El profesor Lugano y el mito de Anfitrión.


El profesor Lugano y el mito de Anfitrión.




Aquella noche no nos reunimos en nuestro bar habitual. El profesor Lugano había sido invitado a un banquete en la casa de Carlos Micena, un hombre que se jactaba de sus dotes de anfitrión. Por cortesía, y acaso por temor al hastío, el profesor me pidió que lo acompañara en esa difícil excursión social.

Micena nos recibió con gran ceremoniosidad. La cena había sido preparada por su esposa Luna, una mujer cuya belleza se volvía incontrastable con las tareas gastronómicas.

—A veces creo que esta cualidad de anfitrión tiene un origen mítico. Mi apellido, Micena, proviene del reino griego de Micenas, donde vivía nada menos que Anfitrión, nieto de Perseo y bisnieto de Zeus. ¿Está usted familiarizado con ese mito, profesor?

—Desde luego.

—Háblenos un poco sobre él. Siempre es interesante escucharlo.

—¿No deberíamos esperar a su esposa?

Micena sonrió con cierta malicia.

—¿Qué saben las mujeres acerca del mito? El único reino que gobiernan es justamente en el que está ahora: la cocina.

El profesor se acomodó en su asiento. Por un instante temí lo peor.

—Insisto —dijo Lugano al incorporarse—. Permítame que vaya a buscarla y le daré un dato extra acerca de ese mito, algo que pocos conocen.

—Si insiste, adelante —dijo Micena y señaló en dirección a la cocina.

Los instantes que siguieron fueron bastante incómodos para mi. No era un invitado excluyente, sino secundario, anecdótico, satelital, alguien que no merece siquiera una pregunta por cortesía. Diez minutos después reapareció el profesor junto a Luna. Por alguna razón que en ese momento no logré descifrar la mujer me pareció aún más hermosa que cuando la vi por primera vez; incluso la cabellera del profesor, que ya raleaba en su vértice, me dio la impresión de estar peligrosamente despeinada.

—Ahora sí —dijo Micena— Lo escucho.

El profesor bebió un largo trago de vino tinto, se aclaró la garganta, y empezó su discurso.

—Como usted sabe, Anfitrión era hijo de Alceo, rey de Tirinto y de Astidamía. Se comprometió de muy joven con la hija del rey de Micenas, llamada Alcmena. Luego de algunas tropelías que no vale la pena repasar, se instaló con ella en Tebas. Pero Alcmena había jurado que no se entregaría a ningún hombre antes de que sus hermanos fuesen vengados. Cegado por el deseo, Anfitrión emprendió una campaña contra los tafios, los asesinos de aquellos hermanos, de la que resultó victorioso. La noche que regresaba a Tebas, Zeus le jugó una de sus cartas más famosas. Se disfrazó de Anfitrión y tomó a su esposa repetidamente en la cocina. Algunos dicen que el deseo reprimido de Alcmena era tal, que Zeus debió pedirle al sol que se abstuviera de salir durante tres días con el propósito de demorar el amanecer y dilatar los abrazos clandestinos de la reina.

—Hasta aquí, todo es conocido, profesor. Al otro día regresó Anfitrión y se acostó con ella. De esas dos uniones, una mortal y la otra inmortal, nació Heracles, o Hércules, hijo de Zeus; e Ificles, hijo de la simiente de Anfitrión.

—Se olvida de un último detalle. Cuando el sabio Tiresias le contó la verdadera historia a Anfitrión, éste intentó quemar viva a Alcmena, pero Zeus se lo impidió tomando la forma de una nube de tormenta.

—Un detalle circunstancial, si me permite decirlo.

—No crea. Ese detalle lo es todo —dijo Lugano—. La palabra anfitrión fue adoptada como el sustantivo que hoy conocemos, es decir, que sirve para designar a alguien que comparte su casa y su mesa.

—Desde luego. Molière fue el causante de esa adopción. Y también Plauto. En su obra Anfitrión aparece un personaje llamado Sosías, es decir Zeus, que terminó designando a un persona parecida a otra.

—¡Excelente! —rió el profesor—. Es usted un verdadero Anfitrión.

—No niego que sea uno de los mejores del barrio.

—Más aún, desde aquel Anfitrión no ha habido hombre más generoso que usted.

—No estoy seguro de entender a qué se refiere.

El profesor pareció un poco extrañado.

—Quiero decir, usted se presentó como alguien que conocía en profundida el mito de Anfitrión, por eso hice lo que hice.

—No entiendo.

—El verdadero Anfitrión del mito no solo comparte su casa y su mesa, sino a su esposa. Zeus consideró que un hombre que relega a una reina a la cocina en realidad la considera su sirviente, de modo que no hay delito alguno en seducirla. Usted conoce mi opinión al respecto. Todas las mujeres son reinas, y cualquiera de ellas que sea tratada como una sirvienta no está sujeta a los parámetros de igualdad que exige el matrimonio.

—¿Usted afirma que intentara seducir a mi mujer?

—No. Afirmo que ella no es suya en absoluto y que la seduje hace más de media hora.

—Pero...

—Pero nada, hombre. Es un asunto de etimología. La palabra anfitrión proviene del griego amphi, «alrededor»; y tryein, «destruir». Básicamente Anfitrión significa «el que destruye todo a su alrededor».

—Pero...

—Si profundizamos un poco más veremos que el término tryein también significa «entregar», de modo que el bellísimo momento que he compartido con su esposa sobre el piso de la cocina es el producto residual del título que usted ha adoptado con total responsabilidad.

Lo que sucedió a continuación me excede como narrador. Micena, indignado, intentó incendiar a su esposa. Afortunadamente el profesor anticipaba esta posibilidad mítica y logró detenerlo, como Zeus, apelando al agua, en este caso, amenzándolo con el chorro de un sifón.

No es sorpresivo que ocurran semejantes eventos. Los dioses se aburren en la imortalidad, y en definitiva nos envidian por ser mortales, por la posibilidad de vivir cada instante como si fuese el último. Cualquiera que haya reparado en los mitos griegos intuirá que estos mismos dioses encuentran un placer macabro y secreto en la repetición cíclica de algunas historias.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


El artículo: El profesor Lugano y el mito de Anfitrión fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que buena historia. Un ídolo el profesor Lugano.
Se lo tenía merecido ese que se la daba de anfitrión, sin conocer las posibles connotaciones de esa palabra.
Bien por el sifón.



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