«El hombre que le vendió soga a los Gnoles»: Margaret St. Clair; relato y análisis.
El hombre que le vendió soga a los Gnoles (The Man Who Sold Rope to the Gnoles) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Margaret St. Clair (1911-1995), publicado originalmente en la edición de octubre de 1951 de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.
El hombre que le vendió soga a los Gnoles, uno de los cuentos de Margaret St. Clair menos conocidos, relata la historia de Mortensen, un vendedor locuaz, persuasivo, extraordinariamente hábil, quien resuelve vederle soga y cuerdas a los Gnoles, unas criaturas biológicamente singulares que se especializan en engordar y asar a sus visitantes indeseados.
SPOILERS.
El hombre que le vendió soga a los Gnoles de Margaret St. Clair es una versión moderna e inteligente del relato de Lord Dunsany: Cómo Nuth habría practicado su arte sobre los Gnoles (How Nuth Would Have Practiced His Art Upon the Gnoles). El título de Margaret St. Clair anuncia con precisión de qué trata la historia, esencialmente una sátira sobre los vendedores de puerta en puerta. En nuestro mundo, estos no siempre consiguen una venta; en el de Margaret St. Clair [construido sobre la mitología de Lord Dunsany], no siempre sobreviven.
El trabajo de vendedor es duro, como lo demuestra Mortensen, quien está decidido a venderle sogas y cuerdas a los Gnoles [unas criaturas biológicamente muy curiosas]. Mortensen está actualizado en las últimas técnicas discursivas de ventas: la noción de que el producto se vende solo; habilidad para comparar y contrastar los diferentes materiales, usos y durabilidad de un producto sobre otro; manejo de las reacciones instintivas del cliente, etc. Estar en ventas requiere una piel dura. Se debe mantener una «cortesía inquebrantable», como describe la copia del Manual moderno del arte de vender de Mortensen. También que el cliente vea en el producto una solución a un problema. Pero Mortensen es un vendedor innato, instintivo; y está increíblemente cerca de tener éxito. Irónicamente, lo que lo destruye son sus propios escrúpulos éticos.
Después de hacer una presentación completa de sus muestras de cuerda al Gnole mayor, acuerdan la longitud y el material de la cuerda [aunque los Gnoles no se comunican como nosotros], y Mortensen presenta su precio. El Gnole vacila, luego toma la piedra preciosa más pequeña que se exhibe en el salón, una esmeralda que, sin embargo, podría rescatar a «un Rockefeller o toda una familia de Guggenheim». Pero tomar la piedra preciosa sería exceder una ganancia legítima, violando lo que el Manual llama el «alto estándar ético que debe mantenerse en todo momento». Mortensen busca un objeto de menor valor y comete el error fatal de escoger el par de ojos extra del Gnole de un gabinete. Como explica Margaret St. Clair:
[«La preocupación que la buena gente cristiana debería sentir por el bienestar de su alma es una sombra, una ficción, una nada, comparada con lo que el gnole completamente pagano siente por esos ojos. Preferiría, creo, ser un miserable ser humano antes de que algún vándalo les pusiera las manos encima.»]
Ignorando el tabú que significa tocar esos ojos adicionales, Mortensen «sonríe para mostrar el encanto de los modales aconsejados en el Manual, alzando las cejas como quien dice: Gracias, con esto será suficiente», se mete los ojos en el bolsillo. El castigo es rápido. Antes de que pueda huir de la casa, Mortensen siente la ira de los tentáculos del Gnole. Atrapado en el sótano, Mortensen es engordado y asado. Luego, los Gnoles lo sirven apropiadamente en la cena:
[«Aunque engordaron diligentemente a Mortensen y, más tarde, lo asaron, lo salaron y se lo comieron con verdadero apetito, los gnoles lo mataron de una manera bastante humana y nunca pensaron en torturarlo. Eso es inusual para los gnoles. Y adornaron la tabla en la que le sirvieron con un hermoso borde de nudos elaborados con cordón de algodón de su propia caja de muestras.»]
El hombre que le vendió soga a los Gnoles de Margaret St. Clair sirve como un recordatorio de que la ficción extraña no siempre tiene que esforzarse por lograr un tono trágico, sino que también puede adoptar tonos humorísticos y oscuramente satíricos. También comparte esa dinámica metacognitiva común en muchas historias del género, donde el protagonista muere debido a su incapacidad para adaptar su forma de pensar a un contexto extraordinario [ver: ¿Qué es el «Weird» o Ficción Extraña?]
El hombre que le vendió soga a los Gnoles de Margaret St. Clair, decíamos, es una versión de Cómo Nuth habría practicado su arte sobre los Gnoles de Lord Dunsany, publicado en El libro de las maravillas (The Book of Wonders, 1912). El cuento de Dunsany narra la historia de un hombre sigiloso, su desafortunado aprendiz, y los peligrosos Gnoles, cuyo tesoro intentan robar. Aunque los Gnoles son los monstruos obvios de la historia, podría decirse que Nuth es aún más monstruoso. La historia comienza en el ámbito de la realidad y explora el capitalismo a través del «negocio» del robo de Nuth: tiene competidores, hace contratos y consigue un aprendiz. En este punto, el comportamiento de Nuth se asemeja a lo que el lector encuentra más tarde en los Gnoles [ver: La biología de los Monstruos]
El «arte» de Nuth, por supuesto, es su habilidad para robar, análoga a la habilidad en ventas de Mortensen en el cuento de Margaret St. Clair. Tanto Nuth como Mortensen intentan «practicar su arte» sobre los Gnoles, aunque con resultados diferentes, es cierto. Los Gnoles de esta historia y los gibelinos de El tesoro de los gibelinos (The Hoard of the Gibbelins) son sorprendentemente similares: ambos poseen una gran cantidad de riqueza y son bestias temibles. Sus ataques al final de cada historia también son similares: una repentina abducción seguida de una muerte implícita [y explícitamente horrible]. Pero, ¿hasta qué punto los Gnoles son responsables de los asesinatos que cometen?
Lord Dunsany es un maestro de estilo. Sus prosa tiene un ritmo perfecto para transmitir drama y suspenso incluso en una situación extravagante; y creo que Margaret St. Clair lo homenajea de forma brillante en El hombre que le vendió soga a los Gnoles. Así como Nuth [el ladrón] y Mortensen [el vendedor] se entrometen en la realidad de los Gnoles, lo extraño se entromete en la realidad mundana del lector, tal vez la única cualidad indispensable del cuento extraño.
El hombre que le vendió soga a los Gnoles.
The Man Who Sold Rope to the Gnoles, Margaret St. Clair (1911-1995)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Los gnoles tienen mala reputación, y Mortensen era muy consciente de ello. Pero razonó, bastante correctamente, que el cordaje debía ser algo que los gnoles necesitaban desde hacía mucho tiempo, y no vio ninguna razón por la que no debería ser él quien se los vendiera. ¡Qué triunfo sería tal venta! El gerente de ventas del distrito podría elegir a Mortensen para una mención especial en la cena anual. Ayudaría enormemente a su porcentaje. Y, después de todo, no era de su incumbencia para qué usaban la soga los gnoles.
Mortensen decidió llamar a los gnoles el jueves por la mañana. El miércoles por la noche repasó su Manual moderno del arte de vender, subrayando algunas cosas:
—Los estados mentales por los que pasa la mente al hacer una compra —leyó—, han sido catalogados como: 1) despertar de interés 2) aumento del conocimiento 3) ajuste a las necesidades...
Se enumeraban siete estados mentales, y Mortensen los subrayó todos. Luego volvió y anotó dos veces el No. 1, despertar de interés, el No. 4, apreciación de la idoneidad y el No. 7, decisión de compra.
Pasó la página.
—Dos cualidades son de excepcional importancia para un vendedor —leyó—: Adaptabilidad y conocimiento de la mercancía —Mortensen subrayó las cualidades—. Otros atributos altamente deseables son la aptitud física, un alto estándar ético, encanto en los modales, una tenaz persistencia y una cortesía inquebrantable.
Mortensen también los subrayó. Pero siguió leyendo hasta el final del párrafo sin subrayar nada más, y puede que el hecho de no poner «agudo tacto y poder de observación» en pie de igualdad con los otros atributos de un vendedor fuera responsable de lo que le sucedió.
Los gnoles viven en el borde mismo de Terra Cognita, en el lado más alejado de un bosque que todas las autoridades coinciden en describir como dudoso. Su casa es estrecha y alta, una mezcla de estilo gótico victoriano y chalet suizo. Aunque la casa necesita pintura, se mantiene en buen estado. Hacia allí se dirigió Mortensen el jueves por la mañana.
Ningún sendero conduce a la casa de los gnoles, y siempre está oscuro en el dudoso bosque. Pero Mortensen, recordando lo que había aprendido en las rodillas de su madre acerca del olor de los gnoles, encontró la casa con bastante facilidad. Por un momento se quedó vacilante ante ella. Sus labios se movieron mientras repetía para sí mismo:
—Buenos días. He venido a satisfacer sus necesidades de soga.
Las palabras eran el comienzo de su charla de ventas. Luego subió y llamó a la puerta.
Los gnoles lo observaban a través de los agujeros que habían abierto en los troncos de los árboles; es una ingeniosa costumbre suya de la que da fe la primera autoridad sobre los gnoles. La llamada de Mortensen casi los confundió, hacía tanto tiempo que nadie tocaba a su puerta. Entonces el gnole mayor, el que nunca sale de la casa, salió corriendo del sótano y abrió.
El gnole mayor es un poco como una alcachofa de Jerusalén hecha de caucho de la India, y tiene pequeños ojos rojos facetados de la misma manera que las piedras preciosas. Mortensen esperaba algo inusual, y cuando el gnole abrió la puerta, se inclinó cortésmente, se quitó el sombrero y sonrió.
Había superado la oración sobre los requisitos del cordaje y había enumerado los diferentes tipos de soga que fabricaba su empresa cuando el gnole, girando la cabeza hacia un lado, le mostró que no tenía orejas. Tampoco había nada en su cabeza que pudiera ocupar su lugar en la conducción del sonido. Entonces el gnole abrió su pequeña boca llena de colmillos y dejó que Mortensen mirara su lengua estrecha y fina.
Como lengua, no era más adecuado para el habla humana que la de una serpiente. A juzgar por su apariencia, el gnole no podía ser asignado con seguridad a ninguno de los cuatro tipos fisio-caracterológicos mencionados en el Manual; y por primera vez Mortensen sintió un escrúpulo definido.
No obstante, siguió al gnole sin vacilar cuando la criatura le indicó que entrara. Adaptabilidad, se dijo. Suficiente adaptabilidad y sus rodillas podrían incluso perder su tendencia a temblar.
El gnole lo condujo a un salón. Los ojos de Mortensen se agrandaron mientras miraba a su alrededor. Había cosas en los rincones, y gabinetes de curiosidades, y sobre la mesa calada un álbum con cerrojos dorados; ¿Quién sabe de quién eran las fotos? Alrededor de las paredes, entre paréntesis, donde en las casas menores la gente exhibe platos ornamentales, había esmeraldas del tamaño de tu cabeza. Los gnoles dan gran importancia a sus esmeraldas. Toda la luz de la habitación en penumbra procedía de ellas.
Mortensen repasó mentalmente las frases de su charla de ventas. Le angustiaba que esa fuera la única forma en que podía llegar a sus clientes. Aun así, ¡adaptabilidad! El interés del gnole ya se había despertado, o nunca habría invitado a Mortensen a la sala; y tan pronto como el gnole viera los diversos cordeles que contenía el estuche de muestra, sin duda procedería por su propia voluntad de la «apreciación de la idoneidad» al «deseo de poseer».
Mortensen se sentó en la silla que le indicó el gnole y abrió su caja de muestras. Sacó una soga de henequén cableada, una variedad de artículos de capas e hilos, y una soga de fibra de abacá superlativa y delgada. Incluso le mostró al gnole algunos hilos suaves y cordeles hechos de algodón y yute.
En el reverso de un sobre escribió los precios de las madejas, cordeles y cuerdas de 550 pies de largo. Laboriosamente agregó detalles sobre la fuerza, durabilidad y resistencia a las condiciones climáticas de cada tipo de cordón. El gnole mayor lo observaba atentamente, poniendo sus pequeños pies en el peldaño superior de su silla y pinchando las facetas de su ojo izquierdo de vez en cuando con un tentáculo. En los sótanos de vez en cuando alguien gritaba.
Mortensen comenzó a hacer demostraciones de sus mercancías. Le mostró al gnole el deslizamiento y la resistencia de una cuerda, la tenacidad y la fuerza obstinada de otra. Cortó en dos una cuerda de cáñamo alquitranada y colocó un trozo de metro y medio en el suelo del salón para mostrarle al gnole lo absolutamente «neutral» que era, sin tendencia a desenroscarse por sí sola. Incluso le mostró lo bien que algunos de los hilos de algodón estaban hechos con nudos cuadrados.
Se instalaron por fin en dos cuerdas de fibra de abacá, de 3/16 y 5/8 pulgadas de diámetro. El gnole quería una cantidad enorme. El comentario de Mortensen sobre la «resistencia y durabilidad ilimitadas» de estas cuerdas pareció haberlo atraído.
Sobriamente, Mortensen anotó los detalles en su libro de pedidos, pero la ambición estaba incendiando su cerebro. Los gnoles, al parecer, serían clientes regulares; y después de ellos, ¿por qué no probar con los gibelinos? Ellos también debían tener una necesidad de cuerda.
Mortensen cerró su cartera de pedidos. En el reverso escribió, para que el gnole lo viera, que la entrega se haría dentro de diez días. Los plazos eran del 30 por ciento con pedido, saldo a la recepción de mercancías.
El gnole mayor vaciló. Disimuladamente miró a Mortensen con sus ojitos rojos. Luego bajó la más pequeña de las esmeraldas de la pared y se la entregó.
El vendedor la sopesó en sus manos. Era la esmeralda más pequeña de los gnoles, pero era tan clara como el agua, tan verde como la hierba. En el mundo exterior habría rescatado a un Rockefeller o a toda una familia de Guggenheim. Sin embargo, una ganancia legítima de una transacción era una cosa, y esto era otra; «un alto estándar ético» —cualquier tipo de estándar ético— prohibiría a Mortensen quedarse con la esmeralda. La sopesó un momento más. Luego, con un profundo, profundo suspiro, la devolvió.
Echó un vistazo a la habitación para ver si podía encontrar algo que fuera más negociable. En un momento se fijó en los ojos auxiliares del gnole mayor.
El gnole mayor guarda su par adicional de ópticas en el tercer estante del gabinete de curiosidades. Se ven como finas esmeraldas oscuras del tamaño de la punta de su pulgar. Y si los gnoles en general se fijan en sus gemas, no es nada comparado con las emociones del gnole mayor acerca de sus ojos adicionales. La preocupación que la buena gente cristiana debería sentir por el bienestar de su alma es una sombra, una ficción, una nada, comparada con lo que el gnole completamente pagano siente por esos ojos. Preferiría, creo, ser un miserable ser humano antes de que algún vándalo les pusiera las manos encima.
Si Mortensen no hubiera estado eufórico por su éxito hasta el punto de la anestesia, habría visto al gnole ponerse rígido, lo habría oído silbar, cuando se acercó al gabinete. Inocente, Mortensen abrió la puerta de cristal, sacó los ojos gemelos e hizo malabares sacrílegos con sus manos; el gnole podía sentirlos tintinear. Sonriendo para mostrar el encanto de los modales aconsejados en el Manual, y alzando las cejas como quien dice: «Gracias, con esto será suficiente», Mortensen se metió los ojos en el bolsillo.
El gnole gruñó.
El gruñido despertó a Mortensen de su trance de euforia. Era un gruñido cuyo significado nadie podía confundir. Era evidente que no era el momento de ser obstinadamente persistente. Mortensen se abrió paso hacia la puerta.
El gnole mayor estaba allí ante él, con su red de tentáculos extendida. Atrapó a Mortensen con facilidad y lo enrolló con esos apéndices, planos como vendas, alrededor de los tobillos y las manos. La mejor fibra de abacá no es más extraña que esos tentáculos; aunque a los gnoles les parecería conveniente la cuerda, se las arreglan muy bien sin ella. ¿Te desnudarías, lector muerto, si dejaran de fabricarse cremalleras? Gruñendo, indignado, el gnole sacó sus ojos embelesados de los bolsillos de Mortensen y luego lo llevó al sótano, a los corrales de engorde.
Pero grandes son las virtudes del comercio legítimo. Aunque engordaron diligentemente a Mortensen y, más tarde, lo asaron, lo salaron y se lo comieron con verdadero apetito, los gnoles lo mataron de una manera bastante humana y nunca pensaron en torturarlo. Eso es inusual para los gnoles. Y adornaron la tabla en la que le sirvieron con un hermoso borde de nudos elaborados con cordón de algodón de su propia caja de muestras.
Margaret St. Clair (1911-1995)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Margaret St. Clair.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Margaret St. Clair: El hombre que le vendió soga a los Gnoles (The Man Who Sold Rope to the Gnoles), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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