«La máquina ambidiestra»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.
La máquina ambidiestra (Two-Handed Engine) es un relato de ciencia ficción escrito en colaboración entre Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de agosto de 1955 de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Sin ataduras (No Boundaries).
La máquina ambidiestra, uno de los grandes cuentos de Henry Kuttner, y probablemente también entre los cuentos de C.L. Moore más destacados, nos sitúa en un futuro distópico, donde la sociedad ha ido perdiendo instituciones históricas, como la familia, a medida que la humanidad fue cediendo terreno ante los robots, quienes básicamente se encargan de todo.
Curiosamente, esta distopía humanitaria es, al mismo tiempo, una utopía materialista: las máquinas hacen todo el trabajo, físico e intelectual, ocupando todas las posiciones imaginables, incluso gubernamentales, mientras que la humanidad realmente no tiene nada qué hacer. Sin embargo, esta especie de sociedad paralela formada por máquinas resuelve hacer algo para cambiar las cosas.
Más allá de esto, la idea central de La máquina ambidiestra tiene que ver más con el concepto de pecado, o mejor dicho, de culpa, sin la cual sería imposible construir una sociedad basada en derechos y responsabilidades.
La máquina ambidiestra.
Two-Handed Engine, Henry Kuttner (1815-1958) y C. L. Moore (1911-1987)
Siempre, desde los tiempos de Orestes, ha habido hombres con las Furias siguiéndoles. Fue en el siglo Veintidós cuando la humanidad hizo una serie de Furias reales, de acero. La humanidad había entrado en crisis entonces. Tenía una buena razón para construir Furias de forma humana, las cuales seguirían los pasos de todos los hombres que matasen a hombres. A nadie más. Para entonces no había ningún otro crimen que tuviese alguna importancia. La cosa funcionaba muy sencillamente.
Sin previa advertencia, un hombre que se creyese seguro oiría de súbito los firmes y resonantes pasos tras él. Se volvería y vería a la máquina ambidiestra caminando hacia él, conformada como un hombre de acero, y más incorruptible de lo que pudiera ser cualquier hombre no hecho de este metal. Sólo entonces sabría el asesino que había sido juzgado y condenado por las omniscientes mentes electrónicas que conocían a la sociedad como ninguna mente humana pudiera jamás conocerla.
Durante el resto de sus días, el hombre oiría esos pasos tras él: una cárcel móvil con invisibles barrotes que le separaban del mundo. Nunca volvería a estar ya solo en la vida. Y un día, nunca sabría cuándo, el carcelero se convertiría en verdugo. Danner se reclinó cómodamente en su butaca del elegante restaurante y paladeó un selecto champaña, cerrando los ojos para saborearlo mejor. Se sentía muy seguro. Y perfectamente protegido. Llevaba sentado allí casi una hora, pidiendo los mejores y más caros platos, disfrutando de la suave música que se expandía por el aire, entre el ligero murmullo de las conversaciones de los demás comensales.
Era un excelente lugar para estar a sus anchas, rodeado de cuanto hacía apetecible la vida. Era estupendo tener tanto dinero..., ahora. Verdad es que había tenido que matar para conseguirlo. Pero no le turbaba ningún sentimiento de culpabilidad. No hay delito si éste no se descubre, y Danner tenía protección. Protección desde la misma fuente, lo cual era algo nuevo en el mundo. Danner conocía las consecuencias de matar. Y de no haberle convencido Hartz de que estaba perfectamente seguro, Danner no hubiese apretado nunca el gatillo...
El recuerdo de una palabra arcaica revoloteó fugazmente en su cerebro. Pecado. No evocaba nada. En otro tiempo había tenido algo que ver con el delito, de manera incomprensible. Pero ya no. La humanidad lo había soportado demasiado. El pecado ya no tenía significado. Descartó el pensamiento y probó la ensalada de cogollo de palma que, según había oído, era tan exquisita. Pero no le gustó. Bueno, había que esperar cosas así. Nada era perfecto. Saboreó de nuevo el champaña, complaciéndole la manera en que parecía vibrar la copa en su mano, con un latido tenuemente vivo. Exquisito caldo. Pensó en pedir más, pero luego decidió dejarlo para la próxima vez. ¡Había tanto ante él en espera de ser disfrutado! Cualquier riesgo merecía la pena a cambio de esto. Y, desde luego, en esta ocasión no había existido ningún riesgo.
Danner era un hombre nacido en mala hora, lo bastante viejo para recordar los últimos días de Utopía, y lo bastante joven para ser atrapado en la nueva economía de la carestía que las máquinas habían impuesto a sus constructores. En su juventud había tenido acceso a los deleites libres, como cualquier otro. Podía recordar los antiguos tiempos, cuando era un adolescente, y las últimas Máquinas de Evasión se hallaban aún funcionando, y sus visiones fascinantes, radiantes, imposibles, imaginarias, que no existían realmente ni nunca podrían existir. Pues de pronto la carestía económica se tragó el placer. Ahora se conseguían necesidades, pero nada más. Ahora había que trabajar. Danner odiaba cada minuto de trabajo.
Cuando aconteció el rápido cambio, era demasiado joven e inexperto para competir en la arrebatiña. Los ricos eran ahora los hombres que habían amasado fortunas acaparando las pocas cosas de lujo que aún producían las máquinas. Todo lo que le quedaba a Danner eran brillantes recuerdos y una sorda y resentida impresión de haber sido engañado. Y todo cuanto deseaba era la vuelta a los antiguos días refulgentes, y no le importaba el modo de conseguirlos. Pues bien, ahora ya los tenía. Tocó el borde de la copa de champaña con el dedo, sintiéndola cantar suavemente al tacto. ¿Vidrio soplado?, se preguntó. Era demasiado ignorante de los artículos de lujo para entender. Pero aprendería. Tenía todo el resto de su vida para aprender, y ser feliz.
Echó una mirada por el restaurante y vio, a través de la transparente cúpula, el bosque de pétreos rascacielos. Y era sólo una ciudad. Cuando se cansara de ella, había más. A través del país, y del planeta, se extendía la red que las enlazaba en una tela de araña semejante a un intrincado y semiviviente monstruo. Se llamaba sociedad. La notó temblar ligeramente bajo él.
Tendió la mano para coger la copa de champaña y bebió rápidamente. La tenue inquietud que parecía estremecer los cimientos de la ciudad era algo nuevo. Ello se debía..., sí, seguro que se debía a un nuevo temor. Se debía a que él no había sido descubierto. Aquello no tenía sentido. Desde luego, la ciudad era compleja y funcionaba por medio de máquinas incorruptibles. Ellas, y sólo ellas, preservaban al hombre de convertirse rápidamente en otro animal extinguido. Y de ellas, los computadores analógicos y los calculadores electrónicos, eran el giroscopio de toda existencia. Ellas elaboraban y ponían en vigor las leyes necesarias ahora para mantener viva a la humanidad.
Danner no comprendía mucho de los vastos cambios que se habían producido en la sociedad en el transcurso de su vida. Quizá tuviese sentido el que sintiera sacudirse a la sociedad, porque él estaba allí sentado deleitosamente sobre espuma de caucho, saboreando champaña, oyendo una suave música, y sin ninguna Furia tras su cómodo asiento para demostrar que las calculadoras seguían siendo los guardianes de la humanidad...
Si ni siquiera eran incorruptibles las Furias, ¿en qué podía creer un hombre? Fue en ese preciso momento cuando llegó la Furia. Danner notó que todo ruido se apagaba de repente en derredor suyo, y se quedó con el tenedor a medio camino de la boca, con cara de helado, y la mirada fija hacia la puerta. La Furia era de más elevada estatura que un hombre. Permaneció durante un momento en el umbral, arrancándole el sol de la tarde un cegador destello en su hombro. No tenía rostro, pero parecía escudriñar el restaurante lentamente, mesa por mesa. Atravesó luego el umbral, desapareció el destello del sol, y apareció como un hombre de elevada estatura embutido en una armadura de acero, y andando despacio entre las mesas.
—No es para mí —se dijo Danner, dejando sobre el plato el tenedor con el bocado aún no degustado—. Será para cualquier otro de los que están aquí. Lo sé.
Y como un recuerdo en la mente de un hombre ahogándose, claro, penetrante y condensado en un momento, aunque con cada detalle preciso, le acudió lo que le había dicho Hartz. Al igual que una gota de agua puede reflejar un amplio panorama condensado en un minúsculo foco, así el tiempo parecía enfocado al minúsculo puntito de la media hora que Danner y Hartz habían estado juntos, en el despacho de éste, cuyas paredes podían ser transparentes pulsando un botón. Vio de nuevo a Hartz, regordete y rubio, de frente pensativa. Un hombre que parecía relajado hasta que comenzaba a hablar, dejando sentir su ardiente ímpetu, la cualidad de tensión impulsada que hacía que el aire que le rodeaba se estremeciera inquieto.
Danner se hallaba, en el recuerdo, en pie ante el escritorio de Hartz, sintiendo zumbar suavemente el suelo en sus talones con el latido de las computadoras, visibles a través de la cristalera. Eran tersos y relucientes objetos con titilantes luces en bandas, como bujías ardiendo en coloreadas ampollas de cristal. Podía oírse su distante chirrido castañeteante, como un extraño parloteo mientras ingerían hechos, para meditarlos y luego traducirlos en números semejantes a oráculos crípticos. Hacían falta hombres como Hartz para comprender lo que significaban los oráculos.
—Tengo un trabajo para ti —dijo Hartz—. Quiero que se mate a un hombre.
—Oh, no —repuso Danner—. ¿Qué especie de imbécil te crees que soy?
—Un momento. Tú puedes gastar dinero, ¿no es así?
—¿En qué? —preguntó acerbamente Danner—. ¿En un entierro de fantasía?
—En una vida de lujo. Ya sé que no eres un imbécil. Sé condenadamente bien que no harías lo que te pido a menos que obtuvieses dinero y protección. Eso es lo que puedo ofrecer. Protección.
—Claro —dijo Danner incisivamente, mirando las computadoras a través de la pared transparente.
—No, lo digo de veras. Yo... —Hartz vaciló lanzando una ojeada un tanto inquieta en torno a la estancia, como si apenas confiara en las precauciones que había tomado para asegurarse de una completa reserva—. Esto es algo nuevo —dijo—. Puedo redirigir a cualquier Furia a donde yo quiera.
—Oh, claro —volvió a decir Danner con la misma entonación.
—Es la pura verdad. Te lo mostraré. Puedo arrancar a la Furia cualquier víctima que yo desee.
—¿Cómo?
—Ése es mi secreto. Naturalmente. En efecto, he hallado un sistema de proporcionar datos falsos a las máquinas, de forma que emitan el veredicto erróneo antes de la convicción, o las órdenes erróneas tras la convicción.
—Pero eso es... peligroso, ¿no es así?
—¿Peligroso? —Hartz miró a Danner por debajo de sus caídas cejas—. Bueno, sí. Pienso que sí. Por eso es que no lo hago a menudo. En realidad, sólo lo he hecho una vez. Teóricamente, desarrollé el método. Lo probé, sólo una vez. Funcionó. Lo haré de nuevo, para demostrarte que estoy diciendo la verdad. Y después de ello, lo haré otra vez, para protegerte. Y eso será todo. No quiero trabucar a las calculadoras más de lo necesario. Una vez efectuado tu trabajo, no tendré ya por qué hacerlo.
—¿Y a quién quieres matar?
Involuntariamente, Hartz lanzó una ojeada arriba, hacia la parte superior del edificio, donde se encontraban los despachos de los supremos ejecutivos.
—A O’Reilly —dijo.
Danner lanzó también una ojeada hacia arriba, como si pudiese ver a través del techo y observar las gloriosas suelas de los zapatos de O’Reilly, el Controlador de las Calculadoras, pisando una carísima alfombra sobre su cabeza.
—Es muy sencillo —dijo Hartz—. Quiero su puesto.
—¿Y por qué no le matas tú mismo entonces, si estás tan seguro de que puedes detener a las Furias?
—Porque eso lo desbarataría todo —respondió impacientemente Hartz—. Usa la cabeza. Yo tengo un motivo evidente. No se necesitaría una calculadora para determinar a quién beneficia más la muerte de O’Reilly. Si me salvo a mí mismo de la Furia, la gente empezaría a preguntarse cómo lo hice. Pero tú no tienes ningún motivo para matar a O’Reilly. Nadie más que las calculadoras lo sabrían, y yo me encargaré de ellas.
—¿Cómo sé yo que puedes hacerlo?
—Muy sencillamente. Mira.
Hartz se puso en pie, y fue rápidamente a través de la alfombra elástica que daba a sus pasos un falso brinco juvenil. En un extremo de la estancia había un mostrador de poco más de un metro de altura, con una pantalla de vidrio inclinada sobre él. Hartz apretó nerviosamente un botón, y apareció en su superficie un mapa de un sector de la ciudad, en líneas claramente marcadas.
—He hecho aparecer un sector donde se halla operando una Furia ahora —explicó.
El mapa fluctuó y apretó de nuevo el botón. Los trazos inestables de las calles de la ciudad ondularon y se avivaron para desaparecer luego cuando reducía los sectores rápida y nerviosamente. Luego se iluminó un mapa en el que tres líneas ondulantes de color se entrecruzaban e interseccionaban en un punto próximo al centro. El punto se movía muy lentamente a través del mapa, a la velocidad de un hombre andando y reducido a miniatura en escala con la calle por la que transitaba. Y en torno a él las líneas de color giraban lentamente, manteniendo constantemente enfocado el punto.
—Ahí está —dijo Hartz, inclinándose hacia delante para leer el nombre impreso de la calle. Una gota de sudor cayó de su frente al vidrio, y lo secó inquietamente con la yema del dedo—. Es un hombre con una Furia asignada para él. Bueno, ahora te lo voy a mostrar. Mira aquí.
Sobre el escritorio había una pantalla televisora. Hartz la encendió, y contempló impacientemente cómo iba enfocándose una escena callejera. Gentío, ruidos de tráfico, personas presurosas, y otras vagabundeando. Y en medio de la multitud un pequeño oasis de aislamiento, una isla en el mar de la humanidad. Y sobre esta isla en movimiento había dos ocupantes, como un Crusoe y un Viernes, solos. Uno de los dos era un hombre de aspecto agobiado, cuya extraviada mirada se posaba en el suelo mientras andaba. El otro isleño de aquel desierto lugar era una reluciente figura de forma humana y elevada estatura, que le iba pisando los talones. Como si muros invisibles los rodearan, conteniendo a la multitud, los dos se movían en un espacio vacío que se cerraba tras ellos y se abría ante ambos. Algunos de los viandantes los miraban fijamente, y otros desviaban la vista con aire embarazado o inquieto. Y otros los contemplaban con franca expresión, preguntándose quizás en qué momento preciso Viernes alzaría su brazo de acero para matar a Crusoe.
—Fíjate ahora —dijo nerviosamente Hartz—. Sólo un momento. Voy a apartar a la Furia de ese hombre. Espera. —Fue a su escritorio, abrió un cajón, y se inclinó furtivamente sobre él. Danner oyó una serie de piñoneos del interior, y luego como un rechinante golpeteo de conmutadores—. Ya está —dijo Hartz, cerrando el cajón. Se pasó el dorso de la mano por la frente—. Hace calor aquí, ¿no? Miremos ahora con atención. Ya verás lo que sucede dentro de un minuto.
Volviendo al televisor, manipuló el enfoque, y se expandió la escena de la calle, centrándose en el hombre y su persecutor. El rostro del hombre parecía compartir sutilmente la impasibilidad del robot. Se hubiese dicho que habían vivido mucho tiempo juntos, y quizá lo habían hecho. El tiempo es un elemento flexible, infinitamente largo a veces en un espacio muy corto.
—Espera hasta que salgan de la multitud —dijo—. Esto no debe ser aparente. Ahora, él está volviéndose ya.
El hombre, que parecía moverse al azar, giró en la esquina de una calle y se metió en un estrecho y oscuro pasaje apartado de la circulación. El ojo de la pantalla televisiva le siguió tan de cerca como el robot.
—Así que tiene usted cámaras que pueden hacer eso —dijo Danner con interés—. Siempre lo pensé. ¿Cómo se hace? Están colocadas en cada esquina, o es una trans...
—Eso no importa —dijo Hartz—:. Secreto industrial. Mira tan sólo. Tenemos que esperar hasta... ¡No, no! ¡Mira, va a intentarlo ahora!
El hombre lanzó una ojeada furtiva tras él. El robot doblaba ahora la esquina en su persecución... Hartz se abalanzó a su escritorio y abrió el cajón. Posó su mano sobre él, y contempló ansiosamente la pantalla. Fue curioso como el hombre del pasaje, aunque no podía tener ni la menor idea de que otros ojos contemplaban, miró hacia arriba y escudriñó el cielo, fijándose por un momento en la atenta cámara oculta y en los ojos de Hartz y Danner. Luego, éstos le vieron respirar profundamente y echar a correr de repente. Un piñoneo metálico sonó en el cajón de Hartz. El robot, que había iniciado también un movimiento de carrera, se detuvo torpemente y pareció tambalearse en sus piernas de acero por un momento. Rechinó luego como una máquina inducida al paro, y se quedó inmóvil. En el borde del encuadre de la cámara pudo verse la cara del hombre, mirando hacia atrás, con la boca abierta por la impresión de ver que había sucedido lo imposible.
El robot seguía en su sitio, haciendo indecisos movimientos a medida que las nuevas órdenes que Hartz introducía en sus mecanismos relevaban a las anteriores que contenía su receptor. Luego, y volviendo su espalda de acero al hombre que huía, echó a andar calle abajo con tanto sosiego y precisión como si estuviese obedeciendo órdenes válidas, y no desmontando los propios mecanismos de la sociedad con su aberrante conducta.
Y tras un último enfoque de la cara del hombre, que parecía extrañamente impresionado, como si le hubiese abandonado el último amigo que tuviera en el mundo, Hartz desconectó la pantalla. Volvió a enjugarse la frente, y fue a la pared transparente recorriéndola con la vista, con una expresión inquieta, como si tuviese algún temor de que las calculadoras pudieran saber lo que había hecho. Y pareciendo muy pequeño contra el fondo de los gigantes metálicos, dijo por encima de su hombro:
—¿Y bien, Danner?
¿Estaba bien? Desde luego, habían hablado más y se había dejado persuadir mediante un aumento del soborno. Pero Danner sabía que desde aquel momento ya estaba decidido. Un riesgo calculado, y que merecía la pena. Y mucho. Excepto que... En el mortal silencio del restaurante había cesado todo movimiento. Sólo la Furia iba tranquilamente por entre las mesas, dejando como una estela reluciente, sin tocar a nadie. Cada rostro palidecía al volverse hacia él. Y cada mente pensaba: «¿Puede ser para mí?» Hasta los más inocentes se decían: «Éste puede ser el primer error que cometa, y acaso venga por mí. El primer error, pero sin apelación, y jamás podría yo demostrar nada.» Pues aunque el delito no tenía ningún significado en este mundo, el castigo sí, y éste podría ser ciego, asestado como un rayo. Danner, con los dientes apretados, se iba repitiendo también una y otra vez: «No es para mí. Yo estoy seguro. Estoy protegido. No viene a por mí.» Y sin embargo, pensaba que era muy extraño, una singular coincidencia, que se encontraran allí dos asesinos, bajo aquella elegante cúpula de cristal.
Él, y aquel a quien venía a buscar la Furia. Soltó su tenedor y lo oyó retiñir en el plato. Lo miró, y también la comida, y de repente su mente descartó todo cuanto le rodeaba y fue a escabullirse por la tangente, como una avestruz que mete la cabeza en la arena. Pensó en la comida. ¿Cómo crecían los espárragos? ¿Qué aspecto tenía el alimento crudo? No había visto ninguno. La comida venía ya preparada de las cocinas de los restaurantes o de las máquinas automáticas. Y las patatas. ¿Qué aspecto tenían? ¿Una masa blanca y húmeda? No, pues a veces eran rodajas ovaladas, por lo que debían ser ovaladas. Pero no redondas. A veces también tiras alargadas y puntiagudas. Y blancas, desde luego. Y crecían bajo tierra, de ello estaba casi seguro. Cuando estaban reparándose las calles, él había visto largas y delgadas raíces con blancos brazos enroscándose entre tubos y cañerías. ¡Qué cosa más extraña que estuviese él comiendo algo como delgados e ineficaces brazos humanos que rodeasen los vertederos de la ciudad y se retorcieran desvaídamente donde tenían su existencia los gusanos! Y donde él mismo, cuando la Furia le encontrase, pudiera... Empujó el plato a un lado.
Un indescriptible rumoreo y murmullo en la sala le hizo alzar la vista como si fuese un autómata. La Furia se encontraba ahora hacia la mitad de la sala, y resultaba casi chusco ver la expresión de alivio de aquellos ante quienes pasaba. Dos o tres mujeres habían ocultado sus rostros en sus manos, y un hombre se había deslizado de su asiento, desmayado, cuando al pasar la Furia volvió a relegar sus temores a sus escondidas fuentes. Ahora estaba ya muy cerca. Parecía tener más de dos metros de estatura, y su movimiento era muy tranquilo, lo cual resultaba inesperado, pensándolo bien. Más tranquilo que los movimientos de los hombres. Sus pies marcaban un sordo compás en la alfombra. Pah. Pah. Pah.
Danner intentó impersonalmente calcular cuánto pesaría. Siempre se había oído decir que no hacían ningún ruido, excepto por aquel terrible sonido opaco, pero éste iba acompañado de alguna especie de crujido o rechinamiento. No tenía facciones, pero la mente humana no podía dejar de representarse una especie de vago rostro altanero en aquella lisa superficie metálica, con ojos que parecían escudriñar la estancia. Estaba acercándose más. Ahora, todos los ojos iban convergiendo en Danner. Y la Furia seguía derecha hacia él. Casi parecía como si...
¡No! —se dijo Danner—. ¡Oh, no, eso no puede ser! —Se sentía como un hombre que, sumido en una pesadilla, está a punto de despertar—. He de despertar pronto —pensó—. He de despertar en seguida, antes de que él llegue aquí.
Pero no se despertó. Y ahora la Furia estaba a su lado, y cesaba el sordo ruido de sus pasos, acompañado por el más ligerísimo crujido posible cuando se quedó inmóvil, dominando su mesa con su estatura, en espera, y con su rostro sin facciones vuelto hacia él. Danner sintió encendérsele la cara con una intolerable oleada de calor, rabia, vergüenza, incredulidad. El latir de su corazón le aporreó con tal fuerza el pecho que le pareció que flotaba la estancia, al par que un agudo dolor le atravesaba como un rayo las sienes. Ahora estaba en pie, vociferando.
—¡No, no! —aullaba a la impasible figura de acero—. ¡Estás equivocado! ¡Has cometido un error! ¡Fuera de aquí, condenado estúpido!
Buscó a tientas la mesa sin bajar la vista, dio con el plato, lo asió y lo arrojó contra el acorazado pecho ante sí. La porcelana se hizo añicos, y la comida embadurnó de blanco, verde y marrón el acero. Danner tropezó con su butaca, dio vuelta a la mesa, y pasó ante la figura de metal, precipitándose hacia la puerta. Todo lo que podía pensar ahora era en Hartz. Mares de rostros flotaron ante él a ambos lados mientras salía dando traspiés del restaurante. Algunos le miraban con ávida curiosidad, buscando con sus ojos los suyos. Otros no miraban en absoluto, desviando la vista a sus platos, o bien se cubrían las caras con las manos. Tras él siguió el acompasado y sordo paso, y el rítmico y débil crujido de algo en alguna parte de la acorazada figura. Los rostros desaparecieron a ambos lados cuando atravesó la puerta sin siquiera percatarse de que la abría. Se encontraba en la calle.
Estaba bañado en sudor y pareció azotarle un aire helado, aunque no hacía un día frío. Miró aturdido a izquierda y derecha, y luego se abalanzó a una cabina telefónica cercana, flotando ante sus ojos tan claramente la imagen de Hartz que fue tropezando con los transeúntes, cuyas voces indignadas ni siquiera oía. El camino se despejó mágicamente ante él, y siguió por la creada isla de su aislamiento. Una vez hubo cerrado la puerta de cristal de la cabina, el silencio de su interior repercutió con el bataneo de la sangre en sus oídos. A través de la puerta vio al robot en insensible espera, la comida desparramada le recorrió el pecho como una banda de honor robótica.
Danner trató de marcar un número, pero sus dedos parecían de goma. Respiró intensa y profundamente, tratando de serenarse. Un pensamiento fuera de propósito flotó a través de la superficie de su mente. «He olvidado pagar la comida.» Y luego: «¡Vaya el bien que me puede hacer ahora el dinero! ¡Oh, maldito Hartz, maldito sea, maldito...! Marcó por fin el número, y en la pantalla apareció en vivos colores el rostro de una muchacha. Eran buenas y caras las pantallas de las cabinas telefónicas de aquella parte de la ciudad, anotó de manera impersonal su mente.
—Aquí el despacho del Controlador Hartz. ¿En qué puedo servirle?
Danner hizo dos intentos antes de poder dar su nombre. Se preguntó si la muchacha podía verle, y detrás de él, empañadamente a través del cristal, a la elevada figura en espera. No podría decirlo, pues la muchacha bajó la vista inmediatamente a lo que debía ser una lista sobre una invisible mesa ante ella.
—Lo siento. El señor Hartz está ausente. No volverá hoy.
La luz y el color de la pantalla se apagaron. Danner abrió la puerta de la cabina. Sentía inseguras las piernas. El robot estaba a algunos pasos, y durante un momento se quedaron frente a frente. Danner se sintió de pronto dominado por una irrefrenable risita entre dientes que él mismo notó que bordeaba la histeria. ¡Estaba tan ridículo el robot con aquel emplasto de comida en el pecho, semejante a una banda honorífica! Y con sorpresa se dio cuenta también de que, por su parte, él llevaba asida en la mano izquierda la servilleta del restaurante.
—Apártate —dijo al robot—. Déjame ir. Imbécil, ¿es que no sabes que se trata de un error?
Su voz vibraba. El robot rechinó débilmente y dio un paso atrás.
—Ya es bastante malo tenerlo detrás de mí —dijo Danner—. Al menos, podrías ser limpio. Un robot sucio es demasiado... demasiado...
El pensamiento era idiotamente insoportable, y oyó sollozos en su voz. Y medio riendo y medio llorando, limpió el pecho de acero y tiró la servilleta al suelo. Y fue en aquel preciso instante, con la sensación del duro pecho aún vivida, cuando se percató a través de la protectora pantalla de la histeria, y se le presentó la verdad. Nunca ya en la vida volvería a estar solo; nunca, mientras tuviese aliento. Y cuando muriese, sería por aquellas manos de acero, quizá sobre aquel pecho de acero. Y aquel insensible rostro inclinado hacia el suyo sería la última cosa que viera al exhalar su último suspiro. Ningún compañero humano, sino el tétrico cráneo de acero de la Furia. Le llevó casi una semana el dar con Hartz, durante la cual cambió de opinión sobre cuánto tiempo tardaría en volverse loco un hombre seguido por una Furia. La última cosa que veía por la noche era la luz de la calle, filtrándose a través de las cortinas del apartamento de su lujoso hotel y reluciendo sobre el hombro de su carcelero.
Durante toda la noche, casi en vela por un inquieto dormitar, podía oír el débil rechinar de algún mecanismo interior funcionando bajo la coraza. Y cada vez que se despertaba era para preguntarse si volvería a hacerlo de nuevo. ¿Le asestaría el golpe mientras dormía? ¿Y qué clase de golpe? ¿Cómo ejecutaban las Furias? Siempre era un débil alivio ver la difusa luz del amanecer brillar sobre el vigilante junto a su cama. Por lo menos había vivido aquella noche. ¿Pero era vivir aquello? ¿Merecía la pena el peso? Conservó su apartamento del hotel. Quizá la dirección hubiese deseado que se marchara, pero no le dijeron nada. Posiblemente no se atrevían. La vida adquiría una rara y transparente calidad, como algo visto a través de una pared de cristal. Aparte de tratar de ver a Hartz, no había nada que deseara Danner. Los antiguos deseos de lujos y placeres, diversiones y viajes, se habían esfumado. No hubiese viajado solo.
Pasó horas en la biblioteca pública, leyendo todo cuanto había disponible sobre las Furias. Fue allí donde encontró las dos obsesionantes y pavorosas líneas que Milton escribiera cuando el mundo era pequeño y sencillo... líneas misteriosas que no tenían ningún sentido definido para nadie hasta que el hombre creara la Furia de acero, a su propia imagen. Pero ese instrumento ambidextro a la puerta Está dispuesto a destruir de una vez por todas... Danner lanzó una ojeada a su instrumento ambidextro, inmóvil a su lado, y pensó en Milton y en los antiguos tiempos en que la vida era sencilla y tranquila. El siglo veinte, cuando toda la civilización se quebró en un mayestático derrumbamiento, precipitándose en el caos. Y la época anterior, cuando las personas eran... diferentes, en cierto modo. ¿Pero cómo? Aquello estaba demasiado lejos y resultaba demasiado extraño. No podía imaginarse la época anterior a las máquinas.
Pero supo, por primera vez, lo que realmente había sucedido en sus años tempranos, cuando el brillante mundo desapareció por entero y comenzó la oscura y afanosa penalidad de la esclavitud. Y fueron forjadas las Furias a semejanza del hombre. Antes de que comenzaran las guerras realmente grandes, la tecnología avanzó hasta el extremo de que las máquinas procreaban máquinas como cosas vivientes, y pudo haberse establecido un Edén en la Tierra, donde los deseos de cada cual se vieron plenamente colmados, a no ser que las ciencias sociales se retrasaran tanto con respecto a las ciencias físicas. Cuando se produjeron las guerras diezmadoras, las máquinas y las personas lucharon codo a codo, el acero contra el acero y el hombre contra el hombre; pero el hombre era más perecedero.
Las máquinas lamían sus heridas de metal y se curaban mutuamente, pues habían sido construidas para poder hacerlo. No tenían necesidad alguna de ciencias sociales. Seguían reproduciéndose tranquilamente y suministrando a la Humanidad los lujos y comodidades que la Era del Edén les había destinado a proporcionar. Imperfectamente, desde luego. De forma incompleta, porque algunas de sus especies fueron extinguidas por entero y no dejaron elementos para la reproducción de su progenie. Pero la mayoría de ellas conservaron sus materias primas, las refinaron, vertieron y fundieron las partes necesarias, hicieron su propio combustible, repararon sus propias heridas y mantuvieron su casta sobre la superficie de la Tierra con una eficacia, a la cual ni siquiera se aproximó nunca el hombre.
Entretanto la Humanidad se iba desmenuzando. No había ya más grupos reales, y ni siquiera familias. Los hombres apenas se necesitaban mutuamente. Las relaciones emocionales disminuían. Los hombres habían sido condicionados para aceptar sustitutivos suplantadores, y el escapismo era una escuela fatalmente natural. Reorientaban sus emociones a las Máquinas de Evasión que los alimentaban con placenteras e imposibles aventuras, y hacían que el mundo en vela les pareciese demasiado insípido para preocuparse por él. Y la demografía fue decayendo cada vez más. Fue un período muy raro. El regalo y la molicie fueron de la mano con el caos, y la anarquía y la inercia eran la misma cosa. Y siguió disminuyendo la tasa demográfica...
Eventualmente, unos cuantos reconocieron lo que estaba sucediendo. El hombre como especie estaba en vías de desaparecer. Y era impotente para evitarlo. Pero tenía un poderoso servidor. Así llegó el momento en que algún desconocido genio advirtió lo que debía hacerse. Alguien vio la situación claramente y estableció una nueva norma en el mayor de los calculadores electrónicos supervivientes. Éste fue el objetivo que implantó: «La Humanidad debe volver a responsabilizarse. Éste será vuestro único objetivo hasta que se alcance la meta.» Era sencillo, pero los cambios que produjo fueron universales y toda la vida humana del planeta se alteró drásticamente, debido a ello. Las máquinas eran una sociedad integrada, y el hombre no lo era. Y ahora tenía una serie de órdenes, todas ellas reorganizadas, que obedecer. Así acabaron los días de los placeres libres. Las Máquinas de evasión fueron arrumbadas. Los hombres se vieron obligados a agruparse por mor de la supervivencia. Tenían ahora que asumir el trabajo que suspendieran las máquinas, y lenta, lentamente, comenzaron a engendrarse y a suplantar de nuevo al sentimiento casi perdido de la unidad humana.
Pero era un proceso tan lento... Y ninguna máquina podía devolver al hombre lo que había perdido: la conciencia interiorizada. El individualismo había alcanzado su última fase y no había habido durante mucho tiempo ningún disuasor del crimen. Sin familia o relaciones de clan, ni siquiera existía la motivación de la represalia. Faltaba la conciencia, porque ningún hombre se identificaba con otro. Ahora, el trabajo real de las máquinas era reconstruir en el hombre un superego realista que lo salvara de la extinción. Una sociedad responsable de sí misma sería una sociedad genuinamente interdependiente, en la que el dirigente se identificara con el grupo, y poseedora de una conciencia realista e interiorizada, que prohibiera y castigara el «pecado»... el pecado de deteriorar al grupo con el que se estaba identificado. Y aquí intervenían las Furias. Las máquinas definían el asesinato, bajo cualquier circunstancia, como el único delito humano.
Esto era bastante perfecto, puesto que es el único acto que puede destruir irremplazablemente una unidad de sociedad. Las Furias no podían impedir el crimen. El castigo nunca enmienda al criminal. Pero puede impedir a otros que cometan un crimen, por simple miedo, al ver el castigo que se administra. Las Furias eran el símbolo del castigo. Recorrían abiertamente las calles siguiendo a sus víctimas condenadas; eran el signo permanente y visible de que el asesinato es siempre castigado, y de la manera más pública y terrible. Eran muy eficientes. Nunca se equivocaban. O, por lo menos, no se equivocaban nunca en teoría; y considerando las enormes cantidades de información almacenadas en las computadoras analógicas, parecía muy probable que la justicia de las máquinas fuera más eficiente de lo que pudiera serlo la de los humanos.
Algún día, el hombre redescubriría el pecado. Sin ello, había estado cerca de perecer por completo. Con ello, podría reasumir su autoridad sobre sí mismo y sobre la raza de servidores mecánicos que estaban ayudándole a restaurar su especie. Pero hasta entonces, las Furias habrían de recorrer las calles, como conciencia del hombre con disfraz metálico, impuesta por las máquinas que el propio hombre creara hacía mucho tiempo. Apenas supo Danner lo que hizo durante ese tiempo. Pensó mucho en los antiguos días, cuando funcionaban todavía las Máquinas de Evasión, antes de que las nuevas máquinas racionaran el regalo de los sentidos. Pensó en ello hoscamente y con resentimiento, pues no podía ver ningún objeto en el experimento en que se había embarcado la Humanidad. Lo había pasado mejor en aquellos días.
Y entonces no había tampoco Furias. Bebió mucho. En una ocasión vació sus bolsillos en el mugriento gorro de un mendigo cojo de ambas piernas, porque el hombre, al igual que él mismo, estaba apartado de la sociedad por algo nuevo y terrible. Para Danner era la Furia. Para el mendigo era la propia vida. Treinta años antes hubiese vivido o muerto, atendido sólo por máquinas. El que un mendigo pudiese sobrevivir, pidiendo, debía ser señal de que la sociedad estaba comenzando a sentir compasión de quien disfrutaba de todos sus miembros, pero para Danner esto no significaba nada. No subsistiría lo bastante como para conocer el final de la Historia. Quería hablar al mendigo, aunque el hombre intentaba escaparse en su pequeña plataforma con ruedas.
—Escucha —le dijo Danner con apremio, y siguiéndole mientras hurgaba en sus bolsillo—. Quiero decírtelo. Ella no siente de la manera que tú te crees. Siente...
Estaba completamente borracho aquella noche, y siguió al hombre hasta que éste le arrojó su dinero y se marchó rápidamente en su plataforma con ruedas, mientras Danner se apoyaba contra una pared e intentaba creer en su solidez. Pero sólo era real la sombra de la Furia proyectada en él por un farol. Más tarde, la misma noche, atacó a la Furia en algún lugar oscuro. Le parecía recordar haber tropezado con un tubo de hierro en el suelo, y sólo consiguió sacar con él una lluvia de chispas al asestarlo contra los impenetrables hombros del robot. Luego echó a correr por un dédalo de calles, para esconderse finalmente en un oscuro soportal, oyendo finalmente resonar en la noche los firmes pasos de su implacable persecutor. Se durmió, agotado.
Fue al día siguiente cuando finalmente consiguió ver a Hartz.
—¿Qué es lo que ha ido mal? —preguntó Danner.
Había cambiado mucho. Su rostro estaba adquiriendo, en su impasibilidad, un singular parecido a la máscara de metal del robot. Hartz dio un nervioso golpe en el borde de su escritorio, haciendo una mueca de dolor. El despacho parecía estar vibrando, no con el latido de las máquinas de abajo, sino con su propia energía.
—Algo fue mal —respondió—. Todavía no sé qué. Yo...
—¿Que no lo sabes? —exclamó Danner perdiendo parte de su impasibilidad.
—Espera un poco —dijo Hartz con tranquilizadores movimientos de sus manos—. Sopórtalo un poco más. Todo irá bien. Puedes...
—¿Cuánto tiempo más he de soportarlo? —preguntó Danner.
Miró por encima del hombro a la gigantesca Furia que estaba tras él, como si realmente le dirigiese a ella la pregunta, y no a Hartz. Por la manera que lo dijo, hacía pensar que debió haber hecho la pregunta muchas veces, mirando al inexpresivo rostro de metal, y que seguiría haciéndola desesperadamente hasta que llegase por fin la respuesta. Pero no en palabras...
—No he podido ni siquiera descubrirlo —dijo Hartz—. Maldita sea, Danner, se corría un riesgo. Lo sabías.
—Tú dijiste que podías controlar la computadora —replicó Danner—. Te vi hacerlo. Quiero saber por qué no hiciste lo que habías prometido.
—Algo fue mal, ya te lo he dicho. Debiera haber funcionado. En el mismo momento que se realizó ese... asunto, introduje los datos que debieran haberte protegido.
—¿Pero qué sucedió?
Hartz se puso en pie y comenzó a pasearse por la alfombrada estancia.
—No lo sé exactamente —respondió—. No comprendemos la potencialidad de las maquinas, eso es todo. Yo pensé que podría hacerlo. Pero...
—¡Tú pensaste!
—Sé que puedo hacerlo. Todavía lo intento. Lo estoy intentando todo. Al fin y al cabo, esto es importante también para mí. Estoy trabajando en ello tan rápidamente como puedo. Es por eso por lo que no pude verte antes. Estoy seguro de poder hacerlo, si puedo tratarlo a mi modo. Maldita sea, Danner, es complicado. No es como hacer un escamoteo con un computómetro... Mira esos aparatos de ahí.
—Harás mejor en conseguirlo —dijo Danner, sin mirarlos—. Eso es todo.
—¡No me amenaces! —dijo furiosamente Hartz—. Déjame solo y lo conseguiré. Pero no me amenaces.
—Tú también estás implicado en ello —advirtió Danner.
Hartz volvió a su escritorio y se sentó en el borde.
—¿Cómo? —preguntó.
—O’Reilly está muerto. Tú me pagaste para matarle.
—La Furia lo sabe —repuso Hartz encogiéndose de hombros—. Las computadoras también. Y ello no importa un pepino. Tu mano fue la que apretó el gatillo, y no la mía.
—Ambos somos culpables. Si yo sufro por ello, tú...
—Eh, eh, espera. Considéralo debidamente. Creí que lo sabías. Es básico en el cumplimiento de la ley, y siempre lo ha sido. A nadie se le castiga por la intención. Sólo por la acción. Yo no soy más responsable por la muerte de O’Reilly, que el arma que utilizaste contra él.
—¡Pero tú me metiste! ¡Me engañaste! Voy a...
—Tú harás lo que yo diga, si es que quieres salvarte. Yo no te engañé. Sólo cometí un error. Dame tiempo y voy a enmendarlo.
—¿Cuánto tiempo?
Esta vez ambos hombres miraron a la Furia que permaneció impasible.
—Yo no sé cuánto tiempo —dijo Danner respondiendo a su propia pregunta—. Tú dices que tampoco. Nadie sabe siquiera cómo me matará ella, llegada la hora. He leído todo cuanto está disponible al público sobre el particular. ¿Es verdad que el método varía, sólo para tener en ascuas a las personas como yo? Y el tiempo designado... ¿varía eso también?
—Sí, es verdad. Pero hay un mínimo de tiempo... estoy casi seguro. Tú debes estar aún dentro de él. Créeme, Danner, todavía puedo apartar a la Furia. Me viste hacerlo. Sabes que funcionó. Todo lo que he de hacer es descubrir lo que fue mal en esta ocasión. Estaré en contacto contigo. No trates de verme de nuevo.
Danner se puso en pie como impulsado por un resorte y dio unos rápidos pasos hacia Hartz. Su rostro estaba transformado por la cólera y la frustración en una impasible máscara que la desesperación le había estado formando. Pero sonaron tras él los solemnes pasos de la Furia, y se detuvo. Los dos hombres se miraron fijamente.
—Dame tiempo —dijo Hartz—. Confía en mí, Danner.
En cierto modo, tener esperanza era peor. Hasta el momento, embotado por la desesperación no había sentido demasiado. Pero ahora había una oportunidad de que, después de todo, pudiera sumirse en la nueva vida brillante por la que tanto había arriesgado... si Hartz pudiese salvarle a tiempo. Ahora, y durante un período, comenzó a saborear de nuevo la experiencia. Compró trajes nuevos. Viajó, aunque jamás solo, desde luego. Hasta buscó de nuevo la compañía humana, y la encontró... hasta cierto punto. Pero la clase de personas dispuestas a asociarse con un hombre, sobre el que estaba suspendida una sentencia de muerte, no era de un tipo muy halagüeño. Halló, por ejemplo, que algunas mujeres se sentían fuertemente atraídas hacia él, no a causa de su persona o de su dinero, sino debido a su compañero. Parecían sojuzgadas por la oportunidad de un trato íntimo y protegido con el propio instrumento del destino. Por encima del hombro observaba a veces cómo contemplaban a la Furia en un éxtasis de fascinada expectación. Y en una extraña reacción de celos abandonaba a tales personas tan pronto como reconocía la primera mirada expresiva de coqueteo de una de ellas con el robot.
Le dio por hacer viajes largos. Tomó el cohete y fue a África, volviendo por las selvas vírgenes de Sudamérica. Pero ni los clubs nocturnos ni la exótica novedad de raros lugares parecía satisfacerle en alguna medida. La luz del sol se parecía mucho, reflejándose en las superficies curvas de su seguidor, bien reluciera en las sabanas pobladas de leones o filtrándose a través de las espesuras de las junglas. Toda novedad se tornaba rápidamente insulsa debido al terrorífico objeto familiar situado incesantemente a su espalda. No podía disfrutar de nada en absoluto. Y el rítmico percutir de los pasos tras él comenzó a hacérsele insoportable. Empleó tapones para los oídos, pero la intensa vibración le atravesaba el cráneo en un constante bataneo como una eterna jaqueca. Incluso cuando permanecía quieta la Furia, oía en su cabeza el imaginario percutir sordo de sus pasos. Compró armas y trató de destruir el robot. Desde luego, fracasó en su intento. Y aún de haberlo logrado, sabía que se le habría asignado otro. El licor y las drogas no le hacían ningún bien. Cada vez con más frecuencia le asaltaba la idea del suicidio, pero la postergó porque Hartz le había dicho que aún había esperanza.
Finalmente, volvió a la ciudad para estar cerca de Hartz... y esperar. De nuevo pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, no andaba más de lo necesario, debido a los pasos que sonaban tras él. Y fue allí, una mañana, cuando halló la respuesta... Había revisado todo el material disponible sobre las Furias, repasado todas las referencias literarias sobre ellas, asombrándose al ver cuántas había y cuan idóneas se habían convertido algunas de ellas (como la máquina ambidiestra de Milton) tras el lapso de todos aquellos siglos. «Esos recios pies que siguen, que van siguiendo... en persecución nada presurosa. Imperturbable andar. Pausado paso. Soberana insistencia...» Volvió la página y se vio a sí mismo y su triste estado más literalmente que cualquier alegoría:
Sacudí los pilares de las horas y derribé sobre mí mi vida; y ahora, mugriento y tiznado me encuentro en medio de los años amontonados con mi destruida juventud yaciendo bajo su túmulo. Vertió algunas lágrimas de autocompasión sobre la página que le describía tan claramente. Pero luego pasó de las referencias literarias a la filmoteca, porque había algunos filmes citados entre la bibliografía. Contempló a Orestes con traje moderno, perseguido de Argos a Atenas por una sola Furia de más de dos metros, en vez de las tres Erinias de cabelleras de serpiente de la leyenda. Cuando comenzó el empleo de las Furias, se había producido un estallido de tales temas.
Sumido en el semiensueño de sus propios recuerdos de la adolescencia, cuando funcionaban aún las Máquinas de Evasión, Danner quedó inmerso en la acción de los filmes. Se perdió en la contemplación tan por completo que cuando apareció la primera escena no se sorprendió apenas. Toda la experiencia formaba parte de algo ya consabido y al principio no le fue novedoso hallar una escena más vividamente familiar que el resto. Pero de pronto la memoria dio un toque de atención en su mente y con violento movimiento abatió su puño sobre el botón de paro de la acción, retrasando luego la película y volviendo a repetir la escena.
Mostraba a un hombre andando con su Furia a través del tráfico de la ciudad, y ambos moviéndose como en una pequeña isla desierta establecida por ellos, al igual que Crusoe con Viernes pisándole los talones... Se veía al hombre girar y meterse en una calleja, mirar ansiosamente a la cámara, respirar profundamente y echar a correr de súbito. Y se veía a la Furia vacilar, hacer movimientos indecisos y luego volverse y echar a andar queda y tranquilamente en la dirección opuesta, sonando sus pasos opacamente sobre el pavimento... Danner volvió a repetir la escena una vez más para estar seguro del todo. Estaba temblando tan violentamente que apenas podía manipular el visor.
—¿Qué te parece eso —murmuró a la Furia tras él en la oscura cabina. Se le había convertido en costumbre hablar a la Furia en un tono cuchicheante, sin percatarse de que lo hacía—. ¿Qué dirías tú de eso? ¿Que lo has visto antes, no es así? Conocido, ¿no es eso? ¿No es? ¿No es? ¡Respóndeme, maldito mudo armatoste!
Y volviéndose le asestó un puñetazo en el pecho, como se lo habría dado a Hartz de haberlo tenido delante. El golpe produjo un opaco ruido en la cabina, pero el robot no replicó, aunque, cuando Danner le miró inquisitivamente, vio el reflejo de la superconocida escena que por tercera vez discurría, recorriendo tenuemente el pecho y la cabeza del robot, como si también él recordase. Así pues, ahora sabía la respuesta. Y Hartz no había poseído nunca el poder que pretendiera. O si lo poseía, no tenía ninguna intención de emplearlo para ayudar a Danner. ¿Por qué habría de hacerlo? Su peligro había pasado. No era extraño que hubiese estado tan nervioso exhibiendo aquella escena del filme en la pantalla de su despacho. Pero la ansiedad no surgía del peligroso objeto que estaba manipulando, sino de la simple tensión en acoplar su actividad a la acción del filme. ¡Cómo debió haberlo ensayado, cronometrado cada movimiento! ¡Y cómo debió haberse reído después!
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Danner furiosamente, arrancando con su golpe una hueca repercusión en el pecho del robot—. ¿Cuánto tiempo? ¡Respóndeme! ¿Bastante?
La liberación de la esperanza era ahora un éxtasis. Ya no necesitaba esperar más. No necesitaba intentarlo ya más. Todo lo que tenía que hacer era ir a ver a Hartz, y hacerlo pronto, antes de que su tiempo se consumiera. Pensó con repugnancia en todos los días que había desperdiciado, en viajes y pasatiempos, cuando por todo lo que sabía podían estar agotándose sus últimos minutos. Antes de lo que Hartz hiciera.
—Vamos —dijo innecesariamente a la Furia—. ¡Aprisa!
Y el enigmático cronómetro interno del robot, que echó a andar tras él, fue desgranando los momentos hacia el instante en que la máquina ambidiestra asestaría su único e irremediable golpe final. Hartz se hallaba sentado en el despacho del Controlador, tras un flamante escritorio nuevo, mirando abajo desde la verdadera cúspide de la pirámide alcanzada las series de computadoras que mantenían en marcha a la sociedad y restallaban el látigo sobre la Humanidad. Suspiró con profunda satisfacción. La única sombra era que pensaba mucho en Danner. Hasta soñaba con él. No con un sentimiento de culpa, puesto que la culpa implica conciencia, y la larga instrucción en un individualismo anárquico se hallaba aún hondamente arraigada en toda mente humana. Pero con cierto desasosiego, quizá. Pensando en Danner, se inclinó hacia atrás y abrió un cajoncito que había trasladado de su antiguo escritorio al nuevo. Deslizó su mano en el interior, y sus dedos tocaron los controles ociosamente. Muy ociosamente.
Dos movimientos, y podría salvar la vida a Danner. Pues, desde luego, le había mentido. En realidad, podía controlar muy fácilmente a las Furias. Podía salvar a Danner, pero nunca había pensado hacerlo. No había necesidad. Y se corría peligro. Se intervenía una vez en un mecanismo tan complejo como el que controlaba la sociedad, y no se podía prever dónde acabaría el desajuste. Una reacción en cadena, quizás, echando por la borda a toda la organización. No. Algún día podría tener que utilizar el artilugio del cajón. Esperaba que no. Lo cerró rápidamente, y oyó el suave piñoneo de la cerradura.
Ahora era Controlador. Guardián, hasta cierto punto, de unas máquinas que eran fieles hasta un límite al que no podía llegar ningún hombre. Quis custodiet, pensó Hartz. El viejo problema. Y la respuesta era: Nadie, nadie, hoy. Él mismo no tenía superiores y su poder era absoluto. Debido a aquel pequeño mecanismo en el cajón, nadie controlaba al Controlador. Ni una conciencia interna ni externa. Nada podía tocarle... Al oír pasos en la escalera, pensó por un momento que debía estar soñando. A veces había soñado que era Danner, con aquellas implacables pisadas de sordo eco tras él. Más ahora estaba despierto. Fue extraño que percibiera el casi subsónico percutir de los pies metálicos que se aproximaban antes que los atropellados pasos de Danner subiendo precipitadamente por la escalera privada. Todo sucedió tan rápidamente que no pareció tener conexión con el tiempo. Casi al instante, oyó el súbito tumulto de gritos y los golpes de las puertas al cerrarse.
Luego, de repente se abrió con un restallido la de su despacho, y apareció Danner en el umbral, al par que el tumulto se hacía más fuerte, precipitándose hacia el oyente como un ciclón. Pero un ciclón en una pesadilla, porque nunca se acercaría más. El tiempo se había detenido. El tiempo se había detenido con Danner en el umbral, con el rostro desencajado, y sosteniendo con ambas manos un revólver, pues la convulsión que las agitaba no le permitía hacerlo con una sola.
Hartz actuó sin ningún pensamiento más que un robot. En una forma u otra, también había soñado con mucha frecuencia en aquel momento. Podía haber hecho intervenir a la Furia para que apresurase la muerte de Danner. Lo habría hecho, pero no sabía cómo. Sólo podía esperar, tan ansiosamente como el propio Danner esperaba frente a la esperanza, que fuese asestado el golpe por el ejecutor antes de que Danner sospechara la verdad. O abandonar la esperanza. Pero Hartz estaba presto a afrontar el trastorno. Se encontró con su propia arma en la mano, sin recordar lo más mínimo que hubiese abierto el cajón para cogerla. Lo malo era que el tiempo se había detenido.
Recordó vagamente que la Furia debía impedir a Danner que hiciese daño a nadie. Pero Danner estaba en el umbral solo, con el revólver asido por sus temblorosas manos. Y más allá del conocimiento del deber de la Furia, la mente de Hartz conservaba también el de que las máquinas podían detenerse. Las Furias podían fallar. No apostaría su vida por su incorruptibilidad, porque él mismo era el origen de una corrupción que podía detenerlas en su curso. Tenía el arma en la mano sin saberlo. El gatillo pareció ser quien apretó su dedo; sintió el culatazo del revólver en su palma, y el estampido de la explosión hizo silbar el aire entre él y Danner.
Oyó el tañido de la bala al chocar con metal. El tiempo reemprendió su marcha, con doble rapidez para recuperar el perdido. Después de todo, la Furia no había estado más que a un solo paso de Danner, porque lo rodeaba con su brazo de acero mientras su mano desviaba el arma de Danner, quien había disparado también, mas no lo bastante rápido. No antes de que la Furia le alcanzara. La bala de Hartz llegó primero. Alcanzó a Danner en pleno pecho, estallando y atravesándolo, para ir a chocar contra el pecho de la Furia que estaba tras él. El rostro de Danner se tornó tan inexpresivo como el de la máscara. Su cuerpo se desplomó hacia atrás, pero, abarcado por el robot, no cayó. Se fue deslizando lentamente al suelo entre el brazo de la Furia y su impenetrable cuerpo de metal. Su revólver chocó con ruido sordo en la alfombra. Manó a borbotones la sangre de su pecho y espalda. El robot permaneció impasible, con un amplio chorrete de la sangre de Danner cruzándole el pecho como una banda honorífica robótica.
La Furia y el Controlador de las Furias se quedaron mirándose fijamente. La Furia no podía hablar, desde luego, pero en la mente de Hartz pareció qué lo hiciera. -La defensa propia no supone excusa alguna —parecía estar diciendo la Furia—. Nosotras no castigamos nunca la intención, pero castigamos siempre la acción. Cualquier acto de asesinato. Cualquier acto de asesinato...
Hartz tuvo, apenas tiempo de arrojar su revólver al cajón de su escritorio antes de que irrumpiera por la puerta el primer componente del clamoreante grupo de abajo. Y apenas pudo conservar tampoco la suficiente presencia de ánimo. Realmente no pensó que las cosas hubiesen ido tan lejos. En la superficie, era un claro caso de suicidio. Se oyó a sí mismo explicándolo con voz ligeramente insegura. Todos habían visto a aquel loco precipitarse en las oficinas, con la Furia pisándole los talones. No sería la primera vez que un asesino y su Furia habían intentado llegar hasta el Controlador, para pedirle que retirase el carcelero e impidiese la ejecución. Lo que había sucedido, dijo Hartz a sus subordinados, con bastante tranquilidad, era que la Furia había evitado naturalmente que el hombre disparase contra él, Hartz. Y la víctima había vuelto entonces su arma contra sí mismo. Quemaduras de pólvora en su ropa lo mostraban. (El escritorio estaba muy cerca de la puerta.) Y la señal del estampido en la piel de las manos de Danner mostraría que realmente había disparado un arma.
Suicidio. Ello satisfaría a cualquier humano. Pero no satisfaría a las computadoras. Se llevaron el cadáver afuera, y dejaron a Hartz y a la Furia solos, frente a frente, todavía a través del escritorio. Si alguien pensó que aquello era raro, nadie lo mostró. El propio Hartz no sabía si aquello era raro o no. Nunca había sucedido nada igual. Nadie había sido lo bastante loco como para intentar asesinar en presencia misma de una Furia. Ni siquiera el Controlador sabía cómo las computadoras apreciaban la evidencia y determinaban la culpa. ¿Habría sido normalmente revocada esta Furia? Si la muerte de Danner fuese realmente un suicidio, ¿se hubiese quedado ahora solo Hartz? Él sabía que las máquinas se encontraban ya procediendo a la evidencia de lo que había sucedido allí. De lo que no podía estar seguro era de si aquella Furia había recibido ya las órdenes de aquéllas, y en consecuencia le seguiría a donde fuese, desde ahora hasta la hora de su muerte. O bien si estaba simplemente inmóvil en espera de su retirada.
Bien, no importaba. Aquella Furia u otra se hallaba en aquel momento en proceso de recibir instrucciones sobre él. Sólo quedaba hacer una cosa. Y gracias a Dios, era algo que él podía hacer.
Así Hartz abrió el cajón del escritorio y metiendo en él su mano pulsó los dispositivos que jamás había pensado emplear. Tecla por tecla, marcó cuidadosamente la información cifrada, dirigida a las computadoras. Y al hacerlo, miró a través de la cristalera, imaginándose poder ver en las ocultas cintas los datos que iban borrándose para dar lugar al nacimiento de la nueva información falsa. Alzó la vista al robot y sonrió levemente.
—Ahora olvidarás —dijo—. Tú y las computadoras. Ya puedes irte. No quiero volver a verte.
O bien las computadoras trabajaban con increíble rapidez —como desde luego lo hicieron—, o fue una pura coincidencia, porque en sólo un par de segundos la Furia se movió como en respuesta a la despedida de Hartz. De la inmovilidad en que se había quedado desde que Danner se deslizara entre sus brazos, pasó a animarse con las nuevas órdenes, y recibió casi una sacudida al cambiar de una serie de instrucciones a otra. Y su cabeza se inclinó como con un tirón que la puso casi al nivel de la de Hartz. Éste vio su propia cara reflejada en el rostro liso de la Furia. Había algo que parecía irónico ante aquella especie de reverencia del robot, cuyo pecho, estriado por la sangre de Danner, parecía adornado por una banda de honor, símbolo del deber cumplido honorablemente. Pero no había nada honorable en su retirada... El metal incorruptible estaba imponiendo la corrupción y devolvía a Hartz la mirada con el reflejo de su propio rostro.
Hartz contempló cómo la Furia se encaminaba a la puerta, y oyó luego el sordo eco de sus pasos al bajar la escalera. Sintió su vibración en el suelo, y de pronto le acometió una especie de vértigo al pensar que la estructura entera de la sociedad se estaba sacudiendo bajo sus pies. Las máquinas eran corruptibles. La supervivencia de la Humanidad seguía dependiendo de las computadoras, y no se podía confiar en ellas. Hartz bajó la vista y vio que sus manos temblaban agitadamente. Empujó el cajón y oyó el piñoneo de su cerradura. Volvió a mirarse las manos, y sintió que su agitado temblor tenía un eco en su interior, una terrible sensación de la inestabilidad del mundo. Una súbita y aterradora soledad le asaltó como un viento helado. Jamás antes había experimentado una necesidad tan apremiante de la compañía de su propio género. No de una persona, sino de la gente. La sensación de que le rodearan seres humanos... una necesidad muy primitiva. Se puso el sombrero y comenzó a bajar rápidamente la escalera, con las manos hundidas en los bolsillos, porque no había abrigo que le pudiese resguardar de aquel mortal frío interior. Oyó pasos tras él.
No se atrevió al principio a volver la vista. Conocía aquellos pasos. Pero tenía dos temores y no sabía cuál era el peor. El miedo de que una Furia estuviese detrás de él... y el miedo de que no lo estuviese. Sería una especie de demencial alivio el que realmente lo estuviera, porque entonces podría confiar después de todo en las máquinas, y podría desvanecerse su terrible soledad. Dio otro paso sin mirar atrás, y volvió a oír la agorera pisada como un eco de la suya. Exhaló un profundo suspiro y miró. No había nadie detrás de él en la escalera. Siguió bajando tras una pausa que le pareció infinita, ojeando por encima del hombro. Volvió a sonar el implacable eco., sin que hubiese ninguna Furia invisible. Las Erinias habían penetrado de nuevo en el interior, y una invisible Furia de la mente seguía a Hartz escalera abajo.
Era como si el pecado hubiese vuelto al mundo, y el primer hombre sintiera de nuevo la primera culpa íntimamente. Así, pues, en medio de todo, las computadoras no habían fallado. Hartz siguió bajando lentamente la escalera y salió a la calle, oyendo aún, como lo volvería ya a oír siempre, los inexorables e incorruptibles pasos... que, sin embargo, ya no tenían un sonido metálico.
Henry Kuttner (1815-1958)
Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner. I I Relatos de C.L. Moore.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner: La máquina ambidiestra (Two-Handed Engine), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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