«La mujer loba»: Frederick Marryat; relato y análisis.
La mujer loba de las Montañas Harz (The Werewolf of the Hartz Mountain) es un relato de hombres lobo del escritor inglés Frederick Marryat (1792-1848), publicado originalmente en el capítulo XXXIX de la novela gótica de 1836: El barco fantasma (The Phantom Ship).
La mujer loba, uno de los mejores relatos de Frederick Marryat, es quizá el primer cuento de licántropos en recurrir a la mujer como vehículo de aquella ancestral maldición.
La mujer loba.
The Werewolf of the Hartz Mountains; Frederick Marryat (1792-1848)
Antes del mediodía Philip y Krantz habían embarcado. No tuvieron dificultades en mantener el curso, pues las islas durante el día y las estrellas por la noche eran su brújula. Cierto que no siguieron la ruta más directa, pero si la más segura, aprovechando las aguas calmadas. En muchas ocasiones los persiguieron los praos malayos que infestaban las islas, pero hallaron seguridad en la rapidez de su breve embarcación; a decir verdad, y hablando de lo que ocurría en general, los piratas abandonaban la caza en cuanto notaban la pequeñez del velero, pues suponían obtener de él muy poco o ningún botín. Una mañana, mientras navegaban con menos viento del acostumbrado, Philip observó:
—Krantz, dijiste que en tu vida hubo sucesos que corroboran el misterioso relato que te confié. ¿No me dirás a qué te referías?
—Desde luego —respondió Krantz—. A menudo pensé hacerlo. Ésta es una buena oportunidad. Prepárate a escuchar una historia extraña, quizás tan extraña como la tuya. Doy por hecho que has oído hablar de las montañas Hartz.
—Nunca oí hablar de ellas —respondió Philip—, pero sí leí sobre ellas en algún libro, y de las extrañas cosas allí ocurridas.
—Es una región salvaje —comentó Krantz—, y se cuentan de ella muchos casos; pero por extraños que sean, tengo buenas razones para suponerlos ciertos.
Mi padre no nació en las montañas Hartz; era siervo de un noble húngaro que tenía grandes posesiones en Transilvania; ahora bien, aunque siervo, de ninguna manera era mi padre un hombre analfabeto. Al contrario, tenía riquezas, siendo tales su inteligencia y su respetabilidad, que el amo lo había elevado al cargo de administrador. Pero quien siervo nace siervo permanece, aunque acumule riquezas: ésa era la condición de mi padre. Llevaba casado unos cinco años, y de aquel matrimonio nacieron tres hijos, mi hermano mayor César, yo mismo (Herman) y una hermana llamada Marcela. Como bien sabes, Philip, el latín sigue siendo la lengua que se habla en aquel país, lo que explica la sonoridad de nuestros nombres. Era mi madre una mujer muy bella, por desgracia más bella que virtuosa. La admiró el señor de aquellas tierras, quien envió a mi padre en alguna misión. Durante su ausencia mi madre, halagada por las atenciones y conquistada por la asiduidad del noble, cedió a los deseos de éste. Sucedió que mi padre volvió antes de lo esperado y descubrió la intriga. No había dudas del vergonzoso acto de mi madre ¡pues la sorprendió en compañía de su seductor! Llevado por la impetuosidad de sus sentimientos, mi padre esperó la oportunidad de un nuevo encuentro entre aquéllos, y asesinó a la esposa y al amante.
Consciente de que, como siervo, la ofensa no iba a servirle para justificar su conducta, reunió cuanto dinero pudo y, por encontrarnos entonces en lo más duro del invierno, ató sus caballos al trineo, tomó a sus hijos y partió; se encontraba muy lejos cuando se supo del trágico suceso. Seguro de que lo perseguirían, mantuvo su huída sin descanso hasta ocultarse en el aislamiento de las montañas Hartz. Desde luego, todo lo que te he dicho lo supe después. Mis recuerdos más antiguos están unidos a una cabaña tosca, donde viví con mi padre y mis hermanos. Estaba en los confines de uno de esos bosques que cubren la parte norte de Alemania; tenía alrededor unos cuantos acres de terreno despejado que mi padre cultivaba durante los meses de verano y que, si bien daban una cosecha magra, bastaban para nuestro mantenimiento. En el invierno pasábamos mucho tiempo puertas adentro, pues quedábamos solos mientras mi padre iba de caza, y en esa estación los lobos merodeaban. Mi padre había comprado la cabaña y el terreno circundante de uno de aquellos rudos montañeses, quienes se ganaban la vida en parte cazando y en parte fabricando carbón, cuyo propósito era separar el mineral obtenido de unas minas cercanas; distaba unas dos millas de todo sitio habitado.
Puedo en este momento traer a mi mente aquel paisaje; los altos pinos que montaña arriba se levantaban por encima de nosotros, la amplia extensión del bosque, las copas y las ramas superiores de cuyos árboles mirábamos desde nuestra cabaña, según la montaña descendía hasta el valle. En verano la perspectiva era muy bella, pero en el severo invierno era difícil imaginar un escenario más desolado. Dije que, en invierno, mi padre se ocupaba en la caza. Todos los días nos dejaba, y a menudo atrancaba la puerta, de modo que no pudiéramos abandonar la cabaña. Nadie tenía que lo ayudara o cuidara de nosotros; de hecho, nada fácil era encontrar una sirvienta que aceptara vivir en aquella soledad. Pero incluso de haber encontrado alguna, mi padre no la habría aceptado, pues lo marcaba un horror hacia tal sexo, como lo probaba claramente la diferencia de trato hacia nosotros, sus dos hijos, y hacia mi pobre hermana Marcela. Has de suponer que nos descuidaba; en verdad, mucho sufríamos, pues mi padre, temeroso de que algún daño pudiera ocurrirnos, ningún combustible nos dejaba cuando partía de la cabaña, y por tanto, estábamos obligados a enterrarnos bajo un montón de pieles de oso, y allí mantenernos tan abrigados como era posible. Quizás parezca extraño que mi padre eligiera ese tipo de vida, pero lo cierto es que le resultaba imposible estar tranquilo; fuera el remordimiento por el crimen, la miseria derivada de su cambio de situación o ambos. Pero los niños, cuando tanto se los deja a la soledad, desarrollan una capacidad de reflexión desusada. Así ocurrió con nosotros. Durante los cortos días de invierno nos sentábamos silenciosos, nostálgicos de las felices horas cuando la nieve se derrite y las hojas brotan, cuando las aves comienzan a cantar y nosotros recobrábamos la libertad.
Tal fue el peculiar tipo de vida llevado hasta que mi hermano César cumplió nueve años, siete yo y cinco mi hermana, momento en el cual ocurrieron las circunstancias que sirven de base al relato extraordinario que estoy por contarte.
Un anochecer mi padre regresó a casa más tarde de lo acostumbrado; ninguna fortuna había tenido y, siendo muy severo el tiempo, no sólo tenía frío, sino que venía de muy mal humor. Había traído leña, y nosotros tres ayudábamos con gusto a soplar sobre las ascuas para levantar un buen fuego cuando tomó a la pobre Marcela por un brazo y la apartó de un empellón; la pequeña, al caer, se golpeó la boca y sangró profusamente. Mi hermano corrió a levantarla. Acostumbrada al maltrato, temerosa de mi padre, no se atrevió a llorar, pero sí lo miraba al rostro con suma lástima. Mi padre, tras acercar su banquillo al hogar, murmuró algo criticando a las mujeres, y se ocupó en mantener el fuego, que tanto mi hermano como yo descuidáramos al ver el trato cruel dado a nuestra hermana. Llamas alegres fueron el pronto resultado de sus esfuerzos, pero, en contra de lo acostumbrado, no rodeamos aquel fuego. Marcela, sangrando aún, se apartó a un rincón y al lado de ella nos sentamos mi hermano y yo, mientras mi padre, lúgubre y solitario, se inclinaba sobre la fogata. Media hora llevábamos en aquella posición cuando el aullido de un lobo, cercano a la ventana, llegó a nuestros oídos. Sobresaltado, mi padre tomó su escopeta y salió de la cabaña.
Esperamos, pues pensábamos que si lograba matar al lobo, regresaría de mejor humor; y aunque era duro con nosotros, en especial con mi hermanita, lo amábamos, y gustábamos de verlo alegre. Y bien puedo comentar aquí que jamás hubo tres niños que más se quisieran; a diferencia de otros, no peleábamos ni discutíamos; y si, de casualidad, surgía algún desacuerdo entre mi hermano y yo, la pequeña Marcela corría hasta nosotros y, con besos y ruegos, sellaba entre nosotros la paz. Marcela era una chiquilla cariñosa y amable e incluso me es fácil recordar sus bellos rasgos. ¡Ay, pobre Marcela!
—¿Está muerta entonces? —preguntó Philip.
—¡Muerta! ¡Sí, lo está! Pero ¿cómo murió? Mas no debo anticiparme, Philip. Déjame seguir con mi relato.
Esperamos un tiempo, pero no llegó disparo alguno de la escopeta y mi hermano dijo: -Nuestro padre va en persecución del lobo y no volverá por un rato. Marcela, limpiemos la sangre de tu boca, dejemos este rincón y calentémonos al fuego.
Así lo hicimos, y de esta manera esperamos hasta la medianoche, preguntándonos a cada momento por qué no regresaba nuestro padre. No creíamos que estuviera en peligro, pero sí pensamos que debió haber perseguido al lobo por un largo trecho.
—Me asomaré a ver si padre vuelve —dijo mi hermano César.
—Cuídate —pidió Marcela— que los lobos deben andar cerca.
César abrió la puerta con cautela y miró fuera. Nada, dijo y se nos unió junto al fuego. —No hemos cenado—, comenté, pues mi padre solía cocinar la carne al volver a casa, y durante sus ausencias no teníamos sino los restos del día anterior.
—Y si nuestro padre vuelve a casa tras la cacería, César —agregó Marcela—, le agradará tener algo que comer; cocinemos para él y para nosotros.
César subió al banquillo y descolgó un trozo de carne, cortamos la cantidad usual y procedimos a aderezarla, tal como lo hacíamos guiados por nuestro padre. Ocupados estábamos poniéndola en la fuente ante el fuego, esperando su llegada, cuando oímos el sonido de un cuerno. Atendimos. Hubo un ruido fuera y un minuto después entró mi padre, acompañado de una joven y de un hombre alto y moreno vestido de cazador. Quizás deba relatar aquí lo que vine a saber muchos años más tarde. Al salir mi padre de la cabaña, percibió a unos treinta metros una gran loba blanca. En cuanto el animal vio a mi padre, retrocedió lentamente, gruñendo y amenazando. Mi padre lo siguió. El animal no corría, sino que se mantenía siempre a cierta distancia. A mi padre no le gustaba disparar mientras no estuviera seguro de que la bala cumpliera su misión; así continuaron por un tiempo, la loba dejándolo en ocasiones muy atrás, para luego detenerse y desafiarlo con gruñidos, volviendo luego a alejarse con rapidez cuando lo veía acercarse.
Ansioso de mata, ya que es muy raro encontrar una loba blanca, mi padre mantuvo la persecución por horas, ascendiendo por la montaña. Debes saber, Philip, que en esas montañas hay lugares extraños, a los que se supone y, como mi relato lo probará, con toda razón, habitados por influencias malignas; son lugares muy conocidos por los cazadores. Pues bien, uno de esos lugares, un espacio abierto en el bosque de pinos que estaba arriba de nuestra cabaña, le había sido señalado a mi padre como peligroso en razón de lo expresado. No sé si descreía aquellas historias o si, impulsado por la excitante persecución de la caza, las hizo de lado, pero lo cierto es que la loba blanca lo condujo hasta aquel espacio abierto, y ahí pareció disminuir su velocidad.
Mi padre se acercó, quedó muy próximo a la bestia y se llevó la escopeta al hombro; estaba por disparar cuando la loba desapareció de pronto. Pensando que la nieve lo había engañado, bajó el arma para buscar al animal, pero éste no apareció. Incapaz era mi padre de comprender cómo pudo escapar la loba sin que él la viera. Mortificado por el fracaso estaba por volver sobre sus pasos cuando escuchó el sonido de un cuerno. El pasmo sentido ante aquel sonido, a tal hora, en tal espesura le hizo olvidar por un momento su decepción, y quedó clavado en el lugar. Al minuto se escuchó el cuerno una segunda vez, a menor distancia. Inmóvil permaneció mi padre, escuchando.
Hubo un tercer toque. He olvidado el término empleado para expresarlo, pero era la señal que, bien lo sabía mi padre, indicaba que alguien se encontraba perdido en el bosque. En unos cuantos minutos vio que entraba en el claro un hombre a caballo, con una mujer en la grupa, que se dirigía a él al paso. En un principio en la mente de mi padre vinieron los extraños relatos que había escuchado acerca de los seres sobrenaturales que frecuentaban aquellas montañas. Pero el ver de cerca a quienes venían, lo convenció de que eran tan mortales como él. En cuanto estuvieron a su lado, el hombre que guiaba el caballo le habló.
—Amigo cazador, para fortuna nuestra anda tarde por aquí. De lejos venimos cabalgando, y tememos por nuestras vidas, ya que se nos busca con afán. Estas montañas nos permitieron eludir a nuestros perseguidores, pero si no hallamos refugio y alimento, de poco nos valdrá, pues habremos de perecer de hambre y debido a las inclemencias de la noche. Mi hija, que a mis espaldas viene, está más muerta que viva. ¿No podría ayudarnos en nuestras dificultades?
—Mi cabaña se encuentra a unas millas de distancia —respondió mi padre—. Poco tengo que ofrecer, excepto refugio del tiempo. Bienvenidos son a lo poco que poseo. ¿Puedo preguntar de dónde vienen?
—No es ya ningún secreto, amigo. Escapamos de Transilvania, donde el honor de mi hija y mi vida se encontraban por igual en peligro.
Bastó aquella información para despertar el interés en el corazón de mi padre. Recordó también el perdido honor de la esposa y la tragedia con la cual iba unido. De inmediato, y lleno de cordialidad, les ofreció toda ayuda que pudiera darles.
—Entonces, amable caballero, no hay tiempo que perder. Mi hija está congelada por el frío, y no podrá resistir mucho más la severidad del tiempo.
—Síganme —contestó mi padre—. Me trajo hasta aquí la persecución de una gran loba blanca, que vino a la ventana misma de mi cabaña; de otra manera, no hubiera salido a esta hora de la noche.
—Esa criatura pasó a nuestro lado justo cuando salíamos del bosque —dijo la mujer con voz argentina.
—Estuve por dispararle —observó el cazador—. Ya que prestó un servicio tan bueno, me alegro de haberla dejado escapar.
Como en hora y media, tiempo durante el cual mi padre caminó con paso rápido, el grupo llegó a la cabaña y, como dije antes, entró en ella.
—Al parecer, llegamos en el momento propicio —comentó el cazador moreno al captar el olor de la carne asada; acercándose al fuego, nos observó a mis hermanos y a mí—. Tiene usted aquí unos jóvenes cocineros, Meinheer.
—Me alegra que no tengamos que esperar —contestó mi padre—. Señora, siéntese al fuego; necesita usted calor tras esa cabalgata en el frío.
—¿Y dónde puedo guarecer mi caballo, Meinheer? —preguntó el cazador.
—Yo me encargaré de él —respondió mi padre saliendo de la cabaña.
Sin embargo, es necesario describir a la mujer. Era joven, como de unos veinte años. Vestía ropa de viaje, orlada de piel; llevaba en la cabeza un gorro de armiño blanco. Era de facciones hermosas; al menos así me pareció. Tenía un cabello blondo, sedoso, satinado y lustroso como un espejo; su boca, aunque un tanto grande cuando abierta, dejaba ver los dientes más brillantes que haya yo mirado. Algo en sus ojos, refulgentes como eran, puso miedo en nosotros. Eran tan inquietos, tan furtivos. En aquel entonces no pude explicar por qué, pero sentí que había crueldad en ellos. Y cuando nos pidió que nos acercáramos, lo hicimos con miedo y temblando. Pero era hermosa, muy hermosa. Nos habló con amabilidad a mi hermano y a mí, pasándonos la mano por la cabeza y acariciándonos. Marcela no quiso acercarse. Por el contrario, se escurrió hasta la cama, allí se ocultó y no se acordó de la cena, que media hora antes había esperado con tanta ansia.
Pronto regresó mi padre, tras poner el caballo en un cobertizo, y se llevó la comida a la mesa. Terminada la cena, mi padre pidió a la joven que ocupara la cama; él permanecería junto al fuego, en compañía del cazador. Tras cierto titubeo por parte de ella, se aceptó el arreglo; mi hermano y yo nos unimos a Marcela en la otra cama, porque hasta ese momento seguíamos durmiendo juntos. No pudimos dormir. Tan desusado era no sólo el ver extraños, sino el que durmieran en la cabaña, que nos sentíamos perplejos. En cuanto a la pobre Marcela, se mantenía callada, pero toda la noche estuvo temblando y en ocasiones pensé que contenía el llanto. Mi padre había sacado algún licor espirituoso, que rara vez consumía, y junto con el extraño cazador estuvo frente al fuego bebiendo y hablando. Teníamos los oídos prestos a captar el menor susurro, en tal medida se encontraba alertada nuestra curiosidad.
—¿Dice usted que viene de Transilvania? —preguntó mi padre.
—Así es, Meinheer —contestó el cazador—. Era un siervo de la noble casa de... Mi amo insistía en que le satisficiera sus deseos cediéndole a mi hija; terminando todo en que le cedí unas cuantas pulgadas de mi cuchillo de caza.
—Somos compatriotas y hermanos de infortunio —comentó mi padre, tomando la mano del cazador y apretándola con emoción.
—¿Habla en serio? ¿Es usted entonces de ese país?
—Sí, y tuve también que huir para salvar la vida. Pero mi historia es muy triste.
—¿Cómo se llama usted? —inquirió el cazador
—Krantz.
—¡Cómo! ¿Krantz de...? Sé de su historia; no necesita remover dolores repitiéndola. Sea bienvenido, de lo más bienvenido, Meinheer, y, si se me permite decirlo, mi apreciado pariente. Soy Wilfred de Barnsdorf, primo de usted en segundo grado —exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi padre.
Llenaron sus cubiletes de cuerno hasta el borde mismo y bebieron a la salud mutua, al estilo alemán. A partir de allí conversaron en voz baja; lo único que sacamos en claro fue que nuestro pariente y su hija vivirían con nosotros en la cabaña, al menos por un tiempo. Al cabo de una hora se acomodaron en sus sillas y parecieron dormirse.
—Marcela, pequeña, ¿escuchaste? —preguntó mi hermano en voz baja.
—Sí —respondió ella en un susurro—, lo oí todo. ¡Ay, hermano, me es imposible mirar a la mujer... me asusta mucho!
Nada respondió mi hermano y al poco tiempo los tres dormíamos profundamente. Cuando despertamos, encontramos que la hija del cazador se había levantado ya. Me pareció más bella que nunca. Se acercó a Marcela y la acarició: la pequeña rompió en llanto, y sollozaba como si estuviera por despedazársele el corazón. Mas, para no entretenerme con una historia demasiado larga, diré que el cazador y su hija hallaron acomodo en nuestra cabaña. Mi padre y el otro salían de caza a diario, dejando a Cristina con nosotros. Se encargaba ella de todos los quehaceres, y era muy amable con nosotros; poco a poco el rechazo de la pequeña Marcela desapareció. En mi padre ocurrió un enorme cambio: parecía haber dominado su aversión por el otro sexo, y se mostraba de lo más atento con Cristina. A menudo, ya en cama su padre y nosotros, sentábase al fuego junto a ella, y conversaban en voz baja. Debí haber mencionado que mi padre y Wilfred, el cazador, dormían en otra parte de la cabaña; la cama que mi padre ocupaba, situada en la misma habitación que la nuestra, había quedado para uso de Cristina. Llevaban los visitantes unas tres semanas en la cabaña cuando, una noche, hubo una plática. Mi padre había pedido a Cristina en matrimonio, recibiendo consentimiento tanto de ella como de Wilfred. Tras esto, vino una conversación que, hasta donde me es posible recordar, fue así:
—Puede usted casarse con mi hija, Meinheer Krantz, y reciba mi bendición. Me iré entonces y buscaré habitación en algún otro sitio, no importa dónde.
—¿Y por qué no quedarse aquí, Wilfred?
—No, no, me necesitan en otro lugar. Baste con ello, no me haga más preguntas. Tiene usted a mi hija.
—Lo agradezco, y sabré apreciarla. Pero hay una dificultad.
—Sé lo que va a decirme: no hay sacerdote en esta región salvaje. Cierto. Tampoco ley alguna que permita la unión. Pese a ello, debe cumplirse cualquier ceremonia que satisfaga a este padre. ¿Consentirá en casarse con ella de acuerdo con mi deseo? De aceptar, los casaré yo directamente.
—Acepto —respondió mi padre.
—Entonces, tómela de la mano. Y ahora, Meinheer, jure.
—Juro —repitió mi padre.
—Por todos los espíritus de las montañas Hartz...
—¿Y por qué no por el cielo? —interrumpió mi padre.
—Porque no se aviene con mi estado de ánimo —replicó Wilfred—. Si prefiero este juramento, menos constrictivo tal vez que el otro, estoy seguro de que no querrá usted llevarme la contraria.
—Bien, que así sea entonces. Cúmplase su deseo. Pero ¿me hará jurar por algo en lo que no creo?
—Muchos, que por su actitud externa parecen cristianos, lo hacen —replicó Wilfred—. Pero vamos a ver, ¿quiere casarse con mi hija o la llevo conmigo?
—Proceda —contestó mi padre con impaciencia.
—Juro por todos los espíritus de las montañas Hartz, por todo el poder para el bien o para el mal, que tomo a Cristina como mi esposa legal; que la protegeré, apreciaré y amaré siempre; que nunca levantaré mi mano contra ella, para lastimarla.
Mi padre repitió las palabras de Wilfred.
—Y si no cumpliera este voto, que la venganza plena de los espíritus caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan a causa del buitre, del lobo o de otras bestias del bosque; que su carne se separe de los huesos y éstos blanqueen en la soledad. Así lo juro.
Mi padre titubeó. Mientras repetía las últimas palabras, la pequeña Marcela no pudo contenerse más y, justo cuando mi padre pronunciaba la última oración, rompió en lágrimas. Esta interrupción súbita pareció perturbar al grupo, y en especial a mi padre, quien habló con dureza a la niña; controló ésta sus sollozos ocultando el rostro bajo la ropa de la cama. Así fue el segundo matrimonio de mi padre. A la mañana siguiente Wilfred el cazador montó a caballo y se fue.
Mi padre volvió a su cama, que estaba en la misma habitación que la nuestra. Las cosas transcurrieron de modo muy parecido a como eran antes del matrimonio, excepto que nuestra madrastra ninguna amabilidad nos mostraba. Por el contrario, durante las ausencias de mi padre solía golpearnos, en especial a la pequeña Marcela; sus ojos despedían fuego cuando miraba con vehemencia a la bella y adorable niña. Una noche mi hermana nos despertó.
—¿Qué sucede? —dijo César.
—Salió —susurró Marcela.
—¡Que salió!
—Sí, por la puerta, en su camisón —contestó la pequeña—. La vi levantarse de la cama, mirar si papá estaba dormido y salir por la puerta.
No comprendíamos qué la había inducido a dejar la cama y, sin vestir, salir con aquel mordiente tiempo invernal, cuando la nieve yacía profunda sobre la tierra. Permanecimos despiertos. Como a la hora escuchamos cerca de la ventana el gruñido de un lobo.
—Hay un lobo —dijo César—. La hará pedazos.
—¡Oh, no! —exclamó Marcela.
Unos minutos después apareció nuestra madrastra. Estaba en camisón, como Marcela había dicho. Bajó la aldaba de la puerta de modo que no hiciera ruido; se acercó a un balde de agua y se lavó la cara y manos; después, se deslizó en la cama donde mi padre dormía. Los tres temblábamos, sin apenas saber por qué; pero resolvimos vigilarla la noche siguiente. Y así lo hicimos. Y no sólo aquélla, sino muchas otras más; y siempre, hacia la misma hora, nuestra madrastra se levantaba de la cama y salía de la cabaña; y una vez ida, invariablemente escuchábamos el gruñir de un lobo bajo nuestra ventana; y cuando ella regresaba, siempre la veíamos lavarse antes de volver a la cama. Observamos, además, que muy rara vez se sentaba a la mesa y, de hacerlo, parecía comer con disgusto. Cuando se descolgaba la carne para prepararla, a menudo, de modo furtivo, llevaba a la boca un trozo crudo.
Mi hermano César era un chico valiente; no quería hablar con mi padre mientras no supiera más. Resolvió, pues, seguirla y descubrir lo que hacía. Marcela y yo luchamos por disuadirlo de su proyecto, pero no pudimos convencerlo y la noche siguiente se acostó vestido; en cuanto nuestra madrastra abandonó la cabaña, César se levantó de un salto y, tomando la escopeta de mi padre, la siguió.
Bien podrás imaginar el estado de ansiedad en que nos vimos Marcela y yo durante la ausencia de César. Al cabo de algunos minutos escuchamos la descarga de una escopeta. Mi padre no despertó y nosotros, acostados, temblábamos de ansiedad. Un minuto después nuestra madrastra entraba en la cabaña, el vestido ensangrentado. Puse la mano sobre la boca de Marcela, para impedir que gritara, aunque yo mismo sentía una gran alarma. Mi madrastra se acercó a la cama de mi padre, miró si estaba dormido y luego, acercándose a la chimenea, sopló sobre las brasas hasta levantar un fuego.
—¿Quién anda allí? —preguntó mi padre despertando.
—Sigue acostado, querido —respondió mi madrastra—, soy yo. No me siento muy bien, y encendí el fuego para calentar un poco de agua.
Mi padre se dio vuelta y pronto estaba dormido; pero nosotros vigilamos a nuestra madrastra. Se cambió de ropa, y lanzó al fuego las prendas que antes llevaba puestas. Vimos entonces que su pierna derecha sangraba profusamente, como si la herida fuera de escopeta. La vendó y, tras vestirse, permaneció ante el fuego hasta romper el día. ¡Pobre Marcela! Su corazón latía con rapidez mientras se acurrucaba a mi lado; a decir verdad, lo mismo ocurría con el mío. ¿Dónde estaba nuestro hermano César? ¿De dónde procedía la herida de nuestra madrastra sino de la escopeta de él? Por fin se levantó mi padre y entonces, por primera vez, hablé:
—Padre, ¿dónde está mi hermano César?
—¿Tu hermano? —exclamó—. Caramba, ¿dónde puede estar?
—¡Cielo santo! Anoche, cuando estaba tan inquieta —observó nuestra madrastra—, creí oír que alguien levantaba la aldaba de la puerta y... ¡Dios me ampare, esposo! ¿Dónde está tu escopeta?
Mi padre volvió los ojos hacia la chimenea y observó que faltaba el arma. Por un momento se le vio perplejo; después, tomando un hacha de hoja ancha, salió de la cabaña sin decir una palabra más. No estuvo alejado de nosotros mucho tiempo; a los pocos minutos regresó, trayendo en los brazos el cuerpo destrozado de mi pobre hermano. Lo puso sobre la cama y le cubrió el rostro. Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que, gimiendo y sollozando con amargura, Marcela y yo nos colocábamos a su lado.
—Vuelvan a la cama, niños —dijo con brusquedad—. Esposo, el muchacho debió tomar tu escopeta para dispararle a un lobo, y el animal fue demasiado poderoso para él. ¡Pobre chico, pagó caro su atrevimiento! Mi padre no respondió. Yo deseaba hablar, contarlo todo, pero Marcela, al comprender mi intención, me tomó del brazo y me miró tan implorante, que desistí de hacerlo.
Mi padre, por tanto, quedó en su error. Marcela y yo, aunque incapaces de comprenderlo, conscientes estábamos de que nuestra madrastra de alguna manera se relacionaba con la muerte de mi hermano. Aquel día mi padre cavó una fosa; después de colocar en ella el cuerpo, puso encima piedras, de modo que los lobos no pudieran desenterrarlo. El choque producido por aquella catástrofe fue muy severo para mi infeliz padre, quien por varios días abandonó la caza, aunque en ocasiones lanzara contra los lobos amargos anatemas y promesas de venganza. Pero durante esta época de duelo por parte de él continuaron, con la misma regularidad de siempre, las correrías nocturnas de mi madrastra. Por fin mi padre descolgó su escopeta y fue al bosque. Pronto volvió, dando muestras de estar muy molesto.
—¿Querrás creerme, Cristina, que los lobos, ¡maldita sea toda su raza! lograron desenterrar el cuerpo de mi pobre muchacho, y nada queda ahora de él sino los huesos?
—¿En verdad? —preguntó mi madrastra. Marcela me miró, y vi en sus inteligentes ojos todo lo que le hubiera gustado expresar.
—Padre, todas las noches un lobo gruñe bajo nuestra ventana —dije.
—¿Hablas en serio? ¿Y por qué no me lo dijiste, muchacho? Despiértame la próxima vez que lo oigas.
Vi que mi madrastra nos daba la espalda, los ojos fulgurantes de rabia y rechinando los dientes. Mi padre volvió a salir y con un montón mayor de piedras cubrió lo poco que de mi hermano habían dejado los lobos. Ése fue el primer acto de la tragedia. Llegó la primavera. Desapareció la nieve y nos permitieron salir de la cabaña. Pero jamás me apartaba ni por un momento de mi hermana, con quien me sentía más amorosamente unido que nunca desde la muerte de mi hermano. A decir verdad, miedo tenía de dejarla a solas con mi madrastra, quien parecía gozar en especial maltratándola. Mi padre se ocupaba ahora en su pequeño huerto, y pude serle de cierta ayuda. Marcela solía sentarse cerca de nosotros mientras laborábamos, quedando mi madrastra sola en la cabaña. He de comentar que, según avanzaba la primavera, mi madrastra disminuía sus salidas nocturnas, y que ya no escuchamos gruñir al lobo bajo nuestra ventana después de que se lo comentara a mi padre.
Un día en que mi padre y yo nos encontrábamos en el campo, y Marcela con nosotros, mi madrastra vino a decirnos que iba al bosque a reunir algunas hierbas que mi padre deseaba; pidió que Marcela fuera a la cabaña a cuidar de la comida. Así lo hizo mi hermana y pronto mi madrastra desapareció en el bosque, en dirección opuesta a la que se encontraba la cabaña, dejándonos a mi padre y a mí, por así decirlo, entre ella y Marcela.
Como a la hora de esto nos sobresaltaron gritos que venían de la cabaña: sin duda alguna de Marcela. "Marcela se quemó, padre", dije lanzando contra el suelo mi pala. También dejó él la suya y nos apresuramos hacia la cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta por ella salió, como una exhalación, una gran loba blanca, que huyó con la mayor rapidez. Mi padre estaba desarmado; entró presuroso a la cabaña y allí encontró a la pobre Marcela agonizante. Tenía el cuerpo horrorosamente destrozado y la sangre que de él fluía había formado un charco enorme en el piso de la cabaña. La primera intención de mi padre había sido tomar la escopeta y salir en persecución del animal, pero aquel espectáculo horrible lo detuvo; hincándose al lado de la moribunda hija, rompió en lágrimas. Marcela no tuvo tiempo sino de mirarlo dulcemente por unos segundos, y luego la muerte le cerró los ojos.
Mi padre y yo seguíamos inclinados sobre el cuerpo de mi pobre hermana cuando entró mi madrastra. Dijo estar sumamente afectada por aquel espectáculo, pero no pareció mostrar repugnancia ante la sangre, como suele suceder con la mayoría de las mujeres.
—¡Pobre pequeña! —dijo—. Debe haber sido esa gran loba blanca que acaba de pasar a mi lado, asustándome tanto. Está muerta, Krantz.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —gritó mi padre con angustia.
Pensé que mi padre nunca se recuperaría de los efectos de esa segunda tragedia. Se lamentó amargamente ante el cuerpo de su querida niña, y por muchos días no quiso llevarlo a su tumba, pese a las frecuentes peticiones de mi madrastra. Al final aceptó hacerlo, y cavó una fosa cerca de la de mi pobre hermano; tomó todas las precauciones necesarias para que los lobos no pudieran violarla. Ahora me sentía en verdad miserable, solo en aquella cama que hasta entonces había compartido con mis hermanos. Me era imposible no pensar que mi madrastra estuviera complicada en ambas muertes, aunque no lograra explicarme cómo. No la temía ya, pues mi corazón estaba lleno de odio y deseo de venganza.
La noche siguiente al entierro de mi hermana, estando despierto, percibí que mi madrastra se levantaba y salía de la cabaña. Esperé un tiempo, me vestí y miré por la puerta, que abrí a medias. La luna brillaba y pude ver el sitio donde mis hermanos habían sido enterrados. ¡Cuál no sería mi horror al descubrir a mi madrastra ocupada en quitar las piedras de la tumba de Marcela! Vestía su camisón blanco y la luna caía plena sobre ella. Cavaba con ambas manos, lanzando tras sí las piedras con la ferocidad de una bestia salvaje. Pasaron unos instantes antes de que volviera yo a mis sentidos y decidiera qué hacer. Noté por fin que había llegado al cuerpo y lo levantaba por un lado de la tumba. No pude soportarlo más; corrí donde mi padre y lo desperté.
—¡Padre, padre —grité—, vístete y toma la escopeta!
—¡Cómo! —exclamó mi padre—. Han llegado los lobos, ¿verdad?
De un salto abandonó la cama, se puso la ropa y, a causa de la ansiedad, no pareció darse cuenta de la ausencia de su mujer. En cuanto estuvo listo abrí la puerta, y salió seguido por mí. Imagina su horror cuando (desprevenido como estaba para tal espectáculo) vio, según avanzaba hacia la tumba, no a un lobo, sino a su esposa que, en camisón, a cuatro patas, inclinada sobre el cuerpo de mi hermana, le arrancaba grandes trozos de carne, que devoraba con toda la avidez de un lobo. Estaba demasiado ensimismada para darse cuenta de nuestra llegada. Mi padre dejó caer la escopeta. Tenía el pelo de punta, al igual que yo; respiraba afanosamente y, por un instante, incluso dejó de hacerlo. Recogí la escopeta y la puse en sus manos. De pronto pareció que una rabia reconcentrada le daba el doble de vigor y, apuntando con el arma, disparó. Con un grito potente, abatida se derrumbó aquella infame que él había cobijado en su pecho.
—¡Dios de los cielos! —exclamó mi padre, cayendo desvanecido sobre la tierra en cuanto descargó la escopeta. Tuve que permanecer por un tiempo a su lado antes de que se recuperara. Dijo entonces—: ¡Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido? ¡Ah, sí... sí, ahora lo recuerdo! ¡Dios me perdone!
Se levantó y nos acercamos a la tumba. Cuál no sería nuestro asombro y horror al encontrar que, en lugar del cadáver de mi madrastra que esperábamos, sobre los restos de mi pobre hermana yacía una gran loba blanca.
—¡La loba blanca! —exclamó mi padre— la loba blanca que me llevó al bosque... Ahora lo comprendo todo... Mi trato ha sido con los espíritus de las montañas Hartz.
Por un tiempo mi padre quedó en silencio y hundido en pensamientos profundos. Luego, con todo cuidado levantó el cuerpo de mi hermana y lo volvió a su tumba, cubriéndolo como la primera vez; había golpeado la cabeza del animal con la punta de su bota y había desvariado como un loco. Regresó a la cabaña, cerró la puerta y se tiró sobre la cama. Hice lo mismo, pues me encontraba preso de estupor y aturdimiento. Muy temprano por la mañana nos despertó un fuerte llamar a la puerta, y dentro se precipitó Wilfred, el cazador.
—¡Mi hija, mi hija! ¿Dónde está mi hija? —gritó hecho una furia.
—Espero que donde debe estar ese ser desgraciado, ese demonio —contestó mi padre levantándose y mostrando una cólera igual a la del otro—, ¡en el infierno! Abandone esta cabaña si no quiere que le ocurra algo peor que a su hija.
—¡Ajá! —replicó el cazador—, ¿se atrevería a dañar a un espíritu potente de las montañas Hartz? Pobre mortal, que quiso casarse con una mujer loba.
—¡Fuera de aquí, demonio! ¡Te desafío y desafío tu poder!
—Todavía sentirá su fuerza. No olvide su juramento, su voto solemne: jamás levantar la mano contra ella, jamás dañarla.
—Ningún trato hice con espíritus malignos.
—Lo hizo. Y si rompió su juramento, sufrirá la venganza de los espíritus. Sus hijos morirán por el buitre, el lobo...
—¡Fuera, fuera de aquí, demonio!
—...y sus huesos blanquearán en el páramo. ¡Ja, ja!
Frenético de rabia, mi padre tomó el hacha y la levantó sobre la cabeza de Wilfred, para golpearlo.
—Así lo juró —continuó diciendo el cazador con burla.
El hacha descendió. Pero pasó a través de la forma del cazador; perdiendo el equilibrio, mi padre cayó pesadamente al suelo.
—¡Mortal —dijo el cazador librando con una zancada el cuerpo de mi padre—, sólo tenemos poder sobre quienes han cometido un crimen! Culpable eres de un doble crimen: pagarás el castigo que corresponde a tu voto de casamiento. Dos de tus hijos han desaparecido, un tercero está por seguirlos... Pues habrá de seguirlos, ya que tu juramento quedó registrado. Vete. Bondadoso sería matarte, pues tu castigo consiste ¡en quedarte vivo!
Pronunciadas estas palabras, el espíritu desapareció. Mi padre se levantó del piso, me abrazó tiernamente y luego, arrodillándose, rezó. A la mañana siguiente abandonó la cabaña para siempre. Me llevó consigo, encaminando sus pasos a Holanda, donde llegamos sanos y salvos. Le quedaba un poco de dinero. No llevábamos muchos días en Amsterdam cuando lo atacó una fiebre cerebral y murió hundido en una fiera locura. Me llevaron a un asilo y, tiempo después, me enviaron a la mar. Ahora, ya conoces mi historia. La cuestión es ¿pagaré yo el castigo que corresponde al juramento de mi padre? Estoy plenamente convencido de que, de una u otra manera, así ocurrirá.
El vigésimo segundo día las tierras altas del sur de Sumatra quedaron a la vista. Como no vieron buque ninguno, decidieron mantener curso a través de los estrechos y dirigirse a Pulo Penang, donde esperaban llegar en siete u ocho días, dado que el viento favorecía a su velero. Debido a su constante exposición a la intemperie, Philip y Krantz estaban tan bronceados, que sus largas barbas y su ropa de musulmanes fácilmente los habrían hecho pasar por nativos. Habían timoneado durante todos aquellos días bajo un sol quemante, descansando y durmiendo en el frescor de la noche. No por ello había sufrido su salud. Sin embargo, por varios días, a partir de que confiara a Philip la historia de su familia, Krantz se mostró silencioso y melancólico.
Había desaparecido su acostumbrado vigor de ánimo y Philip le preguntó a menudo la causa de aquello. Al entrar en los estrechos, Philip habló de lo que deberían hacer llegando a Goa. Krantz respondió con tono grave:
—Llevo algunos días, Philip, con el presentimiento de que nunca veré esa ciudad.
—Te sientes enfermo, Krantz —respondió Philip.
—No, tengo buena salud, de cuerpo y de espíritu. He procurado librarme de ese presentimiento, pero en vano. Una voz me advierte continuamente que no estaré mucho tiempo a tu lado. Philip, ¿querrías ayudarme complaciéndome en una petición? Tengo en mi persona oro que podría serte de utilidad. Compláceme aceptándolo, guardándolo contigo.
—Vaya tontería, Krantz.
—No son tonterías, Philip. Tú mismo has tenido advertencias, ¿por qué no habría yo de tener las mías? Bien sabes que no es el miedo parte importante de mi carácter, y que no doy importancia a la muerte; pero cada hora siento más fuerte el presentimiento del que te hablo...
—Son imaginaciones de una mente perturbada, Krantz. ¿Por qué no habrías tú, joven, pleno de salud y vigor, de pasar tus días en paz y llegar a una amable vejez? Nada obliga a pensar de otra manera. Mañana te sentirás mejor.
—Tal vez —replicó Krantz—. Sin embargo, cede a mi capricho y toma el oro. Si estoy equivocado y llegamos salvos a Goa, Philip, sabes que puedes devolvérmelo —comentó con sonrisa débil—. Pero olvidas que estamos casi sin agua, y debemos buscar en la costa un riachuelo para reabastecernos.
—En ello pensaba cuando comenzaste con ese tema desagradable. Es mejor que encontremos agua antes del anochecer; en cuanto hayamos llenado las vasijas, nos haremos a la vela de nuevo.
En el momento de ocurrir esta conversación se encontraban en la parte oriental del estrecho, unas cuarenta millas al norte. El interior de la costa era rocoso y montañoso, pero poco a poco fue descendiendo hasta quedar en una tierra llana, en la que alternaban bosques y selvas que llegaban hasta la playa. La región parecía deshabitada. Manteniéndose cerca de la orilla, al cabo de dos horas descubrieron una corriente de agua dulce, que de las montañas se despeñaba en una cascada, corría a través de la selva siguiendo un curso sinuoso y pagaba su tributo a las aguas del estrecho.
Entraron por la desembocadura del río, bajaron las velas e impulsaron la piragua contra la corriente, hasta recorrer trecho suficiente para asegurarse de estar en aguas del todo dulces. Pronto llenaron las vasijas y estaban por volver a zarpar cuando, seducidos por la belleza del lugar y la frescura del agua, así como cansados de su largo confinamiento a bordo de la piragua, decidieron bañarse, lujo que difícilmente sabrán apreciar quienes no se hayan visto en una situación similar. Se quitaron la ropa de musulmanes y se zambulleron en la corriente, donde permanecieron un tiempo. Krantz fue el primero en salir. Se quejó de tener frío y se encaminó a la orilla, donde habían quedado los vestidos. Philip se acercó también a la ribera, con la intención de imitarlo.
—Pues bien, Philip —dijo Krantz—, ésta es una buena oportunidad para darte el dinero. Abriré mi faja, lo sacaré de ella y tú lo pondrás en la tuya.
Philip estaba de pie en el agua que le llegaba a la cintura.
—Bueno, Krantz —dijo—, supongo que si debe ser así, así debe ser. Pero me parece una idea tan ridícula... Sin embargo, sea como quieras.
Philip salió del riachuelo y se sentó junto a Krantz, quien se ocupaba ya de extraer los doblones de los pliegues de su faja. Por fin dijo:
—Creo, Philip, que ya los tienes todos. Me siento satisfecho.
—No concibo en qué peligro puedas verte al que no esté igualmente expuesto yo —contestó Philip—. Sin embargo...
No acababa de expresar estas palabras cuando se escuchó un rugido tremendo, una acometida parecida a un viento poderoso, un golpe que lo lanzó de espaldas, un grito agudo... y una lucha. Al recobrarse, Philip vio que, con la velocidad de una flecha, un enorme tigre se llevaba el desnudo cuerpo de Krantz a través de la selva. Observó todo con ojos desorbitados. En unos cuantos segundos el animal y Krantz habían desaparecido.
—¡Dios de los cielos, debiste ahorrarme este espectáculo! —exclamó Philip, cayendo de bruces a causa de su aflicción—. ¡Oh, Krantz, amigo, hermano, cuán cierto era tu presentimiento! ¡Dios misericordioso, ten piedad!... ¡Hágase pues, tu voluntad! —y Philip rompió en llanto.
Por más de una hora quedó clavado en aquel lugar, ajeno e indiferente a los peligros que lo rodeaban. Finalmente, un tanto recuperado, se levantó, se vistió y volvió a sentarse, los ojos fijos en la ropa de Krantz y en el oro, que seguía sobre la arena.
—Quiso darme ese oro. Presintió su destino. ¡Sí, sí, se trataba de su destino, que ahora se ha cumplido! Y sus huesos blanquearán en el páramo.
Ese cazador fantasma y su lobuna hija han quedado vengados.
Frederick Marryat (1792-1848)
Relatos góticos. I Relatos de Frederick Marryat.
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El análisis y resumen del cuento de Frederick Marryat: La mujer loba (The Werewolf of the Hartz Mountains), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
me encanta el libro,muxas felecidades al escritor
Nunca tuvo que hacer ese juramento
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