Orfeo y Eurídice: una historia de amor


Orfeo y Euridice: una historia de amor.




Orfeo —nombre de etimología incierta que quizás provenga de orphe, «oscuridad»— era un pastor tracio de notable talento musical. Su lira encantaba a los hombres y enrojecía a las inestables diosas del Olimpo, siempre atentas a los acordes del muchacho. Su padre fue Apolo, el dios de la música, quien le entregó su lira en secreto; un instrumento bellísimo creado por Hermes con una caparazón de tortuga.

Bendecido y condenado por su arte sublime, Orfeo se enamoró de la hermosa Eurídice, una ninfa auloníade, es decir, una ninfa de los valles, seguidora de Pan. El amor fue mutuo, y la boda no se hizo esperar, así como la envidia de quienes veían al amor como un rapto de posesión y no una entrega.

Aristeo, pastor y músico, se sintió doblemente traicionado por el destino. Orfeo no solo era infinitamente más hábil con la lira, sino que había conseguido el corazón de la mujer que amaba secretamente. La ira y una sensación infame de justicia poética lo llevaron a secuestrar a Eurídice el día de su boda; pero la joven, que intuía el deseo ilegítimo del pastor, huyó veloz como el viento gélido que barre las quebradas. Sin embargo, los dioses, que a menudo encuentran placer en contemplar la misma tragedia repitiéndose en distintas épocas, no evitaron que una serpiente muerda el tobillo delicado de Eurídice mientras huía.

La joven murió en medio de horribles espasmos de dolor, sintiendo el veneno arremolinándose en su paladar como un néctar amargo y definitivo. Cuando la noticia llegó a oídos de Orfeo [señala Homero éste no se intimidó, pues sabía que la muerte es una excusa, un intervalo, si se quiere, que ningún amante considerará lícito. El muchacho se sentó a orillas del río Estrimón, notable por sus aguas luminiscentes, e interpretó canciones tan tristes y tan dolorosas que todas las ninfas del valle lloraron amargamente y le aconsejaron que descendiera al Hades, la Casa de la Muerte.

El joven cargó su lira, se vistió con sus mejores ropas, y marchó hacia la mansión de donde nadie retorna. El primero en cruzarse en su camino es Caronte, el barquero de los muertos, cuya tarea es transportar a las almas sobre la laguna Estigia. Al advertir que el joven no había muerto, Caronte se negó a llevarlo en su barca, pero Orfeo tomó su lira e interpretó una canción sobre el descanso final de los héroes, una melodía suave, casi imperceptible, que evocaba en la cansada mente de Caronte el día en que transportara a su último pasajero.

Emocionado por la perspectiva de un número finito de almas, Caronte accedió a llevar a Orfeo hasta la otra orilla del Estigia. Del otro lado lo aguardaba Cerbero, el perro guardián del inframundo que atormenta a los réprobos con su terrible silueta canina. Ante él Orfeo tocó una canción de piedad, de entendimiento por las innobles tareas asignadas por los dioses. Y Cerbero, emocionado por la música y por el rostro luminoso del muchacho, en cuyos ojos creyó advertir una chispa divina, le permitió cruzar las pesadas puertas de hierro que separan lo posible de lo irreversible.

Solo, armado únicamente con su música, Orfeo se irguió altivo frente a Hades, el terrible dios de la muerte. Con notas delicadas le rogó por el retorno de Eurídice. El dios, de mirada fija y profunda como las aguas abismales, accede, pero con una condición, acaso para que su reputación no se vea mancillada por un gesto de compasión: que en el viaje de regreso a la tierra de los vivos jamás contemple el rostro de su amada hasta salir del infierno.

Juntos desandan el camino. Las manos unidas ante las frías piedras del Tártaro. Orfeo marcha adelante, abriendo puertas y derribando muros con su música. Detrás, la hermosa Eurídice, arrastrada por un amor implacable que no se detiene ante nada. Pero la parte humana de Orfeo, ésa que a menudo podemos advertir en las pequeñas miserias cotidianas, cree que Hades lo ha engañado, y que entre sus dedos pende la mano de otra mujer.

Vencido por la curiosidad, Orfeo gira su cabeza hacia atrás, solo para contemplar por última vez el rostro delicado de Eurídice. Frente a ellos estaba la salida, y el sol brillaba alto en el cielo, pero Eurídice, ligeramente detrás del muchacho, todavía tenía un pie envuelto en las sombras del infierno.

Tal como lo había anunciado Hades, Eurídice fue arrastrada por manos invisibles hacia salones de perpetua desdicha, y Orfeo fue expulsado del inframundo. Caronte desoyó sus ruegos y sus canciones, e incluso le negó un sorbo del río Leteo, cuyas aguas invitan al olvido. Desde entonces Orfeo vagó por cañadas olvidadas, lloró sobre rocas jamás pisadas por hombre alguno, y a pesar de que muchas mujeres buscaron su amor él las rechazó a todas.

Cierta noche, mientras desgarraba su alma en devastadoras notas musicales sobre el monte Rodano, Orfeo se cruzó con un grupo de bacantes tracias que volvían de sus tertulias orgiásticas. Despreciadas por la fidelidad póstuma del muchacho, las brujas despedazaron sus miembros, comieron su carne aún palpitante, y arrojaron su cabeza y su lira al río Hebro.

Nadie conoce con certeza el destino de Orfeo. Su muerte tiene muchas formas. Algunas hablan de una traición al culto de Dionisos, antiguamente presidido por el joven, y la venganza terrible del dios del vino en manos de sus fieles ménades. Platón, sin embargo, razona una muerte poética, y señala que Zeus, ofendido por la cobardía de Orfeo, que no tuvo el arrojo de morir por amor y reencontrarse con Eurídice en los salones oscuros, decidió su final sin conmoverse por antiguas melodías.



Mitos griegos. I Historias mitológicas de amor.


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3 comentarios:

Ángela Gil Gamero dijo...

Me encantan los mitos griegos:)
¿Te pasas por mi blog?;)
http://miutopiainalcanzable.blogspot.com
Nos leemos!

Anne dijo...

Es una maravilla poder leer un resumen tan completo.

Delicioso.

Alejandra dijo...

un gusto poder leerlos!



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