«Las señales de la propiedad vecina»: M.R. James; relato y análisis.
Las señales de la propiedad vecina (A Neighbour's Landmark) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado por primera vez en la edición del 17 de marzo de 1924 de la revista The Eton Chronic, y luego reeditado en la antología de 1925: Una advertencia a los curiosos y otros cuentos de fantasmas (A Warning to the Curious and Other Ghost Stories).
Las señales de la propiedad vecina, uno de los relatos de M.R. James menos conocidos, un astuto investigador se propone descubrir la verdad sobre las apariciones de un fantasma en la biblioteca de una vieja casa embrujada.
Como relato paranormal, Las señales de la propiedad vecina no es de lo mejor del autor, pero en lo personal la historia me produce una saludable envidia. No era infrecuente que en la época de M.R. James —por cierto, un anticuario excelente— uno pudiera visitar la casa de campo de un amigo aristocrático durante el fin de semana para hurgar en la biblioteca familiar, quizá, intacta durante siglos.
Las señales de la propiedad vecina.
A Neighbour's Landmark, M.R. James (1862-1936)
—Como es natural, los que dedican la mayor parte de su tiempo a leer o escribir libros tienen tendencia a prestar una atención especial a cualquier acumulación de libros que les salga al paso. No pasan por delante de un puesto, de un escaparate o incluso de la estantería de un dormitorio sin echar una ojeada a los títulos, y si se encuentran en una biblioteca desconocida, ya no tiene el anfitrión que ocuparse de entretenerles. Reunir volúmenes diseminados o colocar bien los que la doncella ha puesto boca abajo al limpiar les parece tan atrayente como una pequeña obra de misericordia. Así, feliz en esa ocupación, y abriendo de cuando en cuando algún octavo del siglo XVIII y concluir a los cinco minutos que se merecía el retiro del que ahora disfrutaba, había llegado yo a la mitad de una tarde lluviosa de agosto en Betton Court.
—Muy victoriano empiezas —dije—; ¿continúa así?
—Por favor —dijo mi amigo, mirándome por encima de los lentes—, recuerda que mi cuna y mi educación son victorianas; no tiene nada de insólito que el árbol victoriano dé frutos victorianos. Además, ten en cuenta que hoy se escribe una inmensa cantidad de ingeniosas y sesudas tonterías sobre la época victoriana. Por ejemplo —prosiguió, dejando las hojas sobre sus rodillas—, ese artículo que salió el otro día en el suplemento literario del Times, «Los años aciagos». Sí, por supuesto que está bien; pero ¡válgame Dios! Pásamelo, ¿quieres? Está ahí sobre la mesa, a tu lado.
—Creía que ibas a leerme algo escrito por ti —dije, sin moverme—; pero naturalmente...
—Es verdad —dijo—. Bueno, seguiré. Pero después me gustaría enseñarte lo que quiero decir. En fin —volvió a tomar las hojas y se ajustó los lentes—. En Betton Court, donde varias generaciones atrás se habían fusionado las bibliotecas de dos residencias campestres y ningún vástago de una y otra familia había acometido la empresa de apartar los ejemplares repetidos o deshacerse de ellos. Ahora bien, no me propongo contaros las rarezas que pueda descubrir, los Shakespeare en cuarto encuadernados en volúmenes junto a opúsculos políticos y cosas por el estilo, sino una experiencia que me acaeció en el curso de mi investigación; una experiencia que no puedo explicar ni encajar en el esquema de mi vida ordinaria.
Era, como digo, una tarde lluviosa de agosto, y hacía además bastante viento y calor. Frente a la ventana se agitaban y lloraban grandes árboles. Entre unos y otros se veían extensiones de campo verde y amarillo (porque la residencia se alza en una ladera), y a lo lejos, montes azules velados por la lluvia. Arriba había un movimiento inquieto e incesante de nubes bajas que se desplazaban hacia el noroeste. Yo había suspendido unos minutos mi tarea (si puedo llamarla así) para mirar todo esto por la ventana. El agua chorreaba del tejado del invernadero, a la derecha, y de la torre de la iglesia que se alzaba detrás. Todo incitaba a seguir; no había visos de que fuese a aclarar durante horas. Así que volví a las estanterías, saqué una pila de ocho o nueve volúmenes con el rótulo de «opúsculos», y los llevé a la mesa para hojearlos con más detenimiento.
La mayoría eran de la época de la reina Ana. Abundaban títulos como La última paz, La última guerra, El comportamiento de los aliados; había también Cartas a un asambleísta, Sermones pronunciados en San Miguel de Queenhithe, Noticia sobre una postrera tarea encomendada por el ilustrísimo Sr. Obispo de Winchester (o más probablemente Winton) a su clero; cuestiones de gran vigencia en aquel entonces, y que aún conservaban gran parte de su antiguo acicate, al extremo de que me sentí inclinado a coger una butaca, sentarme junto a la ventana, y dedicarles más tiempo del que había pensado. Además, estaba algo cansado del día. El reloj de la iglesia dio las cuatro, y efectivamente eran las cuatro, porque en 1889 no se aplicaba el ahorro de luz. Así que me acomodé.
Al principio hojeé unos opúsculos sobre las guerras, recreándome en descubrir a Swift por su estilo entre toda aquella mediocridad. Pero los opúsculos sobre las guerras requerían más conocimientos geográficos de los Países Bajos de los que yo poseía. Pasé a los que se referían a la Iglesia y leí varias páginas de lo que el deán de Canterbury decía a la Sociedad para el Fomento del Saber Cristiano con motivo de su aniversario en 1711. Cuando llegué a la carta de un beneficiado rural al Obispo de C...r, noté que me estaba adormilando; me quedé mirando unos segundos, sin sorpresa, la siguiente frase:
Es una afrenta (me considero justificado para darle ese nombre) que su ilustrísima (de llegar a su conocimiento) no ahorraría esfuerzos en borrar. Pero estoy convencido de que su ilustrísima sabe tanto de su existencia como Lo que anda por el bosque de Betton Sabe por qué anda y por qué llora, como dice la canción campesina. Me enderecé en la butaca y recorrí las líneas con el dedo para asegurarme de que estaba leyendo correctamente. No había error. Nada más se podía sacar en claro del resto del opúsculo. El párrafo siguiente cambiaba por completo de asunto:
«Pero ya he hablado bastante de esta cuestión», eran las palabras con que empezaba.
Tan discreto era, también, el anónimo beneficiado que no había querido poner siquiera sus iniciales, y la carta la había mandado imprimir en Londres. El misterio era de los que difícilmente despertarían el interés de nadie. Pero a mí, que he husmeado en montones de libros sobre costumbres y tradiciones populares, me pareció emocionante. Me empeñé en resolverlo... o sea, en averiguar qué historia escondía detrás. Y al menos, tenía suerte en una cosa: aunque podía haberme tropezado con el párrafo en la biblioteca de alguna lejana universidad, lo cierto era que me encontraba aquí, en Betton: en el mismísimo escenario de los hechos. El reloj de la iglesia dio las cinco, y siguió un único golpe de gong. Anunciaba la hora del té, como yo sabía.
Me levanté de la mullida butaca, y obedecí a la llamada. En la residencia estábamos solos mi anfitrión y yo. Llegó poco después, empapado, tras efectuar el recorrido que suelen hacer los terratenientes, y con noticias locales que me comunicó antes de que yo tuviese ocasión de preguntarle si había algún lugar en los alrededores que se conociese todavía como el bosque de Betton.
—El bosque de Betton estaba a una milla escasa de aquí —dijo—, en lo alto de la colina de Betton. Mi padre arrancó lo que quedaba de él cuando tenía más cuenta plantar cereal que limpiar monte. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque —dije— en un antiguo opúsculo que he leído hace un rato hay dos versos de una canción regional que lo menciona; parece que hacen referencia a una historia. Alguien dice que alguien sabe de algo tanto como Lo que anda por el bosque de Betton Sabe por qué anda y por qué llora.
—¡Válgame Dios! —dijo Philipson—; entonces ¿sería por eso por lo que...? Se lo preguntaré al viejo Mitchell —siguió murmurando para sus adentros, y tomó un poco más de té con aire meditabundo.
—¿Sería por eso por lo que...? —dije.
—Sí; iba a decir, si sería por eso por lo que mi padre mandó arrancar el bosque. Te he dicho que fue para obtener más tierra de labranza, pero en realidad no sé si fue ésa la razón. No creo que se haya llegado a hincar el arado allí jamás; ahora es un tosco terreno de pasto. Pero hay un anciano al menos que puede que recuerde algo: el viejo Mitchell —consultó su reloj—. Y ahora mismo voy a acercarme a preguntarle. Pero no quiero llevarte conmigo —prosiguió—. Probablemente no contaría nada que considerase fuera de lo normal en presencia de un extraño.
—Bueno; procura acordarte de todo lo que te cuente. Entretanto, saldré si aclara. Si no, seguiré con los libros.
Aclaró; al menos lo bastante para convencerme de que valía la pena dar un paseo hasta la colina más cercana y echar una ojeada al panorama. No conocía el paisaje. Era la primera visita que hacía a Philipson y éste era el primer día. Así que bajé al jardín, crucé los arbustos mojados sin una idea fija, y me dejé guiar por un vago impulso —pero ¿fue tan vago en realidad?— que me incitaba a tomar la izquierda cada vez que llegaba a una bifurcación. El resultado fue que al cabo de diez minutos o más de marcha a ciegas entre filas goteantes de boj, alheña y laurel, me salió al paso un arco de piedra de estilo gótico, encajado en el muro de piedra que cercaba toda la propiedad.
La puerta tenía una cerradura de resorte, así que tomé la precaución de dejarla entreabierta al salir al camino; crucé al otro lado, y seguí por un sendero estrecho y ascendente entre dos setos; caminé sin prisa durante lo menos media milla, y me metí en el campo donde terminaba. Ahora estaba en un lugar desde donde podía verse la residencia, el pueblo y los alrededores. Me acodé en una cerca y me puse a mirar hacia abajo en dirección a poniente.
Creo que todos conocemos los paisajes —¿son de Birker Foster, o un poco anteriores?— que, en forma de xilografías, decoran los libros de poesía que nuestros padres y abuelos exhibían en la mesa del salón: libros de artística encuadernación en piel repujada, me parece que era la frase indicada. Me confieso admirador de esas ilustraciones, en especial de las que muestran al campesino inclinado sobre la portilla de un seto, contemplando abajo, al pie de la ladera, la torre de la iglesia rodeada de árboles venerables, y una fértil llanura cruzada de setos y flanqueada de colinas lejanas, detrás de la cuales el astro del día se está ocultando (o asomando) en medio de nubes horizontales iluminadas por sus últimos (o primeros) rayos.
Las expresiones que aquí utilizo son las que me parecen más aptas para las estampas en las que estoy pensando, y si tuviera ocasión, intentaría retratar el valle, la arboleda, la cabaña, el torrente. Para mí, desde luego, esos paisajes son una belleza; y precisamente el que ahora contemplaba era uno de ellos: parecía sacado directamente de las Joyas de la canción sagrada, seleccionadas por una dama, y regaladas como presente de cumpleaños a Eleanor Philipson en 1852 por su afectuosa amiga Millicent Graves. De repente me volví como si me hubiese picado una avispa: una nota indeciblemente aguda, como el chillido de un murciélago sólo que diez veces más intensa me penetró por el oído derecho y me traspasó el cerebro.
Fue una sensación de ésas que hace que te preguntes si te pasa algo en la cabeza. Contuve la respiración, me tapé el oído y me estremecí. Será la circulación: me quedaré un minuto o dos más, pensé, y regresaré; pero antes tengo que grabarme bien en la memoria esta perspectiva. Sólo que al volver a mirar se había desvanecido su atractivo: el sol se había ocultado detrás de la colina y la luz se había ido de los campos; y cuando la campana del reloj dio las siete no me hizo pensar en las horas de amable descanso al final del día, en la fragancia de las flores y del bosque, en la brisa de la noche, o en cómo alguien, en alguna de las casas que había a una milla o dos, estaría diciendo:
«¡Qué clara suena la campana de Betton esta noche después de la lluvia!» En vez de eso me venían imágenes de vigas polvorientas y arañas encaramadas y búhos feroces arriba en el campanario, y de olvidadas sepulturas con su feo contenido debajo, y del tiempo fugaz y todo lo que se había llevado de mi vida. Y en ese instante el chillido estremecedor —sonó tan cerca como si proviniese de unos labios a una pulgada de mi cabeza— volvió a traspasarme, por el oído izquierdo esta vez. Ahora no había error posible: provenía de fuera. «Un grito puro, inarticulado», se me ocurrió de pronto.
Fue lo más espantoso que había oído hasta entonces, y que he oído después; pero no percibí ninguna emoción en él, ni me pareció que revelara inteligencia. Su único efecto fue barrer todo vestigio, toda posibilidad de deleite, y hacer de este paraje un lugar donde no podía demorarme un instante más. Por supuesto, no se veía nada: pero estaba convencido de que, si esperaba, el chillido volvería a traspasarme con su estridencia interminable y sin objeto, y no estaba dispuesto a soportar esa experiencia una tercera vez. Volví apresuradamente al sendero y emprendí la bajada. Pero al llegar al arco de la tapia me detuve. ¿Estaba seguro del camino que debía seguir entre esos paseos húmedos, que ahora se estaban volviendo aún más húmedos y oscuros?
No. Me confesé mí mismo que tenía miedo; el chillido de la colina me había alterado los nervios a tal extremo que me daba cuenta de que no resistiría el pequeño sobresalto de un pájaro o un conejo saliendo de improviso de un arbusto. Escogí el camino que iba junto a la tapia, y no me alegré poco cuando llegué a la verja de la entrada y la casa del guarda, y vi a Philipson que en este momento regresaba del pueblo.
—¿Dónde has estado? —dijo.
—He ido por ese camino que sube a la colina que hay frente al arco de piedra.
—¿Ah, sí? Pues has estado cerca de lo que fue el bosque de Betton: es decir, si has subido hasta arriba y has entrado en el campo.
Y puede creerme el lector: entonces fue cuando até cabos. ¿Le conté enseguida a Philipson lo que me había pasado? No. Yo no había tenido nunca experiencias de las que llaman supranaturales, supranormales ó suprafísicas; pero aunque me daba perfecta cuenta de que tenía que hablarle de esto sin tardanza, no quería precipitarme. Por otro lado, me parece haber leído que es corriente esa reacción. Así que me limité a preguntarle:
—¿Has visto al anciano ese como querías?
—¿Al viejo Mitchell? Sí, le he visto; y le he sacado una historia. Después de cenar te la contaré. Es realmente extraña.
Y cuando estuvimos cómodamente sentados, después de cenar, procedió a darme cuenta textual, como él dijo, de la entrevista celebrada. Había encontrado a Mitchell, con sus casi ochenta años, en su silla de brazos. La hija casada con la que vivía iba y venía preparando el té. Y tras los saludos acostumbrados, atacó:
—Mitchell, vengó a que me hable del bosque.
—¿De qué bosque, señor Reginald?
—Del bosque de Betton. ¿Se acuerda de él?
Mitchell alzó una manó lentamente y señaló con dedo acusador:
—Su padre fue el que acabó con el bosque de Betton, señor Reginald. Es lo único que le puedo decir.
—Bueno, eso ya lo sé, Mitchell. No hace falta que me mire como si fuese yo el culpable.
—¿El culpable? No; ya digo que fue su padre el que lo hizo, antes de que naciera usted.
—Sí, y para decir la verdad, fue su padre quien le aconsejó que lo hiciera; y quiero saber por qué.
Mitchell pareció un poco divertido.
—Bueno —dijo—, mi padre era guardabosque de su padre, como lo había sido de su abuelo; y si no hubiera sabido su ofició, se habría dedicado a otra cosa. Y si aconsejó eso, sus motivos tendría, ¿no cree?
—Por supuesto; y lo que yo quiero es que me diga cuáles eran.
—Bueno, señor Reginald, ¿qué le hace pensar que sé cuáles pudieron ser sus motivos después de tantos años?
—Bueno, desde luego ha pasado mucho tiempo y es fácil que los haya olvidado, si es que los supo alguna vez. Creó que el único recurso que me queda es ir a preguntarle al viejo Ellis.
Este comentario produjo el efecto que yo esperaba.
—¿Al viejo Ellis? —gruñó—. La primera vez que oigo a alguien decir que el viejo Ellis es útil para algo. Le creía más despierto, señor Reginald. Me gustaría saber por qué piensa que el viejo Ellis puede informarle mejor que yo sobre el bosque de Betton, y qué derecho tiene a que le ponga usted por delante de mí. Su padre no fue guardabosque del lugar; fue labrador; eso es lo que fue. Y lo que él puede contarle se lo puede contar cualquiera; se lo aseguró.
—Así es, Mitchell; pero si usted, que lo sabe todo sobre el bosque de Betton, no me lo quiere decir, la única posibilidad que me queda es intentar averiguarlo por otra persona, y el viejo Ellis lleva en el lugar casi tanto tiempo cómo usted.
—¡Eso no es verdad, yo llevó dieciocho meses más! ¿Quién dice que no quiero contarle nada sobre el bosque? Yo no pongo ninguna pega; sólo que es un asunto muy raro, y pienso que no estaría bien que fuera de boca en boca por toda la comarca. Tú, Lizzie: vete a la cocina y estate allí un rato; el señor Reginald y yo tenemos que hablar un poco a solas. Pero una cosa me gustaría saber, señor Reginald: ¿qué le ha hecho venir hoy a preguntarme sobre eso?
—Es que me acabó de enterar por casualidad de un antiguo rumor sobre algo que andaba por el bosque de Betton, y me preguntó si tuvo algo que ver con que lo arrancaran; nada más.
—Pues sí; es verdad, señor Reginald, comoquiera que se haya enterado. Y creó que puedo decirle las razones mejor que nadie de por aquí, y sobre todo mejor que el viejo Ellis. Verá lo que ocurrió: el caminó más cortó a la granja de Allen cruzaba el bosque, y cuando éramos pequeños nuestra madre iba varias veces a la semana a la granja a traer dos pintas de leche; porque el señor Allen, que llevaba la granja del padre de usted, era un buen hombre que ayudaba de esa manera a todo el que tenía niños que criar. Pero no le importe eso ahora. El caso es que a mi pobre madre no le hacía gracia cruzar el bosque porque corrían muchas historias en el lugar, y rumores como el que usted menciona. Pero a veces, cuando acababa tarde el trabajo, se veía obligada a acortar por el bosque; y siempre que lo hacía, volvía a casa muy nerviosa. Recuerdo que mi padre y ella hablaron del particular; que decía él: «De acuerdo, pero no puede hacerte dañó ninguno, Emma»; y ella dijo: «¡Ah, no te puedes figurar cómo es, George; me traspasaba la cabeza —dice—; me ha dejado tan atontada que no sabía ni dónde estaba! Mira, George —dice—, no es lo mismo cuando pasas por allí al atardecer. Tú siempre pasas de día, ¿no?» Y dice él: «Pues claro; ¿te crees que soy tonto?» Y así. Con el tiempo, creó que eso la consumió, porque sólo podía ir a traer la leche por la tarde, y nunca quiso mandarnos a ninguno de nosotros por temor a que nos lleváramos un susto. Ni quiso decirnos nada de todo esto. «No —dice—; bastante mal lo paso yo. No quiero que lo sufra ninguno de los niños; ni que se enteren». Pero recuerdo que contó una vez:
Bueno, al principió es como un chasquido de ramas entre los arbustos que viene hacia mí o que me sigue detrás, y entonces suena ese chillido que parece que me va a taladrar la cabeza de parte a parte; y cuanto más tarde es, más me arriesgo a que me pase dos veces».
Yo entonces le pregunté: «¿Es como si alguien estuviera andando sin parar de un lado para otro?»
Y dice: «Sí, así es; pero no se me ocurre qué puede querer la pobre.
Y digo yo: «¿Es que es mujer, madre?»
Y dice ella: «Sí; he oído que es una mujer».
Bueno, al final mi padre fue a hablar con su padre de usted y le dijo que el bosque era un bosque maligno.
Nunca ha habido en él ningún animal, ni ha visto nadie nidos de pájaros —dice—, de manera que no le sirve de nada. Y después de mucho hablar, su padre fue a ver a mi madre, y se dio cuenta de que no era de esas bobas a las que cualquier insignificancia les hace perder el juicio, y se convenció de que algo pasaba; después preguntó a la gente de los alrededores, y creo que averiguó algunas cosas, y las escribió en un papel que seguramente estará en la residencia, señor Reginald. Y entonces mandó arrancar el bosque. Todo el trabajo se hizo durante el día, recuerdo; a las tres se iban todos y no se quedaba nadie.
—¿No encontraron nada que lo explicara, Mitchell? ¿Huesos o algo por el estilo?
—Nada de nada, señor Reginald; sólo la señal de una valla y una zanja a lo largo del centro, por donde está ahora el seto vivo más o menos. Con el trabajo que hicieron, si hubiesen hecho desaparecer a alguien allí, seguro que lo habrían encontrado. Pero no sé si sirvió de mucho, en realidad. A la gente de aquí parece que le gusta ese lugar tan poco como antes.
Eso es cuanto he conseguido sacarle a Mitchell —dijo Philipson—. Y como casi todas las explicaciones, nos deja prácticamente donde estábamos. Veré si encuentro ese papel.
—¿Cómo es que tu padre no te contó nunca lo que pasaba? —dije.
—Murió antes de que yo llegara a edad escolar, y supongo que no quiso asustarnos a los niños con esa historia. Recuerdo que la niñera me zarandeó y me dio un cachete por echar a correr por ese sendero hacia el bosque cuando volvíamos una tarde de invierno, a última hora. En cambio durante el día nadie nos prohibía que fuéramos si queríamos... sólo que no nos apetecía.
—Hum —dije; y a continuación—: ¿Crees que encontrarás ese papel que escribió tu padre?
—Sí —dijo—, casi seguro. Si no me equivoco, debe de estar en ese armario que tienes detrás. Hay un montón de papeles especialmente apartados, la mayoría los he ido examinando a pocos, y sé que hay un sobre donde pone «Bosque de Betton». Lo que pasa es que como no existe ya ningún bosque en Betton, me pareció que no valía la pena abrirlo, y no lo he hecho. Pero vamos a hacerlo ahora.
—Antes —dije (aún vacilaba, pero pensé que quizá era el momento de hacer mi revelación)—, permíteme decirte que creo que Mitchell tiene razón cuando duda que el hecho de haber arrancado el bosque haya resuelto el problema —y le conté lo que ya sabéis. No hace falta decir que Philipson se mostró interesado.
—¿Entonces sigue allí? —dijo—. Es asombroso. Escucha: ¿por qué no vienes conmigo allí ahora, a ver qué ocurre?
—Ni hablar —dije—; y si supieras lo que se siente, lo que harías es tomar la dirección contraria. No hablemos más de eso. Anda, abre el sobre y veamos qué averiguó tu padre.
Así lo hizo, y me leyó las tres o cuatro páginas de notas que contenía. Al principio había escrito un lema de Glenfinlas, de Scott, que me pareció bien escogido: Por donde anda, dicen, el espectro que chilla A continuación venían las notas que había tomado de lo que había hablado con la madre de Mitchell, de las que entresaco sólo la siguiente:
Le he preguntado si no le ha parecido ver nunca nada que explique los chillidos que oye. Me ha dicho que sólo una vez, la tarde en que se le hizo de noche del todo mientras cruzaba el bosque; el ruido de los arbustos la hizo volverse a mirar, y le pareció ver un bulto envuelto en harapos, con los brazos extendidos hacia adelante y caminando deprisa; al punto echó a correr hacia el paso de la cerca, y se desgarró el vestido al saltar.
Después había ido a ver a dos personas más, a las que encontró muy poco dispuestas a hablar. Al parecer pensaban, entre otras cosas, que esto podía acarrear mala fama al contorno. Sin embargo logró convencer a una de ellas, a la señora Emma Frost, de que le repitiese lo que le había contado su madre. «Dicen que era una dama de título, casada dos veces, cuyo primer marido se llamaba Brown, o puede que Bryan ("Sí, la residencia fue de los Bryan antes de que pasara a nuestra familia", explicó Philipson); esta dama quitó los mojones de su vecino y se adueñó de un gran trozo del mejor pasto del municipio de Betton que pertenecía a dos niños que no tenían a nadie que hiciese valer sus derechos. Dicen que andando el tiempo esta dama fue de mal en peor, falsificó unos documentos con los que obtuvo miles de libras en Londres, pero al final se comprobó su falsedad ante la ley, y muy probablemente habría sido juzgada y condenada a muerte si no llega a huir a tiempo. Pero nadie escapa a la maldición que cae sobre el que toca unos mojones, por lo que no podrá abandonar Betton a menos que alguien los devuelva a su sitio.
Al final había una nota que decía: -Siento no haber podido encontrar ningún dato sobre los propietarios anteriores de la tierra que linda con el bosque. No vacilo en decir que si averiguara el paradero de sus representantes haría lo que fuese para reparar el daño que se les causó hace ya bastantes años; porque es evidente que hay algo que turba el bosque de manera muy extraña, según cuenta la gente del lugar. Dado que ignoro tanto la cantidad de tierra anexionada como la identidad de sus legítimos dueños, me he impuesto la obligación de separar los beneficios de esa parte de la finca, y la norma de destinar la cantidad equivalente al rendimiento de unos cinco acres al bien común del municipio y a obras de caridad. Espero que los que me sucedan juzguen de justicia continuar con esta práctica.
Esto es lo escrito por el anterior señor Philipson; a los que como yo son lectores de Juicios Nacionales seguramente les habrá iluminado bastante la situación: recordarán cómo entre el año 1678 y 1684 lady Ivy, de soltera Theodosia Bryan, fue alternativamente demandante y demandada en una serie de pleitos en los que intentó presentar una demanda contra el deán y el cabildo de St. Paul por un considerable y muy valioso trozo de tierra de Shadewell; cómo en el último de esos juicios, presidido por el juez Jeffreys, se probó que los hechos en los que basaba su demanda eran pruebas falsas fabricadas por orden suya; y cómo, tras una denuncia contra ella por falsedad y perjurio, desapareció, al extremo de que ningún experto ha sido capaz de decir nunca qué fue de ella.
¿No indica todo esto que acabo de contar, que aún se la puede oír en el escenario de una de sus primeras y más victoriosas hazañas?
—Esto es —dijo mi amigo mientras doblaba el documento— una relación fidedigna de mi única experiencia extraordinaria. Y ahora...
Pero tenía tantas cosas que preguntarle (si su amigo había localizado al verdadero dueño de la tierra, si había modificado el trazado de la valla, si aún se oían los chillidos, cuáles eran el título y la fecha del opúsculo, etc., etc., que llegó y pasó la hora de acostarse sin que tuviera ocasión de volver al suplemento literario del Times.
(Gracias a las investigaciones de sir John Fox, en su libro sobre El juicio de lady Ivie, Oxford, 1929, sabemos hoy que mi heroína murió en la cama en 1695, habiendo sido absuelta —sabe Dios cómo— de falsedad de documento, de la que sin duda era culpable).
M.R. James (1862-1936)
Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de M.R. James: Las señales de la propiedad vecina (A Neighbour's Landmark), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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