El secreto de Emily Dickinson


El secreto de Emily Dickinson.




El encierro voluntario que se impuso a sí misma Emily Dickinson (1830-1886) comenzó de un modo paulatino, indetectable, que no despertó sospechas entre sus allegados.

Nadie sospechó nada anormal en la muchacha que regresaba al hogar paterno; nada anómalo en sus modales o su forma de interactuar, sin embargo, un gérmen inapelable de aislamiento fue creciendo en ella.

En 1850, después de cumplir veinte años, Emily Dickinson era una joven como cualquier otra. Asistía a la iglesia con regularidad, se ocupaba de abastecer la cocina, daba paseos crepusculares con su perro Carlo, concurría a exposiciones y funciones benéficas. En definitiva, no había nada en sus actitudes que revelase un estado anímico sombrío. Quizás su atuendo, normalmente oscuro, era lo único que revelaba su disposición espiritual.

Pasaron más de diez años hasta que aquel gérmen comenzó a manifestarse abiertamente.

A finales de 1861, Emily Dickinson comenzó a encerrarse, a recluirse en sí misma y en los confidentes rincones de su habitación. Rehuyó de sus allegados y sus abúlicas tertulias, de las charlas banales. Dejó de vérsela por las calles; y su ropa, extrañamente, se volvió blanca como la nieve. Durante el resto de su vida jamás vistió otro color.

Algo horrible había crecido en su interior, una especie de fobia a la gente: una aversión visceral y mórbida por el trajín humano, sus vicios y pequeñas glorias. Durante los últimos quince años de su vida nadie en la pequeña aldea de Amherst volvió a verla en las calles. Su silueta, blanca y delgada como una antigua fantasmagoría, era vista muy pocas veces vagando por el jardín en el ocaso furioso. En ocasiones se escondía incluso dentro de su casa. Elegía pequeños rincones oscuros y permanecía horas, e incluso días, en un aislamiento absoluto. Su voz se convirtió en un murmullo casi inaudible, y sus ojos, rasgados y penetrantes, comenzaron a tomar un matiz enfermizo, como ventanas clausuradas a toda emoción.

Sus cartas se hicieron más y más extrañas, más incomprensibles y a la vez más lúcidas. En una epístola casi ininteligible declara haber visto cosas abominables en las sombras. A menudo podía oírsela susurrar sobre «una gran oscuridad acercándose» [a great darkness coming]

Los médicos le diagnosticaron una rara enfermedad llamada «postración nerviosa» [nervous prostration], cuyos síntomas no están del todo claros. Psiquiatras modernos sospechan que Emily Dickinson padecía un severo desorden de agorafobia [ver: Puérpera, loca y poseída]

Alrededor de 1864 dejó de recibir visitas. Los pocos que lograban atravesar la férrea disciplina aséptica de Emily Dickinson eran recibidos en el umbral de la casa, aunque ella misma no dejaba verse, manteniendo diálogos escuetos a través de la puerta apenas entornada. Por entonces solía definir así su condición de reclusa:


«Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma.»

[I work in my prison, and make guests for myself]


Durante los últimos tres años de su vida Emily Dickinson jamás salió de su habitación. En 1874, tras una severa parálisis, su padre, Edward Dickinson, falleció. Su madre murió en noviembre de 1883. Emily no asistió a ninguno de los dos funerales [ver: Sentí un funeral en mi cerebro]

La debacle final se produjo tras el fallecimiento de su sobrino más pequeño, hijo menor de Austin Dickinson y Sue Gilbert. Ese acontecimiento trágico marcó el quiebre definitivo. Paso casi todo el verano de 1884 postrada en una silla, acosada por las dolencias del Mal de Bright, la misma condición nefrítica que acabó con la vida de Mozart.

El 15 de mayo de 1886, tras varios días de agonía, Emily Dickinson murió a la edad de 55 años. Fue enterrada en el Amherst West Cemetery, en un ataúd blanco con aroma a vainilla, su favorito.

El secreto de Emily Dickinson jamás ha sido revelado por completo. Su terror era demasiado íntimo, demasiado personal, como para exponerlo fríamente. Sin embargo, a pesar de sus terribles padecimientos, su mente continuó siendo brillante. Sus epístolas son exuberantes de creatividad, sus frases son certeras como dagas; y sus versos, impecables. Tras su muerte, su hermana Vinnie descubrió el fruto cautivo de su alienación: 40 volúmenes encuadernados a mano que contenían unos 800 poemas inéditos.

Es sabido que algunas grietas mentales otorgan dones proféticos. Cuando la realidad se fragmenta, y la visión de las cosas se torna incierta, como en un sueño dentro de un sueño, emergen sentidos normalmente aplastados por lo cotidiano. Varios días después de la muerte de Emily Dikinson se halló sobre su escritorio la última carta de su vasto epistolario, dirigida a sus primos, Louise y Frances Norcross. Allí, sin mayores pretenciones, Emily Dickinson escribió la última línea de su vida:


«Me llaman. Emily.»

[Called Back. Emily]




Emily Dickinson. I Autores con historia.


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6 comentarios:

Unknown dijo...

La última frase hizo que un escalofrío ascendiera por mi espalda.

Pero pienso... ¿cuántos de nosotros no querríamos encerrarnos y ser huéspedes de nosotros mismos?

Excelente entrada.

Anónimo dijo...

ammm donde estan tus fuentes? jamas habia leido eso sobre dickinson, se que se recluyo a si misma de la sociedad, pero nunca se menciona que estuviera deprimida ni nada de eso

Sebastian Beringheli dijo...

¿Y cómo llamas a alguien que se recluye de la sociedad? Respuesta: una persona que sufre de depresión.

¿Fuentes? Hay una que en particular me puede resultarte interesante: "Emily Dickinson Face to Face: Unpublished Letters with Notes and Reminiscences", publicado nada menos que por Martha Dickinson.

Hay varias más, por si las necesitas.

Diego Coyoy dijo...

¿Cuál considerarían su "trabajo" más importante?
En realidad ¿hubo algún poema en específico que tuvo mucha más importancia que el resto en algún momento?

Tengo una duda grandísima si su trabajo más importante fue el trabajo de toda su vida, los 40 tomos o si hubo alguno que se llevó la gloria.

sunny dijo...

Depression! !!!

María Vg dijo...

No es depresión. Tal vez una persona se recluya de la sociedad por lucidez.



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