El pais de los ciegos: H.G. Wells (segunda parte)

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El país de los ciegos.
Segunda parte.


Prosiguió contando a Núñez la forma en que este tiempo había sido dividido en frío y calor, que para los ciegos son los equivalentes del día y de la noche, cómo lo juicioso era dormir durante el calor y trabajar durante el frío, de modo que, si no hubiera sido por su llegada, todo el pueblo de los ciegos hubiera estado dormido. Dijo que Núñez debía haber sido creado especialmente para aprender y ponerse al servicio de la sabiduría que ellos habían adquirido y que, debido a toda su incoherencia mental y a sus tropiezos, debía tener valor y procurar hacer todo lo posible para aprender, ante lo cual todas las personas que se encontraban en el umbral prorrumpieron en murmullos de aliento. Dijo que la noche, pues los ciegos llamaban al día noche, ya estaba muy avanzada y que convenía que todo el mundo volviera a dormir. Le preguntó a Núñez si sabía dormir y Núñez dijo que sí, pero que antes de dormir quería comida.

Le trajeron comida, leche de llama en un cuenco y un pan tosco salado, y le condujeron a un lugar solitario para que comiera sin que le oyeran, y después a dormir hasta que el frío vespertino de la montaña les despertara para volver a empezar su día. Pero Núñez no durmió en absoluto.

En vez de eso, se incorporó en el mismo lugar donde le habían dejado, descansando sus miembros y dando vueltas en la cabeza, una y otra vez, a las imprevistas circunstancias que habían rodeado su llegada.

De tanto en tanto se reía, a veces divertido y a veces indignado.

–«¡Una inteligencia sin formar!» –decía–. «¡Aún no tiene sentidos!

Qué poco saben que han estado insultando a su amo y señor enviado por el cielo. Veo que debo hacerles entrar en razón. Tengo que pensar..., tengo que pensar.

Aún estaba pensando cuando se puso el sol.

Núñez sabía captar la belleza de las cosas y le pareció que el brillo de las pendientes nevadas y de los glaciares que despedía cada lado del valle era la cosa más hermosa que había visto jamás. Su vista se paseó desde aquel inaccesible deleite hasta la aldea y los campos irrigados, hundiéndose velozmente en el atardecer, y súbitamente se apoderó de él una oleada de emoción y dio gracias a Dios desde el fondo de su corazón por haberle regalado el poder de la vista.

Oyó una voz que le llamaba desde fuera de la aldea.

–¡Eh, Bogotá! ¡Ven aquí!

Al oír esto dejo de sonreír. Ya le enseñaría a esta gente de una vez por todas lo que significaba tener vista para un hombre. Le buscarían pero no le encontrarían.

–No te muevas, Bogotá –dijo la voz.

Rió sin hacer ruido y se apartó del camino con dos pasos furtivos.

–No pises la hierba, Bogotá, eso no está permitido.

Núñez apenas había oído el ruido que había hecho y se detuvo asombrado.

El dueño de la voz subió corriendo hacia él por el sendero jaspeado.

Volvió a entrar en el camino.

–Aquí estoy –dijo.

–¿Por qué no acudiste cuando te llamé? –dijo el ciego–. ¿Es que tienen que llevarte igual que a un niño? ¿No oyes el camino al andar?

Núñez rió.

–Lo puedo ver –dijo.

–No existe ninguna palabra como ver –dijo el ciego, tras una pausa–. Basta de insensateces y sigue el ruido de mis pasos.

Núñez le siguió un poco irritado.

–Ya llegará mi momento –dijo.

–Aprenderás –respondió el ciego–. En el mundo hay mucho que aprender.

–¿No te ha dicho nadie que «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey»?

–¿Qué es ciego? –preguntó el ciego descuidadamente por encima del hombro.

Pasaron cuatro días, y al quinto, el Rey de los Ciegos aún seguía de incógnito, como un extraño torpe e inútil entre sus súbditos.

Comprobó que le resultaba mucho más difícil proclamarse rey de lo que se había imaginado y, entretanto, mientras meditaba su golpe de Estado, hizo lo que le decían y aprendió las formas y las costumbres del País de los Ciegos. Trabajar y vagar de noche le pareció una cosa especialmente fastidiosa y decidió que sería lo primero que modificaría.

Aquella gente llevaba un vida simple y laboriosa, con todos los elementos de virtud y de felicidad tal y como estas cosas pueden ser entendidas por los hombres. Se afanaban pero no de un modo opresivo, tenían ropas y alimentos suficientes para sus necesidades, tenían días y temporadas de descanso, hacían música y cantaban mucho, y había entre ellos amor y niños pequeños.

Era maravilloso ver con qué confianza y precisión se movían por su ordenado mundo. Todo había sido hecho en función de sus necesidades; cada uno de los caminos radiales de la zona del valle formaba un ángulo constante con los demás, y se distinguía por una muesca especial en su acera; todos los obstáculos e irregularidades de los caminos o del prado habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo, y todos sus métodos y procedimientos habían surgido de modo natural de la peculiaridad de sus necesidades. Sus sentidos se habían agudizado maravillosamente, oían y juzgaban el gesto más leve de un hombre a una docena de pasos de distancia, oían incluso el mismo latido de su corazón. La entonación había reemplazado a la expresión desde muy antiguo entre ellos, y el tacto al gesto, y su trabajo con la azada, la pala y la horca se desarrollaba con canta confianza y libertad como el de cualquier jardinero. Su sentido del olfato era extraordinariamente sutil; podían distinguir las diferencias de cada individuo con la misma facilidad que un perro y cuidaban de las llamas, que vivían entre las rocas altas y bajaban hasta el muro en busca de comida y refugio, con comodidad y confianza. Sólo cuando Núñez decidió por fin hacer valer sus derechos se dio cuenta de lo ágiles y seguros que podían ser sus movimientos.

Se rebeló solamente después de haber intentado persuadirlos.

Primero intentó hablarles en numerosas ocasiones de la vista.

–Escuchadme un momento –decía–. Hay cosas en mí que vosotros no comprendéis.

Una o dos veces, uno o dos de ellos le prestaron atención; se sentaron con los rostros inclinados hacia abajo y los oídos inteligentemente vueltos hacía él, y él se esmeró para contarles lo que significaba ver. Entre sus oyentes se encontraba una muchacha, con párpados menos enrojecidos y hundidos que los de los demás, de manera que casi podía imaginarse que estaba ocultando unos ojos, a quien él esperaba convencer especialmente. Habló de las bellezas de la vista, de la contemplación de las montañas, del cielo y del amanecer, y ellos le escucharon con divertida incredulidad que pronto se trocó en condena. Le dijeron que no existían montañas algunas, sino que el final de las rocas, donde pastaban las llamas, era definitivamente el final del mundo; a partir de ahí se erguía el cavernoso techo del universo, desde donde caían el rocío y las avalanchas; y cuando él sostuvo resueltamente que el mundo no tenía ni final ni techo como ellos suponían, le dijeron que sus pensamientos eran malvados. Mientras les describía el cielo y las nubes y las estrellas, aquello les parecía un espantoso vacío, una nada terrible en el lugar de la bóveda uniforme que protegía las cosas en las que creían, porque para ellos era un artículo de fe que el techo de la caverna fuera exquisitamente suave al tacto. El veía que en cierto modo los estaba sobresaltando y entonces renunció totalmente a abordar este aspecto, tratando de mostrarles las ventajas prácticas de la vista. Una mañana vio a Pedro en el llamado camino Diecisiete que venía hacia las casas centrales, pero aún demasiado lejos como para ser oído u olfateado, y se lo dijo a ellos.

–Dentro de un poco –profetizó–, estará aquí Pedro.

Un anciano observó que Pedro no tenía nada que hacer en el camino Diecisiete y, como para confirmarlo, aquel individuo, mientras se acercaba, giró transversalmente tomando por el camino Diez, dirigiéndose con pasos ágiles hacia el muro exterior. Al no llegar Pedro se burlaron de él y luego, cuando él interrogó a Pedro para salvaguardar su reputación, éste le desmintió y se enfrentó con él y desde aquel día le fue hostil.

A continuación les indujo a dejarle recorrer un largo camino por los prados en declive hacia el muro acompañado de un individuo complaciente a quien prometió describirle todo cuanto ocurriera entre las casas. Notó ciertas idas y venidas, pero las cosas que parecían significar algo para esta gente sucedieron en el interior o detrás de las casas sin ventanas, las únicas cosas de las que ellos tomaron nota para ponerle a prueba, pero de éstas, nada pudo ver ni contar; y fue después del fracaso de su tentativa y de las mofas que ellos no pudieron reprimir, cuando él recurrió a la fuerza. Pensó en agarrar una pala y derribar súbitamente con ella a uno o dos al suelo para poder así, en un combate leal, demostrar las ventajas de la vista. Impulsado por aquella resolución no llegó más que asir la pala, porque luego descubrió algo nuevo en él: que le resultaba imposible golpear a un ciego a sangre fría.

Vaciló y comprobó que todos ellos eran conscientes de que él había agarrado la pala. Permanecieron alerta, con las cabezas ladeadas y las orejas dobladas hacia él a la espera de lo que se propusiera hacer.

–Tira esa pala –dijo uno, y sintió una especie de terror impotente, que casi le hizo obedecer. Entonces acometió contra uno lanzándolo contra la pared de una casa y salió corriendo hasta encontrarse fuera de la aldea.

Entró de través por uno de sus prados, dejando rastros de hierba pisoteada detrás de sus pies y al poco se sentó junto al borde de uno de sus caminos. Sintió un poco de la excitación que invade a todos los hombres al comienzo de una pelea, pero una perplejidad mayor. Empezó a darse cuenta de que ni siquiera se podía luchar a gusto con criaturas que parten de una base mental diferente. En la lejanía vio a una multitud de hombres con palas y garrotes que salían de la calle de las casas y avanzaban desplegados en línea hacia él por los numerosos caminos. Avanzaban lentamente, hablando con frecuencia entre sí y, de tanto en tanto, todo el cordón se detenía a olisquear el aire y a escuchar. Núñez rió la primera vez que les vio hacer esto.

Pero después, ya no volvió a reír.

Uno de ellos descubrió su rastro en la hierba del prado y se agachó para tantear la dirección que debía seguir.

Durante cinco minutos contempló la lenta maniobra de cordón y, entonces, su remota intención de hacer algo se hizo apremiante. Se levantó, dio uno o dos pasos hacia el muro circular, se volvió y desanduvo un poco el camino. Y allí estaban todos, como una luna creciente, inmóviles y a la escucha.

También se quedó inmóvil, sujetando la pala con fuerza con las dos manos. ¿Debía cargar contra ellos?

Sus oídos le latían al ritmo de «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey».

¿Debía cargar contra ellos?

–¡Bogotá! –llamó uno de ellos– ¡Bogotá! ¿Dónde estás?

Apretó su pala con mucha más fuerza y avanzó por los prados bajando hacia el lugar de las viviendas y, en cuanto se movió, ellos convergieron hacia él.

–Como me toquen los mato –juró–. Sabe Dios que lo haré. Los golpearé. Voceó con fuerza:

–Oídme, voy a hacer lo que quiera en este valle. ¿Me habéis oído? ¡Voy a hacer lo que quiera e iré a donde quiera!

Se cernían sobre él con rapidez, a tientas, pero moviéndose con agilidad. Era igual que jugar a la gallinita ciega, con todos, menos uno, con los ojos vendados.

–¡Apresadle! –gritó uno. Y se encontró en el arco de una curva de perseguidores en movimiento. Sintió repentinamente la necesidad de ser activo y resuelto.

–No lo comprendéis –gritó con una voz que pretendía ser estentórea y resuelta, pero que se le quebró en la garganta–. Vosotros sois ciegos y yo veo. ¡Dejadme en paz!

–¡Bogotá! ¡Tira esa pala y sal de la hierba!

La última orden, grotesca dentro de una familiaridad civilizada, resonó con un eco de cólera.

–Os lastimaré –dijo entre sollozos de emoción–. Sabe Dios que os lastimaré. ¡Dejadme en paz!

Empezó a correr, sin saber claramente hacia dónde. Corrió desde el ciego más próximo, porque le horrorizaba golpearle. Se paró y luego tuvo un arranque para escapar de las filas que se cerraban sobre él. Se dirigió hacia donde el hueco era mayor, pero los hombres situados a ambos lados, con rápida percepción de la aproximación de sus pasos, se precipitaron el uno contra el otro. Dio un brinco hacia delante, y entonces vio que estaba atrapado y asestó un golpe con la pala. Notó el ruido sordo de un brazo y de una mano, y el hombre cayó en tierra con un grito de dolor. Estaba libre.

¡Libre! Y a continuación se encontró de nuevo cerca de la calle de las casas, donde los ciegos, enarbolando palas y estacas, corrían de un lado a otro con una presteza que parecía razonada.

Oyó pasos detrás de él justo a tiempo, y se encontró frente a un hombre alto que se precipitaba contra él asestando golpes, guiado por el ruido que emitía. Perdió el control, le asestó un mandoble a su antagonista, giró sobre sí mismo y huyó, casi chillando mientras le hacía un quiebro a otro.

Fue presa del pánico. Corrió furiosamente de un lado a otro, haciendo quiebros cuando no había ninguna necesidad de hacerlos y tropezando, angustiado por querer ver al instante todo cuanto le rodeaba. Por un momento cayó y ellos oyeron su caída. Muy lejos, en el muro de la circunvalación, una puertecita le pareció un refugio celestial, y se dirigió hacia ella en una carrera desenfrenada. Ni siquiera se volvió para mirar a sus perseguidores hasta que la alcanzó, y eso que había tropezado al cruzar el puente, trepado un trecho entre las rocas con sorpresa de una llama joven que de un brinco se perdió de vista, y se había tumbado para recuperar el resuello entre sollozos.

Y así concluyó su golpe de Estado.

Se quedó fuera del muro del valle de los ciegos durante dos noches y dos días, sin comida ni techo, y meditó sobre lo inesperado de los acontecimientos. Durante estas meditaciones repitió con mucha frecuencia y cada vez con un tono de mayor escarnio:

–«En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey».

Estuvo pensando principalmente en las formas de luchar y de conquistar a este pueblo, pero se fue abriendo paso en él la idea de que no había ninguna posibilidad que fuera viable. No disponía de armas y ahora le resultaría difícil conseguir una.

El cáncer de la civilización había alcanzado incluso a Bogotá y le resultaba inconcebible el hecho de bajar a asesinar a un ciego. Claro que si lo hacía, podría entonces dictar condiciones bajo la amenaza de asesinarlos a todos. Pero ¡antes o después tendría que morir!

También intentó encontrar comida entre los pinos y un abrigo bajo sus ramas para protegerse de las heladas de la noche y, con menos convencimiento, capturar una llama por medio de un ardid para tratar de matarla, tal vez golpeándola con una piedra, para poder así, finalmente, comerse una parte. Pero las llamas recelaban de él y le miraban con sus desconfiados ojos marrones y escupían cuando se acercaba. El miedo y el estremecimiento se apoderaron de él durante el segundo día. Finalmente, bajó gateando hasta el muro del País de los Ciegos e intentó hacer un pacto. Bajó arrastrándose por el torrente, gritando, hasta que dos ciegos salieron por la puerta y hablaron con él.

–Estaba loco –dijo él–. Pero es porque estaba recién formado.

Le dijeron que aquello estaba mejor.

Les dijo que ahora estaba más cuerdo y arrepentido de todo lo que había hecho.

Luego lloró sin querer, porque ahora se sentía muy débil y enfermo, y ellos lo tomaron como una señal favorable.

Le preguntaron si aún pensaba que podía ver.

–No –dijo él–. Eso es una insensatez. ¡Esa palabra no significa nada..., menos que nada!

Le preguntaron qué había sobre sus cabezas.

–A una altura aproximada de cien hombres hay un techo encima del mundo..., de roca..., y muy, muy suave... –Volvió a estallar en histéricos sollozos–. Antes de que me sigáis preguntando, dadme algo de comer o me moriré.

Se esperaba unos castigos horribles, pero estos ciegos poseían la capacidad de ser tolerantes. Consideraron su rebelión como una prueba más de su idiotez e inferioridad general y, tras azotarle, le encomendaron las tareas más simples y más pesadas que podían encomendarle a nadie, y él, al no ver otra forma de vivir, hizo sumisamente lo que le decían.

Enfermó durante algunos días y lo cuidaron afablemente. Eso afinó su sumisión, pero insistieron en que guardara cama en la oscuridad, lo que acrecentó su desdicha. Y vinieron a verle filósofos ciegos y le hablaron de la perversa ligereza de su mente, reprochándole de forma tan solemne sus dudas acerca de la tapadera que cubría su cacerola cósmica, que casi empezó a dudar de si no sería realmente víctima de una alucinación por no verla encima de su cabeza.

De este modo, Núñez se convirtió en ciudadano del País de los Ciegos, y éstos dejaron de ser un pueblo generalizado y se convirtieron en individuos familiares para él, mientras que el mundo más allá de las montañas se volvía cada vez más remoto e irreal. Estaba Yacob, su amo, un hombre afable cuando no estaba irritado; estaba Pedro, el sobrino de Yacob, y estaba Medina–saroté, que era la hija menor de Yacob. Era poco apreciada en el mundo de los ciegos, porque poseía un rostro bien definido y carecía de esa tersura satisfactoria y satinada que es el ideal de la belleza femenina de un ciego; pero Núñez pensó que era bella al principio, y poco a poco, el ser más bello de toda la creación. Sus párpados cerrados no estaban hundidos y enrojecidos según la norma que imperaba en el valle, sino que por su forma parecía como si pudieran volver a abrirse en cualquier momento; y además tenía largas pestañas, lo que se consideraba como una grave deformidad. Y su voz era fuerte, y no satisfacía los delicados oídos de los cortejadores del valle, de tal modo que no tenía ningún pretendiente.

Entonces llegó un momento en que Núñez pensó que, si lograba conquistarla, se resignaría a vivir en el valle el resto de sus días.

La espiaba. Buscó las ocasiones de prestarle pequeños servicios y al poco reparó en que ella le observaba. Una vez, en la reunión de un día de fiesta, se sentaron el uno junto al otro en la penumbra de una noche estrellada, acompañados por una melodía acariciadora, su mano se posó sobre la de ella y se atrevió a apretarla. Entonces, con mucha ternura, ella le devolvió su presión. Y un día, mientras comían en la oscuridad, él notó que su mano le buscaba suavemente y, como por azar se levantó una llamarada de fuego en aquel momento, pudo ver la ternura reflejada en su rostro.

Trató entonces de hablar con ella.

Fue a verla un día mientras ella hilaba sentada a la luz de la luna de verano. La luz la convertía en un objeto plateado y misterioso. Se sentó a sus pies y le dijo que la amaba y le dijo tambíen cuán hermosa le parecía. Él poseía la voz de un enamorado y le habló con tierna reverencia que casi parecía temor y, ella, que jamás había sido interpelada con adoración, no le dio ninguna respuesta concreta, pero resultaba patente que sus palabras habían sido oídas con agrado.

Después de aquello habló con ella cada vez que se le presentaba la ocasión. El valle se convirtió en el mundo para él, y el mundo más allá de las montañas, donde los hombres vivían a la luz del sol, no le parecía más que un cuento de hadas que algún día derramaría en los oídos de ella. Tras muchos titubeos y muy tímidamente, él le habló de la vista.

La vista le parecía a ella la más poética de las fantasías y escuchaba su descripción de las estrellas y de las montañas y de la palidez y dulzura de su belleza como si se tratara de una indulgente complicidad. Ella no creía, sólo podía comprender a medias, pero se sentía misteriosamente complacida, y a él le parecía que le comprendía totalmente.

Su amor le hizo perder el miedo y adquirir confianza. Y pronto le propuso pedirla en matrimonio a Yacob y a los ancianos, pero ella se mostró temerosa y aplazó su propuesta. Y fue una de sus hermanas mayores quien primero le contó a Yacob que Medina–saroté y Núñez estaban enamorados.

Desde el primer momento hubo una gran oposición al matrimonio de Núñez con Medina–saroté, no tanto porque la tuvieran en gran estima, sino porque a él le consideraban como a un ser aparte, un idiota incompetente muy por debajo del nivel permitido a un hombre. Sus hermanas se opusieron agriamente arguyendo que el descrédito caería sobre todos ellos, y el viejo Yacob, si bien había acabado por tomarle cariño a su obediente y torpe siervo, meneó la cabeza diciendo que no podía ser. Los jóvenes se mostraron todos irritados ante la idea de corromper la raza y uno de ellos fue tan lejos que llegó a vilipendiar y a golpear a Núñez. Éste le devolvió el golpe. Entonces, por primera vez, apreció las ventajas de poder ver, incluso a la luz del atardecer, y después de que se acabara aquella pelea nadie se mostró dispuesto a levantarle la mano. Pero su matrimonio les siguió pareciendo imposible.

El viejo Yacob sentía ternura por su hija pequeña y se afligía cuando ella venía a llorar sobre su hombro.

–Verás, hija mía, es que él es un idiota, padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas.

–Lo sé –lloraba Medina–saroté–. Pero ahora es mejor que antes. Está mejorando. Y es fuerte, padre querido, y gentil..., más fuerte y más gentil que ningún hombre del mundo. Y me ama y..., yo también le amo, padre.

El viejo Yacob se sintió muy angustiado por no poder consolar a su hija y, además, lo que le angustiaba aún más, a él le gustaba Núñez por muchos conceptos. Así que acudió a sentarse a la tétrica cámara de consejos con los otros ancianos y, prestando atención al rumbo de la conversación, dijo en el momento oportuno:

–Es mejor de lo que era. Y es muy probable que algún día nos parezca tan cuerdo como nosotros.

Al cabo de un rato, a uno de los ancianos, que reflexionó profundamente, se le ocurrió una idea. Era el gran doctor de este pueblo, el que curaba todos los males y poseía una mente muy flosófica y llena de inventivas: su idea consistía en curar a Núñez de sus peculiaridades.

–He reconocido a Bogotá –dijo– y su caso a mí me parece muy claro. Mi diagnóstico es que podría curarse con toda probabilidad.

–En eso es en lo que yo siempre he confiado –replicó el viejo Yacob.

–Tiene una afección en el cerebro –dijo el doctor ciego.

Los ancianos murmuraron asintiendo.

–¿Y cuál es esa afección?

–¡Ah! –dijo el viejo Yacob.

–Esto –dijo el doctor contestando a su pregunta–. Esas extravagantes cosas que se llaman ojos y que existen sólo para dotar a la cara de una suave y agradable depresión están tan enfermas, en el caso de Bogotá, que han afectado a su cerebro. Están enormemente distendidas, tiene pestañas y sus párpados se mueven y, por consiguiente, su cerebro se encuentra en constante estado de irritación y destrucción.

–¿Ah, sí? –dijo el viejo Yacob–. ¿Ah, sí?

–Y creo que puedo decir con un grado de certeza razonable que, a fin de curarle completamente, sólo necesitamos una simple y fácil operación quirúrgica, es decir, extraerle estos cuerpos tan irritantes.

–¿Y entonces se volverá cuerdo?

–Adquirirá una cordura absoluta y se convertirá en un ciudadano admirable.

–¡Doy gracias al cielo por la ciencia! –dijo el viejo Yacob y regresó inmediatamente a contarle a Núñez la buena noticia.

Pero la forma en que Núñez recibió la buena noticia le pareció fría y decepcionante. Y entonces le dijo:

–Por el tono que adoptas, se podría pensar que mi hija no te importa.

Fue Medina–saroté quien persuadió a Núñez para que aceptara la intervención de los cirujanos ciegos.

–¿Tú no querrás que pierda el don de mi vista? –dijo él.

Ella meneó la cabeza.

–Mi mundo es la vista.

La cabeza de ella se inclinó un poco más.

–Existen las cosas bellas, la belleza de las cosas pequeñas..., las flores, los líquenes entre las rocas, la ligereza y la suavidad de unas pieles, el lejano cielo con sus nubes a la deriva, los atardeceres y las estrellas. Y existes tú. Sólo por ti es maravilloso tener ojos, para ver tu cara dulce y serena, tus labios bondadosos, tus amadas y hermosas manos entrecruzadas... Son mis ojos los que tú has conquistado, estos ojos son los que me atan a ti, y lo que estos idiotas buscan. En vez de eso, debería tocarte, oírte y no volver a verte jamás. Debería acomodarme bajo ese techo de rocas, de piedras y de tinieblas, ese horrible techo bajo el cual tu imaginación se aplasta... No. ¿Tú no querrás que yo haga eso, verdad?

Una duda terrible había surgido en él. Se detuvo y dejó la pregunta en el aire.

–A veces –dijo ella– me gustaría... –Y se detuvo.

–¿Sí? –dijo él un poco aprensivo.

–A veces me gustaría... que no hablaras de esa manera.

–¿De qué manera?

–Sé que es bonito..., es tu imaginación. Y me encanta, pero ahora...

Él sintió un escalofrío.

–¿Ahora? –dijo débilmente.

Ella permaneció inmóvil.

–Quieres decir..., piensas..., que tal vez estaría mejor si...

Estaba captando las cosas con mucha prontitud. Sintió cólera, una verdadera cólera ante el absurdo rumbo del destino, pero también compasión por su falta de comprensión..., una compasión muy cercana a la piedad.

–Amada mía –dijo y pudo ver por su palidez cuán intensa presión ejercía su espíritu contra las cosas que ella no podía decir. La rodeó con sus brazos, la besó en la oreja y permanecieron un rato sentados en silencio.

–¿Y si yo consintiera? –dijo por fin con una voz muy dulce.

Ella le lanzó los brazos al cuello, llorando desesperadamente.

–Oh, si consintieras –sollozó– ¡si consintieras de verdad!

Durante la semana que precedió a la operación que iba a elevarle desde su condición de servidumbre e inferioridad hasta el nivel de un ciudadano ciego, Núñez no supo lo que significaba dormir, y todas las horas, iluminadas por la cálida luz del sol, mientras los demás dormitaban felices, las pasó sentado cavilando o vagando sin rumbo, tratando de resolver en su mente este dilema. Había dado su respuesta, había dado su consentimiento y, sin embargo, no estaba seguro. Y por fin se agotó el tiempo de labor, el sol surgió con esplendor sobre las doradas crestas y comenzó para él su último día de visión. Pasó algunos minutos con Medina–saroté antes de que ella se fuera a dormir.

–Mañana –dijo él– dejaré de ver.

–¡Corazón mío! –respondió ella apretándole las manos con todas sus fuerzas.

–Te harán daño, pero poco –dijo ella– y si sufres... y si sufres, amor mío, será por mí... Cariño, si el corazón y la vida de una mujer pueden recompensarte, yo te recompensaré. Mi bien, mi bien querido, el de la dulce voz, yo te recompensaré.

Y él se sintió inundado de piedad por sí mismo y por ella.

La abrazó y apretó sus labios contra los suyos y contempló su dulce rostro por última vez.

–¡Adiós! –susurró a su amada visión–. ¡Adiós!

Y luego en silencio se apartó de ella.

Ella pudo oírle alejarse con pasos lentos y hubo algo en sus pisadas rítmicas que la sumieron en un llanto apasionado.

Había decidido firmemente ir hasta un lugar solitario donde los prados estaban embellecidos por los narcisos blancos y permanecer allí hasta que llegara la hora de su sacrificio; pero mientras se dirigía hacia allí sus ojos contemplaron la mañana, la mañana que, como un ángel de armadura dorada, se deslizaba por los barrancos...

Y ante este esplendor tuvo la sensación de que él y este mundo ciego del valle, y su amor, no eran, después de todo, más que un pozo de pecado. No se desvió tal y como se había propuesto hacer, sino que prosiguió y atravesó el muro de la circunferencia y empezó a trepar por las rocas mientras sus ojos permanecían siempre fijos sobre el hielo y la nieve bañada por el sol.

Vio su infinita belleza, y su imaginación los sobrevoló hasta llegar más allá de las cosas a las que iba a renunciar para siempre.

Pensó en el gran mundo libre del que se hallaba apartado, su propio mundo, y tuvo la visión de aquellas remotas pendientes más allá de la distancia, con Bogotá, un lugar de belleza multitudinaria y agitada, una gloria de día y un luminoso misterio de noche, un lugar de palacios, fuentes y estatuas y casas blancas, hermosamente emplazadas en la media distancia. Pensó que por un día o dos, uno podía muy bien bajar atravesando pasos, para acercarse más y más a sus calles bulliciosas y a sus costumbres. Pensó en el viaje por río, día tras día, desde el gran Bogotá hasta el mundo más vasto de más allá, atravesando ciudades y aldeas, bosques y desiertos, en la imparable corriente del río, día tras día, hasta que sus riberas se retiraran y los grandes barcos de vapor se acercaran salpicándole de espuma, y así uno alcanzaba el mar..., el mar infinito, con sus miles y miles de islas, y sus barcos avistados en la nebulosa lejanía en sus incesantes periplos alrededor del mundo más grande. Y allí, sin estar acorralado por las montañas, se podía ver el cielo..., sí, el cielo, no el disco que se veía desde aquí, sino un arco de azul inconmesurable, en cuyos abismos más profundos flotaban dando vueltas las estrellas... Sus ojos escrutaron la gran cortina de montañas investigándolas ansiosamente.

Por ejemplo, si subía por esa garganta y hasta esa chimenea, podría salir en lo alto de aquellos pinos achaparrados que se extendían en una especie de saliente y seguían subiendo más y más hasta pasar por encima del desfiladero. ¿Y luego? Ese talud podría sortearlo. Desde allí tal vez pudiera encontrar una ruta para trepar hasta el precipicio que se hallaba debajo de la nieve y si le fallaba esa chimenea, entonces quizá otra más alejada, hacia el este, pudiera servir a sus propósitos. ¿Y luego? Entonces se encontraría sobre la nieve de color ámbar y a medio camino de la cresta de aquellas magníficas desolaciones.

Se volvió para mirar la aldea, y la contempló con resolución.

Pensó en Medina–saroté que se había convertido en un punto pequeño y remoto.

Se volvió de nuevo hacia la pared montañosa, junto a cuyas pendientes le había sorprendido el día.

Entonces, muy circunspecto, empezó a trepar. Al ponerse el sol había dejado de trepar, pero se encontraba lejos y muy alto. Había estado más arriba, pero aún así seguía estando muy alto. Su ropa estaba desgarrada, sus miembros, manchados de sangre; tenía magulladuras en muchos sitios, pero estaba tumbado como si se encontrara a sus anchas y en su cara lucía una sonrisa.

Desde su lugar de reposo parecía que el valle se encontraba en el fondo de un pozo a casi una milla de distancia. Había oscurecido ya y había bruma y sombras, aunque las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego. Las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego y los pequeños pormenores de las rocas que tenía a mano estaban impregnados de una sutil belleza..., una veta de mineral verde que traspasaba la masa gris, los destellos de las facies de cristal aquí y allá, un diminuto liquen anaranjado de minuciosa belleza muy cerca de su rostro.

Había sombras profundas y misteriosas en la garganta, de un azul intenso que se tornaba púrpura, y el púrpura en una oscuridad luminosa, y en lo alto se hallaba la ilimitada inmensidad del cielo. Pero dejó de prestarle atención a estas cosas y permaneció allí tumbado, casi inactivo, sonriendo como si estuviera satisfecho por el mero hecho de haber escapado del valle de los ciegos, donde había pensado covertirse en rey. Se apagó el resplandor del atardecer y cuando llegó la noche aún permanecía tumbado y apaciblemente contento bajo la fría luz de las estrellas.

H.G. Wells (1866-1946)


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