Stories).

La confesión de Charles Linkworth, acaso uno de los grandes cuentos de E.F. Benson, relata la historia de un asesino colgado por sus crímenes, pero cuyo espíritu no está dispuesto a descansar tan fácilmente.

En este sentido, La confesión de Charles Linkworth no es el clásico relato de fantasmas al que nos tiene acostumbrados E.F. Benson, sino más bien un cuento que emplea lo sobrenatural como vehículo<, no como fin, para expresar cuestiones mucho más cercanas a los vivos que a los propios difuntos.




La confesión de Charles Linkworth.
The Confession of Charles Linkworth, E.F. Benson (1867-1940)

El doctor Teesdale había tenido oportunidad de atender al condenado en una o dos ocasiones a lo largo de la semana previa a su ejecución, y le encontró, como suele darse el caso, una vez que se han evaporado las últimas esperanzas de seguir viviendo, perfectamente resignado ante su destino y sin demostrar ningún temor hacia la mañana que a cada hora que pasaba se encontraba más y más cerca. La amargura ante la muerte parecía no afectarle: su relación con ella había terminado cuando le dijeron que su apelación había sido rechazada. Pero durante los días en los que la esperanza todavía no le había abandonado completamente, el desdichado había bebido de la muerte a diario.

En toda su carrera el doctor nunca había visto un hombre tan exuberante y apasionadamente apegado a la vida, ni alguien tan fuertemente aferrado a este mundo material por la pura sed animal de vivir. Después, se le transmitieron las noticias de que ya no podía seguir manteniendo más esperanzas, y su espíritu dejó de ser presa de la agonía, de la tortura y de la intriga, y aceptó lo inevitable con indiferencia. Sin embargo, el cambio fue tan extraordinario que al doctor le pareció que la noticia le había nublado completamente los sentidos, y que bajo aquella superficie adormecida seguía apegado al mundo material con tanta fuerza como siempre. Cuando le comunicaron el veredicto se desmayó, y el doctor Teesdale había sido llamado para atenderle, pero el ataque fue momentáneo y recuperó el sentido plenamente consciente de lo que acababa de suceder.

El asesinato había sido particularmente horrible, y en la mente del público no había ni pizca de simpatía hacia el perpetrador. Charles Linkworth, que ahora estaba condenado a la pena capital, llevaba un pequeño negocio de útiles de escritura en Sheffield, donde vivía con su esposa y su madre. Esta última fue la víctima de su atroz crimen siendo el motivo la posesión de quinientas libras que se hallaban en poder de la mujer. Linkworth, tal y como se reveló en el juicio, estaba endeudado por la cantidad de cien libras en aquel momento, y aprovechando la ausencia de su esposa, que estaba de visita en casa de unos parientes, estranguló a su madre, enterrando el cuerpo durante la noche en el pequeño jardín que tenía en el patio trasero de su casa.

Cuando su mujer regresó, tenía una historia lo suficientemente plausible como para justificar la desaparición de la vieja señora Linkworth, ya que ambos se habían enzarzado en continuas disputas y riñas durante los últimos dos años, y ella había amenazado en más de una ocasión con marcharse y retirar los ocho chelines semanales que aportaba para la manutención de la casa, destinándolos a una renta vitalicia. También era cierto que durante la ausencia de la joven señora Linkworth, madre e hijo habían tenido una violenta disputa surgida a partir de alguna diferencia trivial sobre la manera de llevar los asuntos de la casa, y que a consecuencia de esto ella había llegado a retirar su dinero del banco con la intención de abandonar Sheffield al día siguiente e instalarse en Londres, donde tenía amigos. Aquella tarde se lo comunicó a su hijo, y éste la asesinó durante la noche.

Su siguiente paso, antes del regreso de su esposa, fue lógico y razonable. Recogió todas las pertenencias de su madre y las llevó a la estación, desde donde las despachó en un tren de pasajeros, y por la noche invitó a varios amigos a cenar, comunicándoles la marcha de su madre. No se lamentó por ello (lógicamente y confirmándoles lo que ya era probable que supieran); más bien al contrario, comentó que nunca se habían llevado bien y que su marcha le había procurado paz y tranquilidad. Cuando su esposa regresó, le contó esta misma historia, idéntica hasta en el más mínimo detalle, añadiendo, en todo caso, que la discusión había sido violenta y que su madre ni siquiera se había dignado a dejarle su futura dirección.

Esta declaración, de nuevo, había sido completamente meditada con anterioridad, ya que evitaría que su mujer pretendiera escribir a la vieja. Ella pareció aceptar su historia completamente. De hecho, nada sospechoso o extraño había en ella.

Durante una temporada se comportó con la compostura y la astucia que la mayoría de los criminales poseen hasta cierto punto, a partir del cual suelen perder ambas cualidades, siendo ésta la causa de su detención. Por ejemplo: no pagó inmediatamente sus deudas, sino que alojó un huésped en su casa, le alquiló la habitación de su madre, y despidió a su ayudante en la tienda, quedando él solo al frente de la misma. De este modo dio la impresión de que estaba ahorrando, al mismo tiempo que comentaba abiertamente la gran mejoría que había experimentado su negocio. Por otra parte, no hizo efectivos los billetes bancarios que había encontrado en un cajón cerrado en la habitación de su madre hasta que hubo pasado un mes. Entonces cambió dos billetes de cincuenta libras y pagó a sus acreedores.

Fue en este punto cuando la compostura y la astucia le fallaron. En vez de ser paciente e ir aumentando libra a libra su saldo en la caja de ahorros, abrió una cuenta en un banco local con otros cuatro billetes de cincuenta, y además empezó a sentirse inquieto sobre aquello que había enterrado en el jardín trasero. Pensando asegurarse más a este respecto, encargó una carretada de escoria y fragmentos de piedra y, con la ayuda de su huésped, empleó las tardes veraniegas en construir un gran macetero sobre aquel lugar. Fue entonces cuando intervino el azar descomponiendo todo su plan.

Hubo un incendio en la oficina de objetos perdidos de la estación de King Cross (en la cual debería haber reclamado las posesiones de su madre), y algunas maletas habían quedado parcialmente dañadas. La compañía ferroviaria estaba obligada a ofrecer una compensación, y el nombre de su madre cosido sobre su ropa y una carta con la dirección de Sheffield condujeron al envío de una nota puramente formal y oficial, en la que la compañía se declaraba dispuesta a cargar con los daños ocasionados. Estaba dirigida a la señora Linkworth, y por lo tanto fue la esposa de Charles Linkworth quien la recibió y leyó.

Parecía un documento completamente inofensivo, pero con él llegaba su pena de muerte. Y es que no pudo dar ninguna explicación de por qué los baúles seguían estando en la estación de King Cross, aparte de sugerir que quizá su madre hubiera sufrido algún accidente. Evidentemente, tenía que poner el asunto en manos de la policía para que llevara a cabo un seguimiento de sus pasos, y en caso de probarse su defunción, reclamar sus bienes, ya que los había sacado del banco y se los había llevado consigo. Éste fue, al menos, el procedimiento a seguir aconsejado tanto por su mujer como por su huésped, en cuya presencia fue leído el comunicado de los representantes del ferrocarril, y al cual resultó imposible negarse. A continuación, la silenciosa y engrasada maquinaria de la justicia, característica de Inglaterra, se puso en marcha.

Hombres discretos se dejaron caer por la calle Smith, visitaron bancos, observaron la supuesta mejoría del negocio y, desde una casa cercana, examinaron el jardín, en cuyo macetero de piedra ya estaban creciendo los helechos. Después llegaron el arresto y el juicio, que no duró demasiado, y cierto sábado llegó el veredicto. Inteligentes mujeres tocadas con enormes sombreros dieron colorido a la sala, y en todo el gentío no hubo ni una sola persona que sintiese simpatía por aquel joven de apariencia atlética que estaba siendo condenado. La mayoría de la audiencia estaba formada por señoras mayores y madres respetables, y siendo el crimen un ultraje a la maternidad, escucharon la lectura del veredicto con gran satisfacción. Llegaron a emocionarse cuando el juez se tocó con su horrible y absurdo gorro negro y leyó la sentencia impuesta por Dios.

Linkworth fue declarado culpable por el atroz suceso, sin que nadie que hubiera escuchado las pruebas pudiera dudar en lo más mínimo que lo había llevado a cabo con la misma indiferencia que posteriormente demostró en cuanto supo que su apelación había sido rechazada. El capellán de la prisión que le atendió había hecho lo posible por conseguir que se confesase, pero sus esfuerzos fueron completamente inútiles y hasta el último momento el condenado mantuvo, aunque sin aspavientos, su inocencia. Se hizo justicia una brillante mañana de septiembre, mientras el sol brillaba cálidamente sobre la pequeña procesión que atravesó el patio de la prisión hasta el cobertizo en el que se encontraba el aparato de la muerte.

El doctor Teestlale quedó satisfecho al comprobar que la muerte fue prácticamente inmediata. Había estado presente en el cadalso, había visto la presión sobre la palanca y había visto la figura rígida y encapuchada caer al vacío. Había oído la tensión y el crujido de la cuerda al recibir el peso y, mirando hacia abajo, había visto también los crispados espasmos del ahorcado. No habían durado más de un segundo o dos; la ejecución había resultado perfectamente satisfactoria.

Una hora más tarde realizó la autopsia al cadáver y descubrió que su apreciación había sido completamente correcta: las vértebras de la espina dorsal se habían roto a la altura del cuello y la muerte debía de haber sido instantánea. Apenas hubiera hecho falta realizar la pequeña disección necesaria para comprobarlo, pero por seguir el proceso acostumbrado así lo hizo. Y en aquel momento tuvo una curiosa y muy vívida sensación: que el espíritu del fallecido se encontraba detrás de él, como si aún residiera en su quebrado cuerpo. Pero no había duda alguna de que el cuerpo estaba muerto: había muerto hacía una hora. A esto le siguió una pequeña circunstancia que, aunque en un principio pareció insignificante, no por ello resultó menos curiosa.

Uno de los guardias entró y preguntó si la cuerda que había sido usada hacía una hora, y que era pertenencia del verdugo, había sido por error llevada junto al cuerpo hasta el depósito de cadáveres. Sin embargo, allí no había ni rastro de ella. Pese a tratarse de un objeto de lo más peculiar y poco susceptible de desaparecer, lo cierto es que parecía haberse desvanecido completamente; no estaba allí y no estaba en el patíbulo. Ni siquiera hubo manera de determinar el momento de su desaparición, y ésta resultó del todo inexplicable.

El doctor Teesdale era soltero y económicamente autosuficiente, y vivía en una cómoda casa de altas ventanas situada en Bedford Square, en la que una cocinera de excelencia superable cuidaba de su estómago, mientras su marido hacía lo propio con su persona. No tenía necesidad en absoluto de practicar su profesión, y si lo hacía en la prisión era por la oportunidad de estudiar la mente criminal. La mayoría de los crímenes (es decir, todas aquellas transgresiones de las reglas de conducta que la humanidad se había autoimpuesto para asegurar su propia preservación), los consideraba o bien el resultado de una anomalía cerebral o bien producto del hambre.

Los delitos de latrocinio, por ejemplo, no los atribuía en ningún caso a la mente racional; es cierto que a menudo eran consecuencia de una necesidad real, pero resultaba más habitual que estuviesen dictados por alguna oscura enfermedad cerebral. En casos concretos, era calificada de cleptomanía, pero él estaba convencido de que había muchas otras variaciones que no tenían por qué resultar directamente fruto de una necesidad física. Sobre todo cuando el crimen en cuestión venía acompañado de manifestaciones violentas, y en este apartado emplazaba mentalmente, mientras se dirigía a su casa aquella tarde, al criminal cuyos últimos momentos había presenciado por la mañana.

El crimen había sido abominable y la necesidad de dinero no demasiado apremiante. Las características detestables y antinaturales del asesinato le habían llevado a considerar al asesino más como un lunático que como un criminal. Había sido, hasta donde él sabía, un hombre tranquilo y de disposición afable, un buen marido y un vecino sociable. Pero entonces había cometido un crimen, uno sólo, que le había situado más allá de lo aceptable. Un hecho tan monstruoso, ya hubiera sido perpetrado por un hombre cuerdo como por un loco, resultaba intolerable; no podía haber lugar en el mundo para el culpable. Pero de alguna manera el doctor sentía que se habría sentido más a gusto con la ejecución si el difunto hubiera confesado. Existía la certeza moral de que era culpable, pero al menos habría deseado que, al ver desvanecidas sus esperanzas, hubiera confirmado el veredicto con su propia voz.

Aquella noche cenó solo, y tras la cena se refugió en su estudio, que estaba adjunto al comedor, sin sentirse particularmente inclinado a la lectura, por lo que se sentó frente al fuego en su gran sillón rojo y dejó que su mente vagara libremente. Casi de inmediato empezó a reflexionar sobre la curiosa sensación que había experimentado aquella mañana, la impresión de que el espíritu de Linkworth estaba presente en el depósito de cadáveres, aunque su vida se hubiera extinguido hacía ya una hora. No era la primera vez, especialmente en casos de muerte súbita, que había experimentado aquella misma convicción, aunque quizá nunca de una manera tan inequívoca como aquel día. Aun así, aquel sentimiento se debía probablemente, a su parecer, a una verdad natural y física.

El espíritu (debería remarcarse que el doctor creía en la doctrina de la vida futura y en la pervivencia del alma pese a la extinción del cuerpo) era con toda probabilidad incapaz de abandonar de inmediato su cáscara terrestre y además se mostraba reticente a ello. Era más probable que permaneciera allí, a nivel terrenal, durante un rato. En sus horas de ocio, el doctor Teesdale era un gran estudioso de lo oculto, ya que como los médicos más avanzados y expertos, reconocía claramente lo estrecha que era la frontera entre el cuerpo y el alma, la tremenda influencia de lo intangible sobre el mundo material, y no presentaba para él ninguna dificultad asumir que un espíritu incorpóreo pudiera ser capaz de comunicarse con aquellos que aún estaban ligados a lo finito y lo material.

Sus meditaciones, que empezaban a agruparse en torno a una idea concreta, quedaron interrumpidos en aquel momento. Sobre su cercano escritorio estaba sonando el teléfono, no con su habitual insistencia metálica sino muy débilmente, como si hubiese un problema con el mecanismo o con la línea. En todo caso, no había duda de que estaba sonando, por lo que se levantó y descolgó el auricular.

—¿Sí? ¿Sí? —dijo—. ¿Quién es?

Como respuesta llegó un susurro casi inaudible, y prácticamente ininteligible.

—No puedo oírle —dijo Teesdale.

El susurro sonó de nuevo, pero sin mayor claridad. Después, cesó del todo. Siguió escuchando durante aproximadamente medio minuto, esperando que se reanudara, pero aparte de los habituales parásitos en la línea, que por lo menos demostraban que estaba en comunicación con otro aparato, sólo le llegó silencio. Entonces colgó, llamó a la central de la Compañía Telefónica y dio su número.

—¿Podría decirme desde que número acaban de llamarme? —solicitó.

Hubo una breve pausa, después se lo comunicaron. Era el número de la prisión en la que él ejercía.

—Póngame con ellos, por favor—dijo.

Así se hizo.

—Me acaban de llamar ustedes ahora mismo —dijo a través del teléfono—. Sí, soy el doctor Teesdale. ¿Cómo? No he oído lo que me ha dicho.

La voz le respondió clara e inteligible.

—Debe de tratarse de un error, señor —dijo—. No le hemos llamado.

—Pero la operadora me ha dicho que habían sido ustedes.

—Habrá sido un error de la operadora, señor —respondió la voz.

—Qué extraño. Bueno, buenas noches. Es usted el carcelero Draycott ¿no es así?

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

El doctor Teesdale regresó a su gran sillón, menos predispuesto aún a la lectura. Dejó que sus pensamientos vagasen durante un rato, sin otorgarles una dirección definida, pero una y otra vez su mente volvía a centrarse en el extraño suceso del teléfono. Muy a menudo le habían llamado por error, y muy a menudo también la operadora le había puesto en contacto con un número equivocado, pero había algo en aquellos timbrazos tan tenues y en los ininteligibles murmullos procedentes del otro extremo de la línea que cautivaba su imaginación, y pronto se encontró recorriendo a grandes zancadas la habitación, cebando sus pensamientos en un pasto de lo más inusual.

—¡Pero es imposible! —exclamó en voz alta.

A la mañana siguiente se dirigió, como acostumbraba, a la prisión, y una vez más le asaltó la extraña sensación de que allí había una presencia invisible. Ya había tenido con anterioridad algunas curiosas experiencias físicas, y sabía que era «sensible» (es decir, una persona capaz, en según qué circunstancias, de recibir impresiones paranormales y de vislumbrar ocasionalmente el mundo invisible que yace bajo nosotros). Y aquella mañana la presencia de la que fue consciente era la de aquel hombre que había sido ejecutado la mañana anterior. Estaba localizada, y la sintió con mucha más fuerza en el pequeño patio de la prisión y, sobre todo, cuando pasó frente a la puerta de la celda del condenado. Tan fuerte era allí que no le hubiera sorprendido si su figura hubiese sido visible, y cuando atravesó la puerta que había al final del pasillo se volvió convencido de que realmente iba a verlo.

Durante todo el tiempo, además, fue consciente de que un profundo terror atenazaba su corazón; aquella presencia invisible le perturbaba. Y sintió que la pobre alma quería que se hiciese algo por ella. Ni por un momento dudó que aquella impresión suya fuera completamente objetiva, y no un fantasma creado por su propia imaginación.

El espíritu de Charles Linkworth estaba allí.

Pasó a la enfermería y durante un par de horas se mantuvo ocupado con el trabajo. Pero durante todo el tiempo percibió aquella misma presencia invisible cerca de él, aunque su fuerza era allí claramente menor que en aquellos lugares con los que el hombre había estado más íntimamente asociado. Finalmente, antes de marcharse, y con la intención de comprobar su teoría, miró en el cobertizo de las ejecuciones. Un instante después salía con la cara completamente pálida y cerrando la puerta apresuradamente a sus espaldas. Sobre el último escalón de la horca se erguía una figura, encapuchada y rígida, borrosa, con los contornos mal definidos y apenas visible. Pero visible al fin y al cabo, sobre eso no había duda posible. El doctor Teesdale era un hombre de buen temple, y recobró casi inmediatamente la compostura, completamente avergonzado de su pánico inicial.

El terror que había blanqueado su cara había sido fruto de unos nervios alterados, no de un corazón aterrorizado, pero por muy interesado que estuviera en los fenómenos físicos, no pudo obligarse a volver a entrar allí. Aunque sería más correcto decir que lo intentó, pero sus músculos se negaron a aceptar el mensaje. Si aquel pobre espíritu atado a la tierra tenía que comunicarle algo, realmente prefería que lo hiciera a cierta distancia. Según lo entendía, su campo de acción estaba circunscrito. Abarcaba el patio de la prisión, la celda del condenado y el pabellón de las ejecuciones, y se sentía de una manera más débil en la enfermería. Después, una nueva idea se le ocurrió, y volvió a su habitación e hizo llamar al carcelero Draycott, que le había respondido al teléfono la noche anterior.

—¿Está usted seguro —preguntó— de que nadie me llamó anoche, justo antes de que hablara con usted?

—No veo cómo hubiera sido posible, señor—dijo él—. Estuve sentado cerca del teléfono la hora y media previa, y también con anterioridad. Debería haber visto a quienquiera que se hubiera acercado al aparato.

—¿Y no vio a nadie? —dijo el doctor con un ligero énfasis.

—No, señor. No vi a nadie —respondió Draycott con el mismo énfasis.

El doctor Teasdale desvió la mirada.

—¿Y no tuvo, quizá, la impresión de que acaso hubiera alguien allí? —preguntó, sin darle importancia, como si se tratara de un asunto sin interés.

Evidentemente, el carcelero Draycott estaba pensando en algo de lo que le resultaba difícil hablar.

—Bueno, señor, si me lo pone así... —empezó—, pero usted me podría decir que si estaba medio dormido, o que si algo de lo que había cenado me había sentado mal.

El doctor dejó de lado su actitud casual.

—No haría nada semejante —dijo—, de igual modo que tampoco me diría usted a mí que yo estaba durmiendo anoche cuando oí sonar el teléfono. Tenga en cuenta, Draycott, que no sonaba como siempre, apenas sí pude oírlo, pese a que se hallaba justo a mi lado. Y cuando pegué la oreja al auricular sólo fui capaz de distinguir un susurro. Sin embargo, cuando hablé con usted le oí perfectamente. Creo que había algo... o alguien... a ese lado del teléfono. Usted estaba allí, y aunque no vio a nadie, también usted notó que había alguien a su lado. ¿No es así?

El hombre asintió.

—No soy un hombre asustadizo, señor —dijo—, y tampoco tengo una gran imaginación. Pero allí había algo. Se paseó alrededor del aparato y no era el viento, porque apenas se movía la más leve brisa y la noche era cálida. Además cerré la ventana para asegurarme. Pero se paseó por la habitación, señor, se paseó durante una hora o más. Movió las páginas del listín telefónico, y todo el pelo se me erizó cuando noté que se acercaba. Y estaba helado, señor.

El doctor le miró directamente a la cara.

—¿Se acordó usted de lo que había estado haciendo por la mañana? —preguntó repentinamente.

De nuevo, el hombre dudó.

—Sí, señor —dijo al final—. Pensé en el convicto Charles Linkworth.

El doctor Teesdale asintió reafirmándose.

—Eso es —dijo—. ¿Está usted de turno esta noche?

—Sí, señor. Ojalá no lo estuviera.

—Sé cómo se siente, yo me siento exactamente igual. Ahora bien, lo que quiera que sea, parece querer comunicarse conmigo. Por cierto, ¿hubo algún tipo de disturbio anoche en la prisión?

—Sí, señor, por lo menos una docena de hombres tuvieron pesadillas. Gritaban y chillaban, y eso que no suelen ser hombres problemáticos. A veces sucede, tras una ejecución. Lo he visto en otras ocasiones, pero nunca como anoche.

—Ya veo. Bueno, si esa... esa cosa que no puede usted ver quiere volver a tomar el teléfono esta noche, dele todas las facilidades que pueda. Probablemente llegará a la misma hora. No puedo decirle por qué, pero es lo que suele ocurrir. De modo que a menos que se vea obligado, no entre en la habitación en la que está el teléfono, al menos durante una hora, para darle el suficiente tiempo, entre las nueve y media y las diez y media. Yo le estaré esperando al otro extremo de la línea. Suponiendo que me llame, cuando haya terminado yo mismo le llamaré a usted para asegurarme de que no me han telefoneado... de la manera habitual.

—¿Y no hay nada de lo que asustarse, señor? —preguntó el hombre.

El doctor Teesdale recordó el momento de terror que le había acometido aquella mañana, pero habló con sinceridad.

—Estoy seguro de que no hay nada que temer —dijo con firmeza.

El doctor Teesdale tenía un compromiso para cenar, pero lo anuló, y a las nueve y media estaba sentado a solas en su estudio. Dada la presente ignorancia sobre las leyes que gobiernan los movimientos de los espíritus separados del cuerpo, no podía explicarle al carcelero por qué razón sus visitas acostumbran a ser periódicas y puntuales respecto a nuestro esquema horario, pero mediante las escenas registradas de apariciones de almas en pena, especialmente si el alma está desesperadamente necesitada de ayuda, había descubierto que solían presentarse a la misma hora, del día o de la noche.

Otra regla general era que su poder de hacerse visibles o audibles iba aumentando durante cierto tiempo después de la muerte, para posteriormente debilitarse paulatinamente a medida que perdían contacto con la tierra, o a menudo cesando del todo tras ese momento inicial, de modo que aquella noche estaba preparado para recibir una impresión menos difusa. Aparentemente, durante las primeras horas, el espíritu incorpóreo es débil, y... de repente sonó el teléfono, no tan débilmente como la noche anterior, pero sin que alcanzara aún su tono imperativo habitual.

El doctor Teesdale se levantó inmediatamente y tomó el auricular. Lo que oyó fue un sollozo descorazonador y unos espasmos tan fuertes que parecían desgarrar a quien fuese que lloraba. Tardó un poco en hablar, aterido por un miedo innombrable, pero a la vez deseoso de ayudar si le era posible.

—Sí, sí —dijo finalmente, oyendo cómo temblaba su propia voz—. Soy el doctor Teesdale. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿y quién es usted? —añadió, aunque sintió que la pregunta era innecesaria.

Lentamente cesaron los sollozos, sustituidos por un susurro roto ocasionalmente por el llanto.

—Quiero contárselo, señor... Quiero contárselo... Debo contárselo.

—Sí, cuénteme. ¿De qué se trata? —dijo el doctor.

—No, no a usted... A otro caballero, que solía venir a verme. ¿Le transmitirá usted lo que yo le diga? No consigo hacer que me oiga ni me vea.

—¿Quién es usted? —preguntó el doctor Teesdale súbitamente.

—Soy Charles Linkworth. Suponía que ya lo sabía. Me siento muy desgraciado. No puedo abandonar la prisión... y hace tanto frío. ¿Enviará usted a alguien para que traiga al otro caballero?

—¿Se refiere al capellán? —preguntó el doctor Teesdale.

—Sí, el capellán. Leyó el servicio cuando atravesé el patio. Ayer. No me sentiré tan desgraciado cuando se lo haya contado.

El doctor dudó. Era una historia demasiado extraña como para contársela al señor Dawkins, el capellán de la prisión, aquella de que al otro lado del teléfono se hallaba el espíritu de un hombre ejecutado el día anterior. Y sin embargo, creía ciegamente que así era, que aquel infeliz espíritu se sentía desgraciado y que quería «contarlo». Qué era lo que quería contar, no hacía falta preguntarlo.

—Sí, le pediré que venga aquí —dijo finalmente.

—Gracias, señor, un millar de gracias. ¿Le hará venir, verdad?

La voz se debilitaba.

—Deberá ser mañana por la noche —dijo—. Ahora no puedo seguir hablando. Tengo que ir a ver... oh, Dios mío, Dios mío.

Se reanudaron los sollozos, cada vez más débiles. En un frenesí de curiosidad aterrorizada, el doctor Teesdale gritó:

—¿A ver qué? ¡Dígame qué está haciendo, qué es lo que le está pasando!

—No puedo decírselo; no podría decírselo —dijo la voz, muy débilmente—. Forma parte de... —y desapareció del todo.

El doctor Teesdale esperó un rato, pero ya no se escuchaba ningún otro sonido aparte de los crujidos del aparato. Volvió a colgar el auricular, y entonces se dio cuenta por primera vez de que su frente estaba cubierta por un sudor helado, fruto del terror. Sus orejas palpitaban, su corazón latía rápida y débilmente, y tuvo que sentarse. En una o dos ocasiones se preguntó si era posible que alguien estuviera gastándole una horrenda broma, pero sabía que no podía ser así; sentía perfectamente que había estado hablando con un alma que sufría el tormento de la contrición por el terrible e irremediable acto que había cometido. Tampoco se trataba de un engaño de sus sentidos; allí, en aquella confortable habitación suya de Bedford Square, con Londres rugiendo alegremente a su alrededor, había hablado con el espíritu de Charles Linkworth. Pero no tenía tiempo (ni de hecho la predisposición, ya que de algún modo su alma se había echado a temblar en su interior) para permitirse seguir meditando. En primer lugar, llamó a la prisión.

—¿Carcelero Draycott? —preguntó.

Hubo un perceptible temblor en la voz del hombre mientras respondía:

—Sí, señor. ¿Es usted el doctor Teesdale?

—Sí. ¿Ha sucedido algo ahí?

Dos veces pareció que el hombre intentaba hablar y no podía. Al tercer intento, brotaron sus palabras.

—Sí, señor. Ha estado aquí. Le vi entrar en la habitación en la que está el teléfono.

—¡Ah! ¿Habló usted con él?

—No, señor. Sudé y recé. Y media docena de hombres han vuelto a gritar mientras dormían. Pero ya vuelve a estar todo tranquilo. Creo que ha regresado al pabellón de las ejecuciones.

—Sí. Bueno, creo que ya no habrá más alboroto por ahora. Por cierto, déme por favor la dirección del señor Dawkins.

Tras serle proporcionada, el doctor Teesdale procedió a escribirle una nota al capellán, solicitándole que cenara con él a la noche siguiente. Pero de repente se dio cuenta de que no podía redactarla en su escritorio, con el teléfono tan cerca de él, y subió las escaleras, hasta una sala de estar que apenas utilizaba salvo para reunirse con los amigos. Allí recobró la serenidad y pudo controlar su mano. La nota, simplemente transmitía al señor Dawkins su solicitud de que cenara con él a la noche siguiente, ya que deseaba contarle una historia muy extraña y pedir su ayuda.

«Incluso si tiene usted otro compromiso», concluyó, «le solicito con toda seriedad que lo anule. Esta noche yo hice lo mismo. Me habría arrepentido amargamente de no haberlo hecho.» A la noche siguiente, los dos cenaban sentados en el comedor del doctor, y cuando les dejaron con sus cigarrillos y el café, el doctor habló.

—No debe juzgarme loco, querido Dawkins —dijo—, cuando oiga lo que tengo que contarle.

El señor Dawkins se rió.

—Le prometo sinceramente que no lo haré —dijo.

—Bien. Anoche y la noche anterior, un poco más tarde de lo que ahora es, hablé a través del teléfono con el espíritu del hombre al que vimos cómo ejecutaban hace dos días: Charles Linkworth.

El capellán no se rió. Hizo retroceder su silla aparentemente molesto.

—Teesdale —dijo—, es para contarme este... no quiero ser grosero pero... este cuento de hadas... por lo que me ha hecho venir esta noche?

—Sí. Y aún no ha oído ni la mitad. Anoche me pidió que le trajera. Quiere contarle algo. Creo que podemos suponer lo que es.

Dawkins se levantó.

—Por favor, permítame que no siga escuchando —dijo—. Los muertos no regresan. En qué estado o bajo qué condición existen no se nos ha revelado. Pero han acabado su relación con el mundo material.

—¡Pero debo contarle más! —dijo el doctor—. Hace dos noches, me telefonearon, pero muy débilmente. Apenas pude oír unos susurros. Al instante pregunté desde dónde había sido efectuada la llamada, y se me comunicó que desde la prisión. Llamé a la prisión y el carcelero Draycott me dijo que nadie me había llamado desde allí. También él fue consciente de una presencia.

—Creo que ese hombre bebe —dijo Dawkins, agudamente.

El doctor hizo una pausa momentánea.

—Mi querido amigo, no debería decir esas cosas —dijo—. Es uno de los hombres más equilibrados con los que contamos. Y si él bebe, ¿por qué no yo?

El capellán volvió a sentarse.

—Deberá perdonarme —dijo—, pero no puedo implicarme en esto. Son asuntos demasiado peligrosos como para verse mezclado en ellos. Además, ¿cómo sabe que no se trata de un truco?

—¿Un truco de quién? —preguntó el doctor.

De repente sonó el teléfono. Fue perfectamente audible para el doctor.

—¿No lo oye?

—¿Oír qué?

—La campanilla del teléfono.

—No oigo nada —dijo el capellán bastante enfadado—. No suena ningún teléfono.

El doctor no respondió, se dirigió a su estudio y encendió las luces. Después agarró el auricular.

—¿Sí? —dijo con voz temblorosa—. ¿Quién es? Sí, el señor Dawkins está aquí. Intentaré que hable con usted.

Regresó a la otra habitación.

—Dawkins —dijo—, he aquí un alma en agonía. Le ruego que la escuche. Por el amor de Dios, venga y escuche.

El capellán dudó un momento.

—Como desee —dijo.

Tomó el auricular y se lo acercó a la oreja.

—Soy Dawkins —dijo.

Esperó.

—No puedo oír nada de nada —dijo al final—. ¡Ah! Ahora he oído algo, como un susurro.

—¡Ah, intente escuchar, intente escuchar! —dijo el doctor.

De nuevo el capellán escuchó. De repente soltó el aparato frunciendo el ceño.

—Algo... Alguien ha dicho: «Yo la maté, lo confieso. Quiero ser perdonado». Se trata de un truco, mi querido Teesdale. Alguien, conociendo sus inclinaciones espirituales, le está gastando una broma de muy mal gusto. No puedo creerlo.

El doctor Teesdale tomó el auricular.

—Soy el doctor Teesdale —dijo—. ¿Puede demostrarle de alguna manera al señor Dawkins que efectivamente se trata de usted?

Después volvió a dejarlo.

—Dice que cree que puede —dijo—. Debemos esperar.

La noche volvía a ser muy calurosa, y la ventana que daba al patio pavimentado que había en la parte trasera de la casa estaba abierta. Durante cinco minutos los dos hombres esperaron en silencio, sin que nada ocurriera. Después, el capellán habló.

—Creo que es una prueba lo suficientemente conclusiva.

Mientras hablaba, una corriente de aire extremadamente fría se introdujo en la habitación, alborotando los papeles que había sobre el escritorio. El doctor Teesdale se acercó a la ventana y la cerró.

—¿Ha notado eso? —preguntó.

—Sí, una corriente de aire. Bastante fría.

Una vez más, en el interior de la habitación cerrada, se levantó el viento.

—¿Y ha notado eso? —preguntó el doctor.

El capellán asintió. De repente notaba los palpitos de su corazón golpeando violentamente contra su garganta.

—Defiéndenos de todo peligro que pueda acecharnos esta noche —exclamó.

—Algo se acerca —dijo el doctor.

Y mientras hablaba llegó. En el centro de la habitación, apenas a tres metros de ellos, se hallaba la figura de un hombre, con la cabeza completamente doblada sobre el hombro, de manera que la cara no era visible. Entonces, agarró su cabeza con ambas manos y la enderezó, mirándoles fijamente. Los ojos y la lengua le sobresalían, y alrededor del cuello se notaba una marca lívida. Después se oyó un seco castañeteo sobre las tablas del suelo y la figura desapareció. En el suelo había una soga. Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. El sudor manaba del rostro del doctor, y los blanquecinos labios del capellán murmuraban plegarias. Después, haciendo un tremendo esfuerzo, el doctor recuperó la compostura. Señaló la soga.

—Había desaparecido justo después de la ejecución —dijo.

Entonces el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, el capellán no necesitó ninguna motivación. Se aproximó de inmediato y el campanilleo cesó. Durante un rato, escuchó en silencio.

—Charles Linkworth —dijo al fin—. Ante los ojos de Dios, en cuya presencia te encuentras: ¿te arrepientes sinceramente de tu pecado?

Llegó una respuesta inaudible para el doctor, y el capellán cerró los ojos. Y el doctor Teesdale se arrodilló mientras escuchaba las palabras de la Absolución. Finalmente, regresó el silencio.

—Ya no oigo nada —dijo el capellán, colgando el teléfono.

En ese momento, el criado del doctor entró con unas botellas de licor y sifón. El doctor Teesdale señaló sin mirar hacia el lugar en el que se había manifestado la aparición.

—Recoja esa soga y quémela, Parker —dijo.

Por un momento reinó el silencio.

—Ahí no hay ninguna soga, señor —respondió Parker.

E.F. Benson (1867-1940)




Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.


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El análisis y resumen del cuento de E.F. Benson: La confesión de Charles Linkworth (The Confession of Charles Linkworth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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