«Historia de una desaparición y una aparición»: M.R. James; relato y análisis


«Historia de una desaparición y una aparición»: M.R. James; relato y análisis.




Historia de una desaparición y una aparición (The Story of a Disappearance and an Appearance) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado por primera vez en la edición del 4 de junio de 1913 de la revista The Cambridge Review, y luego reeditado en la antología de 1919: Un fantasma delgado y otros (A Thin Ghost and Others).

Historia de una desaparición y una aparición, uno de los mejores cuentos de M.R. James, nos sitúa en el siglo XIX, en Vísperas de Navidad. Allí, un hombre al cual conoceremos como W.R. recibe una carta en la que se le informa que su tío Henry, el párroco local, ha desaparecido. W.R. viaja al pueblo de su tío para tratar de encontrarlo, y justo antes de aceptar que ha muerto, se topa con un macabro espectáculo de marionetas.

Las grotescas figuras —que hacen de Historia de una desaparición y una aparición uno de los grandes relatos de terror de muñecos del período— le producen a W.R. una serie de pesadillas aterradoras; en las cuales el fantasma del clérigo busca vengarse desesperadamente.




Historia de una desaparición y una aparición.
The Story of a Disappearance and an Appearance, M.R. James (1862-1936)

Las cartas que ahora publico me las envió recientemente una persona que conoce mi interés por los relatos de fantasmas. No existe la menor sombra de duda sobre su autenticidad. El papel, la tinta y todas las apariencias la sitúan en una época más allá de todo recelo. El único punto que no queda claro es la identidad de quien las ha escrito. Firma con sus iniciales solamente y, dado que no se conservan los sobres, el nombre de la persona a la que van dirigidas —evidentemente se trata de un hombre casado— ha quedado igualmente en el anonimato. Creo que no es necesaria ninguna otra aclaración. Por fortuna, la primera carta aporta los datos imprescindibles.


CARTA I.
Great Chrishall,22 de dic. De 1837

Querido Robert:

Con no poco pesar, por la oportunidad que me pierdo de pasarlo bien, y por una razón que lamentarás tanto como yo, te escribo para comunicarte que no me va a ser posible ir a pasar con vosotros estas Navidades; pero coincidirás conmigo en que es inevitable cuando te diga que hace unas horas tan sólo he recibido una carta de la señora Hunt, de B..., comunicándome que nuestro tío Henry ha desaparecido misteriosamente de un modo súbito, y me ruega que vaya inmediatamente a unirme a las pesquisas que se están llevando a cabo para encontrarle. Dado lo poco que he visto al tío en mi vida, lo mismo que tú, considero que no me va a ser fácil, así que he decidido salir para B... en el correo de esta tarde, para llegar allí por la noche. No iré a la rectoría, sino que pienso hospedarme en el King's Head, adonde podrás mandarme tus cartas.

Te incluyo una pequeña cantidad de dinero para que compres algo a los niños de mi parte. Te escribiré diariamente (en caso de que deba permanecer allí más de un día) para tenerte al corriente; puedes estar seguro de que si se aclara todo pronto y tengo tiempo de ir a la quinta, ahí me presentaré. Dispongo de pocos minutos. Saluda cordialmente a todos de mi parte, y diles que lo lamento de veras; un afectuoso saludo de tu hermano.

W R.


CARTA II.
King's Head,23 de diciembre del 37

Querido Robert:

En primer lugar, te comunico que aún no hay noticias de tío H.; así que definitivamente puedes desechar la idea —no digo ya la esperanza— de que esté ahí para Navidad. No obstante, mis pensamientos estarán puestos en vosotros, y os deseo que paséis un día realmente feliz. Cuida que ninguno de mis sobrinos se gaste la más mínima parte de sus guineas en regalos para mí. Desde que he llegado no hago más que reprocharme haber tomado el asunto de tío H. demasiado a la ligera. Por lo que dice la gente de por aquí, infiero que hay muy pocas esperanzas de que esté aún con vida; pero no se sabe si ha sufrido un accidente o ha intervenido la mano de alguien. Los hechos son estos: el viernes día 19, como tenía por costumbre, acudió a la iglesia a rezar las oraciones vespertinas; al terminar, el sacristán le trajo un recado, por lo que salió a hacerle una visita a una persona enferma que vive en una casa de campo, a unas dos millas del pueblo. Estuvo allí y después emprendió el regreso sobre las seis.

Esto es lo último que se sabe de él. La gente de aquí se siente muy apenada por su desaparición; había vivido entre ellos durante muchos años, y aunque no era un hombre excepcionalmente afable, como tú sabes, y tenía algo de ordenancista, parece que se prodigaba en buenas acciones, sin ahorrarse ninguna molestia.

La pobre señora Hunt, que ha sido su ama de llaves desde que se marchara de Woodley, está completamente anonadada; para ella es como si el mundo se fuera a acabar. Me alegro de no haberme hecho el propósito de instalarme en la rectoría y de haber declinado varios ofrecimientos que me han hecho algunas personas hospitalarias del lugar, pues prefiero tener completa libertad, además de que me siento muy a gusto aquí.

Naturalmente, querrás saber qué pasos se han dado para averiguar su paradero. En primer lugar, no se esperaba obtener ningún resultado del registro de la rectoría y, para abreviar, así ha sido. Le he preguntado a la señora Hunt —como han hecho otros antes que yo— si había observado algún detalle anormal en su señor, algo que pudiera presagiar un ataque repentino o una súbita enfermedad, o si vio en él, alguna vez, cualquier síntoma que hiciera pensar en algo así; pero tanto ella como su médico han declarado que gozaba de completa salud. En segundo lugar, naturalmente, se han dragado los ríos y los estanques, y finalmente han registrado los campos de la vecindad por los que se sabe que ha pasado últimamente, pero sin ningún resultado. Yo mismo he hablado con el sacristán de la parroquia y —dato importante— dice que ha estado en la casa que él salió a visitar.

Hay que desechar por completo toda idea de que estas personas abrigaran mala fe. El único hombre de la casa está enfermo en cama y se siente muy débil; la mujer y los niños, como es natural, no pueden haber intervenido en esto para nada; ni cabe la posibilidad de que atrajeran con engaños al pobre tío H. para atacarle después, a su regreso, por la espalda. Habían dicho ya lo que sabían en los anteriores interrogatorios, pero la mujer me lo ha repetido; no estuvo mucho tiempo con el enfermo. No es —dijo— de los que te rezan una oración de más; pero bueno, aun así, ayuda a la gente de la parroquia lo que puede. Les dejó algo de dinero al marcharse, y uno de los niños le vio cruzar la cerca e internarse en el prado de inmediato. Iba vestido como siempre, con su alzacuello de puntas dobladas; parece que es casi el único que las lleva todavía, al menos en su distrito.

Como verás, te lo cuento todo punto por punto. La verdad es que no tengo otra cosa que hacer, puesto que no me he traído documentos que despachar; esto me servirá para despejarme, y quizá me sugiera detalles que a los demás les hayan pasado por alto.

Así que te seguiré contando cuanto suceda, incluso las conversaciones, si hace al caso; tú puedes leerlo o no, como quieras, pero, por favor, guarda las cartas. Tengo mis razones para escribírtelo lo más circunstancialmente posible, aunque las noticias no son demasiado concretas.

Te preguntarás si he realizado alguna inspección por los campos próximos a la cabaña. Como te he dicho, algo —bastante— han hecho los demás en ese sentido; pero pienso ir yo personalmente mañana por la mañana. Han dado parte a Bow Street y enviarán a alguien en la diligencia de la noche, aunque no creo que saquen nada en limpio. No hay nieve, cosa que habría podido sernos de utilidad. El campo está cubierto de hierba. Naturalmente, he ido hoy hasta allí para ver si encontraba algún indicio al ir o al volver; pero cuando venía de regreso me tropecé con que había una espesa niebla, por lo que no era cuestión de ponerme a deambular por un campo que desconozco, especialmente en una tarde como la de hoy, en que los arbustos parecían personas y los mugidos distantes de unas vacas podían haber sido las trompetas del Juicio Final.

Te aseguro que si tío Henry llega a salirme en ese momento de entre los troncos de la arboleda que hay junto al camino con su cabeza debajo del brazo, no me habría sentido más inquieto de lo que ya estaba. Para serte sincero, te diré que casi me esperaba que sucediese una cosa así. Pero tengo que dejar la pluma un momento; acaban de decirme que el reverendo señor Lucas, el coadjutor, ha venido a verme.

Más tarde. El señor Lucas ha estado aquí y se ha ido; no quería sino cumplir, expresándome su sentimiento por la pérdida de nuestro tío. He podido observar que desecha toda idea de que el rector esté aún con vida, y que, dentro de lo que cabe, está verdaderamente apenado. Me he dado cuenta también de que tío Henry no debía inspirar mucho afecto ni aun entre personas más sensibles que el reverendo señor Lucas.

Además del señor Lucas, he tenido otra visita; el buen Bonifacio —el posadero del King's Head—, que ha venido a ver si deseaba alguna cosa; es un hombre que necesitaría la pluma de un Boz para hacerle justicia. Al principio se ha mostrado muy grave y solemne.

—Bueno, señor —me ha dicho—, debemos resignarnos e inclinar la cabeza ante la desgracia, como solía decir mi pobre esposa; por lo que tengo entendido, hasta ahora no se ha encontrado ni pelo ni señal de nuestro desaparecido y respetado párroco; no es que fuese un hombre velludo en el sentido que se entiende en la Biblia.

Le he dicho —lo mejor que he podido— que a mí me parecía que no; pero no he podido resistir la tentación de añadir que había oído decir que a veces resultaba un poco difícil entenderse con él. El señor Bowman me ha mirado entonces fijamente un momento, y luego ha pasado sin transición de su actitud de solemne simpatía a una conmovedora perorata.

—Cuando pienso —me ha dicho— en qué términos tuvo a bien calificarme aquí, en este mismo salón, total por un barril de cerveza (una cosa así, como yo le dije, podía pasarle cualquier día incluso a un padre de familia), aunque luego resultó que él estaba completamente equivocado, como me enteré después; ahora que en ese momento no pude contener la lengua.

Luego se ha callado de repente, y me ha lanzado una mirada con cierto embarazo. Yo me he limitado a decir:

—Vaya por Dios, siento oírle decir que había diferencias entre ustedes; pero supongo que en la parroquia se echará de menos a mi tío.

—¡Ah, sí! —ha dicho—, ¡su tío! Me comprenderá usted si le digo que por un momento se me había ido de la cabeza que era familia suya; debo añadir que es natural que me haya pasado eso, porque el solo pensamiento de que se parezca usted a..., a él, es sencillamente ridículo. Sin embargo, de haberlo tenido en cuenta, usted habría sido el primero en notarlo, estoy seguro, porque habría mantenido la boca cerrada, o al menos no la habría abierto para hacer esta clase de comentarios.

Le he asegurado que le comprendía perfectamente, y aún quería haberle hecho unas cuantas preguntas más, pero le han llamado de otro lado para que atendiera a otros asuntos. A propósito, no se te vaya a pasar por la cabeza que tiene nada que ver con la desaparición del pobre tío Henry, aunque, sin duda, cuando empiece a dar vueltas en la cama esta noche, va a pensar que yo estoy convencido de que sí, así que mañana es posible que me venga con un montón de explicaciones. Debo terminar la carta; quiero que salga en el último correo.


CARTA III.
25 de diciembre del 37

Querido Robert:

Extraña carta ésta para escribírtela el día de Navidad, y no obstante, no es que tenga mucho de particular. O puede que sí, juzga tú. En todo caso, no es nada decisivo. Los hombres de Bow Street dicen que prácticamente no tienen ninguna pista. Dados los días transcurridos y el tiempo que ha hecho, las huellas que han encontrado son tan borrosas que no tienen ningún valor. Tampoco han descubierto nada que perteneciera al difunto —me temo que no se le puede llamar ya de otro modo.

Como me esperaba, el señor Bowman no parecía tener la conciencia tranquila esta mañana; muy temprano aún, le he oído que hablaba en el bar en un tono bastante alto —intencionadamente, me ha parecido a mí— con los policías de Bow Street; decía que representaba una gran pérdida para el pueblo la desaparición del rector y que era preciso no dejar una sola piedra por remover (hacía mucho hincapié en esta frase) hasta descubrir lo que había pasado. Sospecho que debe de tener cierta fama de orador en las tertulias de sociedad.

Al sentarme a desayunar se ha acercado a mí, y mientras me servía un panecillo, ha aprovechado la oportunidad para decirme en voz baja:

—Espero, señor, que se dé cuenta de que mis sentimientos hacia su tío no están motivados por la más mínima sombra de lo que podríamos llamar malevolencia (usted puede irse, Elizar; yo atenderé personalmente al señor); perdone el señor, pero debe comprender que un hombre no siempre es dueño de sí mismo; y más cuando a ese hombre le han herido en lo hondo interpelándole en unos términos que me atrevo a considerar muy poco apropiados —su voz se iba elevando a medida que hablaba, y su cara se congestionaba por momentos—; no, señor. Y mire usted, si me lo permite, me gustaría explicarle en pocas palabras cuál era exactamente el meollo de la discusión.

Aquel barril (podría ser más exacto si dijera aquel barrilito) de cerveza... Comprendí que era el momento de interrumpirle, y le dije que no veía que sirviera de mucho meternos en los pormenores de semejante tema. El señor Bowman asintió, y prosiguió más sosegado:

—Bien, señor, convengo con usted; sea como sea, la verdad es que no contribuye gran cosa a aclarar el presente caso. Lo que quiero que comprenda es que estoy tan dispuesto como usted a ayudar en lo que pueda en el asunto que tenemos entre manos y, como he tenido ocasión de decirles a los oficiales no hace ni tres cuartos de hora, a no dejar una sola piedra por remover hasta encontrar algo que arroje una chispa de luz sobre este doloroso asunto.

De hecho, el señor Bowman nos ha acompañado en nuestra batida; pero, pese a mi convencimiento de que es auténtico su deseo de ser útil, me temo que no nos ha hecho demasiado servicio. Parecía tener la firme convicción de que nos vamos a encontrar con tío Henry o con la persona responsable de su desaparición paseando por el campo, y a cada momento andaba con la mano en las cejas haciendo de pantalla y señalándonos con el bastón a todo labrador o rebaño que aparecía a lo lejos. Le hemos visto interpelar largamente en tono rígido y severo a unas cuantas viejas que hemos encontrado en el camino; pero después, al volver a reunirse con nosotros, decía invariablemente: Bueno, parece que esa mujer no tiene nada que ver con este doloroso asunto. Créame usted, señor, por toda esta parte parece que vamos a sacar muy poco en limpio, si es que sacamos algo; a no ser que nos haya ocultado algo esa mujer.

No hemos conseguido ningún resultado positivo, como te decía al principio; los hombres de Bow Street se han marchado del pueblo, no sé si a Londres o a otra parte. Esta tarde he tenido la compañía de un viajante de comercio, un individuo bastante despierto. Estaba enterado de lo que ocurría; pero, a pesar de que ha estado frecuentando las carreteras de los alrededores estos últimos días, no se ha tropezado con nadie sospechoso: mendigos, marineros, vagabundos o gitanos. No paraba de hablar de un estupendo teatro de títeres de Punch y Judy que ha visto hoy mismo en W..., y me ha preguntado si ha estado ya por aquí, aconsejándome que no me lo pierda por nada del mundo si pasa por este pueblo. Son los mejores títeres, dice, que ha visto en su vida. Los títeres, como sabes, son la última novedad en materia de espectáculos.

Yo sólo los he visto una vez, pero no tardarán mucho en estar al alcance de todos. Bueno, te preguntarás por qué me tomo el trabajo de escribirte todo esto. Es completamente necesario, porque está relacionado con otra absurda insignificancia (como irremediablemente dirás tú) que, dado mi actual estado de desasosiego —tal vez no sea más que eso—, no tengo más remedio que contar. Es un sueño lo que te voy a referir, pero debo decirte que es el más extraño que he tenido en mi vida. ¿Hay algo más en ese sueño, aparte de lo que ha podido sugerirme la charla del viajante y la desaparición de tío Henry? Repito lo de antes, juzga tú. Yo no me encuentro en un estado de ánimo bastante ecuánime para poder juzgar por mí mismo.

Empezaba de una manera que sólo me es posible describir como unas cortinas que se descorren; entonces me di cuenta de que estaba sentado en una butaca, no sé si en casa o fuera de casa. Había personas —muy pocas— a uno y otro lado de mi asiento, pero no las conocía, o al menos eso me parecía a mí. Estaban calladas y, por lo que puedo recordar, estaban muy serias y tenían la cara pálida y miraban fijamente hacia delante. Frente a mí había un tablado de títeres, quizá algo más grande de lo normal, decorado con figuras negras sobre un fondo amarillo rojizo. Detrás, a uno y otro lado, reinaba gran oscuridad, pero delante había bastante luz. Yo estaba expectante, me sentía presa de una gran excitación, y a cada momento me parecía que iba a sonar la fanfarria de flautas y trompetas anunciadoras.

En vez de eso, sonó de pronto un enorme —no me es posible emplear otra palabra—, un enorme y solitario tañido de campana procedente de no sé qué distancia, aunque detrás de mí. Se alzó el pequeño telón, y empezó el drama.

Creo que hay quien ha intentado hacer de los títeres una tragedia seria; quienquiera que sea, habría quedado complacido con esta versión. El héroe tenía algo de satánico. Alternaba sus métodos de ataque; para atacar a algunas de sus víctimas se agazapaba, y su horrible semblante —creo recordar que era de una palidez amarillenta —, cuando escrutaba en torno suyo, me hacía pensar en la inmunda caricatura de vampiro de Fuseli. Otras veces se presentaba bajo un aspecto cortés y carnavalesco, sobre todo cuando abordó al desdichado forastero que sólo podía decir Shallabalah, aunque no logré entender lo que decía Punch. Pero cuando le llegaba a cada uno el momento final, yo sentía miedo. El estallido de la estaca sobre sus calaveras, que de ordinario me hace mucha gracia, sonaba aquí como un crujido de huesos machacados y las víctimas se estremecían y sacudían sus cuerpos al desplomarse. El bebé —a medida que lo cuento me va pareciendo más ridículo—, el niño, estoy seguro de que estaba vivo. Punch le retorció el cuello, y si no fue real el chasquido o crujido que se oyó, no entiendo de realidades.

El escenario se iba oscureciendo cada vez más, a medida que se consumaban los crímenes, hasta que, finalmente, uno de los asesinatos tuvo lugar en medio de la más completa oscuridad, de manera que me fue imposible ver a la víctima, y el criminal tardó algún tiempo en ejecutarlo. Estuvo acompañado de jadeos y horribles ruidos sofocados; después de lo cual, Punch fue a sentarse al borde del escenario, se abanicó y se miró sus zapatos manchados de sangre, volvió la cabeza hacia un lado y soltó una risotada tan espeluznante que algunas de las personas que estaban sentadas junto a mí se taparon la cara, y a mí me dieron ganas de hacer lo mismo.

Pero en esto, el decorado que había detrás de Punch se fue iluminando y apareció, no la fachada de siempre, sino algo más ambicioso; una pequeña arboleda, y la suave pendiente de una colina con una luna asombrosamente natural —yo diría incluso real—, brillando sobre el paisaje. Poco a poco, fue apareciendo algo que no tardó en definirse como una figura humana, con una cosa extraña en la cabeza que al principio me fue imposible identificar. No estaba de pie, sino que andaba a gatas o se arrastraba hacia Punch, que aún seguía sentado de espaldas; a la sazón (aunque no me di cuenta en ese mismo momento), recuerdo que había desaparecido todo indicio de tratarse de una función de marionetas. Punch seguía siendo Punch, desde luego; pero, como el otro, era en cierto modo un ser vivo, y ambos se movían por sí mismos.

Cuando le miré a continuación, le vi sumido en sus perversas reflexiones; pero un instante después pareció llamarle la atención algún ruido, se levantó primero de un salto, y como es natural, reparó en la persona que se le acercaba, la cual se hallaba en ese momento muy cerca de él. Entonces dio inequívocas muestras de terror; cogió su estaca y echó a correr hacia los árboles a tiempo justo de eludir los brazos de su perseguidor, que los había extendido para interceptarle. Fue en ese momento cuando, con un asombro que no resulta nada fácil expresar, vi más o menos claramente al perseguidor. Era un individuo robusto, vestido de negro y, según me pareció, con alzacuello. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de bolsa de tela blanquecina.

La persecución que se inició duró no sé cuánto tiempo, unas veces entre los árboles, otras por la pendiente de la colina; había ocasiones en que las figuras desaparecían completamente durante unos segundos, y sólo algún dudoso ruido permitía adivinar que aún seguían corriendo. Finalmente, llegó el momento en que Punch, evidentemente cansado, se dirigió tambaleante hacia la izquierda y se arrojó al suelo entre los árboles. No tardó en aparecer su perseguidor, y se puso a escrutar a uno y otro lado. Después, al descubrir la figura del suelo, se arrojó sobre ella —en ese momento estaba de espaldas al público—, se quitó de un tirón la bolsa que le cubría la cabeza y hundió su rostro en el de Punch. En ese instante se quedó todo a oscuras.

Se oyó un alarido tremendo, escalofriante, prolongado; entonces me he despertado, y me he encontrado con que estaba exactamente delante de... sabe Dios lo que vas a pensar de mí, pero era eso, delante de un enorme búho que se había posado en el antepecho de la ventana que tengo justo enfrente de mi cama, el cual mantenía sus alas como dos hombros encogidos. He visto la fiera mirada de sus ojos amarillos, y luego ha desaparecido. He vuelto a oír el enorme tañido solitario de la campana —que, como seguramente estarás pensando ya, podía ser del reloj de la iglesia, aunque no lo creo—, y luego me he despertado del todo.

Todo esto ha sucedido durante la última media hora. No podía conciliar el sueño otra vez, así que me he levantado, me he abrigado un poco, y en estas primeras horas de la madrugada de Navidad me tienes aquí, escribiéndote todo este galimatías. ¿Me habré dejado algo? Sí, no había ningún perro Toby en la representación, y los nombres que coronaban el retablo de marionetas eran Kidman and Gallop, que por cierto no eran los que el representante me había dicho.

Parece que me está entrando sueño otra vez, así que voy a cerrar la carta y a ponerle el sello.


CARTA IV.
26 de diciembre, 1837

Querido Robert:

Se acabó. Han encontrado el cuerpo. No voy a disculparme por no haberte enviado noticias en el correo de anoche, por la sencilla razón de que me sentía incapaz de coger la pluma. Los sucesos que acompañaron al descubrimiento me trastornaron tan por completo que me vi obligado a descansar lo que pude durante la noche a fin de afrontar la situación. Ahora ya puedo contarte las novedades del día; verdaderamente, del más extraño día de Navidad que he pasado y espero pasar.

El primer incidente no fue demasiado serio. El señor Bowman, creo, había estado celebrando la Nochebuena y se sentía un poco quisquilloso; desde luego, no se levantó muy temprano y, a juzgar por lo que oí comentar, ni los criados ni las criadas hacían nada a derechas según él. Por lo que se refiere a las criadas, acabaron en lágrimas. Tampoco estoy seguro de que el señor Bowman lograra conservar su actitud valerosa. En todo caso, cuando bajé, me felicitó las pascuas con voz cascada, y poco más tarde, cuando vino a hacerme la visita de rigor durante el desayuno, no estaba precisamente de muy buen talante; casi me atrevería a decir que estaba de un humor byroniano, a juzgar por todos los indicios.

—No sé si me creerá usted, señor —dijo—; pero todas las Navidades que he pasado en la vida han sido calamitosas. Y para que lo vea, tome usted un ejemplo bien a mano. Ahí tenemos a Elisa, la criada; hace unos quince años que está conmigo. Yo creía que podía confiar en ella, y sin embargo, esta misma mañana..., una mañana de Navidad, además, que es la más santa del año, con repique de campanas y..., y..., y todo eso... Esta misma mañana, digo, si no llega a ser por la divina Providencia que vela por todo, esa muchacha le habría puesto, en realidad ya lo había hecho cuando me di cuenta, le habría puesto queso en el desayuno —como me vio que estaba a punto de decir algo, me hizo un gesto con la mano—. Es muy fácil para usted decir: «Sí, señor Bowman, pero usted se ha llevado el queso y lo ha guardado bajo llave en el aparador», cosa que he hecho, por cierto, y aquí está la llave, o si no es la verdadera llave, es una que se le parece mucho.

Eso es cierto, desde luego; pero ¿qué consecuencias cree usted que me acarreará este incidente? Pues no le exagero si le digo que es como si se abriera la tierra bajo mis pies. Y no obstante, cuando se lo digo a Elisa, no de mala manera, aunque con firmeza, ¿cuál es mi recompensa?, ¿qué me contesta? Pues va y me dice: Bueno, bueno, no es para tanto». ¿Se da cuenta?, pues me molesta, eso es todo; me molesta, y no quiero pensar en ello.

Aquí hizo una pausa presagiosa, en la que me aventuré a decir algo como:

—Sí, es muy molesto.

Y a continuación le he preguntado a qué hora eran los oficios en la iglesia.

—A las once en punto —dice el señor Bowman con un hondo suspiro—. ¡Ah!, no le oirá al reverendo Lucas un discurso como los que pronunciaba nuestro difunto rector. Él y yo teníamos nuestras diferencias, por eso lo siento más.

Me di cuenta de que iba a costarle un poderoso esfuerzo soslayar la enojosa cuestión del barril de cerveza, pero lo consiguió.

—Yo lo que digo es lo siguiente —dijo—: que no he topado nunca con un predicador más bueno y más puesto en sus derechos, o en lo que él tenía por tales, aunque no sea ésa la cuestión ahora. Si viniera uno y dijera: «¿Era un hombre elocuente?», yo le contestaría: «Bien, tal vez este señor tenga más derecho que yo a hablar de su propio tío». Otros podrían preguntar: «¿Se ocupaba de sus feligreses?», y aquí tendría que volver a contestar: «Eso depende». Pero como le digo (sí, Elisa, ahora voy), es a las once, señor; y pregunte por el reclinatorio del King's Head.

Creo que Elisa ha estado a pique de que la echaran; lo tendré en cuenta a la hora de dejarle la propina. El siguiente episodio ocurrió en la iglesia. Me daba cuenta de que al reverendo señor Lucas le resultaba algo difícil la tarea de hacer los honores a los sentimientos navideños, a la vez que manifestaba una sensación de inquietud y pesar que, pese a todo cuanto pudiera decir el señor Bowman, le dominaba claramente. Creo que no estaba a la altura de las circunstancias. Se le veía nervioso. El órgano desafinaba, ya sabes, se quedó sin aire dos veces en el Himno a la Navidad, y la campana tenor, supongo que debido a algún descuido de los campaneros, siguió tocando débilmente lo menos un minuto durante el sermón.

El sacristán mandó a alguien a ver qué pasaba, pero parece que no pudieron hacer gran cosa. Al terminarse la función, respiré de alivio. Hubo un extraño incidente, además, antes de empezar los oficios. Yo llegué un poco pronto y me encontré con dos hombres que transportaban otra vez la cerveza del párroco a su lugar, bajo la torre del campanario. Por lo que les oí comentar, parece que alguien ajeno al asunto la había sacado por equivocación. También vi al sacristán ocupado en doblar y recoger un mohoso paño mortuorio, muy poco apropiado para el día de Navidad.

Poco después de esto comí, y luego, como no me apetecía salir, me senté junto a la chimenea encendida del salón con el último número del Pickwick que me había estado reservando desde hacía unos días. Estaba convencido de que no me dormiría, pero resulta que soy tan flojo como nuestro amigo Smith. Creo que eran las dos y media cuando me despertó un silbido penetrante acompañado de risas y voces que sonaban afuera en la plaza. Eran los titiriteros; evidentemente, se trataba de los mismos que había visto el representante en W... Por una parte me alegraba; pero por otra no, por el desagradable sueño que tan vívidamente me traía a la memoria; pero de todos modos quise verlos, y envié a Elisa con una moneda de cinco chelines para los comediantes, pidiéndoles que, de ser posible, se instalaran delante de mi ventana.

La compañía era verdaderamente desconocida para mí; los nombres de los propietarios, ni que decir tiene, eran italianos: Foresta y Calpigi. Llevaban un perro Toby, como me esperaba. Todos acudieron a verlo, pero no me tapaban la vista, ya que me había instalado en un amplio ventanal del primer piso, a menos de diez yardas.

El espectáculo empezó cuando el reloj de la iglesia dio las tres menos cuarto. Desde luego, resultó muy bien; y no tardé en comprobar con alivio que el desagradable sabor que me habían dejado las arremetidas de Punch contra los malhadados visitantes, en mi sueño, eran sólo esporádicas. Me reí con la muerte de Turncock, del Forastero y el Alguacil, incluso con la del niño. Lo único molesto fue la tendencia cada vez más insistente del perro de ir a aullar al lado opuesto de donde debía hacerlo. Supongo que debió de ocurrir algo que le puso nervioso; algo de importancia, porque, no recuerdo bien en qué momento, soltó un aullido de lo más lastimero, saltó del escenario, echó a correr por la plaza y se perdió por una calle lateral. Hubo una interrupción, pero fue muy breve; seguramente pensaron que no valía la pena echar a correr tras él, y que lo más seguro es que volvería al anochecer.

Siguió la función. Punch se portó bien con Judy y, de hecho, con todos los personajes que iban saliendo. Después llegó el momento de armar el patíbulo y la gran escena en la que el señor Ketch debía ser ejecutado. Fue entonces cuando sucedió algo cuyo sentido no comprendo aún. Tú has presenciado una ejecución y has visto el aspecto que tiene la cabeza del criminal con la cabeza cubierta. Si eres como yo, no te resultará nada agradable recordar semejante detalle, y no creas que me complace sacarlo a colación. Era una cabeza exactamente igual a la que vi, desde la altura en que me encontraba instalado yo, en el interior del pequeño escenario. Al principio, los espectadores no la veían.

Yo esperaba que apareciese a la vista de todos, pero en vez de eso, surgió fugazmente un rostro descubierto en el que se reflejaba una expresión de terror como no había visto jamás. Parecía como si llevaran maniatado al hombre, quienquiera que fuese, cuando le conducían a la horca erigida en el escenario. Tuve tiempo de ver la figura cubierta con una caperuza que iba detrás de él. Luego se oyó un grito y sonó un estrépito. El tinglado entero se vino abajo; vimos unas piernas que pataleaban entre el montón de tablas, y a continuación aparecieron dos figuras —según dijeron, porque yo sólo llegué a ver una— que echaron a correr por un callejón que desembocaba en el campo.

Naturalmente, todo el mundo echó a correr detrás. Yo también; el intento de fuga resultó fatal, y muy pocos llegaron a tiempo de presenciar esta muerte. Ocurrió en una cantera. El hombre en cuestión se precipitó al vacío completamente a ciegas y se partió el cuello. Entonces nos pusimos a buscar al otro por todas partes, hasta que se me ocurrió a mí preguntar si el otro había llegado a salir de la plaza. Al principio todo el mundo estaba seguro de que sí; pero cuando fuimos a ver, lo encontramos bajo los andamios derrumbados del teatrillo, muerto también.

Pero lo que encontramos en la cantera fue a nuestro pobre tío Henry, con una bolsa de tela en la cabeza y la garganta horriblemente destrozada. Uno de los picos de la bolsa destacaba en el suelo de tal manera que me llamó la atención. Pero decididamente, prefiero no entrar en más detalles.

Se me olvida decirte que los verdaderos nombres de los comerciantes eran Kidman y Gallop. Estoy seguro de haber oído hablar de ellos, pero aquí son completamente desconocidos. Iré a verte en cuanto termine el funeral. Ya te contaré lo que pienso de todo esto en cuanto estemos juntos.

M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de M.R. James: Historia de una desaparición y una aparición (The Story of a Disappearance and an Appearance), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

0 comentarios:



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.
Mitología.


Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.