Moiras: las diosas del destino.


Moiras: las diosas del destino.




Ni siquiera Zeus, el señor de los dioses, está libre de ataduras. Por encima de los más encumbrados personajes del Olimpo existen tres criaturas que lo gobiernan todo, incluso a los gobernadores del universo.

¿Y qué puede ser aquello «que está por encima de los dioses»? Respuesta: el destino.

En la mitología griega, el Destino tenía rostro de mujer, o de varias mujeres: las Moiras. Ellas personifican al Destino en tanto hecho potencial que precede a los sucesos. En Roma se las conoció como Parcas, y en la mitología nórdica aparecen bajo el nombre de Nornas.

La palabra griega moira [Μοῖραι] significa literalmente «porción», «parte»; y simbólicamente «las repartidoras». ¿De qué? Del Destino que cada cual tiene asignado, aún los poderosos dioses en sus salones de mármol y oro. Son ellas quienes tejen incansablemente los designios humanos y los sucesos que conforman la vida desde el nacimiento hasta la muerte.

Los griegos fijaron su cifra en tres, tal vez porque toda tríada esconde una sincronía secreta; pero originalmente no se las concebía como entidades concretas, sino como abstracciones producto de la lógica del mito. Si los dioses a menudo parecen actuar sin conocer su destino, éste debe ser necesariamente el patrimonio de alguna otra criaturas superior e incierta.

La primera mención de las Moiras se procude en la Ilíada. En realidad, allí se habla de una sola Moira, una especie de hilandera cósmica que teje la vida y la fortuna de los hombres. En la Odisea, en cambio, Homero se refiere a ella en plural, y habla de «tejedoras» [klôthes], cambiando radicalmente su concepto sobre las Moiras.

Con el tiempo las Moiras se establecieron como tres diosas claramente identificadas.

Cloto [Κλωθώ] que significa «hilandera», construía la hebra de la vida utilizando una rueca. Se la invocaba durante el último mes de gestación para asegurar un nacimiento venturoso.

La segunda Moira es Láquesis [Λάχεσις], «la que decide la suerte». Su tarea consistía en medir la longitud del hilo de la vida. Es decir, la que consideraba la duración de la vida.

La tercera, y tal vez la más interesante, es Átropos [Ἄτροπος], que literalmente significa «la que no gira», aunque simbólicamente puede traducírsela como «la inexorable». Ella era la encargada de cortar el hilo de la vida; y no solo eso, sino que además se encargaba de elegir en qué forma moriría cada hombre.

Los mitos griegos anuncian que las Moiras se aparecen ante el recién nacido para debatir el curso de su vida. Allí resuelven su tiempo en la Tierra, los hechos de su vida y la causa de su muerte. Semejante responsabilidad hizo que las Moiras fueran temidas y respetadas. En especial Átropos inspiraba un temor profundo y reverencial, aunque no eran adoradas de forma convencional, ya que su temperamento era bastante inconstante y su furia podía llevarlas a maldecir a generaciones enteras.

En Atenas existía una tradición por la cual las novias les ofrecían mechones de pelo para que las Moiras «insertaran» episodios felices en sus vidas. Cuando una mujer griega juraba a menudo lo hacía en nombre de las Moiras. Esto era tomado como una garantía de veracidad. Esto demuestra que, al menos para las atenienses, el Destino no es un bloque sólido, sino más bien una tela compuesta de segmentos que pueden alterarse y reemplazarse.

Como es natural, uno de los mayores enemigos de las Moiras era el propio Zeus, que como todo dios supremo aborrece estar subordinado al destino. Hesíodo sostiene que Zeus mantenía un trato cordial con ellas, aunque distante y diplomático. Los mitos griegos hablan de un pacto entre Zeus y las Moiras aunque jamás aclaran sus puntos más importantes. A propósito de esto Pausanias menciona un epíteto secreto de Zeus que pocos se atrevían a mencionar para no despertar la furia de las Moiras. El filósofo lo observó en un templo en Olimpia, tallado en una estatua colosal del dios. Allí se leía: Zeus Moiragetes, es decir, «Zeus Dador del Destino», casi un desafío patrimonial a estas mujeres capaces de destejer sus designios ante la menor afrenta.

Ahora bien, si las Moiras eran dueñas del Destino, incluso el de ellas mismas, ¿de dónde venían? ¿Cuándo habían nacido? ¿Quiénes éran sus padres?

Los mitos griegos ofrecen genealogías divergentes. Algunos sostienen que las Moiras eran hijas de Nix [la noche], o bien del Caos, es decir, del desorden primordial del universo. Sin embargo, otros mitos les asignan un origen con un significado filosófico.

¿De dónde nace el Destino? En este caso, de una diosa prácticamente desconocida llamada Ananké, cuyo nombre significa «necesidad». Ananké era la diosa de lo inevitable, de lo inexorable, de lo que sucederá invariablemente. Y el Destino, aún cuando no lo sepamos, tiene una dirección y un propósito que nos excede y que también es irreversible. La idea no carece de lógica. Al contrario, procede de la razón mítica más pura. No es necesario creer en el Destino para que el Destino exista. Tal vez no esté escrito en ninguna parte, pero cada acontecimiento de nuestras vidas se encadena a otros en una sucesión impensable que simula el arte de un tejido prodigioso.

Es así que el Destino, aunque no exista de forma convencional, procede de la «necesidad de lo inevitable».

Algunos podrán decir, y con toda justicia, que el hombre se forja su propio destino, y que nada fuera de él lo obliga a actuar en desacuerdo con sus decisiones. Sin embargo, la vieja Átropos parece reafirmar su supremacía al cortar el hilo de la vida de todos los hombres, el de sus devotos más pragmáticos y también el de aquellos que se jactan de ser autónomos solo para asignarle a su estupidez un origen propio.




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