«La rosaleda»: M.R. James; relato y análisis


«La rosaleda»: M.R. James; relato y análisis.




La rosaleda (The Rose Garden) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado en la antología de 1911: Más historias de fantasmas (More Ghost Stories).

La rosaleda, uno de los mejores cuentos de fantasmas de M.R. James, narra la historia de la señora Anstruther, quien desea plantar un jardín de rosas; sin embargo, el claro que ella piensa utilizar para este propósito parece estar maldito, al punto de producirle pesadillas a las personas que lo visitan. Eventualmente, ella y su marido descubren la inquietante historia de aquel espacio siniestro, y la tremenda injusticia que allí ocurrió, mucho antes de que alguien siquiera soñara en plantar rosas en el lugar.



La rosaleda.
The Rose Garden; M.R. James (1862-1936)

Los señores Anstruther desayunaban en un cuarto de estar de su residencia de Westfield, en el condado de Essex, y hacían planes para el día.

—George —dijo la señora Anstruther—, será mejor que tomes el coche y te acerques a Maldon a ver si puedes traerme esos paños de punto de que te hablé para nuestra venta benéfica.

—Bueno, iré si ése es tu deseo, aunque ya había medio quedado con Geoffrey Williamson para un partido esta mañana. Además, la venta benéfica no comienza hasta la semana que viene, ¿no?

—Eso no tiene nada que ver. Comprende que si no me traes de Maldon lo que necesito, me toca pedirlo por carta a las tiendas del pueblo: y desde luego, son capaces de mandarme lo que menos me conviene en precio o calidad. Si has quedado fijo con Williamson, entonces nada; pero debías habérmelo dicho.

—Bueno, no, no he quedado en firme. Comprendo lo que quieres decir. Iré. Y tú, ¿qué vas a hacer?

—Nada; en cuanto acabemos de arreglar la casa, quiero ir a ver el sitio donde voy a plantar mi nueva rosaleda. A propósito, antes de ir a Maldon, quiero que lleves a Collins a que eche una mirada al lugar que he elegido. Ya sabes dónde es, por supuesto.

—Bueno, no estoy muy seguro, Mary. ¿Es al final de la parte de arriba, hacia el pueblo?

—¡Válgame Dios, George!, yo creía que había quedado completamente claro. No, es en ese pequeño calvero que queda a un lado del sendero que atraviesa la arboleda, camino de la iglesia.

—¡Ah, sí!, donde parece que hubo en tiempos un cenador; ese lugar donde hay un banco y algunos postes. ¿Tú crees que dará bastante el sol allí?

—Queridísimo George, concédeme algo de sentido común y no me honres con tus ideas sobre cenadores. Sí, dará muchísimo el sol cuando quitemos unos cuantos arbustos de boj. Sé lo que vas a decir, y tengo tan pocas ganas como tú de desmantelar el sitio ése. Todo lo que quiero es que vaya Collins y quite los bancos viejos y los postes y demás, para dentro de una hora que iré yo. Procura que lo haga pronto; después de la merienda pienso seguir con mi boceto de la iglesia; tú, si te apetece, puedes ir al campo de golf, o...

—¡Buena idea..., pero que muy buena! Sí, señor; mientras tú terminas ese, boceto, yo jugaré un partido.

—Iba a decir que puedes, también, hacerle una visita al señor obispo, pero supongo que es inútil que te haga sugerencias. Ahora date prisa, o se nos irá a mitad de la mañana.

El rostro del señor Anstruther, que había empezado a mostrar síntomas de alargarse, se contrajo de nuevo, salió apresuradamente de la habitación y se oyó dar órdenes en el pasillo. La señora Anstruther, imponente dama de unas cincuenta primaveras, tras leer por segunda vez la correspondencia matinal, se dispuso a proseguir sus tareas domésticas.

A los cinco minutos, el señor Anstruther había descubierto a Collins en invernadero, y se encaminaron hacia el lugar elegido para la rosaleda. No es al tanto de las condiciones más idóneas para un vivero de este tipo, pero inclino a creer que la señora Anstruther, aunque tenía la costumbre de calificarse a sí misma de buena jardinera, no estaba muy enterada sobre cuáles eran los lugares adecuados. Y el que había elegido era un claro pequeño y húmedo que flanqueaba un sendero por un lado, y espesos macizos de boj, laureles otros arbustos de hoja perenne por otro. El suelo estaba casi desnudo de hierba y tenía un aspecto negruzco. Los restos de unos bancos rústicos, y un viejo y rugoso poste de roble situado más o menos en el centro del claro era lo que había sugerido al señor Anstruther la idea de que allí había habido un cenad Evidentemente, Collins no estaba al corriente de los proyectos de la señora sobre este lugar, y cuando el señor Anstruther se los comunicó, no mostró el menor entusiasmo.

—Naturalmente, podría quitar los bancos en un momento —dijo—. No es ningún adorno para este lugar, señor Anstruther, y además están podridos. Mire usted —y rompió un pedazo—, completamente podridos. Sí, quitarlos, claro que podemos.

—Y el poste —dijo el señor Anstruther—, el poste también. Y Collins se acercó al poste y lo sacudió con ambas manos, luego se rascó la barbilla.

—El poste este, en cambio, parece muy firme —dijo—. Y está así desde hace años, señor Anstruther. No creo que sea tan fácil como los bancos.

—Pues la señora desea muy especialmente que se quite todo esto en una hora —dijo el señor Anstruther.

Collins sonrió, e hizo un signo negativo con la cabeza.

—Perdone usted, señor, pero compruébelo usted mismo. No señor, nadie puede hacer una cosa que es imposible, ¿no es verdad, señor? Yo podría tenerla quitado allá para las cinco de la tarde, pero a base de cavar y cavar. Para hacer lo que el señor me pide hay que quitar toda la tierra que tiene el poste alrededor, y eso nos llevará al chico y a mí algún tiempo. Ahora, que estos bancos —dijo Collins, apropiándose de esta parte del proyecto como si se debiera a su propia capacidad de recursos—, vaya, puedo quitarlos de en medio, digamos, en menos de un cuarto de hora, si el señor me lo permite. Sólo que...

—¿Sólo que qué, Collins?

—Bueno, yo no soy quién para oponerme a esas órdenes, como tampoco lo es usted, ni nadie —se apresuró a añadir—, pero con perdón del señor, éste no es el sitio que yo escogería para plantar la rosaleda. Vea, todo este boj y esos durillos tapan la luz de...

—¡Ah, sí!, pero quitaremos algunos, naturalmente.

—¡Claro, claro, quitaremos algunos! Por supuesto, pero, le ruego que me perdone, señor Anstruther.

—Lo siento, Collins, pero tengo que irme. Oigo el coche delante de la puerta. La señora le explicará exactamente lo que desea. Le diré que tratará usted de quitar los bancos en seguida, y que dejará el poste para la tarde. Buenos días.

Collins se quedó frotándose la barbilla. La señora Anstruther recibió el parte con cierto disgusto, pero no insistió en introducir cambio alguno en estos planes. Hacia las cuatro de la tarde había mandado a su marido al campo de golf, se había ocupado puntualmente de Collins y de otros asuntos cotidianos y, tras ordenar que le colocaran su silla de tijera y su parasol en el lugar adecuado, reanudó el boceto de la iglesia, tomada desde los árboles; fue entonces cuando llegó apresuradamente una criada y le comunicó que la señorita Wilkins había llegado.

La señorita Wilkins era uno de los pocos miembros que quedaban de la familia a la que los Anstruther habían comprado la propiedad de Westfield unos años atrás. Se había quedado a vivir en la vecindad, y esta visita era probablemente de despedida.

—Dígale a la señorita Wilkins si es tan amable de venir hasta aquí —dijo la señora Anstruther, y un momento después se acercaba la señorita Wilkins, que era persona de edad ya madura.

—Sí, me voy a Ashes mañana; ya le contaré a mi hermano las mejoras que han hecho ustedes en la propiedad. Como es natural, él echa de menos la vieja casa, lo mismo que yo, pero el jardín ahora es una delicia.

—Cuánto me alegro de oírle decir eso. Pero no crea que hemos terminado los arreglos. Permítame que le enseñe dónde quiero plantar la rosaleda. Es muy cerca de aquí.

Expuso los detalles del proyecto a la señorita Wilkins, pero el pensamiento de ésta estaba puesto, evidentemente, en otra parte.

—Sí, una delicia —dijo con aire absorto—. Perdóneme, señora Anstruther, pero me temo que estaba pensando en los viejos tiempos. Me alegro muchísimo de haber visto este sitió antes de que usted lo modifique. Frank y yo hemos vivido una verdadera aventura en este paraje.

—¿De veras? —dijo la señora Anstruther sonriente—; cuénteme cómo fue. Estoy segura de que debió de ser algo fantástico y encantador.

—Muy encantador no fue, pero siempre me ha parecido extrañó. Ninguno de los dos habríamos sido capaces de venir aquí a solas cuando éramos niños, y aun ahora no sé si me atrevería, en determinados momentos. Es una de esas cosas que resultan imposibles de explicar con palabras, a mí por lo menos, y que suenan a absurdo cuando no se saben contar como es debido. Todo lo que puedo decir, desde luego, es que este lugar nos causaba, bueno, casi horror, cuando estábamos solos.

»La cosa ocurrió hacia el anochecer de un día realmente caluroso de otoño. Frank había desaparecido misteriosamente en el parque, yo le buscaba para llevarle el te y bajaba por ese sendero, cuando lo vi de repente, no escondido entre los arbustos como casi me esperaba, sino en el banco del antiguo cenador; dormido en una esquina, pero con una expresión tan espantosa en su rostro que pensé que debía de estar enfermo o incluso muerto. Corrí y le sacudí, y le dije que despertara; y desde luego que se despertó, pero dando un gritó. Le aseguró que el pobre parecía casi enajenado de terror. Me llevó corriendo a casa, y pasó esa noche en un estado de nervios horrible, sin pegar ojo. Necesitaba tener a alguien sentado a su lado, creó recordar.

»Luego mejoró, pero tardé días en conseguir que me contara por qué le había encontrado en semejante estado. Al final resultó que se había dormido y había tenido una especie de sueño absurdo. No llegó a ver claramente lo que había a su alrededor, pero sintió las escenas vívidamente. Primero se dio cuenta de que se hallaba de pie en una gran habitación dónde había muchísima gente, y tenía a alguien muy poderoso enfrente que le hacía preguntas sumamente importantes, al parecer, y cada vez que contestaba, alguien (la persona que tenía enfrente u otra de las que estaban presentes) se confabulaba, como él decía, contra él. Todas las voces sonaban muy distantes, pero recordaba frases sueltas de lo que decían:

»—¿Dónde estabas el 19 de octubre? ¿Es ésa tu letra? —y cosas así.

»Ahora comprendo que debió de soñar acerca de algún juicio, pero no nos dejaban nunca leer el periódico, por eso resultaba extrañó que un niño de ocho años pudiera tener una idea tan precisa de lo que sucedía en un tribunal. Decía que durante todo el procesó experimentó una ansiedad, una opresión y una desesperación insoportables (aunque no creó que lo dijera con esas mismas palabras). Luego, después de eso, hubo un intervalo durante el cual recordaba haberse sentido horriblemente inquietó y desdichado, y luego vino otra especie de escena en la que, tras cruzar el umbral, había salido a una madrugada cruda y gris, con el suelo cubierto de nieve. Se hallaba en una calle, en todo casó entre edificios, y tenía la vaga conciencia de que había cientos de personas también, y de que le hacían subir unos cuantos peldaños de madera que crujían bajó sus pies, hasta que se detuvo en una especie de plataforma, pero lo único que pudo ver realmente fue una pequeña fogata que había encendida no lejos de dónde estaba.

»Alguien que le había estado sujetando por el brazo izquierdo lo cogió y lo llevó juntó a esa fogata, y luego me contó que el horror que llegó a experimentar en esa parte de su sueño fue la peor de todas, y que de no haberse despertado, no sabía lo que habría podido sucederle. Fue un sueño muy extrañó para un niño, ¿verdad? Bueno, de momento eso fue todo. Pero a finales de ese mismo año, me parece, Frank y yo volvimos por aquí, y yo estuve sentada hasta la caída de la tarde. Al darme cuenta de que se estaba poniendo el sol, le dije a Frank que fuera corriendo a ver si habían preparado el té, mientras yo terminaba un capítulo del libró que tenía entre manos. Frank tardaba en volver más de lo que yo había pensado, y la luz se estaba yendo tan rápidamente que cerré el libro dispuesta a marcharme. En ese instante mismo me di cuenta de que alguien me estaba susurrando algo en el cenador.

»Las únicas palabras que logré entender o que me pareció entender fueron algo así como: Tira, tira. Yo empujaré; tú tira.

»Me levanté de un salto francamente asustada. La voz (que era poco más que un susurro) sonaba áspera y furiosa, y no obstante parecía provenir de muy, muy lejos, igual que en el sueño de Frank. Pero aunque estaba asustada, tuve valor suficiente para mirar a mí alrededor y tratar de averiguar de dónde provenía la voz. Y (le parecerá una estupidez, pero es la pura verdad) comprobé que se oía más fuerte cuando pegaba el oído al viejo poste que había plantado junto a un extremó del banco. Tan segura estaba de que era así que hice unas señales en el poste, lo más profundas que pude, con las tijeras de mi cesta de labor. No sé por qué las hice. A propósito, me preguntó si no será éste el mismo poste. Vaya, pues sí, puede que sea éste; aquí tiene las señales y rayas, pero no estoy segura. De todos modos, era un poste igual que este que tienen ustedes aquí. Mi padre llegó a enterarse del miedo que habíamos pasado los dos en el cenador, y vino en persona una noche después de cenar, y en un santiamén derribó el cenador.

»Recuerdo haber oído a mi padre referirle el caso a un anciano que solía hacer trabajos ocasionales para nosotros, y que el viejo comentó:

»—No se inquiete, señor; ése está bastante seguro ahí, a menos que venga alguien y le deje salir.

»Pero cuando les pregunté de quién nos hablaban no me dieron una respuesta satisfactoria.

»Probablemente, mi padre o mi madre nos habrían contado algo más sobre el particular, cuando fuéramos mayores, pero como usted sabe, los dos murieron siendo nosotros niños todavía. Debo decir que aquel incidente me ha parecido siempre muy extraño, y he preguntado a menudo a los más ancianos del lugar si sabían alguna cosa extraña que hubiera sucedido por aquí, pero una de dos: o no sabían nada, o nunca me lo quisieron decir.

»¡Pero, válgame Dios, querida, cómo la estoy aburriendo con los recuerdos de mi infancia! Aunque, desde luego, ese cenador acaparó nuestros pensamientos durante mucho tiempo. Puede usted figurarse la clase de historias que nos inventábamos. Bueno, señora Anstruther, ahora debo dejarla. Espero que nos veamos en el pueblo este invierno, ¿verdad?

Esa misma tarde quitaron los bancos y arrancaron el poste. Los finales de verano son proverbialmente traicioneros y, durante la cena, la mujer de Collins envió a pedir un poco de coñac porque su marido había cogido un horrible resfriado y se temía que probablemente no podría trabajar al día siguiente. Las reflexiones que por la mañana se hizo la señora Anstruther no eran del todo tranquilizadoras. Estaba segura de que habían entrado unos truhanes en la finca durante la noche.

—Y otra cosa, George, en cuanto Collins se levante, le vas a decir que haga; algo por ahuyentar a los búhos. En mi vida había oído nada parecido; estoy segura de que hasta se posó uno precisamente en nuestra ventana. Si llega a entrar me da algo. Debía de ser un avechucho enorme, a juzgar por la voz que tenía. ¿No lo oíste tú? No, claro; tú estabas como un tronco como de costumbre. Sin embargo, George, me parece que no tienes cara de haber descansado mucho esta noche.

—Querida, creo que otra noche como la que he pasado acabaría conmigo. No te puedes figurar los sueños que he tenido. Al despertarme no me he atrevido a contártelos, y si esta habitación no estuviera tan soleada y tan iluminada, no me atrevería a pensar en ellos ni aun ahora.

—Bueno, George, desde luego, ¡reconozco que eso no es muy corriente en ti! Debes de haber... No, ayer tomaste lo mismo que yo..., a no ser que tomaras té en ese dichoso club, ¿eh?

—No, no; no tomé más que una taza de té y un poco de pan con mantequilla. Lo que de veras me gustaría saber es cómo he llegado a soñar todo eso; por que supongo que uno forja sus sueños a base de cosas intrascendentes que ha estado viendo o leyendo. Pues verás, Mary, era lo siguiente, ¿o te estoy aburriendo?...

—Quiero oír lo que has soñado, George. Ya te avisaré cuando empiece a aburrirme

—De acuerdo. Confieso que, en cierto modo, no es una pesadilla como las demás, porque a decir verdad no veía a nadie hablándome o tocándome, pero me ha impresionado tremendamente por su realismo. Al principio yo estaba sentado, no, andaba de un lado a otro en una especie de habitación anticuada de paredes con entrepaños. Recuerdo que había una chimenea en la que ardían cantidades de papeles, y yo me encontraba en un estado de gran ansiedad por alguna razón. Había alguien más, un criado, supongo, porque recuerdo que le dije: Prepara los caballos lo más pronto que puedas, y luego aguardé un momento; a continuación oí que subían varias personas y un ruido como de espuelas en el entarimado del suelo; luego se abrió la puerta y, fuera lo que fuese lo que yo esperaba, sucedió.

—Sí, pero ¿qué era?

—Pues verás, no te sabría decir, era esa clase de impresión que te deja trastornado en sueños. O te despiertas, o se queda todo en tinieblas. Y eso es lo que me pasó a mí. Después me encontraba en una gran habitación de paredes oscuras, con entrepaños, me parece, igual que la otra; había muchísima gente, y yo asistía evidentemente...

—A tu propio juicio, supongo.

—¡Dios mío!, sí, Mary, así es, ¿es que has soñado lo mismo tú también? ¡Qué cosa más extraña!

—No, no; yo no he dormido lo bastante para eso. Sigue, George, después te contaré.

—Sí, bueno; me estaban juzgando, de eso no me cabe la menor duda, según el estado en que me encontraba. No tenía a nadie que hablara por mí, y había un individuo pavoroso en el tribunal; yo tenía que defenderme, y retorcía cada uno de mis argumentos y me hacía las preguntas más abominables.

—¿Sobre qué?

—Pues sobre determinadas fechas en las que estuve en determinados sitios y sobre cartas que se suponían escritas por mí y sobre la razón por la cual había destruido ciertos documentos, y recuerdo que a cada respuesta mía se reía de un modo que me encogía el corazón. Te parecerá una estupidez, pero te aseguro, Mary, que al llegar a ese momento la situación se hizo verdaderamente aterradora. Estoy seguro de que ese hombre ha existido de verdad y ha debido de ser terriblemente malvado. Decía cada cosa...

—Por favor, no tengo ganas de oírlas. Para eso, no tengo más que ir al campo de golf cuando me apetezca. ¿Cómo terminó?

—Me declaró culpable, que es lo que él se proponía. Me gustaría poderte dar una idea de la tensión que experimenté a continuación; me parece que tendrán que pasar muchos días para que se me pase; aguardaba y aguardaba, y a veces escribía cosas que consideraba de vital importancia para mí, y esperaba respuestas que no llegaban nunca; después, salí...

—¡Ah!

—¿Qué es lo que te sorprende? ¿Es que no sabes lo que vi?

—¿Era un día frío y gris, con las calles nevadas y una lumbre encendida no lejos de donde estabas tú?

—¡Por Cristo, eso es! ¡Has tenido la misma pesadilla! ¿De verdad que no? ¡Vaya, eso sí que es extraordinario! Pues sí, estaba seguro de que me iban a ejecutar por un delito de alta traición. Sé que me arrojaron sobre la paja y me transportaron en un carro que traqueteaba bárbaramente; luego me hicieron subir unos cuantos peldaños, alguien me sujetaba del brazo; recuerdo que vi parte de una escala de mano y oí murmullo de muchedumbre. Te aseguro que no sería capaz de soportar meterme ahora entre una multitud y oír el rumor que hacen al hablar. Pero, gracias a Dios, la cosa no llegó hasta el final. El sueño se disipó con una especie de estallido dentro de mi cabeza. Pero, Mary...

—Sé lo que vas a preguntarme. Supongo que ha debido de ser un caso de transmisión de pensamiento. La señorita Wilkins estuvo aquí ayer y me contó un sueño que tuvo su hermano de pequeño, cuando vivían aquí; seguramente hubo algo anoche que me hizo pensar en ese sueño mientras oía a los horribles búhos y a esos individuos que hablaban y reían en el plantío (a propósito, quiero que vayas a ver si han hecho algún destrozo y que des parte a la policía), así que estoy segura de que, mientras dormías, debió de pasar de mi cerebro al tuyo. Es extraño, desde luego, y siento que te diera una mala noche. Convendrá que tomes hoy todo el aire que puedas.

—No, si ahora me encuentro perfectamente, pero creo que iré al club, a ver si juego un partido con alguien. ¿Y tú?

—Yo tengo bastante que hacer esta mañana; y esta tarde, si no me interrumpen, quiero seguir mi dibujo.

—De acuerdo, tengo ganas de que lo termines.

No descubrió ningún destrozo en el plantío. El señor Anstruther inspeccionó el lugar elegido para la rosaleda; allí estaba el poste y el hoyo sin tapar donde había estado clavado. Fue a preguntar por Collins; al parecer se sentía mejor, aunque no podía reintegrarse aún a su trabajo. Por lo demás manifestó por boca de su mujer que esperaba no haber cometido ningún error al quitar todas esas cosas. La señora Collins añadió que en Westfield un montón de personas se habían puesto a contar cosas, y que los viejos eran los peores; les extrañaba que se hubiesen quedado en la parroquia tanto tiempo cuando los demás duraban tan poco. Pero no le fue posible averiguar qué estuvieron contando; fuera lo que fuese, aquellas bobadas habían inquietado mucho a Collins.

Repuesta tras el almuerzo y una ligera siesta, la señora Anstruther se instaló cómodamente en su silla plegable junto al sendero que, cruzando la arboleda, conducía a la entrada lateral del cementerio. Entre sus temas preferidos se contaban los edificios y los árboles, y aquí tenía un buen lugar donde ejercitarse en ambos. Trabajó de firme, y cuando las boscosas montañas de poniente ocultaron el sol, el dibujo empezaba ya a resultar una cosa francamente agradable de ver. Aún habría seguido trabajando algo más, pero la luz cambiaba de prisa, por lo que comprendió que debía dejar los últimos toques para el día siguiente. Se levantó y regresó a la casa, deteniéndose un momento para recrearse en la limpia transparencia verde del ocaso. Cruzó después los arbustos de boj y, poco antes de salir al espacio de césped que rodeaba la casa, se detuvo una vez más a contemplar el sereno espectáculo del crepúsculo, diciéndose para sus adentros que sin duda era la torre de una de las iglesias de Roothing la que se veía recortada en el horizonte. Luego, un pájaro, quizá, susurró a su izquierda, entre los arbustos de boj; y al volverse, se llevó un susto mortal al descubrir lo que al principio parecía una máscara atisbando entre las ramas. La miró con más atención.

No era una máscara. Era un rostro ancho, liso y sonrosado. Aún recuerda las menudas gotas de sudor que le perlaban la frente, así como las mejillas afeitadas y los ojos cerrados. Recuerda también, y con una precisión tal que su pensamiento se hace intolerable, que tenía la boca abierta y que le asomaba un diente solitario bajo el labio superior. En el preciso momento en que vio el rostro, éste retrocedió, ocultándose en la oscuridad de los arbustos. Entonces ella echó a correr y logró llegar a la casa justo antes de caer desvanecida.

Llevaban el señor y la señora Anstruther una semana o más descansando en Brighton, cuando recibieron una circular de la Sociedad Arqueológica de Essex en la que se les preguntaba si poseían retratos históricos y, en caso afirmativo, si deseaban incluirlos en la obra sobre Retratos de Essex que iban a publicar bajo los auspicios de dicha entidad. La circular iba acompañada de una carta del secretario, en la que figuraba el párrafo siguiente:


»Estamos especialmente interesados en saber si poseen el original de un grabado del que adjuntamos fotografía. Corresponde a Sir X, Presidente del Tribunal Supremo bajo el reinado de Carlos II, quien, como indudablemente saben Uds., se retiró después de su deshonra a Westfield, y se cree que murió allí víctima de sus propios remordimientos. Puede que les interese saber que hemos descubierto recientemente una referencia en los archivos, no de Westfield, sino de Prior Roothing, en el sentido de que la parroquia se vio afectada por tantas calamidades a su muerte que el rector de Westfield requirió a todos los clérigos de Roothing para que fuesen a enterrarlo, cosa que hicieron. La referencia termina diciendo: El poste está en un prado vecino al cementerio de Westfield, al lado oeste. Tal vez puedan ustedes decirnos si en esa localidad circula alguna historia al respecto.«


Los incidentes que la fotografía le recordaron a la señora Anstruther le ocasionaron una seria crisis. Por lo que quedó decidido que pasara el invierno fuera. Cuando el señor Anstruther bajó a Westfield para llevar a cabo las gestiones necesarias, se lo contó con toda naturalidad al rector (un anciano ya), el cual se mostró muy poco sorprendido.

—Desde luego, he logrado averiguar lo que debió ocurrir, valiéndome, por un lado, de las habladurías de los viejos del lugar, y por otro, de lo que he visto en las tierras de usted. Naturalmente, nosotros lo hemos sufrido también, hasta cierto punto. Sí, fue desagradable al principio; parecían búhos, como usted dice, y gentes charlando, a veces. Unas noches era en este jardín, y otras en el de algunas casas de campo. Pero últimamente no se ha oído nada; yo diría que han dejado de oírse estas cosas. En nuestros libros no se registra nada, salvo la anotación de un entierro, y lo que durante mucho tiempo se ha tomado por el lema familiar; pero la última vez que lo he visto he observada que ha sido añadida posteriormente, y que tenía las iniciales de uno de los rectores de finales del siglo XVII: A. C., Augustinus Crompton. Aquí está, mire quieta non movere. Supongo, bueno, me resulta difícil decir exactamente lo que supongo.

M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


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El análisis y resumen del cuento de M.R. James: La rosaleda (The Rose Garden), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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