«El país de los ciegos»: H.G. Wells; relato y análisis


«El país de los ciegos»: H.G. Wells; relato y análisis.




El país de los ciegos (The Country of the Blind) es un relato fantástico del escritor inglés H.G. Wells (1866-1946), publicado en la edición de abril de 1904 de la revista Strand Magazine, y luego reeditado en la antología de 1911: El país de los ciegos y otros relatos (The Country of the Blind and Other Stories).

El país de los ciegos, uno de los mejores cuentos de H.G. Wells, nos sitúa en una montaña ficticia de Ecuador, donde un alpinista descubre una comunidad sumamente aislada y extraña, y donde todos sus habitantes son ciegos.

A partir de aquí, El país de los ciegos comienza a urdir uno de los argumentos más interesantes en la obra de H.G. Wells:

La aldea posee casas sin ventanas, sumamente oscuras, casi como si fueran madrigueras. Su protagonista, Núñez, cuando descubre la ceguera de los pobladores, acaso razona que: en el país de los ciegos el tuerto es rey (In the country of the blind the one-eyed man is king). Pero los ciegos de este cuento no sólo son incapaces de ver no ven, sino que además no comprenden el concepto de la visión. Es decir, ignoran su carencia, resultándoles inconcebible que exista otro sentido.




El país de los ciegos.
The Country of the Blind; H.G. Wells (1866-1946)

A más de trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales, se encuentra un misterioso valle de montaña, el País de los Ciegos, aislado del resto de los hombres. Hace muchos años, ese valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar por fin sus uniformes praderas atravesando pavorosos barrancos y un helado desfiladero; y unos hombres lograron alcanzarlo de verdad, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y de la tiranía de un malvado gobernante español. Luego sobrevino la asombrosa erupción del Mindobamba, que sumió en las tinieblas durante diecisiete días a la ciudad de Quito, y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces muertos llegaron flotando hasta el mismo Guayaquil; por doquier, a lo largo de las pendientes del Pacífico, hubo derrumbamientos y deshielos veloces e inundaciones repentinas, y una ladera completa de la antigua cumbre del Arauca se desprendió, desplomándose con gran estruendo, aislando para siempre el País de los Ciegos de las pisadas exploradoras de los hombres.

Pero uno de estos primeros pobladores se hallaba por azar al otro lado de los barrancos cuando el mundo se estremeció de un modo tan terrible, y se vio forzosamente obligado a olvidar a su esposa y a su hijo y a todos los amigos y pertenencias que había dejado allá arriba, y a empezar una nueva vida en el mundo inferior. Volvió a empezarla, pero enfermo; le sobrevino una ceguera y murió en las minas a causa de los malos tratos. Pero la historia que él contó engendró una leyenda que ha perdurado a lo largo de la cordillera de los Andes hasta nuestros días.

Contó la razón que le había impulsado a aventurarse a abandonar aquel guájar adonde había sido transportado por primera vez atado al lomo de una llama, junto con un enorme bulto de enseres, cuando era niño. El valle, decía, poseía todo cuanto pudiera desear el corazón del hombre: agua dulce, pastos y un clima benigno, laderas de tierra fértil y rica con marañas de arbustos que producían un fruto excelente, y de uno de los costados colgaban vastos pinares que frenaban las avalanchas en lo alto. Mucho más arriba, por tres costados, inmensos riscos de rocas de color gris verdoso estaban coronados de casquetes de hielo; pero la corriente del glaciar no caía sobre ellos, sino que se precipitaba por las pendientes más alejadas y sólo de vez en cuando las enormes masas de hielo rodaban por la ladera del valle.

En este valle ni llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales proporcionaban ricos pastos verdes que la irrigación esparcía en toda la extensión del valle. Los colonizadores habían hecho realmente una buena labor en aquel lugar. Sus animales se criaron bien y se multiplicaron y no había más que una cosa que ensombreciera su dicha. Y, sin embargo, bastaba para ensombrecerla sobremanera. Una extraña enfermedad se había abatido sobre ellos haciendo que no sólo todos los niños nacidos allí, sino también muchos de los otros niños mayores, fueran atacados por la ceguera. Para buscar algún amuleto o antídoto contra esta plaga fue precisamente por lo que él, enfrentándose con la fatiga, los peligros y las difcultades, había bajado nuevamente por la garganta.

En aquellos tiempos, en semejantes casos, los hombres no pensaban en gérmenes e infecciones, sino en pecados, y a él le parecía que la razón de esta calamidad debía estar motivada por la negligencia de estos inmigrantes sin sacerdote de no levantar un altar tan pronto como habían entrado en el valle. Él quería un altar, un altar bonito, barato y eficaz, para levantarlo en el valle; quería reliquias y todos aquellos poderosos símbolos de la fe, como objetos bendecidos, medallas misteriosas y oraciones. En su mochila llevaba una barra de plata, cuyo lugar de procedencia no quiso explicar, insistiendo en que en el valle no había plata, con la reiteración propia de un mentiroso inexperto. Dijo que habían fundido todas sus monedas y adornos en una sola pieza para comprar el sagrado remedio contra su enfermedad, ya que allá arriba para poco o nada necesitaban aquel tesoro. Me imagino a este joven montañés de ojos turbios, requemado por el sol, flaco y ansioso, sujetando febrilmente el ala del sombrero, un hombre totalmente ignorante de las costumbres del mundo inferior, contándole esta historia, antes de la gran convulsión, a algún atento sacerdote de mirada astuta.

Parece que lo estoy viendo ahora mismo intentando regresar con remedios piadosos e infalibles contra aquel mal y la infinita congoja con la que debió contemplar la magnitud de la catástrofe que había obstruido la garganta de la que un día había salido. Pero nada sé del resto de la historia de sus infortunios, excepto que murió varios años después en trágicas circunstancias. ¡Pobre oveja descarriada de aquella lejanía! La corriente que antaño había formado la garganta prorrumpe ahora desde la boca de una cueva rocosa, y la leyenda a que había dado paso su desdichada historia mal contada se convirtió en la leyenda de una raza de hombres ciegos que existía en alguna parte «más allá de las montañas», la leyenda que aún hoy se puede escuchar.

Y en medio de la escasa población de aquel valle ahora aislado y olvidado, la enfermedad siguió su curso. Los ancianos se volvieron cegatos y andaban a tientas, los jóvenes veían, pero confusamente, y los niños que les nacieron no vieron jamás. Pero la vida era fácil en aquel remanso, perdido para todo el mundo, donde no había ni zarzas ni espinas, ni insectos dañinos ni bestias, excepto las apacibles llamas que habían arrastrado, empujado y seguido al remontar los cauces de los mermados ríos en las gargantas por las que ascendieron. El ofuscamiento de la vista había sido tan gradual que apenas se dieron cuenta de su pérdida. Guiaban a los niños ciegos de acá para allá hasta que llegaban a conocer el valle maravillosamente bien; y cuando por fin la vista se agotó entre ellos, la raza sobrevivió. Tuvieron incluso tiempo de adaptarse a controlar a ciegas el fuego, que encendían con cuidado en hornillos de piedra.

Al principio fueron una raza simple, analfabeta, sólo ligeramente tocada por la civilización española, pero con restos de tradición artística del antiguo Perú y de su perdida filosofía. A una generación le siguió otra. Olvidaron muchas cosas, inventaron otras muchas. Su tradición del mundo mayor del que procedían adquirió un tinte mítico e incierto. En todas las cosas, excepto en la vista, eran recios y capaces, y al poco, por los azares del nacimiento y de la herencia, surgió entre ellos alguien que poseía una mente original, que sabía hablarles y persuadirles de las cosas; y luego surgió otro. Estos dos murieron, dejando sus efectos, y la pequeña comunidad creció en número y en entendimiento, y enfrentó y resolvió los problemas económicos y sociales que se presentaban. A una generación le siguió otra. Y a ésta otra más. Vino un tiempo en que nació un niño, quince generaciones después de aquel antepasado que había salido del valle con una barra de plata en busca de la ayuda de Dios y que jamás volvió. Aproximadamente entonces fue cuando, por azar, apareció en esta comunidad un hombre procedence del mundo exterior. Y ésta es la historia de aquel hombre.

Era un montañero de la región cercana a Quito, un hombre que había bajado hasta el mar y había visto el mundo, un lector de libros de un modo original, un hombre avispado y emprendedor que fue contratado por un grupo de ingleses que había venido a Ecuador para escalar montañas, en sustitución de uno de sus tres guías suizos que había caído enfermo. Él escaló y escaló allá, y después vino el intento de escalar el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, en el que se perdió para el mundo exterior. La historia del accidente ha sido escrita una docena de veces.

La narración de Pointer es la mejor. Cuenta cómo el grupo fue venciendo su difícil y casi vertical camino hasta los mismos pies del último y mayor de los precipios y cómo construyeron un refugio nocturno entre la nieve, sobre el pequeño saliente de una roca, y con un toque de auténtico dramatismo, cómo se dieron cuenta al poco tiempo de que Núñez ya no estaba entre ellos. Gritaron y no hubo respuesta. Gritaron y silbaron y, durante el resto de la noche, ya no pudieron conciliar el sueño.

A la clara luz de la mañana hallaron las huellas de su caída. Parece imposible que él no pudiera articular ni un sonido. Había resbalado hacia el este, en dirección a la ladera desconocida de la montaña; mucho más abajo se había golpeado contra un escarpado helero y había seguido bajando, abriendo un surco en medio de una avalancha de nieve. Su rastro iba a parar directamente al borde de un pavoroso precipicio, y más allá de esto todo quedaba sumido en el misterio. Abajo, mucho más abajo, a una distancia indeterminada a causa de la bruma, pudieron ver unos árboles que se erguían en un valle angosto y confinado, el perdido País de los Ciegos. Pero ellos no sabían que se trataba del País de los Ciegos, ni tampoco podían distinguirlo en modo alguno de cualquier otro retazo de valle angosto de tierras altas. Desalentados por el desastre, abandonaron su intento aquella misma tarde, y Pointer fue llamado a filas antes de que pudiera llevar a cabo otro ataque. Hasta hoy, el Parascotopetl continúa exhibiendo su cumbre virgen, y el refugio de Pointer se desmorona entre las nieves sin que nadie haya vuelto a visitarlo.

Pero el hombre caído sobrevivió.

Al final del declive se precipitó durante mil pies y se desplomó envuelto en una nube de nieve sobre un helero aún más escarpado que el anterior. Al llegar a éste estaba mareado, aturdido e insensible, pero sin un solo hueso roto en su cuerpo. Y entonces, por fin, fue a parar a unos declives más suaves, y finalmente dejó de rodar y se quedó inmóvil, sepultado en medio de un montón de masas blancas que le habían acompañado salvándole. Volvió en sí con la oscura sensación de que se encontraba enfermo en la cama; luego se dio cuenta de su situación con la inteligencia de un montañero y, tras descansar un poco, se fue liberando de su envoltura hasta que alcanzó a ver las estrellas. Durante un tiempo descansó tumbado boca abajo, preguntándose dónde estaba y qué era lo que le había ocurrido. Exploró sus miembros y descubrió que varios de sus botones habían desaparecido y que la chaqueta se le había subido por encima de la cabeza; que el cuchillo se le había caído del bolsillo y que había perdido su sombrero a pesar de haberlo atado con una cuerda por debajo de la barbilla. Recordó que había estado buscando piedras sueltas para levantar la parte que le correspondía del muro del refugio. También su hacha para el hielo había desaparecido.

Decidió que debía haber caído y levantó la vista para ver, exagerado por la luz espectral de la luna creciente, el tremendo vuelo que había emprendido. Durante un rato se quedó inmóvil, contemplando anonadado el imponente barranco que se erguía en lo alto como una torre pálida que fuese surgiendo por momentos de la apacible marea de las tinieblas. Su belleza fantasmagórica y misteriosa le dejó sin aliento un instante y luego se apoderó de él un paroxismo convulso de risas y sollozos...

Después de un largo rato, tuvo conciencia de que se encontraba cerca del borde inferior de la nieve. Abajo, al fondo de lo que ahora era un declive practicable e iluminado por la luna, vio la forma oscura y áspera de la turba salpicada de peñas. Luchó para ponerse en pie, con todas las articulaciones y miembros doloridos, se liberó trabajosamente del cúmulo de nieve suelta que le rodeaba, y fue bajando hasta llegar a la turba y, una vez allí más que tumbarse se dejó caer junto a una peña, bebió un largo trago de la cantimplora que llevaba en el bolsillo interior y se durmió instantáneamente...

Le despertó el canto de los pájaros sobre los árboles en la lejanía. Se incorporó y advirtió que se hallaba sobre un pequeño montículo a los pies de un inmenso precipicio que estaba surcado por la barranca por la que había caído rodeado de nieve. Ante él, otro muro de rocas se levantaba contra el cielo. La garganta entre estos precipicios iba de este a oeste y estaba bañada por el sol de la mañana, que iluminaba hacia el oeste la masa de la montaña caída que obstruía la garganta descendiente. A sus pies parecía abrirse un precipicio igualmente escarpado, pero detrás de la nieve, en la hondonada, encontró una especie de hendidura en forma de chimenea que chorreaba agua de nieve y por la que un hombre desesperado podía aventurarse a bajar.

Lo encontró más fácil de lo que parecía y llegó por fin a otro montículo desolado, y luego, tras trepar por unas rocas que no revestían una dificultad especial, alcanzó una escarpada pendiente de árboles. Se orientó y volvio la cara hacia lo alto de la garganta, ya que vio que desembocaba sobre unos prados verdes, entre los cuales ahora podía vislumbrar con mucha nitidez un grupo de cabañas de piedra de construcción insólita. A veces su avance resultaba tan lento que era como intentar trepar por la superficie de un muro, pero después de un cierto tiempo, el sol, al elevarse, dejó de batir a lo largo de la garganta, los trinos de los pájaros se apagaron y el aire que le rodeaba se volvió frío y oscuro. Pero debido a esto, el valle distante adquirió mayor luminosidad. Al poco llegó a un talud, y entre las rocas, ya que era un hombre observador, reparó en un insólito helecho que parecía estar intensamente agarrado fuera de las hendiduras con grandes manos verdes. Tomó una o dos de sus frondas y mordió su tallo y lo encontró agradable.

Hacia mediodía salió por fin de la garganta del desfiladero y se encontró en el llano que bañaba la luz del sol. Estaba entorpecido y fatigado: se sentó a la sombra de una roca, rellenó su cantimplora en un manantial, bebiendo hasta vaciarla, y permaneció un tiempo descansando antes de dirigirse hacia las casas.

Le resultaban muy extrañas a sus ojos y, a medida que lo miraba, toda la apariencia de aquel valle le parecía cada vez más misteriosa e insólita. La mayor parte de su superficie estaba formada por un exuberante prado verde de manifiesto cultivo sistemático pieza por pieza. En lo alto del valle y rodeándolo había un muro y lo que parecía ser un acueducto circular, del que partían pequeños hilos de agua que alimentaban el prado, y en las laderas más altas, unos rebaños de llamas pacían en los escasos pastos. Y unos cobertizos, al parecer establos o lugares de forraje para las llamas, se levantaban aquí y allá adosados al muro colindante. Los canalillos de irrigación iban a dar todos a un canal principal situado en el centro del valle, que orillaba a ambos lados un muro que se elevaba hasta el pecho.

Esto le daba un singular carácter urbano a este recluido lugar, un carácter fuertemente acrecentado por el hecho de que un gran número de caminos pavimentados con piedras blancas y negras y cada uno de ellos con una curiosa acerita a los lados, partía en todas direcciones de forma metódica y ordenada. Las casas de la parte central de la aldea eran muy diferentes de las aglomeraciones casuales y fortuitas de las aldeas de montaña que él conocía; se erguían en hileras continuas a ambos lados de una calle central de asombrosa limpieza; aquí y allá sus fachadas estaban horadadas por una puerta, y ni siquiera una ventana rompía la uniformidad de su frente. Estaban parcialmente coloreadas con extraordinaria irregularidad, embarradas con una especie de enlucido a veces gris, a veces pardo, a veces de color pizarra o marrón oscuro.

Y fue a la vista de este excéntrico enlucido cuando apareció por primera vez la palabra «ciego» en los pensamientos del explorador.

—El buen hombre que ha hecho eso —pensó—, debía estar más ciego que un murciélago.

Descendió por un escarpado repecho y llegó al muro y al canal que recorría el valle, y al acercarse, este último expulsó su exceso de contenido en las profundidades de la garganta formando una cascada fina y trémula. Podía ver ahora, en la parte más remota del prado, a un buen número de hombres y mujeres descansando sobre apilados montones de hierba, como si estuvieran durmiendo la siesta, y más cerca de la aldea, a un número de niños recostados, y luego, más cerca todavía, a tres hombres que acarreaban cubos en horquillas por un caminito que partía hacia las casas desde el muro que rodeaba el valle. Estos últimos iban vestidos con ropajes hechos de lana de llama y con botas y cinturones de cuero, llevaban gorras de paño que les cubrían la nuca y las orejas. Marchaban uno tras otro, en fila india, andando despacio y bostezando al andar, como si hubieran estado levantados toda la noche. Había algo tan tranquilizador, próspero y respetable en su porte que, tras un momento de vacilación, Núñez se adelantó visiblemente todo cuando pudo sobre la roca, y lanzó un grito poderoso, cuyo eco resonó en todo el valle.

Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si estuvieran mirando a su alrededor. Volvieron las caras de un lado a otro, y Núñez gesticuló. Pero no parecieron verle a pesar de todos sus gestos, y al cabo de un rato, dirigiéndose hacia las lejanas montañas de la derecha, gritaron a su vez como respuesta. Núñez voceó otra vez y entonces, una vez más, mientras gesticulaba sin resultado, la palabra, «ciego» se abrió paso entre sus pensamientos.

—Estos estúpidos deben estar ciegos —dijo.

Cuando por fin, tras muchos gritos e irritación, Núñez cruzó el riachuelo por un puentecillo, entró por una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, tuvo la certeza de que estaban ciegos. Tenía la certeza de que éste era el País de los Ciegos del que hablaban las leyendas. Había surgido ante él la convicción y una sensación de gran aventura decididamente envidiable. Los tres se quedaron el uno junto al otro sin mirarle, pero con los oídos colocados en dirección suya, juzgándole por sus pasos no familiares. Se quedaron muy juntos el uno del otro, como hombres un poco temerosos, y él pudo ver sus párpados cerrados y hundidos, como si el mismo globo ocular se hubiera contraído. Había una expresión casi de pavor en sus rostros.

—Un hombre —dijo uno, en un español casi irreconocible—, es un hombre... , un hombre o un espíritu... , que baja por las rocas.

Pero Núñez avanzaba con el paso confiado de un joven que avanza por la vida. Todas las viejas historias del valle perdido y del País de los Ciegos se agolpaban de nuevo en su mente y entre sus pensamientos destacó este antiguo refrán, como un estribillo:


En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.
En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.


Y con mucha cortesía procedió a saludarles. Les dirigió la palabra utilizando sus ojos.

—¿De dónde viene, hermano Pedro? —preguntó uno.

—Ha bajado de las rocas.

—Vengo del otro lado de las montañas —dijo Núñez—, del país que está más allá..., donde los hombres pueden ver. De un lugar cercano a Bogotá, donde hay centenares de miles de personas y donde la ciudad no puede abarcarse con la vista.

—¿Vista? —refunfuñó Pedro—. ¿Vista?

—Viene de las rocas —dijo el segundo ciego.

Núñez vio que el paño de sus abrigos estaba confeccionado de un modo curioso, cada uno de ellos con costuras diferentes.

Le sobrecogieron realizando un movimiento simultáneo hacia él, alargando los tres una mano. Retrocedió para alejarse del avance de aquellos dedos extendidos.

—Ven acá —dijo el tercer ciego, siguiendo su ademán y asiéndole diestramente.

Y sujetaron a Núñez y le palparon por todas partes, sin decir ni una palabra hasta que hubieron terminado.

—¡Cuidado! —gritó él con un dedo en el ojo, notando que ellos pensaban que aquel órgano con la agitación de sus tapaderas, resultaba una cosa extraña en él. Y volvieron a tocarlo.

—Extraña criatura, Correa —dijo aquel que se llamaba Pedro—. ¿Han notado lo áspero que tiene el pelo? Es igual que el pelo de la llama.

—Es tan áspero como las rocas que lo engendraron —dijo Correa, investigando la barbilla no rasurada de Núñez con mano suave y ligeramente húmeda—. Tal vez se refine.

Núñez luchó un poco para zafarse de aquel examen, pero le sujetaron con firmeza.

—Cuidado —volvió a decir.

—Habla —dijo el tercer hombre—. No cabe duda de que es un hombre.

—¡Ugh! —dijo Pedro, ante la tosquedad de su chaqueta.

—¿Y has venido al mundo? —preguntó Pedro.

—He salido de él. Cruzando montañas y glaciares, justo por encima de esas alturas, a medio camino del sol. De un inmenso mundo que baja hasta el mar tras doce días de camino.

Apenas parecían escucharle.

—Nuestros padres nos contaron que los hombres podían ser criados por las fuerzas de la Naturaleza —dijo Correa—. Por el calor de las cosas, la humedad y la podredumbre..., la podredumbre.

—Conduzcámosle ante los ancianos —dijo Pedro.

—Grita primero —dijo Correa— no sea que los niños se asusten. Éste es un acontecimiento extraordinario.

Y así gritaron, y Pedro se encaminó el primero tomando a Núñez de la mano para conducirle hacia las casas.

Él retiró la mano diciendo:

—Puedo ver.

—¿Ver? —dijo Correa.

—Sí, ver —dijo Núñez, volviéndose hacía él y tropezando en el cubo de Pedro.

—Sus sentidos aún son imperfectos —dijo el tercer ciego—. Tropieza y habla con palabras sin significado. Llévale de la mano.

—Como queráis —dijo Núñez dejándose llevar mientras reía.

Parecían no tener ni la menor noción de la vista. Bien, a su debido tiempo, ya les enseñaría él.

Oyó los gritos de la gente y vio a una serie de figuras que se reunían en la calle principal de la aldea.

Comprobó que ese primer encuentro con la población del País de los Ciegos ponía a prueba sus nervios y su paciencia más de lo que había previsto. El lugar le pareció más grande a medida que se iba acercando, y los enlucidos embarrados más extravagantes, y una multitud de niños, de hombres y de mujeres (reparó complacido en que algunas de aquellas mujeres y muchachas poseían rostros muy agradables a pesar de que todas ellas tenían los ojos cerrados y hundidos) comenzó a rodearle, a agarrarle, a tocarle con manos suaves y sensibles, oliéndole y escuchando cada una de las palabras que él decía. No obstante, algunas de las muchachas y de los niños se mantuvieron alejados como si sintieran miedo, y la verdad es que su voz parecía áspera y brusca en comparación con sus delicadas voces. Formaron un tumulto a su alrededor. Sus tres guías permanecieron muy cerca de él con un esfuerzo digno de unos propietarios mientras decían una y otra vez:

—Un hombre salvaje venido de las rocas.

—De Bogotá —dijo él—. Bogotá. Al otro lado de las cumbres de las montañas.

—Un hombre salvaje, que utiliza palabras salvajes —dijo Pedro—. ¿Habéis oído eso..., Bogotá? Su mente apenas está formada. No posee más que los rudimentos del lenguaje.

Un niño pequeño le pellizcó una mano.

—¡Bogotá! —dijo burlonamente.

—¡Ay! Una ciudad distinta de vuestra aldea. Vengo de un vasto mundo, donde los hombres tienen ojos y ven.

—Su nombre es Bogotá —dijeron ellos.

—Ha tropezado —dijo Correa—, ha tropezado dos veces mientras veníamos aquí—. Conducidle ante los ancianos.

Y le empujaron de repente a través de una puerta que daba a una habitación tan negra como la brea, excepto en el fondo, donde brillaba débilmente un fuego. La muchedumbre se agolpó tras él y ocultó hasta el último resplandor de la luz del día, y antes de que pudiera detenerse había caído de cabeza al tropezar con los pies de un hombre sentado. Su brazo, incontrolado, golpeó la cara de alguna persona mientras caía; sintió el blando impacto de unas facciones y oyó un grito de ira y, por un momento, luchó contra una multitud de manos que se habían apresurado a agarrarle. Era una lucha desigual. Le sobrevino una vaga noción de la situación y se quedó quieto.
—Me he caído —dijo—. No veía nada con esta intensa oscuridad.

Hubo una pausa, como si las personas invisibles que le rodeaban intentasen comprender sus palabras. Luego, oyó la voz de Correa que decía:

—Sólo está recién formado. Tropieza al andar y mezcla en su lenguaje palabras que no tienen ningún sentido.

Otros también dijeron cosas sobre él que él no oyó o no comprendió perfectamente.

—¿Puedo sentarme? —preguntó en una pausa—. No volveré a luchar contra vosotros.

Deliberaron y le dejaron levantarse.

La voz de un hombre más anciano comenzó a interrogarle, y Núñez se encontró intentando explicar el vasto mundo de donde había caído, y el cielo y las montañas, y la vista y maravillas parecidas, a estos ancianos sentados en la oscuridad en el País de los Ciegos. Y ellos no quisieron ni creer ni comprender nada de todo cuanto pudiera contarles, un hecho que no entraba en absoluto dentro de sus expectativas. Hacía catorce generaciones que estas personas eran ciegas y estaban aisladas de todo el mundo visible. La historia del mundo exterior se había ido borrando convirtiéndose en un cuento de niños, y habían dejado de preocuparse de cualquier cosa que estuviera más allá de las pendientes rocosas, cuyas alturas dominaba su muro de protección. Habían surgido entre ellos hombres ciegos de genio que cuestionaron los retazos de creencias y de tradiciones que habían llevado consigo en sus días de visión, y habían desechado todas estas cosas como vanas fantasías, reemplazándolas con nuevas y más sensatas explicaciones.

La mayor parte de su imaginación se había marchitado con sus ojos, y se habían creado por sí solos unas nuevas imaginaciones mediante sus cada vez más sensibles oídos y yemas de los dedos. Lentamente, Núñez empezó a darse cuenta de esto: que sus expectativas de asombro y reverencia ante su origen y sus dotes no iban a confirmarse y, tras este malogrado intento de explicarles la vista, que había sido descartado como la confusa versión de un ser recién formado que describía las maravillas de sus incoherentes sensaciones, accedió, un poco desanimado, a escuchar su instrucción. Y el más anciano de los ciegos le explicó la vida, la filosofía y la religión, y cómo el mundo (refiriéndose a su valle) había sido al principio un hueco vacío en las rocas, y que después había sido poblado primero por cosas inanimadas sin el don del tacto, y por llamas y por unas cuantas criaturas que tenían muy poco sentido, y luego por hombres, y, finalmente, por ángeles, cuyos cantos y revoloteos podían oírse, pero que nadie podía tocar de ningún modo, cosa que dejó muy perplejo a Núñez hasta que se le ocurrió pensar en los pájaros...


Seguí leyendo la segunda parte de: «El país de los ciegos», de H.G. Wells,



El análisis y resumen del cuento de H.G. Wells: El país de los ciegos (The Country of the Blind), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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