«Una fiesta selecta»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
Una fiesta selecta (A Select Party) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), compuesto en 1844 y publicado en la antología de 1846: Musgos de la una vieja rectoría (Mosses From an Old Manse).
Una fiesta selecta, uno de los mejores relatos de Nathaniel Hawthorne, revela una de las facetas más interesantes de este autor, vinculada a la fantasía pero también a la sátira y el absurdo.
Una fiesta selecta.
A Select Party; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Un Hombre con Fantasía celebró una fiesta en uno de sus castillos imaginarios e invitó a un número de distinguidos personajes para que le honraran. La mansión, aunque no tan espléndida como muchas de la misma región, era de una magnificencia que raramente conocen los que sólo ven la arquitectura terrenal. Sus fuertes cimientos y muros macizos habían sido extraídos de una repisa de nubes pesadas y oscuras que se hallaban suspendidas y meditabundas sobre la tierra, con la apariencia de ser tan densas y pesadas como el granito, durante todo un día otoñal.
Al darse cuenta de que el efecto general era triste —pues el castillo imaginario se parecía a una fortaleza feudal, o un monasterio de la Edad Media o a una prisión estatal de nuestra época, en lugar de a la casa de placer y reposo que él pretendía—, el propietario decidió, sin prestar atención a los gastos, recubrir el exterior. Afortunadamente en ese momento recorría el aire abundante luz solar del atardecer. Tras recogerla y derramarla en abundancia sobre tejado y muros, les imbuyó una especie de alegría solemne; entonces las cúpulas y pináculos brillaron con el oro más puro, y las cien ventanas destellaron con una luz alegre, como si el propio edificio se regocijara. Si entonces las gentes del mundo inferior mirasen desde el torbellino de su insignificante confusión, probablemente confundirían el castillo imaginario con un amontonamiento de nubes del atardecer a las que la magia de la luz y de la sombra había impartido el aspecto de una mansión de construcción fantástica.
Para esos espectadores sería irreal porque carecían de fe imaginativa. Si hubieran sido dignos de traspasar sus puertas, habrían reconocido la verdad: que los dominios que el espíritu conquista para sí mismo entre lo irreal llegan a ser mil veces más reales que la tierra que pisan, y dirían: Esto es sólido y fuerte; a esto lo podríamos considerar un hecho.
A la hora designada el anfitrión se situó en pie en su gran salón para recibir a los invitados. Era una sala amplia y noble, cuyo techo abovedado se sujetaba por una doble fila de columnas gigantescas que habían sido cortadas de una pieza de masas de nubes jaspeadas. Habían, sido pulidas con tanto brillo, y trabajadas tan exquisitamente por la habilidad del escultor, que asemejaban a los más hermosos ejemplares de esmeralda, ópalo y crisolita, produciendo con ello una delicada riqueza de efecto que su tamaño inmenso no hacía incompatible con la grandeza. Sobre cada una de estas columnas se hallaba suspendido un meteorito. Cruzan continuamente el firmamento miles de estos brillos etéreos, ardiendo hasta gastarse, pero capaces de impartir una radiación útil a cualquier persona que tenga el arte de convertirlos en fines propios.
Utilizados en el salón, resultan mucho más económicos que las lámparas ordinarias. Sin embargo, era tal la intensidad de su brillo que había sido conveniente cubrir cada meteorito con una esfera de niebla de atardecer, amortiguando así la incandescencia demasiado potente, que queda convertida en un esplendor suave y confortable. Era como la brillantez de una imaginación poderosa pero sumisa: una luz que parecía ocultar todo lo que fue indignó de ser observado y dar relieve a todo atributo hermoso y noble. Por lo tanto cuándo los invitados avanzaron hacia el centro del salón tenían mejor aspecto que nunca antes su vida.
El primero que entró, con una puntualidad pasada de moda, era una figura venerable vestida como en tiempos pasados, con los cabellos blancos flotan sobre sus hombros y una barba reverente sobre el pecho. Se apoyaba en un baste cuyo trémulo golpeteo cuando lo dejaba caer cuidadosamente en el suelo se repetía en un eco por el salón a cada paso. Reconociendo de inmediato al personaje, que tantos problemas y averiguaciones le había costado descubrir, anfitrión avanzó casi tres cuartas partes de la distancia entre las columnas para recibirle y darle la bienvenida.
—Venerable señor —dijo el Hombre de la Fantasía inclinándose hacia suelo—. El honor de está visita no lo olvidaré nunca aunque el término de existencia se prolongue felizmente tanto como la suya.
El anciano caballero recibió el cumplido con condescendencia. Se puso entonces las gafas sobre la frente y pareció examinar críticamente el salón.
—Nunca, que yo recuerde, había entrado en un salón más espacioso y noble —observó—. ¿Se ha asegurado de que está construido con materiales sólidos y que la estructura será permanente?
—Oh, no tema, mi venerable amigo —contestó el anfitrión—. En comparación con una vida como la suya, es cierto que podría decirse que mi castillo es edificio temporal. Pero se mantendrá lo suficiente como para satisfacer todos los propósitos con los que se levantó.
Hemos olvidado que el lector no conoce todavía al invitado. No es otro que personaje universalmente acreditado al que nos referimos constantemente en todas las estaciones frías o de calor: el que recuerda los domingos calurosos y viernes fríos; el testigo de una era pasada, cuyas reminiscencias negativas se abre camino en todos los periódicos, pero que cuya antigua y oscura morada está ensombrecida por los años acumulados y por los amontonados edificios modernos que sólo el Hombre de la Fantasía podría haberlo descubierto: era, en suma, el hermano gemelo del Tiempo, el mayor antepasado de la humanidad, uña y cara y compañero de todas las cosas y los hombres olvidados: el Habitante Más Antiguo El anfitrión habría entrado en conversación de buena gana, pero sólo consigo: provocar algunos comentarios acerca de la atmósfera opresiva de esa tarde verano en comparación con la que el invitado había experimentado unos ochenta años atrás. En realidad el anciano estaba rendido por el viaje entre las nubes, que para un cuerpo tan incrustado de tierra por su larga permanencia en una región inferior era inevitablemente más fatigoso que para los espíritus más jóvenes. Por tanto le condujo hacia un sillón, bien mullido y con buenos cojines de suavidad vaporosa, y le dejó que reposara un poco.
El Hombre de la Fantasía discernió entonces otro invitado que estaba en parado a la sombra de una de las columnas que fácilmente podría no haberlo visto.
—Mi querido señor —exclamó el anfitrión tomándole de la mano— permítame que le salude como al héroe de la tarde. Y le ruego no tome esto como un cumplido vacío, pues aunque no hubiera otro invitado en mi castillo, se hallaría totalmente invadido por su presencia.
—Se lo agradezco —respondió el otro—. Pero aunque usted no me había visto, no acabo de llegar. Vine muy temprano; y con su permiso me quedaré hasta que se haya ido el resto del grupo.
¿Y quién imagina el lector que era ese invitado tan modesto? Era el famoso ejecutante de las imposibilidades reconocidas: un personaje de virtud y capacidad sobrehumanas; y, de creer a sus enemigos, de defectos y debilidades no menos notables.
Con una generosidad de la que él solo es ejemplo, examinaremos de pasada sus atributos más nobles. Es el que prefiere el interés de los demás al suyo propio, y una posición humilde a otra elevada. Despreocupado de la moda, la costumbre, las opiniones de los hombres y la influencia de la prensa, asimila su vida al nivel de la rectitud ideal, mostrándose así como el único ciudadano independiente de nuestro país libre. En cuanto a la habilidad, muchas personas declaran que él es el único matemático capaz de cuadrar el círculo; el único mecánico que conoce el principio del movimiento perpetuo; el único filósofo científico que puede obligar al agua a ascender colina arriba; el único escritor cuyo genio es igual a la producción de un poema épico; y finalmente, tan variados son sus logros, el único profesor de gimnasia que ha conseguido saltar hasta el nivel de su propia garganta. Sin embargo, a pesar de todos esos talentos, tan lejos está de ser considerado miembro de la buena sociedad que en cualquier reunión de moda se censuraría gravemente afirmar que está presente este notable individuo.
Evitan particularmente su compañía los oradores públicos, conferenciantes y actores de teatro. Por razones especiales no tenemos la libertad de revelar su nombre, y sólo mencionáremos otro rasgo de él —un fenómeno de lo más singular en la filosofía natural—, que cuando mira un espejo, contempla a Nadie reflejado en él.
En ese momento hicieron su aparición algunos otros invitados, y entre ellos, conversando con enorme volubilidad, un caballero pequeño y vivo que se encuentra siempre de moda en toda buena sociedad, y que no es desconocido de los diarios públicos con el título de Monsieur On-Dit. El nombre parece indicar que es francés, pero con independencia de cuál sea su país está totalmente versado en todas las lenguas de la época, y puede expresarse con la misma fluidez en inglés que en cualquier otro idioma. Apenas habían terminado los saludos ceremoniales cuando esa charlatana personilla acercó la boca al oído del anfitrión y murmuró tres secretos de estado, un importante secreto comercial y un ingrediente sustancial de un escándalo de moda.
Aseguró entonces al hombre de la fantasía que no se le olvidaría poner en circulación en la sociedad del mundo inferior una detallada descripción del magnífico castillo imaginario y de las fiestas á las que había tenido el honor de ser invitado. Y tras decir eso, Monsieur On-Dit hizo una reverencia y se acercó presuroso á otro miembro del grupo, pues parecía conocerlos a todos y poseer algún tema interesante o divertido para cada uno de ellos. Al llegar finalmente al Habitante Más Antiguo, que dormitaba cómodamente en el sillón, acercó la boca a su venerable oído.
—¿Y llevándose dice usted? —gritó el anciano despertando sobresaltado de la siesta, llevándose una mano a la oreja para que le sirviera de trompetilla.
Monsieur On-Dit volvió a inclinarse y repitió el mensaje.
—Que yo recuerde, nunca había oído hablar de un incidente tan notable exclamó el Habitante Más Antiguo levantando las manos de asombro.
Entró entonces el Secretario del Clima, invitado como deferencia a su posición oficial, aunque el anfitrión era bien consciente de que era poco probable que su conversación contribuyera a la diversión general. Enseguida se situó en una esquina con su conocido de toda la vida, el Habitante Más Antiguo, y empezó a comparar notas con él que hacían referencia a grandes tormentas, vendavales y otros hechos atmosféricos que se habían producido durante el siglo anterior. Regocijó mucho al Hombre de la Fantasía el que su venerable y muy respetado huésped hubiera encontrado un amigo con el que congeniara tanto. Tras rogarles a ambos que se consideraran en su casa, se dio la vuelta para recibir al Judío Errante. Sin embargo, últimamente este personaje se había vuelto tan común, por mezclarse con todo tipo de sociedad y hallarse a la disposición de todo artista que difícilmente podía considerársele un invitado adecuado para un círculo tan exclusivo. Además, como estaba recubierto de polvo por sus vagabundeos continuos por las carreteras del mundo, realmente parecía fuera de sitio en una fiesta de etiqueta; por eso el anfitrión se sintió aliviado cuando el inquieto individuo en cuestión, tras una breve estancia, se despidió para partir rumbo a Oregón.
La enorme puerta estaba atestada ahora por una multitud de gentes sombrías a las que el Hombre de la Fantasía había conocido en su juventud visionaria. Les había invitado para observar si podían compararse ventajosa mente o no con los personajes reales a quienes había conocido en su vida madura. Eran seres de imaginación tosca, como los que se deslizan ante la vista de un hombre joven pretendiendo ser habitantes reales de la tierra; los sabios e ingeniosos con los que después mantendría relaciones; los amigos generosos y heroicos cuya devoción se vería pagada con la del anfitrión; la hermosa mujer de los sueños que se convertiría en la compañera de sus penas y fatigas humanas, e inmediatamente en la fuente y la participante de su felicidad.
¡Ay! No es bueno que el hombre adulto examine detenidamente a esos viejos conocidos, sino que es mejor reverenciarlos más bien desde lejos, a través de los años que entre el polvo se han levantado entre medias. Había algo falso y risible en su andar pomposo y sentimientos exagerados; ni eran humanos ni se asemejaban tolerablemente a la humanidad, sino más bien máscaras fantásticas que volvían ridículos la naturaleza y el heroísmo con el grave absurdo de su pretensión de tener tales atributos; y en cuanto a la dama sin igual de los sueños, ¡contémplala! Allí avanzaba por el salón con el movimiento de una muñeca articulada, una especie de figura de ángel hecha en cera, una criatura tan fría como la luz de la luna, un artificio en falda de cancán, con un intelecto hecho de frases hermosas y sólo algo que se parecía a un corazón, aunque en todos estos particulares fuera verdaderamente el tipo de amante imaginaria de un hombre joven. Sólo con dificultad pudo la cortesía puntillosa del anfitrión evitar una sonrisa cuando presentó sus respetos a esa irrealidad y se enfrentó a la mirada sentimental con la que el Sueño trataba de recordarle sus anteriores historias amorosas.
—No, no, bella dama —murmuró él en medio de un suspiro y una sonrisa—. Mi gusto ha cambiado. He aprendido a amar lo que hace la Naturaleza más que mis propias creaciones disfrazadas de mujer.
—Ah, falso, tu inconstancia me ha aniquilado —gritó la dama del sueño pretendiendo desmayarse, aunque en realidad se disolvió en el delgado aire del que salía el murmullo deplorable de su voz.
—Así sea —contestó el cruel Hombre de la Fantasía para sí mismo—. Váyase.
Junto con estas sombras, y procedente de la misma región, entró una multitud de formas que no habían sido invitadas y que en algún momento de su vida habían atormentado al Hombre de la Fantasía con sus estados de ánimo de morbosa melancolía o le habían acosado con el delirio de la fiebre. Los muros de su castillo imaginario no eran lo bastante densos como para mantenerlos fuera, y tampoco la más fuerte arquitectura terrenal habría servido para excluirlos. Allí estaban esas formas de terror oscuro que le habían acosado al principio de la vida, librando combate con sus esperanzas; allí los horribles desconocidos del principio, como los que acosan a los niños por la noche. Particularmente le sorprendió la visión de una anciana negra y deforme que él imaginaba que habitaba en el desván de su casa y que de niño había acudido una vez junto a su cama, y le había sonreído, durante la crisis de una escarlatina. Esa misma sombra negra, junto con otras casi igual de horribles, se deslizaba ahora entre las columnas del magnífico salón, sonriendo al reconocerse, hasta que el hombre volvió a estremecerse con los terrores olvidados de su infancia. Le divirtió, sin embargo, observar que la mujer negra, con el capricho malévolo peculiar de esos seres, se acercó al sillón del Habitante Más Antiguo y escudriñó las ensoñaciones de su mente.
—Jamás, que yo recuerde, vi un rostro semejante —murmuró horrorizado el venerable personaje.
Casi inmediatamente después de las irrealidades que acabamos de describir llegó un grupo de invitados a quienes el incrédulo lector se verá inclinado a catalogar igualmente entre las criaturas de la imaginación. Los que más dignos resultaban de mención eran un Patriota incorruptible; un Erudito sin pedantería; un Sacerdote sin ambición mundana; una Mujer Hermosa sin orgullo ni coquetería; una Pareja Casada cuya vida no se había visto nunca turbada por incongruencias del sentimiento; un Reformista que no se veía trabado por sus teorías; y un Poeta que no sentía envidia de los demás devotos de la lírica. En realidad el anfitrión no era uno de esos cínicos que consideran que esos modelos de excelencia, sin defecto fatal, son rarezas en el mundo; y les había invitado a su fiesta selecta principalmente por deferencia humilde al juicio de la sociedad, que les considera casi imposibles de encontrar.
—En mi juventud —observó el Habitante Más Antiguo— podían verse esos personajes en las esquinas de cada calle.
Sea como sea, esas muestras de la perfección demostraron no ser como compañeros ni la mitad de entretenidos que las personas con defectos ordinarios. Apareció entonces un extraño al que nada más reconocerlo el anfitrión, con un exceso de cortesía que no había empleado en ningún otro, se apresuró a cruzar todo el salón para rendirle enfáticos honores. Y sin embargo era un hombre joven mal vestido, sin ninguna insignia de rango ni eminencia reconocida, ni nada que le distinguiera de la multitud salvo una frente alta y blanca bajo la cual brillaban con luz cálida unos ojos profundos. Emitía una luz que nunca ilumina la tierra salvo cuando un gran corazón arde con el fuego de un gran intelecto. ¿Y quién era él?
¿Quién sino el Genio Maestro que nuestro país busca ansiosamente entre la niebla del Tiempo y está destinado a realizar la gran misión de crear una literatura; americana tallándola, por así decirlo, del granito sin trabajar de nuestra cantera intelectual? Bien moldeada en la forma de un poema épico o asumiendo un disfraz, totalmente nuevo, tal como el mismo espíritu pueda determinar, de él recibiremos, nuestra primera gran obra original que hará todo lo que falta por hacer para, conseguir nuestra gloria entre las naciones. Poca importancia tiene mencionar cómo fue descubierto por el Hombre de la Fantasía ese hijo de un poderoso destino. Baste decir que habita, todavía sin honrar, entre los hombres, sin ser reconocido por aquellos que desde la cuna le conocen; el noble semblante que debería distinguirse por un halo difundido a su alrededor pasa diariamente entre la multitud de gentes que se afanan e inquietan por las insignificancias de un momento, y ninguno presta reverencia al trabajador de la inmortalidad. Y tampoco le importa mucho a él, en su triunfo sobre los tiempos, el que una o dos generaciones de su época cometan el error de no tenerle en cuenta.
Para entonces Monsieur On-Dit se había enterado del nombre y el destino del desconocido y lo susurraba entre los otros invitados.
—¡Bah! —exclamó uno—. Nunca existirá un genio americano.
—¡Uf! —gritó otro—. Ya tenemos buenos poetas, como cualquier nación del mundo. Por mi parte, no deseo ver ninguno mejor.
Y el Habitante Más Antiguo, cuando propusieron presentarle al Genio Maestro, suplicó que le excusaran, observando que un hombre que había sido honrado con el conocimiento de Dwight, Freneau y Joel Barlow, podía permitirse un poco de austeridad en el gusto. El salón se estaba llenando ahora rápidamente con la llegada de otros personajes notables, entre los que destacaban Davy Jones, el distinguido personaje náutico, y un hombre mayor rudo, descuidadamente vestido, atolondrado, conocido por el apodo de El Viejo Harry. Sin embargo este último, cuando le indicaron un vestidor, reapareció con los cabellos grises bien peinados, las ropas cepilladas y una pechera limpia sobre el cuello, y tan cambiado de aspecto como para merecer el apelativo más respetuoso de Venerable Henry Joel Doe y Richard Roe aparecieron cogidos del brazo acompañados por un Hombre de Paja, un endosador ficticio, y varias personas que no tenían existencia salvo como votantes en las elecciones muy enfrentadas. El famoso Seatsfield, que entró entonces, al principio se consideró que pertenecía a la misma hermandad, hasta que fue evidente que era un hombre real de carne y hueso y tenía su domicilio terrenal en Alemania. Entre los que llegaron al final, como cabía razonablemente esperar, había un invitado del futuro lejano.
—¿Le conoce? ¿Le conoce? —susurraba Monsieur On-Dit, que por lo visto conocía a todo el mundo—. Es el representante de la Posteridad, el hombre de una época que ha de venir.
—¿Y cómo se ha presentado aquí? —preguntó una figura que evidentemente era el prototipo de una foto de moda de una revista, y podía pensarse que representaba las vanidades del momento pasajero—. Ha infringido nuestros derechos al llegar antes de su tiempo.
—Pero os olvidáis de dónde estamos —respondió el Hombre de la Fantasía, que había oído el comentario—. Es cierto que la tierra inferior será un terreno prohibido para él durante muchos años todavía; pero un castillo imaginario es una especie de tierra de nadie, donde la Posteridad puede moverse entre nosotros en términos de igualdad.
En cuanto su identidad fue conocida una multitud de invitados se reunió alrededor de la Posteridad, expresando todos el interés más generoso acerca de su bienestar, y jactándose muchos de los sacrificios que tendrían que hacer, o pensaban hacer, en su nombre. Algunos, de la manera más secreta posible, deseaban conocer su juicio acerca de ciertos versos o grandes manuscritos de prosa; otros le acosaban con la familiaridad de los viejos amigos, dando por supuesto que él conocía muy bien sus nombres y personajes. Al final, viéndose acosado de ese modo, el representante de la Posteridad perdió la paciencia.
—Caballeros y buenos amigos —gritó soltándose de un poeta neblinoso que se esforzaba por sujetarle de los botones—. ¡Les ruego que atiendan sus propios asuntos y me dejen a mí cuidar de los míos! Espero no deberles nada, a menos que haya ciertas deudas nacionales, y otras molestias e impedimentos, físicos y morales, que me resultarán lo bastante turbadores como para apartarlos de mi camino. En cuanto a sus versos, les ruego que los lean a sus contemporáneos. Sus nombres son para mí tan desconocidos como sus rostros; y aunque fuera de otra manera —permítanme decírselo en secreto—, el recuerdo frío y glacial que pueda tener una generación de otra sólo es una pobre recompensa para pagar por ella toda una vida. Pero si verdaderamente desean que yo les conozca, el modo más seguro, el único, consiste en vivir auténtica y sabiamente para su propia época, pues si hallan ustedes una fuerza original podrán vivir para la posteridad.
—Es absurdo —murmuró el Habitante Más Antiguo, que como hombre del pasado se sentía celoso de que toda la atención que a él le quitaban se empleara en el futuro—. Es un verdadero absurdo desperdiciar tantos pensamientos en lo que sólo habrá de ser.
Para distraer las mentes de sus invitados, que con este pequeño incidente se habían sentido considerablemente confusos, el Hombre de la Fantasía les condujo a través de diversos salones del castillo, recibiendo sus cumplidos por el gusto y la variada magnificencia que cada uno de ellos mostraba. Una de esas salas se hallaba llena por la luz de la luna, que no entraba por la ventana, sino que era la suma de toda la luz lunar esparcida por la tierra en una noche de verano cuando no había ojos despiertos que disfrutaran de su belleza. Los espíritus del aire la habían recogido allí donde la encontraron brillando sobre el fondo amplio de un lago, o de color de plata en los meandros de un torrente, o reluciendo entre las ramas de un bosque agitadas por el viento, y la habían acumulado en ese espacioso salón. Iluminadas por la intensidad suave de la luz de la luna a lo largo de las paredes había múltiples estatuas ideales, las concepciones originales de las grandes obras del arte antiguo o moderno, que los escultores sólo lograron poner en mármol imperfectamente; pues no debe suponerse que la idea pura de una creación inmortal deja de existir: sólo es necesario saber dónde están depositadas para poseerlas.
En los huecos de otra amplia estancia se había dispuesto una biblioteca espléndida cuyos volúmenes eran inestimables porque no eran las realizaciones reales, sino las obras que los autores sólo habían planeado sin encontrar nunca el momento feliz de escribirlas. Para dar sólo algunos ejemplos conocidos, estaban allí los relatos nunca escritos de los Cuentos de Canterbury de Chaucer; los cantos jamás escritos de La reina de las hadas; la conclusión del Christabel de Coleridge; y toda la épica que había proyectado Dryden sobre el tema del Rey Arturo.
Los estantes se hallaban atestados, pues no sería excesivo afirmar que todo autor ha imaginado y dado forma en su pensamiento a más y mejores obras que las que salieron realmente de su pluma. Y allí estaban, también, las concepciones no realizadas de los poetas jóvenes que murieron por la fuerza misma de su genio antes de que el mundo hubiera captado un murmullo inspirado de sus labios.
Cuando las peculiaridades de la biblioteca y la galería de estatuas le fueron explicadas al Habitante Más Antiguo, éste pareció infinitamente perplejo y exclamó, con más energía de la habitual, que nunca que él recordara había oído tal cosa, y que además no entendía en absoluto cómo resultaba posible.
—Aunque creo que mi cerebro no es tan claro como solía —dijo el buen anciano—. Ustedes, jóvenes, supongo que pueden abrirse camino entre esos asuntos extraños. Pero yo, abandono.
—También yo —murmuró el Viejo Harry—. Esto basta para asombrarme el... ¡Ejem!
Dando la menor respuesta posible a esas observaciones, el Hombre de la Fantasía condujo al grupo a otro salón noble cuyas columnas estaban hechas de rayos solares dorados sólidos extraídos del cielo a primera hora de la mañana. Por ello, como retenían todo su lustre vivo, la habitación estaba llena de la irradiación más alegre que quepa imaginar, aunque no era excesivamente deslumbrante, por lo que podía soportarse con comodidad y placer. Las ventanas estaban hermosamente adornadas con cortinas hechas de nubes de amanecer de múltiples colores, todas empapadas de luz virginal, y colgando en festones magníficos desde el techo hasta el suelo. Había además fragmentos de arcoiris esparcidos por la habitación, por lo que los invitados, asombrados, veían recíprocamente sus cabezas glorificadas por los siete colores primarios; o si lo preferían, podían coger un arcoiris en el aire y convertirlo en su atavío y adorno.
Pero la luz de la mañana y el arcoiris esparcido sólo eran un tipo y un símbolo de las verdaderas maravillas de la estancia. Por una influencia afín a la magia, aunque absolutamente natural, todos los medios y oportunidades de la alegría que se olvidan en el mundo inferior habían sido cuidadosamente recogidos y depositados en el salón del sol de la mañana. Se entiende pues que había material suficiente para proporcionar no sólo una tarde gozosa, sino una vida feliz, y para más personas que las que esa espaciosa estancia podía contener. El grupo pareció renovar su juventud; durante todo el tiempo ese modelo y nivel proverbial de la inocencia, el Niño Nonato, correteaba de aquí para allá entre ellos, comunicando su alegría sin gastar a todos los que tenían la buena fortuna de presenciar sus retozos.
—Mis honrados amigos —dijo el Hombre de la Fantasía después de que hubieran disfrutado un rato—. Voy a requerir ahora su presencia en el salón de banquetes, donde les aguarda una ligera colación.
—¡Ah, bien dicho! —exclamó una figura cadavérica que había sido invitada no por otra razón que la de que tenía el hábito constante de cenar con el Duque Humphrey—. Estaba empezando a preguntarme si un castillo imaginario estaría provisto de cocina.
Resultó verdaderamente curioso ver lo instantáneamente que los invitados se apartaron de los elevados placeres morales, que habían estado degustando con tan evidente entusiasmo, ante la sugerencia de los placeres más sólidos y líquidos de una mesa festiva. Se amontonaron tras el anfitrión, que les condujo entonces a un elevado y amplio salón, en el que de un extremo a otro se hallaba dispuesta una mesa que relucía por los innumerables platos y copas de oro. Resulta inseguro si aquellos ricos artículos se habían hecho para la ocasión con haces solares fundidos o recubriéndolos con los restos del naufragio de galeones españoles que yacían durante siglos en el fondo del mar. Al extremo más elevado de la mesa le daba sombra un dosel, bajo el cual había una silla de elaborada magnificencia que el anfitrión declinó ocupar, pidiendo a sus invitados que lo asignaran al más digno de entre ellos. Como adecuado homenaje a su incalculable antigüedad y eminente distinción, en principio se ofreció el puesto de honor al Habitante Más Antiguo. Sin embargo éste lo rechazó requiriendo el favor de un cuenco de gachas en una mesa auxiliar en la que pudiera recuperarse con una tranquila siesta. Vacilaron un poco con respecto al siguiente candidato, hasta que Posteridad tomó de la mano al Genio Maestro de nuestro país y le condujo hasta la silla presidencial bajo el dosel principesco. Una vez que le contemplaron en el lugar que le era apropiado, el grupo reconoció la justicia de la elección con una larga y estruendosa salva de vehementes aplausos.
Se sirvió entonces un banquete que combinaba, si no todas las delicadezas de la estación, al menos sí todas las rarezas que unos cuidadosos proveedores habían encontrado en forma de carne, pescado y verduras procedentes de los mercados de la tierra de Ninguna Parte. La factura desgraciadamente se había perdido, por lo que sólo podemos mencionar un fénix asado en sus propias llamas, aves del paraíso conservadas en frío, helados de la Vía Láctea y compendios, batidos y extractos de jalea de avena del Paraíso de los Locos, donde se consumían en gran cantidad. En cuanto a las bebidas, los temperados se contentaron con agua, como de costumbre, pero era agua de la Fuente de la Juventud; las damas sorbieron; a los heridos por el amor, los agobiados por las preocupaciones y los acosados por las penas les ofrecieron copas desbordantes y sagazmente se conjeturó que una cierta jarra dorada que sólo los invitados más distinguidos fueron invitados a compartir contenía néctar que llevaba madurando desde los días de la mitología clásica. Se quitó el mantel y el grupo, como de costumbre, cobró elocuencia con el licor y se entregó a una sucesión de brillantes discursos, recayendo la tarea de informar de ellos sobre la adecuada habilidad del Consejero Gill, cuya indispensable cooperación el Hombre de la Fantasía había tenido la precaución de asegurarse.
Cuando el banquete se hallaba en su punto más etéreo, el Secretario del Clima fue visto levantarse de la mesa y meter la cabeza entre las cortinas moradas y doradas de una de las ventanas.
—Mis queridos comensales —comentó en voz alta tras observar cuidadosamente los signos de la noche—, aconsejo a los que vivan lejos que se marchen lo antes posible; pues ciertamente se avecina una tormenta eléctrica.
—¡Que Dios se apiade de mí! —gritó Madre Carey, que había dejado su nidada de pollos para acudir allí vestida con gasas y medias de seda rosa—. ¿Cómo podré regresar a casa?
Entonces todo fue confusión y marcharse presurosamente, con escasas y superfluas despedidas. Sin embargo el Habitante Más Antiguo, fiel a la norma de los días lejanos en los que había estudiado su cortesía, se detuvo en el umbral del salón iluminado por meteoritos para expresar su enorme satisfacción por el entretenimiento.
—Nunca, que yo recuerde, había tenido la buena fortuna de pasar una tarde más agradable ni en compañía más selecta —comentó el gracioso anciano.
En ese momento el viento se llevó su aliento, se llevó también en un remolino su sombrero de tres picos hacia el espacio infinito y ahogó cualquier cumplido que tuviera el propósito de pronunciar. Muchos de los invitados tenían previamente concertados fuegos fatuos para que les llevaran a casa; y el anfitrión, en su general cuidado benefactor, había contratado al Hombre de la Luna para que con una inmensa linterna en forma de cuerno guiara a las desoladas solteronas que no podían valerse por sí mismas. Pero una ráfaga de la naciente tempestad apagó todas sus luces en un instante. Si en la oscuridad que siguió los invitados lograron regresar a la tierra, o si la mayor parte de ellos no lo consiguió y siguen deambulando entre nubes, nieblas y ráfagas de viento tempestuoso, magullados por las vigas del derribado castillo imaginario, y engañados por todo tipo de irrealidades, son cuestiones que les conciernen mucho más a ellos que al autor o al público. La gente debería pensar en esas cosas antes de lanzarse a una agradable fiesta en el reino de Ninguna Parte.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
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