«Había un hombre que vivía junto a un cementerio»: M.R. James; relato y análisis.
Había un hombre que vivía junto a un cementerio (There Was a Man Dwelt by a Churchyard) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado originalmente en la edición del 6 de diciembre de 1924 de la revista Snapdragon, y luego reeditado en la antología de 1931: Las historias de fantasmas de M.R. James (The Collected Ghost Stories of M.R. James).
Había un hombre que vivía junto a un cementerio, sin dudas uno de los cuentos de fantasmas de M.R. James más importantes, nos sitúa durante el período isabelino, y narra la historia de un fantasma vengativo que acecha a un hombre luego de que este saqueara la tumba de una mujer.
El título de este gran relato de M.R. James proviene del segundo acto de Un cuento de invierno (A Winter's Tale), de William Shakespeare. Había un hombre que vivía junto a un cementerio es como el joven Mamillius comienza a relatarle a su madre, la reina Hermione, una escalofriante historia de espíritus.
Había un hombre que vivía junto a un cementerio.
There Was a Man Dwelt by a Churchyard, M.R. James (1862-1936)
Ése es, como sabéis, el principio del cuento de trasgos y duendes que Mamilius, la mejor criatura de Shakespeare, estaba contando a su madre la reina y a sus damas de compañía, cuando entra el rey con su guardia y la manda a prisión.
Y no hay más: Mamilius muere poco después sin haber tenido ocasión de terminarlo. Pero ¿cómo habría sido? Shakespeare lo sabía, claro está; y yo voy a permitirme el atrevimiento de decir que también. No iba a ser un cuento nuevo; muy probablemente era uno que habéis oído, incluso que habéis contado. Cualquiera de nosotros puede situarlo en el marco que más le plazca. Éste es el mío:
Había un hombre que vivía junto a un cementerio. Su casa tenía una planta baja de piedra y un piso de madera. Las ventanas delanteras daban a la calle y las de atrás al cementerio. Antes había pertenecido al cura de la parroquia; pero el cura (es la época de la reina Isabel) estaba casado y quería disponer de más espacio.
Además, a su mujer no le gustaba contemplar de noche el cementerio desde la ventana de su cuarto. Decía que veía... pero no importa lo que dijera; el caso es que no daba tregua a su marido, hasta que éste accedió a mudarse a una casa más amplia de la calle del pueblo. Y esta otra pasó a ocuparla John Poole, un viudo que vivía solo. Este Poole era un hombre mayor de vida retraída; la gente decía que era algo avaro.
Probablemente era verdad: desde luego, tenía otras rarezas. En aquel entonces era corriente enterrar a los muertos de noche a la luz de las antorchas; y se había observado que cuando se acercaba un sepelio John Poole estaba siempre asomado a una ventana, bien de arriba o bien de abajo, según fuera a presenciarlo mejor desde un sitio o desde otro.
Y llegó una noche en que hubo que enterrar a una anciana. Había sido bastante rica, aunque no querida en el lugar. En vida se había dicho de ella que no era cristiana, que noches como la de la víspera de san Juan y de Todos los Santos las pasaba fuera de casa y que tenía unos ojos rojos que daba miedo mirar. Ningún mendigo se acercó jamás a llamar a su puerta. Sin embargo, al morir había dejado a la Iglesia una bolsa de dinero.
No hubo tormenta la noche que la enterraron: fue una noche cálida y tranquila. Pero costó encontrar quienes la llevaran, y hombres que alumbraran con antorchas, a pesar de que había dejado más dinero del que solía pagarse por ese trabajo. La enterraron sin ataúd, envuelta en un paño de lana. Sólo estuvieron presentes los hombres imprescindibles... y John Poole que miraba desde su ventana. Antes de empezar a echar tierra, el cura se inclinó y dejó caer algo sobre el cadáver —algo que tintineó—, murmuró unas palabras que sonaron algo así como:
—Púdrase tu dinero contigo —y se fue a continuación; y lo mismo los demás, quedándose sólo uno a alumbrar al sepulturero y su hijo para que acabasen de cubrir el hoyo.
No fue un trabajo esmerado; porque al día siguiente, que era domingo, los que acudieron al servicio religioso reconvinieron al sepulturero, diciéndole que era la sepultura más desastrosa del cementerio. Y efectivamente, cuando él fue a verla, la encontró peor de lo que creía haberla dejado.
Entretanto, John Poole andaba con una expresión muy rara en la cara, medio exultante, medio nerviosa por así decir. Empezó a pasar alguna que otra velada en la taberna, cosa totalmente contraria a sus hábitos; y dio a entender a los que solían hablar con él que había heredado cierto dinero y que iba a ver si encontraba una casa mejor.
—Bueno, no me sorprende —dijo el herrero una noche—. A mí no me gustaría vivir en esa casa que tienes. Me pasaría las noches imaginando cosas.
El tabernero preguntó qué clase de cosas.
—Bueno, pues que alguien subía a la ventana de mi cuarto y cosas así —dijo el herrero—; la vieja Wilkins, por ejemplo, que fue enterrada hace hoy una semana, ¿eh?
—Vamos, vamos; deberías tener más en cuenta los sentimientos de las personas —dijo el tabernero—. Eso no es muy considerado con el señor Poole, ¿no crees?
—Al señor Poole le tiene eso sin cuidado —dijo el herrero—. Lleva viviendo ahí lo bastante como para estar curado de espanto. Yo lo único que digo es que no escogería esa casa. Entre los desfiles con campanilla y antorchas cada vez que hay un entierro, y el silencio de las tumbas cuando no lo hay. Aunque dicen que se ven luces. ¿Ve usted luces, señor Poole?
—No; nunca he visto luces —dijo el señor Poole arrugando el ceño.
Y pidió otro vaso, y regresó a su casa tarde ya.
Esa noche, acostado arriba en su cuarto, empezó a gemir un viento alrededor de la casa que no le dejaba conciliar el sueño. Se levantó, fue a una pequeña alacena que había en la pared, sacó algo que tintineaba, y se lo metió bajo la pechera del camisón.
Después fue a la ventana y se asomó al cementerio.
¿Habéis visto alguna vez esa antigua estatua de bronce que hay en una iglesia, que es una figura humana envuelta en un sudario? ¿Con el sudario fruncido y atado en lo alto de la cabeza de manera singular? Pues algo así vio John Poole emerger del suelo, en un lugar del cementerio que él conocía bien. Corrió a meterse en la cama, y allí se quedó completamente quieto.
Un instante después oyó retemblar débilmente la ventana. Muerto de miedo y contra su voluntad, John Poole volvió los ojos en esa dirección.
¡Horror!
Entre él y la luz de la luna se alzaba la negra silueta de cabeza tapada con el lienzo fruncido. Y de repente, la figura estaba en la habitación. Sonaron un repiqueteo de tierra seca en el suelo, una voz cascada que preguntó:
—¿Dónde está?
Y unos pasos que iban de un lado para otro, unos pasos vacilantes, como de alguien que camina con dificultad. John Poole la vio registrar los rincones, agacharse a mirar bajo las sillas; por último, la oyó manotear en las puertas de la alacena, abrirlas de par en par. Sus uñas largas arañaron las baldas vacías. Y entonces la figura se volvió súbitamente, se quedó inmóvil un instante junto a la cama, alzó los brazos, y con una ronca exclamación:
—¡Lo TIENES TÚ!
Al llegar a este punto, su alteza el príncipe Mamilius (que habría acortado este cuento bastante más que yo) se arrojó con un alarido sobre la más joven de las damas presentes, que respondió con un grito igualmente penetrante. Al punto lo agarró su majestad la reina Hermione y, reprimiendo unas ganas enormes de echarse a reír, lo zarandeó y le dio una sonora bofetada.
Completamente colorado y al borde del llanto, estuvo a punto de ser enviado a la cama. Pero por intercesión de su víctima, que se había recobrado del susto, se le permitió finalmente quedarse hasta su hora habitual de retirarse; para entonces se había tranquilizado lo bastante como para afirmar, al dar las buenas noches a la reunión, que sabía otro cuento el triple de horripilante, y que lo contaría en la primera ocasión.
M.R. James (1862-1936)
Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.
Más literatura gótica:
- Relatos de cementerios.
- Relatos de terror.
- Relatos ingleses.
- Relatos sobrenaturales.
- Relatos paranormales.
0 comentarios:
Publicar un comentario