«La Casa de los Deseos»: Rudyard Kipling; relato y análisis.
La Casa de los Deseos (The Wish House) es un relato fantástico del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936), publicado originalmente en la edición de octubre de 1924 de la revista MacLean’s Magazine, y luego reeditado en la antología de 1926: Débitos y créditos (Debits and Credits).
La Casa de los Deseos, quizás uno de los cuentos de Rudyard Kipling menos conocidos, narra la historia de dos mujeres —en el oscuro dialecto de Sussex— y una casa con propiedades asombrosas. Según dicen, la casa es capaz de cumplir cualquier deseo, no importa cuán improbable éste pueda ser. SIn embargo, cambiar el destino implica también cambiar el recorrido que nos lleva hasta él, de modo tal que incluso el deseo menos egoísta, como evitarle un gran dolor a un ser querido, puede hacer que este recaiga sobre nosotros. Aceptarlo o no ya no es una cuestión de deseo, sino de voluntad.
La casa de los deseos.
The Wish House, Rudyard Kipling (1865-1936)
La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde. Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.
—Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy —explicó—, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!
—Pero a ti no te pasa nada —dijo su anfitriona—. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.
—Sí, y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?
La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.
—¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? —preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.
La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.
—Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella.
—La nuestra, la de Keyneslade —dijo la señora Fettley—, habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella.
—Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.
—La nuestra está casada, pero dicen que como si nada —la señora Fettley levantó la barbilla huesuda—. ¡Dios mío! ¡Esos malditos altobuses arman un terremoto!
La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sentido opuesto.
—Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz —observó la señora Ashcroft.
—Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya.
—Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí?
—Es para Arthur, el mayor de mi Jane.
—Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?
—No. Es para cuando van de gira.
—Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy. ¡Si es que soy tonta!
—Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? —la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma.
—Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines cada vez!
—Si es que se creen que el dinero crece en los árboles —dijo la señora Ashcroft.
—Y la semana pasada —siguió la otra— mi hija va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo corte, que no va ella a molestarse en cortarlo.
—Apuesto que se lo cobró.
—Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde había una sesión de tresillos en la asociación de mujeres y que no iba a molestarse ella en picarlo.
—¡Mira que!
La señora Ashcroft dio los últimos toques al cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo contempló atentamente.
—Van de gira no sé dónde —explicó la señora Ashcroft.
—¡Ah! —dijo la otra entornando los ojos—. Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo pienso. ¿a quién demonios me recuerda?
—Tienen que apañárselas por su cuenta, igual que nosotras a su edad —dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el té.
—Tú sí que te las apañabas bien, Gracie —dijo la señora Fettley.
—¿De qué hablas ahora?
—No sé, pero de repente me acuerdo de aquella mujer de Rye. No me acuerdo cómo se llamaba. Barnsley, ¿no?
—Quieres decir Batten. Polly Batten.
—Eso es. Polly Batten. Aquel día que se te echó encima con un tenedor de la paja, era cuando íbamos a la trilla en Smalldene, por quitarle el novio.
—Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo podía quedar? —la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que nunca.
—Claro, y todos creíamos que te iba a clavar el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste.
—No. Polly nunca se pasaba. Era demasiado fuguillas para llegar hasta el final.
—Pues a mí siempre me pareció —dijo la señora Fettley tras una pausa— que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen por un hombre. Es como un perro con dos amos.
—A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora de todo eso, Liz?
—La cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez!
—A lo mejor. Las hay que lo dicen, claro que ellas son estériles.
—¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que ver! Y ya hace años que murió Jim Batten.
—Veintisiete años —respondió brevemente la señora Ashcroft—. ¿Quieres servirlo tú, Liz?
La señora Fettley sirvió las tostadas con mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo elogió todo cumplidamente.
—Sí, a mí no me gusta maltratar la panza —dijo pensativa la señora Ashcroft—. Sólo se vive una vez.
—Pero, ¿no te sientes pesada a veces? —le sugirió su invitada.
—La enfermera dice que es más fácil que me muera de una indigestión que de la pierna —comentó la señora Ashcroft. que tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba la asistencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya ciento tres curas.
—¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar —dijo la señora Fettley en tono verdaderamente afectuoso.
—A todos nos tiene que dar algo alguna vez. Entodavía me queda el corazón —fue la respuesta de la señora Ashcroft.
—Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Da gusto recordarlo cuando va una apagándose.
—Bueno, tú también tienes cosas que recordar —contestó la señora Ashcroft.
—Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades.
La señora Fettley, con la boca medio abierta. se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvía a retemblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches, porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diversiones del sábado. La señora Fettley llevaba un rato hablando con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos.
—Y entonces —concluyó— me leyeron su esquela en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío, porque hacía tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir ni hacer nada. Y tampoco tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme.
—¿Pero has tenido tus satisfacciones?
—¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral muy güeno.
—Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de té?
Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la señora Ashcroft, que tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un taburete...
—¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu marido de todo eso? —preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en voz grave.
—Dijo que por él podía irme donde me diera la gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a aprovecharme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas. Entonces le dio corno un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra. Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: Reza para que ningún hombre te trate como me has tratado tú a mí. Y yo digo: ¿Y tú? Porque ya sabes tú, Liz, cómo era él con las mujeres. Los dos, dice él, pero yo me estoy muriendo y veo lo que te va a pasar. Se murió un domingo y lo enterramos el jueves. Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.
—No me lo habías dicho nunca —aventuró la señora Fettley.
—Te lo digo por lo que acabas de decirme tú. Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora Marshall de Londres, con la que empecé de pincha de cocina hace tantos años, Dios mío. Se alegró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir hace años, cuando necesitábamos dinero o mi marido no estaba en casa?
—Es verdad que pasó seis meses en la cárcel de Chichester, ¿no? —murmuró la señora Fettley—. Nunca supimos bien lo que había pasado.
—Podía haber sido más, pero el otro no murió.
—No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra?
—¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro. Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los Marshall, de cocinera, a comer como los señores y a que todos me llamaran señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.
—A Cosham —corrigió la señora Fettley—. Entonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló un cuarto, y después me fui yo.
—Bueno, pues me pasé un año o así en Londres y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o algo así, y me dijeron que volviera yo después, porque no podían pasarse sin mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo contento de volver a verme.
—Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham —dijo la señora Fettley.
—Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos la gente no andaba con aquellos orgullos tontos, igual que no había cines ni campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Londres, y creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba una mano cuando había que sacar las patatas tempranas o matar gallinas. Todo eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con botas de hombre y las enaguas remangadas!
—¿Y te pintó bien? —preguntó la señora Fettley.
—La verdad es que no fui allí por eso. Tú sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El corazón no te advierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.
—¿Quién fue?
—Arrv Mockler —dijo la señora Ashcroft, al mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma.
—¿Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! Y yo nunca me lo malicié.
La señora Ashcroft asintió:
—Y yo me decía, y me lo creía, que lo que pasaba era que me gustaba trabajar en el campo.
—¿Y cómo fue?
—Lo de siempre. Al principio, estupendo, y después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de sobra, pero no les hice caso. Porque una vez estábamos quemando basura, justo cuando estábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me había pasado antes. Siempre había mandado yo.
—¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos —suspiró la otra—. A mí me gustan las cosas como deben ser.
—A mí no, pero a Arry sí. Por entonces tenía yo que volverme a Londres. Me resultó imposible. ¡Lo juro! Conque fui y un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hirviendo en el brazo izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días.
—¿Y valió la pena? —preguntó la señora Fettley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la señora Ashcroft.
Ésta asintió:
—Y después nos las arreglarnos entre los dos para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de donde estaba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de distancia.
—Pero le pagarías el viaje tú... —dijo la señora Fettley, convencida de ello.
La señora Ashcroft volvió a asentir:
—Para él todo me parecía poco. Era mi hombre. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas botitas! Nunca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco!
La señora Fettley echó una risita de solidaridad.
—¿Y cómo fue que acabaron? —preguntó.
—Cuando me lo devolvió todo, hasta el último penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?» Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan los hombres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni me escribió. Se volvió otra vez a casa con su madre.
—¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que volviera? —preguntó implacable la señora Fettley.
—¡Y tanto! ¡Y tanto! Cuando pasaba por las calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían su nombre.
—Sí —dijo la señora Fettley—. Yo creo que eso hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más?
—No, nada. Eso es lo más raro de todo, aunque te parezca mentira, Liz.
—Te creo. Te apuesto que a estas alturas no vas a decir una mentira.
—Y tanto. Y sufrí como no se lo deseo a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primavera fue un infierno! Primero fueron los dolores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no podía pensar.
—Es como el dolor de muelas —comentó la señora Fettley—. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar mas... y entonces ya no queda nada.
—A mí me quedó bastante para toda la vida. Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis. Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con 'Arry. Pero ya sabes lo que pasa a veces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla. Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la había mandado a ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea, con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabeza, cuando va y entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de cabeza. Conque me puse a la faena. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo tengo yo.» «Que tienes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Quédate ahí mientras te hago una taza de té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto tiempo le duran a usted los dolores de cabeza?» «No digas bobadas», le digo yo, «o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas. «Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto». Entonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la cabeza en la mejilla. «Yo soy la única que sabe de esas cosas.» Y entomices va y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos.
—¿Qué? —dijo la señora Fettley, muy extrañada.
—Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a habitarla. Dijo que se lo había dicho una rapaza con la que jugaba en los establos donde trabajaba 'Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo.
—¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído decir tantas cosas —dijo la señora Fettley.
—Sophy dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles donde comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice: ¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más que un trasgo.
—¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa palabra? —exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vivos.
—Me dijo que se lo había dicho la chica de la caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, debe haberlo sentido, y la apreté fuerte y le digo: Eres muy amable de haberme quitado el dolor de cabeza, pero ¿por qué no te deseaste algo muy bonito para ti?» Y va y me dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo único que te dejan es desear que si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo por usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusieron los pelos de punta. Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta. Entonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado cansada y tenía mucha calentura. La estuve haciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato.
—¡Qué cosas! —dijo la señora Fettley—. Y, ¿le volviste a preguntar algo?
—Ella quería seguir hablando de aquello, pero yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña.
—Y entonces, ¿qué hicistes?
—Cuando me venían los dolores de cabeza me quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó.
—Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso?
—No. Además, no sabía nada más que lo que le había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después (aquello fue en mayo) me pasé el verano en Londres. Fueron semanas y semanas de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñigas secas de caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vacaciones justo antes de la recogida del lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado y que tenía ojeras.
—Y, ¿viste a 'Arry?
La señora Ashcroft asintió:
—Al cuarto... no, al quinto día. Un miércoles, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que había cambiado en algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de hacer corno si no le pasara nada.
—¿Estaba bebido? —preguntó la señora Fettley.
—¡Ni hablar! Estaba como encogido y pálido, y le colgaba la ropa como si fuera un espantapájaros, y tenía la nuca blanca como el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha pasado a 'Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quince días de vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor había dicho que probablemente no aguantaría las primeras heladas de noviembre, y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las malas.
—Sí, pero un parto no es más que dolor —dijo la señora Fettley.
—Me desperté con el canto del gallo y me puse té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a poner unas flores en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré con 'Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus caballos, así que no podía verme. Le miro de arriba abajo y le digo: «'Arry, vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.» «¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero nunca me dijo que yo era su mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y cuando entró él en casa candó la puerta.
La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró el brazo.
—Así que seguí hasta el cementerio con mis flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad que se estaba muriendo y había pasado lo que había dicho él. Pero cuando estaba poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer yo por 'Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía intentarlo. Y fui y lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la tarde.
—¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo?
—¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin 'Arry para siempre. ¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedarme consumida.
—¡Pobrecita! —dijo la señora Fettley, volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ashcroft permitió que le tocara la muñeca.
—Pero me alegraba saber que por lo menos podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la casa. Primero me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pensando todo el rato hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el bolso, haciendo como que estaba buscando unas señas. La casa era el número 14 de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delante y una valla, y había veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las escaleras y voy y toco al timbre. Sonó muy fuerte, como pasa siempre en las casas vacías. Cuando dejó de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisadas en la escalera de la cocina, como si fuera una mujer bien fuerte en zapatillas. Iban subiendo por la escalera hasta llegar al vestíbulo, oí cómo chirriaban los escalones, y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi hombre, 'Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un rato sin respirar para oír mejor.
—Y, ¿no te dijo nada? —preguntó la señora Fettley.
—Nada. No hizo más soltar el aliento, como si dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la silla.
—¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta, Gra?
—Entonces me fui y me crucé con un hombre que va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo. «Deben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté, porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer. Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a esperar hasta que los Marshall golvieran de vacaciones.
—¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las casas vacías? —preguntó horrorizada la señora Fettley.
—Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres.
—¿Y no pasó nada con lo que habías hecho?
La señora Ashcroft sonrió:
—No. Entonces no. En noviembre le mandé diez chelines a la Bessie.
—Siempre has sido muy generosa —interrumpió la señora Fettley.
—Y recibí lo que esperaba, con todas las demás noticias. Me decía que con la recogida del lúpulo él se había puesto estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo había sido eso, con tal que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para tranquilizarme mucho. Si 'Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el Día del Juicio. Pero 'Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primavera me empezó a fastidiar otra cosa. Me había salido una especie de divieso con mucha pus en la pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo. porque yo he sido siempre de piel muy fuerte. Ya me pueden dar un hachazo, que en seguida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses vendándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba demasiado tiempo de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada, por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como tardó en ponérsele así. Ponga la pierna en alto y descánsela», dice, «y pronto se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy fuerte, señora Ashcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.
—Hizo bien —dijo convencida la señora Fettley—. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite.
—Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, porque no soy de las que les gusta estar sentada cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste tú al pueblo, Liz.
—Sí, pero la verdad es que no me sospechaba nada.
—Yo no quería que sospecharas nada —sonrió la señora Ashcroft—. Vi a 'Arry dos o tres veces por la calle y estaba estupendo; había engordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la cadera. Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era una pena que 'Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de cuidarle. ¡Cómo se puso la vieja! Nos dijo que 'Arry no había mirado a una mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un hueso.
La señora Fettley reía en silencio.
—Aquel día —continuó la señora Ashcroft— estuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a reventar el grano y me saliera toda la pus. Pero resultó que 'Arry no tenía nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si me fuera quedando sin fuerzas, y 'Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que 'Arry volvió a levantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera. Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la calle, y digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo, por el bien de 'Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores.
—¿Para siempre? —preguntó ha señora Fettley.
—Han vuelto muchas veces, pero por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los dolores, igual que se controla una cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me golviera, porque me daba miedo dejar a 'Arry demasiado tiempo solo por si le pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo me salvé.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la señora Fettley, interesadísima.
—A veces me he pasado casi un año sin que se viera más que la punta del granito. Estaba seco y chiquitísimo. Luego se volvía a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuando ya no podía más, porque tenía que seguir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que a 'Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les mandaba algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y todo lo güeno que le pasó fue gracias a mí... años y años.
—Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra? —casi sollozó la señora Fettley—. ¿Le veías mucho?
—A veces, cuando me venía a pasar aquí las fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso, ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y ella también.
—¡Tantos años! —dijo la señora Fettley—. Y, ¿dónde trabaja ahora?
—Hace mucho que dejó lo de los caballos. Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también hacen arados y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar mucho tiempo en el mismo sitio.
—Pero, es un decir, suponte que 'Arry fuera y se casara —dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los dientes, iguales y sin puentes.
—Nunca se me ha ocurrido eso —respondió—. Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz?
—Es lo que debería pasar, hija. Es lo que debería pasar.
—La verdad es que a veces duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es.
La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer».
—¿Estás totalmente segura, Gra? —pregunto.
—Ya estaba segura cuando el señor Marshall me mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía yo lo que significaba eso... y ya hace tres años.
—Eso no demuestra nada, Gra.
—¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mujer que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí!
—¡Te equivocas, te equivocas! —insistió la señora Fettley.
—Liz, no me puedo equivocar cuando los bordes están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del sobaco.
La señora Fettley se quedó pensativa un rato e inclinó la cabeza como rindiéndose.
—¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir de ahora, hija?
—Igual que tardó en venir, tardará en irse. Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra despedida, Liz.
—No sé si podré venir antes, si no tengo un perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy quedando ciega... ¡Me estoy quedando ciega!
—¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y retocar la colcha todo este rato? Ya me decía yo... Pero sí que va a contar el dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que 'Arry siga... donde quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada.
—Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu recompensa.
—Eso es lo único que quiero. Si es que me tienen en cuenta el dolor.
—Seguro, seguro, Gra.
Llamaron a la puerta.
—Es la enfermera. Se ha adelantado —dijo la señora Ashcroft—. Ábrela.
Entró la joven a paso animado, con un bolso lleno de frasquitos tintineantes.
—Buenas tardes, señora Ashcroft —saludó—. He venido un poquito más temprano que de costumbre por lo del baile de esta noche en la Institución. ¿Verdad que no le importa?
—No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar —dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta—. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo compañía.
—Espero que no la haya fatigado a usted —dijo la enfermera en tono un tanto frío.
—Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que... sólo que al final me he sentido un poco cansada.
—Claro, claro —la enfermera ya se había puesto de rodillas y tenía unas gasas en la mano—. Cuando se reúnen las señoras mayores, hablan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.
—A lo mejor tiene usted razón —dijo la señora Fettley, poniéndose en pie—. Así que me voy.
—Pero antes, míralo —dijo la señora Ashcroft con voz apagada—. Me gustaría que lo vieras.
La señora Fettley lo miró y sintió un escalofrío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.
—Sí que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? —aquellas palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su antigua línea.
La señora Fettley se los besó y se fue hacia ha puerta.
Rudyard Kipling (1865-1936)
Relatos góticos. I Relatos de Rudyard Kipling.
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El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: La Casa de los Deseos (The Wish House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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