«Una muerte en la familia»: Miriam Allen deFord; relato y análisis


«Una muerte en la familia»: Miriam Allen deFord; relato y análisis.




Una muerte en la familia (A Death in the Family) es un relato de terror de la escritora norteamericana Miriam Allen deFord (1888-1975), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1961 de la revista Dude, y luego reeditado en la antología de 1967: Alfred Hitchcock presenta: relatos que me asustaron (Alfred Hitchcock Presents Stories That Scared Even Me).

Una muerte en la familia, probablemente uno de los cuentos de Miriam Allen deFord más reconocidos, narra la historia de Jared Sloane, un sujeto extraño, solitario, dueño de una funeraria, quien por fin decide formar una familia, sea como sea, incluso si sus integrantes están literalmente embalsamados.

Una muerte en la familia de Miriam Allen deFord es un gran relato de misterio que nos permite entrar en la mente de un sujeto aparentemente ordinario, sin rasgos fuera de lo común, pero que al descender en la secreta quietud de su sótano, como si de algún modo descendiera también a los sustratos más oscuros del subconsciente, expresa su verdadera y terrorífica naturaleza.

En este sentido, Miriam Allen deFord utiliza un recurso formidable, digno de una gran maestra del género, para darle una vuelta de tuerca más al relato. Porque, en definitiva, ¿cómo puede haber una muerte en la familia si todos en esa familia ya están muertos?




Una muerte en la familia.
A Death in the Family, Miriam Allen deFord (1888-1975)

A los cincuenta y ocho años, Jared Sloane poseía las ordenadas costumbres de un solterón empedernido. A las siete en punto de la tarde en verano y a las seis en invierno, apagaba las luces, cerraba la puerta con llave y regresaba a sus habitaciones. Se duchaba, se afeitaba y se ponía una ropa menos ceremoniosa que la que le exigía su profesión. Luego, se hacía la cena y fregaba. Terminado esto, dejaba el teléfono en el suelo de su dormitorio, donde estaba seguro que lo oiría si sonaba; abría la llave de la puerta del sótano y bajaba a pasar la velada con su familia.

El anciano señor Shallcross, a quien comprara la casa veinte años antes, había utilizado el sótano solamente como almacén. Pero cualquier hombre joven y con recursos propios durante la época de la gran depresión adquirió gran cantidad de excelentes conocimientos, y Jared no fue una excepción. Había aserrado, martillado y pintado, y lo que en cierta época fue un sótano, ahora era un amplio y confortable cuarto de estar, con sus altas ventanas siempre cubiertas con pesados cortinones. No tenía conocimiento de electricidad, pero había llevado un tubo desde la cocina hasta el viejo candelabro de gas, que, como la mayoría de los muebles que había vuelto a pintar y a tapizar, procedía de su atiborrado almacén de cosas viejas que patrocinaba en McMinnville.

La habitación estaba siempre fría, y en invierno tan helada que tenía que permanecer con el abrigo puesto; pero eso era necesario y ya no lo notaba.

Allí estaban siempre esperándole: papá, sentado en el amplio y cómodo sillón, leyendo la Gazette, de Middleton; mamá, haciendo calcetines de lana con sus agujas; abuela, adormilada en la poltrona (se pasaba adormilada todo el tiempo, pues tenía casi noventa años). El hermano Ben y la hermana Emma, jugando al whist, sentados a la mesita en sillas de respaldos rectos, Gussie, la esposa de Jared, sentada al piano, sus dedos parados sobre las teclas, su cabeza vuelta para sonreírle cuando apareciese, y Luke, su hijo de diez años, sentado en el suelo, con un navio de juguete medio construido por él.

Jared se sentaría en el único sitio vacío, una amplia y cómoda butaca tapizada con tela de felpa de color ciruela, y charlaría con ellos hasta la hora de meterse en la cama. Les contaría todo lo que había hecho arriba durante el día, comentaría las noticias y chismes de la ciudad y de las personas que conocía, repetiría los cuentos y los chistes, cuidadosamente expurgados, que había oído a los vendedores, expondría sus puntos de vista y sus opiniones sobre cualquier tema que surgiera en su mente. Ellos nunca discutían con él ni le contradecían. Tampoco le contestaban nunca.

Sus vestidos cambiaban con las estaciones y las modas; pero la escena no se alteraba jamás. Cuando llegaba el momento de irse a la cama, Jared decía:

—Buenas noches a todos. Que tengan un buen sueño.

Apagaba la luz, subía la escalera, echaba la llave a la puerta y se iba a la cama. Durante una temporada besaba a su esposa en la frente al despedirse; pero se dio cuenta de que los otros podían estar celosos, y ahora no mostraba ninguna predilección.

La familia no interpretó siempre sus actuales papeles. En otra época todos ellos tuvieron nombres diferentes. Fueron abuela, padre, madre, hermana, hermano, esposa e hijo de otra persona. Ahora lo eran de él.

Tuvo que esperar mucho tiempo hasta hacerse con algunos de ellos, por no tener la edad exacta o por no poseer el exacto parecido familiar. Había amado a Gussie, tranquila y pacientemente, durante muchos años antes de convertirla en esposa. Ella era entonces esposa del dueño de una tienda de Middleton, y nunca adivinó ni sospechó que Jared Sloane estuviese enamorado de ella. Su nombre verdadero era Gussie. Ben, Emma y Luke tenían exactamente los nombres que a él le gustaban.

Gussie era la base de la familia; todos los demás fueron añadidos después, uno a uno. La abuela, aunque parezca raro, era la que llevaba con ellos menos tiempo, poco más de un año. La familia, para estar completa, necesitaba ahora una hija, y Jared ya le había elegido nombre: se llamaría Martha. Le gustaban los nombres antiguos, pertenecían al pasado, a su solitaria infancia en el orfanato, donde vivió siempre hasta que cumplió los dieciséis años.

Aún recordaba con amargura cómo los otros niños se burlaban de él, un expósito, cuyo nombre se debía al capricho del superintendente, que se lo puso cuando lo encontraron, envuelto en una sábana rota, en la escalera del orfanato. Los otros niños también eran huérfanos, pero sabían quiénes eran; tenían tías, tíos y primos, que les escribían cartas, venían a verlos y les enviaban regalos por Navidad y por sus cumpleaños, a los que ellos visitaban algunas veces también y que, con frecuencia, les pagaban todo o parte de su mantenimiento. Jared Sloane no tenía a nadie.

Ésa era la causa de que él necesitase una familia numerosa.

Todas las noches, ahora, era un hombre con padres, hermanos, esposa e hijo. (La abuela fue un caso de suerte: le había echado el ojo a la anciana señora Atkinson y la había conseguido). No había más sitio para otra persona adulta en la familia; pero Martha, cuando la encontrase, podría sentarse en un almohadón en el suelo, al lado de su hermano, y jugar con una muñeca que él le compraría. Decidió que sería más pequeña que Luke, pero lo suficientemente mayor para poder hablar con su padre.

Por las noches, ya en la cama, antes de que pusiera el despertador y dejara la dentadura en el vaso de agua, Jared Sloane recitaba mentalmente una breve oración por alguien o algo, a veces por sí mismo; una oración de agradecimiento por la maravillosa e inaudita idea que se le ocurriera hacía diez años, cuando, en una noche triste e insomne, se le ocurrió de pronto cómo podría hacer de Gussie su esposa y conservarla con él todo el tiempo que él viviese.

Ralph Stiegeler le había llamado aquella misma tarde. De ahí surgió el atrevido y estremecedor plan, brotado como Palas Atenea de la cabeza de Júpiter.

Habíase jugado el descubrimiento, la ruina, la cárcel y la desgracia contra la realización de su sueño más querido y más secreto: tener una familia propia. Y había ganado. Después de Gussie, lo demás fue fácil. No podía prever, pero sí elegir. Escogió Middleton por ser una ciudad pequeña, donde no se necesitaba más que un solo hombre de su profesión, y podía atender todos los asuntos que se presentaban.

Dudó cuando vino aquí por primera vez, cuando salió del colegio, temiendo que no hubiera un modo de vida adecuado para él en el pueblo y en las granjas de los alrededores. Pero era frugal, le gustaba la tranquilidad y odiaba los ruidos y las competencias de las grandes ciudades. Aquí sería él solo desde el primer momento. Cuando se enteró por un anuncio en un periódico de que el señor Shallcross quería vender su establecimiento y enseres para retirarse, Jared le escribió. Con gran contento, descubrió que los ahorros guardados a fuerza de duro trabajo bastarían para cubrir las modestas demandas del propietario.

En una semana, el negocio cambió de manos. Actualmente, y desde hacía mucho tiempo, era un firme puntal de Middleton, y si nunca fue socio del casino ni tuvo amigos íntimos, era muy conocido y respetado y, sobre todo, por encima de toda sospecha.

Todo se hacía siempre como deseaban los familiares del difunto. El entierro salía de la casa del muerto o de su magníficamente decorada capilla, según ellos preferían (ése fue su principal terror con Gussie, pero todo salió bien. Ralph Stiegeler prefirió inmediatamente la capilla. Recordaba con pena cómo, algún tiempo después, perdió un espléndido primer candidato para hermano Ben, porque la madre de Charles Holden insistió en que el servicio funerario se hiciese en su granja). El difunto, una obra de arte para un inteligente embalsamador digno de cualquier funeraria de gran ciudad, yacía vestido con su mejor ropa en su ataúd, rodeado de flores, coronas y velas.

Cuando el sacerdote terminaba el oficio, la señorita Hattie Blackstock tocaba el órgano lánguidamente, y luego, a una seña de Jared Sloane, el acompañamiento desfilaba en fila india para echarle la postrer mirada y darle el último adiós. Los parientes desfilaban los últimos. A continuación, todos salían para ocupar los coches que esperaban para acompañar al cadáver hasta el cementerio (como es lógico, nadie que fuese incinerado en lugar de enterrado podía convertirse en miembro de la familia de Jared).

Entonces era cuando llegaba el momento crucial. Jared recordaba con todo detalle la primera vez, cuando se trató de Gussie, cuando todo dependía del tiempo, de la decisión y de la suerte.

Los que transportaban el ataúd hasta el coche fúnebre esperaban para cerrar el féretro. En los entierros de una ciudad, los ayudantes son los que sacan las flores; pero Jared no tenía ayudantes. En aquel pueblo, donde él conocía a todo el mundo y todos le conocían a él, era natural decir:

—Escuchen: no quiero que el acto se prolongue demasiado. Ya es bastante penoso para todos ustedes. Así, pues, he separado las tarjetas de los ofrecimientos de flores. ¿Les importaría, por tanto, trasladar ustedes mismos las flores para ponerlas en los alrededores del ataúd? Mientras tanto, yo cerraré la caja y lo tendré todo preparado para cuando regresen.

Si alguna persona hubiese objetado, entonces todo el juego se hubiese desbaratado. Gussie nunca habría podido venir a leer, a hacer punto de media, a jugar a las cartas ni a construir barcos en la gran sala de estar. Pero desde Gussie a la abuela, todo salió bien.

En cuanto la última persona volvía la espalda, encorvada bajo el peso de su ramo de flores, Jared actuaba como una exhalación. Rápido, sacaba el cadáver del ataúd. Rápido, lo depositaba en el diván oculto tras los pesados cortinones de terciopelo. Rápido, sacaba el maniquí, modelo exacto del muerto, cuidadosamente pesado y preparado, y lo metía en el féretro. Rápido, cerraba la tapa y la clavaba. Tardaba en total unos dos o tres minutos. Cuando regresaba el primer familiar, todo estaba terminado. Nadie supo nunca lo que llevaban al cementerio ni lo que enterraban.

Por supuesto, él mismo conducía el coche fúnebre. La funeraria permanecía cerrada con llave hasta que él volvía. Luego, con el último apretón de manos, muestra de agradecimiento y simpatía, se quedaba solo. Una vez dentro, no hacía nada hasta la hora de cerrar. Luego, ya a oscuras la oficina, la capilla y el resto de la casa, apartaba las cortinas de terciopelo y alzaba respetuosa del diván el nuevo miembro de la familia y lo trasladaba a la habitación preparatoria. Nadie pudo censurarle nunca que el trabajo de embalsamamiento ya hecho no fuera tan bueno como el más exigente pueda desear.

Pero ahora venía el último toque, el refinamiento extraordinario de su arte, la conservación especial que él perfeccionaba, el maquillaje que aumentaba el parecido familiar, las ropas nuevas que había comprado en un rápido viaje a McMinnville. Las ropas que le quitaba a la primera familia, así es como él siempre pensaba de ellos, las guardaba para vestir el próximo maniquí; si Jared Sloane hubiese sido dado a la frivolidad, cosa que no iba con su temperamento, hubiera encontrado divertido el pensar que, por ejemplo, los últimos atavíos de la primera hermana Emma ocupaban ahora el ataúd del primer papá.

Por último, colocaba al nuevo miembro en la postura que había decidido tuviera entre la familia reunida en el salón de estar. Una vez terminado todo, conducía a su recientemente adquirido pariente al sótano. No se necesitaba ninguna presentación; se presumía que los miembros de la familia Sloane se conocían todos. Jared se fue tarde a la cama en esos siete días de ajetreo. Le costaba lágrimas separarse de la compañía de su aumentada familia e irse a su solitario dormitorio.

A medida que transcurrieron los años, dejó de temblar, de preocuparse o de temer durante meses o semanas enteras después de adquirir un nuevo miembro, como le ocurrió al principio. Después de todo, preparaba cincuenta entierros al año aproximadamente, contando con los alrededores de Middleton y con alguna persona casual nacida en Middleton que hubiese dejado la localidad y quisiese que le trajesen a su casa para enterrarle. En diez años, suponían quinientos entierros, de los cuales sólo en siete había llevado a cabo la gran jugada.

Por supuesto, algún día él se moriría e inevitablemente se descubriría todo. Mas, para entonces, ya todo habría pasado, y el escándalo, los comentarios y los titulares de los periódicos no le importarían en absoluto. Tenía solamente cincuenta y ocho años y nunca había estado enfermo. Contaba con vivir veinte o veinticinco años más, y era el único hombre de Middleton que nunca temería quedarse solo en su vejez.

Recordaba su terrible soledad durante su niñez y su juventud, y a sus silenciosas plegarias de agradecimiento añadía las gracias por su propio esfuerzo, que tanto le había compensado. También estaba agradecido por otra cosa: el destino, que le privó de amor maternal, como niño abandonado, pareció paralizar su naturaleza emocional; nunca en su vida experimentó el desagradable impulso de otros hombres. Aun durante su largo amor por Gussie Stiegeler lo sustituyó, como lo hacía ahora que era Gussie Sloane, por la ternura, la protección y la dependencia.

Quería a su familia porque era su familia, porque eran suyos y de nadie más; porque con ellos podía explayarse y ser él mismo, y porque sabía que siempre le pertenecerían. Quería a papá y a mamá con verdadero cariño filial; a sus hermanos Ben y Emma, como podía quererlos un hermano mayor; adoraba a Gussie y a Luke. Todo cuanto él necesitaba ahora para que su felicidad fuese completa era una hijita. No era bueno para un niño como Luke ser hijo único.

Debía esperar, como con los demás, hasta que se presentara la oportunidad. No había prisa. Luke siempre tendría sus diez años, de la misma forma que la abuela siempre contaría ochenta y nueve. Podía esperar. Pero su corazón le daba un vuelco siempre que le llamaban de una casa donde había niños, hasta que se enteraba, como siempre, de que era el abuelo, o el tío William, o la anciana Sarah, quienes requerían sus servicios.

En las primeras horas del día 31 de marzo, unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Jared Sloane de su profundo sueño. Eso sucedía algunas veces: la gente venía en lugar de telefonear. Como un médico, estaba acostumbrado a los avisos nocturnos, y se encogió de hombros mientras se ponía la bata y las zapatillas. Cuando encendió la luz de la puerta de la calle, oyó el ruido de un coche que se alejaba. Cuando abrió la puerta, la calle —la calle principal y comercial de Middleton formaba parte de la carretera principal del estado— estaba oscura y desierta.

Entonces sus ojos se fijaron en un pequeño paquete, envuelto en una manta, que se hallaba a sus pies, en el pórtico. Avanzó y lo recogió. En seguida supo de qué se trataba. Ya en el interior de su casa, lo deshizo y sacó un pequeño cuerpo.

La reconoció inmediatamente: los periódicos habían publicado numerosas fotografías. Era la hija de Manning. Manning había desobedecido las órdenes dadas y avisado a la Policía, y los secuestradores se habían vengado brutalmente.

Nunca pudo imaginarse Jared Sloane los motivos que tuvieron los secuestradores para depositar su víctima en los peldaños de la escalera de la casa de un enterrador del condado, a cuatrocientos kilómetros de la ciudad donde vivía la hija del millonario, ciudad perteneciente a otro estado. Probablemente, habiendo escapado con el importe del rescate, se les ocurriría aquello al ver la muestra de la funeraria cuando pasaban por Middleton, y como prueba de humor macabro le habían regalado el cuerpo.

A pesar de lo que le fastidiaba la idea de ser blanco de la curiosidad pública y de que los hombres del F.B.I., los policías y los periodistas invadieran su vida privada, Jared sabía cuál era su obligación: telefonearía inmediatamente a la oficina del sheriff de McMinnville.

Entonces miró el envoltorio y su contenido. Permaneció inmóvil mucho tiempo, meditando. Luego, tranquilamente, alzó a Diana y la trasladó a la cámara preparatoria. Antes de volverse a la cama, incineró la ropa que traía. Fue cauteloso. Quemó aquellos restos en varios días.

A la noche siguiente, por primera vez desde la llegada de la abuela, Jared bajó al sótano el tiempo indispensable para comunicar a su familia la buena nueva. Estaba nervioso. Ante todo, se lo dijo a Gussie al oído. Al fin y al cabo, Martha sería su hija. Estuvo trabajando hasta muy tarde; luego, sacó a Martha de su escondite. No había ningún sepelio pendiente para el resto de la semana, ni en la capilla ardiente. Podía dejar un aviso en la puerta al mediodía y marchar a McMinnville a comprar un equipo y una muñeca para su hijita. Siempre hacía las compras para su familia en McMinnville, porque la ciudad era lo bastante grande para que no le conocieran.

Ni los periódicos, ni la radio dieron noticia alguna sobre el caso Manning. Tal vez el padre, infeliz loco, estaba aún soñando con que le devolvieran a su hijita tras haber pagado el rescate. El secreto y el silencio que le habían exigido los otorgó demasiado tarde.

Aquella noche, Jared Sloane se acomodó en su sillón tapizado en color ciruela y charloteó alegremente con Martha, colocada en un almohadón junto a su hermano, sonriendo a su madre, sentada al piano. La familia estaba completa. Se consideraba el hombre más feliz de la tierra. Tres días más tarde, mientras hacía cuentas en su despacho, se abrió la puerta de la calle y entró un hombre alto y joven, que traía una cartera. Jared preparó su expresión para saludar a un vendedor y no a un cliente.

—¿Señor Sloane? —le preguntó, cordial el joven.

Jared asintió.

—¿Puede usted atenderme unos momentos?

—No hay nada que me haga falta por ahora, gracias.

—¿Que le haga falta? ¡Oh, no! —respondió riéndose—. No soy un vendedor.

Abrió la cartera y enseñó una placa y una tarjeta. Investigador. Su nombre era Ennis.

Jared dio un bote en su sillón, apretando los brazos para ocultar el repentino temblor de sus manos. Ennis se sentó frente a él sin esperar que le invitara.

—Se trata del cuerpo de la hija de Manning —dijo, tranquilo.

Jared había conseguido dominarse ya. Miró a Ennis con el ceño fruncido.

—¿La hija de Manning? ¿La que secuestraron? ¿La han encontrado?

—Todavía no, señor Sloane.

El hombre miró a su alrededor, recorriendo con la vista el pequeño y limpio despacho y fijándola después en el dueño de la funeraria, correctamente vestido de negro. Pareció desconcertado. Luego, se inclinó hacia adelante, confidencial.

—Tal vez haya algún error —dijo—. Aún no se ha hecho público; pero hemos detenido a un hombre altamente sospechoso.

—Bueno. Espero que se pudra en la cárcel. Si alguien asesina así...

—¿Asesina?

—Usted habló de... un cuerpo.

—Efectivamente. Bien, seré claro con usted, señor Sloane. Ese hombre, hace ya dos días que está en nuestro poder y ha empezado a hablar. En realidad, para serle franco, tenemos una confesión completa. Y nos dijo que el treinta de marzo pasó por Middleton con el cuerpo en su coche y que lo dejó en el pórtico de la funeraria que se halla en la carretera principal. Nos dijo también que en la muestra se leía el nombre de Sloane.

—Nadie dejó en el pórtico de mi casa nada la noche del treinta de marzo —dijo Sloane con firmeza.

Y era verdad: eran las tres menos cuarto de la mañana del 31 de marzo.

—Escuche, señor Sloane: por favor, comprenda que no le acusamos a usted de nada. Naturalmente, ocultar algo así es un delito castigado por la ley; pero no pretendemos ser severos. Me doy perfecta cuenta del choque que eso sería para usted, y que usted habrá necesitado tiempo para pensar en lo que tenía que hacer. Después de todo, no es agradable que hagan la publicidad de uno por un motivo como el que nos ocupa, sobre todo cuando uno no ha cometido un delito. Puedo darle mi palabra de honor. Si usted consiente en que nos llevemos el cuerpo tranquilamente, no haremos público en dónde lo encontramos.

Si usted hubiese venido aquel mismo día, se lo habría dado, pensó Jared.

Entonces tuvo la visión de Martha, que llevaba su vestido color de rosa, su pelo negro sujeto con un gran lazo rosa, jugando con su muñeca y sonriendo a su madre.

Negó firmemente con la cabeza.

—Ese hombre le ha mentido a usted —dijo—. Debió de ver la muestra de mi funeraria al pasar por aquí y le envió a usted tras de una pista falsa. Hace veinte años que ejerzo mi profesión en Middleton y todo el mundo me conoce. ¿Cree usted que sería verosímil que yo ayudase a un secuestrador ocultando una prueba en contra suya? Además...

Tuvo en la punta de la lengua añadir que ya tenía una hijita suya, pero se contuvo a tiempo.

—... además —continuó—, nadie conocería mejor que un hombre de mi profesión el grave delito que supone disponer de cadáveres ilegalmente. Es lo último que yo haría.

—Bueno, usted puede tener razón, señor Sloane. Volveremos a interrogar al individuo otra vez. Así pues, para evitar dilaciones, permítame que eche una ojeada por su casa para poder informar que no hay nada. De esta forma, no volveremos a molestarle más. Seguramente, no se opondrá usted a ello.

Jared notó que se ponía pálido. Tuvo una repentina visión de Ennis recorriendo la sala de espera, la capilla ardiente, la iglesia y la cámara preparatoria completamente vacías; solicitando después ver las habitaciones particulares, y en la cocina, preguntando:

—¿Adonde conduce esa puerta?

Irónicamente le preguntó:

—¿Qué intenta usted hacer? ¿Escarbar en el patio de atrás para ver si he enterrado allí a Diana Manning sin razón alguna? Sí, me opongo a ello. Ésta es mi casa, así como mi lugar de trabajo. Conozco perfectamente mis derechos de ciudadano. No permitiré que nadie registre mi casa sin un mandato judicial, y me parece que no lo trae usted.

—No, no lo traigo, señor Sloane —respondió el joven, cuyos cordiales ojos se endurecieron, al mismo tiempo que su voz—. Si es así regresaré con él y con el sheriff dentro de una hora. No me explico por qué un hombre de negocios tan respetable como usted querría poner trabas a la Justicia y ayudar a una rata asquerosa como el hombre que tenemos detenido; pero eso es lo que parece. Perfectamente. Le veré de nuevo dentro de una hora. Y si usted ha tenido ese cuerpo aquí e intenta ocultarlo o llevarlo a alguna parte, también lo descubriremos.

Hizo una pausa. Su voz se volvió más conciliatoria.

—Si quiere cambiar de opinión… —dijo.

Jared negó otra vez con la cabeza.

Ennis recogió su cartera y salió del edificio. Jared le observó mientras subía al coche que estaba parado delante de la casa y se ponía en marcha en dirección a McMinnville.

Durante un minuto largo permaneció allí en pie. Luego, tomó el cartel que decía: Cerrado. Regresaré pronto, y lo colgó en la puerta de la calle, a la que echó llave. Se dirigió a la cocina y abrió la puerta que conducía al cuarto de estar, y en esta ocasión quitó la llave de la cerradura y la cerró por dentro. Entonces, lentamente, bajó la escalera para reunirse con su familia.

Llegó hasta el final del cuarto y descorrió las cortinas de las dos ventanas: era la primera vez que se descorrían desde que la habitación fue preparada para recibir a Gussie. Era un riesgo, aunque pequeño; pero había que correrlo durante breves instantes.

A la blanca luz del día había algo frío y desamparado en la extravagante escena. Papá estaba leyendo el periódico, mamá, haciendo punto de media; Ben y Emma, jugando a las cartas; Luke, trabajando en su nuevo modelo de barco, y Gussie, sentada al piano como siempre. Sin embargo, parecían un poco blanquecinos, más muñecos que seres vivos, hasta la querida Gussie, con su nuevo vestido azul. Solamente Martha, la recién llegada, aparecía tan lozana y brillante como todos lo habían sido a la cálida luz de gas en sus noches felices.

Suspiró hondo. Alcanzó el candelero y abrió las espitas. Luego, se sentó en su sillón.

¡Los quería tanto! Eran suyos: le pertenecían como él les pertenecía. Un huérfano y expósito, pero tenía familia, y no estuvo solo durante toda su vida. Un hombre que no era como los otros hombres; pero había amado a una mujer, y durante diez años ella había sido su querida y adorada esposa.

Impulsivamente, aún medio aturdido porque los otros tenían los ojos fijos en él, se dirigió al piano, abrazó a Gussie y, por primera vez, la besó. Su boca estaba fría y seca; pero él nunca había besado unos labios ardorosos y húmedos. Luego, volvió a sentarse en su sillón.

Tras un rato, empezó a oler a gas. Era gas natural; pero si por descuido se dejaba abierta la llave, causaba la muerte a las personas vivas. Cuando empezó a notar que las olas de aturdimiento flotaban sobre él, comprendió que la habitación estaba llena de gas. No debía esperar hasta que estuviera completamente atontado.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una cerilla y la encendió restregándola en la suela de su zapato.

Miriam Allen deFord (1888-1975)




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El análisis y resumen del cuento de Miriam Allen deFord: Una muerte en la familia (A Death in the Family), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sublime cuento de terror. Gracias por compartirlo.

Unknown dijo...

Cual sería el tema del relato?

Manuel Coto dijo...

Lastima tiempo que perdió leyendo. Otro día lea el periódico le queda mejor



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