«El fantasma»: Elizabeth Stuart Phelps; relato y análisis.
El fantasma —cuyo título original es: El fantasma de Kentucky (Kentucky’s Ghost)— es un relato de fantasmas de la escritora norteamericana Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1868 de la revista The Atlantic Monthly, y luego reeditado en la antología de 1869: Hombres, mujeres y fantasmas (Men, Women, and Ghosts).
El fantasma, uno de los grandes cuentos de Elizabeth Stuart Phelps, es también uno de los más importantes relatos de terror de mar de aquellos años, género predominantemente masculino y en el que pocas mujeres lograron destacarse.
El argumento de El fantasma relata la historia de Kentucky, un desgraciado polizón que se embarca en el Madonna, un navío mercante, donde debe soportar toda clase de crueldades del señor Whitmarsh, el oficial de cubierta, lo cual terminará detonando una experiencia paranormal sumamente perturbadora.
En este sentido, El fantasma de Elizabeth Stuart Phelps no es el típico relato de terror de mar, por ejemplo, del estilo de W.H. Hodgson, sino más bien un relato paranormal en donde la autora consigue retratar de forma estupenda la atmósfera de masculinidad y superstición típica de aquellos largos viajes por mar, y combinarla con las características del cuento victoriano de fantasmas.
El fantasma.
Kentucky’s Ghost, Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911)
Tu cuento ha estado bien, Tom Brown, al menos para alguien que vive en tierra, pero te apuesto a que puedo contar uno mejor, y sobre todo auténtico, que es más de lo que tú podrías acerca del tuyo. No es que yo no haya exagerado, en mi juventud, en el camarote de la tripulación, pero hace mucho que vivo bajo un techo y que el pastor nos visita regularmente; y habiendo tenido que dar unos cuantos azotes como consecuencia de las mentiras que he tenido que oír al criar a seis hijos, uno aprende a recortar un poco sus palabras, Tom, créeme.
Es como cuando el habla de la mar se te hace rara porque sólo oyes hablar a marinos de agua dulce que no saben distinguir un palo de mesana del campanario de una iglesia.
En octubre se cumplieron veinte años, si no me falla la memoria, que estábamos atracados para partir a Madagascar. He hecho ese viaje cuando el mar era como aceite ardiendo y el castillo de proa parecido al infierno. Lo he hecho cuando nos escurríamos en el puerto con casi todos los palos destrozados y las bombas funcionando día y noche, y lo he hecho con un capitán borracho, que daba raciones de hambre, que ni un perro habría tocado, y dos míseras cucharadas de agua al día, pero por alguna razón, de todas las veces que he viajado a Oriente, no recuerdo otra tan bien como ésta.
Salimos de Long Wharf en el Madonna, un bonito nombre. Tenía una sensación agradable al pronunciarlo, lo que es sorprendente si consideramos que era un viejo cascarón que nunca superaba los diez nudos y pocas veces llegaba a eso. Puede ser porque Moll venía de vez en cuando mientras estábamos en el puerto, se traía al chico con ella y se sentaba en cubierta con un delantalito blanco, tejiendo. Era una mujer guapa mi esposa y me sentía orgulloso de ella: algo normal, con los chicos mirándonos.
—Molly —solía decirle yo a veces—, ¡Molly Madonna!
—¡Tonterías! —decía ella, dándole a las agujas.
Aunque le gustaba, te lo garantizo, e incluso se sonrojaba, y eso que llevábamos cuatro años casados. Aunque no era muy educada, y a pesar de que nunca en la vida le regalé un camisón de seda, se contentaba, y también yo. A veces solía comentar lo que pensaba del nombre del barco cuando los chicos estaban tranquilos, pero habitualmente se reían de mí.
Yo era lo bastante rudo en aquellos tiempos: tanto como cualquiera, supongo, pero aun así solía tener pensamientos distintos de los de los demás. «La poesía de Jake», los llamaban.
Estábamos cargando mercancía, como ya he dicho. Ahora ya no queda gran cosa del comercio de antes, excepto el whiskey, que seguirá siendo próspero, creo, hasta que alguien apruebe una ley de prohibición o algo así. Recuerdo que en aquel viaje teníamos algo de whiskey en la bodega, con un buen cargamento de cuchillos, franela roja, serruchos, clavos y algodón. Esperábamos estar de regreso en menos de un año. Teníamos suficientes provisiones y Dodd, el cocinero, hacía un café tan bueno como el mejor que pudieras encontrar en las cocinas de un mercante.
Respecto a nuestros oficiales, en fin, cuanto menos diga, mejor, no tanto porque pretenda ser irrespetuoso como porque preferiría no serlo. En la marina mercante, los oficiales, especialmente si son de la ruta africana, son tipos brutales. Ésa es mi experiencia, y eso es todo lo que tengo que decir: brutales, y tan apropiados para su trabajo como si los hubieran importado para tal propósito del baúl del diablo. Aunque dicen que ahora ya no dan latigazos.
A veces, en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más embarrada de lo norma, cuando los barriles de aceite chocaban en los muelles y se notaba el fuerte olor de las pescaderías y los hombres gritaban y juraban, nuestro hijo corría por la cubierta jugando con todo el mundo. Era un muchachito listo que llevaba medias rojas y las rodillas desnudas, y los chicos le habían tomado cariño.
—Jake —decía su madre, con un suspiro, siempre bajito, para que el capitán no la oyese—, ¡imagínate que fuese él quien se fuera un año en esa compañía!
Entonces soltaba las agujas y lo tomaba en brazos. Ve a la sala, Tom, pregúntaselo a ella. Recuerda aquellos días en el muelle mejor que yo. Podría decirte cuál era el color de mi camisa, lo largo que yo tenía el pelo y qué había comido. Normalmente yo no solía jurar tanto cuando ella estaba cerca.
Levamos anclas el último día del mes, de muy buen humor. La Madonna era tan resistente como cualquier otro barco de ochocientas toneladas, aunque fuese torpe; éramos unos dieciséis en los camarotes de la tripulación, un grupo alegre, casi todos viejos camaradas, y nos llevábamos bien. La brisa venía del oeste y el cielo estaba despejado. La noche antes de zarpar, Molly y yo dimos un paseo hasta los muelles después de cenar. Yo llevaba al crío. Un niño, sentado sobre unas cajas, me tiró de la manga al pasar y me preguntó, señalando a la Madonna, si le podía decir el nombre del barco.
—Averígualo tú mismo —le dije, molesto porque me interrumpiese.
—No seas desagradable —dijo Molly.
Molly le sonrió en la oscuridad. Supongo que no tendría por qué acordarme del grumete aquel después de tanto tiempo, pero recuerdo que me gustó ver a Molly sonriéndole a través de la oscuridad.
Mi mujer y yo nos despedimos a la mañana siguiente. Era de esas mujeres a las que nunca les ha gustado llorar delante de los demás. Se subió a la pila de maderas y se sentó, un poco temblorosa, para vernos zarpar. Recuerdo verla allí con el niño hasta que ya llevábamos un buen trecho del canal, recuerdo además la bahía, mientras se alejaba; y recuerdo maldecir como un pirata a Bob Smart muy poco después. La brisa era más constante de lo que esperábamos, y tuvimos una buena salida y relevaron al piloto al llegar la noche.
El señor Whitmarsh, el oficial de cubierta, estaba en popa con el capitán. Los chicos estaban cantando un poco y subía el olor del café, caliente y casero. Yo estaba en la cofa mayor, no recuerdo para qué, cuando de repente se oyó un grito y, cuando bajé a cubierta, vi a mucha gente congregada alrededor de la escotilla de proa.
—¿A qué viene este ruido? —dijo el señor Whitmarsh, acercándose con el ceño fruncido.
—¡Un polizón, señor! ¡Un niño! —dijo Bob, entendiendo rápidamente el tono del oficial.
Bob siempre conocía bien el viento cuando se acercaba una tormenta. Sacó al pobre muchacho y lo empujó a los pies del oficial. Digo «pobre», y no te preguntarías por qué si hubieses visto a tantos polizones como he visto yo. Preferiría ver a un hijo mío encadenado como esclavo en Carolina que verlo llevar la vida de un polizón. Entre los oficiales que creen que los han engañado, los hombres que siguen a sus superiores y el desprecio del chico al que sí han contratado legalmente, un polizón no tiene lo que uno llamaría un buen recibimiento.
Éste era un chico pequeño, delgado para sus años, que podrían ser quince. Era pálido y tenía un mechón de pelo lacio en la frente. Tenía hambre, añoraba su casa y estaba asustado. Nos miró a todos y luego se tapó un poco y se quedó quieto tal como le había tirado Bob.
—Bueno —dijo Whitmarsh, muy despacio—, ya verás como te arrepientes antes de que llegues a tierra, amiguito, ¡como que soy el oficial de cubierta de la Madonna! ¡Y toma esto!
Y al decirlo, le dio una patada, lo mandó desde el alcázar al bauprés y se fue a cenar. Los hombres se rieron, luego silbaron otro poco y terminaron su canción, con el café calentándose en la cocina. Nadie tuvo una palabra para el chico. Aseguraría que aquella noche no habría probado bocado de no ser por mí, y no sabría decir por qué me molesté, si no se me hubiese ocurrido de repente que había visto al muchacho antes. Recordé el paseo por los muelles y a él, sobre la caja, y a Molly diciendo que yo era desagradable con él. Viendo que mi mujer le había sonreído y que mi hijo le había tirado un beso, me resultaba difícil no cuidar un poco del pequeño granuja aquella noche.
—Pero aquí no tienes nada que hacer —le dije—, nadie te quiere aquí.
—¡Ojalá estuviera en tierra! —dijo él—. ¡Ojalá estuviera en tierra!
Con eso empezó a frotarse los ojos tan violentamente que me detuve. Tenía buena madera, porque se atragantó y me guiñó los ojos, y se sobrepuso casi tan bien como podía haberlo hecho yo. No sé si fue porque aquella noche cuidé un poco de él, pero el muchacho siempre andaba conmigo después de aquello, me seguía con la mirada y hacía algún trabajo para mí sin que se lo pidiese. Una noche antes de que pasara la primera semana, se sentó a mi lado en el cabrestante. Yo estaba probando una nueva pipa, y muy buena, así que durante un rato no le presté mucha atención.
—Has hecho muy bien ese trabajo, Kent —le dije—, ¿cómo te metiste en el barco? Porque no pasa a menudo que la Madonna salga del puerto con un muchacho oculto en su bodega.
—El vigilante estaba borracho. Me metí detrás del whiskey. Hacía calor y estaba oscuro. Me tumbé y pensé en el hambre que tenía —dijo.
—¿Amigos en casa? —le dije.
Asintió muy levemente con la cabeza y se levantó y se fue silbando. El primer domingo el muchacho estaba tan inquieto como una langosta puesta a hervir. En el mar, el domingo es día de limpieza. Los chicos se lavaron y se sentaron a coserse los pantalones. Bob sacó sus cartas. Unos camaradas y yo nos pusimos cómodos bajo el juanete del castillo (yo estaba de guardia abajo), contando las historias más curiosas que nos sabíamos. Kent se quedó mirando la partida de cartas un rato, luego nos estuvo escuchando un rato y luego anduvo paseando inquieto. Bob dijo:
—Miren allí, ¡vamos!
Y allí estaba Kent, sentado hecho un ovillo bajo la popa de la falúa. Tenía un libro. Bob se arrastró por detrás y se lo quitó de las manos. Luego comenzó a reírse como si se estuviese asfixiando y me lanzó el libro. Era una Biblia, negra y vieja. En la página amarilla estaba esto escrito:
Para Kentucky Hodge
De su madre cariñosa
Que reza por ti todos los días. Amén.
De su madre cariñosa
Que reza por ti todos los días. Amén.
El chico se puso colorado, luego blanco, pero no dijo ni una palabra. Sólo se volvió a sentar y nos dejó reírnos. He olvidado si alguna vez dejaron de reírse. Un día me contó cómo es que le habían puesto ese nombre, pero lo he olvidado. Algo acerca de un viejo, un tío, creo, que murió en Kentucky y el nombre les sonaba muy bien. Solía sentirse un poco mal al principio, porque los chicos le tomaban el pelo constantemente, pero en una semana o dos se acostumbró y, viendo que no lo hacían con malicia, se lo tomaba a risa.
Otra cosa que noté es que después de aquello nunca volvió a tener el libro con él. Al domingo siguiente ya siguió nuestras costumbres. Como norma general, los marineros no se toman la Biblia como harías tú, Tom, aunque diré que nunca vi a un hombre de mar que no le concediese el crédito de ser una historia rematadamente buena. Pero te lo prometo, Tom Brown, lo sentí por el muchacho. Ya es bastante castigo dejar el sendero honesto y a unos padres en casa que quizá le amaran para ir a endurecerse en un barco, aprendiendo a desatar un brandal o arrizar con los dedos helados durante una tormenta de nieve.
Pero eso no es lo peor de todo, ni mucho menos. Si alguna vez hubo un hombre de sangre fría, cruel, con aviesas intenciones y un puño como un martillo, ése era Job Withmarsh cuando estaba de buen humor. Y creo que de todos los viajes que he hecho siendo él oficial de cubierta de la Madonna, Kentucky lo conoció en su peor versión. Bradley, el segundo oficial, desde luego que no era muy gentil, pero no podía compararse con el señor Whitmarsh. Desde el principio detestó al muchacho, y así fue hasta el final.
Le vi golpear al muchacho hasta que le caía la sangre sobre la cubierta formando charquitos y luego mandarlo, todo sangrando, a recoger los cabos de la gavia y cuando, por el dolor y la debilidad se mareaba un poco y se aferraba, medio cegado, lo bajaba y lo azotaba hasta que intervenía el capitán, lo que ocurría ocasionalmente cuando hacía un buen día y había bebido lo justo para estar de buen humor. Solía rebuscarse los sesos para decirle al muchacho las cosas que le decía mientras trabajaba en silencio a su lado. Ni Bob Smart ni yo podíamos decir aquellas cosas. A veces lo intentábamos, pero siempre teníamos que dejarlo. Si los insultos fuesen un artículo de mercado, Whitmarsh podría haberlos patentado y habría hecho fortuna.
También solía bajar al muchacho a patadas por la escalera del castillo de proa; solía hacerle trabajar, incluso enfermo, como no habría trabajado una bestia de carga, solía perseguirlo por toda la cubierta a correazos, solía darle golpes contra el mástil durante horas, solía matarlo de hambre en la bodega. No soy ningún blando, Tom, pero más de una vez me ponía enfermo, yo, un tipo grande, de verlo tan indefenso. Ahora recuerdo (no sé si siquiera lo había pensado en estos veinte años) algo que McCallum dijo una noche. McCallum era escocés, un tipo mayor con canas, y por aquel entonces contaba las mejores historias de toda la tripulación.
—Acordaos de mis palabras, compañeros —decía—, cuando le llegue la hora a Job Whitmarsh de irse tan derecho al infierno como el mismísimo Judas, ese muchacho le entregará sus papeles. Muerto o vivo, el muchacho le entregará sus papeles.
Recuerdo especialmente un día en que el chico estaba enfermo de fiebre, y estaba acostado en su hamaca. Whitmarsh lo llevó a cubierta y le ordenó que se pusiese en pie. Yo estaba cerca, asentando la cangreja. Kentucky se tambaleó un poco hacia delante y se sentó. Allí había un cabo con tres nudos. El oficial le golpeó.
—Estoy muy débil, señor —le dijo.
Le volvió a golpear. Le golpeó dos veces más. El chico tropezó y se quedó quieto donde había caído. No sé qué me pasó, pero de repente me pareció estar en el muelle, con las nubes de color plateado y el cielo dorado y Molly con un delantal blanco con sus agujas brillantes, y el bebé jugando con sus calcetines rojos por la cubierta.
—Imagínate que fuese él —dijo, o me pareció que decía—, ¡imagínate que fuese él!
Y lo siguiente que supe fue que le hablé al oficial tan furiosa e irrespetuosamente como seguro que nunca se habían dirigido a Whitmarsh. Y después de eso, lo siguiente que supe fue que me pusieron grilletes.
Kentucky no lo olvidó. Al principio, le había ayudado de vez en cuando. Le enseñé a girar y tirar de una braza, a asegurar una escota, pero normalmente le dejaba en paz y me dedicaba a mis asuntos. De verdad creo que el chico nunca olvidó aquella semana que pasé encadenado. Una vez, un sábado por la noche, el oficial había estado excepcionalmente furioso aquella semana, Kentucky le replicó, muy pálido y débil (yo estaba en la cofa de mesana, y le oí muy claramente):
—Señor Whitmarsh —le dijo—, señor Whitmarsh —respiró pesadamente—, señor Whitmarsh —tres veces—, usted tiene el poder y lo sabe, y también lo saben los caballeros que le pusieron aquí, y yo sólo soy un polizón, y las cosas están liadas, pero ¡se arrepentirá por todas las veces que me ha puesto la mano encima!
Y cuando lo dijo no tenía una mirada agradable.
El asunto es que el primer mes en la Madonna no le había hecho ningún bien al muchacho. Tenía un aire hosco y desabrido, como el que a veces he visto en un perro encadenado. Al principio, hablaba tan limpiamente como mi bebé, y se sonrojaba como una niña con las historias de Bob Smart, pero se acostumbró a Bob, y bastante bien, con el tiempo, a las palabrotas. No creo que me hubiese dado tanta cuenta de no ser por parecerme ver a Molly, y el sol, y las agujas de punto, y al niño sobre la cubierta y oyendo: ¡imagínate que fuese él!
A veces, los domingos por la noche solía pensar que era una pena. No porque fuera yo mejor que los demás, excepto porque los hombres casados son siempre más formales. Examina a cualquier tripulación, y los muchachos que tienen sus propias casas e hijo son los más rectos. También solía parecerme haber oído la palabra de un pastor, en una animada melodía de un salmo, y me lo tomaba a pecho. Un año es mucho tiempo para que veinticinco hombres estén a buenas unos con otros y con el diablo. No pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que si hubiéramos tenido a bordo a un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos, habríamos sido mejores. Con la religión pasa lo mismo que con la cayena: si está ahí, lo sabes.
Si tuvieses docenas de barcos navegando, ¿te acordarás de eso? ¡Dios te bendiga, Tom! Allá donde fueres, haz lo que vieres. Tendrías tus libros mayores, tus hijos, tus iglesias y catequesis, negros libres y elecciones, y todo eso, y nunca te pararías a pensar si los muchachos que navegan en tus barcos por el mundo tienen almas o no, y podrías ser un buen hombre. Así es el mundo. Calma, Tom. Calma.
Bueno, las cosas no iban mal entre nosotros hasta que nos acercamos al Cabo. No es un lugar bonito el Cabo durante el invierno. No se puede decir que tuviese lo que vosotros diríais miedo después de doblarlo por primera vez, pero no es un lugar bonito. No recuerdo demasiado sobre Kent hasta que llegó un viernes, primero de diciembre. Era un día tranquilo, con un poco de neblina que era como arena blanca desparramada encima de un rayo de sol en la mesa de la cocina. El muchacho estuvo callado todo el día, siguiéndome con los ojos.
—¿Estás enfermo? —le dije.
—No.
—¿Whitmarsh está borracho? —le dije.
—No —dijo él.
Poco después de oscurecer yo estaba tumbado sobre un rollo de cuerdas, dormitando. Los chicos cantaban El Golfo de Vizcaya muy animadamente, y yo me levanté para unirme en el estribillo. Kent apareció cuando ellos cantaban. Él no cantaba. Se sentó a mi lado, y al principio pensé que no me dirigiría a él, y luego pensé que sí. De modo que abrí un ojo y le miré, animándolo. Se acercó un poco más a mí. Estaba bastante oscuro donde estábamos sentados, con una gran sombra verdosa cayendo de la vela mayor. El viento soplaba un poco, y la luz del timón brillaba roja y parpadeante.
—Jake —dijo él de repente—. ¿Dónde está tu madre?
—¡En… el Cielo! —dije yo, desconcertado. Y si alguna vez he estado cerca de lo que se podría llamar faltarle el respeto a mi madre, fue entonces, por estar tan desconcertado.
—¡Oh! —dijo él—. ¿Tienes a alguna mujer en casa que te añore? —preguntó.
—No me extrañaría —dije yo.
Después de aquello se quedó un rato quieto con los codos en las rodillas, luego se giró hacia mí y después de un rato me dijo:
—Supongo que yo tengo una madre en casa. Huí de ella. Estaba dormida en la habitación —dijo él—. Salí por la ventana. Tenía una camisa blanca que ella me había hecho para la iglesia y eso. Nunca me la he puesto aquí. No he tenido el valor. Tiene cuello y puños. Hacerla le supuso un quebradero de cabeza. Andaba siguiéndome todo el día cosiendo esa camisa. Cuando yo llegaba a casa, se animaba y sonreía. Padre está muerto. No hay nadie más que yo. Ella pasaba el día siguiéndome.
Se levantó y se unió a los muchachos e intentó cantar un poco, pero se quedó muy quieto y se sentó. Veíamos la luz parpadeante en las caras de los chicos, en la jarcia y en el capitán, que estaba maldiciendo al contramaestre en popa.
—Jake —dijo, muy bajito—, mira. He estado pensando. ¿Crees que hay aquí un marino, sólo uno quizá, que haya dicho sus oraciones desde que subió a bordo?
—¡No! —le dije, muy seguro.
Porque me habría apostado la cabeza a que era así. Recuerdo como si fuera hoy cómo sonaron la pregunta y la respuesta. No soy capaz de decir con palabras cómo me sentí. El viento empezaba a soplar más fuerte, y tuvimos que tomar rizos. Bob Smart, que estaba plegando el petifoque, se empapó. Al muchacho y a mí, sentados en silencio, nos salpicó el agua. Recuerdo observar la curva de las grandes olas, de color caoba, con las crestas blancas, y pensar en cuánto se parecía a una gran criatura siseando y echando espuma por la boca. Y recuerdo pensar a la vez en Él sujetando el mar en una balanza, y también en que no se había pronunciado una sola palabra para suplicarle Su Favor respetuosamente desde que habíamos levado anclas; y recuerdo oír al capitán más allá mencionando Su Nombre en ese momento para que enviase a la Madonna al fondo del mar porque el contramaestre había desobedecido sus órdenes de asegurar la botavara de popa.
—De su madre cariñosa que reza por ti todos los días. Amén —susurró Kentucky, muy quedamente—. El libro está roto. El señor Whitmarsh limpió su vieja pistola con él. Pero yo me acuerdo. Es casi la hora de dormir en casa. Está sentada en una mecedora de color verde. Hay un fuego y el perro. Ella está sola. Ahora tiene que llevar su propia leña. Lleva un lazo gris en el gorro. Cuando va a la iglesia se pone un bonete gris. Ha corrido las cortinas y la puerta está cerrada. Pero ella cree que un día volveré a casa arrepentido. Estoy seguro de que cree que volveré a casa arrepentido.
Justo entonces llegó la orden.
—¡Atención a babor! ¡Todos hacia allá deprisa!
De modo que me moví, el chico se movió y la noche cayó oscura, y tuve la cabeza y las manos ocupadas. Al día siguiente soplaba un aire limpio excepto por un banco gris, muy delgado y quieto, como del tamaño de aquella nube que se ve por la ventana, Tom, que teníamos justo delante. El mar, pensé, parecía un enorme alfiletero morado, con un mástil o dos clavados en el horizonte como alfileres. «Poesía de Jake», lo llamaba el muchacho. A mediodía el pequeño banco de nubes gris se había vuelto grueso, como un muro. Cuando cayó el sol el capitán dejó de beber y subió a cubierta. Al caer la noche teníamos marejada con un viento muy feo.
—¡Mueve poco el timón! —gritó Whitmarsh, con los colores subidos, porque el barco se había alzado terriblemente, mostrando gran parte de la traca, y el viejo casco sufría considerablemente—. ¡Mueve poco el timón, te lo ordeno! ¡McCallum, échale un ojo a la vela del trinquete! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Deprisa, señores! ¿Dónde está ese grumete de Kent? ¡Arriba, y espabila!
Kentucky saltó al oír la orden, y luego se frenó en seco. Cualquiera que sepa distinguir un sobrejuanete de un ancla disculparía al muchacho. Yo juro que no es tarea fácil para un viejo marino fuerte y de buen tamaño arriar los sobrejuanetes en una galerna como aquélla, y no digamos para un chico de quince años en su primer viaje. Pero el oficial empezó a blasfemar de un modo que habría hecho que un pastor se desmayase al oírlo y Kent subió disparado, con el mástil oscilando como un péndulo atrás y adelante, los rizos saltando, las cuadernas crujiendo y las velas moviéndose de un modo que no creerías posible de no tener el mástil delante de las narices. Me recordaban a pájaros malvados sobre los que he leído que pueden derribar a un hombre con sus alas, o lanzarte al fondo, Tom, antes de que puedas decir Jack Robinson.
Kent subió valientemente hasta las crucetas. Allí resbaló, luchó y se aferró entre la oscuridad y el ruido por un tiempo, hasta que bajó resbalando por los brandales.
—No tengo miedo, señor —dijo—, pero no puedo hacerlo.
Como respuesta, Whitmarsh cogió el cabo. De modo que Kentucky volvió a subir, se resbaló, luchó y se aferró otra vez, y otra vez volvió a bajar. A esto los hombres empezaron a gruñir por lo bajo.
—¿Quiere matar al muchacho? —le dije.
Me llevé un golpe por hablar que me mandó al suelo de mala manera, y cuando me frotaba los ojos el chico estaba subiendo otra vez, y el oficial estaba detrás de él amenazando con el cabo. Whitmarsh paró cuando había subido lo suficiente. El muchacho siguió trepando. Miró una vez hacia abajo. No abrió la boca, sólo miró hacia abajo. Si desde entonces no lo he visto veinte veces en mi memoria, no lo he visto nunca. Allá arriba, en la sombra de las grandes alas grises, mirando hacia abajo. Después de eso sólo hubo un grito, un chapoteo y la Madonna salió disparada a doce nudos. De haber caído toda la tripulación por la borda, aquella noche no se habría detenido para esperarlos.
—Bueno —dijo el capitán—, ahora sí que la ha hecho.
Whitmarsh se dio la vuelta. Poco a poco, cuando el viento dejó de soplar, todo se había calmado y yo tuve tiempo de pararme a pensar durante la guardia de madrugada, me pareció ver a la anciana con el bonete gris sentada junto al fuego. Y al perro. Y la mecedora verde. Y la puerta delantera, con el chico atravesándola una tarde soleada para tomarla por sorpresa. Luego recuerdo haberme inclinado para mirar hacia abajo y preguntarme si el muchacho estaría también pensando en ello, y en lo que le había pasado hacía dos horas, y en dónde estaría y si le gustaba su nueva casa, y muchas otras cosas extrañas y curiosas.
Y mientras estaba ahí sentado pensando, las estrellas del alba atravesaron las nubes, y la solemne luz del domingo comenzó a salir entre el mar. Después de aquello tuvimos una travesía tranquila hasta el puerto, donde atracamos un par de meses o así comprando buenas cantidades de aceite de palma, marfil y pieles. Los días eran calurosos y tranquilos. No tuvimos ni una brisa, si mal no recuerdo, hasta que volvimos a doblar el Cabo de camino a casa.
Otra vez estábamos doblando el Cabo de camino a casa cuando ocurrió algo que puedes creerte o no, como te parezca, Tom, aunque no entiendo que alguien que se traga lo de Daniel en la jaula de los leones o que aquel otro vivió tres días cómodamente dentro de una ballena podría ponerme caras ante lo que tengo que decir. Cerca del punto donde perdimos al chico nos cayó la peor galerna de todo el viaje. Nos atacó repentinamente. Whitmarsh estaba un poco ebrio. No solía estar borracho durante una galerna, si lo sabía con la suficiente antelación. Alguien tenía que arriar los sobrejuanetes otra vez, y el oficial llamó a McCallum.
McCallum no quería que le azotase por no querer arriar los sobrejuanetes durante una tormenta. De modo que subió animosamente hasta la verga de la gavia. Allí, de repente, se detuvo. Lo siguiente que supimos fue que bajó como un rayo. Tenía la cara completamente blanca.
—¿Qué demonios te pasa? —rugió Whitmarsh.
—Hay alguien allá arriba, señor —dijo McCallum.
—¡Te has vuelto idiota! —le gritó Whitmarsh.
—Hay alguien allá arriba, señor. Le he visto muy claramente. Él me ha visto. Le hablé. Él me habló. Me dijo: «¡No subas!», ¡y que me cuelguen si esta noche doy otro paso por usted o por cualquier otro hombre!
Nunca había visto que a ningún ser humano vivo se le quedase la cara como la que tenía el oficial. Si no quería matar con sus propias manos al escocés, no sé qué quería. A saber qué habría hecho con él de haber podido entretenerse. Tuvo la sensatez de ver que no podía perder el tiempo, de modo que se lo ordenó directamente a Bob Smart. Este subió deprisa, mascando tabaco y con la mirada fría. A medio camino entre la gavia y el juanete, se detuvo y bajó a toda velocidad.
—¡Que me ahogue si no está ahí! —dijo—. Está sentado en la verga. Si no está sentado en la verga, es que nunca he visto al muchacho llamado Kentucky. «¡No subas!», gritaba, «¡no subas!»
—¡Bob está borracho, y McCallum es un cretino! —dijo Jim Welch. De modo que Jim Welch se presentó voluntario y se llevó a Jaloffe con él. Welch y Jaloffe eran las manos más seguras de a bordo. De modo que allá que subieron, y bajaron como los otros, por los brandales, a la carrera.
—¡Me ha dicho que me vuelva! —dijo Welch—. ¡Me ha gritado que no subiera! ¡Que no subiera!
Después de aquello ni un solo hombre quería subir ni por todo el oro del mundo. Whitmarsh dio patadas, juró y nos golpeó con furia, pero allí nos quedamos mirándonos a los ojos unos a otros y no nos movimos. Algo frío, como un viento helado, parecía extenderse de hombre a hombre cuando nos mirábamos a los ojos.
—¡Avergonzaos de ser una panda de grumetes cobardes! —gritó el oficial. Y enrabietado y borracho subió por los marchapiés en un suspiro. Como un rayo fuimos tras él. Era nuestro oficial, y nos sentíamos avergonzados. Yo iba delante y los muchachos me seguían.
Llegué a los obenques intermedios y allí me detuve, pues yo mismo le vi: un muchacho pálido, con un mechón de pelo lacio sobre la frente. Le habría reconocido en cualquier parte de este mundo o del otro. Le vi tan claramente como te veo a ti, Tom Brown, sentado en aquella verga muy tranquilo con el sobrejuanete revoloteando como si quisiera tirarlo. Supongo que he tenido muchas experiencias en el curso de quince años navegando, como cualquier marino que alguna vez haya tomado rizos durante una tormenta, pero nunca había visto nada como aquello, ni antes ni después.
No diré que no me dieron ganas de bajar pitando a cubierta, pero sí que diré que me quedé en los obenques y me quedé observando. Whitmarsh, jurando que había que arriar aquel sobrejuanete, siguió subiendo. Después fue cuando oí la voz. Venía directa de la figura del chico sobre la verga del juanete. Pero esta vez decía: «¡Sube! ¡Sube!» y después, un poco más alto: «¡Sube! ¡Sube! ¡Sube! ¡Sube!» De modo que subió, y lo siguiente que oí fue un grito, luego un chapoteo y luego vi el sobrejuanete ondeando en la verga vacía, y el oficial y el chico habían desaparecido.
Job Whitmarsh no volvió a ser visto, ni arriba ni abajo, ni aquella noche ni nunca más.
Este verano le estaba contando la historia a nuestro pastor. Es un buen tipo, a pesar de su gusto natural por las fresas, y con quien siempre tengo buenas conversaciones, y estuvo un rato pensando en ello.
—Si fue el muchacho —dijo—, y no puedo mencionar ninguna razón concreta para que no lo fuese, me pregunto cuál sería su condición espiritual. Un alma en el infierno.
Supongo que el pastor cree en el infierno, porque no puede evitarlo, pero tiene esa manera tan solemne y delicada de predicarlo que uno diría que no querría que fuese allá ni un polluelo si él pudiese evitarlo.
—Un alma perdida —dijo el pastor, aunque no sé si fueron aquéllas sus palabras exactas—, un alma que ha ido al infierno y se ha quedado allá por propia voluntad, querría llevarse con ella a otra alma si pudiera. Claro que si al oficial le había llegado su hora y no tenía escapatoria, bueno, es la voluntad del Señor, e iría al infierno de cabeza, y no sería culpa de nadie más que suya. Y puede que el muchacho estuviera para ir al Cielo, pero que anduviese errante de todos modos. Eso es todo, Brown —me dijo—. Todos tenemos nuestras propias manías, y si él no quería ir al Cielo, no iría, y ni el mismo Dios podría evitarlo. Abre de par en par las puertas del Paraíso y nunca se las cierra a ningún pobrecillo que fuese a cruzarlas y nunca, nunca lo hará.
Lo que me pareció muy sensato por parte del pastor, y muy hermosamente dicho. Pero ahí está Molly haciendo tortitas, y las tortitas no esperan a nadie, como el tiempo y la marea, o si no yo habría seguido hablando hasta medianoche sobre el viaje de vuelta a casa, de lo verde que parecía el puerto cuando entramos, de cómo Molly y el niño que vinieron a buscarme en una chalupa que se movía (porque causábamos olas en el canal), de cómo subió al barco riendo y llorando a la vez, se agarró a mi cuello, de cuánto había crecido el niño, de cómo cuando corrió por la cubierta (al muy bribón le habían comprado su primer par de botas aquella misma tarde) me recordó a la otra vez, de las palabras de Molly y del muchacho que habíamos dejado detrás de nosotros en la tormenta.
Según atracábamos, le dije a mi mujer:
—¿Quién es esa anciana sentada entre los maderos, la que lleva un bonete gris y un lazo gris?
Pues allí había una anciana, y vi el sol detrás de ella, y todos los maderos amarillos y me quedé aturdido y ofuscado.
—No lo sé —dijo Molly, acercándose a mí—. Viene todos los días. Dicen que se sienta y espera a su hijo que se escapó.
En ese momento supe quién era con tanta certeza como cualquier otra cosa que haya sabido después. Y pensé en el perro. Y en la mecedora verde. Y en el libro con el que Whitmarsh había limpiado su vieja pistola. Y en la puerta delantera, con el muchacho entrando por ella. Los tres, Molly, el niño y yo, paseamos por el puerto y nos sentamos a su lado entre las tablas amarillas. No recuerdo bien lo que dije, pero recuerdo que ella se quedó sentada en silencio hasta que le conté todo lo que había que contar.
—¡No llore! —dijo Molly cuando acabé. Lo que era sorprendente, porque era Molly la que estaba llorando. No, la anciana no lloró. Se sentó con los ojos abiertos de par en par bajo el bonete gris, moviendo los labios. Tras un rato entendí lo que estaba diciendo:
—El único hijo de su madre y ella…
Poco a poco se levantó y se fue, y Molly y yo nos fuimos juntos a casa, con nuestro niño entre los dos.
Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911)
Relatos góticos. I Relatos de Elizabeth Stuart Phelps.
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1 comentarios:
Que hermoso me hizo llorar
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