Novelas con más (y peores) BESOS en la historia de la literatura


Novelas con más (y peores) BESOS en la historia de la literatura.




Es sencillo caer en el error de que el amor, y más específicamente los besos, son cuestiones vinculadas sobre todo a las novelas del romanticismo, y acaso también a las novelas victorianas; sin embargo, el besuqueo decimonónico ha logrado trascender las cuestiones de género (literario), inscribiéndose además en una vasta bibliografía que hace del ósculo un elemento imprescindible.

Hoy daremos cuenta de una especie de estadísica del beso en la literatura, tanto de los inolvidables, los que marcaron una época, así también como de los que resultan totalmente injustificados.


Jane Eyre (Jane Eyre), de Charlotte Brontë, cuenta con la cifra para nada despreciable de 51 besos a lo largo de la historia. Para darle mayor énfasis a esa repartija, la autora emplea el término «amor» exactamente 235 veces.

Es probable que esa proliferación de arrumacos se deba al hecho de que Charlotte Brontë estaba secretamente enamorada de un hombre casado, un profesor, lo cual nos lleva a pensar que las expresiones de afecto le estaban prohibidas en la vida real.

También es justo aclarar que la prudencia de Charlotte Brontë para cuidar la identidad de su amado quedó prolijamente destrozada en Villette (Vilette), novela que relata los amores clandestinos de una mujer y un profesor casado.

Pero no solo las mujeres exageraron con los besos.

Por ejemplo, Anna Karenina (Anna Karenina), de León Tolstói, retrata 118 besos y recurre a la palabra «amor» 633 veces. Frente a este dato estadístico no es de extrañar que la novela finalice con uno de los suicidios más dramáticos en la historia de la literatura.

Comparemos a Tolstói con una clásica novela romántica: Orgullo y prejuicio (Pride and Prejudice), de Jane Austen, la cual narra apenas 3 míseros besos a lo largo de la historia, aunque emplea la palabra «amor» en 122 ocasiones.

Un desequilibrio porcentual bastante similar —que en términos shakespereanos podríamos resumir como «mucho amor y pocos besos»— se observa en otra novela de Austen: Sensatez y sentimientos (Sense and Sensibility), con apenas 6 besos —frenéticos, eso sí— y 124 menciones a la palabra «amor».

Otra de las hermanas Brontë, más precisamente Emily Brontë, enumera exactamente 36 besos en Cumbres borrascosas (Wuthering Heighs), y añade 128 veces la palabra «amor».

Esta abundancia de besos, y sobre todo de alusiones al amor, es superada por otro término que la autora emplea con mayor frecuencia en la novela: venganza.

Por su parte, Thomas Hardy, en Tess la de los d'Urberville (Tess of the d'Urbervilles), un culebrón verdaderamente formidable, relata 45 besos, una cifra para nada despreciable pero mucho menos inquietante que la cantidad de veces en las que el autor recurre a la palabra «amor»: 226.

Este último dato estadístico puede inducir a un grave error de interpretación.

En la novela de Hardy, casi todos los besos que recibe la protagonista, Tess, provienen de su abusador, un psicópata llamado Alec, uno de los personajes más perturbados de la literatura.

Es lógico razonar que la excesiva abundancia de besos en la literatura responde a una tendencia propia de la época.

Comparemos, por ejemplo, el besuqueo desaforado del siglo XIX con una obra en particular de Franz Kafka: La metamorfosis (Die Verwandlung), donde apenas presenciamos 2 besos miserables y 4 menciones al amor.

Por otro lado, James Joyce destroza esta comparación en Ulises (Ulysses), donde iguala el derroche victoriano con 98 besos y 412 utilizaciones de la palabra «amor».

El problema, en todo caso, no es la abundancia de besos literarios, sino la facilidad con la que éstos son secuestrados por autores sentimentalistas, acaso para disimulan su falta de recursos.

No es este el caso de Joyce, ni el de Kafka, desde luego; y por tal caso el de ninguno de los autores y autoras que aquí citamos. Todos esos chupones están justificados.

Me refiero, en todo caso, a los autores que realmente fatigan al beso, que lo emplean de forma excesiva, frondosa, arbitraria, como si de algún modo fuesen imprescindibles para determinados marcos narrativos y argumentales.

Alguien podrá decir, y con toda lógica, que el beso es necesario en una novela romántica.

Pero, ¿realmente lo es?

No es justo exigir el amparo de obras anteriores en el tiempo. Un chupón en la época de Jane Austen no tiene equivalencia en nuestro tiempo. Además, nosotros hemos leído a Kafka, Jane Austen no.

La descripción minuciosa, el énfasis —no la mención, aclaro— de un ósculo rabioso, no es algo excesivo, pero cuando esto se convierte en un recurso, en un procedimiento, reduce al beso a un asunto superficial, a una función fisiológica, casi frívola; y en ese preciso contexto, donde el beso se percibe como algo superfluo, es de sospechar que cuestiones menos banales dentro del argumento también lo sean.




Autores con historia. I Antologías.


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